Nicolás M. Sosa
  

 

“ETICA ECOLÓGICA: ENTRE LA FALACIA Y EL REDUCCIONISMO”

Una mirada hacia atrás

En la primavera de 1990 publiqué mi Ética Ecológica (Sosa, 1990), como resultado de una larga indagación por textos de ciencia y filosofía acerca de la incorporación de la problemática “ambiental” a la reflexión ética sobre valores, deberes y obligaciones. En el contexto de aquellos años, mi libro fue, sin duda, una “obra menor”, en medio de las preocupaciones habituales que solían ocupar las páginas de cuanto se publicaba en el ámbito de la Filosofía Moral y Política. Los debates se centraban, casi exclusivamente, en torno a la Ética del Discurso, de Habermas, por un lado, o en la discusión de la Teoría de la Justicia, de Rawls, por otro. El panorama ha cambiado sensiblemente en estos diez años transcurridos desde entonces. Sin ir más lejos, el número 6 de esta misma revista incluye algún trabajo (Cfr. Espinosa, L., 1999) de cuya lectura se deduce la existencia de una producción bibliográfica en la década de los noventa que empieza a ocuparse con insistencia de “éticas del medio ambiente”, de “dimensiones morales de lo natural” o de la “dignidad de la naturaleza”. Incluso en la Universidad de Salamanca, —donde, por aquellos años, me ocupaba en solitario de tales menesteres en el desempeño académico de la ética en la licenciatura en Filosofía y en los cursos de doctorado— han aparecido ya dos libros colectivos dedicados al tema (García, J. 1997 y 2000); yo mismo he dirigido un par de tesis doctorales (ver nota 1) sobre problemas de fundamentación de una ética ecológica; y, dentro de la misma área de conocimiento, si bien en lo que concierne a la Filosofía del Derecho, hay al menos dos equipos de trabajo (uno en la Universidad de Valencia y otro en la de Granada), que han hecho de estos temas la línea prioritaria de investigación.

Creo que puede descubrirse, en toda esta producción, un denominador común: el esfuerzo por encontrar ese punto óptimo de equilibrio que permita revisar y superar los supuestos antropológicos habituales sin que, con ello, sumerjamos al sujeto humano en un biocentrismo igualador e indiferenciado. Es la misma alarma que, ya desde los años setenta, urgía a John Passmore a escribir su conocido texto (Passmore, 1978 ) sobre la responsabilidad del hombre frente a la naturaleza, que continuamos encontrando como referencia casi obligada en los textos actuales sobre la cuestión. Cuando Passmore escribió su libro, ya se iba generalizando la evidencia de que algo tenía que cambiar en la vida de los seres humanos, en tanto predadores de la estrecha franja de tierra, aire y agua —lo que llamamos “biosfera”— en la que vivimos, nos movemos y existimos. Ya se había celebrado la famosa Conferencia de Estocolmo, que supuso un hito definitivo en la generación de una conciencia y de una sensibilización ante los problemas ambientales planetarios. Pero esta era la alarma “de los hechos”. Su otra preocupación, como filósofo, procedía de las sugerencias de que Occidente tendría que abandonar la concepción analítica y “de progreso” que ha caracterizado su desarrollo y volver a actitudes y modos de pensamiento que, en la percepción de Passmore, estaban desde hacía tiempo superados. Su temor se concretaba en que tal discurso se materializara en una suerte de misticismo, primitivismo, e incluso autoritarismo ... “ecológicos”. Esta era la alarma “de los conceptos”.

Passmore tenía claro que la solución al “problema ecológico” no podía dejarse en manos de los científicos, en curiosa coincidencia con E.F. Schumacher quien, un año antes, había escrito: “El hombre no puede vivir sin ciencia ni tecnología, como tampoco puede vivir en contra de la naturaleza. Lo que necesita una muy cuidadosa consideración, sin embargo, es la dirección de la investigación científica. No podemos dejar esto en manos de los científicos solamente” (Schumacher, 1973, pág. 124 de la edición española; subrayado del autor). Lo cual abría, para Passmore, una nueva pregunta: si tenemos o no que sentirnos moralmente obligados a la conservación de los recursos naturales, por ejemplo. Y, en caso afirmativo (y esta es la cuestión teórico-moral que le preocupa) “si el remedio de la cuestión ecológica demanda una revolución metafísica o moral” (Passmore, 1978, 13). Y esto plantearía la necesidad de iniciar la búsqueda de una “nueva ética”. Esta última expresión nos lleva a otro gran pionero: Aldo Leopold, el profesor de fauna y flora silvestres en la Universidad de Wisconsin, y uno de los inspiradores, con John Muir y David Thoreau, del movimiento ecologista norteamericano, ya desde finales del siglo XIX y principios del XX, y al que debemos sus tempranas reflexiones sobre la “Ética de la Tierra” ya desde 1949, año en que fue publicada póstumamente su obra, en la que da el salto de la investigación científica a la denuncia del deterioro ambiental y a la demanda de unas nuevas relaciones del hombre con su entorno (cfr. Leopold, 1949).

Creo que merece la pena dedicar un momento a recordar las ideas centrales de Leopold, formuladas, repito, en época tan temprana. Para la defensa de la naturaleza no sirven, en opinión de Leopold, los postulados de la mayoría de las asociaciones conservacionistas americanas, en las que él había cultivado, precisamente, su primera preocupación ambiental. La insuficiencia de tales movimientos reside precisamente en el erróneo planteamiento de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, al mantener una visión de la naturaleza como objeto de absoluta disposición, planteamiento en el que coincidirían tanto los “conservacionistas” como los “desarrollistas” (ver nota 2). Por el contrario, piensa Leopold, la tierra ha de verse como una comunidad a la que se pertenece y, por ello, se le debe respeto y amor. Esto da lugar a lo que llama Land Ethic (ética de la tierra) entendida como una ampliación de la ética tradicional. Leopold resumía el fundamento de esta nueva ética diciendo que plantas, animales, hombre y suelo constituyen una comunidad de partes interdependientes, la “comunidad biótica” del planeta como comunidad de intereses, en la que somos tan sólo compañeros de viaje de las demás criaturas “en la odisea de la evolución”. Como se ve, lo que busca Leopold es una extensión del área del juicio moral, de modo que quedaran sujetos a ese juicio moral tipos de conducta considerados hasta entonces como moralmente neutros.

Las corrientes de pensamiento ecológico apuntadas por Thoreau, Muir, y luego Leopold y, algo más recientemente por Albert Schweitzer están a la base de lo que en la actualidad es el movimiento de la Deep-Ecology, cuyo nombre y configuración actual se debe a Arne Naess, un profesor de Filosofía noruego que enseñó en la Universidad de Oslo hasta 1970, y uno de los principales teóricos escandinavos de las ciencias sociales. Naess es el fundador de la revista Inquiry y ha escrito mucho en Environmental Ethics, una revista norteamericana dedicada a estos temas. Desde estas publicaciones ha difundido el soporte teórico de la Deep Ecology, muy inspirado en la obra de Spinoza, algo en Heidegger y en el pensamiento de Ghandi, pero también con ingredientes del budismo, del taoísmo y de las religiones de los indios americanos, e incluso del cristianismo, a través de la visión de la naturaleza de San Francisco de Asís; una pluralidad tan amplia de inspiración que dificulta no poco la interpretación de la filosofía propia del movimiento. El pensamiento de Naess, también desarrollado por Devall y Sessions (Devall, B./ Sessions, G., 1985), entre otros, lo constituye una suerte de ecosofía a la que llama “ecología profunda”, término que acuñó en un trabajo publicado en 1973 (Naess, 1973), en el afán por diferenciarse de los ecologistas que considera shallow o superficiales. Este ecologismo superficial consistiría en proponer la adopción de medidas puntuales para reparar los daños ocasionados al ambiente, y, frente a ellos, la ecología profunda defendería la necesidad de un nuevo modo de entender la totalidad de la realidad. Biocentrismo, igualitarismo ecológico, anti-antropocentrismo, etc., vienen a resumirse en la idea del derecho de todas las formas de vida a desarrollarse con normalidad (ver nota 3).

