Octavio Paz

 

"Tres momentos de la literatura japonesa"

Es un lugar común decir que la primera impresión que produce cualquier contacto —aun el más distraído y casual— con la cultura del Japón es la extrañeza. Sólo que, contra lo que se piensa generalmente, este sentimiento no proviene tanto del sentirnos frente a un mundo distinto como del darnos cuenta de que estamos ante un universo autosuficiente y cerrado sobre sí mismo. Organismo al que nada le falta, como esas plantas del desierto que secretan sus propios alimentos, el Japón vive de su propia substancia. Pocos pueblos han creado un estilo de vida tan inconfundible. Y sin embargo, muchas de las instituciones japonesas son de origen extranjero. La moral y la filosofía política de Confucio, la mística de Chuang-tsé, la etiqueta y la caligrafía, la poesía de Po Chü-i y el Libro de la piedad filial, la arquitectura, la escultura y la pintura de los Tang y los Sung modelaron durante siglos a los japoneses. Gracias a esta influencia china, Japón conoció las especulaciones de Nagarjuna y otros grandes metafísicos del budismo Mahayana y las técnicas de meditación de los hindúes.

La importancia y el número de elementos chinos —o previamente pasados por el cedazo de China— no impiden sino subrayan el carácter único y singular de la cultura japonesa. Varias razones explican esta aparente anomalía. En primer término, la absorción fue muy lenta: se inicia en los primeros siglos de la era cristiana y no termina sino hasta entrada la época moderna. En segundo lugar, no se trata de una influencia sufrida sino libremente elegida. Los chinos ni llevaron su cultura al Japón; tampoco, excepto durante las abortadas invasiones mongólicas, quisieron imponerla por la fuerza: los mismos japoneses enviaron embajadores y estudiantes, monjes y mercaderes a Corea y a China para que estudiasen y comprasen libros y obras de arte o para que contratasen artesanos, maestros y filósofos. Así, la influencia exterior jamás puso en peligro el estilo de vida nacional. Y cada vez que se presentó un conflicto entre lo propio y lo ajeno se encontró una solución feliz como en el caso del budismo, que pudo convivir con el culto nativo. La admiración que siempre profesaron los japoneses a la cultura china, no los llevó a la imitación suicida ni a desnaturalizar sus propias inclinaciones. La única excepción fue, y sigue siendo, la escritura. Nada más ajeno a la índole de la lengua japonesa que el sistema ideográfico de los chinos; y aún en esto se encontró un método que combina la escritura fonética con la ideográfica y que, acaso, hace innecesaria esa reforma que predican muchos extranjeros con más apresuramiento que buen sentido.

La literatura es el ejemplo más alto de la naturalidad con que los elementos propios lograron triunfar de los modelos ajenos. La poesía, el teatro y la novela son creaciones realmente japonesas. A pesar de la influencia de los clásicos chinos, la poesía nunca perdió, ni en los momentos de mayor postración, sus características: brevedad, claridad del dibujo, mágica condensación. Puede decirse lo mismo del teatro y la novela. En cambio, la especulación filosófica, el pensamiento puro, el poema largo y la historia no parecen ser géneros propicios al genio japonés.

A principios del siglo V se introduce oficialmente la escritura sínica; un poco después, en 760, aparece la primera antología japonesa, el Manyoshu o Colección de las diez mil hojas. Se trata de una obra de rara perfección, de la que están ausentes los titubeos de una lengua que se busca. La poesía japonesa se inicia con un fruto de madurez; para encontrar acentos más espontáneos y populares habrá que esperar hasta Basho. A finales del siglo VIII la corte Imperial se traslada de Nara a Heian-Kio (la actual Kioto). Como la antigua capital, la nueva fue trazada conforme al modelo de la dinastía china entonces reinante. En la primera parte de este período se acentúa la influencia china pero desde principios del siglo X el arte y la literatura producen algunas de sus obras clásicas. Se trata de una época de excepcional brillo, sobre la que tenemos dos documentos extraordinarios: un diario y una novela. Ambos son obras de dos damas de la corte: las señoras Murasaki Shikibu y Sei Shonagon.

Nada más alejado de nuestro mundo que el que rodeó a estas dos mujeres excepcionales. Dominada por una familia de hábiles políticos y administradores (los Fujiwara), aquella sociedad era un mundo cerrado. La corte constituía por sí misma un universo autónomo, en el que predominaban como supremos los valores estéticos y, sobre todo, los literarios. "Nunca entre gentes de exquisita cultura y despierta inteligencia tuvieron tan poca importancia los problemas intelectuales" (1). Y hay que agregar: los morales y religiosos. La vida era un espectáculo, una ceremonia, un ballet animado y gracioso. Cierto, la religión —mejor dicho: las funciones religiosas— ocupaban buena parte del tiempo de señoras y señores. Pero Sei Shonagon nos revela con naturalidad cuál era el estado de espíritu con que se asistía a los servicios budistas: "El lector de las Escrituras debe ser guapo, aunque sea sólo para que su belleza, por el placer que experimentamos al verla, mantenga viva nuestra tradición. De lo contrario, una empieza a distraerse y a pensar en otras cosas. Así, la fealdad del lector se convierte en ocasión de nuestro pecado". En realidad, la verdadera religión era la poesía y, aun, la caligrafía. Los señores se enamoraban de las damas por la elegancia de su escritura tanto como por su ingenio para versificar. El buen tono lo presidía todo: amores y ceremonias, sentimientos y actos. Sería vano juzgar con severidad esta concepción estética de la vida. Los artistas modernos sienten cierta repulsión por el "buen gusto", pero esta repugnancia no se justifica del todo. Nuestro "buen gusto" es el de una sociedad de advenedizos que se han apropiado de valores y formas que no les corresponden. El de la sociedad heiana estaba hecho de gracia natural y de espontánea distinción.

