Antología del Ensayo

Miguel Catalán González
  

"Acusación, culpa y condena.
 Una perspectiva kafkiana
"

 

 Entre los conceptos que la ética y el derecho manejan con sentidos distintos, pero emparentados, se encuentran los de ‘acusación’, ‘culpa’ y ‘condena’. En concreto, me voy a ocupar del modo en que una acusación pública puede suponer, en sí misma, una forma de condena. Una forma de condena moral que no prescribe con el tiempo, a diferencia de la condena judicial.

La vulnerabilidad constitutiva de la reputación de las personas, que depende en el ámbito práctico de aquello que los demás opinan de ellas, ha sido tratada de forma muy sugerente por el escritor checo Franz Kafka. Voy a dedicar las próximas páginas a desentrañar la red de relaciones que tiende la obra de este autor entre los límites del rumor acusatorio y el fallo condenatorio.

A mi juicio, el vínculo que Kafka expuso de forma característica podría reducirse al siguiente enunciado: la condena consiste en la acusación.

Esa igualación de acusación pública y condena significa la verdad más profunda sobre el hecho intemporal de la acusación que cualquier grupo formula sobre un individuo. Que al final de El proceso vislumbremos que la condena del protagonista tuvo lugar en el momento mismo de incoarse el procedimiento no obedece a una mera hipérbole y menos a una fantasía literaria, sino a la percepción de una profunda realidad antropológica. Aun cuando la regla jurídica del moderno Occidente se expresa con claridad en el derecho romano, el cual establece que el demandado debe ser absuelto si el demandante no prueba su acusación (Actore non probante, reus est absolvendus), durante largos periodos del pasado y aún hoy en distintas culturas, la carga de la prueba, el onus probandi, ha corrido a cargo del acusado o bien se ha repartido entre acusado y acusador. Así sucedió siempre en el ámbito moral, pero también en distintos tramos del jurídico, como señala el especialista en historia del derecho John Gilissen, quien ha mostrado que en las sociedades arcaicas la carga de la prueba recaía con frecuencia sobre el imputado, el cual sólo demostrando su inocencia podía evitar la condena. Otro estudioso de la prueba, Raoul van Caenegem, indica que la renuncia al examen crítico de las informaciones que el juez pudiera reunir ha sido habitual en numeroso pueblos y civilizaciones antiguos y primitivos (Van Caenegem, 1965, 695). Y no sólo eso: tras la barbarización de Occidente en el siglo V y hasta los siglos XII-XIII, la carga de la prueba solía recaer también en Europa sobre el acusado. Era éste quien debía “purgar la acusación” sometiéndose a pruebas no racionales con frecuencia tendentes a producir la condena. Así ocurría con la ordalía o juicio de Dios, donde es la divinidad quien decide que el acusado se ahogue o no en un río al que ha sido lanzado por los ministros de la justicia (ordalía unilateral entre el acusado y Dios), o quien da literalmente su brazo a torcer frente al brazo también extendido del acusador (ordalía bilateral entre acusado y acusador, con Dios por medio), o en virtud del juramento purgatorio que condenaba al acusado más remiso a prestarlo. Estos juicios de Dios que contaron con la aprobación de los papas y algunos padres de la Iglesia como San Agustín, y que se celebraron a menudo en el interior de los templos, no dejaron de practicarse hace tantos siglos: la “prueba del cadáver” por la cual el sospechoso de un asesinato tenía que tocar el cadáver de la víctima y Dios lo hacía sangrar como prueba de culpabilidad ha llegado en Suiza y Alemania hasta el siglo XVI (Gilissen, 1965, 623-9), siglo en que también tuvieron lugar los últimos juicios por combate del derecho germánico. Por otra parte, el duelo con arma de fuego, de práctica legal aún en el siglo XX para resolver cuestiones de honor, no es otra cosa que una ordalía de combate en virtud de la cual Dios se pone del lado del duelista más habilidoso con las armas. La razón del más fuerte ha quedado tradicionalmente corroborada, como un símbolo del vínculo inmemorial entre derecho y poder, por el supuesto ordálico según el cual Dios venía en ayuda del inocente; léase aquí del más fuerte o el más apto para superar la prueba. No debemos pasar por alto la semejanza de la prueba de la ordalía con la de la tortura, la cual también solía resolverse con la absolución del detenido más resistente y no del más sincero.

Aunque a partir del siglo XIII recobra su vigencia el Actori incumbit probatio del derecho romano, la suerte de los acusados no ha sido desde entonces precisamente envidiable. Hasta el siglo XIX los mefíticos recintos carcelarios que confinaban en Europa a los imputados en espera de juicio eran concebidos como espacios exentos de derechos donde los reos enfermaban y morían sin derecho a cuidado médico como una forma de castigo previa a la sentencia. Por otra parte, en aquellos tribunales cuyo poder no se veía contrapesado por un sistema moderno de garantías jurídicas, la acusación ante una autoridad implicaba poco menos que la condena. Así, en un sistema de investigación judicial como el de la Inquisición del medievo, los tribunales de fe jamás absolvían, como regla, a ningún imputado. El tribunal de la Inquisición moderna ya absolvía a un número muy pequeño, pero aun esta absolución tan restringida era sólo nominal; pues en vez de admitir el error del procedimiento prefería suspender el caso, con la angustia subsiguiente para el procesado que podemos imaginar. La suspensión del caso, lo mejor que podía ocurrirle al acusado, significaba que el proceso "podría reanudarse en cualquier momento y a la menor provocación, y uno quedaba entonces técnicamente bajo sospecha" (Kamen, 2005, 194). En palabras de Marcel Bataillon, ser procesado por el Santo Oficio equivalía a verse infamado por la Inquisición.

En el texto para inquisidores Malleus Maleficarum, al sospechoso de brujería ya listo para la interrogación con tortura no se le denomina “detenido”, “sospechoso” o expresión análoga, sino directamente “brujo”. El rumor o la acusación anónima lo había categorizado como tal hasta el punto de sellar su destino, con independencia de que confesara o no. En la Europa de los siglos XV al XVII, los sospechosos de brujería terminaban siendo condenados y una sola acusación anónima se consideraba “prueba semisuficiente” para la aplicación de la tortura, tal como escribe Lois Oliphant Gibbons: "La mera sospecha pasó a ser delito real, pues una vez que se aplicaba la tortura, se desvanecía la posibilidad de demostrar la inocencia. Ningún poder bajo el cielo podía salvar al prisionero: su destino estaba escrito»[i]. Friedrich von Spee, un teólogo jesuita alemán que fue testigo de numerosos procesos por brujería y terminó denunciando la mezcla de codicia e histérica ignorancia que los alentaba, describe en la Cuestión 51 de su Cautio criminalis el prolongado, pero ineluctable proceso por el cual una acusación anónima o hasta un simple rumor significaba, en sí mismo, la condena a muerte. Cito en extenso: 

"9. Si los delirios de un loco o los rumores malintencionados (pues no se necesitan pruebas del escándalo) acusan a una pobre anciana, ella es la primera que sufre las consecuencias.