Aparte de las críticas, de las que se da alguna cuenta en la nota 3, conocemos otros intentos para evitar ese deslizamiento que va del yo al universo y que a su paso no deja nada fuera, y que hace de la Ecología Profunda una posición ambigua y difícil de mantener; tal es la propuesta de ontología integradora de Callicott (1990), intentando salvaguardar la especificidad de la moral, por la vía de distinguir entre tres tipos diferentes de comunidades en las que el ser humano se integra como miembro: la bioética, la mixta entre el ser humano y el animal, y la humana.

Haber concedido este espacio, en el recorrido inicial de mi artículo, a la corriente de la Deep Ecology obedece a que, en mi opinión, no es ni mucho menos, un tipo de pensamiento superado. Hay bastantes ideas, en esta filosofía, que están a la base de posiciones lejanas a la ecología profunda, pero que incorporan algunos de sus supuestos iniciales. En una publicación que no se dedica precisamente a temas filosóficos (Ecología Política. Cuadernos de Debate Internacional. Barcelona: Icaria/FUHEM. Coordinada por Joan Martínez Alier), encontramos un texto de David Orton (Orton, 1966), quien entiende que la gran contribución del movimiento de la Ecología Profunda es la de mostrar la necesidad de “apartar a los humanos del centro de cualquier sistema ético que se considere”. Y habla de un “biocentrismo de izquierdas” que, según él, mantiene un enfoque ecocéntrico, “pero además aporta el componente de justicia social al movimiento global de la Ecología radical”. Este autor canadiense sostiene que la mayoría de las personas que entran en los movimientos ecologista y verde, procedentes de la izquierda, conservan su perspectiva centrada en la especie humana, y que este antropocentrismo “debe ser liquidado si queremos que los seres humanos tengamos una nueva, y auténticamente sostenible, relación con la Tierra”. Y cita un libro que, según él, es de la mayor utilidad para comprender las raíces de esta perspectiva general. Se trata de Regarding nature: Industrialism and Deep Ecology , publicado en 1993, y cuyo autor es Andrew McLaughlin, que procede de la tradición socialista y sostiene que hay una tendencia biocéntrica de izquierda emergente con la que se identifica.

Según David Orton, el biocentrismo de izquierdas acepta la plataforma ecocéntrica de ocho puntos enumerados por Arne Naess y George Sessions a los que se aludía más atrás (ver nota 4), pero añade Orton que hay que ir más allá de esta plataforma. En este sentido, critica la obra del australiano Warwick Fox, Toward a transpersonal Ecology (Albany: State University of New York Press, 1995), y se hace eco de la caracterización que de ella hace otro autor australiano Richard Sylvan, cuando considera a esta Ecología Transpersonal como una autoalabanza de lo humano, centrada en la “autoconsciencia” y apartada de un auténtico programa ecocéntrico. Pero también critica la insuficiente implicación de la Deep Ecology en los temas de justicia social y en las luchas ambientales. Dice Orton que buscar la sustentabilidad dentro de nuestra sociedad industrial es una vía ilusoria. Pero, por otra parte, afirma que los ambientalistas no biocéntricos, influenciados por la tradición marxista, hacen más hincapié en las cuestiones de justicia social humana que en la defensa de los derechos de todos los seres vivos. Algo así como que se da por supuesta la subordinación de los seres vivos, y de la Tierra misma, a los intereses humanos. No se puede, dice, defender la justicia social por encima de la justicia ambiental. Toda la Ecología Social, dice, mantiene en realidad un interés en la continuación de la sociedad industrial. Y la sociedad industrial es el problema. Por eso, cuando hay luchas por los bosques y las pesquerías, por ejemplo, se unen los trabajadores y los empresarios para oponerse a las demandas de los ecologistas. Si no se enfrenta este hecho es imposible la consecución del cambio ecológico real. Hace falta un nuevo socialismo “anti-industrial”, que incorpore las reivindicaciones de justicia para las demás especies, en contra del crecimiento económico y el consumismo, y a favor de la reducción de la población humana y de un estilo de vida frugal.

Como se ve, la pregunta que preocupaba a Passmore en 1974 (¿es necesaria una nueva ética?), había empezado a ser respondida desde 1973 por la Deep-Ecology en sentido afirmativo. Precisamente, esa respuesta y el eco que tuvo es lo que inquietaba a Passmore, quien concluía, como es sabido, afirmando que no son necesarios nuevos principios morales que orienten al hombre en su comportamiento respecto al medio ambiente, ya que la moral tradicional de Occidente, la tradición ética con la que contamos, es suficiente para fundamentar en ella deberes y obligaciones respecto al medio ambiente. Y esto lo afirmaba no sólo de la moral más propiamente cristiana, sino incluso de la moral más declaradamente “utilitaria”. Pasmore no pone en cuestión en ningún momento el postulado económico del crecimiento y mantiene una concepción de los intereses humanos como absolutamente supremos. Su argumentación se resume en considerar que si la diseminación de los residuos en el mar o en el aire, la destrucción de los ecosistemas, el agotamiento de los recursos, etc., constituyen una agresión hacia nuestros semejantes, presentes o futuros, la ética convencional, la tradición ética con la que contamos, es suficiente, por sí sola, para regular tales acciones humanas, ya que, en su doctrina, contiene un claro pronunciamiento sobre las conductas agresivas para con el prójimo. Se mantiene, pues, un antropocentrismo fuerte, del que no puede salir más que una ética “ambiental”, de trato más o menos respetuoso con el medio.

Casi diez años más tarde, otro autor, también bastante citado en la literatura ética que aborda estos problemas publicó su obra sobre Ética y Política de la Ecología (McCloskey, 1983), donde se contiene una discusión mucho más ponderada acerca de la conveniencia o necesidad de hablar de una nueva ética (una ética ecológica) para nuestro tiempo. El autor no se decanta, en definitiva, por ninguna de las posiciones resumidas más atrás, pero, cuando trata de encontrar dificultades al intento de una nueva ética ecológica, lo que está poniendo en discusión son los planteamientos de la ecología profunda, aun sin mencionarla. Continuamos, pues, dentro de la dicotomía señalada más atrás, entre una ética absolutamente ecocéntrica y biologicista, y una ética antropocéntrica, pero con cierta “sensibilidad” medioambiental.

