El
pensamiento latinoamericano del siglo XX
ante la condición humana: Argentina
"Juan B. Justo ante la
condición humana"
Hugo E. Biagini
Juan
Bautista Justo nace en la ciudad de Buenos Aires en 1865 y muere en la
provincia homónima hacia 1928, con 62 años de edad. Entre los grandes
momentos que ilustran su existencia se encuentran su graduación en la
Facultad de Medicina con medalla de oro (1892) y su ulterior actuación
como catedrático en esa misma casa de estudios. Entre 1894 y 1905 funda
el periódico doctrinario La Vanguardia, que llega a tener una
edición diaria, el Partido Socialista Argentino y la cooperativa de
crédito y vivienda El Hogar Obrero; viaja por Estados Unidos para
conocer de cerca al capitalismo industrial, por Bélgica, donde se
familiariza con el movimiento cooperativista y por España, donde publica
su pionera y reconocida traducción al castellano de El Capital de
Carlos Marx. Tras haber dado a conocer su libro principal, Teoría y
práctica de la historia, participa en 1910 del congreso de la
Segunda Internacional efectuado en Copenhague y a fines de esa década
representa al socialismo de Argentina, Uruguay y Brasil en otro
encuentro mundial partidario celebrado en Suiza, siendo nombrado
vicepresidente del evento. En el ínterin, atentan infructuosamente
contra su vida y recibe un gran homenaje por parte de la población
porteña y de sus seguidores de ultramar. Habiendo ocupado reiteradamente
la banca como diputado, en 1924 es electo senador nacional. Un año más
tarde, la Federación Indígena Peruana lo postula como su defensor
mediático frente a la brutal explotación sufrida por esos mismos
aborígenes. Poco antes de su sepelio, efectuado en medio de expresiones
multitudinarias, Juan B. Justo inaugura la Casa del Pueblo, importante
centro político y cultural de cuño socialista.
Justo no sólo fue el visionario que
logró plasmar una de las más relevantes agrupaciones políticas
proletarias de América Latina, con fuerte arraigo en los centros
urbanos; además realizó especiales aportes en el campo teórico, como
fueron sus precursoras indagaciones metodológicas en materia salarial.
Por una parte, mostró en diversas áreas del conocimiento un grado de
actualización permanente con respecto a la marcha del pensamiento
occidental[1].
Asimismo, cumplió una significativa tarea de divulgación al traducir
obras de envergadura, como el citado corpus clásico de Marx, cuya
versión trascendió las fronteras locales y permitió que accedieran al
mismo una buena parte de los socialistas españoles -según testimonió el
propio fundador del PSOE, don Pablo Iglesias.
También trajo a la discusión a
pensadores clásicos como Kant y Hegel, los cuales, más allá del rigor
con que fueron comentados, resultaron escasamente vistos en el medio
ambiente natal de Justo hasta la época del Centenario. Por añadidura, el
mismo Justo se permite cuestionar, en tanto pseudoproblemas, nociones de
mucho arraigo como materia, espíritu o incognoscible, mientras disiente
hasta con las orientaciones más afines a su cosmovisión, tanto dentro de
las corrientes positivistas o evolucionistas, como del conglomerado
marxista, en cuyo caso cumplió una labor de revisionismo similar a la
que llevaron a cabo Bernstein o Kautsky, en forma previa o simultánea a
ellos.
En síntesis, Justo se halla entre
los primeros políticos-intelectuales latinoamericanos que empiezan a
medirse codo a codo con sus pares europeos, publicando en el exterior e
interviniendo en las reuniones más encumbradas.
Conocimiento y sociedad
En líneas globales, puede
visualizarse el pensamiento de Justo desde la perspectiva de un
antropocentrismo a ultranza. Veremos cómo ello funciona en distintos
planos del saber y la praxis autoral, esencialmente en los siguientes
dominios: conocimiento, ciencia, devenir humano, historiografía,
economía, técnica, socialismo y “política criolla”.
Al iniciarse el siglo XX, durante
el período en que Justo escribe las páginas que aparecen en su obra
fundamental, predominan diversas creencias e ideas filosóficas respecto
de las cuales adopta una considerable distancia. Aún bajo el imperio del
positivismo, se le asignaba un valor prácticamente absoluto al
conocimiento científico. Juan B. Justo se va a apartar de la deificación
de la ciencia, negando que ésta pueda ser concebida como una doctrina
superior, sólo reservada a los sabios, para juzgarla como una
manifestación más de la vida cotidiana. Se trata, en definitiva, de una
de las modalidades con que cuenta el hombre para facilitar su adaptación
al medio.
En cuanto a las ciencias sociales
en particular, también asume una posición crítica frente a cierto sentir
entonces preponderante y que no deja de extenderse hasta nuestros días.
