Iris M. Zavala

 

LA MUJER Y LA LABOR DE CIVILIZAR
EN LA
CULTURA CONTEMPORÁNEA.

Iris M. Zavala*

Comienzo con una insubordinación: la posición femenina, es un modo de desafiar al Otro, de situarse en la frontera, de preguntar desde el borde, y descentralizar desde el margen el orden institucionalizado. Inicio el recorrido con la “cultura de fronteras” bajtiniana: el dominio cultural no tiene territorio interior: las fronteras lo recorren por todas partes. La palabra vive, en la frontera, entre su contexto y el ajeno, tiene así doble vida… como la réplica: la frontera rehúye el centro, está en los márgenes. Este margen es fundamental en la posición femenina. Afino y retomo a Bajtin y a Lacan par esbozar la tarea que propongo. Cultivar y civilizar han sido a menudo tareas en manos de mujer, las que hablan desde el margen, desde la exotopía. La cultura semeja una serie de artificios simbólicos, discursivos que nos permiten resistir lo real imposible de soportar; domestica y cumple una importante función sublimatoria en las sociedades, atempera lo que Lacan llama “el goce” del ser hablante: lo desmedido, sobrepasar los límites, se expresa en el sufrimiento; las pesadillas del sujeto acosado y objeto de crueldades. La muerte y el holocausto, los fantasmas de la vergüenza, la creación de infiernos y suplicios. El masoquismo primordial que doblega siempre al principio del placer. La compulsión de repetición, que nos impulsa, como a Sísifo a subir una y otra vez la piedra. Se trata de civilizar cuestionando. Ya Roland Barthes sostuvo que la historia es histérica, y sugiero que en la histerización, está el recurso de lo que puede ser una nueva tarea para la posición femenina.

Histerizar equivale a transformar la estructura del discurso dominante. Expliquémonos; si histerizar, según Lacan, es suscitar un deseo de saber la causa del sufrimiento, y toma la forma de una pregunta; la histerización supone un cuestionamiento, una apertura al Otro, y un cambio de posición del sujeto en el discurso. Civilizar equivale a domesticar el goce, conscientes de que hace falta algo más que el lenguaje para civilizarlo, repito: goce, lo extralimitado, el sufrimiento, el dolor, y eso que llamamos después de Freud, la pulsión de muerte. Hemos de intentar civilizar la crueldad de ese depredador que somos, que nos lanza al pasado, a volver a formar parte de una manada, y sus exigencias de sacrificio.

Contra estos imperativos modernos propongo un retorno a la ética, entendida como una subversión en la estructura del saber; un saber al servicio del trabajo de civilizar —el arte, el único discurso que en la modernidad le otorga un lugar al sujeto. La pintura —escribe Lacan (1992:112-127)— incluye una función subjetivadora, que tiene el poder de hacer o conformar o transformar a los sujetos. Lacan deduce que la pintura no trata de la representación, y que la historia de la plástica es la secuencia de las variaciones de la estructura de subjetivación. Esta reflexión nos debiera llevar lejos, y de manera directa a los intentos de cercar lo Real, abordado de manera directa por los grandes innovadores del arte. El artista creador emplea profusamente los símbolos, y cuanto más le sirven para expresar los conflictos entre el amor y el odio, la destructividad y la reparación, los instintos de vida y de muerte, tanto más universal será la forma que adopten. ¿Y cómo se socava la consistencia de la realidad en nuestro mundo contemporáneo, si con el neoliberalismo y el capital sabemos que no es necesario combatir las doctrinas, sino esperar a que se pasen de moda, y hacer pactos y chapuzas; y la metáfora del dinero hace del arte moneda falsa?

Como trabajadora de la palabra, invito a conocer bien la espiral a la que la época nos arrastra en la obra continuada de Babel y que sepamos nuestra función de intérprete en la discordia de los lenguajes, y entender los “nuevos procesos de subjetivación” que el arte produce en cada momento histórico. Concebir la cultura como intervención civilizadora, conscientes de que los procesos de subjetivación también pueden acabar convirtiéndose en campos reconstruidos para el ejercicio del poder. Y reconocer que todo texto o expresión artística puede y debe ser entendida como señal y síntoma de antinomias sociales, y que hay una ética de la escritura, como hay una de la lectura, y hablo ahora como escritora; nos permitiría rechazar que la única libertad se dirija hoy al mercado, y a la masacre que representa la aldea global del pragmatismo más cruento. He ahí la paradoja en que me encuentro. ¿Qué hacer con esta contemporaneidad, de la cual yo también soy responsable?; ¿cómo intentar transformarla?, ¿cómo elaborar una nueva ética?, ¿cómo hacer una torsión, un reverso que nos abra a la suprema libertad, que es al mismo tiempo el peligro absoluto, ya que se rompen los caminos y se establecen nuevos principios? Freud, Bajtin y Lacan nos han abierto senderos nuevos, han anticipado lo que hoy día nos produce más dolor, y nos deja a la deriva.