10. Sin embargo, para evitar que parezca que se la acusa basándose únicamente en rumores, sin ninguna prueba, se obtiene una presunción de culpabilidad planteando el siguiente dilema: o la mujer ha llevado una vida licenciosa o ha llevado una vida decente. En el primer caso, es culpable. La segunda posibilidad es prueba igualmente irrecusable, pues las brujas siempre intentan parecer virtuosas.

11. A continuación encarcelan a la anciana. Se plantea un segundo dilema, del que se deriva otra prueba: si tiene miedo o no. Si lo tiene (por conocer los terribles tormentos que se emplean con las brujas), es una prueba indiscutible, pues su conciencia la acusa. Si no lo tiene (confiada en su inocencia), también es una prueba, pues las brujas se caracterizan por fingir inocencia y llevar la cabeza muy alta.

12. Para no limitarse a estas pruebas, el investigador tiene sus ayudantes, en muchas ocasiones infames y depravados, que husmean en el pasado de la acusada. Naturalmente, esto no puede hacerse sin que unos hombres predispuestos a la distorsión y la mentira conviertan dichos o hechos de la mujer en pruebas de brujería.

13. Cualquiera que no la quiera bien tiene entonces la oportunidad de presentar contra ella cuantas acusaciones desee, y todos aseguran que las pruebas son concluyentes.

14. Y así empiezan a torturarla, a menos que, como ocurre con frecuencia, la hayan torturado desde el día de su detención. [...]

16. Para que parezca que la mujer tiene la posibilidad de defenderse, al comparecer ante el tribunal se leen y examinan los indicios de culpabilidad.

17. Aunque niegue estas acusaciones y conteste satisfactoriamente a todas ellas, no se le presta atención y ni siquiera se deja constancia de sus respuestas. La encarcelan de nuevo, para que considere si debe persistir en su obstinación, pues, como ha negado su culpa, mantiene una actitud de rebeldía.

18. Al día siguiente, vuelven a sacarla y le leen la orden de tortura, como si no hubiera rebatido las acusaciones. [...]

21. Una vez afeitada y examinada, torturan a la mujer para obligarla a confesar la verdad, es decir, a declarar lo que ellos quieren, pues ninguna otra cosa puede ser verdad.

22. Empiezan por el primer grado, es decir, la tortura más leve. Aunque terriblemente cruel, es suave en comparación con los tormentos siguientes. ¡Por eso, si confiesa dicen que lo ha hecho sin tortura! [...]

24. Le quitan la vida sin ningún escrúpulo, pero la habrían ejecutado incluso si no hubiera confesado, pues en cuanto empieza la tortura, su suerte ya está echada: no puede librarse de la muerte…

25. El resultado es el mismo, confiese o no. Si confiesa, es claramente culpable y la ejecutan. La retractación es inútil. Si no confiesa, se repite el tormento, dos, tres, cuatro veces. En los delitos excepcionales, la tortura no tiene límites en cuanto a duración, crueldad o frecuencia.

26. Si en el transcurso de la tortura la anciana retuerce el rostro por el dolor, dicen que ríe; si pierde el conocimiento, que duerme o que se ha hechizado a sí misma para no hablar. Y si se niega a hablar, merece que la quemen viva, como se ha hecho últimamente con varias acusadas que no dijeron lo que querían sus verdugos, a pesar de los tormentos.

27. Y confesores y clérigos coinciden en que ha muerto impenitentemente y rebelde, que no deseaba convertirse ni renunciar a su íncubo y que se mantuvo fiel al mismo.

28. Si muere a consecuencia de la tortura, dicen que el diablo le ha roto el cuello. [...]

30. Si no muere a consecuencia de la tortura y si algún juez excepcionalmente escrupuloso duda si debe aplicarle más tormentos sin que se hayan aportado más pruebas, continúa en la cárcel, cargada aún con más cadenas, hasta que cede, aunque tarde un año.

31. Nunca llega a limpiar su nombre de sospecha. El comité de investigación consideraría deshonroso absolver a una mujer, y una vez detenida y encadenada, tiene que ser culpable, por las buenas o por las malas"[ii].

 El escándalo debido a un rumor acusatorio producía por sí mismo, con independencia de su justicia o motivación, un menoscabo en la reputación del procesado (la “infamia”) que este debía purgar ante la sociedad. De hecho, uno de los argumentos tradicionales a favor de la tortura, como denunció Beccaria en el s. XVIII, es el de que se suponía que purgaba la infamia al dislocar los huesos del hombre infame (el sospechoso o “infamado”). Beccaria hurga en los orígenes de esta creencia: "Un dogma infalible asegura que las manchas contraídas por la fragilidad humana, y que no han merecido la ira eterna del Supremo Ser, deben purgarse por un fuego incomprensible; pues siendo la infamia una mancha civil, así como el dolor y el fuego quitan las manchas espirituales, ¿por qué los dolores del tormento no quitarán la mancha civil que es la infamia?" (Beccaria, 1980, 53).

También bajo las autocracias totalitarias del siglo XX se detecta el mismo fenómeno del rumor o infundio convertido ipso facto en condena: los Tribunales Soviéticos nunca se equivocaban, y ello venía a significar que a los sospechosos jamás se les declaraba inocentes; es más, ni siquiera resultaba admisible que un detenido fuera puesto en libertad tras la instrucción del sumario. Para los raros casos en que tal cosa sucedía, "esa persona volvía a ser encarcelada poco después, o bien, si la soltaban, era para seguirle los pasos. Así surgió la tradición de que los Órganos [del Partido Único] no se equivocan en su labor" (Soljenitstin, 1974, 92).

Pero es que aún hoy se sigue produciendo hasta cierto punto en nuestros tribunales esa inversión lógica de los términos de la prueba. No me refiero a la conocida de manera informal en medios forenses como “pena de banquillo”, a saber, la lesión moral en la imagen pública que sufre el imputado por el mero hecho de sentarse en el banquillo, sino a la realidad jurídica de la “prisión provisional”. El juez instructor de la causa tiene, en efecto, la potestad de dictar antes de la celebración del juicio una medida cautelar que consiste en la privación de libertad del acusado. La prisión del detenido, que en la práctica se asemeja en exceso a una anticipación de la pena, es decir, a la purgación de la sospecha, puede legalmente llegar a la mitad de la condena solicitada, con un periodo máximo de cuatro años. El tiempo que el detenido pase en prisión le será descontado de la condena propiamente dicha en caso de ser declarado culpable. Si resultara inocente de los cargos que se le imputan, sin embargo, deberá contentarse con la remota expectativa de obtener una indemnización económica. En nuestro país, además, los jueces tienden a abusar de una medida en sí misma infamante en el ámbito de causas que tardan largos años en resolverse: "En España", señala un experto en sociología del derecho, "en referencia al contexto europeo, la situación es preocupante. Las estadísticas demuestran que un porcentaje elevado de “presuntos” o sospechosos comienza a cumplir la pena antes de producirse el proceso, lo cual pone en entredicho todo el sistema penal" (Robles, 1997, 268).