No son estas las únicas elaboraciones que encontramos sobre el problema. El gran representante del ecologismo radical en los Estados Unidos, Murray Boockhin, que ya publicara en 1952 un artículo sobre la incidencia de los pesticidas y demás productos sintéticos en las cadenas alimentarias, escribía en 1982 que “la dominación de la naturaleza por el hombre deriva de la profunda dominación del hombre por el hombre” (Boockhin, 1982), con lo que se ponía en cuestión aquel otro postulado, de fuerte asentamiento en nuestra cultura, de que “el hombre está destinado a dominar la naturaleza”, aserto éste que, para Bookchin, es una mera invención de la cultura humana (ver nota 5). Cuando Boockhin habla de su “ecotopía” pareciera estar cercano a los planteamientos de la Deep Ecology ; sin embargo, su posición difiere radicalmente de aquella corriente al sostener una valoración positiva de la tecnología, como el instrumento de que dispone el hombre para alcanzar su liberación, aunque esto no le lleva a confiar en la solución tecnológica a ultranza de los problemas ambientales. Con ello, Boockhin se inscribe en la corriente de pensadores que postulan una revisión del sentido y dirección del progreso tecnológico, como hiciera Herbert Marcuse en varias partes de su obra, (por ejemplo, en la conferencia pronunciada en 1979, poco antes de su muerte, recogida luego en varias publicaciones, entre otras, en Marcuse, 1993), manteniendo, por tanto, una posición fuertemente crítica hacia el “ambientalismo”, tal como ha sido aquí descrito.

De estas fechas tempranas habría que rescatar todavía otros escritos, como el de la bióloga Rachel Carson, pionera en la línea de publicaciones de científicos comprometidos con la defensa de la naturaleza. Su segundo libro (Carson, 1963) se convirtió en vademecum de los ecologistas de todo el mundo, al denunciar por primera vez las consecuencias del empleo del DDT como plaguicida, abriendo el camino para la denuncia del “desarrollismo”, que tomaría cuerpo a lo largo de los años setenta. Al postular una ralentización del crecimiento, Carson se sitúa en una posición equidistante de las que suelen esquematizarse como dicotómicas, y que, de algún modo, han ido saliendo en todo lo que llevamos dicho: las ecocéntricas o biocéntricas y las antropocéntricas (caracterizadas aquí como meramente “ambientalistas”).

Tal vez sobre decir que ninguna de las posiciones apuntadas es monolítica. Por ejemplo, dentro de la posición más ecocéntrica se han desarrollado trabajos desde el campo del Derecho (concretamente, en el ámbito de los Derechos Humanos), como la de Michel Serres (1991), donde se argumenta sobre una superación de la democracia, en la que el antiguo “contrato social” debe dejar paso supuestamente a un “contrato natural” para que la totalidad del universo se convierta en “sujeto de derecho”. No se trataría aquí de proteger o de defender la naturaleza desde una posición humanista, sino de cambiar el núcleo central del sistema filosófico, colocando en el lugar del hombre a la ecosfera, con un valor intrínseco muy superior al de aquél, que es de quien hay que —precisamente— defenderla. El ser humano se diluye, pues, en un biologismo igualitario —como hemos repetido— entre millones de organismos; lo cual, como también he dicho, ha provocado la crítica de que el fallo básico de esta posición es que figurándose que el bien está inscrito en el ser de las cosas, olvida que toda valoración, incluida la de la naturaleza, es un hecho social y que, por consiguiente, toda ética normativa es en cierto modo dependiente de la consideración que cada país o región tenga de los problemas ambientales. Somos las personas, los seres humanos, quienes otorgamos valor (cfr. Sanz / Sánchez Alhama, 1995, 28).

Sin embargo, esta alusión al contrato social, que hemos encontrado en Serres, aparece en varios textos contemporáneos dedicados al esclarecimiento del concepto de “ecología política”, como el coordinado por Francisco Garrido (1993), y no siempre con idéntico enfoque. En su trabajo sobre “La Ecología como política”, que abre el libro colectivo citado, el profesor granadino postula una redefinición del pacto social fundante del orden político vigente (un pacto sostenido sobre la idea de propiedad), en el sentido de deshumanizar su contenido, en favor de una idea más integral de lo humano. Esto significa para el autor “cambiar las reglas del juego”, de manera que el pretendidamente “nuevo” pacto social no sería más que “la explicitación institucional de una nueva conciencia, de una nueva percepción/construcción de lo real, y, en definitiva, de una nueva forma de estar en la tierra”. Un nuevo pacto, pues, firmado, no ya sobre la idea de la propiedad, sino sobre la idea de la vida, y cuyo sujeto, por tanto, ya no será el sujeto propietario, sino el “ser vivo”. Sin embargo, al tener este pacto, por necesidad, forma “social”, habrá de establecerse en el ámbito del antropocentrismo; un antropocentrismo “débil y ecológico”, pero antropocentrismo al fin, ya que “es imposible cualquier pacto fuera del lenguaje y de la sociabilidad” (Garrido, 1993, 28-29). Como se ve, aunque se habla de un desplazamiento del sujeto tradicional de derechos, no se aboca a un biocentrismo indiferenciador.

Respecto a la posición opuesta, la sostenida por la idea dominante de civilización y de progreso, cuya referencia única es el hombre y cuya acción se extiende a un dominio total de la tierra, ya hemos dicho que es una posición fuertemente antropocéntrica cuyo “medioambientalismo” se asienta en planteamientos utilitaristas de “sostenibilidad de la humanidad” y cuyos efectos visibles en las políticas se reducen a rectificar errores e instrumentar medidas correctoras para obviar riesgos que ponen en peligro un “estilo de vida”; éste, en cambio, jamás se cuestiona.

En esta posición antropocéntrica es posible encontrar también diferencias importantes, que no son más que la expresión del grado de apertura a los ya abundantes Informes Mundiales sobre la situación del planeta y a las recomendaciones, cada vez más concretas, que tales informes contienen. Las diferencias van en el sentido de “rebajar” aquel antropocentrismo fuerte de que hablamos. Un autor que merece la pena citar aquí es el filósofo español José Ferrater Mora, quien, al aplicarse a la cuestión de “los derechos de los animales” (Ferrater/Cohn, 1981), se sitúa en una perspectiva biológico-evolucionaria, cuyo efecto más relevante es que deja de lado de manera explícita el antropocentrismo que ha sido denominador común de las teorías éticas vigentes en nuestra cultura occidental, del que se hacía eco y que asumía John Passmore. La propuesta de Ferrater es concebir la realidad como un “continuo de continuos”: el continuo físico-biológico (entidades materiales, físicas, en procesos de autoensamblaje, que dan origen a seres biológicos) engarza con el continuo biológico-social (formado por procesos y actividades de seres biológicos, entre los cuales están los humanos); en éste, algunas especies animales “y muy destacadamente la humana” son capaces de dar origen a producciones culturales, que se desarrollan dentro del continuo social-cultural. Una de esas producciones culturales es la ética (las propuestas de reglas y normas morales y las teorías éticas). La conclusión de Ferrater es que, al hacer ética, parece razonable tener en cuenta los factores biológicos y, especialmente, los biosociales. Una posición, como se ve, anti-antropocéntrica, pero no necesariamente biocéntrica; únicamente alerta sobre la consideración —que no comparte— de la especie humana como discontinua respecto a las demás. Con lo cual, a la hora de la atribución del valor o del reconocimiento de los intereses, diríamos que los intereses humanos, sólo por ser humanos, no habrían de ser siempre supremos. Supremos lo serían en todo caso, los intereses comunes a humanos y no humanos (cfr. Sosa, 1985, donde me hice eco, por primera vez, de esta interesante aportación de Ferrater Mora).

