Teoría, Crítica e Historia

El pensamiento latinoamericano del siglo XX
ante la condición humana: Argentina

 

"Juan B. Justo ante la condición humana"
 

Hugo E. Biagini

Juan Bautista Justo nace en la ciudad de Buenos Aires en 1865 y muere en la provincia homónima hacia 1928, con 62 años de edad. Entre los grandes momentos que ilustran su existencia se encuentran su graduación en la Facultad de Medicina con medalla de oro (1892) y su ulterior actuación como catedrático en esa misma casa de estudios. Entre 1894 y 1905 funda el periódico doctrinario La Vanguardia, que llega a tener una edición diaria, el Partido Socialista Argentino y la cooperativa de crédito y vivienda El Hogar Obrero; viaja por Estados Unidos para conocer de cerca al capitalismo industrial, por Bélgica, donde se familiariza con el movimiento cooperativista y por España, donde publica su pionera y reconocida traducción al castellano de El Capital de Carlos Marx. Tras haber dado a conocer su libro principal, Teoría y práctica de la historia, participa en 1910 del congreso de la Segunda Internacional efectuado en Copenhague y a fines de esa década representa al socialismo de Argentina, Uruguay y Brasil en otro encuentro mundial partidario celebrado en Suiza, siendo nombrado vicepresidente del evento. En el ínterin, atentan infructuosamente contra su vida y recibe un gran homenaje por parte de la población porteña y de sus seguidores de ultramar. Habiendo ocupado reiteradamente la banca como diputado, en 1924 es electo senador nacional. Un año más tarde, la Federación Indígena Peruana lo postula como su defensor mediático frente a la brutal explotación sufrida por esos mismos aborígenes. Poco antes de su sepelio, efectuado en medio de expresiones multitudinarias, Juan B. Justo inaugura la Casa del Pueblo, importante centro político y cultural de cuño socialista.

Justo no sólo fue el visionario que logró plasmar una de las más relevantes agrupaciones políticas proletarias de América Latina, con fuerte arraigo en los centros urbanos; además realizó especiales aportes en el campo teórico, como fueron sus precursoras indagaciones metodológicas en materia salarial. Por una parte, mostró en diversas áreas del conocimiento un grado de actualización permanente con respecto a la marcha del pensamiento occidental[1]. Asimismo, cumplió una significativa tarea de divulgación al traducir obras de envergadura, como el citado corpus clásico de Marx, cuya versión trascendió las fronteras locales y permitió que accedieran al mismo una buena parte de los socialistas españoles -según testimonió el propio fundador del PSOE, don Pablo Iglesias.

También trajo a la discusión a pensadores clásicos como Kant y Hegel, los cuales, más allá del rigor con que fueron comentados, resultaron escasamente vistos en el medio ambiente natal de Justo hasta la época del Centenario. Por añadidura, el mismo Justo se permite cuestionar, en tanto pseudoproblemas, nociones de mucho arraigo como materia, espíritu o incognoscible, mientras disiente hasta con las orientaciones más afines a su cosmovisión, tanto dentro de las corrientes positivistas o evolucionistas, como del conglomerado marxista, en cuyo caso cumplió una labor de revisionismo similar a la que llevaron a cabo Bernstein o Kautsky, en forma previa o simultánea a ellos.

En síntesis, Justo se halla entre los primeros políticos-intelectuales latinoamericanos que empiezan a medirse codo a codo con sus pares europeos, publicando en el exterior e interviniendo en las reuniones más encumbradas.

 

Conocimiento y sociedad

En líneas globales, puede visualizarse el pensamiento de Justo desde la perspectiva de un antropocentrismo a ultranza. Veremos cómo ello funciona en distintos planos del saber y la praxis autoral, esencialmente en los siguientes dominios: conocimiento, ciencia, devenir humano, historiografía, economía, técnica, socialismo y “política criolla”.

Al iniciarse el siglo XX, durante el período en que Justo escribe las páginas que aparecen en su obra fundamental, predominan diversas creencias e ideas filosóficas respecto de las cuales adopta una considerable distancia. Aún bajo el imperio del positivismo, se le asignaba un valor prácticamente absoluto al conocimiento científico. Juan B. Justo se va a apartar de la deificación de la ciencia, negando que ésta pueda ser concebida como una doctrina superior, sólo reservada a los sabios, para juzgarla como una manifestación más de la vida cotidiana. Se trata, en definitiva, de una de las modalidades con que cuenta el hombre para facilitar su adaptación al medio.