Desde la perspectiva de las acusaciones morales formuladas en los corros de habladurías y otros tribunales espontáneos, por su parte, la igualación de acusación y condena se refleja en el dicho popular “calumnia, que algo queda”, así como en aquel otro que, además, se pone de parte del calumniador: “cuando el río suena, agua lleva”. La presunción de inocencia constituye, en efecto, una de las garantías procesales que más cuesta aceptar al ciudadano corriente y aun a los medios de comunicación. De ahí la frecuencia con que se reitera desde algunas instituciones, debido a lo fácilmente que se olvida, que “el acusado es inocente hasta que no se demuestra lo contrario”. Este principio procesal debe recordarse una y otra vez a periodistas, opinantes, afectados y público en general: el llamado a declarar no es por fuerza sospechoso y este no es por fuerza culpable.

Tal obstinada asimilación no obedece a una época histórica ni a una tendencia cultural determinadas. La acusación pública, en sí misma, como hecho fenomenológico y con independencia de su contenido, implica una degradación antropológica y una expulsión simbólica del grupo.

La equivalencia profunda de acusación y condena se despliega en las dos obras más conocidas de Kafka, El proceso y La metamorfosis, pero también en un breve relato póstumo titulado “El golpe en el portón de la quinta”[iii]. Este último expone con esencial concisión la tesitura del sujeto un buen día se ve señalado por la colectividad a causa de algo que ha hecho, o que acaso no ha hecho: dar un golpe en un portón. Lo cierto es que ciertas personas han oído un golpe que turba la silenciosa fluencia de la vida cotidiana. Quizá fue la hermana del protagonista la responsable del golpe en el portón. Con independencia de qué haya ocurrido (con independencia de que golpear en una puerta sea un delito, una falta, una travesura o un simple descuido), lo cierto es que un grupo de personas oyó el golpe. Tras situar la acción en un caluroso día de verano, Kafka inicia así su relato:

"En el camino de vuelta hacia casa pasé con mi hermana frente al portón de una quinta.

No sé si ella golpeó por hacer una travesura, o por una distracción, o si solamente amagó con el puño sin golpear en realidad.

Cien pasos más adelante, en la carretera que dobla a la izquierda, comenzaba el pueblo. No lo conocíamos, pero no bien hubimos pasado la primera casa empezó a salir gente [...] Señalaban hacia la quinta ante la cual habíamos pasado y nos recordaban el golpe al portón. Los dueños de la quinta nos demandarían y enseguida comenzaría el sumario" (Kafka, 1998a, 80).

 Queda claro, por unos jinetes que en efecto entran en la quinta y luego persiguen a los dos hermanos hasta dar alcance al protagonista, que alguien ha hecho lo que no debía. Los habitantes del poblado salen a identificar a los responsables de la acción. Su salida resulta inverosímil, pues el ruido del golpe ha podido oírse acaso dentro de la finca de recreo, pero ya no en un pueblo que queda a cien pasos tras una curva de carretera. Al ver a los hermanos, los vecinos parecen constatar su implicación en el golpe. El narrador y protagonista aconseja a su hermana que huya, pues han hecho “algo”. Se han señalado con aquel hecho, el cual podría tanto responder a una relación incestuosa como a cualquier otro acto repudiado por la moral común. El acto, un golpe en el portón, no se califica moralmente; es sólo un suceso imprevisto que viene tipificado por unas normas desconocidas para el sujeto. Como en otras obras de Kafka, tampoco en esta daremos con culpables individuales por mucho que los busquemos. El juez que ha de dictar sentencia, por ejemplo, admite: Dieses Mann tut mir leid (“Este hombre me da lástima”), dado que él, en efecto, como todo juez en realidad, no puede sino aplicar los tramos de una ley que le precede en virtud de la máxima forense Iudicis est ius dicere, non dare (“Al juez no le corresponde crear el derecho, sino sólo aplicarlo”). Al despojar al juez por un momento de su toga, Kafka le hace hablar como un hombre que siente lástima por el sospechoso. Los jinetes, meros transmisores de las órdenes, lo conducen a una casa de campesinos que parece una celda carcelaria. Cuando termina el relato, el hombre cuya hermana dio un golpe, o quizá no, en el portón de una quinta desconocida ya ha perdido las esperanzas de abandonar por su pie ese albergue con aire de calabozo.

En resumidas cuentas, quizá sólo hubo en origen un ruido que situó a los dos hermanos frente a los dueños de la propiedad y a los vecinos del pueblo. Fuera un ruido o un golpe dado inocentemente por la hermana, esa mancha sonora los identifica para convertirlos en presa de los guardias ante el pueblo expectante que les recordó lo sucedido por si querían olvidarlo. El protagonista resulta acusado y, en ese mismo punto, encerrado y condenado.

La Metamorfosis (en adelante, M) y El proceso (en adelante, P) cuentan la misma historia que “El golpe en el portón de la quinta” (en adelante, G). En G, la historia entera queda resumida en el primer párrafo. En M y P, basta con la primera oración: "Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su casa convertido en un monstruoso insecto" y "Posiblemente algún desconocido había calumniado a Josef K., pues sin que éste hubiera hecho nada malo, fue detenido una mañana" constituyen, en sus dos versiones física y moral, el mismo primer enunciado de la misma historia. No haría falta proseguir la lectura para captar el sentido de la obra entera. La cucaracha es, para empezar y terminar, una alegoría del hombre que resulta segregado del grupo por los demás; señalado, injuriado, arrinconado y, por tanto, transformado en lo otro y ajeno. En las tres obras el comienzo explosivo es concluyente: todo ha sucedido sin saber por qué. Y ese suceso terrible que irrumpe en la vida del protagonista abarca el conjunto de la historia. Como el proceso judicial descrito por Friedrich von Spee a partir de un simple rumor, tal infortunio de origen implica a la vez la mancha, el señalamiento, la deshonra, la incoación del proceso, el tormento y la sentencia de muerte.

