Justino Fernández

 

Justino Fernández: Educador, esteta y humanista*

 

Carolina Serrano Barquín
Héctor Serrano Barquín

Introducción

Justino Fernández García nació en 1901 y murió en 1972, doctorado en historia por la UNAM. Escribió diversos textos que se han considerado imprescindibles en la comprensión del arte mexicano, fue crítico de arte e investigador, laboró en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM de 1936 a 1968, del cual fue director de 1955 a 1968.

En atención a la invitación para colaborar en el proyecto de investigación internacional El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana, nos permitimos presentar el siguiente texto titulado Justino Fernández; educador, esteta y humanista.

El presente documento incluye los siguientes apartados: introducción, breve panorama del pensamiento contemporáneo; desarrollo del tema, las aportaciones educativas y estéticas de Justino Fernández y conclusiones.

En este artículo se analiza y reflexiona sobre importantes aportaciones que como humanista Justino Fernández desarrolló en el ámbito de la estética y de la educación, más notorias en la educación superior y más nítidas en la universidad pública. Se intenta equiparar algunas de las condiciones, tendencias y aportaciones de grandes pensadores e intelectuales de vigencia contemporánea con este pensador humanista del siglo XX. Analizar cómo propuestas innovadoras, complejas e integradoras y que entrañarían un gran desafío ahora, época de incertidumbre, han sido fundamentadas o han tenido influencia de ideas que no han sido obsolescentes, estáticas o cerradas, sino simplemente, han sido olvidadas.

El principal reto que enfrenta el pensamiento contemporáneo es la transformación de la educación, en el sentido de concebir el fenómeno postmoderno como un campo móvil de conocimiento donde los modelos de análisis y construcción educativos fundamentados en una episteme, no sólo relativa, sino relativizante. Y, en ubicar favorablemente la problemática de la cultura contemporánea, la cual enfrenta la expansión de los sistemas informáticos, la multiplicación exacerbada de códigos específicos, el debilitamiento de los valores universales, la industrialización y socialización de las redes comunicativas que conforman nuevos panoramas subjetivos e intersubjetivos, la especialización de lógicas analíticas disciplinarias, al tiempo de la pérdida de fronteras en el panorama de las propias disciplinas (Serrano y Chávez, 2002).

Sin embargo, el gran desafío para la universidad pública en el contexto actual, es la transformación del pensamiento, ya que no se puede dar respuesta a una problemática educativa que exige una visión compleja, diversificada y complementaria ante una realidad y conocimiento que se ha fragmentado, parcializado y mutilado en aras de una simplificación administrativa, instrumentalista y tecnocratizada.

Los fenómenos globalizadores, la transformación de paradigmas, el vertiginoso desarrollo del conocimiento y la celeridad en el uso de las telecomunicaciones sugieren la búsqueda de un nuevo modelo educativo; esto implica una nueva episteme, algunas de las propuestas epistemológicas más interesantes, completas y expansivas hoy en día, son la del pensamiento complejo, la semiótica y el constructivismo.

 Justino Fernández al igual que otros pensadores del siglo XX, estuvieron rodeados, impregnados y con la presión que ejercían todavía los seguidores del positivismo, corriente filosófica traída a México por Gabino Barreda, la cual, fue el principal instrumento de polémica ideológica y de lucha constante, como se puede apreciar en críticas severas que le hicieran, “el reino de lo intemporal y de lo eternamente válido”, “Nunca pudo contener nuestras aspiraciones; hoy, que por estar en desacuerdo con los datos de la ciencia misma se halla sin vitalidad y sin razón, parece que nos libertamos de un peso en la conciencia y que la vida se ha ampliado” (Zea, 1991: 37), estos pensadores humanistas ya contaban con ideas muy avanzadas en su tiempo; por ejemplo, se podría decir que aplicaban la formación interdisciplinaria y la humanística a través de inculcar valores éticos y estéticos, y aunque el término de transdisciplina no fue empleado de manera formal hasta 19701, su visión compleja y relativista de la realidad y del conocimiento seguramente era una propuesta constante.