En cuanto a las ciencias sociales en particular, también asume una posición crítica frente a cierto sentir entonces preponderante y que no deja de extenderse hasta nuestros días. Así, ya en un trabajo juvenil fruto de una disertación pronunciada en el Centro Socialista Obrero hacia 1894 (“Del método científico”), Justo combate la imagen del sociólogo como un observador puro, como investigador desapasionado cuya misión sólo queda reducida a un grupo selecto: “no hay medio de impedir que los sociólogos también tengan sus sentimientos e intereses, por más que ellos lo nieguen; ni hay posibilidad de que aún los hombres menos cultos carezcan de toda idea exacta de la sociedad de que forman parte, que actúa permanentemente sobre ellos y que les importa conocer”. Por lo contrario, para Justo, la peculiaridad del método sociológico no consiste en distanciarse del objeto estudiado sino en participar activamente del movimiento social para acceder a un tipo de verdad donde la teoría se confunda con la praxis -sin excluir ese requisito problematizador que los sociólogos del conocimiento demandan para el círculo áulico de la intelligentzia y que Justo se adelanta en sugerir para todo el mundo: “que cada uno se de cuenta de sus necesidades, respete sus sentimientos y obre en consecuencia”.

Más específicamente, si rechazamos la miseria y el sojuzgamiento, si deseamos la belleza y la justicia, debemos colocarnos del lado de los trabajadores, pues la razón alcanzará su plenitud cuando “cada hombre tenga un cerebro bien ejercitado y nutrido”. El paradigma de un estudioso volcado a la militancia está representado por Karl Marx, fundador de la Asociación Internacional de Trabajadores y autor a la vez de El Capital, obra a la cual Justo ya conocía por ese entonces. Por último, se destaca en dicho trabajo la valoración establecida sobre el método socialista, el cual es presentado como el método científico por excelencia del momento; método que, a semejanza de la religión, exige una dedicación integral por parte de sus cultivadores. En la reflexión central de Justo, el socialismo aparece como la culminación de la ciencia que llevará a prescindir de la religión, porque ésta, si alguna vez coadyuvó al progreso histórico, ha terminado por convertirse, como el poder militar, en un baluarte del privilegio y el sometimiento.

En el primer capítulo de Teoría y práctica de la historia se retoman en parte las objeciones a los enfoques en boga sobre la despersonalización y la actitud meramente descriptiva del científico, rechazándose asimismo el monopolio que a éste se le atribuía en materia de conocimiento e impugnándose implícitamente a la epistemología que pretende escindir los hechos de los valores. Justo se inclina, en cambio, a reconocer e incluso a postular enunciados valorativos o normativos en el conocimiento de la problemática humana, suponiendo que ellos pueden sustentar una base empírica y admitiendo en dicho ámbito las definiciones personales y las tomas de partido. De tal modo, Justo se convierte en uno de los exponentes latinoamericanos que ha esbozado más precoz y descarnadamente la figura del intelectual comprometido y la conveniencia de ensayar una concepción crítico-práctica en el abordaje del acontecer histórico, sin negar por ello su propia regularidad:

Si bien Comte […] fue movido por el deseo de poner orden en los acontecimientos, los sociólogos han creído después necesario y posible, para estudiar las sociedades humanas, ponerse fuera de ellas, en frente de ellas, como los zoólogos ante las ostras o los pájaros. Ven la Historia como un cuadro cinematográfico, y, para explicarlo, no se les ocurre sino sacar de él fotografías instantáneas. Reniegan de toda solidaridad de clase o de partido, ponen el más pueril empeño en ignorar los preceptos que, a pesar suyo, pudieran resultar de los dogmas de su ciencia inmaculada, y, proclamando su social intención de no tener ninguna, reiteran su propósito de no entrometerse en la práctica. ¿Hipocresía o ilusión? Todos estamos dentro de la sociedad, inclusive los sociólogos, y si alguien realmente prefiriera sus teoremas sociológicos a la vida de la comunidad, sería tan estéril en la teoría como en la práctica. ¡Cuánto más importante que la aparición de esta nueva categoría de doctrinarios es la alborada de la conciencia histórica del pueblo! […] Son los prácticos, los militantes, quienes más saben de las fuerzas del mundo social. Lejos de poder comprenderse la actualidad mediante los datos que la historiografía nos proporciona acerca del pasado, no concebimos el pasado sino refiriéndolo al presente, y éste no se revela en su complejidad sino a quienes, movidos por necesidades o aspiraciones, preparan intencionalmente un futuro distinto. No sabríamos siquiera qué preguntar al pasado sin nuestros anhelos para el porvenir […] Para llegar a la verdad histórica preciso en querer descubrirla en toda su desnudez, militar del lado donde no hay privilegios que disimular ni defender […] Para comprender la Historia hay que hacerla, defendiendo al pueblo con inteligencia y con amor […] Mientras haya partidos, la ciencia de la Historia, a diferencia de las matemáticas, será ante todo una ciencia de partido […] en la teoría de la Historia buscamos el método para elevar el bienestar mensurable del pueblo (Justo, 1931: 8-12).