Así, ya en un trabajo juvenil fruto de una disertación pronunciada en el
Centro Socialista Obrero hacia 1894 (“Del método científico”), Justo
combate la imagen del sociólogo como un observador puro, como
investigador desapasionado cuya misión sólo queda reducida a un grupo
selecto: “no hay medio de impedir que los sociólogos también tengan sus
sentimientos e intereses, por más que ellos lo nieguen; ni hay
posibilidad de que aún los hombres menos cultos carezcan de toda idea
exacta de la sociedad de que forman parte, que actúa permanentemente
sobre ellos y que les importa conocer”. Por lo contrario, para Justo, la
peculiaridad del método sociológico no consiste en distanciarse del
objeto estudiado sino en participar activamente del movimiento social
para acceder a un tipo de verdad donde la teoría se confunda con la
praxis -sin excluir ese requisito problematizador que los sociólogos del
conocimiento demandan para el círculo áulico de la intelligentzia
y que Justo se adelanta en sugerir para todo el mundo: “que cada uno se
de cuenta de sus necesidades, respete sus sentimientos y obre en
consecuencia”.
Más específicamente, si rechazamos
la miseria y el sojuzgamiento, si deseamos la belleza y la justicia,
debemos colocarnos del lado de los trabajadores, pues la razón alcanzará
su plenitud cuando “cada hombre tenga un cerebro bien ejercitado y
nutrido”. El paradigma de un estudioso volcado a la militancia está
representado por Karl Marx, fundador de la Asociación Internacional de
Trabajadores y autor a la vez de El Capital, obra a la cual Justo
ya conocía por ese entonces. Por último, se destaca en dicho trabajo la
valoración establecida sobre el método socialista, el cual es presentado
como el método científico por excelencia del momento; método que, a
semejanza de la religión, exige una dedicación integral por parte de sus
cultivadores. En la reflexión central de Justo, el socialismo aparece
como la culminación de la ciencia que llevará a prescindir de la
religión, porque ésta, si alguna vez coadyuvó al progreso histórico, ha
terminado por convertirse, como el poder militar, en un baluarte del
privilegio y el sometimiento.
En el primer capítulo de Teoría
y práctica de la historia se retoman en parte las objeciones a los
enfoques en boga sobre la despersonalización y la actitud meramente
descriptiva del científico, rechazándose asimismo el monopolio que a
éste se le atribuía en materia de conocimiento e impugnándose
implícitamente a la epistemología que pretende escindir los hechos de
los valores. Justo se inclina, en cambio, a reconocer e incluso a
postular enunciados valorativos o normativos en el conocimiento de la
problemática humana, suponiendo que ellos pueden sustentar una base
empírica y admitiendo en dicho ámbito las definiciones personales y las
tomas de partido. De tal modo, Justo se convierte en uno de los
exponentes latinoamericanos que ha esbozado más precoz y descarnadamente
la figura del intelectual comprometido y la conveniencia de ensayar una
concepción crítico-práctica en el abordaje del acontecer histórico, sin
negar por ello su propia regularidad:
Si bien Comte […] fue
movido por el deseo de poner orden en los acontecimientos, los
sociólogos han creído después necesario y posible, para estudiar
las sociedades humanas, ponerse fuera de ellas, en frente de
ellas, como los zoólogos ante las ostras o los pájaros. Ven la
Historia como un cuadro cinematográfico, y, para explicarlo, no
se les ocurre sino sacar de él fotografías instantáneas.
Reniegan de toda solidaridad de clase o de partido, ponen el más
pueril empeño en ignorar los preceptos que, a pesar suyo,
pudieran resultar de los dogmas de su ciencia inmaculada, y,
proclamando su social intención de no tener ninguna, reiteran su
propósito de no entrometerse en la práctica. ¿Hipocresía o
ilusión? Todos estamos dentro de la sociedad, inclusive los
sociólogos, y si alguien realmente prefiriera sus teoremas
sociológicos a la vida de la comunidad, sería tan estéril en la
teoría como en la práctica. ¡Cuánto más importante que la
aparición de esta nueva categoría de doctrinarios es la alborada
de la conciencia histórica del pueblo! […] Son los prácticos,
los militantes, quienes más saben de las fuerzas del mundo
social. Lejos de poder comprenderse la actualidad mediante los
datos que la historiografía nos proporciona acerca del pasado,
no concebimos el pasado sino refiriéndolo al presente, y éste no
se revela en su complejidad sino a quienes, movidos por
necesidades o aspiraciones, preparan intencionalmente un futuro
distinto. No sabríamos siquiera qué preguntar al pasado sin
nuestros anhelos para el porvenir […] Para llegar a la verdad
histórica preciso en querer descubrirla en toda su desnudez,
militar del lado donde no hay privilegios que disimular ni
defender […] Para comprender la Historia hay que hacerla,
defendiendo al pueblo con inteligencia y con amor […] Mientras
haya partidos, la ciencia de la Historia, a diferencia de las
matemáticas, será ante todo una ciencia de partido […] en la
teoría de la Historia buscamos el método para elevar el
bienestar mensurable del pueblo (Justo, 1931: 8-12).