Desarrollo del tema: Justino Fernández: educador, esteta y humanista

El camino de la especialización disciplinaria construido en el siglo XX al tiempo de crear lógicas analíticas especializadas, diluyó los marcos teóricos de generalización que permitían integrar las múltiples aproximaciones del conocimiento, tanto en el proceso social como en la vivencia del sujeto y al mismo tiempo, limitó la creación de nuevas propuestas interactivas.

Situación de la cual, algunos pensadores de ese siglo pudieron escapar, tal es el caso de Justino Fernández, siempre con una mente abierta y poniendo en práctica sus diversos conocimientos. Hablar de él necesariamente nos lleva a revisar su gran contribución en el campo estético, sin embargo, sus libros que han sido llevados como material didáctico de gran valía durante muchas generaciones, el ejemplo con su actuar, investigar y gestionar en el ámbito educativo, denotan una clara convicción por impulsar una verdadera educación, entendida ésta en su amplia dimensión, no sólo bajo criterios cognoscitivistas sino, éticos, formativos, creativos y humanizantes. Educar y no sólo instruir, formar y no sólo informar.

Justino Fernández fue influenciado por Ortega y Gasset, en el sentido de que como seres humanos debemos de estar formados humanísticamente, no sólo instruidos, dejar de ser especialistas. Ha sido menester esperar hasta los comienzos del siglo XX (bien podría ser el siglo XXI) para que se presenciase un espectáculo increíble: el de la peculiarísima brutalidad y la agresiva estupidez con que se comporta un hombre, cuando sabe mucho de una cosa e ignora de raíz todo lo demás.

Nuestro personaje, tal vez coincidiría ahora con Adolfo Sánchez Vázquez, quien al hacer un análisis sobre la universidad del futuro, comenta que ésta tiene que elevar también la calidad de su docencia, sustituyendo en ella el énfasis en lo informativo por lo formativo y desplazando lo repetitivo y memorístico por lo creativo. Pero, a la vez, hay que atender no sólo a transmitir el saber y formar profesionalmente, sino también dar conciencia de las consecuencias sociales de ese saber, de su aplicación y del ejercicio profesional (Serrano, 2001: 12).

Creativo naturalmente, si bien su crítica es sensata, aplaude las propuestas novedosas, sustentó el término ultrabarroco creado por el Dr Atl, respetuoso con las diferencias ideológicas, sociales, étnicas, religiosas y culturales (Fernández, 1990: 333).

Relativista: “históricamente no hay esencia que valga sino períodos, tiempos, hombres que gustan, piensan e imaginan su vida, su arte, su estética... su futuro, de maneras distintas” (Ibíd.: 336).

Con una clara conciencia del sentido histórico: “Con un espíritu más amplio hay que admitir todos esos modos históricos del ser mexicano” (Loc. cit.).

Reiteradamente hace referencia a que la educación remediará los retrasos, satisfará las nuevas demandas sociales: “Los incentivos son en parte, la grandeza de México frente a Europa; la grandeza provinciana; la educación... Y una esperanza de salvación por medio de la educación científica moderna” (Ibíd.: 339).

Reconoce en la investigación el punto de vista formal e histórico, el dato verídico, la investigación documentada como base del saber histórico. Como él comenta:

...en mi opinión la nueva tarea de la investigación que pretendo iniciar con estos estudios, consiste en el análisis y final interpretación de una serie de obras significativas. De esta manera me parece que pueden obtenerse visiones más ajustadas a una objetividad, que no tienen, por otra parte, otras garantías que la calidad del crítico en un cierto momento histórico, ni mayores posibilidades que las coincidencias con otros espíritus. Y como tal tarea sería demasiado larga para lo que me queda de vida, he de conformarme con dar a continuación un ejemplo significativo (Ibíd.: 340).

Ahora bien, si analizamos a la educación como el proceso de perfectibilidad del ser humano a través del diálogo y en constante armonía entre sus funciones ontológicas, axiológicas y teleológicas, se podrá comprender al ser humano, no sólo como ser individual, sino como ser complementario y de esta forma la función humanística que tiene la educación.