Una vez conocida la mala noticia al principio de la obra, el lector asistirá a un desenvolvimiento de la trama, pero no a su anudamiento, pues las peripecias del drama vienen ya como envueltos in nuce al comenzar la narración; el proceso que desemboca en la condena se encuentra ya contenido en el rumor o la acusación. Kasimir Edschmidt ha resumido así el poder de ese suceso originario: "La sorpresa llega en forma de tormento. El tormento existe al empezar el relato. No necesita motivación. Está ahí. La tensión viene dada y no se relaja hasta el último instante"[iv]. Respecto al término ‘tormento’ (Qual) de Edschimdt, la tortura judicial o el tormento para arrancar la confesión del imputado, una práctica que se extiende a lo largo de toda la historia y aún en el siglo XVIII fue legal en Europa, forma parte de las consecuencias intrínsecas de la acusación alegorizadas por Kafka: el tormento interior que acompañará al acusado a modo de culpa de ignoto origen hasta la sentencia de muerte. Pero lo importante no es que el tormento procedimental o la exclusión social exista desde el principio, sino que desde el principio se ignora el motivo del proceso. K. no puede acceder a las actas del tribunal ni, por tanto, al contenido de la sospecha. Esa ignorancia define bastante bien la labilidad de la culpa concreta, la dificultad de responder a la pregunta de porqué una persona resulta acusada de esto y no más bien de aquello, y en cambio otra de aquello y no de esto; de por qué cierta persona queda excluida de toda denuncia y sobre otra en cambio, un día se alza la veda de las denuncias más variadas, salvo que puedan contestarla aquellas relaciones de poder que tienden a castigar no tanto el delito en sí cuanto la ignorancia o la torpeza al cometerlo. La definición humorística de ‘ladrón’ como persona que no sabe robar podría aquí valer como ejemplo intuitivo del derecho concebido como emanación normativa del poder.

En todo caso, el infortunio de origen presenta en las tres obras cuatro características comunes: es imprevisible, irresponsable, degradante e irreversible.En G, ni el narrador ni su hermana hacen daño a persona alguna; en M, Gregorio Samsa se echa a dormir una noche y a la mañana siguiente ya despierta convertido en insecto; en P, el protagonista es arrestado ohne dass er etwas Böses getan hätte: sin que hubiera hecho nada malo. El título La metamorfosis no alude a la transfiguración paulatina de un hombre en monstruo, sino a los efectos inmediatos del cambio repentino. La buena voluntad del sujeto queda a salvo cuando lo único que ha hecho Gregorio es echarse a dormir. Al descubrimiento matutino de la metamorfosis le sigue una enorme tensión, pues el protagonista ya es conocedor de la máxima monstruosidad y en cambio sus familiares no albergan la menor sospecha. Cuando su madre le recuerda a través de la puerta que ha de ir a trabajar, Gregorio miente con las palabras: "Sí, sí, gracias, madre, ya me levanto" (Kafka, 1982, 11). Con ellas pide unos segundos de tregua para ver si entretanto aclara sus ideas, pero también anuncia un imposible. Es muy real y muy onírico que Gregorio crea que resolverá parte de su problema si consigue saltar de la cama. En esta inadaptación a su nuevo estatuto existencial se mueve la perplejidad del afectado, pues el problema radica en que seguiría siendo una cucaracha aun después de levantarse.

Si en M el suceso terrible de origen y motivo del señalamiento lo constituye la transformación fisiológica de Gregorio, la cual funciona como una alegoría de la metamorfosis moral (pues no se lee: "se vio en la cama convertido en una cucaracha", sino: "se vio en la cama convertido en un asqueroso bicho” (ungeheueren Ungeziefer), y sólo luego, mediante la descripción de sus escuálidas, filamentosas patas, de su abdomen hinchado, sabemos que es una cucaracha), en P la mutación de K. es estrictamente moral, con una significativa circunstancia: que esa mutación impuesta por el proceso judicial no se produce piel adentro del propio K., sino que llega inducida desde fuera: desde el medio social. En otras palabras, K. no se ha transformado, sino que es la Ley la que lo ha metamorfoseado en otra cosa (en presa, para empezar) al señalarlo con el dedo acusatorio de la Justicia de las Buhardillas. Queda transformado así a ojos de la comunidad en algo distinto de lo que siempre había sido. En ambos casos, los demás se adaptan a la nueva situación con cierta facilidad: como escribió Mark Twain, sobrellevamos con gran entereza las desgracias ajenas. Los demás no pueden hacer como que nada ha sucedido, al igual que los vecinos del pueblo han de recordar con toda razón y puntualidad a los dos hermanos que “se ha oído un golpe en el portón”. Ni esos vecinos, ni la familia en M ni los colegas del banco o los huéspedes de la pensión en P encuentran en el sujeto así degradado mérito especial alguno por el que valga la pena ponerse a su lado en vez de al lado de la justicia o la repugnancia natural. En consecuencia, el propio afectado termina dudando de sí mismo como una réplica interna del terremoto de la deshonra social: “En la lucha entre tú y el resto del mundo”, aconsejó Kafka de modo insoportable en uno de sus aforismos de 1918, “ponte de parte del resto del mundo” (Im Kampf zwischen Dir un der Welt, sekundiere der Welt). Kafka no destaca este fallo en la simpatía humana, como haría un escritor patético, sino más bien lo vela con su prosa: todos los personajes que podrían ayudar a los protagonistas señalados en los tres relatos terminan aumentando la distancia que los separaba de ellos sin dejar de comportarse correctamente: compadeciendo al muchacho que pasó junto al portón, alimentando a una cucaracha llamada Gregor, aconsejando al inculpado K. sobre el camino a tomar en su proceso. P resulta en este punto más convincente, pues en M la inmediatez de los lazos naturales convierte en desleales a los progenitores de Gregorio, los cuales, siente el lector, debieran haberle ayudado, cuando, a pesar de su nuevo aspecto, sigue siendo el mismo hijo. Y, sin embargo, no obedece tampoco a una invención los aniquiladores “Me has decepcionado: ya no eres mi hijo” o “Una hija mía no puede haber sido tan desvergonzada: fuera de casa”.

Un Gregorio Samsa ya convertido en cucaracha se lamenta: "No se puede tener una indisposición sin que todos cambien alrededor de uno". Con una frase tan involuntariamente cómica —a este pasaje se debía también de referir Max Brod al recordar que la lectura pública de M suscitó risas incontenibles de los presentes—, Gregorio está mintiendo a quienes aguardan fuera del dormitorio; al verse señalado, ha de mentir, del mismo modo que mintieron a Yahveh primero Adán tras la desobediencia original y luego Caín tras el crimen primordial. Pues toda transgresión, sea voluntaria o involuntaria, implica señalamiento y mancha, y estas, a su vez, mentira y secreto. Gregorio miente porque no padece un vahído ni una indisposición momentánea, sino una transformación en bestia, en no-hombre; y porque prevé que sus padres tendrán al enterarse buenos motivos para trocar su cariño en repugnancia. Lo mismo le ocurre al protagonista de G cuando miente al ser preguntado por su hermana, la responsable del supuesto golpe en el portón: "Por el momento no está aquí; pero después volverá", una falsedad motivada por su deseo de salvarla de la ley.