Así como han arreciado los ataques de Justo a la filosofía especulativa, no cejará de arremeter contra una sociología desarraigada, censurando en éste y otros puntos más a señeras figuras del positivismo:

Al encerrarse, inerte, en su doctrinaria torre de marfil, y pretender colocarse por encima de todos los partidos, la sociología pierde el rudo e instructivo contacto con la realidad, y no acierta siquiera a plantearse los mayores problemas. Comte y Spencer carecieron de experiencia histórica, casi no tuvieron roce sino con libros, y se entretuvieron en formular leyes abstractas, cuyo contenido útil es tan pequeño como débil su fundamento (Justo, 1913: 439).

Nuestro autor no sólo descreerá de la sociología como ciencia, sino que también discrepa con uno de sus impulsores, Herbert Spencer, difiriendo asimismo con el otro puntal del positivismo, Augusto Comte, en su concepción de la historia, la biología y las matemáticas.

 

El flujo histórico

En un sentido amplio, Justo parece adherir al credo sobre el progreso, compartido en distinta medida por una pluralidad de orientaciones, desde ilustrados y románticos hasta positivistas y socialistas. Más allá de los encuadramientos doctrinales, se trataba de esa extendida y ferviente confianza acerca de que la humanidad y la sociedad tienden al crecimiento constante, hacia un futuro mejor en el cual advendrá el reinado de la libertad. En cuanto a la marcha misma del acontecer histórico, ella se encuentra sujeta, por una parte, a un proceso inflexible:

El mundo de la Historia es una masa de hombres y cosas moldeados por fuerzas tan regulares como las que mueven el sistema solar y han moldeado la corteza terrestre. Los fenómenos históricos son también lógicos y necesarios, consecuencias fatales de combinaciones dadas de circunstancias. Una neoformación social, una revolución, la expansión o la decadencia de una raza, deben producirse en condiciones tan regulares y determinables como la cristalización de un mineral, una descarga eléctrica, la evolución de una especie (Justo, 1931: 9-10).

El devenir histórico responde así a una legalidad básica de tinte biológico, señalándose una suerte de correspondencia entre la evolución humana y el orden cósmico. El hombre constituye el más alto escalón de las transformaciones orgánicas y, aunque no escapa a las leyes naturales, puede alcanzar su libertad mediante el conocimiento y la aplicación de esas leyes.

Justo también recurre a otros supuestos de corte biológico aceptando, en cierta forma, el influyente principio sobre la selección natural, el triunfo de los seres más dotados en la lucha por la existencia. Sin embargo, no deja de ofrecer diversos reparos a las explicaciones organicistas, objetando las analogías precipitadas que aparecen en autores como Spencer, y advirtiendo la entraña ideológica de muchas postulaciones por el estilo:

Para probar esto que llama ‘paralelismo fundamental’, establece Spencer una serie de parangones; las tribus primitivas son para él el protoplasma social en cuyo seno, al civilizarse, desarróllanse órganos de la circulación y un sistema nervioso bajo la forma de comercio y de centros de gobierno generales y locales. Este modo de ver no tiene fundamento real. Sería ingenuo dedicar muchas páginas a señalar diferencias sustanciales entre un organismo individual y un organismo social. Este no tiene límites regulares en el espacio ni en el tiempo; una sociedad puede desaparecer, como puede perpetuarse, transformándose; puede unirse con otra u otras sociedades, hasta confundirse todas […] nada análogo sucede ni puede suceder en el mundo biológico […] La asimilación de la sociedad humana a un organismo individual es una doctrina infecunda, buena para reemplazar con ficciones y palabras las nociones que faltan […] Se explica, por otra parte, que sea muy cara a toda clase privilegiada, pues es la consagración de las castas. Así como en el animal hay células cerebrales, vellosidades intestinales, fibras musculares y palancas óseas, en el mundo social habría una clase de hombres originaria y definitivamente gobernantes, una clase rentista, encargada de absorber las sustancias nutritivas, y una clase trabajadora, alimentada y dirigida por las otras dos” (Justo, 1931: 23-24).