La educación vista como proceso de perfectibilidad transtemporal de las funciones ontológicas, axiológicas y teleológicas del ser humano puede representarse así:

 

Si bien Fernández incide en el ámbito educativo de manera muy sutil, comparativamente con sus grandes aportaciones en el campo estético, es probable que estuviese de acuerdo con esta propuesta de la educación como proceso de perfectibilidad y complementariedad humanística.

En el campo estético, se retoma de Fernández los que podrían denominarse iconos artísticos de la nación, que son tres piezas del arte de México consideradas por él como las representativas de igual número de períodos culturales y artísticos: la escultura de la diosa Coatlicue, el retablo de los Reyes de la Catedral Metropolitana y, finalmente, los murales de José Clemente Orozco, como un referente en el análisis de la plástica de los artistas mexicanos de los siglos XIX y XX. En ellas, el autor concentra toda su valoración y equidad en cuanto al tratamiento sobre la significación indistinta de esos tres períodos definitorios para el arte del país, es decir, el investigador se despoja de prejuicios arrastrados por muchos de sus antecesores y coetáneos post revolucionarios y propicia la inserción del arte novohispano —con todo y la incómoda aura de religiosidad y xenofobia que se daban en ese momento— como producción plástica de méritos estéticos semejantes a los de cualquier otro período de la historia mexicana y la inserta como una línea de investigación —personal e institucional— de gran valía per se. Los otros dos grupos de obras artísticas ya estaban realzadas por el nacionalismo artístico, desde Vasconcelos hasta Cárdenas, pero había que sistematizar las investigaciones, otorgarle cierta “objetividad” al análisis y profundizar en las revisiones estéticas, lejos de posturas políticas o mexicanistas.

Aunque esta parte del documento tendrá como referentes a las tres obras analizadas y exaltadas por Fernández, se harán otras menciones a manifestaciones artísticas decimonónicas también estudiadas por este autor, como es la obra paisajística de José María Velasco —revalorada por él y Carlos Pellicer—, que expresan el abandono de la postura en contra del arte representativo de lo porfiriano, lo ecléctico internacional y los enfoques académicos europeizantes, que tuvieron lugar, principalmente, desde el último tercio del siglo XIX a la primera década del siglo posterior. Con estas obras artísticas, Fernández contribuye, de modo importante, a lograr la reinserción de temas artísticos a punto de ser sepultados por la estética oficial, dentro del estudio abierto y relativamente imparcial de la plástica mexicana, temas que casi fueron eliminados por los fervores post revolucionarios.

A través de lo que observó en dichas piezas emblemáticas, se pretende aquí atisbar dentro de la perspectiva estética de Fernández para tratar de dilucidar sobre su inclinación humanista, de alcances universales, así como su papel como difusor de la cultura regional, unido al perfil de educador universitario ya mencionado.

Esta apertura y respeto hacia las manifestaciones de las culturas prehispánicas, que ahora consideraríamos como parte de la diversidad cultural y étnica que ha traído consigo en parte la posmodernidad, es una constante en el análisis de obras artísticas patrimoniales que hace el autor. El contacto que tuvo desde niño con piezas mexicas de gran expresividad y valor estético, religioso, nacionalista o de clase, le permitió estudiar con igual interés obras artísticas de distintas tendencias o épocas, sin prejuicios étnicos o socioculturales.

Por los adjetivos que emplea Fernández, podemos apreciar la vehemente defensa de expresiones prehispánicas con las que equipara o revalora ciertas obras del arte de México, entre ellas la escultura de la diosa Coatlicue, que la describe en repetidas ocasiones “como obra monumental, como fuente de inusitada belleza; como concentradora dinámica de los múltiples horrores del universo; ... la más fantástica creación plástica de todos los pueblos ... transformación de lo terrible en lo sublime“ (Ibíd.: 113). En su afán por valorar esta obra, Fernández hace un interesantísimo análisis sobre la percepción de especialistas y el público, que durante la censura católica —especialmente durante el periodo virreinal— hicieron de la pieza solamente un engendro pagano, de un pasado superado y relativamente oculto que no podría ser apreciado de otro modo, más que desde una óptica críptica.