Nadie tiene culpa de las mentiras defensivas pronunciadas por los protagonistas de M y de G a fin de evitar la degradación y luego la segregación. Tampoco podemos atribuir a ningún personaje de P la denuncia o delación que permitió detener a K.; como tampoco podemos atribuirla, por cierto, al hecho que desencadenó la redacción de P. La escritura de la novela parece arrancar de un hecho real que Kafka debió de conocer por los periódicos en 1913. Karel Sviha, un miembro del parlamento checo, fue acusado de espionaje en marzo de ese año por un diario de Praga. El escándalo en la prensa y en la calle duró un año, a lo largo del cual se le instruyó un proceso judicial. El nombre y la propia integridad de Sviha quedaron destruidos para siempre a partir de una sola y dudosa acusación (Adler, 2001, 93). En este punto, Kafka se muestra como el escritor opuesto a su admirado Dickens, para quien el mal presenta siempre un rostro humano de quien se puede huir físicamente y a quien puede dirigir el lector su odio reactivo (el padrastro Murdstone o el maestro Creakle de David Copperfield, el Mr. Scrooge de Canción de Navidad, el Mr. Bumble de Oliver Twist). La neutralidad moral de los personajes secundarios hace pensar que M, escrita en noviembre de 1912 en tan sólo dos semanas, sirvió como ensayo de P, comenzada dos años mas tarde. Kafka aprendió de su ensayo sobre la metamorfosis física que ningún personaje en particular debía de haber cargado con la responsabilidad de la degradación de Samsa. En ese punto la asombrosa capacidad parabólica del escritor checo quedó liberada para emprender el vuelo definitivo que supone la perfección de P. Kafka extirpó toda responsabilidad individual por la apertura del sumario suprimiendo los lazos de sangre: de ahí que Josef K. carezca de familia, excepto su viejo tío Leni que vive en otra ciudad y se muestra preocupado por el borrón que sobre el apellido supone el procesamiento de su sobrino. K. vive en una pensión y sus relaciones sentimentales no han llegado a cuajar con muchacha alguna; por otra parte, ningún lazo afectivo le une a sus compañeros del banco donde trabaja. Sólo de esta manera puede admitir el lector tradicional de personajes buenos y malos al modo de Dickens, desasistido en sus identificaciones y repulsas personales, que es el propio señalamiento lo que constituye el mal de la novela. Pues nadie es culpable del proceso, ni siquiera la propia autoridad judicial que ha dictado el auto de detención ni, desde luego, el inspector que lo interroga. De hecho, todos están animados de buenas intenciones y actúan con probidad: el abogado Huld, quien dirige un memorial exculpatorio al Tribunal que terminará adjuntándose al expediente, el pintor Titorelli, el tío Leni, el juez, hasta sus ejecutores, actúan convencidos de que su deber ciudadano es dar curso al proceso. Ellos sólo le pueden mostrarle apoyo moral para equilibrar su notable eficiencia profesional. No está en su mano, en todo caso, variar el curso de los acontecimientos. La separación racional entre conducta privada y proceder público por parte de los personajes secundarios se lleva al paroxismo cuando al sacerdote, desde el púlpito, sólo se le ocurrirá preguntar a K. un escalofriante: "¿Qué piensas hacer para defenderte?". El hecho tan común como descorazonador de que el sacerdote sea el capellán de la prisión, una especie de funcionario adscrito al escalafón de los establecimientos penitenciarios, no obsta para que esta pregunta homicida venga animada por la mejor de las intenciones a pocas horas ya de la ejecución.

La trama de P habría podido discurrir en otro sentido de haber querido Kafka expresar algo distinto a lo que quiso expresar. Sirva como confesión personal que al leer por primera vez los capítulos iniciales no dejé de pensar que el propio K. llegaría a sentirse culpable, inducido por la unanimidad de quienes lo rodeaban, de un delito que sin duda debía de haber cometido. Suponía este lector que pronto, en el siguiente capítulo quizá, K. emprendería una búsqueda retrospectiva de errores y deslices de su pasado que pudieran explicar la investigación judicial y la apertura del sumario. Mis expectativas se vieron defraudadas. Y, sin embargo, la novela muestra mediante el desasosiego interior de K. que cualquier puede ser procesado bajo el supuesto de haber incurrido en una falta tipificada por la ley. Me refiero a la perspicaz observación de Marcel Proust según el cual a veces sentimos vergüenza cuando alguien nos acusa de una falta que no hemos cometido. Ello se debería a que la acusación cobra sentido de forma inesperada al poner mentalmente en la balanza la cantidad de veces que hemos cometido alguna falta sin que nadie nos haya descubierto, y por tanto, acusado: quizá el denunciante yerre en este caso, pero nos juzgamos muy capaces de hacer algo tan ilícito como aquello de lo cual ahora injustamente se nos acusa. El mismo pensamiento contable, si bien con un toque de perversión, tuvo un católico militante llamado Joseph de Maistre[v]: no nos escandalicemos por el sufrimiento de los justos, declara en Las veladas de San Petersburgo a cuenta de las víctimas del terremoto de Lisboa. Admitiendo que todo sufrimiento procede de alguna mala acción previa, nadie hay inocente desde el pecado original, de forma que si buscáramos en el pasado de aquellos lisboetas castigados por el terremoto no tardaríamos en encontrar culpas cuya gravedad sobrepasa el justo castigo resuelto por Dios. Y cuando un hombre es enviado a la horca por un delito que no cometió, debiera pensar en todos aquellos que sí cometió y por los que nadie le ha pedido cuentas. Hasta puede que las penas y calamidades nos sean “descontadas del porvenir” (De Maistre, 1998, 279). Por tanto, deberían considerarse según esta contaduría general como obras de misericordia divina (ibidem, 284).

El protagonista de P no tiene la menor idea del contenido o la razón de la ley que le persigue, ignorancia que también padece el campesino de la parábola Ante la ley: "El campesino no había previsto tales dificultades; la ley debería ser accesible (zugänglich) para todos, pensó, pero cuando se fijó en el guardián con su abrigo de piel, en su gran nariz puntiaguda, en su larga, negra, tártara barba, decidió que sería mejor esperar" (Kafka, 1998b, 182). Y esperando a entrar en la ley termina por alcanzarle la muerte.

Es el propio K quien admite desconocer la ley que le juzga: Dieses Gesetz kenne ich nicht (ibidem, 14). “Peor para usted”, le responde el guardia. Como es bien sabido, la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento, hasta el punto de que el mismo guardia sugiere que ante la aparición de cualquier nueva ley “podríamos ser culpables los que bajo esta nos consideramos inocentes (schuldlos)”. La ignorancia de la ley podría en sí misma constituir ya un síntoma de culpabilidad cuando, como advierten los guardias, “el procedimiento ya ha sido iniciado”. En un giro profundamente kafkiano, ni el Estado ni la sociedad concreta que asisten a la incoación de la causa resultan tampoco culpables de su injusticia: P no describe, como a veces se ha señalado, una sociedad de organización especialmente defectuosa (digamos: totalitaria o hiperburocrática), tal como indica el narrador con claridad: "K. vivía en un estado constitucional (o de derecho: Rechstaat), en el cual reinaba la paz y el orden y las leyes eran cumplidas" (Kafka, 1998b, 15). Sólo su insulto al juez de instrucción (“¡Granujas!”), o las últimas palabras de K. antes de que lo ajusticien (“¡Como un perro!”) parecen expresar una queja personal que pueda ser atendida por alguien en particular. En cuanto a ‘¡Como un perro!’, Onetti nos recuerda (Chao, 1994, 178) que, palabra arriba o abajo, esta execración figura ya en el Eclesiastés: “La misma suerte del perro tendrás tú”. Ambas exclamaciones desentonan en boca de Josef K., por lo común a cubierto del ardor de los afectos. La falta de esperanza en una comunicación salvadora, en la acción cooperativa, se da por supuesta. No hay gritos ni lamentaciones, tampoco solicitud de auxilio o compasión.