Así como han arreciado los ataques
de Justo a la filosofía especulativa, no cejará de arremeter contra una
sociología desarraigada, censurando en éste y otros puntos más a señeras
figuras del positivismo:
Al encerrarse, inerte, en
su doctrinaria torre de marfil, y pretender colocarse por encima
de todos los partidos, la sociología pierde el rudo e
instructivo contacto con la realidad, y no acierta siquiera a
plantearse los mayores problemas. Comte y Spencer carecieron de
experiencia histórica, casi no tuvieron roce sino con libros, y
se entretuvieron en formular leyes abstractas, cuyo contenido
útil es tan pequeño como débil su fundamento (Justo, 1913: 439).
Nuestro autor no sólo descreerá de
la sociología como ciencia, sino que también discrepa con uno de sus
impulsores, Herbert Spencer, difiriendo asimismo con el otro puntal del
positivismo, Augusto Comte, en su concepción de la historia, la biología
y las matemáticas.
El flujo histórico
En un sentido amplio, Justo parece
adherir al credo sobre el progreso, compartido en distinta medida por
una pluralidad de orientaciones, desde ilustrados y románticos hasta
positivistas y socialistas. Más allá de los encuadramientos doctrinales,
se trataba de esa extendida y ferviente confianza acerca de que la
humanidad y la sociedad tienden al crecimiento constante, hacia un
futuro mejor en el cual advendrá el reinado de la libertad. En cuanto a
la marcha misma del acontecer histórico, ella se encuentra sujeta, por
una parte, a un proceso inflexible:
El mundo de la Historia es
una masa de hombres y cosas moldeados por fuerzas tan regulares
como las que mueven el sistema solar y han moldeado la corteza
terrestre. Los fenómenos históricos son también lógicos y
necesarios, consecuencias fatales de combinaciones dadas de
circunstancias. Una neoformación social, una revolución, la
expansión o la decadencia de una raza, deben producirse en
condiciones tan regulares y determinables como la cristalización
de un mineral, una descarga eléctrica, la evolución de una
especie (Justo, 1931: 9-10).
El devenir histórico responde así a
una legalidad básica de tinte biológico, señalándose una suerte de
correspondencia entre la evolución humana y el orden cósmico. El hombre
constituye el más alto escalón de las transformaciones orgánicas y,
aunque no escapa a las leyes naturales, puede alcanzar su libertad
mediante el conocimiento y la aplicación de esas leyes.
Justo también recurre a otros
supuestos de corte biológico aceptando, en cierta forma, el influyente
principio sobre la selección natural, el triunfo de los seres más
dotados en la lucha por la existencia. Sin embargo, no deja de ofrecer
diversos reparos a las explicaciones organicistas, objetando las
analogías precipitadas que aparecen en autores como Spencer, y
advirtiendo la entraña ideológica de muchas postulaciones por el estilo:
Para probar esto que llama
‘paralelismo fundamental’, establece Spencer una serie de
parangones; las tribus primitivas son para él el protoplasma
social en cuyo seno, al civilizarse, desarróllanse órganos de la
circulación y un sistema nervioso bajo la forma de comercio y de
centros de gobierno generales y locales. Este modo de ver no
tiene fundamento real. Sería ingenuo dedicar muchas páginas a
señalar diferencias sustanciales entre un organismo individual y
un organismo social. Este no tiene límites regulares en el
espacio ni en el tiempo; una sociedad puede desaparecer, como
puede perpetuarse, transformándose; puede unirse con otra u
otras sociedades, hasta confundirse todas […] nada análogo
sucede ni puede suceder en el mundo biológico […] La asimilación
de la sociedad humana a un organismo individual es una doctrina
infecunda, buena para reemplazar con ficciones y palabras las
nociones que faltan […] Se explica, por otra parte, que sea muy
cara a toda clase privilegiada, pues es la consagración de las
castas. Así como en el animal hay células cerebrales,
vellosidades intestinales, fibras musculares y palancas óseas,
en el mundo social habría una clase de hombres originaria y
definitivamente gobernantes, una clase rentista, encargada de
absorber las sustancias nutritivas, y una clase trabajadora,
alimentada y dirigida por las otras dos” (Justo, 1931: 23-24).
Tampoco satisface a Justo la
apelación a lo racial, en una época en que dicho factor, junto con el
genético, irrumpe como clave explicativa. Así solía hablarse de razas y
estirpes subalternas, entre las cuales se incluían no sólo a los hombres
de color (negros, indios, amarillos) sino también a judíos, españoles,
etc. Bajo esa estereotipia, Iberoamérica llegó entonces a ser percibida
como un continente enfermo, dada la índole retardataria de sus
habitantes, afectada por un pernicioso mestizaje. Tales prejuicios
racistas se verifican incluso en autores que también militaban en las
primeras filas del socialismo[2].