Tampoco satisface a Justo la apelación a lo racial, en una época en que dicho factor, junto con el genético, irrumpe como clave explicativa. Así solía hablarse de razas y estirpes subalternas, entre las cuales se incluían no sólo a los hombres de color (negros, indios, amarillos) sino también a judíos, españoles, etc. Bajo esa estereotipia, Iberoamérica llegó entonces a ser percibida como un continente enfermo, dada la índole retardataria de sus habitantes, afectada por un pernicioso mestizaje. Tales prejuicios racistas se verifican incluso en autores que también militaban en las primeras filas del socialismo[2]. Pese a cierto resabio antiindígena del cual Justo no logra librarse, él mismo vuelve a revelar una posición de apreciable avanzada tanto frente a los teóricos del etnocentrismo y la pureza racial, como contra las prácticas discriminatorias que se extendían por el orbe. Y si bien refrenda de algún modo la arraigada noción de raza, sin problematizarla a fondo, relativiza en mucho la fuerza operativa que se le adjudicaba, haciendo otro tanto con el llamado carácter nacional en su supuesta inmutabilidad:

¿Para qué hablar de razas? No puede conducirnos sino a un orgullo insensato o a una deprimente humillación. Todo pueblo físicamente sano tiene en sí los gérmenes de las más altas aptitudes, cuyo desarrollo es sólo cuestión de tiempo y oportunidad. Desconfiemos de toda doctrina política basada en las diferencias de sangre, uno de los últimos disfraces científicos del que se han revestido los defensores del privilegio. Ellos dicen, por supuesto, que la clase trabajadora es de una raza inferior a la de los señores (Justo, 1931: 26).

A partir de las falencias que exhibían países como la Argentina en cuanto a su desarrollo económico y cultural -imputadas a permanentes limitaciones anímicas, raciales o climáticas- se pensaba, en consecuencia, que ese desarrollo había que confiarlo a naciones más poderosas y capaces. La respuesta de Justo tiende a rehuir ese determinismo fatalista que califica como antipatriótico: “¿A qué se debe esa inferioridad […] que nos inclinamos demasiado a creer irremediable y definitiva? A que nos faltan la instrucción y la educación que tienen los pueblos más fuertes que nosotros” (Justo, 1925: 207). Aunque Justo también se refiere a los antagonismos como una realidad, cuestiona las visiones de la historia centradas en la lucha racial y descarta el sentido irreversible que se le achacaba a ésta en su tiempo. Por otro lado, no admite una separación tajante entre leyes físicas y mentales -hombre y naturaleza son dos abstracciones- y reconoce con Engels la existencia de un fundamento orgánico en el desarrollo social, los factores de nutrición y reproducción. No obstante, esto último sólo constituirá un aspecto necesario pero insuficiente para dar cuenta de toda la singularidad histórica. De allí sus objeciones al inveterado enfoque malthusiano sobre la población, la cual para nuestro autor no siempre tiende a aumentar más que la riqueza y los alimentos.

 

Economía, tecnología y progreso

Otro va a ser para Justo el leit motiv que condiciona decisiva y realmente la dinámica de la historia: la base económica, entendiendo por ésta a los fenómenos de producción y distribución de riqueza, aunque sin dejar de reconocer las influencias reactivas que ejercen la política, el derecho, el arte, la ciencia y otras actividades afines.

En tal perspectiva, la lucha de clases aparecerá como motor del decurso socio-histórico, especialmente desde el régimen feudal. Dicha pugna concluirá cuando la clase revolucionaria, el proletariado, acceda al poder y establezca la propiedad colectiva. Ello no sólo pondrá fin a la explotación laboral. También permitirá un franco predominio de la estructura tecno-económica sobre el medio físico y biológico, lo cual en una forma incipiente había caracterizado el comienzo de la misma historia como tal y el tránsito hacia la hominización. Además de haber coadyuvado a introducir entre nosotros el modelo marxista en la interpretación macrohistórica, cabe recordar otros aportes más específicos efectuados por Justo. En su obra surge también una manera bastante inusual de analizar algunos aspectos del desarrollo técnico, pues durante las últimas décadas del siglo pasado empieza a consolidarse una mentalidad entre cientificista y tecnocrática que supone que el avance de las ciencias y sus aplicaciones consigue extirpar per se todas las calamidades que afligen desde siempre a la humanidad. La investigación científica, la industrialización, el maquinismo en general o expresiones singulares como el ferrocarril, constituyen prodigios tales que estaban destinados a acabar de suyo con un sinfín de inconvenientes: desde la miseria, la ignorancia y la inmoralidad hasta las guerras, las fronteras y las mismas clases sociales (Biagini, 2000: 17-29).

