José M. Gallegos Rocafull

 

El concepto del hombre en José M. Gallegos Rocafull*

 

Elsa Cecilia Frost

Fue Gallegos Rocafull un hombre tan discreto o, si se quiere, tan celoso de su intimidad que ni siquiera se sabe con certeza la fecha de su nacimiento que varía, en un mismo libro, de 1892 a 1899 (Cfr. Ortega y Medina, 1982: 257 y 267). Tampoco hay acuerdo en cuanto al nombre representado por la “M” que sigue al José. Para algunos se llamaba José María en tanto que Antonio Ibargüengoitia asegura que la inicial corresponde a Manuel, a lo que añade que nació en Cádiz en 1895. Si, como se ve, hay confusión o variantes en torno a los datos básicos, el motivo de su exilio plantea otro interrogante, no por su republicanismo que fue evidente, sino por su participación en la contienda. Porque este hombre, tan profundamente religioso que se decidió por la vida sacerdotal y en ella se mantuvo hasta su muerte, no fue –como podría pensarse- capellán del ejército, sino un canónigo lectoral de la catedral de Granada que desempeñó funciones diplomáticas a favor de la república española en el Vaticano. ¿Bastó esto para ser considerado “enemigo”? ¿Aceptó el destierro por serle imposible pensar en convivir con el bando triunfante o fue la suspensión de su ministerio, decretada por las autoridades eclesiásticas, lo que lo llevó a decidir que lo mejor era abandonar su “vieja e inolvidable” España? No lo sé, pero lo que sí puede asegurarse es que en México realizó lo mejor de su obra.

Su profunda formación teológica había ya dado frutos en España, donde publicó artículos en varias revistas y en 1929 su primer libro, cuyo título –Una causa justa. Los obreros en los campos andaluces– debe haber despertado quizá la atención y la desconfianza de los elementos conservadores, pues como se sabe Andalucía es la región de los grandes latifundios con la consiguiente explotación de los peones. En este libro, que no conozco y basándome tan sólo en el título, aparece ya el teólogo que, lejos de vivir en una torre de marfil, defiende desde la más pura tradición cristiana la dignidad del hombre. Dos años después se editó como libro la que fuera su tesis doctoral: El misterio de Jesús. Ensayo de cristología bíblica (1931). Finalmente, en 1935, apareció El orden social según la doctrina de Sto. Tomás de Aquino que, a juzgar por sus obras posteriores, debió ser un nuevo llamado a recuperar la visión cristiana de la sociedad.

Vinieron después los años convulsos de la guerra civil durante los cuales estuvo al servicio de la república, sin que me sea posible precisar más. Tras la derrota, llegó a México donde encontró un nuevo campo de trabajo al que aplicaría tanto sus conocimientos teológicos como su angustiada conciencia social.

Quizá pudieran separarse en lo escrito por Gallegos Rocafull los libros teológicos de los filosóficos. Al primer grupo pertenecerían obras como la edición y prólogo a la Obra de San Juan de la Cruz, su primer trabajo en México (1942); La nueva criatura. Humanismo a lo divino (1943); La allendidad cristiana (1943), El don de Dios. La gran aventura humana (1944) y otras más que no enumero por ser demasiadas para este pequeño ensayo. En el segundo estarían, por ejemplo, Un aspecto del orden cristiano. Aprecio y distribución de las riquezas (1943); Personas y masas. En torno al problema de nuestro tiempo (1944); La doctrina del padre Francisco Suárez (1948) y La visión cristiana del mundo económico (1959). Sin embargo, como se ve claramente por los títulos mismos, no hay división posible, ya que la concepción cristiana del hombre y del mundo permea toda su labor, a lo que debe agregarse en que todos sus textos filosóficos se filtra una enorme preocupación político-social. De ello se desprende que Gallegos Rocafull no propone un concepto nuevo sobre el hombre, la historia y el mundo, sino que recupera y vivifica la tradición milenaria de la Iglesia.