En El reverso del psicoanálisis (Seminario 17, 1969-70), Lacan nos recuerda —y repito— que el discurso histérico implica una oposición al discurso del amo —hoy el mercado—, cuestiona la existencia del Otro con obstinación, cuestiona su saber y pone en entredicho su poder. Histerizar nos induce a cuestionar la historia, el arte, y todas las actividades humanas establecidas y aceptadas. En el discurso histérico lo que se pone por delante no es la integración tiranizante de lo compulsivo, sino el descentramiento propio del mundo interior, su incoherencia, su división entre los ideales y lo que estos han reprimido. Lo que se hace evidente no es la sumisión sino la insatisfacción. La actitud histérica lleva implícita la demanda de nuevos ideales, de un nuevo amo. Nueva paradoja. El discurso de la libertad toma un giro en mayo de 1968 —el objetivo está abiertamente declarado, el complejo monoteísta patriarcal se agrieta definitivamente, toda forma de autoridad se vuelve automáticamente sospechosa. De ahí que Lacan desconfiara de aquella protesta estudiantil, señalando que esos estudiantes histerizados querían otro amo. Ahora lo sabemos, era el amo global. Lo que propongo es que desde la cultura —escritura, pintura, música, educación— es decir, todos los vínculos sociales, es posible histerizar el discurso, llenarlo de preguntas, de retos, y estás preguntas se responden con el enigma. Histerizar forma parte de la investigación ética que no sucumba al amo global.

Así, pues, el trabajo de civilizar supone un enfoque crítico. Sugiero que la posición femenina podría establecer un diálogo para “civilizar” y, si no erradicar, al menos aminorar los efectos terribles de la paranoia que nos habita, el discurso de la violencia con sus desvaríos psicóticos y su feroz delirio, signo y marca de buena parte de la cultura actual, sobre todo la audiovisual. El paisaje es desolador... ¿Cómo crear una nueva ética y un nuevo discurso cultural? Este parece ser el gran reto de la política y los feminismos hoy. La ética a la que aludo nada tiene que ver con una doctrina de valores o normas que dirían dónde está el bien del sujeto. No es una ética prescriptiva, universal, sino individual “relativa al discurso” del sujeto; ética del “Bien Decir”. La elección ética se enmarca dentro del deseo inscrito en el discurso desde el cual el sujeto habla. La posición ética se centra en la responsabilidad del sujeto frente a su deseo, concierne a su síntoma, a su modo de goce, a su inconsciente; solo desde esa dimensión sufriente podrá hacerse responsable de sus actos, todo ello marca una diferencia. Hasta aquí el vuelco ético de Lacan.

Lo que propongo desde un cuestionamiento ético, es la posibilidad de las mujeres de ser “trabajadoras de la cultura”, de construir mundos de saberes, civilizar histerizando el discurso. Si se exige un lugar para la mujer en la cultura, sería desde lo que hoy llamamos la diferencia, no como una segregación más, sino diferencia en el sentido preciso que le otorga Lacan: “La mujer no existe, no hay un conjunto en el cual inscribirse, es notoda, y encuentra su ser en la excepción”. Esta es la diferencia y supone otra lógica opuesta al paradigma masculino, fálico, universal. Nada hay que permita al sujeto situarse como hombre o mujer si no hay una relación, o posición subjetiva respecto del falo, símbolo de lo universal. Repito. Es una dificultad que alcanza a uno y otro sexo. El concepto de diferencia que invoco aquí es el que, de un modo sintomático denuncia el carácter “no-todo” de lo social, y desmonta desde dentro la consistencia de la ideología dominante. Retomado en un sentido reductivo, la mujer como notoda nos obliga a repensar los estudios feministas.