Pese a cierto resabio antiindígena del cual Justo no logra librarse, él
mismo vuelve a revelar una posición de apreciable avanzada tanto frente
a los teóricos del etnocentrismo y la pureza racial, como contra las
prácticas discriminatorias que se extendían por el orbe. Y si bien
refrenda de algún modo la arraigada noción de raza, sin problematizarla
a fondo, relativiza en mucho la fuerza operativa que se le adjudicaba,
haciendo otro tanto con el llamado carácter nacional en su supuesta
inmutabilidad:
¿Para qué hablar de razas?
No puede conducirnos sino a un orgullo insensato o a una
deprimente humillación. Todo pueblo físicamente sano tiene en sí
los gérmenes de las más altas aptitudes, cuyo desarrollo es sólo
cuestión de tiempo y oportunidad. Desconfiemos de toda doctrina
política basada en las diferencias de sangre, uno de los últimos
disfraces científicos del que se han revestido los defensores
del privilegio. Ellos dicen, por supuesto, que la clase
trabajadora es de una raza inferior a la de los señores (Justo,
1931: 26).
A partir de las falencias que
exhibían países como la Argentina en cuanto a su desarrollo económico y
cultural -imputadas a permanentes limitaciones anímicas, raciales o
climáticas- se pensaba, en consecuencia, que ese desarrollo había que
confiarlo a naciones más poderosas y capaces. La respuesta de Justo
tiende a rehuir ese determinismo fatalista que califica como
antipatriótico: “¿A qué se debe esa inferioridad […] que nos inclinamos
demasiado a creer irremediable y definitiva? A que nos faltan la
instrucción y la educación que tienen los pueblos más fuertes que
nosotros” (Justo, 1925: 207). Aunque Justo también se refiere a los
antagonismos como una realidad, cuestiona las visiones de la historia
centradas en la lucha racial y descarta el sentido irreversible que se
le achacaba a ésta en su tiempo. Por otro lado, no admite una separación
tajante entre leyes físicas y mentales -hombre y naturaleza son dos
abstracciones- y reconoce con Engels la existencia de un fundamento
orgánico en el desarrollo social, los factores de nutrición y
reproducción. No obstante, esto último sólo constituirá un aspecto
necesario pero insuficiente para dar cuenta de toda la singularidad
histórica. De allí sus objeciones al inveterado enfoque malthusiano
sobre la población, la cual para nuestro autor no siempre tiende a
aumentar más que la riqueza y los alimentos.
Economía, tecnología y progreso
Otro va a ser para Justo el leit
motiv que condiciona decisiva y realmente la dinámica de la
historia: la base económica, entendiendo por ésta a los fenómenos de
producción y distribución de riqueza, aunque sin dejar de reconocer las
influencias reactivas que ejercen la política, el derecho, el arte, la
ciencia y otras actividades afines.
En tal perspectiva, la lucha de
clases aparecerá como motor del decurso socio-histórico, especialmente
desde el régimen feudal. Dicha pugna concluirá cuando la clase
revolucionaria, el proletariado, acceda al poder y establezca la
propiedad colectiva. Ello no sólo pondrá fin a la explotación laboral.
También permitirá un franco predominio de la estructura tecno-económica
sobre el medio físico y biológico, lo cual en una forma incipiente había
caracterizado el comienzo de la misma historia como tal y el tránsito
hacia la hominización. Además de haber coadyuvado a introducir entre
nosotros el modelo marxista en la interpretación macrohistórica, cabe
recordar otros aportes más específicos efectuados por Justo. En su obra
surge también una manera bastante inusual de analizar algunos aspectos
del desarrollo técnico, pues durante las últimas décadas del siglo
pasado empieza a consolidarse una mentalidad entre cientificista y
tecnocrática que supone que el avance de las ciencias y sus aplicaciones
consigue extirpar per se todas las calamidades que afligen desde
siempre a la humanidad. La investigación científica, la
industrialización, el maquinismo en general o expresiones singulares
como el ferrocarril, constituyen prodigios tales que estaban destinados
a acabar de suyo con un sinfín de inconvenientes: desde la miseria, la
ignorancia y la inmoralidad hasta las guerras, las fronteras y las
mismas clases sociales (Biagini, 2000: 17-29).