La ligereza danzante con que esos personajes se mueven por la vida, como si hubiesen abolido las leyes de la gravedad, se debe entre otras cosas a que esas almas no conocían el peso de la moral. Las cosas para ellos no eran graves sino hermosas o feas. Mundo de dos dimensiones, sin profundidad, es cierto, pero también sin espesor; mundo transparente, nítido, como un dibujo rápido y precioso sobre una hoja inmaculada. En su diario, Sei Shonagon divide a las cosas en placenteras y desagradables. Entre las primeras están, por ejemplo, cruzar un río en una noche de luna brillante y ver bajo el fondo brillar los guijarros; o recorrer en carruaje el campo y luego aspirar el perfume que desprenden las ruedas, entre las que se han quedado prendidos manojos de hierba fresca. En otra parte Shonagon anota que "es muy importante que un amante sepa despedirse. Para empezar, no se debería levantar con apresuración sino aguardar a que se le insista un poco: Anda, ya hay luz... no te gustaría que te sorprendieran aquí. Tampoco debería ponerse los pantalones de un golpe, como si tuviera mucha prisa y sin antes acercarse a su compañera, para murmurar en su oído lo que sólo ha ducho a medias durante la noche". Más adelante la señora Shonagon pinta al amante perfecto: "Me gusta pensar en un soltero —su ánimo aventurero le ha hecho escoger este estado— al regresar a su casa, después de una incursión amorosa. Es el alba y tiene un poco de sueño pero, apenas llega, se acerca a su escritorio y se pone a escribir una carta de amor —no escribiendo lo primero que se le ocurre sino entregado a su tarea y trazando con gusto hermosos caracteres. Luego de enviar su misiva con un paje, aguarda la respuesta mientras murmura ese o aquel pasaje de las Escrituras budistas. Más tarde lee algunos poemas chinos y espera a que esté listo el baño. Vestido con su manto de corte —quizá escarlata y que lleva como una bata de casa— toma el sexto capítulo de la Escritura del Loto y lo lee en silencio. Precisamente en el momento más solemne y devoto de su lectura religiosa, regresa el mensajero con la respuesta. Con asombrosa si blasfema rapidez, el amante salta del libro a la carta".

La prosa de Sei Shonagon es transparente. A través de ella vemos un mundo milagrosamente suspendido en sí mismo, cercano y remoto a un tiempo, como encerrado en una esfera de cristal. Los valores estéticos de esa sociedad —por más exquisitos y refinados que nos parezcan— no eran sino los de la moda. Mundo up to date, sin pasado y sin futuro, con los ojos fijos en el presente. Mas el presente es una aparición, algo que se deshace apenas se le toca. Este sentimiento de la fugacidad de las cosas —subrayado por el budismo, que afirma la irrealidad de la existencia— tiñe de melancolía las páginas del Libro de cabecera de Sei Shonagon. El mismo sentimiento —sólo que profundizado, convertido, por decirlo así, en conciencia creadora— constituye el tema central de la obra de la señora Murasaki.

La Historia de Genji no sólo es una de las más antiguas novelas del mundo, sino que, además, ha sido comparada a los grandes clásicos occidentales: Cervantes, Balzac, Jane Austen, Boccacio. En realidad, según se ha dicho varias veces, la Historia de Genji recuerda, y no sólo por su extensión y por la sociedad aristocrática que pinta, a la obra de Proust. En un pasaje Murasaki pone en boca de uno de los personajes sus ideas sobre la novela: "Este arte no consiste únicamente en narrar las aventuras de gentes ajenas al autor. Al contrario, su propia experiencia de los hombres y de las cosas, buena o mala —y no sólo lo que a él mismo le ha ocurrido sino los sucesos que ha presenciado o que le han contado—, despierta en su ser una emoción tan profunda y poderosa que lo obliga a escribir. Una y otra vez algo de su propia vida, o de la de su contorno, le parece de tal importancia que no se resigna a dejarlo hundirse en el olvido". El arte, nos dice Murasaki, es un acto personal contra el olvido; la lucha contra la muerte, raíz de todo gran arte, lleva al novelista a escribir.

A semejanza de Proust, lo característico de Murasaki es la conciencia del tiempo. Esto, más que la aventuras amorosas de Genji y sus hermosas amantes, es el verdadero tema de la obra. La conciencia del tiempo es tan aguda en Murasaki que de pronto se vuelve irreal. Inclinado sobre sí mismo, en un momento de soledad o al lado de su amante, Genji ve al mundo como una fantasmal sucesión de apariencias. Todo es imagen cambiante, aire, nada. "El sonido de las campanas del templo de Heion proclama la fugacidad de todas las cosas". Simultáneamente, la conciencia de la irrealidad del mundo y de nosotros mismos nos lleva a darnos cuenta de que también el tiempo es irreal. Nada existe, excepto esa instantánea conciencia de que todo, sin excluir a nuestra conciencia, es inexistente. Y así, por medio de una paradoja, se recobra de un golpe la existencia, ya no como acción, deseo, goce o sufrimiento, sino como conciencia de la irrealidad de todo. Para Proust sólo es real el tiempo; apresarlo, resucitarlo por obra de la memoria creadora, es aprehender la realidad. Este tiempo ya no es la mera sucesión cuantitativa, el pasar de los minutos, sino el instante que no transcurre. No es el tiempo cronométrico sino la conciencia de la duración. Para Murasaki, como para todos los budistas, el tiempo es una ilusión y la conciencia del tiempo, y la de la muerte misma, meras imágenes en nuestra conciencia; apenas tenemos conciencia de nosotros mismos y de nuestra nadería, sin excluir la de nuestra conciencia, nos libramos de la pesadilla de la ilusión y penetramos al reino en donde ya no hay tiempo ni conciencia, ni muerte ni vida. La única realidad es la irrealidad de nuestros pensamientos y sentimientos.

No es casual la importancia de la música en la obra de Proust. La sonata de Vinteuil simboliza la nostalgia del tiempo perdido y, asimismo, su recaptura. La novela está regida por un ritmo que no es inexacto llamar musical; los personajes desaparecen y reaparecen como temas o frases musicales. La música es un arte temporal: fluye, transcurre. El arte que preside la historia de Genji es estático y mudo: la pintura. Donald Keene ha comparado la novela de Murasaki a uno de los rollos chinos pletóricos de personajes, objetos y paisajes (2). A medida que se va desenvolviendo el lienzo, ese mundo se disuelve gradualmente "hasta que sólo quedan aquí y allá dos o tres pequeñas y melancólicas figuras aisladas, junto a un árbol o una piedra". El resto es espacio, espacio vacío. ¡Más qué lleno de vida real esté ese espacio, ese silencio! La obra de Murasaki no implica la reconquista del tiempo sino su disolución final en una conciencia más ancha y libre.