Sin caer en regresivas tecnofobias, sino antes bien enfatizando el papel de que juega la producción en los vaivenes históricos, su gran potencial transformador y su influencia relevante para el adelanto científico, Justo de aleja de la mencionada quimera conformista. Por un lado, hace justicia al carácter social de la técnica, enfrentándose a quienes no ven en ella un resultado de la masa laboriosa y la conciben, según una “historiografía teatral”, como resultante exclusiva de la invención individual. Por otra parte, pone al descubierto una dimensión habitualmente soslayada por las tecnolatrías al uso: precisando contextos e intereses, se refiere a diversos trastornos que ha engendrado el desarrollo tecnológico en su conexión con el comercio mundial y con la acumulación de riqueza; trastornos tales como la desocupación o la alienación laboral. Mientras cuestiona el mentado beneficio universal que se le asignaba a la implementación técnica, también alude a la marginación sufrida por los trabajadores en relación a otros órdenes de la cultura como el arte o la ciencia:

la época actual, de incesante progreso técnico económico, obliga a la clase obrera a una continua lucha defensiva, so pena de perecer […] El progreso técnico en cuanto depende de los empresarios se propone acrecentar sus ganancias, no aliviar la tarea de los hombres, ni aumentar la masa de los productos disponibles para el consumo. Se hace, pues, sin discernimiento humanitario al acaso de las oscilaciones de la oferta y la demanda de productos y brazos […] Para el capital el progreso técnico es un resultado accesorio, tan indigno de preocupar en primer término a un empresario de verdad como la estética o la higiene (Justo, 1920: 42; 1932: 39).

En vez de bregar, como lo hacían sus contemporáneos, por una forma de modernización estrictamente ligada al crecimiento material, para Justo no existe verdadero progreso histórico sin una sensible mejora en el bienestar general de la población, sobre todo en los sectores laboriosos, lo cual implica llegar hasta las últimas consecuencias: la socialización de los medios de producción. Para elevar la condición del pueblo trabajador, aquél planteará, junto con el gremialismo y la cooperación, la creación de un Partido Obrero. También se ocupa Justo, en particular, de desenmascarar diferentes mitos, como el de las implicancias ferroviarias, según el cual todos los males desaparecen ante el solo avance de la locomotora. Denuncia las pérdidas y las distorsiones que ha ocasionado la red ferroviaria bajo el capitalismo internacional propiciando, en el caso argentino, su estatización. Desde el periodismo y en el parlamento, no cesará en revelar y condenar la acción esquilmante de las corporaciones extranjeras en distintas actividades públicas, no sólo en materia de transporte sino también en obras sanitarias y otros resortes claves de su país.

Tampoco identificará de modo indisoluble el avance técnico con el progreso moral. Si bien este último históricamente también comporta un perfeccionamiento en el modus vivendi de la población y en su participación política, pueden subsistir diversos problemas de conciencia: “¿somos mejores porque al infanticidio público de los recién nacidos se ha substituido el aborto provocado en secreto y el matrimonio calculadamente infecundo? ¿Hubo en los horrores de la antigüedad algo tan atroz como la infancia abandonada en una gran ciudad moderna?”[3].

 

Socialismo metódico o política criolla

Según Justo, el socialismo no constituye un dogma acabado para vivir pautadamente en una organización perfecta ni un saber espontáneo, sino un conocimiento con aspiraciones de rigor científico. Se trata de una doctrina que procura el desarrollo nacional y fomenta la conciencia organizativa de los obreros para liberarlos de la explotación laboral. La expropiación de los capitalistas y de los medios de producción resulta una condición necesaria pero no suficiente para la realización socialista. Un paso previo indispensable para alterar las relaciones de producción lo constituye la madurez política y la capacitación técnica del proletariado.

Justo embiste contra quienes representan, para él, una plaga en América Latina: los falsos revolucionarios que pretenden transformarlo todo con la mera destructividad. La insurrección puede presentarse como indispensable –por ejemplo, en la resistencia de los peones rurales a la barbarie patronal– pero nunca como metodología o aventura. Los socialistas no deben ser asociados con los utópicos visionarios de café sino con quienes sostienen verdades y reformas concretas, sacan a la política del terreno personal en el que yace e implementan una auténtica democracia. Con la llegada del socialismo, el movimiento obrero se encuentra en condiciones de actuar sin ser aplastado por las oligarquías como en el pasado. El mismo partido socialista puede hacer obra patriótica, por ejemplo liberando a nativos y extranjeros de los prejuicios raciales. No se trata de una suerte de renacimiento ni una vuelta regresiva, sino de una regeneración integral para plasmar un pueblo nuevo a la altura de los tiempos. El conflicto moderno básico, la lucha de clases entre capitalistas y obreros no es un invento socialista, sino una realidad histórica permanente vinculable a la acción diaria por el mejoramiento vital de los trabajadores.