Las éticas contemporáneas: posibilidades y limitaciones

He querido hacer este recordatorio sobre lugares comunes porque, en mi opinión, continuamos enzarzados en las mismas cuestiones de fondo y planteando algunas cosas casi en los mismos términos que en los textos más antiguos que aquí se han referido, si bien hay que reconocer que el debate posterior ha colaborado a afinar algunos conceptos y a asentar algunas posiciones. Por ese debate quisiera moverme en las líneas que siguen, orientando mi aportación hacia aquellos lugares que encuentro menos citados y referidos en los textos que se han escrito en los últimos años sobre ética ecológica o ambiental. Al fin y al cabo, estoy convencido de que el debate sobre la ética ecológica seguirá siendo eso: un debate permanente y, desde luego, definitorio de la reflexión moral en este nuevo siglo. En síntesis, lo que pretendo es volver sobre un tema del que ya me ocupé en otros lugares (Sosa, 1995 y 1996), a raíz de mi intervención, en mayo de 1992, en la Conferencia Internacional sobre Ética, Universidad y Medio Ambiente, que tuvo lugar en Brasil, en la Universidad Federal de Porto Alegre do Sul. Yo había utilizado, al final de mi libro sobre ética ecológica (Sosa, 1990, 126-129), las reflexiones que Gabriel Bello hizo en el Encuentro Hispano-Mexicano de Filosofía celebrado en Madrid en septiembre de 1988, y que más tarde incorporó a su libro titulado El retorno de Ulises (Bello, 1988). Y allí quedaba abierta la cuestión de la comunicación y de la necesidad de entenderla de un modo más ampliado, más allá de su mera función argumentativa.

A partir de esa cuestión abierta, y explotando la idea de Bello de que la ética ecológica es la única que no pone restricciones a la noción de comunicación, ya que la asimila a la conciencia de interdependencia e interconexión entre todos los elementos del medio globalmente considerado, fijé mi atención en las potencialidades de algunas éticas “procedimentales”, como la ética del discurso habermasiana, para avanzar en la propuesta de una ética más “comprehensiva”, donde la estricta racionalidad no fuera la única dimensión fundamentadora.

En realidad, esta propuesta de mantener el potencial de las éticas procedimentales, pero reconstruyéndolas desde una idea de lo bueno procede de Ch. Taylor (1986), pero remite al intento siempre presente, de múltiples modos, en las discusiones sobre teorías éticas, de no prescindir, ni de las construcciones teóricas encaminadas a garantizar criterios de validez (con lo que se puede responder a la pretensión de universalidad que conlleva toda ética), ni de las teorías teleológicas, que atienden a los bienes, las actitudes, y, en definitiva, a la consideración de lo bueno que habría de preservarse y perseguirse.

Merece la pena, pues, examinar brevemente dos propuestas éticas de gran relevancia hoy: la de Jürgen Habermas y la de John Rawls. La “ética del discurso” del primero, y el “neocontractualismo” del segundo. Habermas, como es sabido, elabora su teoría de la “acción comunicativa” y diseña su modelo de la “comunidad de comunicación” a partir de las tesis de Chomsky sobre la competencia sintáctica, para abocar a la noción de “competencia ética”. Y tal competencia queda inequívocamente reservada a los sujetos humanos racionales que constituyen la comunidad de comunicación, trazando una línea demarcatoria entre las relaciones que establecemos con el mundo natural y las que establecemos entre los humanos (cfr. Habermas, 1982). A pesar de ello, pienso que el criterio procedimental que preside toda la elaboración de Habermas puede ser muy válido para el objetivo propuesto de fundamentar lo que hemos venido llamando “ética ecológica”. De los trabajos que conozco, dedicados a examinar las posibilidades de extender la racionalidad comunicativa al medio ambiente natural y a sus componentes (wntrw otros, Alford,1975; Whiteboock, 1979) quiero detenerme en el artículo de John S. Drykek (1990), en cuya página 204 leemos: “Habermas termina justamente donde empiezan los problemas que interesan a la ética ambiental (y a la epistemología). Como quiera que sea, la mejor opción no es rechazar la racionalidad comunicativa, sino extenderla, ampliarla”.

Esa es también mi opinión, a pesar de que Habermas, como se ha dicho, mantenga que sólo los seres dotados de competencia comunicativa estarían legitimados para entrar en el debate acerca de los “derechos” o de los “intereses”, y para dirimir argumentativamente, en el contexto del diálogo, pretensiones de validez acerca de determinadas opciones o preferencias, y, en definitiva, de nuestros juicios morales. Si aceptamos este modelo de ética comunicativa, la “prueba de la argumentación” habría de discurrir en las condiciones ideales de una comunidad de comunicación y de un intercambio libres de dominio, y establecidas en condiciones simétricas de igualdad y de oportunidades. Ahí es donde habrían de dirimirse los intereses, las necesidades, etc., con el objetivo de hacerlos “prácticamente” racionales, es decir, de convertirlos en “intereses generalizables”. Si es ése el ámbito comunicativo donde tiene lugar el acuerdo moral, difícilmente podrán entrar en él seres no humanos, con quienes no podemos establecer pactos recíprocos ni simétricos de derechos y obligaciones. Una ética que se construye sobre comunidades de diálogo e intercambio comunicativo encontraría sus límites justamente allí donde acaba la capacidad misma de intercomunicación. Serían, pues, intereses humanos y sólo humanos los que entrarían en conflicto y sobre los que habría que dirimir y concluir.

En la ponderada discusión que hace Dryzek del problema, insiste en considerar, sin embargo, que nuestra intercomunicación con los demás tiene lugar en un medio, que es el que la hace posible. Y ése también es nuestro medio , además del más propio del lenguaje. La naturaleza humana, por otra parte, no es sólo humana , sino también naturaleza . Y esta naturaleza puede entenderse como la pre-condición para que pueda darse competencia comunicativa. Una pre-condición que es la misma para los humanos que para el resto de los seres vivos del planeta. Con esto, quienes apostamos por una ética ecológica indispensable para el tiempo presente, lo que tratamos de hacer es tender puentes para cubrir aquella brecha, a la que se refería Edgar Morin, que la civilización occidental ha abierto entre bios y polis , como el autor escribía en su Diario de California . Si consideramos seriamente que el ser humano se hace no sólo en , sino con el medio, al que él mismo pertenece, no parecen encontrarse razones para separar y distanciar los que llamamos intereses humanos de todo lo demás que no es humano. De modo que, sin dejar de reconocer que la comunidad ética es la comunidad de los seres racionales, en tanto que racionales y capaces de comunicación intersubjetiva, no hay razones para que los principios y las normas emanadas de una ética construida según los criterios procedimentales de la racionalidad comunicativa tengan que recluirse y referirse, a su vez, sólo a las relaciones entre los seres humanos dialogantes.

Precisamente, si se entiende que cualquier principio moral ha de tener en cuenta a todos los individuos afectados por él; y si una norma sustentada en un principio se encuentra legitimada si en ella cristalizan necesidades e intereses generalizables, o sea, con consecuencias previsibles en las que los afectados estarían de acuerdo, entonces, las condiciones de argumentación y deliberación diseñadas en las éticas comunicativas serían bases idóneas para pergeñar un ethos ecológico desde el que dar respuesta práctica (de “razón práctica”) a los problemas que los hombres y el mundo de hoy tienen planteados y que solemos englobar bajo el rótulo de “crisis ecológica” que, además, aquí he querido entender como “crisis civilizatoria”. Sólo que en el seno de tales comunidades de diálogo, donde se dirime acerca de las pretensiones de validez y de fundamentación de nuestros juicios morales, habrían de estar presentes, de algún modo, todos los elementos que integran el medio ambiente global, al que pertenecen los participantes en el discurso.