La sociedad que pintan Sei Shonagon y Murasaki fue desgarrada por las luchas intestinas de dos familias rivales: los Taira y los Minamoto. Dos siglos después se instaura una dictadura militar, el Shogunato, y se traslada la capital administrativa y política a Kamakura, aunque la corte sigue residiendo en Kioto. Tras un nuevo período de guerras civiles, ascienden al poder los shogunes de la casa Ashikaga, en el siglo XIV. El gobierno regresa a Kioto y el Shogún se instala en un barrio, Muromachi, que da nombre a este período. La clase militar da el tono a la nueva sociedad, como los cortesanos dieron el suyo a la época heiana. La primera diferencia es ésta: la ausencia de mujeres escritoras. Quizá, dice Waley, durante la dominación de los Fujiwara los hombres estaban demasiado ocupados en aclarar y allanar las dificultades de los clásicos chinos y las sutilezas de los metafísicos indios. En efecto, la literatura docta de ese período fue escrita en chino y por hombres; la de mera diversión —novelas y diarios— en japonés y por mujeres. No es ésta la única ni la más importante, de las diferencias que separan a estas dos épocas. La casta militar, como en su tiempo la cortesana, cede a la fascinación de la cultura china y especialmente a la del budismo; pero la rama del budismo que escoge —llamada zen— tiene características especiales y que exigen un breve paréntesis.

Tanto en su forma primera (hinayana) como en la tardía (mahayana), el budismo sostiene que la única manera de detener la rueda sin fin del nacer y del morir y, por consiguiente, del dolor, es acabar con el origen del mal. Filosofía antes que religión, el budismo postula como primera condición de una vida recta la desaparición de la ignorancia acerca de nuestra verdadera naturaleza y la del mundo. Sólo si nos damos cuenta de la irrealidad del mundo fenomenal, podemos abrazar la buena vía y escapar del ciclo de las reencarnaciones, alimentado por el fuego del deseo y el error. El yo se revela ilusorio. Es una entidad sin realidad propia, compuesta por agregados o factores mentales. El conocimiento consiste ante todo en percibir la irrealidad del yo, causa principal del deseo y de nuestro apego al mundo. Así, la meditación no es otra cosa que la gradual destrucción dl yo y las ilusiones que engendra; ella nos despierta del sueño o mentira que somos y vivimos. Este despertar es la iluminación (Satori en japonés). La iluminación nos lleva a la liberación definitiva (Nirvana). Aunque las buenas obras, la compasión y otras virtudes forman parte de la ética budista, lo esencial consiste en los ejercicios de meditación y contemplación. El estado satori implica no tanto un saber la verdad como un estar en ella y, en los casos supremos, un ser la verdad. Algunas de las sectas buscan la iluminación por medio del estudio de los libros canónicos (Sutras); otras por la vía de la devoción (ciertas corrientes de la tendencia mahayana); otras más por la magia ritual y sexual (tantrismo); algunas por la oración y aun por la repetición de la fórmula Nanu Amida Butsu (Gloria Buda Amida). Todos estos caminos y prácticas se enlazan a la vía central: la meditación. Los ritos sexuales del tantrismo son también meditación. No consisten en abandonarse a los sentidos sino en utilizarlos, por medio de un control físico y mental, para alcanzar la iluminación. El cuerpo y las sensaciones ocupan en el tantrismo el lugar de las imágenes y la oración en las prácticas de otras religiones: son un "apoyo". La doctrina zen —y esto la opone a las demás tendencias budistas— afirma que las fórmulas, los libros canónicos, las enseñanzas de los grandes teólogos y aun la palabras misma de Buda son innecesarios. Zen predica la iluminación súbita. Los demás budistas creen que el Nirvana sólo puede alcanzarse después de pasar muchas reencarnaciones; Gautama mismo logró la iluminación cuando ya era un hombre maduro y después de haber pasado por miles de existencias previas, que la leyenda budista ha recogido con gran poesía (Jakatas). Zen afirma que el estado satori es aquí y ahora mismo, un instante que es todos los instantes, momento de revelación en que el universo entero —y con él la corriente de temporalidad que lo sostiene— se derrumba. Este instante niega al tiempo y nos enfrenta a la verdad.

Por su misma naturaleza el momento de la iluminación es indecible. Como el taoísmo, a quien sin duda debe mucho, zen es una "doctrina sin palabras". Para provocar dentro del discípulo el estado propicio a la iluminación, los maestros acuden a las paradojas, al absurdo, al contrasentido y, en general, a todas aquellas formas que tienden a destruir nuestra lógica y la perspectiva normal y limitada de las cosas. Pero la destrucción de la lógica no tiene por objeto remitirnos al caos y al absurdo sino, a través de la experiencia de lo sin sentido, descubrir un nuevo sentido. Sólo que ese sentido es incomunicable por las palabras. Apenas el humor, la poesía o la imagen pueden hacernos vislumbrar en qué consiste la nueva visión. El carácter incomunicable de la experiencia zen se revela en esta anécdota: un maestro cae en un precipicio pero puede asir con los dientes la rama de un árbol; en ese instante llega uno de los discípulos y le pregunta: ¿en qué consiste el zen, maestro? Evidentemente, no hay respuesta posible: enunciarla doctrina implica abandonar el estado satori y volver a caer en el mundo de los contrarios relativos, en el "esto" y el "aquello". Ahora bien, zen no es ni "esto" ni "aquello", sino, más bien, "esto y aquello". Así, para emplear la conocida frase Chuang-tsé, "el verdadero sabio predica la doctrina sin palabras".

El período Muromachi está impregnado de zen. Para los militares, zen era el otro platillo de la balanza. En un extremo, el estilo de vida bushido, es decir, del guerrero vertido hacia el exterior; en el otro, la Ceremonia del Té, la decoración floral, el Teatro Nô y, sustento al mismo tiempo que cima de toda esta vida estética, cara al interior, la meditación zen. Según Isotei Nishikawa esta vertiente estética se llama furyu o sea "diversión elegante" (3). Las palabras "diversión" y "elegante" tienen aquí un sentido peculiar y no denotan distracción mundana y lujosa sino recogimiento, soledad, intimidad, renuncia. El símbolo de furyu sería la decoración floral —ikebana— cuyo arquetipo no es el adorno simétrico occidental, ni la suntuosidad o la riqueza del colorido, sino la pobreza, la simplicidad y la irregularidad. Los objetos imperfectos y frágiles —una piedra rodada, una rama torcida, un paisaje no muy interesante por sí mismo pero dueño de cierta belleza secreta— poseen una calidad fuyru. Bushido y fuyru fueron los dos polos de la vida japonesa. Economía vital y psíquica que nos deja entrever el verdadero sentido de muchas actitudes que de otra manera nos parecían contradictorias.