Sin caer en regresivas tecnofobias,
sino antes bien enfatizando el papel de que juega la producción en los
vaivenes históricos, su gran potencial transformador y su influencia
relevante para el adelanto científico, Justo de aleja de la mencionada
quimera conformista. Por un lado, hace justicia al carácter social de la
técnica, enfrentándose a quienes no ven en ella un resultado de la masa
laboriosa y la conciben, según una “historiografía teatral”, como
resultante exclusiva de la invención individual. Por otra parte, pone al
descubierto una dimensión habitualmente soslayada por las tecnolatrías
al uso: precisando contextos e intereses, se refiere a diversos
trastornos que ha engendrado el desarrollo tecnológico en su conexión
con el comercio mundial y con la acumulación de riqueza; trastornos
tales como la desocupación o la alienación laboral. Mientras cuestiona
el mentado beneficio universal que se le asignaba a la implementación
técnica, también alude a la marginación sufrida por los trabajadores en
relación a otros órdenes de la cultura como el arte o la ciencia:
la época actual, de
incesante progreso técnico económico, obliga a la clase obrera a
una continua lucha defensiva, so pena de perecer […] El progreso
técnico en cuanto depende de los empresarios se propone
acrecentar sus ganancias, no aliviar la tarea de los hombres, ni
aumentar la masa de los productos disponibles para el consumo.
Se hace, pues, sin discernimiento humanitario al acaso de las
oscilaciones de la oferta y la demanda de productos y brazos […]
Para el capital el progreso técnico es un resultado accesorio,
tan indigno de preocupar en primer término a un empresario de
verdad como la estética o la higiene (Justo, 1920: 42; 1932:
39).
En vez de bregar, como lo hacían
sus contemporáneos, por una forma de modernización estrictamente ligada
al crecimiento material, para Justo no existe verdadero progreso
histórico sin una sensible mejora en el bienestar general de la
población, sobre todo en los sectores laboriosos, lo cual implica llegar
hasta las últimas consecuencias: la socialización de los medios de
producción. Para elevar la condición del pueblo trabajador, aquél
planteará, junto con el gremialismo y la cooperación, la creación de un
Partido Obrero. También se ocupa Justo, en particular, de desenmascarar
diferentes mitos, como el de las implicancias ferroviarias, según el
cual todos los males desaparecen ante el solo avance de la locomotora.
Denuncia las pérdidas y las distorsiones que ha ocasionado la red
ferroviaria bajo el capitalismo internacional propiciando, en el caso
argentino, su estatización. Desde el periodismo y en el parlamento, no
cesará en revelar y condenar la acción esquilmante de las corporaciones
extranjeras en distintas actividades públicas, no sólo en materia de
transporte sino también en obras sanitarias y otros resortes claves de
su país.
Tampoco identificará de modo
indisoluble el avance técnico con el progreso moral. Si bien este último
históricamente también comporta un perfeccionamiento en el modus
vivendi de la población y en su participación política, pueden
subsistir diversos problemas de conciencia: “¿somos mejores porque al
infanticidio público de los recién nacidos se ha substituido el aborto
provocado en secreto y el matrimonio calculadamente infecundo? ¿Hubo en
los horrores de la antigüedad algo tan atroz como la infancia abandonada
en una gran ciudad moderna?”[3].
Socialismo metódico o política criolla
Según Justo, el socialismo no
constituye un dogma acabado para vivir pautadamente en una organización
perfecta ni un saber espontáneo, sino un conocimiento con aspiraciones
de rigor científico. Se trata de una doctrina que procura el desarrollo
nacional y fomenta la conciencia organizativa de los obreros para
liberarlos de la explotación laboral. La expropiación de los
capitalistas y de los medios de producción resulta una condición
necesaria pero no suficiente para la realización socialista. Un paso
previo indispensable para alterar las relaciones de producción lo
constituye la madurez política y la capacitación técnica del
proletariado.
Justo embiste contra quienes
representan, para él, una plaga en América Latina: los falsos
revolucionarios que pretenden transformarlo todo con la mera
destructividad. La insurrección puede presentarse como indispensable
–por ejemplo, en la resistencia de los peones rurales a la barbarie
patronal– pero nunca como metodología o aventura. Los socialistas no
deben ser asociados con los utópicos visionarios de café sino con
quienes sostienen verdades y reformas concretas, sacan a la política del
terreno personal en el que yace e implementan una auténtica democracia.
Con la llegada del socialismo, el movimiento obrero se encuentra en
condiciones de actuar sin ser aplastado por las oligarquías como en el
pasado. El mismo partido socialista puede hacer obra patriótica, por
ejemplo liberando a nativos y extranjeros de los prejuicios raciales. No
se trata de una suerte de renacimiento ni una vuelta regresiva, sino de
una regeneración integral para plasmar un pueblo nuevo a la altura de
los tiempos. El conflicto moderno básico, la lucha de clases entre
capitalistas y obreros no es un invento socialista, sino una realidad
histórica permanente vinculable a la acción diaria por el mejoramiento
vital de los trabajadores.