Asimismo, mientras se muestra proclive a la senda gradual y evolutiva, Justo se enfrenta con algunos enunciados y pronósticos marxianos, como la oposición entre ciencia e ideología, la debacle del capitalismo, la pauperización del proletariado y su consiguiente estallido revolucionario, el acercamiento a la dialéctica, la abolición del Estado, la adhesión a la revolución rusa y a la III Internacional. Por otro lado, disiente tanto con enfoques a lo Max Nordau -que veía en el socialismo a una manifestación informe donde se disuelve la individualidad- como con los veredictos de Ferri sobre la inviabilidad del socialismo en países agrícolas como la Argentina.

Con todo, un desafío primordial resulta lo que Justo denomina la política criolla, con su impronta inorgánica, caudillista, endogámica y facciosa, como lo revelan las plutocracias sudamericanas. Un caso específico de esa política criolla se relaciona con la vieja universidad, represiva y corrupta. Por eso, Justo aplaude el movimiento reformista de 1918 –con su desplazamiento de docentes, métodos y textos arcaicos–, siendo considerado pionero de la reforma universitaria, por su prédica tanto contra la ingerencia del clericalismo en la educación cordobesa campaña, como contra las academias que determinaban el rumbo de las casas de estudios superiores y a favor de su reemplazo por consejos académicos elegidos endógenamente.

Combate la acción depredadora de Estados Unidos y sus colaterales –Wall Street, Standard Oil y otras– mientras pondera la “América indolatina” de Sandino y considera a los trabajadores aborígenes como los más explotados de todos y al mismo tiempo como los más llamados a pelear por su emancipación social. En tal sentido, establece una marcada diferencia entre la burguesía industrial –regida por una producción planificada– y la burguesía rural –sector superprivilegiado que vive parasitariamente de la renta del suelo. De allí su oposición al latifundio junto a la política fiscal de amparo a los grandes capitales y su demanda para fijar un impuesto a la propiedad territorial, aunque sin coincidir con los planteos de un Henry George sobre el particular.

 

Avances y limitaciones

Al sintetizar las diferencias de Justo con la atmósfera intelectual preponderante, si bien coincide en establecer una estrecha continuidad entre las ciencias exactas y el trabajo, se muestra proclive a destacar el carácter militante de este último. Para él la historiografía debe ser una ciencia al servicio del bienestar popular: al permitir conocer ordenadamente el curso de los acontecimientos, esa disciplina se hallaría en condiciones de articular una conducta colectiva menos expuesta a ellos. Asimismo destaca el hecho de que, al prestarse mayor atención a las relaciones que establecen los hombres a través del trabajo, la historiografía como tal ha ido adquiriendo una creciente dimensión económica, aunque tampoco se reduzcan a ella los abordajes históricos, que deben efectuarse conforme a una doble operación: de análisis, distinguiendo las diversas actividades humanas, y de síntesis, donde se establecen los vínculos de interdependencia que guardan tales actividades.

Justo también representa uno de los primeros intérpretes que procuran explicar nuestra propia historia mediante fundamentos socioeconómicos, por ejemplo, en relación a la propiedad territorial. Y, más allá de sus aciertos conceptuales, llega a propugnar una teoría científica de la historia argentina que no se restrinja a las disputas políticas –cosa que él mismo ensaya al referirse a casos concretos, como el levantamiento de las montoneras. En nuestra historia señala como tendencia dominante, pese a la fuerza que alcanzaron los ejército populares, el proceso de consolidación de grandes núcleos terratenientes.

No deja tampoco de expedirse sobre un tema que iba cobrando cada vez más predicamento: la cuestión del nacionalismo, al cual procura amalgamar con su ideario socialista. Por un lado, se rehúsa a hablar del nacionalismo en bloque. Así distingue una variante oligárquica, que adopta posturas xenófobas pero que mide a su vez el progreso interno “por el brillo de la colonia argentina en París”. Frente a esa modalidad antipopular se alude al nacionalismo obrero, preocupado por el estándar de vida de los trabajadores que habitan nuestro suelo:

En nombre de este nacionalismo obrero, protestemos siempre contra todo elemento artificial de la inmigración, opongámonos a ese mal recurso de la colonización capitalista, que hace pagar al pueblo trabajador del país el aporte de los competidores en la lucha por el salario. Vengan en buena hora obreros extranjeros, pero vengan espontáneamente; en prueba de que aquí los trabajadores están mejor que en otra parte, y vengan sobre todo los que tengan ya en la levadura de ideas, la chispa de conciencia histórica que haya puesto en su cerebro el socialismo europeo, e incorpórense cuanto antes a nuestros gremios ya nuestra organización política (Justo, 1925: 123).