Así, pues, no se trata de disculpar patéticamente al protagonista en particular, sino de señalar que, siendo tan vulnerable como cualquiera una vez los demás nos agrupamos para organizar una batida a la caza de algún congénere, él no había hecho nada malo (Böses). Es la conformación de la ley y la conformidad a la ley lo que define la conducta punible, no la intención moral de las personas, pues la inocencia de K. resulta indiscutible ya en el primer párrafo: “Sin que hubiera hecho nada malo”. He aquí una aseveración demasiado tajante para una ley que ni siquiera ocupa los Tribunales de Justicia, sino que mueve sus papeles timbrados en buhardillas repletas de un gentío ruidoso. La fórmula “sin que hubiera hecho nada malo” funciona como un axioma al principio de la obra que desactiva de raíz cualquier posible indicio aportado por las páginas intermedias. Y, sin embargo, el protagonista termina deshonrado por la sociedad y avergonzado de sí mismo. Respecto al bochorno que sufre el señalado por la ley, aun siendo inocente, no echemos en saco roto las palabras finales de la novela, "como si la vergüenza hubiese de sobrevivirlo": "Als sollte die Scham ihn überleben" (Kafka, 1998b, 194).

La vergüenza, inducida por el señalamiento de los otros a causa de una culpa objetiva, supuesta o real, produce un sentimiento de culpa subjetiva. Ya el primer relato que escribió Kafka, La condena, presenta un comienzo (“Un domingo por la mañana, en lo más hermoso de la primavera…”) que confiere toda la inocencia a las primeras actividades caseras de Georg Bendemann, el joven protagonista. Cuando vaya a preguntar a su padre si le parece bien que envíe una carta a un amigo, padre e hijo se enzarzarán en una discusión aparentemente absurda. El padre, tras sacar a colación la falta de respeto mostrada por Georg a la madre muerta al comprometerse tan rápidamente con una chica, condena a Bendemann, quien huye a la calle y se arroja bajo las ruedas de un vehículo.

Al señalamiento en relación con la mancha obedece la importancia de las miradas escrutadoras en P que ha visto bien G. W. Sebald: "El proceso de Kafka contiene, con sorprendente frecuencia, expresiones como mirar, ver, ser visto, alzar la vista, examinar, mirar alrededor, observar, atraer la mirada, seguir con la vista y otras análogas. Joseph K. se sabe expuesto por todas partes. El ojo de Dios se ha multiplicado" (Sebald, 2005, 65).

El protagonista de las obras de Kafka resulta siempre, de una u otra manera, señalado por un poder de origen social que pretende asimilarlo a su estructura bien probada o bien anularlo como persona, al modo de los hábitos conocidos del cauce fluvial que impiden con su fuerza abrir nuevos regatos: no por nada los teólogos medievales denunciaban el desvío del curso de los ríos porque ello significaba enmendar la obra de Dios. Max Brod, que mantenía con Kafka una estrecha relación hacia 1914, opina que fue el llamado ‘tribunal del hotel’ el desencadenante de El Proceso. La expresión ‘El tribunal del hotel’ se refiere al juicio moral que los padres de Felice Bauer abrieron a Kafka el 23 de julio de 1914 en el Askanischer Hof de Berlín ante la ruptura de los esponsales con su hija[vi]. En septiembre, sólo dos meses después del incidente, el acusado del Askanischer Hof leerá a Brod el primer capítulo de El proceso (Brod, 1945, 229-39).

La novela América, pese a sus peculiaridades, persiste en el tema del individuo señalado y excluido, y Pietro Citati resume bien en dos palabras el motivo del viaje a América: "Así contó la historia de Karl Rossman, rechazado por los suyos, arrojado a un país ignoto, a un país de insomnio y de torbellinos" (Citati, 1993, 76). Ante el efecto estigmatizador que la deshonra social ejerce sobre el sujeto que termina humillado ante sí mismo, ejemplo práctico de la fuerza de lo social en el individuo, Elias Canetti da en el blanco: "Desde un principio, Kafka ha sido partidario de los humillados. Muchos lo han sido, y para lograr algo, han buscado aliados. La sensación de fuerza que les deparaba tal alianza les privaba de la experiencia directa de la humillación, cuyo fin no se vislumbra, pues la humillación se perpetúa cada día, a cada hora" (Canetti, 1981, 142). Tomando por un momento la distinción de Georges Sorel entre ‘fuerza’ y ‘violencia’, la fuerza proviene de la autoridad (como se lee en la Carta al padre, el progenitor de Kafka deviene autoritario y exige sumisión como una consecuencia forzosa del poder que le confiere la paternidad), en tanto la violencia aspira a destruir dicha autoridad. Sólo porque el violento carece de fuerza ha de recurrir a la violencia. Pues bien, esta salida natural del subordinado y el sometido que es la violencia viene cegada en Kafka, como si la rebelión freudiana de los hijos juramentados contra el padre mítico no pudiera culminarse debido a la extensión estructural del dominio de los padres, que es el dominio de las relaciones institucionales firmemente establecidas, y, por fin, de la tiránica moralidad del hábito que había denunciado John Stuart Mill en una tradición cultural bien distinta.

La acusación de la propia conciencia y la infamación social son agentes de la norma más profundos y duraderos que la causa judicial. Su poder resulta inaccesible a los reformadores de las leyes, a quienes Kafka parece oponer la imposibilidad de reformar una ley desconocida (en P, ni siquiera el juez la conoce). La de Kafka es una ley prejurídica más recóndita y ancestral que las leyes de los códigos normativos, como puede leerse en el breve relato “Sobre la cuestión de las leyes”: "En general nuestras leyes no son conocidas [...] Aunque estamos convencidos de que estas antiguas leyes se cumplen con exactitud, resulta en extremo mortificante el verse regido por leyes que desconocemos" (Kafka, 1998e, 68). En P, la Ley de las Buhardillas representa la dictadura de la costumbre primitiva, de vigencia inercial, que en otro lugar queda así apostrofada: "Las leyes son tan antiguas que los siglos han contribuido a su interpretación y esta interpretación ya se ha vuelto ley también". Como nos había mostrado Max Weber al hacer brotar la ley del manantial del hábito, la Ley de las Buhardillas es más antigua y arbitraria (autárquica, paternal, jerárquica) que la de los Tribunales de Justicia; el hecho de que la nobleza instituyera las leyes en “la antigüedad” vincula la orden paterna a la ley de clase y al gobierno de la minoría poderosa que a lo largo de la historia nunca permitió aplicar la tortura más que sobre los esclavos o el estado llano y que evoca, en su recurso a la tradición del poder arbitrario, el poder natural de los reyes de Robert Filmer; un poder cuya legitimidad sagrada se pierde en la ilegitimidad del pasado: en el conjunto de ilegitimidades perpetradas en la noche de los tiempos y de las batallas.