Así pues, si nos preguntamos por su concepción del hombre, nos encontraremos con que acepta lo dicho desde el siglo II por Justino Mártir y considera que el hombre no es otra cosa que “un animal racional, compuesto de alma y cuerpo” (Gallegos, 1943: 158). Pero es además el único animal que tiene conciencia de su vida, de que esta unidad de alma y cuerpo surgió de Dios y a Él habrá de volver y que la única manera de alcanzar su sentido pleno es asumiéndola en el orden sobrenatural. Como se advierte, no hay novedad, ésta se encuentra en todo caso en el hincapié hecho en las viejas verdades, en ese volver a subrayar el concepto del homo viator, de la transitoriedad de lo humano. El deber del hombre es esforzarse por vivir, bajo esta premisa, el tiempo que se le concede. Pero si, como decía Séneca, somos un ser que desde su nacimiento es llevado a la muerte o, en términos de Heidegger, un “ser para la muerte”, esta certidumbre no debe desembocar en una desolada angustia. Es explicable que a un estoico o a un existencialista tal certeza lo lleve a sentirse en vilo, “fuera y a la vez dentro del mundo, rotos por la certeza de la muerte los lazos que a él le ataban y teniendo que vivir con él” (Ibíd.: 14). ¿Qué mayor desolación que saber que “cuando él (con más fuerza este ser que soy yo) haya desaparecido el sol seguirá impertérrido su camino y nada de cuanto alumbre echará de menos mi efímera existencia”? (Ibíd.: 15). La muerte, esa intrusa, cierra todas las posibilidades de la vida que entonces no es ya más que “una absurda contradicción sin valor ni sentido” (Ibíd.: 18).

Lanzándose en contra de esta postura existencialista, tan de moda cuando Gallegos Rocafull redactó este texto, el hombre religioso, aunque sabe que ha de morir, se opone con todas sus fuerzas a ello y, cambiándole de sentido, logra verlo como una afirmación “Descubre, por lo pronto –se afirma en este texto-, que la muerte no está necesariamente ligada a la existencia del hombre. Quien muere, cuando muere el hombre, no es simplemente un organismo vivo que, por su misma manera de ser, se comprende que esté sujeto a la descomposición de la muerte, sino una persona, ajena de suyo, por trascenderla, a la estricta órbita biológica en que coexisten vida y muerte. No se ve ninguna relación necesaria entre vida y persona, mucho menos entre ésta y la muerte. Con el hombre aparece una nueva manera de ser, la de la persona, irreductible a lo meramente orgánico” (Ibíd.: 19).

¿Anula esta afirmación a la anterior definición del hombre como un animal compuesto de cuerpo y alma? No parece ser así, puesto que al mencionar a esta última se trasciende ya lo meramente animal. Pero, entonces, aun concediendo la pervivencia del alma, el hombre mismo ha de tener fin, ya que la vida como “espíritu puro” poco o nada tendrá de semejante con ésta, aquí y ahora, que habrá terminado.

La profunda catolicidad de Gallegos Rocafull lo conducirá a analizar los grandes temas de lo que él llamó “la allendidad cristiana”: el triunfo sobre la muerte, el juicio particular, el purgatorio católico, el fin del mundo, la resurrección de la carne, el juicio universal, el infierno y el cielo, análisis que le permitirá reconstruir al hombre en toda su particularidad. Así, comienza por negar rotundamente la idea popular, ya antes mencionada, de que el alma, tras la muerte, se siente liberada y no desea volver a la “cárcel del cuerpo”. Idea que, dicho sea al margen, expresó en forma inigualable Sta. Teresa de Ávila:

¡Ay! Que larga es esta vida,
que duros estos destierros,
esta cárcel y estos hierros,
en que el alma está metida.
Sólo esperar la salida
me causa un dolor tan fiero,
Que muero porque muero.

Pocas expresiones hay que, como ésta, pongan de manifiesto la difícil conciliación entre teología y mística.

Volviendo al texto del que me vengo ocupando, sigue el razonamiento teológico e intenta probar –no la resurrección, puesto que ésta es artículo de fe-, sino lo que ésta significa para cada ser humano. Si, como lo definió San Justino, el hombre es la unión de un cuerpo y un alma no cabe preguntar si el alma sola puede conformar al ser humano. La respuesta es, desde luego, negativa, pues “si ni la una ni el otro es separadamente el hombre, sino que a lo que consta de alma y cuerpo es a lo que se llama hombre y si Dios llamó al hombre a la vida y a la resurrección, no llamó a una parte de él, sino a todo él, esto es, al alma y al cuerpo" (Ibíd.: 158). Se puede entender que el ser humano suspire, como Sta. Teresa, por librarse del cuerpo, pero lo que el cristiano afirma por una parte es que

...las almas humanas, a las que la muerte despojó de sus cuerpos, volverán a ser lo que esencialmente son: almas de unos cuerpos, los suyos propios, a los que infunden vida, espíritu y personalidad, y de otra, que los cuerpos que se pudrieron en el sepulcro, serán otra vez cuerpos vivos de personas vivientes, transformados, sin dejar de ser los mismos y aptos para realizar sus funciones propias en el nuevo estado que la persona tenga (Ibíd.: 143).