El sentido de los valores estéticos que regían la sociedad del período Muromachi es muy distinto al de la época heiana. En el universo de Murasaki triunfa la apariencia; corroído o no por el tiempo, mera ilusión acaso, el mundo exterior existe. Para los Ashikaga y su círculo, la distinción entre "esto" y "aquello", entre el sujeto y el objeto, es innecesaria y superflua. Se acentúa el lado interior de las cosas: el refinamiento es simplicidad; la simplicidad, comunión con la naturaleza. Gracias al budismo zen, la religiosidad japonesa se ahonda y tiene conciencia de sí. Las almas se afina y templan. El culto a la naturaleza, presente desde la época más remota, se transforma en una suerte de mística. La pintura Sung, con su amor por los espacios vacíos, influye profundamente en la estética de esta época. El octavo shogún Ashikaga (Yoshimasa) introduce la Ceremonia del Té, regida por los mismos principios: simplicidad, serenidad, desinterés. En una palabra: quietismo. Pero nada más lejos del quietismo furibundo y contraído de los místicos occidentales, desgarrados por la oposición inconciliable entre este mundo y el otro, entre el creador y la criatura, que el de los adeptos de zen. La ausencia de la noción de un Dios creador, por una parte, y la de la idea cristiana de una naturaleza caída, por la otra, explican la diferencia de actitudes. Buda dijo de todos, hasta los árboles y las yerbas, algún día alcanzarían el Nirvana. El estado búdico es un trascender la naturaleza pero también un volver a a ella. El culto a lo irregular, a la armonía asimétrica, brota con esta idea de la naturaleza como arquetipo de todo lo existente. Los jardineros japoneses no pretenden someter el paisaje a una armonía racional, como ocurre con el arte francés de Le Nôtre, sino al contrario: hacen del jardín un microcosmo de la inmensidad natural.

El teatro Nô está profundamente influido por la estética zen. Como en el caso del teatro griego, que nace de los cultos agrarios de fertilidad, el género Nô hunde sus raíces en ciertas danzas populares llamadas Dengaku Nô. Según Waley era un espectáculo de juglares y acróbatas que, hacia le siglo XIV, se transformó en una suerte de ópera. En los mismos años una gran danza llamada Saragaku (música de monos) alcanzó gran popularidad. El origen al mismo tiempo sagrado y licencioso de este arte puede comprobarse con esta leyenda que relata el nacimiento de la danza: "La diosa del Sol se había retirado y no quería salir a iluminar al mundo; entonces la diosa Uzumi se desnudó los pechos, alzó su falda, mostró su ombligo y su sexo y danzó. Los dioses se rieron a carcajadas y la diosa Sol volvió a aparecer". La unión de estas dos formas artísticas, Dengaku y Sarugaku, produjo finalmente el Nô (4). Esta evolución no deja de ofrecer analogías con la evolución del teatro español, desde las comedias y "pasos" de Gil Vicente, Juan del Encina y Lope de Rueda a la estilización intelectual del "auto sacramental". Dos hombres de genio hacen del Nô el complejo mecanismo poética que admiramos: Kan’ami Kiyotsugu (1333-1384) y su hijo Zeami Motokiyo (1363-1443). Ambos fueron protegidos del shogún Yoshimitsu, que se distinguió por su devoción a las artes y al budismo zen. Es probable que el shogún haya instruido al joven Zeami, con quien vivió en términos más bien íntimos, en la "doctrina sin palabras".

La palabra Nô quiere decir talento y, por extensión, exhibición de talento, o sea: representación. El número de personajes de una pieza Nô se reduce a dos: el chite y el waki. El primero es el héroe de la pieza y, en realidad, su único autor; el waki es un peregrino que encuentra al chite y provoca, casi siempre involuntariamente, lo que llamaríamos la descarga dramática. El chite lleva una máscara. Ambos actores pueden tener cuatro o cinco acompañantes (tsure). Hay además un coro de unas diez personas. Cada obra dura poco menso de un acto del teatro occidental moderno. Una sesión de Nô está compuesta por seis piezas y varios interludios cómicos (Kyogen), arreglados de tal modo que formen una unidad estética: piezas religiosas, guerreras, femeninas, demoniacas, etc. Los argumentos proceden del fondo legendario, la historia y los clásicos. La palabra es sólo uno de los elementos del espectáculo; los otros son la danza, la mímica y la música (flauta y tambores). También hay que señalar la riqueza de los trajes, el carácter estilizado del decorado y la función simbólica del mobiliario y los objetos. Todos los actores son hombres. La expresión verbal pasa del lenguaje hablado a una recitación que linda con el canto aunque sin jamás convertirse en palabra cantada. Más que la ópera o al ballet, el Nô podría parecerse a la liturgia. O al auto sacramental. La acción se inicia con una cita de los Sutras budistas, por ejemplo: "nuestras vidas son gotas de rocío que sólo esperan que sople el viento, el viento de la mañana"; o esta otra, que recuerda a Calderón: "la vida es un sueño mentiroso del que despierta sólo aquel que arroja a un lado, como harapo, el manto del mundo". Inmediatamente después el waki se presenta a sí mismo, declara que debe hacer un viaje a un templo, una ermita o un lugar célebre, y danza. La danza simboliza el viaje. La descripción del viaje es siempre un fragmento poético, en el que abundan juegos de palabras que aluden a los sitios que recorre el viajero. Al llegar al término de su recorrido, en un momento inesperado, el chite aparece. Tras una escena de "reconocimiento" irrumpe en un monólogo entrecortado y violento que revive los episodios de su vida y, si se trata de un fantasma, de su muerte. Es el instante de la crisis y el delirio, en el que la intensidad dramática se alía a un lirismo sonámbulo. Aquí la poesía del Nô se revela como una de las formas más puras del teatro universal. El chite, poseído por el alma en pena de un muerto al que estuvo íntimamente ligado en el pasado (su amante, su enemigo, su señor, su hijo), se habla a sí mismo con el lenguaje del otro. Cambia de alma, por decirlo así. Identificado con aquel que odia, ama o teme, el chite resucita el pasado en una forma que hace pensar en los mimodramas de la psicología moderna. La escena termina cuando, apaciguado por el peregrino que le promete ayudar a su salvación, el chite se retira. La obra concluye casi siempre con una nueva invocación de los textos budistas.