El súbdito históricamente concebido es el niño biológicamente engendrado; sobre ambos recae la estructura ya formada de los vigilantes de la ley: los jueces y los padres. Como el Prometeo de Goethe al comprobar que los dioses ya estaban allí cuando él empezó a ser consciente de las cosas, en el momento en que el sujeto kafkiano descubre el poder judicativo del padre ya es demasiado tarde: ya se halla sometido a él. Digamos que el poder carece de la legitimidad del consentimiento lockeano de los súbditos, pero al mismo tiempo “no puede dejar de estar ahí a nuestra llegada” y nadie se atrevería a poner en duda su necesidad. ¿Cómo podríamos crecer en el seno de una familia sin la existencia previa de unos padres que por fuerza deben dirigir nuestros pasos mediante premios y castigos? De ahí el quid irresolubilis de Kafka: el agrimensor no puede culpar a ningún poderoso de su indefensión en torno al castillo, pues el poder de la opinión pública es colectivo y anónimo, como bien ha visto Martin Walser: "Los jueces y los funcionarios del castillo carecen de pasado, son ellos mismos la organización y se tornan existentes en cuanto grado dentro de la jerarquía" (Walser, 1967, 70). Kafka no lamenta que su padre lo haya tratado incorrectamente. En Carta al padre exculpa a su progenitor como individuo particular: ohne Schuld, “sin culpa”, le dispensa en algún pasaje (Kafka, 1998c, 120). Sólo deplora la existencia del poder paterno en sí, el cual resulta inevitablemente tiránico a ojos del niño en la medida en que castiga sin que este sepa la razón. Es el padre el que la sabe y, a lo sumo, luego se la comunicará al hijo como se divulga un edicto: la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento: "En cierta forma", evoca Kafka, "uno estaba castigado aun antes de saber que había hecho algo malo" (ibidem, 130). Del mismo modo, nadie lamenta en El Castillo la tiranía de Klamm por el mal uso que pueda hacer del gobierno condal, sino sólo por la existencia del gobierno mismo. Por ese motivo Kafka sitúa sus alegatos contra el poder anónimo del grupo en ficciones que acontecen bajo regímenes despótico-orientales, propios más bien de estadios primerizos de la civilización (Egipto faraónico, China imperial). Tales estados se caracterizan por el poder ilimitado del déspota sobre una sociedad estratificada compuesta por una gran masa de desposeídos y una exigua minoría burocrática o militar en torno a la dinastía gobernante. Ese tipo de Estado despótico desautoriza por sanción religiosa el paso del estrato inferior al superior, tal como sucede con la relación del hijo respecto a su padre. Aún no ha hecho aparición la propiedad y la influencia de clases intermedias, menos aún el liberalismo y la democracia: la China imperial en De la construcción de la muralla china o la sociedad estamental medieval en El Castillo parecen lugares donde la distancia entre gobernados y gobernantes no sólo resulta mayor que en las sociedades modernas, sino que se yergue entre ambas clases como un muro sagrado que no podremos trasponer sin quebrar al mismo tiempo un tabú inmemorial. Si, como creía Hume, la confluencia de intereses entre gobernantes y gobernados es el tema esencial de la política, Kafka ha acertado de pleno en la elección de su leit motiv. La elección de un castillo para alegorizar el ámbito propio del poder es significativa, tanto del modelo medieval u oriental que le sirve de referencia, como de la idea primitiva de centro difusor de poder y al mismo tiempo, de información: los teléfonos de la aldea conectan con los del castillo, pero en este difícilmente cogen las llamadas. Y cuando alguien, por un raro azar, descuelga el aparato, resulta ser un funcionario insignificante que nunca vio a Klamm en persona. Del mismo modo que en P la Justicia no atiende a los argumentos porque rige muy por encima de los individuos, en La muralla china el imperio es tan inmenso que los cambios de la capital, esos emperadores que se relevan unos a otros como gotas de agua cayendo en las dinastías que se suceden a espaldas de millones de súbditos (“Von diesem Kämpfen und Leiden wird das Volk nie erfahren”, Kafka, 1998f, 51-62), gobiernan en una capital tan lejana que la sola idea de llegar a influir en su voluntad resulta disparatada. Es el inmenso y tiránico poder de la anónima opinión pública, tan fuerte hoy como entonces, lo que se agazapa tras estas parábolas de la impotencia individual.

En tales condiciones, la absolución del delito sólo puede calificarse de ilusoria. Respecto a la absolución, es decir, a la Freisprechung o Palabra que deja libre, el pintor Titorelli inquiere a K. en el capítulo VII: "Se me había olvidado preguntarle qué clase de absolución prefiere. Existen tres posibilidades: la absolución real (wirkliche Freisprechung), la absolución aparente (scheinbare Freisprechung) y la prórroga indefinida (Verschleppung). La primera de ellas es la más convincente, pero no tengo la menor influencia sobre ese tipo de resolución. Tengo la convicción de que ni una sola persona ha podido nunca lograr la absolución real" (Kafka, 1998b, 131). El novelista checo está describiendo aquí el proceso típico de difamación, y no sólo el de acusación judicial. A lo más que puede aspirar un sospechoso en la vida real y en la Justicia de las Buhardillas es a una sentencia absolutoria. Pero esa absolución no es real (wirkliche), sino aparente (scheinbare), pues siempre queda una mancha en el expediente vital del acusado: la “mancha civil” descrita por Beccaria en De los delitos y las penas. El expediente, lejos de anularse una vez el Juez de las Buhardillas pronuncia el fallo, sigue circulando por el aire viciado de los bufetes y los despachos. Tal secuela vale no sólo para la “infamación” del Santo Oficio, sino para las inculpaciones morales de cualquier época y lugar, como bien apunta la paremiología castellana: “Honra perdida y agua vertida, nunca recobrada y nunca cogida”. Puede afirmarse que al sospechoso le cambiará la cara para siempre, sea culpable o inocente. Y no sólo la cara, sino también el cuerpo: en su relato “La colonia penitenciaria”, Kafka da cuenta de una máquina asombrosamente eficaz para el ejercicio punitivo del Derecho, tan perfecta que es capaz de tatuar en la piel del condenado la disposición que acaba de quebrantar (Kafka, 1998d, 151-177). El condenado experimenta en su cuerpo la letra de la ley, aun cuando no la conozca. Ignoramos si Kafka sabía que en la Francia medieval se grababa la pena del condenado en su frente o su rostro (Foucault, 1978, 122), al modo en que los antiguos romanos marcaban a fuego sus estigmas en la frente del los esclavos. Volviendo a P, el pintor Titorelli insiste: "He presenciado innumerables procesos y –debo admitirlo- no conozco un solo caso en que se haya producido la absolución real" (Kafka, 1998b, 132).