En seguida se muestran algunas observaciones que Fernández (Loc. cit.) efectuó antes de emitir su juicio estético sobre Coatlicue: desde el calificativo del investigador Gamio, al definirla como “repulsiva”, o en términos apologéticos, “el más hermoso de los ídolos”, según Chavero, ambas afirmaciones fueron publicadas en el siglo XIX. Ya en el siglo posterior, la obra fue definida como “portentosa monstruosidad”, de acuerdo a la sensibilidad de O’ Gorman, o bien, su propia opinión a través de historiadores reconocidos “Coatlicue va mucho más allá de lo puramente estético y Westheim señala en ella, un surrealismo” (Loc. cit.) evidente, según se afirma en la fuente citada. En total, Justino Fernández hizo una minuciosa revisión historiográfica de al menos, 14 autores, además de diversos testimonios históricos desde que —la ahora pieza artística— fuera desenterrada de la Plaza de la Constitución en 1790. Aunque fuera realizada en 1454 y venerada hasta 1521, la escultura permaneció oculta la mayor parte de su existencia y Fernández ha contribuido en su rescate permanente al catalogarla como exponente de la escultura azteca (caracterizada por él como la de mayor “vigor dramático” dentro del arte mesoamericano) y como pieza fundamental de una estética tan particular como la de nuestro país.

Despojado de prejuicios chauvinistas, Fernández contribuye de manera importante con la valoración del arte novohispano:

...“la grandeza mexicana”, vista primero en la ciudad de México, extendida después al país todo, más tarde al pasado indígena y por último a la América entera. Esta preocupación que revela algo íntimo del alma mexicana se expresa a través de una estética renacentista primero, clásico-barroca después y barroquísima al final y su más alta expresión viene a ser la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe... En el fondo de esas ideas y sentimientos late el deseo de ser distintos del ser europeo y grandes, iguales o superiores, es más: únicos y singulares (Ibíd.: 338).

Al hablar de la estética clásico-barroca, el autor confirma el interés de la Nueva España por competir con el arte europeo: “La ostentación no es sino un medio de alcanzar la inmortalidad; y entre uno que otro rasgo provinciano, que forma parte de la grandeza mexicana, se rescata también la grandeza del pasado indígena. Así la historia queda completa” (Loc. cit.). La negación de estas actitudes de cierto modo “nacionalistas” o al menos, de menor sumisión a la metrópoli española, que no han querido ver los que subestiman el arte de la Nueva España por ser de origen extranjero, en Fernández logran ser consideradas y rescatadas —en particular, la exuberancia del ultrabarroco— desde un óptica puramente estética.

Él mismo deja entrever su proceso de análisis para el objeto artístico, a partir de la introspección de su creador, mediante el conocimiento del mismo inicio de su actividad artística, el control o motivación de sus emociones, la observación de la realidad (que hoy traduciríamos como interpretación del entorno sociocultural) y la organización o capitalización del potencial del creador plástico, es decir, las “posibilidades en su expresión artística” (Fernández, 1975: 187), a través de años de esfuerzo y de trabajo, que a modo de un metodología de análisis, nos permite conocer su forma de acercamiento al artista plástico —en la que generalmente incluye las citadas revisiones historiográficas— y que, en el caso de Orozco, le permite percibir al hombre detrás del pintura. Fernández, sin escatimar, coloca al muralista jalisciense al nivel de pintores del arte universal, desde Botticelli a Tintoretto y lo desplaza casi en igualdad de circunstancias, por caminos luminosos y certeros de la pintura de altos vuelos.

Fernández, al describir el trabajo pictórico de José Clemente Orozco, proyecta también parte de su personalidad, su sentido humanista:

...del hombre, tema central de preocupación, y de algunas de sus circunstancias, comenzó (Orozco) a darnos muy concretos aspectos. Del ser, como una gracia; de la dependencia del hombre de lo transhumano; de la conciencia como constante tortura ...ha respetado el esfuerzo del hombre por lograr una vida mejor, pero su escepticismo en los ideales le hace afirmar que sólo por la razón es posible unificar los pueblos sin diferencias de raza, y ha dicho que la familia es el fundamento de cualquier organización social (Ibíd.: 190-191).