En otras palabras, es posible entender la comunidad real de los seres humanos como la constituida por éstos más el resto de seres (vivos o no) que constituyen el medio en el que los humanos viven, con los que, tal vez, no se “comunican” (desde luego, no a través del lenguaje argumentativo), pero acerca del cual “pueden comunicarse” con los demás humanos, y con el cual mantienen una interacción mucho más profunda de lo que a primera vista pudiera parecer. La comunidad utópica , entonces, esa siempre presente en el horizonte de la ética, donde prevalece la justicia, la solidaridad y la cooperación, no habría de concebirse como una comunidad integrada solamente por humanos, sino por los humanos y su medio.

Alguien ha descrito la situación propuesta como aquella en la que los seres humanos hacemos de “abogados de la naturaleza”. Yo no tendría inconveniente en aceptar tal caracterización siempre que ello no equivalga a mantener una postura biocéntrica extremosa, limitadora en exceso de la actividad humana en el medio natural, lo cual, entre otras cosas, no sería acorde ni siquiera con los resultados de la investigación en la propia área de la ciencia ecológica.

Pero esto no es todo. El problema que estamos examinando nos lleva a sugerir una profunda revisión de la noción de “comunicación”. como apuntamos más atrás.. Como escribía David Abram (1985), muy en consonancia con las tesis de Lovelock, el mundo no es silente ni pasivo; está lleno de valores, propuestas y significados, con independencia de que nosotros le atribuyamos o no tales cosas. Una roca, decía Lovelock, en cierto modo, está viva, puesto que está siendo conformada por —y conforma— lo vivo. Así, la percepción humana puede ser reinterpretada en términos de recepción de comunicación desde el medio ambiente global, del que forma parte importante el medio natural. Identificar esto con la “comunicación” estrechamente definida no es posible. Pero sí lo es considerar esa comunicación como una forma más de interacción entre otras, sin que haya por qué olvidar ninguna de esas “otras”. El proceso de la comunicación es un intercambio de mensajes, de información, un diálogo del hombre consigo mismo y con su mundo. “Su mundo” son los demás hombres, las instituciones, la técnica, los valores... y también su entorno físico-natural. La comunicación es un proceso de interacción. Y nuestra interacción con el medio es un hecho. Otra cosa es que nos hayamos vuelto incapaces de percibirla. Esta propuesta sugiere ampliar el horizonte de comprensión de la comunicación, en el sentido de incorporar una diversidad y una complejidad en la que nos encontramos, pero de la cual no somos plenamente conscientes.

Ante las dificultades para admitir una “comunicación con el medio”, debido a la naturaleza del interlocutor, cabría entender esa comunicación en términos de percepción, es decir, de disponibilidad y capacidad para ver y sentir. Reconozco que aquí hay algo de recuperación de la visión premoderna de la Naturaleza: la Naturaleza como un “medio” sentido, gozado, no como algo a explotar. Cuando alguna vez he tratado de esto en mis clases, alguna alumna sostenía, en el debate, que, en cierto modo, sí existe reciprocidad en la relación hombre-medio, ya que la naturaleza “responde”; y responde benéficamente, cuando el trato hacia ella y la explotación de sus recursos es racional, inteligente, respetuosa, a la acción del hombre; o de modo adverso, cuando la explotación es rapiña, desmesura y cuando el trato es brutal. El medio siempre responde.

Pero dentro de las éticas procedimentales merece la pena considerar algunos aspectos de la Teoría de la Justicia de John Rawls, con el fin de apuntar brevemente los elementos que considero interesantes para el intento que me ocupa. La bibliografía disponible sobre ética ecológica cuenta con algunas alusiones a la obra de Rawls. En algunos casos, como el de Ernest Partridge (1982), la presencia de Rawls es marginal, puesto que lo que persigue el trabajo de Partridge es una aplicación, a la moralidad ecológica, de la teoría del desarrollo moral elaborada por L. Kohlberg. En otros, la presencia de Rawls es determinante, aunque, sorprendentemente, sólo aparezca citado una vez en todo el texto; es el caso del trabajo de Paul W. Taylor (1981), que contiene un sistema de ética medioambiental centrado-en-la-vida , con una estructura simétrica a los sistemas de ética entrados-en-lo-humano. En el esquema —en el que se conjugan principios, actitudes, disposiciones y creencias, que constituyen un punto de vista biocéntrico sobre la naturaleza— se advierte la influencia de Rawls, sobre todo en lo que concierne al establecimiento de los dos principios de justicia. Hay otro trabajo, que juzgo relevante, y al que he prestado mucha atención en estos años, que está claramente inspirado en Rawls. Se trata del artículo titulado “Environmental Ethics and Weak Anthropocentrism”, de Bryan G. Norton (1984). Aunque Rawls no aparece citado en ningún momento, el autor, al distinguir dos tipos de antropocentrismo (uno fuerte y otro débil), se está basando en la distinción que Rawls introduce entre juicios morales impremeditados ordinarios y juicios morales meditados (considered moral judgements).

Finalmente, aludiré a uno de los primeros trabajos que aparecieron sobre Rawls escritos desde la preocupación por elaborar una ética ecológica. Me refiero al de Russ Manning (1981). Este autor intenta desarrollar una ética medioambiental “sobre la base” de la teoría de Rawls. La argumentación central consiste en mostrar que el medio ambiente y los elementos que lo componen también son contenidos que deberían caer bajo el campo regido por los principios de justicia. El consumo inadecuado de recursos, viene a decir Manning, revierte en una disminución de oportunidades para los humanos, y éste último es uno de los bienes sociales primarios en la clasificación de Rawls. Otra línea de argumentación insiste en que gozar de buena salud es un requisito para el goce de los bienes sociales primarios y, por tanto, la amenaza a la salud que supone un medio ambiente contaminado, debe caer bajo la protección de los principios de justicia. En definitiva, el autor trata de demostrar, a partir de la consideración de los efectos inmediatos de nuestras acciones sobre el medio ambiente, que una “sociedad bien ordenada” a la que se refiere insistentemente Rawls, debe proporcionar una adecuada y suficiente protección al medio ambiente. Y, en un segundo momento, considerando lo que llama “efectos retardados” de nuestras acciones sobre el medio, argumenta en favor del reconocimiento como “reclamación justa” la que suponemos de parte de las generaciones futuras, que tienen el derecho a un medio ambiente sano. No se le ocurre al autor proponer la consideración del medio ambiente como “bien escaso”, objeto de distribución equitativa, pero, en la línea de su trabajo, hubiera cabido igualmente una propuesta de este tipo, acorde con las ideas que se proponen desde la corriente de la Economía Ecológica.

Tanto en el trabajo al que acabo de referirme, como en el ya citado de Paul W. Taylor se está utilizando el procedimiento diseñado por Rawls en la original position , para llegar a principios sustantivos de justicia que responden a la necesidad de proteger y distribuir bienes que ya no son exclusivamente bienes “humanos” (o, mejor, “intra-humanos”), como libertad, oportunidades, riqueza o poder. Más bien, o además de ello, se trata de proteger y distribuir “bienes de la biosfera”. En este intento, como puede verse, una ética de principios se entremezcla con una ética de bienes (calidad de vida, bienestar, etc., que son el telos de aquel deon ).