Asimismo, mientras se muestra
proclive a la senda gradual y evolutiva, Justo se enfrenta con algunos
enunciados y pronósticos marxianos, como la oposición entre ciencia e
ideología, la debacle del capitalismo, la pauperización del proletariado
y su consiguiente estallido revolucionario, el acercamiento a la
dialéctica, la abolición del Estado, la adhesión a la revolución rusa y
a la III Internacional. Por otro lado, disiente tanto con enfoques a lo
Max Nordau -que veía en el socialismo a una manifestación informe donde
se disuelve la individualidad- como con los veredictos de Ferri sobre la
inviabilidad del socialismo en países agrícolas como la Argentina.
Con todo, un desafío primordial
resulta lo que Justo denomina la política criolla, con su impronta
inorgánica, caudillista, endogámica y facciosa, como lo revelan las
plutocracias sudamericanas. Un caso específico de esa política criolla
se relaciona con la vieja universidad, represiva y corrupta. Por eso,
Justo aplaude el movimiento reformista de 1918 –con su desplazamiento de
docentes, métodos y textos arcaicos–, siendo considerado pionero de la
reforma universitaria, por su prédica tanto contra la ingerencia del
clericalismo en la educación cordobesa campaña, como contra las
academias que determinaban el rumbo de las casas de estudios superiores
y a favor de su reemplazo por consejos académicos elegidos endógenamente.
Combate la acción depredadora de
Estados Unidos y sus colaterales –Wall Street, Standard Oil y otras–
mientras pondera la “América indolatina” de Sandino y considera a los
trabajadores aborígenes como los más explotados de todos y al mismo
tiempo como los más llamados a pelear por su emancipación social. En tal
sentido, establece una marcada diferencia entre la burguesía industrial
–regida por una producción planificada– y la burguesía rural –sector
superprivilegiado que vive parasitariamente de la renta del suelo. De
allí su oposición al latifundio junto a la política fiscal de amparo a
los grandes capitales y su demanda para fijar un impuesto a la propiedad
territorial, aunque sin coincidir con los planteos de un Henry George
sobre el particular.
Avances y limitaciones
Al sintetizar las diferencias de
Justo con la atmósfera intelectual preponderante, si bien coincide en
establecer una estrecha continuidad entre las ciencias exactas y el
trabajo, se muestra proclive a destacar el carácter militante de este
último. Para él la historiografía debe ser una ciencia al servicio del
bienestar popular: al permitir conocer ordenadamente el curso de los
acontecimientos, esa disciplina se hallaría en condiciones de articular
una conducta colectiva menos expuesta a ellos. Asimismo destaca el hecho
de que, al prestarse mayor atención a las relaciones que establecen los
hombres a través del trabajo, la historiografía como tal ha ido
adquiriendo una creciente dimensión económica, aunque tampoco se
reduzcan a ella los abordajes históricos, que deben efectuarse conforme
a una doble operación: de análisis, distinguiendo las diversas
actividades humanas, y de síntesis, donde se establecen los vínculos de
interdependencia que guardan tales actividades.
Justo también representa uno de los
primeros intérpretes que procuran explicar nuestra propia historia
mediante fundamentos socioeconómicos, por ejemplo, en relación a la
propiedad territorial. Y, más allá de sus aciertos conceptuales, llega a
propugnar una teoría científica de la historia argentina que no se
restrinja a las disputas políticas –cosa que él mismo ensaya al
referirse a casos concretos, como el levantamiento de las montoneras. En
nuestra historia señala como tendencia dominante, pese a la fuerza que
alcanzaron los ejército populares, el proceso de consolidación de
grandes núcleos terratenientes.
No deja tampoco de expedirse sobre
un tema que iba cobrando cada vez más predicamento: la cuestión del
nacionalismo, al cual procura amalgamar con su ideario socialista. Por
un lado, se rehúsa a hablar del nacionalismo en bloque. Así distingue
una variante oligárquica, que adopta posturas xenófobas pero que mide a
su vez el progreso interno “por el brillo de la colonia argentina en
París”. Frente a esa modalidad antipopular se alude al nacionalismo
obrero, preocupado por el estándar de vida de los trabajadores que
habitan nuestro suelo:
En nombre de este
nacionalismo obrero, protestemos siempre contra todo elemento
artificial de la inmigración, opongámonos a ese mal recurso de
la colonización capitalista, que hace pagar al pueblo trabajador
del país el aporte de los competidores en la lucha por el
salario. Vengan en buena hora obreros extranjeros, pero vengan
espontáneamente; en prueba de que aquí los trabajadores están
mejor que en otra parte, y vengan sobre todo los que tengan ya
en la levadura de ideas, la chispa de conciencia histórica que
haya puesto en su cerebro el socialismo europeo, e incorpórense
cuanto antes a nuestros gremios ya nuestra organización política
(Justo, 1925: 123).