Para estudiar la obra muralística de Orozco, Fernández propuso organizar pensamientos y textos en cuatro grupos: los temas autobiográficos, los doctrinales respecto del arte, los históricos, también relacionados con el arte y por el último, los filosóficos. Dentro de este tema, Fernández agrupó ideas del muralista que le permitieron concluir que el “sentido de la existencia como conflicto, por naturaleza, es lo que da dinamismo a su pensamiento y a su obra... su sentido dinámico de la historia y su escepticismo respecto a la posibilidad de conocer el origen o la finalidad de la existencia (se plasman en su pintura)... Y bien que fue sincero y bien que se expresó con la extrema libertad posible” (Fernández, 1983: 27, 35).

Desde esta perspectiva se puede asumir que en el momento histórico que vive el filósofo y aún después de la eclosión del arte nacionalista y post revolucionario, sin duda era necesario revalorar, tanto otras expresiones del arte novohispano como algunas expresiones indígenas que el discurso de la Escuela Mexicana de Pintura no había recuperado todavía. De igual modo era muy necesaria la disminución del complejo de inferioridad del mexicano o la negación de sus orígenes, como lo plantearía Paz en los cincuenta, y enseñarle, mostrarle enfáticamente, las importantes expresiones artísticas de carácter universal que se tienen en el país.

Uno de los mayores reconocimientos que se han hecho al legado de Fernández es el referente a su trabajo de investigador sobre asuntos artísticos, orientados generalmente al contexto mexicano y agrupados en temáticas prehispánicas, novohispanas y contemporáneas. El inicio de las investigaciones formales o científicas sobre estos asuntos fueron desarrolladas en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, de la que su nombre es indisociable, estas investigaciones se agruparon, al menos en sus décadas iniciales, en los tres enfoques en los que Fernández fundamenta su propio trabajo investigativo: el período prehispánico, el novohispano del siglo XIX y el contemporáneo de México —bajo el tema genérico de “el hombre”—, siempre desde una perspectiva patrimonial de la nación, dirigida al rescate y valoración de estos grupos de legados artísticos.

Preocupado por revisar cada arquetipo de lo que en su época y las precedentes se conceptuó como “arte mexicano”, Fernández desarrolló acuciosos análisis historiográficos —empeñado invariablemente en “tomar distancia” del fenómeno plástico y luchando por emitir juicios imparciales a partir de las inclinaciones de sus antecesores—, con el propósito de comprender la evolución en la percepción estética tanto de mexicanos como de algunos extranjeros, sobre un mismo fenómeno y estudiando diferentes ángulos de esa manifestación artística, pero evaluando, invariablemente, tanto la carga nacionalista como el carácter universal que en ocasiones se le otorgaba a dicha expresión. Una vez entendida esta evolución perceptiva o receptiva de la obra de arte, Fernández intentaría deslindarse, o según el caso, sumarse a ella, con una mayor autoridad ética dentro esta tendencia de estudio; sin duda que con mayor equidad que los historiadores y críticos predecesores.

Como ejemplo de ello están sus observaciones a las distintas miradas con las que se hizo la recepción de tales obras como consta en sus comentarios al historiador y crítico de arte de fines del siglo XIX, Revilla —quien fue de los primeros investigadores en intentar revalorar el legado novohispano—: “hace un balance general para descubrir dos sentimientos, tendencias o estilos históricos... defiende a la pintura novohispana del cargo que haya sido casi exclusivamente religiosa, puesto que no por eso es mejor ni peor... Revilla establece un criterio firme y claro en la estimación artística y estética de la pintura colonial” (Fernández, 1990: 244-245), lo que habla del contexto político del momento y de la infaltable definición de posturas en el arte, ya sea como manifestación de tendencia liberal o bien como conservadora, que implícita o abiertamente se manifestaba en muchas obras artísticas, especialmente a finales del siglo XIX.

Fernández llevará el discurso de estas obras artísticas al campo de su contemporaneidad tratando de apartarse del exacerbado nacionalismo de muchos de sus coetáneos y alejarse de un folclorismo subjetivo.