El pasado y la memoria histórica nos exigen intentar esta exploración ética, situándonos en territorio de frontera, de la exotopía y, simultáneamente, en la responsabilidad recíproca entre el arte y la vida. Es necesario comprender —y me conduce Bajtin— la especificidad de lo estético en la cultura humana. He aquí el reto, para un mundo de semblantes, narcisista, hedonista, exhibicionista y dominado por el lucro, impúdico y obsceno. ¿Cómo incluir lo otro —y lo femenino— como otredad, en un mundo dominado por la tecnología, que produce objetos adictivos —y lucrativos— que nos separan del deseo y del saber que el deseo produce?

Es una ética de lo particular, que supone que cada uno debe hacerse responsable de sus actos, en efecto. Y, como se ha señalado, nada tiene que ver con una doctrina de valores o normas que dirían dónde está el bien del sujeto, no da preceptos, pues es una ética “relativa al discurso”. La elección ética de cada sujeto se enmarca dentro del discurso en el que dicho sujeto se inserta; desde dónde se habla. He aquí el vuelco ético de la filosofía lacaniana. Y prosigo ahora ligando la ética al desgarramiento que ha supuesto esa fecha traumática del siglo XXI en el dominio histórico, el 11 de septiembre. Si aceptamos que cada ruptura histórica, cada advenimiento lejano en el tiempo cambia retroactivamente el significado de toda la tradición, reestructura la narración del pasado, la hace legible de otra forma, hemos de leer este acontecimiento a la luz del pasado, en la medida en que se simboliza en el tejido de la memoria histórica. Con la fecha coyuntural de 11 de septiembre se reescribió la historia, dando retroactivamente su peso simbólico al pasado. Sobre este fondo sombrío del goce actual una nueva ética nos permitirá desmoronar los universales, desnudar la falsa neutralidad de la ciencia y de la razón, y reconocer el “uno por uno”, lo particular. Pero construirla desde el margen, desde un discurso histerizado que no acepta la autoridad sin cuestionarla. Quizá así, y con la conciencia de que “el inconsciente es la política” podremos comenzar a entablar un diálogo que no excluya lo singular, el uno por uno, lejano de aquella propuesta habermasiana, de consenso, el otro universal. Esta labor, es labor de muchos, de diálogo entre disciplinas y culturas, con/y las diferencias. Y más pertinente hoy día; diálogo para “civilizar” y aminorar los efectos terribles del discurso de la violencia que es el consumismo, del individualismo hedonista. El paisaje es desolador...

Es necesario intentar ese viraje civilizatorio, capaz de hacer surgir el respeto, el pudor, la vergüenza, la autoridad, un saber otro más allá del poder. Es decir, un cambio en el modo de habitar la lengua supone un cambio libidinal, un cambio en la relación del sujeto —hombre y mujer— con su deseo. Este es nuestro desarraigo, un exilio del suelo en el que habitualmente nos reconocemos. Y confieso que como escriba de la letra, tengo memoria en el rostro, la voz ronca, como si tuviera una lágrima en la herida. Cuando el carnaval mediático arrastra, volver a la frontera sería el modo de implicarnos en la tarea paradójica de lo social. Paradoja, el modo más enérgico de presentar la verdad, dice Unamuno; la cultura está construida por paradojas y equívocos; conocerlos permite afrontar mejor la paranoia moderna y sus mortíferos resultados.

Pero volvamos a nuestro presente y a los fantasmas que hemos de vencer. El siglo XXI irrumpe con la violencia, con enormes y fuertes procesos de segregación, inscritos en la lógica misma del capitalismo. La mirada va dirigida hacia lo semejante en lo que tiene de diferente. Es además, marca fundacional del ser humano, repite la grotesca concepción de la política como creencia en la palabra del otro; palabreo político que no disimula cómo se cautivan los incautos. La historia ya no la hace la religión, “ahora son los discursos los que realizan las rupturas.” Alude a esos discursos fundamentalistas, xenófobos o misóginos, de un individualismo feroz que se baten para imponer el discurso del consumo: todo tiene un precio... El mundo está entre la derecha occidental y el irracionalismo extremo del islamismo.