Me parece que, como consecuencia de toda esta argumentación, se puede omitir el término “animal” en la definición del ser humano y hablar de persona. Ahora bien, ésta, tan innegablemente superior al resto de los vivientes en este mundo, encarna siempre en un individuo, singular y concreto, dotado de una especialísima característica: su libre albedrío. Siempre, aunque Dios se valga del hombre para realizar sus planes, éste es libre de elegir. Su silencio e indiferencia pueden ahogar un movimiento, del mismo modo que su cooperación o incluso su entusiasmo pueden hacer triunfar otro: la decisión a favor de lo que le parezca mejor (aunque pueda ser deleznable) es sólo suya. Pero de ser así, la historia seguiría un “vaivén caprichoso” sería una mera “fortuita casualidad”. No es así, sin embargo, porque Dios está presente en toda la historia, interviene en ella y rectifica lo que el hombre ha torcido.

Con todo, hasta ahora sólo se ha hablado del individuo, de su certeza acerca de su propia muerte, de la angustia que ello le provoca y de su esperanza, sostenida por las palabras y la resurrección de Cristo, sobre su propia resurrección, pero el individuo no está sólo, sino que es naturalmente parte de una sociedad. “Prescindir de esta dimensión de su vida es tanto como mutilarlo y falsearlo. Hasta sus dotes más estrictamente personales sólo se ejercen y desarrollan en un medio social, recibiendo la influencia de la sociedad y a su vez actuando sobre ella” (Ibíd.: 174). Para el padre Gallegos “nada es tan radicalmente falso como el esquema propuesto por algunos filósofos que es tan ferozmente individualista que queda el hombre herméticamente recluido en la piel que lo envuelve” (Loc. cit.). Por el contrario, para este teólogo, “no hay separación alguna entre la vida privada y la vida pública de los hombres, sino que una y otra son aspectos distintos de un mismo afán de salvación” (Gallegos, 1946: 16). Parafraseando a su contemporáneo Ortega, Gallegos podría haber dicho: “Yo soy yo en sociedad y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Porque lo cierto es que vivió angustiado tanto por la tragedia española como por la siguiente que abarcaría una gran porción del mundo. La época que le tocó vivir se caracterizó por estar o ser nepantla, como dijo alguna vez un indígena refiriéndose a sí mismo, lo que equivale a vivir en un mundo que muere y otro que aún no nace. En busca de una solución para esta crisis tanto personal como colectiva, este sacerdote exiliado volvió la mirada precisamente al momento en que vivió el acongojado indígena, el siglo XVI que se debatía entre la desaparición de la cristiandad medieval y lo que él llamó “la alharaca renacentista” que proponía una nueva concepción del hombre y del mundo, ajena y hasta opuesta a la anterior. Gallegos encuentra la solución a la crisis en la obra de los teólogos españoles de los siglos de oro, quienes con una gran audacia se enfrentaron a los problemas de su mundo con una verdadera “furia española” y trataron a fondo el derecho del pueblo al regicidio (Juan de Mariana), la libertad humana (Luis de Molina), la soberanía popular (Francisco Suárez), la licitud de la guerra contra el papa (Melchor Cano) y muy en especial la injusticia de declarar la guerra a quienes no nos dañan (Francisco de Vitoria). Todos ellos crean, sobre la base apostólica, patrística y escolástica, una nueva concepción del mundo en la que acogen las ideas modernas, sin dejarse arrastrar por el movimiento renacentista que ellos reputaban huero y falso” (Ibíd.: 8). Sin embargo, toda esta enorme tarea, toda esta nueva concepción del hombre fue rechazada por quienes se decidieron por la modernidad renacentista que Gallegos Rocafull no vacila en llamar el “griterío humanista”. De cualquier modo, fue un esfuerzo conciliador entre el pasado y el presente que logró, cuando menos, incorporar a la nueva humanidad, a los pobladores del Nuevo Mundo, al esquema del Antiguo.