Al referirse a la arquitectura novohispana, el autor revisa con detenimiento las observaciones del historiador Genaro García a principios del siglo XX, a quien cita del siguiente modo, en relación con el patrimonio arquitectónico del inicio del periodo virreinal y en sus posteriores adiciones barrocas: es “también, algo nuevo y fuerte, rebosante de expresión, aunque apartado de toda pureza de estilo; y quizá por eso es lo que es, un arte con originalidad y fuerza... sui generis, como lo que nos ocupa... un arte irreflexivo si se quiere, pero rebosante de expresión” (Ibíd.: 245-246).

Justino Fernández critica a otros autores posteriores, como Federico Mariscal, de quien, sobre el mismo tema, comenta “mueve a Mariscal el amor a la patria, que comprende el amor a la tradición, por eso habla de la ‘arquitectura nacional’, la ‘más importante de toda la América’, y el deseo de renovar y hacer renacer en México el arte arquitectónico” (Ibíd.: 246). El autor que nos ocupa, agrega sobre estas afirmaciones “lo que la patria y la arquitectura nacional tienen de sentido estético expreso está motivado, pues, por la convicción de que no se ama a la patria si no se conoce su tradición... La motivación más profunda es la necesidad de porvenir, que es la necesidad de renovar la tradición para dar la nueva expresión del tiempo” (Ibíd.: 247); es así que estas reflexiones y haber tomado suficiente distancia respecto a sus antecesores, permiten leer, entre líneas, las propias posturas del esteta respecto a las obras representativas del arte nacional.

Fernández también estudió la obra de José María Velasco, el paisajista del siglo XIX; luego de analizar todas las publicaciones que se ocuparon de su obra durante todo ese siglo, tanto críticos mexicanos, cubanos, como José Martí o varios especialistas franceses que criticaron su trabajo pictórico en las exposiciones universales de París. De ello concluye:

No se puede dejar de lado que Velasco es un pintor mexicano, paisajista y académico del siglo XIX, lo cual quiere decir que está enclavado en cierto país, en determinado tiempo y en sus correspondientes circunstancias históricas y que lleva a cuestas unas tradiciones culturales y artísticas. El México del siglo XIX es ya nación independiente que lucha por ser moderna, con dos pasados culturales formidables, el indígena y el español; en tal lucha ha surgido el conflicto entre la tradición religiosa y la innovación filosófica moderna... en cierta manera fue un ecléctico y ese fue su acierto, pues pudo sintetizar en su obra la tradición y la modernidad (Ibíd.: 477).

Conclusiones

La formación humanística es un tema que no ha dejado de preocupar y ocupar a los grandes pensadores a través del tiempo, ya que ésta representa “los cambios en la permanencia”. Si bien, los valores humanísticos son cambiantes, existe en ellos, una parte relativamente perenne, estática, transtemporal, principios fundamentales o valores universales y una parte flexible, cambiante, que deriva del contexto histórico-cultural e ideológico.

La existencia y trascendencia del homínido que pasa a ser hombre y de las instituciones instruccionales que pasan a ser universidades se fundamenta en sus valores y en sus propósitos humanísticos (Serrano, 2001: 12).

Bajo nuestra propia percepción, consideramos que la problemática está en la falta de confluencia entre los fines y la praxis del humanismo, dejar de rendir pleitesía a la competitividad tecnocrática, y buscar la complementariedad humanística por medio de la equidad y correspondencia entre lo informativo y lo formativo, entre lo teórico y lo metodológico, entre lo tecnologizante y lo humanizante, entre lo mecánico y lo sensible, entre lo útil y lo ocioso, entre lo material y lo espiritual. Para realmente rescatar la misión de la universidad, formar hombres pensantes, íntegros, éticos, sensitivos y creativos.

Para aspirar a una educación sin fronteras temporales, espaciales, culturales e ideológicas habrá de inculcarse valores humanísticos principalmente éticos y estéticos. Si se inicia comprendiendo el sentido de complementariedad, será más fácil entender y practicar una nueva episteme ante los cambios tecnológicos y culturales. Esta idea seguramente no era muy común en el siglo XX, sin embargo, pensadores de la talla de Fernández podrían haberla vislumbrado. Se podría predecir que Fernández era un hodegogo y semiota de forma natural, ya que guiaba, orientaba y mostraba diversos caminos que se podrían elegir para la creación del conocimiento y que ubicaba el signo y la significación como eje organizador del pensamiento, es decir, la lógica interpretativa da pertinencia a ese saber en función de una visión prospectiva.