El patriotismo no está reñido con el internacionalismo. Al experimentarse la necesidad de mejorar el medio ambiente donde se vive y se trabaja, también se contribuye al bienestar mundial. Si bien descalifica al antipatriotismo por despreciar excesivamente al propio grupo humano, no por ello se exalta la patria mucho más allá de lo que implica el ámbito en el cual nos podemos desenvolver libre e inteligentemente. Así relativiza el alcance del término patria, artificiosamente inflamado por ese entonces para ocultar las contradicciones sociales y reprimir a los movimientos populares oriundos del exterior.

Menos compatibles con sus convicciones políticas resultan en cambio otras ideas que no llegan a superar los prejuicios de la época. Entre las restricciones categoriales observables, Justo no logra librarse por entero del esquema positivista –muy difundido hasta la primer contienda mundial– según el cual el advenimiento de la sociedad industrial importa una sustantiva reducción del militarismo y los conflictos bélicos –aunque sí discute el encuadre de la guerra en Comte y Spencer y considera a esta última como un fenómeno entre primitivo o burgués. En paralelo con las ideas emitidas durante la Segunda Internacional, tampoco escapa por momentos a la tesis sobre el inflexible proceso capitalista que debe traer aparejado un efecto arrasador de las formaciones preindustriales ni a cierto productivismo desarrollista para el cual la explotación de los recursos naturales debe llevarse a cabo a cualquier precio, aún alterando el equilibrio ecológico e incluso a expensas de la vida y la libertad de los incivilizados que se resistan a ello, contra quienes debe declararse una guerra justa.

Junto a dicha justificación inconsecuente del colonialismo y otras veces de la guerra –ora como imperativo biológico ora como factor de progreso histórico– también aparecen algunas inflexiones improcedentes respecto a los pueblos salvajes que no marchan “por el camino de la historia” y su propia reivindicación de la llamada conquista del desierto. Estas, como otras reflexiones de Justo, representan diversos lastres en su intento por configurar un pensamiento progresivo, por más que el preconcepto contra los pueblos coloniales o dependientes, cuya barbarie reclamaba su legítimo sometimiento, fuese compartido por diferentes correligionarios europeos de Justo, como lo refleja el debate sobre la validez del imperialismo realizado en la Internacional Socialista a fines del siglo XIX. Entre dichas reservas e imprevisiones figuran su resignación ante la división internacional del trabajo que nos reducía a un rol poco menos que pastoril, su creencia en la desconcentración metropolitana del capital y la merma de los monopolios, su desmedida confianza en el poderío de la ilustración para modificar la situación mundial, su idealización de la representación sindical en los organismos públicos –que no siempre ha jugado a favor de los intereses laborales, como sucede en tiempos de demagogia y populismo–, la sustancialización de la clase obrera como agente del cambio social, o su convicción sobre el forzoso declive de la religión cristiana y su incompatibilidad con el sendero civilizatorio, y las ambigüedades entre las configuraciones culturales y las biofísicas. Tampoco cabe exaltar su firme rechazo al proteccionismo estatal y su cerrada defensa de la política monetarista y del librecambio, por más que éste último sea visualizado como preámbulo en el camino de la colectivización y no como un fin en sí mismo.

Con todo, pese a esas comprensibles limitaciones, que traducen las contradicciones de un ideario adaptativo como fue el socialismo argentino en sus comienzos, debe rescatarse el adelanto que ha experimentado nuestro pensamiento con las propuestas de Justo antes comentadas. Más allá de su mayor o menor contribución a la práctica médica y partidaria, de sus afanes para resolver la cuestión agraria, cabe destacar, frente a quienes han afirmado lo contrario, su alejamiento de las posturas hegemónicas en cuanto a concepción de las ciencias y del científico, la técnica, la economía, la historiografía o las razas[4]. También resulta descollante el esfuerzo de Justo por acuñar un nuevo significado para el concepto de progreso, de un modo más integral y sinérgico –en sus dimensiones económicas, intelectuales, éticas–, tal como e ha ido entendiendo en la actualidad. Además, le ha conferido al progreso histórico un valor indicativo harto infrecuente en nuestra historia decimonónica, al ligarlo con la humanización y el mejoramiento específico de la clase trabajadora, desde el punto de vista salarial, sanitario, educativo, etc. Reformista o revolucionario, extranjerizante o nacionalista, ortodoxo o revisionista, Justo atravesó, como otros importantes intelectuales de su país y como el propio partido que contribuyó a forjar, por apreciables fluctuaciones e inconsecuencias. Sin embargo, del examen efectuado, renuente a historiografías tanto broncíneas como lapidarias, se desprende un cúmulo de reconocimientos que el propio Justo difícilmente aceptaría sin antes aludir al privilegio social que le permitió acceder a ellos.

 

Bibliografía de obras citadas

  • Justo, Juan B. “Del método científico”. Obras de Juan B. Justo, t. 5 .Buenos Aires: La Vanguardia, 1974.