Gallegos Rocafull dedicó otro libro a los problemas que planteó el descubrimiento de las llamadas Indias occidentales. Problemas que, por lo común, pasan por alto los historiadores de la filosofía, pues –con excepción de las Relecciones del dominico Vitoria- no toman la forma de un tratado filosófico, sino que se cuelan en los textos, tantas veces incompletos, de las crónicas. Si en España misma se discute “el derecho que nos (es decir, Carlos V) tenemos a las Indias, islas y tierra firme del mar Océano”, lo mismo que el lugar de los indios en la escala de la racionalidad, porque “nadie pone en duda que realmente sean tan hombres como los españoles”, en la Nueva España se interrogan los frailes acerca de la posición del indio ante la nueva cultura, acerca de su posible origen (aunque sin dudar de su ascendencia adámica), acerca de su aceptación del cristianismo y aun piensan en la fundación de una Iglesia renovada. Crean, es preciso subrayarle, una concepción más amplia, más abierta del hombre.

Se dirá, tal vez, que todos éstos son problemas viejos que, resueltos o no, apenas importan ante la ruptura del mundo moderno. Por mucho que Gallegos procurara hallar respuesta a los problemas del siglo XX acudiendo a la obra de los teólogos de los siglos XVI y XVII, los años no transcurren en vano y lo que pudiera haber sido válido entonces –y fue rechazado por el resto de Europa– no tiene que serlo para los años en que escribe el antiguo miembro del cabildo eclesiástico de Granada. ¿Fue para él una decepción el que su obra, como la de sus antecesores, no tuviera eco? ¿Que sus escritos, como sucedió con los de los teólogos de la época de oro, pasaran a ser leídos tan sólo por los historiadores? Pero si en los terribles años de las guerras de religión y de conquista la voz de los teólogos, esa “angustiosa necesidad vital de dar una respuesta cristiana a los intrincados problemas que les iba planteando la vida”, se perdió en el vacío, ¿pudo esperar que su quehacer solitario diera algún fruto? Si el planteamiento teológico, que no teocrático, de entonces sólo fue aceptado, aunque a regañadientes, por la sociedad española, ¿qué suerte ha de correr el pensamiento de este exiliado? La historia se repite a veces, y si los hombres del imperio español se sintieron “viviendo en el aire, entre dos mundos, uno ya deshecho y otro todavía no construido” (Loc. cit.), lo mismo sucede con el hombre actual. Sin embargo, las mismas fuerzas de las que nacieron los tiempos actuales han seguido actuando hasta llegar a la completa desacralización del mundo. ¿Qué gobernante –y aun qué hombre común y corriente– temblaría ahora ante un teólogo que le señalara que el camino escogido lo llevaría sin remedio al infierno? Para que del mundo que hablan los teólogos pudiera ser comprensible, la condición es que estuviera poblado por cristianos. Así lo afirma Gallegos Rocafull, en frase que trasluce su convicción de enfrentarse a quienes no lo han de oír.

En conclusión, considero que el pensamiento, más teológico que filosófico, de este sacerdote exiliado, por coherente que sea, no ha ganado ni habrá de ganar muchos seguidores. Se puede estar de acuerdo con su concepción del hombre, esa persona formada por la unión de alma y cuerpo, dotada de libre albedrío e incrustada en una comunidad de cuya suerte es responsable, pero ¿quién acepta ahora que el último sentido de todo el quehacer humano sólo puede provenir de Dios? ¿Quién vive ahora sub specie aeternitatis?

Bibliografía

Directa

  • Gallegos Rocafull, J. M. (1943). La allendidad cristiana. Editorial Isidoriana. México.

  • ________. (1946). El hombre y el mundo de los teólogos españoles de los siglos de oro. Stylo. México.

  • ________. (1974). El pensamiento mexicano en los siglos XVI y XVII. Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. México.

Indirecta

  • Ortega y Medina, J. A. (1982). “Historia”, y Raúl Cardiel Reyes “La filosofía”, en El exilio español en México, 1939-1982. Salvat/FCE. México.

*La versión impresa apareció en el libro: Alberto Saladino García (compilador), Humanismo mexicano del siglo XX, Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 2004, Tomo I, págs. 249-257.

Elsa Cecilia Frost
CCyDEL/UNAM
Julio 2006

 

© 2003 Coordinador General para México, Alberto Saladino García. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de 2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez.
Nota: Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

 

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