El discurso Amo hipermoderno hace vínculo con la mercancía y tiene en la democracia una útil coartada. El significante Amo parece inatacable, precisamente en su imposibilidad. ¿Dónde está?, ¿cómo nombrarlo?; es necesario situarlo en sus efectos mortíferos en el terrible malestar que produce: las “crisis de identidad”, decimos, y los “procesos de segregación”. En suma, “estamos evidentemente en una época de segregación... nunca hubo más dice Lacan ya en 1970. Cuanto existe hoy está fundado en la segregación, en primer término esa utopía que se llama la fraternidad universal. Sea como sea, “los humanos se han descubierto hermanos, y uno se pregunta en nombre de qué segregación agrega con ironía. Lo que demuestra Lacan de forma contundente es que el desbarajuste y ersatz actuales, que producen tanto espanto y horror, son sólo el principio. “Nuestro porvenir de mercados comunes —dice— será contrapesado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación”. Después de ese “primer intento de segregación social a gran escala que fue el nazismo”, nos enfrentamos hoy la segregación por motivos político-religiosos, como la sexual o por el género, o “la segregación de la anomalía” tan actuales. El efecto real llamado segregación que asfixia hasta la identidad simbólica, pone en marcha la operación imaginaria (la fraternidad) que produce desechos humanos, sin olvidar que segregar significa “separar o apartar una cosa de otra u otras”.

El discurso es un modo de tratamiento del goce, tan eficaz como lo fue la creencia religiosa. Es evidente que no hay necesidad alguna de ninguna ideología para que haya racismo; es suficiente un plus de goce que se reconozca como tal: el sudaca, el moro, el negro, el gitano. Lo más evidente es la intolerancia radical de los “modos de vida diferentes”. El peso de ese goce mueve el discurso social, y en este proceso contemporáneo de reabsorción por disolución de las creencias, Lacan confirma la irrupción de un nuevo fenómeno de segregación, un racismo de discurso, propio de nuestra época. Esta novedad adquiere todo su peso si la situamos en el contexto de la explosión de diferencias propias de la posmodernidad. El reto consiste en no confundir el respeto a la diferencia con el establecimiento de ghetos o la instauración y/o colaboración con procesos de segregación. Otra trampa: la diversidad es una forma de velar, ocultar, modalidades de goce irreductibles.

En su conocida respuesta a Einstein, Freud invocó a la agresividad devenida del instinto de muerte en su expresión externa como instinto de destrucción. El trabajo de civilizar supone poner el peso en la vida, reconociendo el sufrimiento del síntoma y el malestar que produce en el sujeto el vínculo social. Lo sustancial del arte no está en el contenido, en la materialidad, sino en la creación de un sentido que nos aleja de la pulsión destructiva. De aquí que la utilidad social del arte no está en ser un bien de mercado, sino en remitir al sujeto a representarse, a significar para otro lo irrepresentable, a decir lo indecible sobre su propia verdad, su propia muerte. De ésta manera hace lazo social. Todo el mundo pretende y tiene derecho a conseguir la felicidad y este ideal es, en tanto tal, sólo una ilusión, tal como demuestra Freud.

Nuestro reto es desescribir el pasado para construir nuevos futuros. Un acto verdaderamente subversivo si hacemos un reverso de los cantos de sirena del discurso Amo capitalista, y dejamos la piedra en la cumbre... para que no vuelva a rodar. Urge pues leer en retroactivo nuestras historias personales y sociales para desnudar ese goce obsceno que interpela desde el goce de la opereta trágica, en la paródica repetición del pasado en Amo moderno. Necesariamente debemos producir una conversión, una “rectificación subjetiva”, que nos permita facilitar el camino de civilizarnos y civilizar. Nadie escapa al signo de la época. ¿Cómo reconocer entonces que en una obra de arte —cuya injerencia en el estado de una cultura es central hay algo que nos concierne como sujetos, algo que nos habla, algo que nos mira…? Algo que toca el corazón de nuestro ser y nos permite vislumbrar un saber inédito. Repensemos la función del arte en nuestra contemporaneidad. La sublimación es una modalidad de recubrir y, a la vez, de hacer surgir lo real, es decir, lo imposible de comprender: el silencio de la muerte.

Sugiero examinar lo que las obras del arte “han hecho saber de lo insabido” —el inconsciente. Y sin duda la obra literaria aporta claves, respuestas para lo que se interroga desde el arte. Pero, y hoy, ¿somos intérpretes de la subjetividad de nuestra época u objetos del mercado de los goces? Si el capitalismo ha incorporado al artista en el circuito de la producción de la industria del entertainment, tanto como animador cultural y artífice de eventos sociales, o agente de cultura visual, poco se puede esperar. Y además, en una época que sustituye la historia por un parque temático, ¿cómo puede haber narración sin historia? Y la cuestión ética que no puede obviarse, ¿qué oferta de "subjetivación” tiene éxito hoy en el mercado?