Dentro de estos modelos rígidos, Kan’ami y Zeami vertieron una poesía dramática de gran intensidad. El monólogo de Komachi, en la pieza de ese nombre, me parece uno de los momentos más altos del teatro universal. Es imposible dar una idea, siquiera aproximada, de la belleza de los textos. Baste decir que Arthur Waley piensa que "si por algún cataclismo el teatro Nô desapareciese, como espectáculo, los textos, por su valor puramente literario, perdurarían". Eso fue lo que ocurrió con el teatro griego, del cual sólo nos quedan las palabras; y sin embargo, esas palabras nos siguen alimentando. El género Nô ha dejado de ser un espectáculo popular pero ha influido en otros dos géneros: el teatro de títeres y el Kabuki. No es ocioso agregar que estas obras están salpicadas de fragmentos de poesía clásica, japonesa y china, y de citas de las Escrituras budistas. Zeami y sus contemporáneos no procedieron de manera distinta a la de Shakespeare, Marlowe, Lope de Vega y Calderón.

Con frecuencia se ha comparado el teatro Nô a la tragedia griega. Los coros, las máscaras, la escasez de personajes, la importancia de música y danza y, sobre todo, la alianza de poesía pasional y lírica con la meditación sobre el hombre y su destino, recuerdan, en efecto, al teatro griego. Como las obras de Esquilo y Sófocles, el teatro Nô es un misterio y un espectáculo, quiero decir, es una visión estética y simbólica de la condición humana y de la intervención, ora nefasta, ora benéfica, de ciertos poderes a los que, alternativamente, el hombre se enfrenta o se inmola. Pero la tragedia griega es más amplia y humana: sus héroes no son fantasmas sino seres terriblemente vivos, poseídos, sí, mas también lúcidos. Por otra parte, es una meditación sobre el hombre y el cosmos infinitamente más arriesgada y profunda; su verdadero tema es la libertad humana frente a los dioses y el destino. El pensamiento de los trágicos griegos es de raíz religiosa y todo su teatro es una reflexión sobre la hybris, esto es, sobre las causas y los efectos del sacrilegio por excelencia: la desmesura, la ruptura de la medida cósmica y divina. Esta reflexión no es dogmática sino de tal modo libre que no retrocede ante la blasfemia, según se ve en Eurípides y aun en Sófocles y Esquilo. La tradición intelectual de los poetas dramáticos griegos es la poesía homérica y la osada especulación de los filósofos; y el clima social que envuelve a sus creaciones, la democracia ateniense. La "política" —en el sentido original y mejor de la palabra— es la esencia de la actividad griega y lo que hizo posible su inigualable libertad de espíritu. En cambio, los autores japoneses viven en la atmósfera cerrada de una corte y su tradición intelectual es la teología budista y la estricta poesía de China y Japón.

Me parece que el teatro Nô ofrece mayores semejanzas con el español; no es arbitrario comparar las piezas de Kan’ami y Zeami a los "autos sacramentales" de Calderón, Tirso o Mira de Amescua. La brevedad de las obras y su carácter simbólico, la importancia de la poesía y el canto —en unos a través del coro, en otros por medio de las canciones—, la estricta arquitectura teatral, la tonalidad religiosa y, especialmente, la importancia de la especulación teológica —dentro y no frente a los dogmas— son notas comunes a estas dos formas artísticas. El "auto sacramental" español y el Nô japonés son intelectuales y poéticos. Teatro suspendido por hilos racionales entre el cielo y la tierra, construido con la precisión de un razonamiento y con la violencia fantasmal del deseo que sólo encarna para aniquilarse mejor.

En arte Nô no es realista, al menos en el sentido moderno de la palabra. Tampoco es fantástico. Zeami dice: "música, danza y actuación son artes imitativas". Ahora bien, esta imitación quiere decir: reproducción o recreación simbólica de una realidad. Así, el abanico que llevan los actores puede simbolizar un cuchillo, un pañuelo o una carta, según la acción lo pida. El teatro Nô, como todo el arte japonés, es alusivo y elusivo. Chikamtsu nos ha dejado una excelente definición de la estética japonesa: "El arte vive en las delgadas fronteras que separan lo real de lo irreal". Y en otra parte dice: "Es esencial no decir: esto es triste, sino que el objeto mismo sea triste, sin necesidad de que el autor lo subraye". El artista muestra; el propagandista y el moralista demuestran.

Las reflexiones críticas de Zeami están impregnadas del espíritu zen. En un pasaje nos habla de que hay tres clases de actuación: una es para los ojos, otra para los oídos y la última para el espíritu. En la primera sobresalen la danza, los trajes y los gestos de los actores; en la segunda, la música, la dicción y el ritmo de la acción; en la tercera se apela al espíritu: "un maestro del arte no moverá el corazón de su auditorio sino cuando haya eliminado todo: danza, canto gesticulaciones y las palabras mismas. Entonces, la emoción brota de la quietud. Esto se llama danza congelada". Y agrega: "Este estilo místico, aunque se llama: Nô que habla al entendimiento, también podría llamarse: Nô sin entendimiento". Es decir, Nô en el que la conciencia se ha disuelto en la quietud. Zeami muestra la transición de los estados de ánimo del espectador, verdadera escala del éxtasis, de este modo: "El libro de la crítica dice: olvida el espectáculo y mira al Nô; olvida el Nô y mira al actor; olvida al actor y mira la idea; olvida la idea y entenderás el Nô" (5). El arte es una forma superior del conocimiento. Y este conocer, con todas nuestras potencias y sentidos, sí, pero también sin ellos, suspendidos en un arrobo inmóvil y vertiginoso, culmina en un instante de comunión: ya no hay nada que contemplar porque nosotros mismos nos hemos fundido con aquello que contemplamos. Sólo que la contemplación que nos propone Zeami posee —y ésta es una diferencia capital— un carácter distinto al del éxtasis occidental: el arte no convoca una presencia sino una ausencia. La cima del instante es un estado paradójico del ser: es un no ser en el que, de alguna manera, se da el pleno ser. Plenitud del vacío.