Sin quitar un ápice de valor a tales intentos, el interés primordial que yo le encuentro a la teoría de Rawls para mi propósito es, una vez más, el que viene dado por lo que él mismo llama “razón procedimental”. La posición original, como es sabido, no es más que el resultado de reunir el conjunto de reglas a las que tendríamos que someter una deliberación sobre principios morales. Es, ciertamente, una hipótesis, pero especifica una perspectiva que suponemos siempre que deliberamos sobre la justicia o injusticia de normas y acciones. Es una reconstrucción pensada como situación de elección colectiva de principios para la articulación de la estructura básica de la sociedad. La equidad del procedimiento garantiza la justicia del acuerdo. Por eso, a la idea de justicia como equidad subyace la de justicia procedimental pura (pure procedural justice ).

Lo dicho vale para uno de los dos argumentos que Rawls aduce para justificar la doctrina moral que se configura en torno a sus dos principios de justicia: el argumento contractualista. Pero cabe recuperar también para mi propósito el segundo de los argumentos: el que llamaremos “argumento de coherencia”, destinado a dar razón de los criterios subyacentes a nuestros juicios morales ordinarios. Como es sabido, los términos entre los que debe cumplirse la condición de la coherencia no son los principios y nuestros juicios morales ordinarios, sino los principios y una clase de juicios morales: los considered moral judgements , que son juicios emitidos en circunstancias especiales de reflexión y que, incluso en el caso de que fueran emitidos en solitario, presuponen la estructura dialógica de la argumentación. Esta distinción entre tipos de juicios es la que he tenido presente cuando he enfatizado la noción de “antropocentrismo débil”, de la mano del ya citado Brian G. Norton, y que en los últimos años he decidido rebautizar como “antropocentrismo sabio”. Y es en ese contexto de un antropocentrismo “sabio” en el que cabe introducir, en la deliberación sobre normas y obligaciones morales, lo que, tal vez de manera impropia, llamamos “intereses de la Biosfera”.

Con todo esto no hemos hecho más que desembocar, por otros caminos y valiéndonos de otras aportaciones de la Filosofía Moral Contemporánea, en la necesidad, cada vez más reconocida, de revisar la concepción fuertemente antropocéntrica que hemos mantenido y seguimos manteniendo en nuestros modos de vida personales y en la organización de nuestra existencia colectiva. Me parecen difícilmente sostenibles las posiciones estrictamente biocéntricas; mucho menos apoyo me merecen las tesis anti-antropocéntricas. Al fin y al cabo, los graves problemas medioambientales que provocan toda esta reflexión, tienen su origen en la satisfacción de necesidades e intereses humanos. No estamos reduciendo la ética a ninguna instancia biológica, sino re-situándola en el contexto real ecológico en el que tiene lugar la existencia humana. Y aquí las conocidas aportaciones de Edgar Morin sobre el paradigma de la complejidad son verdaderamente claves, porque implican un rotundo cambio de percepción . La crisis de la ciencia moderna ha ocasionado un interés por la realidad en su totalidad, sin ningún afán reduccionista. El propósito ya no es exclusivamente explicar, sino principalmente comprender; no tanto manipular, como contemplar. Pero la revolución que esto implica va más allá, puesto que el sujeto mismo que vive ahora ese cambio deja de considerarse un individuo aislado y pasa a verse —a ver su ser — como un no poder ser sin los demás (congéneres) y sin lo demás (naturaleza y patrimonio cultural). Y ello va a permitir desvelar una nueva dimensión de la solidaridad, como respeto a la naturaleza y compromiso con los demás seres humanos.

Manteniendo, pues, una ética de corte antropocéntrico, creo que sigue siendo válida la propuesta de distinguir, siguiendo a Norton, entre dos tipos de antropocentrismo, en función de la “localización” del valor y de lo que se entienda como “interés humano” en esta discusión. La propuesta de Norton comienza por distinguir entre preferencias ( intereses, necesidades, añadiría yo ) meramente sentidas (felt preferences) y preferencias (intereses, necesidades) ponderadas o meditadas (considered preferences). En el primer caso se encuentran cualesquiera deseos o necesidades expresados por los hombres, de modo impremeditado o habitual, mientras que en el segundo se alude a preferencias o necesidades expresadas tras cuidadosa deliberación, compatibles con un punto de vista global sobre el mundo, establecidas hipotéticamente si se dieran, de hecho, determinadas condiciones ideales de imparcialidad y objetividad. Como es de sobra conocido, este recurso a “condiciones ideales” y situaciones hipotéticas es bastante habitual en la teoría ética contemporánea, como hemos podido ver; la “idealidad” de los modelos es el precio que hay que pagar para atender al requisito de “universalización” que conlleva toda ética.

Parece indudable que el primer tipo de preferencias ha sido y es el habitual en nuestras sociedades contemporáneas; son las preferencias e intereses que, en el ámbito de la investigación científica, por ejemplo, hacen pasar, sin más consideración, del “podemos hacerlo” al “hagámoslo”, imbuidos del optimismo científico-tecnicista que deja a nuevas y ulteriores investigaciones la tarea, siempre concebida como posible, de buscar y encontrar remedios a los efectos imprevistos e indeseables que pudieran derivarse de las primeras. Un antropocentrismo fuerte como el que actualmente mantenemos considera incuestionables las preferencias del primer tipo (felt preferences), que, por provenir de la especie humana, superior a las demás, funcionan como determinantes del valor. Un antropocentrismo débil, sin embargo, estaría basado en el segundo tipo de preferencias o necesidades (considered preferences). Un antropocentrismo débil —sabio—, por tanto, proporcionaría una base para la crítica de los sistemas de valores que resultaran lesivos con respecto al medio, toda vez que, al basarse en preferencias “meditadas” o “ponderadas”, acepta que las preferencias, deseos o necesidades humanas pudieran ser o no racionales; es decir: consecuentes o no con una visión más global respecto al medio, acordes con teorías científicas justificadas y abiertas a un cierto tipo de ideales morales.

La ética moderna se ha construido desde y para un tipo de sujeto: el tipo de sujeto socialmente definido por la Modernidad. Y aunque aquí aceche de nuevo el peligro de los reduccionismos premodernos, me siento obligado a preguntarme si ese tipo de sujeto es compatible con una ética ecológica. No debe olvidarse que toda esta polémica surge de esa peculiar situación actual que se ha denominado “crisis ecológica”. Y digo “peculiar” porque más allá, mucho más allá, del inevitable y conocido impacto que ha tenido toda actividad humana, en todas las culturas y sociedades, sobre el medio (la desertización producida por el mundo griego, el impacto de la minería romana o la deforestación producida por los aztezas), cuando hoy hablamos del impacto ambiental de la civilización moderna, especialmente en la última etapa, desde la industrialización acelerada del siglo XIX, estamos hablando de un impacto de tal magnitud y con un potencial tecnológico tan grande que los desequilibrios que provoca ponen en peligro la supervivencia de las formas de vida donde la sociedad humana puede vivir y reproducirse. Esta es la singularidad de la llamada “crisis ecológica”. Nunca se ha estado tan cerca de la autodestrucción ni se ha generado una dinámica tan ecocida que ponga en peligro la vida misma sobre el planeta. Es desde esta percepción de la crisis como crisis civilizatoria desde la que se entiende la propuesta de “ecologización”, que supone el necesario cambio de paradigma. El paradigma que ha dado en llamarse “ecológico” es el adecuado para una interpretación de la vinculación entre la crisis ecológica, las políticas ambientales, los movimientos sociales alternativos y los cambios en los centros de decisión moral en los individuos. Ecologización de la economía, ecologización del Estado, ecologización de la sociedad, ecologización del individuo. Parece que es en este último capítulo donde procede hablar más estrictamente de ética; y, en el caso, de ética “ecológica”.