La hostilidad del mundo contemporáneo por la letra escrita es síntoma central, por ejemplo. En el actual desierto simbólico el arte nos hace sentir y saber cuánto de incivilización produce el capitalismo, incidiendo funestamente en los destinos del sujeto contemporáneo. Pero conocer qué obras del arte “hacen saber” el estado de nuestra civilización, y lo que anuncia para tiempos venideros no es fácil, cuando lo que domina en el arte hoy es el “evento” cultural global, la intención del mercado hace estallar en pedazos el concepto de “obra del arte”. La retórica vacía que alimenta el discurso de la crítica contribuye poco a separar las aguas.

Lo que deseo subrayar, finalmente, ante todo, es el derecho de la mujer a ser “trabajadora de la cultura”, a construir mundos de saberes, a civilizar, a autorizarse. Y repito lo dicho muchas veces, desacralizar por una parte, e histerizar y poetizar, sería nuestro trabajo hoy; para hacer posible una nueva ética que responda al deseo. Este parece ser el gran reto que la política elude. Nos encontramos ante “una nueva problemática del riesgo”: la imposibilidad de quienes deben afrontar las transformaciones ocurridas a partir de los 70, con el debilitamiento del Estado social, nos coloca en situación de vulnerabilidad, y nos induce a vivir vicariamente y de manera indirecta a partir de emociones y sentimientos creados y re-creados por el consumismo que divide el mundo en grandes masas empobrecidas y desamparadas, y pequeñas minorías enriquecidas. Lo central es que el individualismo hedonista es resultado de la modelación de la subjetividad llevada a cabo por las instituciones del propio Estado.

Las invito a ejercitar el pensamiento para adquirir saber y autoridad, el poder puede imponerse, sólo la autoridad sabe hacerse obedecer, sin esclavizar. Se trata de buscar la autoridad, no el poder. Claro que la desconsiderada consecución de los propios intereses predomina en el ámbito cultural e intelectual, no hay institución que se salve. Y, sin embargo, “el filósofo tiene hoy el deber de desconfiar, de mirar maliciosamente de reojo desde todos los abismos de la sospecha”, escribió Nietzsche, y ese deber ha de ser nuestro horizonte. Implica socavar los prejuicios que anidan bajo la actual caída de la cultura y la autoridad.

Autoridad, autorizarnos como trabajadoras de la cultura supone buscar respuestas a nuestras preguntas, consientes de que ningún texto puede ser un núcleo fijo de sentido, proponer nuevos puntos de vista. Civilizar con la letra escrita, con el trazo pictórico, con la nota musical. Y domesticar, civilizar el goce. Instaurar la vergüenza, el pudor, el respeto a la autoridad del saber. ¿Qué pasa entonces cuando la vergüenza desaparece? Entonces se instaura el primum vivere como valor supremo. Y de ahí a la vida como realitiy show: “la mirada que allí se instaura (...) es una mirada que ya no avergüenza (...) Lo que se refleja en esa vergonzante práctica generalizada es la demostración de que tu mirada, lejos de avergonzar, no es sino una mirada que también goza” (Dice Jacques-Alain Miller).

Volvamos, por último, sobre el “malestar en la civilización” repensándolo a partir de los efectos del lenguaje normativo sobre el sujeto. Hoy se vive al día, y todo el mundo dice que ¡goza!... un goce obsceno el que no civiliza... El lenguaje se emplea para agredir, amenazar, desafiar, retar, pero ya sabemos en nuestra propia carne que algunas palabras dejan huella, tienen capacidad de marca, porque las palabras tienen poder. A la vez, toda palabra llama a una respuesta, y si la palabra constituye al sujeto, no podemos olvidar que de nuestra posición de sujeto somos siempre responsables.

2008

 

* [Fuente: Este texto fue leído por la autora en 10º Congreso Internacional Interdisciplinar Sobre Las Mujeres, Mundos De Mujeres/ Women’s Worlds 2008; celebrado en la Universidad Complutense de Madrid, del 3 al 9 de julio de 2008. Edición autorizada por la autora. Publicado originalmente en Youkali. Revista Crítica de las Artes y el Pensamiento 6 (diciembre 2008) www.youkali.net ]

 

 

© José Luis Gómez-Martínez
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