En la época de los Ashikaga declina el poder central, mientras crecen las rivalidades entre los señores feudales. La sociedad del período Muromachi puede compararse a las pequeñas cortes italianas del Renacimiento, dedicadas al cultivo de las artes y de la filosofía neoplatónica en tanto que el resto del país era desgarrado por guerras que no es exagerado llamar privadas. En el siglo XV el poder de los shogunes Ashikaga se desmorona. Kioto es destruida y saqueada. Tras un largo interregno se restablece el poder central, nuevamente en manos de la clase militar. Al iniciarse el siglo XVII una nueva familia —los Tokuwaga— asume la dirección del Estado, que no dejará sino hasta la restauración del poder imperial, a mediados del siglo pasado. La residencia de los shogunes se traslada a Edo (la actual Tokio). Durante estos siglos el Japón cierra sus puertas al mundo exterior. Los shogunes establecen una rígida disciplina política, social y económica que a veces hace pensar en las modernas sociedades totalitarias o en el Estado que fundaron los jesuitas en Paraguay. Pero desde mediados del siglo XVII una nueva clase urbana empieza a surgir en Edo, Osaka y Kioto. Son los mercaderes, los chonines u hombres del común, que si no destruyen la supremacía feudal de los militares, sí modifican profundamente la atmósfera de las grandes ciudades. Esta clase se convierte en patrona de las artes y la vida social. Un nuevo estilo de vida, más libre y espontáneo, menos formal y aristocrático, llega a imponerse. Por oposición a la cultura tradicional japonesa —siempre de corte y de cerrado círculo religioso— esta sociedad es abierta. Se vive en la calle y se multiplican los teatros, los restaurantes, las casas de prostitución, los baños públicos atendidos por muchachas, los espectáculos de luchadores. Una burguesía próspera y refinada protege y fomenta los placeres del cuerpo y del espíritu. El barrio alegre de Edo no sólo es lugar de libertinaje elegante, en donde reinan las cortesanas y los actores, sino que, a diferencia de lo que pasa en nuestras abyectas ciudades modernas, también es un centro de creación artística. Genroku —tal es el nombre del período— se distingue por una vitalidad y un desenfado ausentes en el arte de épocas anteriores. Este mundo brillante y popular, compuesto por nuevos ricos y mujeres hermosas, por grandes actores y juglares, se llama Ukiyo, es decir el Mundo que Flota o Pasa, bello como las nubes de un día de verano. El grabado de madera —Ukiyoe: imágenes del mundo fugitivo— se inicia en esta época. Arte gemelo del Ukiyoe, nace la novela picaresca y pornográfica: Ukiyo-Soshi. Las obras licenciosas —llamadas con elíptico ingenio: Libros de la primavera— se vuelven tan populares como en Europa la literatura libertina de fines del siglo XVIII. El teatro Kabuki, que combina el drama con el ballet, alcanza su mediodía y el gran poeta Chikamatsu escribe para el teatro de muñecos obras que maravillaron a sus contemporáneos y que todavía hieren la imaginación de hombres como Yeats y Claudel. La poesía japonesa, gracias sobre todo a Matsuo Basho, alcanza una libertad y una frescura ignoradas hasta entonces. Y asimismo, se convierte en réplica al tumulto mundano. Ante ese mundo vertiginoso y colorido, el haikú de Basho es un círculo de silencio y recogimiento: manantial, pozo de agua oscura y secreta.

Basho no rompe con la tradición sino que la continúa de una manera inesperada; o como el mismo dice: "No busco el camino de los antiguos: busco lo que ellos buscaron". Basho aspira a expresar, con medios nuevos, el mismo sentimiento concentrado a la gran poesía clásica. Así, transforma las formas populares de su época (el haikai no renga) en vehículos de la más alta poesía. Esto requiere una breve explicación. La poesía japonesa no conoce la rima ni la versificación acentual y su recurso principal, como sucede con la francesa, es la medida silábica. Esta limitación no es pobreza, pues el japonés está compuesto por versos de siete y cinco sílabas; la forma clásica consiste en un poema corto —waka o tanka— de treinta y una sílabas, dividido en dos estrofas: la primera de tres versos (cinco, siete y cinco sílabas) y la segunda de dos (ambos de siete sílabas). La estructura misma del poema permitió, desde el principio, que dos poemas participasen en la creación de un poema: uno escribía las tres primeras líneas y el otro las dos últimas. Escribir poesía se convirtió en un juego poético parecido al "cadáver exquisito" de los surrealistas; pronto, en lugar de un sólo poema, se empezaron a escribir series enteras, ligados tenuemente por el tema de la estación. Estas series de poemas en cadena se llamaron renga o renku. El género ligero, cómico o epigramático, se llamó renga haikai y el poema inicial, hokku. Basho practicó con sus discípulos y amigos —dándole nuevo sentido— al arte del renga haikai o cadena de poemas, adelantándose así a la profecía de Lautréamont y a una de las tentativas del surrealismo: la creación poética colectiva.

Cualquiera que haya practicado el juego del "cadáver exquisito", el de las "cartas rusas" o algún otro que entrañe la participación de un grupo de personas en la elaboración de una frase o de un poema, podrá darse cuenta de los riesgos: las fronteras entre la comunión poética y el simple pasatiempo mundano son muy tenues. Pero si, gracias a la intervención de ese magnetismo o poesía objetiva que obliga a rimar una cosa con otra, se logra realmente la comunicación poética y se establece una corriente de simpatía creadora entre los participantes, los resultados son sorprendentes: lo inesperado brota como un pez o un chorro de agua. Lo más extraño es que esta súbita irrupción parece natural y, más que nada, fatal, necesaria. Los poemas escritos por Basho y sus amigos son memorables y la complicación de las reglas a que debían someterse no hace sino subrayar la naturalidad y la felicidad de los hallazgos. Cito, en pobre traducción, uno de esos poemas colectivos:

El aguacero invernal,
incapaz de esconder la luna,
la deja escaparse de su puño, Tokoku,

Al caminar sobre el hielo
piso la luz de mi linterna. Jugo

Al alba los cazadores
atan a sus flechas
blancas hojas de helechos. Yasui

Abriendo de par en par
la puerta norte del Palacio: ¡la Primavera! Basho

Entre los rastrillos
y el estiércol de los caballos
humea, cálido, el aire. Kakei (6)

El poema se inicia con la lluvia, el invierno y la noche. La imagen de la caminata nocturna sobre el hielo convoca a la del alba fría. Luego, como en la realidad, hay un salto e irrumpe, sin previo aviso, la primavera. El realismo de la última estrofa modera el excesivo lirismo de la anterior.