El sujeto humano que hace la ética no es un sujeto ahistórico; está marcado y definido histórica y socialmente. El individuo varón, occidental, racionalista, propietario, adulto, poseedor de los instrumentos para dominar y someter a la naturaleza... exhibe los rasgos que componen el modelo de subjetividad moderno, que conlleva la negación de los límites, de la finitud, de la muerte, de la sociabilidad; y la colonización de lo otro, de la naturaleza (la naturaleza es un “recurso”), creyente ciego en el progreso y en el crecimiento como dogmas indiscutibles. La tarea de ecologización de este sujeto moderno no consiste en preconizar ningún modelo imposible de sistema social cerrado, sin intercambio de materias y energía con el entorno natural, ningún modelo de sociedad cuyo intercambio con el medio sea igual al grado cero de entropía, es decir, en equilibrio dinámico y perfecto. Pero ni siquiera consiste en postular ninguna forma de sociedad premoderna; no se trata de una “vuelta atrás”. Ni antimodernidad, ni ultramodernidad, sino superación de la desintegrada modernidad tardía, como dice Hans Küng(1990, 38). Supondría, pues, importantes cambios en la definición “social” de ese sujeto, cambios a los que nos obligaría el estado del mundo y de nuestras sociedades en el momento presente. El reconocimiento de la imperfección, reconocerse como un sujeto humano finito, imperfecto, que tiene límites, incompleto (porque el sujeto, en su construcción de orden, genera necesariamente desorden); el reconocimiento de la diversidad del sujeto (un sujeto integral, que reconoce las varias dimensiones que en él existen: estética, emotiva, etc., sin amputaciones racionalistas); un sujeto que se reconoce ser vivo entre los seres vivos, miembro del movimiento de la vida, no por encima ni fuera de él... serían algunas notas definitorias de ese sujeto “ecologizado” que ha de entenderse sobre la base de la des-construcción del sujeto moderno. Naturalmente, un sujeto así no se crea por un acto de voluntad, sin que medie una serie de cambios estructurales (económicos, sociales). Es decir, el cambio individual no se opera sino en interacción con el cambio social. Y, por otra parte, el cambio del modelo de sujeto ha de ser, por fuerza, un cambio gradual, donde se van operando modificaciones de conductas, etc. (No se vive como se piensa, sino que generalmente se piensa como se vive). El sujeto “ecologizado” es el sujeto compatible con una “sabia” concepción antropocéntrica.

Parece claro que las tradiciones éticas modernas no se han elaborado sobre un tipo de sujeto como el descrito en último lugar. Y esa es la razón de que, quienes hablamos de ética “ecológica”, no estemos de acuerdo con aquellos que todavía hoy —ante la cuestión repetida de si necesitamos una nueva ética— concluyen que tal cosa es innecesaria, argumentando que las éticas de que disponemos ya contienen un potencial suficiente para que pueda hablarse de responsabilidades y deberes morales del ser humano respecto al medio ambiente que le rodea. Porque éste es, justamente, en mi opinión, el error: pensar que como la actividad humana productiva y generadora de desarrollo ha sido agresiva con el medio, lo que hay que hacer es ser menos agresivo, ser más cuidadoso con el entorno, etc. Y ése, repito, no es el problema. De un sujeto como el sujeto moderno, y de una ética elaborada por y para ese sujeto, no se puede sacar una ética ecológica. Todo lo más se sacará una ética que “añade” algunos capítulos de consideración para con los animales, o con referencia a las fuentes de energía, o a la estimación del paisaje, etc., siempre por la vía de la analogía de nuestros deberes interhumanos y siempre teniendo como referencia suprema a la especie humana. Sería una ética “pintada de verde”, meramente “ambiental” o “ambientalista”, que no va a la raíz de los problemas, como intentaría hacerlo una ética “ecológica”. Si la idea rectriz del desarrollo humano, sobre la que se ha construido el sistema de producción y distribución de bienes, la organización de las sociedades y las relaciones del hombre con el hombre y del hombre con el medio (nuestro modelo civilizatorio, en suma) ha sido la del dominio y explotación del hombre sobre lo demás, hoy, al manifestarse como indeseables las consecuencias y efectos de aquella idea rectriz, no habría otro camino racional que el de examinarla y modificarla.

Nuestra lectura de la crisis la entiende —lo diré una vez más— como una crisis civilizatoria. No es posible una política ambiental sectorial o complementaria, sino que ésta ha de aspirar a un cambio cultural, político y social global. No se trataría de cambiar la política ambiental del sistema, sino de cambiar el sistema mismo “ecologizándolo”. Porque la crisis ecológica es la manifestación de un problema que tiene dos caras: el deterioro del medio natural y la degradación del medio social. Pero entonces ya no estamos hablando sólo de “política”, estrictamente, sino que la política interacciona aquí con el plano cultural y ético. O sea, colocamos en el centro de la cuestión ecológica la instancia de la decisión individual y colectiva. El sistema social, el sistema político y el sistema moral tienen necesariamente que interaccionar y actuar ante el reto que supone la crisis ecológica. En otras palabras, la dimensión del cambio social que, desde nuestra lectura, se ve como necesario, requiere, también necesariamente, un cambio ético y cultural (debo estas ideas a Francisco Garrido, 1997). La ética ecológica obliga a poner en primer plano la cuestión de los límites del modelo civilizatorio. Y es “ecológica” porque se construye mirando a la oikía, al oikós, a la casa grande, a la casa de todos, no sólo a la casa humana, pero mucho menos a la casa europea o a la casa del norte. Un valor “ecológico” a postular desde esta ética y a cultivar dentro de ella es la solidaridad, pero una solidaridad que no se detiene en los límites de la simetría de los pactos interhumanos. Es una solidaridad “ecológica” que nace de reconocerse en el mismo destino, compartiendo la misma aventura de la vida, con todo lo que constituye muestro medio vital; incluso con aquellos que aún no han nacido, pero que vendrán y tendrán este mismo medio como suyo. La postulada “ecologización” del individuo pasa por estos cambios de percepción.

Apéndice: los Derechos Humanos de la Tercera Generación.

Como es sabido, la necesidad de llegar a acuerdos entre las comunidades humanas respecto a una serie de derechos básicos que habría que respetar, ha originado la formulación de los llamados “derechos humanos”, cuya relación ha sido revisada, ampliada, etc., a medida que la propia humanidad ha ido evolucionando en sus formas de vida y de intercomunicación. Suele hablarse de una “primera generación” de derechos humanos —los derechos civiles y políticos— asegurados mediante carta pública en los albores de la modernidad; y de derechos humanos “de la segunda generación” —los derechos económicos y sociales— introducidos más tarde como complemento indispensable de los primeros. La libertad fue el valor-guía de la primera declaración de derechos; la igualdad lo fue para los de la segunda.