El patriotismo no está reñido con
el internacionalismo. Al experimentarse la necesidad de mejorar el medio
ambiente donde se vive y se trabaja, también se contribuye al bienestar
mundial. Si bien descalifica al antipatriotismo por despreciar
excesivamente al propio grupo humano, no por ello se exalta la patria
mucho más allá de lo que implica el ámbito en el cual nos podemos
desenvolver libre e inteligentemente. Así relativiza el alcance del
término patria, artificiosamente inflamado por ese entonces para ocultar
las contradicciones sociales y reprimir a los movimientos populares
oriundos del exterior.
Menos compatibles con sus
convicciones políticas resultan en cambio otras ideas que no llegan a
superar los prejuicios de la época. Entre las restricciones categoriales
observables, Justo no logra librarse por entero del esquema positivista
–muy difundido hasta la primer contienda mundial– según el cual el
advenimiento de la sociedad industrial importa una sustantiva reducción
del militarismo y los conflictos bélicos –aunque sí discute el encuadre
de la guerra en Comte y Spencer y considera a esta última como un
fenómeno entre primitivo o burgués. En paralelo con las ideas emitidas
durante la Segunda Internacional, tampoco escapa por momentos a la tesis
sobre el inflexible proceso capitalista que debe traer aparejado un
efecto arrasador de las formaciones preindustriales ni a cierto
productivismo desarrollista para el cual la explotación de los recursos
naturales debe llevarse a cabo a cualquier precio, aún alterando el
equilibrio ecológico e incluso a expensas de la vida y la libertad de
los incivilizados que se resistan a ello, contra quienes debe declararse
una guerra justa.
Junto a dicha justificación
inconsecuente del colonialismo y otras veces de la guerra –ora como
imperativo biológico ora como factor de progreso histórico– también
aparecen algunas inflexiones improcedentes respecto a los pueblos
salvajes que no marchan “por el camino de la historia” y su propia
reivindicación de la llamada conquista del desierto. Estas, como otras
reflexiones de Justo, representan diversos lastres en su intento por
configurar un pensamiento progresivo, por más que el preconcepto contra
los pueblos coloniales o dependientes, cuya barbarie reclamaba su
legítimo sometimiento, fuese compartido por diferentes correligionarios
europeos de Justo, como lo refleja el debate sobre la validez del
imperialismo realizado en la Internacional Socialista a fines del siglo
XIX. Entre dichas reservas e imprevisiones figuran su resignación ante
la división internacional del trabajo que nos reducía a un rol poco
menos que pastoril, su creencia en la desconcentración metropolitana del
capital y la merma de los monopolios, su desmedida confianza en el
poderío de la ilustración para modificar la situación mundial, su
idealización de la representación sindical en los organismos públicos
–que no siempre ha jugado a favor de los intereses laborales, como
sucede en tiempos de demagogia y populismo–, la sustancialización de la
clase obrera como agente del cambio social, o su convicción sobre el
forzoso declive de la religión cristiana y su incompatibilidad con el
sendero civilizatorio, y las ambigüedades entre las configuraciones
culturales y las biofísicas. Tampoco cabe exaltar su firme rechazo al
proteccionismo estatal y su cerrada defensa de la política monetarista y
del librecambio, por más que éste último sea visualizado como preámbulo
en el camino de la colectivización y no como un fin en sí mismo.
Con todo, pese a esas comprensibles
limitaciones, que traducen las contradicciones de un ideario adaptativo
como fue el socialismo argentino en sus comienzos, debe rescatarse el
adelanto que ha experimentado nuestro pensamiento con las propuestas de
Justo antes comentadas. Más allá de su mayor o menor contribución a la
práctica médica y partidaria, de sus afanes para resolver la cuestión
agraria, cabe destacar, frente a quienes han afirmado lo contrario, su
alejamiento de las posturas hegemónicas en cuanto a concepción de las
ciencias y del científico, la técnica, la economía, la historiografía o
las razas[4].
También resulta descollante el esfuerzo de Justo por acuñar un nuevo
significado para el concepto de progreso, de un modo más integral y
sinérgico –en sus dimensiones económicas, intelectuales, éticas–, tal
como e ha ido entendiendo en la actualidad. Además, le ha conferido al
progreso histórico un valor indicativo harto infrecuente en nuestra
historia decimonónica, al ligarlo con la humanización y el mejoramiento
específico de la clase trabajadora, desde el punto de vista salarial,
sanitario, educativo, etc. Reformista o revolucionario, extranjerizante
o nacionalista, ortodoxo o revisionista, Justo atravesó, como otros
importantes intelectuales de su país y como el propio partido que
contribuyó a forjar, por apreciables fluctuaciones e inconsecuencias.
Sin embargo, del examen efectuado, renuente a historiografías tanto
broncíneas como lapidarias, se desprende un cúmulo de reconocimientos
que el propio Justo difícilmente aceptaría sin antes aludir al
privilegio social que le permitió acceder a ellos.