El poema suelto, desprendido del renga haikai, empezó a llamarse haikú, palabra compuesta de haikai y hokku. Un haikú es un poema de 17 sílabas y tres versos: cinco, siete, cinco. Basho no inventó esa forma; tampoco la alteró: simplemente transformó su sentido. Cuando empezó a escribir, la poesía se había convertido en un pasatiempo: poema quería decir poesía cómica, epigrama o juego de sociedad. Basho recoge este nuevo lenguaje coloquial, libre y desenfadado, y con él busca lo mismo que los antiguos: el instante poético. El haikú se convierte en la anotación rápida, verdadera recreación, de un momento; exclamación poética, caligrafía, pintura y escuela de meditación, todo junto. Discípulo del monje Buccho —y él mismo medio ermitaño que alterna la poesía con la meditación—, el haikú de Basho es ejercicio espiritual. La filosofía zen reaparece en su obra, como reconquista del instante. O mejor: como abolición del instante. Uno de sus sucesores, el poeta Oshima Ryoto, alude a esta suspensión del ánimo en un poema admirable:

No hablan palabra
el anfitrión, el huésped
y el crisantemo.

Yosa Buson, pintor, calígrafo y uno de los maestros del haikú (con Basho, Issa y Shiki), expresa la misma intuición aunque con una ironía ausente en el poema de Ryoto y que es una de las grandes contribuciones del haikú:

Llovizna: plática
de la capa de paja
y la sombrilla.

A lo que responde Masaoka Shiki, un siglo después:

Ah, si me vuelvo,
ese que se pasa ya
no es sino bruma.

Los ejemplos anteriores muestran la aptitud del haikú para convertirse en medio de expresión de la sensibilidad del zen. Quizá el genio de Basho reside en haber descubierto que, a pesar de su aparente simplicidad, el haikú es un organismo poético muy complejo. Su misma brevedad obliga al poeta a significar mucho diciendo lo mínimo (7).

Desde un punto de vista formal el haikú se divide en dos parte. Una da la condición general y la ubicación temporal y espacial del poema (otoño o primavera, mediodía o atardecer, un árbol o una roca, la luna, un ruiseñor); la otra, relampagueante, debe contener un elemento activo. Una es descriptiva y casi enunciativa; la otra, inesperada. La percepción poética surge del choque entre ambas. La índole misma del haikú es favorable a un humor seco, nada sentimental, y a los juegos de palabras, onomatopeyas y aliteraciones, recursos constantes de Basho, Buson e Issa. Arte no intelectual, siempre concreto y antiliterario, el haikú es una pequeña cápsula cargada de poesía capaz de hacer saltar la realidad aparente. Un poema de Basho —que ha resistido, es cierto, a todas las traducciones y que doy aquí en una inepta versión— quizá ilumine lo que quiero decir:

Un viejo estanque:
salta una rana ¡zas!
chapalateo.

Nos enfrentamos a una casi prosaica enunciación de hechos: el estanque, el salto de la rana, el chasquido del agua. Nada menos "poético": palabras comunes y un hecho insignificante. Basho nos ha dado simples apuntes, como si nos mostrase con el dedo dos o tres realidades inconexas que, sin embargo, tienen un "sentido" que nos toca a nosotros descubrir. El lector debe recrear el poema. En la primera línea encontramos el elemento pasivo: el viejo estanque y su silencio. En la segunda, la sorpresa del salto de la rana, que rompe la quietud. Del encuentro de estos dos elementos debe brotar la iluminación poética. Y esta iluminación consiste en volver al silencio del que partió el poema, sólo que ahora cargado de significación. A la manera del agua que se extiende en círculos concéntricos, nuestra conciencia debe extenderse en oleadas sucesivas de asociaciones. El pequeño haikú es un mundo de resonancias, ecos y correspondencias:

Tregua de vidrio:
el son de la cigarra
taladra rocas.

El paisaje no puede ser más nítido. Mediodía en un lugar desierto; el sol y las rocas. Lo único vivo en el aire seco es el rumor de las cigarras. Hay un gran silencio. Todo calla y nos enfrenta a algo que no podemos nombrar: la naturaleza se nos presenta como algo concreto y, al mismo tiempo, inasible, que rechaza toda comprensión. El canto de las cigarras se funde al callar de las rocas. Y nosotros también quedamos paralizados y, literalmente, petrificados. El haikú es satori:

El mar ya oscuro:
los gritos de los patos
apenas blancos.

Aquí predomina la imagen visual: lo blanco brilla débilmente sobre el dorso oscuro del mar. Pero no es el plumaje de los patos, ni la cresta de las olas sino los gritos de los pájaros lo que, extrañamente, es blanco para el poeta. En general Basho prefiere alusiones más sutiles y contrastes más velados:

Este camino
nadie ya lo recorre
salvo el crepúsculo.

La melancolía no excluye una buena, humilde y sana alegría ante el hecho sorprendente de estar vivos y ser hombres:

Bajo las abiertas campánulas
comemos nuestra comida,
nosotros, que sólo somos hombres.

Un poema de Issa contiene el mismo sentimiento, sólo que teñido de una suerte de simpatía cósmica:

Luna montañesa,
también iluminas
al ladrón de flores.

El haikú no sólo es poesía escrita —o, más exactamente, dibujada— sino poesía vivida, experiencia poética recreada. Con inmensa cortesía, Basho no nos dice todo: se limita a entregarnos unos cuantos elementos, los suficientes para encender la chispa. Es una invitación al viaje, un viaje que debemos hacer con nuestras propias piernas. Pues como él mismo dice: "No hay que viajar a los lomos de otro. Piensa en el que te sirve como su fuera otra y más débil pierna tuya". Y en otro pasaje agrega: "No duermas dos veces en el mismo sitio; desea siempre una estera que no hayas calentado aún".