Será coincidente que Justino Fernández y José Vasconcelos —dos pensadores y educadores universitarios del siglo XX— hayan hecho propuestas transformadoras en cuanto a la formación humanística, es decir el humanismo fundamentado en la estética, o será una condición humana.

Concluimos que personajes que se han desarrollado en el ámbito estético que seguramente cuentan con una sensopercepción notable y una sensibilidad emotiva, interpretativa y compleja, también han hecho grandes aportaciones a la educación, a la investigación y a la ciencia, bajo un marco humanístico.

Este mismo marco envuelve sus aportaciones en la estética, no obstante la generación de Fernández inició su formación dentro del ambiente del racionalismo del siglo XIX, lo que implicaba enfatizarlo en detrimento de todas las demás realidades humanas. No cabían pues, en ese entorno y en ese período del cambio de siglo, también de cierta herencia positivista, otros componentes del ser humano, como por ejemplo, “las emociones, los sentimientos o la capacidad de creencias que no encajaban en un modelo cartesiano... la capacidad de sentir —que también es bastante razonable— es propia de la persona humana y configura verdaderamente la realidad del ser” (Forcada, 2001: 32). Es así que Justino Fernández se despoja de esos prejuicios decimonónicos —bien arraigados durante las primeras décadas del siglo XX— superando tanto la rigidez de la educación y de la estética europeizantes, tan fielmente preservada, por décadas, en la academia mexicana de artes, así como la relativa inmovilidad del ambiente posrevolucionario, pletórico de exageraciones nacionalistas.

Lo relevante de su contribución al humanismo del siglo XX es justamente haber superado la tendencia a magnificar “el imperio de la razón”, o “los logros de la Revolución” tan característico del período finisecular del XIX y los inicios del siguiente para llevar a los mexicanos al pleno disfrute y valoración estética de obras plásticas patrimoniales de su cultura, ya fueran producidas por el fervor católico —de cierta predilección familiar para los Fernández— dentro del arte virreinal o por las culturas mesoamericanas, aunque éstas no tuvieran el “permiso” de la todavía dominante visión eurocéntrica que dominó buena parte de la primera mitad del siglo XX o sin el exagerado énfasis del recalcitrante discurso nacionalista de los cuarenta y cincuenta.

Así, el enfoque humanista del análisis estético de Fernández proporciona un ingrediente de cierta “irracionalidad” aparente —según la óptica decimonónica— que se manifiesta entre otras expresiones, en la retablística del ultrabarroco o, a veces, en ciertas fachadas de templos del siglo XVIII en la Nueva España, para devolver a todas las grandes manifestaciones del arte mexicano, la espiritualidad y la libertad humana que más allá de enfoques ideológicos particularizados, Fernández las presenta plenas de un carácter universalista del que fue artífice protagónico este filósofo y figura influyente del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.

Bibliografía

Directa

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  • ________. (1983)., Textos de Orozco. UNAM. México.

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Indirecta

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  • Zea, L. (1991). El positivismo y la circunstancia mexicana. Colección Lecturas Mexicanas, en Antología de teleología de la educación. Diplomado en Educación. DIDEPA-UAEM. Toluca.

*La versión impresa apareció en el libro: Alberto Saladino García (compilador), Humanismo mexicano del siglo XX, Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 2004, Tomo I, págs. 221-237.

 

Nota

1 Raúl Motta, en su artículo “Complejidad, educación y transdisciplinariedad”, comenta que según Basarab Nicolescu, físico teórico, ha investigado el nacimiento del término transdisciplinariedad y señala que la primera vez que fue utilizada fue en un coloquio sobre interdisciplina organizado por la OCDE en Niza 1970. Morin también utiliza el término en 1971, durante las actividades de fundación del Centre Royaumont pour une Science de l´Homme.

 

Carolina Serrano Barquín
Héctor Serrano Barquín
Universidad Autónoma del Estado de México
Julio 2006

 

© 2003 Coordinador General para México, Alberto Saladino García. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de 2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez.
Nota: Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

 

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