Bibliografía de obras citadas
-
Justo, Juan B. “Del método científico”. Obras de Juan B. Justo,
t. 5 .Buenos Aires: La Vanguardia, 1974.
-
______.
Teoría y práctica de la historia. Buenos Aires: La
Vanguardia, 1931.
-
______.
“Economía, valor, interés”. Anales de
la Facultad de Derecho 3 (1913): 439.
-
______.
Internacionalismo y patria.
Buenos Aires: La Vanguardia, 1925.
-
______.
Socialismo.
Buenos Aires: La Vanguardia, 1920.
-
______.
Prólogo de: Bunge, Augusto. El culto de la vida. Buenos
Aires: Juan Perrotti, 1915.
-
Biagini,
Hugo E. Filosofía americana e identidad. Buenos Aires: Eudeba,
1989.
-
______.
La Generación del Ochenta. Buenos Aires: Losada, 1995.
-
______.
Lucha de ideas en Nuestramérica.
Buenos Aires: Leviatán, 2000.
-
______.
Intelectuales y políticos españoles a comienzos de la inmigración
masiva Buenos Aires: CEAL, 1995.
-
Hernández Arregui, J. J. La formación de la conciencia nacional.
Buenos Aires: Hachea, 1960.
-
Spilimbergo, J. E. Juan B. Justo o el socialismo cipayo.
Buenos Aires: Coyoacán, sin fecha.
-
Pla,
A. J. “Orígenes del Partido Socialista Argentino”. Cuadernos del
Sur 4 (1986): 50 y subsiguientes.
Bibliografía del autor
Bibliografía sobre el autor
-
AA. VV.
Homenaje a Juan B. Justo. Buenos Aires: Partido Socialista,
1928.
-
ARICÓ,
JOSÉ. La hipótesis de Justo. Buenos Aires: Sudamericana,
1999.
-
CÚNEO,
DARDO. Juan B. Justo y las luchas sociales en la Argentina. Buenos Aires: Alpe, 1956.
-
FRANZÉ,
JAVIER. El concepto de política en Juan B. Justo. Buenos
Aires: CEAL, 1993.
-
PAN,
LUIS. Juan B. Justo y su tiempo. Buenos Aires: Planeta, 1991.
-
ROCCA,
CARLOS J. Juan B. Justo y su entorno. La Plata: Editorial
Universitaria, 1998.
-
WEINSTEIN, DONALD. Juan B. Justo y su entorno. Buenos Aires:
Fundación Juan B. Justo, 1978.
Notas
[1]
Según lo
revela la bibliografía que Justo llegó a manejar: desde obras de
socialistas como Engels, Plejanov, Lasalle y Mehring, hasta
trabajos de anglosajones como Henry George, Hobson o Veblen. Si
lo comparamos con el medio filosófico de la época, Justo fue uno
de los pocos latinoamericanos que frecuentó tempranamente al
emporio-criticismo de Mach y Avenarius o el inmanentismo afín de
Schuppe, alguna de cuyas obras procuraría traducir junto con su
esposa, Alicia Moreau.
[2]
Para más datos sobre esas postulaciones racistas, cfr. Biagini,
H.E. Filosofía americana e identidad. Buenos Aires:
Eudeba, 1989, pp. 113-136 y La Generación del Ochenta.
Buenos Aires: Losada, 1995, passim.
[3]
Prólogo de Justo al libro de Bunge, Augusto, El culto de la
vida. B. Aires, Juan Perrotti, 1915, p. 11. Habría que
sopesar la influencia en estas ideas sobre el progreso de quien
ha sido calificado como el padre del socialismo argentino y
maestro del mismo Justo: el libre pensador andaluz Serafín
Álvarez, sobre el cual puede verse, Biagini, H.E.
Intelectuales y políticos españoles a comienzos de la
inmigración masiva. Buenos Aires: CEAL, 1995, pp. 135-148;
Lucha de ideas. Buenos Aires: Leviatán, 2000, pp. 25-28,
y La generación del ochenta. Buenos Aires: Losada, pp.
17-19.
[4]
Entre los
autores que han hablado infundadamente del chato positivismo de
Justo figuran: Hernández Arregui, J.J. La formación de la
conciencia nacional. Buenos Aires: Hachea, 1960, p. 102ss.;
Spilimbergo, J. E. Juan B. Justo o el socialismo cipayo.
Buenos Aires: Coyoacán, s.f., p. 106; Pla, A.J. “Orígenes del
Partido Socialista Argentino”. Cuadernos del Sur 4
(1986): 50 y subsiguientes.
Hugo E. Biagini
Actualizado, octubre de 2004
© 2003 Coordinador General Pablo
Guadarrama González. El pensamiento latinoamericano del siglo XX
ante la condición humana. Coordinador General para Argentina, Hugo Biagini. El pensamiento latinoamericano del siglo XX
ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de
2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez. |
© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier
reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso
correspondan.