Hoy se debate sobre la necesidad de una “tercera generación” de derechos. El programa civilizatorio que se ha desarrollado al amparo de los derechos humanos certificados en las dos grandes Declaraciones de Derechos anteriores ha generado modos de vida, relación y consumo autodestructivos, incompatibles con la supervivencia de la especie en un futuro nada remoto, y con la justicia y la igualdad en el incierto presente. Estamos, pues, ante nuevos y graves problemas y ante nuevas y urgentes necesidades. O tal vez haya que decir que estamos ante los mismos problemas y necesidades que conocieron los reunidos en Estocolmo hace ahora 28 años. Sólo ha cambiado, de modo considerable y altamente preocupante, su magnitud. Si hubiera que pensar en una “tercera generación de derechos humanos” éstos serían, sin duda, los derechos ecológicos, entendiendo que tales derechos pretenderían asegurar y promover una percepción global sobre los ecosistemas planetarios, de los cuales la humanidad es parte integrante. No entiendo, coherentemente con lo escrito hasta aquí, que tales derechos “ecológicos” se reduzcan a “incluir”, en los derechos de la tercera generación, el “derecho al medio ambiente”. No pienso, por tanto, en una yuxtaposición sobre los derechos humanos certificados en las anteriores declaraciones de derechos, sino más bien en una integración superadora que, desde luego, obliga a reformular los fundamentos de los de los derechos anteriormente sancionados. No estaría, pues, en la línea de una mera “continuidad” entre los derechos humanos de tercera generación con respecto a los de la primera y segunda, sino que me acercaría más a la idea de Michel Prieur (1984), de entender que el derecho al ambiente es portador de otros derechos fundamentales como el derecho a la información y a la participación, en el sentido de que “refuerza la función social y colectiva de esos derechos ya existentes”.

En definitiva, opino que la Tercera Generación de Derechos Humanos debe entenderse como la síntesis superadora, la nueva perspectiva —la perspectiva ecológica — que la humanidad habría de adoptar a las puertas del tercer milenio. Así, lo ecológico, como se ha repetido, se entiende aquí de un modo abarcante y comprehensivo, que alude a las relaciones de los hombres con los demás hombres, de los países ricos con los países pobres, y de la humanidad toda con su propio medio global (físico, natural, técnico y social).

El valor-guía de referencia para el establecimiento de esta tercera generación de derechos sería, en consecuencia, el de la “solidaridad”. Al menos, ésta me parece la noción axiológica más acorde con las necesidades y con los problemas de nuestra época presente. Y, por tanto, este sería el valor a fomentar y a promover, como base una “ética ecológica”. Pero, de acuerdo con la perspectiva global que he intentado mantener aquí, tal solidaridad no habría de concebirse encorsetada en deberes y reciprocidades simétricas, como era obligado en las éticas comunicativas analizadas en este trabajo; al menos, no exclusivamente. Tal vez, en nuestro tiempo, haya que atreverse a postular una radical asimetría, bastante lejana a cualquier planteamiento estrechamente utilitario, y vecina, por el contrario, de un enfoque más deontológico, desinteresado y amplio. Esto supondría concebir a la Tierra como espacio vital de todos los seres, que han de compartir y disfrutar sus bienes. Equivale a pensar el problema medioambiental, no en términos de “hombre y naturaleza”, sino en términos de “hombre en la naturaleza”.

Hablo, pues, de una solidaridad que, coherentemente, llamaríamos “ecológica”, ya que abarca a los seres humanos que tienen limitadas sus posibilidades de acceso a los beneficios de la cultura y de la técnica y a los seres humanos prisioneros de un subdesarrollo que hace posible nuestro desarrollo (solidaridades sincrónicas); a los seres humanos que habitarán este planeta en el futuro y tienen “derecho” a una calidad de vida digna (solidaridad diacrónica); pero también a la biodiversidad genética, a los flujos vitales de los ecosistemas de la Tierra, a sus ciclos, su equilibrio y su soporte físico, que es, todo ello, lo que hace posible la vida en general y la vida humana en particular. (solidaridad “ecológica”, en definitiva).

NOTAS

(1) ”Hacia la fundamentación de una ética ecológica: La contaminación atmosférica y su contexto económico, político y jurídico”, de Marta Vázquez Martín, defendida en La Universidad Complutense el 11 de septiembre de 1998. Y “Herencias y Consecuencias de una Racionalidad Mínima”, de María-Carlos de Moura Oliveira, en proceso de realización, dentro del Program Interde- partamental de Doctorado “El Medio Ambiente Natural y Humano en las Ciencias Sociales, que coordino en la Universidad de Salamanca, y codirigida con Fernando Broncano.

(2) Esta idea de equiparar, en el fondo, a unos y a otros, la he resaltado alguna vez para diferenciar una postura meramente “ambientalista”“ de otra que prefiero llamar “ecologista” o de “ecologismo radical”. Cfr. Sosa, 1990, 32. Del mismo modo y por parecidas, aunque no idénticas, razones, prefiero hablar de “ética ecológica” y no de “ética ambiental” (Cfr. Cfr. Sosa, 1990, 120-121).

(3) Los autores de la Deep Ecology han “formalizado” una plataforma de ocho puntos básicos, que pueden consultarse en Naess (1986) y en Devall / Sessions (1985). Son conocidas las críticas de L. Ferry (1994); o las de J. Cheney (1989), calificando de “premodernas” las posiciones y tesis de la Deep Ecology. Frente a la visión del hombre como un ser sumergido en el único verdadero Ser, constituido por la totalidad de los seres vivos, algunos oponen la idea de que, en esa dicotomía cabe un tertium genus : reconocer en el hombre un ser con entidad propia, pero cuya entidad está constituida precisamente por su apertura al mundo, a los demás seres humanos y a la trascendencia. Esta es la posición de J. Ballesteros (1995); y algo de esta crírica aparece también en A. Gore (1993).

(4) Los puntos son: 1. El bienestar y florecimiento de las formas de vida humanas y no humanas en la Tierra tiene un valor intrínseco, independientemene de su utilidad para los seres humanos. 2. La riqueza y la diversidad de las formas de vida contribuyen a la realización de estos valores y también son valores por sí mismos. 3. Los seres humanos no tenemos derecho a reducir esta riqueza y diversidad, excepto para satisfacer nuestra necesidades vitales. 4. La interferencia humana actual con el resto de la Naturaleza es excesiva, y la situación está empeorando rápidamente. 5. El florecimiento de la vida humana y las culturas son compatibles con una reducción sustancial de la población humana. El florecimiento de los demás seres vivos así lo requiere. 6. Por lo tanto, las políticas deben cambiar. Y estos cambios afectarán a las estructuras económicas, tecnológicas e ideológicas. La situación resultante será profundamente diferente de la actual. 7. El cambio ideológico principal consistirá en apreciar más la calidad de vida que el incremento en el nivel de vida. Habrá una profunda conciencia de la diferencia entre la cantidad y la calidad. 8. Aquellos que suscriban los puntos precedentes tienen la obigación de participar directa o indirectamente en los intentos para conseguir los cambios necesarios.

(5) Esta vinculación entre la dominación de unos hombres por otros y la explotación de la naturaleza ya la encontrábamos en Carl Lewis, The Abolition of Man, Mew York: MacMillan, 1944; allí leemos; “El llamado ‘poder del hombre sobre la naturaleza’ resulta ser, en realidad, el poder ejercido por algunos hombres sobre otros hombres, utilizando la naturaleza como instrumento”.

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Nicolás M. Sosa. “Ética ecológica: entre la falacia y el reduccionismo."  Laguna. Revista de Filosofía (Servicio de Publicaciones de la Universidad de La Laguna, Islas Canarias, España) 7 (2000): 307-327.[Edición digital a cargo de José Luis Gómez-Martínez y autorizada para Proyecto Ensayo Hispánico, Marzo 2001].

  

© José Luis Gómez-Martínez
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