  • ______. Teoría y práctica de la historia. Buenos Aires: La Vanguardia, 1931.

  • ______. “Economía, valor, interés”. Anales de la Facultad de Derecho 3 (1913): 439.

  • ______. Internacionalismo y patria. Buenos Aires: La Vanguardia, 1925.

  • ______. Socialismo. Buenos Aires: La Vanguardia, 1920.

  • ______. Prólogo de: Bunge, Augusto. El culto de la vida. Buenos Aires: Juan Perrotti, 1915.

  • Biagini, Hugo E. Filosofía americana e identidad. Buenos Aires: Eudeba, 1989.

  • ______. La Generación del Ochenta. Buenos Aires: Losada, 1995.

  • ______. Lucha de ideas en Nuestramérica. Buenos Aires: Leviatán, 2000.

  • ______. Intelectuales y políticos españoles a comienzos de la inmigración masiva Buenos Aires: CEAL, 1995.

  • Hernández Arregui, J. J. La formación de la conciencia nacional. Buenos Aires: Hachea, 1960.

  • Spilimbergo, J. E. Juan B. Justo o el socialismo cipayo. Buenos Aires: Coyoacán, sin fecha.

  • Pla, A. J. “Orígenes del Partido Socialista Argentino”. Cuadernos del Sur 4 (1986): 50 y subsiguientes.

 

Bibliografía del autor

  • Obras Completas, 6 tomos. Buenos Aires: La Vanguardia, 1928 (en adelante).

 

Bibliografía sobre el autor

  • AA. VV. Homenaje a Juan B. Justo. Buenos Aires: Partido Socialista, 1928.

  • ARICÓ, JOSÉ. La hipótesis de Justo. Buenos Aires: Sudamericana, 1999.

  • CÚNEO, DARDO. Juan B. Justo y las luchas sociales en la Argentina. Buenos Aires: Alpe, 1956.

  • FRANZÉ, JAVIER. El concepto de política en Juan B. Justo. Buenos Aires: CEAL, 1993.

  • PAN, LUIS. Juan B. Justo y su tiempo. Buenos Aires: Planeta, 1991.

  • ROCCA, CARLOS J. Juan B. Justo y su entorno. La Plata: Editorial Universitaria, 1998.

  • WEINSTEIN, DONALD. Juan B. Justo y su entorno. Buenos Aires: Fundación Juan B. Justo, 1978.

 

Notas

[1] Según lo revela la bibliografía que Justo llegó a manejar: desde obras de socialistas como Engels, Plejanov, Lasalle y Mehring, hasta trabajos de anglosajones como Henry George, Hobson o Veblen. Si lo comparamos con el medio filosófico de la época, Justo fue uno de los pocos latinoamericanos que frecuentó tempranamente al emporio-criticismo de Mach y Avenarius o el inmanentismo afín de Schuppe, alguna de cuyas obras procuraría traducir junto con su esposa, Alicia Moreau.

[2] Para más datos sobre esas postulaciones racistas, cfr. Biagini, H.E. Filosofía americana e identidad. Buenos Aires: Eudeba, 1989, pp. 113-136 y La Generación del Ochenta. Buenos Aires: Losada, 1995, passim.

[3] Prólogo de Justo al libro de Bunge, Augusto, El culto de la vida. B. Aires, Juan Perrotti, 1915, p. 11. Habría que sopesar la influencia en estas ideas sobre el progreso de quien ha sido calificado como el padre del socialismo argentino y maestro del mismo Justo: el libre pensador andaluz Serafín Álvarez, sobre el cual puede verse, Biagini, H.E. Intelectuales y políticos españoles a comienzos de la inmigración masiva. Buenos Aires: CEAL, 1995, pp. 135-148; Lucha de ideas. Buenos Aires: Leviatán, 2000, pp. 25-28, y La generación del ochenta. Buenos Aires: Losada, pp. 17-19.

[4] Entre los autores que han hablado infundadamente del chato positivismo de Justo figuran: Hernández Arregui, J.J. La formación de la conciencia nacional. Buenos Aires: Hachea, 1960, p. 102ss.; Spilimbergo, J. E. Juan B. Justo o el socialismo cipayo. Buenos Aires: Coyoacán, s.f., p. 106; Pla, A.J. “Orígenes del Partido Socialista Argentino”. Cuadernos del Sur 4 (1986): 50 y subsiguientes.

Hugo E. Biagini
Actualizado, octubre de 2004

 

© 2003 Coordinador General Pablo Guadarrama González. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Coordinador General para Argentina, Hugo Biagini. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de 2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez.

 

© José Luis Gómez-Martínez
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