Los diarios de viaje son un género muy popular en la literatura japonesa. Zeami escribió uno —El libro de la Isla de Oro— en el que entrevera pensamientos sueltos, poemas y descripciones. Basho escribió cinco diarios de viaje, cuadernos de bocetos, impresiones y apuntes. Estos diarios son ejemplos perfectos de un género en boga en la época de Basho y del cual él es uno de los grandes maestros: el haibun, texto en prosa que rodea, como si fuesen islotes, a los haikú. Poemas y pasajes en prosa se completan y recíprocamente se iluminan. El mejor de esos diarios, según la opinión general, es el famoso Oku no Hosomichi (Sendas de Oku) (8). En este breve cuaderno, hecho de veloces dibujos verbales y súbitas alusiones —signos de inteligencia que el autor cambia con el lector— la poesía se mezcla a la reflexión, el humor a la melancolía, la anécdota a la contemplación. Es difícil leer un libro —y más aún cuando casi todo su aroma se ha perdido en la traducción— que no nos ofrece asidero alguno y que se despliega como una sucesión de paisajes. Quizás haya que leerlo como se mira al campo: sin prestar mucha atención al principio, recorriendo con mirada distraída la colina, los árboles, el cielo y su rincón de nubes, las rocas... De pronto nos detenemos ante una piedra cualquiera, de la que no podemos apartar la vista y entonces conversamos, por un instante sin medida, con las cosas que nos rodean. En este libro de Basho no pasa nada, salvo el sol, la lluvia, las nubes, unas cortesanas, una niña, otros peregrinos. No pasa nada, excepto la vida y la muerte:

Es primavera:
la colina sin nombre
entre la niebla.

La idea del viaje —un viaje desde las nubes de esta existencia hasta las nubes de la otra— está presente en toda la obra de Basho. Viajero fantasma, un día antes de morir escribe este poema:

Caído en el viaje:
mis sueños en el llano
dan vueltas y vueltas.

En una forma voluntariamente antiheroica la poesía de Basho nos llama a una aventura de veras importante: la de perdernos en lo cotidiano para encontrar lo maravilloso. Viaje inmóvil, al término del cual nos encontramos con nosotros mismos: lo maravilloso es nuestra verdad humana. En tres versos el poeta insinúa el sentido de este encuentro:

Un relámpago
y el grito de la garza,
hondo en lo oscuro.

El grito del pájaro se funde al relámpago y ambos desaparecen en la noche. ¿Un símbolo de la muerte? La poesía de Basho no es simbólica: la noche es la noche y nada más. Al mismo tiempo, sí es algo más que la noche, pero es un algo que, rebelde a la definición, se rehusa a ser nombrado. Si el poeta lo nombrase, se evaporaría. No es la cara escondida de la realidad: al contrario, es su cara de todos los días... y es aquello que no está en cara alguna. El haikú es una crítica de la realidad: en toda realidad hay algo más de la que llamamos realidad. Simultáneamente, es una crítica del lenguaje:

Admirable
aquel que ante el relámpago
no dice: la vida huye...

Crítica del lugar común pero también crítica a nuestra pretensión de identificar, significar y decir. El lenguaje tiende a dar sentido a todo lo que vemos y una de las misiones del poeta es hacer la crítica del sentido. Y hacerla con las palabras, instrumentos y vehículos del sentido. Si decimos que la vida es corta como el relámpago no sólo repetimos un lugar común sino que atentamos contra la originalidad de la vida, contra aquello que efectivamente la hace única. La verdad original de la vida es su vivacidad y esa vivacidad es consecuencia de ser mortal, finita: la vida está tejida de muerte. Pero al decirlo convertimos en dos conceptos, vida y muerte, la vivaz y fúnebre unidad vida-muerte. ¿Hay un lenguaje que diga, sin decirla, esa unidad? Sí, el haikú: una palabra que es la crítica de la realidad, una realidad que es la burla oblicua del significado. El haikú de Basho nos abre las puertas de satori: sentido y falta de sentido, vida y muerte, coexisten. No es tanto la anulación de los contrarios ni su fusión como una suspensión del ánimo. Instante de la exclamación o de la sonrisa: la poesía ya no se distingue de la vida, la realidad reabsorbe a la significación. La vida no es ni larga ni corta sino que es como el relámpago de Basho. Ese relámpago no nos avisa de nuestra mortalidad; su misma intensidad de luz, semejante a la intensidad verbal del poema, nos dice que el hombre no es únicamente esclavo del tiempo y de la muerte sino que, dentro de sí, lleva a otro tiempo. Y la visión instantánea de ese otro tiempo se llama poesía: crítica del lenguaje y de la realidad: crítica del tiempo. La subversión del sentido produce una reversión del tiempo: el instante del haikú es inconmensurable. La poesía de Basho, ese hombre frugal y pobre que escribió ya entrado en años y que vagabundeó por todo el Japón durmiendo en ermitas y posadas populares —ese reconcentrado que contemplaba largamente un árbol y un cuervo sobre el árbol, el brillo de la luz sobre una piedra— ese poeta que después de remendarse las ropas raídas leía a los clásicos chinos— ese silencioso que hablaba en los caminos son los labradores y las prostitutas, los monjes y los niños—, es algo más que una obra literaria: es una invitación a vivir de veras la vida y la poesía. Dos realidades inseparables y que, no obstante, jamás se funden enteramente: el grito del pájaro y la luz del relámpago.

Notas

  1. Arthur Waley, The Pillow Boof of Sei-Shonagon, Londres, 1928.
  2. Donald Keene, Japanese Literature, Londres, 1953.
  3. Isotei Nishikawa, Floral Art of Japan, Tokio, 1936.
  4. Sobre el nacimiento y evolución del Nô véase The Nô Plays of Japan, de Arthur Waley, Londres 1950. Después de escrito este ensayo ha aparecido un libro fundamental: La Tradition secrè du Nô, suivie d’Une journée de Nô, traducción y comentario de René Seiffert, París, 1960, que publica por primera vez en una lengua europea el texto casi completo de los tratados de Zeami, a quien el erudito francés no vacila en comparar con Aristóteles. Por último, en 1968, Kasuya Sakai publicó en México su excelente Introducción al Nô, que contiene la traducción, la primera que se haya hecho al castellano, de cuatro piezas. (Nota de 1970).
  5. Citado por Arthur Waley en The Nô Plays of Japan, Londres, 1950.
  6. Utilizo la versión inglesa de Donald Keene, Japanese Literature, Londres, 1953.
  7. Sobre el haikú, su técnica y sus fuentes espirituales, véase la obra que, en cuatro volúmenes, ha dedicado R. H. Blyth al tema: Haikú, 1949-1952. Después de escritas estas páginas la bibliografía sobre el haikú se ha multiplicado, especialmente en lengua inglesa. Véase The Haiku Handbook, de William J. Higginson, 1985.
  8. Publicado por la Imprenta Universitaria de México en 1957, traducción de Eikichi Hayashiya y Octavio Paz. Segunda edición, Barcelona, Seix Barral, 1970.

[México, 1954. Este ensayo se publicó en Las peras del olmo, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1957. Edición digital de Patricio Eufraccio Solano]

 

© José Luis Gómez-Martínez
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