La inexistencia de una absolución real tiene que ver con el hecho de que la sentencia no se dicta al final del proceso, sino a lo largo del mismo. En el capítulo noveno, el sacerdote instruirá a Josef K.: "La sentencia no se pronuncia súbitamente. Se va formando poco a poco". La idea de una sentencia paulatina resulta contradictoria en sus términos a menos que confirme nuestra tesis de que la acusación es ya parte de la condena. Entonces la idea se convierte simplemente en paradójica. La sentencia, que se supone sustancia un último acto de todo el procedimiento, en realidad era el procedimiento. La sentencia de muerte civil empieza a pronunciarse mucho antes de que concluya el proceso, junto al apremio y al tormento que extienden la mancha sobre la reputación del detenido. El número de personas que sabe que K. está siendo procesado y que toma nota de ello (como los vecinos de G saliendo a recordar a los dos hermanos que se ha oído un golpe en el portón) va creciendo. Josef K. se siente visiblemente molesto cuando alguien se acerca a decirle que sabe lo suyo. K., sin dejar de proclamarse inocente, desearía ocultar la existencia del asunto: un sumario que empezó a dañar su nombre apenas fue abierto. Pero no hay forma de ocultar la realidad de los procesos judiciales, de suerte que emprender algún movimiento defensivo resulta tan agravante como quedarse quieto. Friedrich von Spee, sobre las denuncias anónimas reales del s. XVII en Alemania:

"Cuando las denuncias son del dominio público, los denunciados pueden huir o permanecer en el mismo lugar. Si huyen, equivaldrá a una fuerte presunción de culpabilidad; si se quedan, el resultado es el mismo, pues el diablo los detiene y no pueden marcharse. Además, si una persona que ha sido difamada acude a los investigadores para cerciorarse de que los rumores son ciertos con el fin de preparar su defensa, esto se considera prueba de que su conciencia lo atormenta. Haga lo que haga, su mala fama se extiende, lo que, unido a las denuncias, al cabo de un año es motivo suficiente para la tortura. Lo mismo ocurre con los que son objeto de calumnias. Si no piden reparación, su silencio se considera prueba de su culpabilidad; si la piden, se propaga la calumnia, se despiertan sospechas y adquiere mala reputación"[vii].

 Sometido a la potestad omnímoda de una sociedad que ha admitido a trámite cierta denuncia, a Josef K. le estará vedada la intimidad en especial después de recibir la fatídica notificación judicial. Tal como advirtió Milan Kundera, contra la creencia que Kafka denuncia la soledad del mundo actual, el tema kafkiano por excelencia es, justo al contrario, el de la violación de una soledad querida:

"Karl Rossmann es molestado permanentemente por todo el mundo; le venden la ropa; le quitan la única foto de sus padres; en el dormitorio, al lado de su cama, unos muchachos boxean y, de vez en cuando, caen sobre él; Robinson y Delamarche, dos golfos, le obligan a vivir con ellos en su casa, de tal suerte que los suspiros de la gorda Brunelda resuenan en su sueño.

Con la violación de la intimidad comienza también la historia de Josef K: dos señores desconocidos vienen a detenerle en su cama. A partir de ese día, ya no se sentirá solo: el tribunal le seguirá, le observará y le hablará; su vida privada desaparecerá poco a poco, tragada por la misteriosa organización que le acosa" (Kundera, 1994, 127-8).

Así se entiende mejor la invasión del dormitorio de K. por los alguaciles al principio de P, pero también la puerta cerrada de M, el intento de escuchar lo que se habla al otro lado del tabique, la interferencia del menor rumor de sábanas, al igual que los vecinos de G. abandonando sus casas para recordar a los dos hermanos que se ha oído un golpe en el portón. En P, las diferentes actuaciones judiciales (interrogaciones, citaciones, requerimientos…) van inquiriendo las contradicciones de su vida, los errores que ayuden a confirmar la sospecha. En el rumor de la calumnia se empezaban ya a destacar los primeros considerandos del fallo condenatorio.


Notas

[i] Cit. en Robbins, Rossell Hope, Enciclopedia de brujería y demonología, Barcelona, Debate, 1988, p. 569.

[ii] Spee, Friedrich von, Cautio criminalis (1631), Cuestión 51, cit. en Robbins, Rossell Hope, op. cit., pp. 551-2.

[iii] Kafka, Franz, “Der Schlag ans Hoftor”, en Beschreibung eines Kampfes. Novellen, Skizzen, Aphorismen aus dem Nachlass, Frankfurt: Fischer, 1998, pp. 80-1. Sigo, con alguna variación a partir de la ed. alemana, la traducción de Francisco Zanutigh en Relatos completos, vol. II, Buenos Aires, Losada, 1981, pp. 142-3.

[iv] Cit. en de Kafka, Die Verdwandlung, con comentario de Vladimir Nabokov, Frankfurt, Fischer, 1982.

[v] Vid. respecto a este punto Catalán, Miguel, “Joseph de Maistre, guardián del jardín oscuro”, en Res Publica, III (1999), pp. 159-167.

[vi] “El tribunal en el hotel” encabeza la entrada del 23 de julio de sus diarios: Kafka, Diarios (1914-1923), Barcelona, Lumen, 1975.

[vii] Spee, Friedrich von, Cautio criminalis (1631), Cuestión 51, ed. cit., p. 553.

 

Bibliografía citada

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  • Kafka, Franz, “Zur Frage der Gesetze”, en Beschreibung eines Kampfes. Novellen, Skizzen, Aphorismen aus dem Nachlass, Frankfurt, Fischer, 1998e,

  • Kafka, Franz, “Der Schlag ans Hoftor”, en Beschreibung eines Kampfes, ed. cit., 1998a, pp. 80-1.

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  • Walser, Martin, Descripción de una forma. Ensayo sobre Franz Kafka, Buenos Aires, Sur, 1969.

 

[Fuente: Miguel Catalán, “Acusación, culpa y condena. Una perspectiva kafkiana”, Ética en la práctica, Granada: Universidad de Granada, 2008, pp. 179-1999, y posteriormente en Catalán, Miguel, Anatomía del secreto. Seudología III, Madrid: Taller de Mario Muchnik, 2008, pp. 129-152]

 


© José Luis Gómez-Martínez
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