José C. Valadés

 

El sentido integral de la explicación histórica
en la obra de José C. Valadés*

 

Gloria Villegas Moreno

Presentación

José Cayetano Valadés (1901-1976) incursionó en la reconstrucción del pasado, siempre atento a que no se desdibujara su sentido integral en la narración histórica.

En la producción de Valadés, compuesta por un importante número de obras sobre épocas históricas, temas y personajes diversos, quedaron contenidos tanto el resultado de las investigaciones que llevó a cabo a partir de fuentes documentales —muchas de ellas “descubiertas” por él— como las reflexiones a las que éstas y su experiencia en el ámbito de la política lo condujeron. Los escritos de Valadés configuran así un nutrido conjunto historiográfico, forjado originalmente fuera del ámbito institucional.

Valadés llegó a la historia, según su propio testimonio, por el significado que, en razón de sus circunstancias personales y las de la época, atribuyó al proceso revolucionario, acerca del cual se propuso escribir desde muy joven.

A lo largo de más de cuatro décadas nuestro autor perseveró en la escritura de la historia; en una porción considerable de ese tiempo, también cultivó el periodismo, llevando frecuentemente a él temas del pasado. Además, atendió sucesivamente responsabilidades públicas, impartió cátedra y desempeñó cargos diplomáticos. Varios tramos de su vida estuvieron marcados por la participación que tuvo en la vida política del país, siempre al lado de las candidaturas y grupos que pretendieron hacer contrapeso a la “política oficial”.

Situado más allá de la historia “satánica o apolínea” —términos utilizados por el sinaloense para referirse al vicio de la condena o la exaltación, a su juicio ambos inaceptables en el historiador y perniciosos para la sociedad— realizó estudios sobre Antonio López de Santa Anna y la Guerra de Texas, Lucas Alamán, Ricardo Flores Magón, el Porfirismo y la Revolución.

La aproximación a la obra de José C. Valadés, que aquí se realiza a través de tan sólo una muestra de su abundante producción, pretende explicar cómo y por qué se activó y mantuvo el principio de la conexividad en sus estudios y de qué manera su aplicación lo condujo no sólo al análisis de etapas y personajes que habían sido “expulsados” de la memoria de los mexicanos, por motivos políticos o por una noción simplista de la realidad, sino a construir una interpretación articulada acerca del Estado mexicano.

Visión histórica y compromiso societario

Los jóvenes portadores de un nuevo radicalismo consideraban que la Revolución Mexicana triunfante era un movimiento burgués, y por tanto a ellos les correspondía luchar en favor de la genuina revolución proletaria. En el caso de José Cayetano, abonaron esas ideas los consejos de Sen Katayama, caudillo del socialismo japonés, quien vivió un tiempo en el hogar de los Valadés y uno de cuyos trabajos, La República rusa de los soviets, tradujo el propio José Cayetano (Valadés, 1984: 9) En 1922, junto con José Rubio, Martín Paley y Felipe Leija Paz, Valadés organizó el Bureau Latinoamericano de la Internacional de Sindicatos Rojos y publicó su primer texto formal: Revolución social o motín político,1 en el que, haciéndose eco de las corrientes sociales en boga, se disponía a dar cátedra de comunismo desde la perspectiva mexicana.

En esta pequeña obra desplegó la demostración histórica que sustentaba la recomendación dirigida a los trabajadores por el Primer Congreso del Partido Comunista Mexicano, efectuado en diciembre de 1921, en el sentido de que no tomaran

Participación alguna en los motines que se preparan, por diversos grupos políticos, porque la participación de los trabajadores en estos motines, no hace sino debilitar la fuerza del proletariado mexicano, que debe guardar estas fuerzas para la Revolución Social.

El Partido Comunista de México señalará a los trabajadores el momento oportuno para entrar al combate y aprovechar el motín político transformándolo en Revolución Proletaria (Valadés, 1922: 3-4, Ibíd.: 6).

La argumentación del mazatleco se basaba en las tesis marxistas (Ibíd.: 7): si la producción económica determina “la vida social, política e intelectual de todos los países” y la actividad productiva era tan ficticia y vacilante en México, el resultado no podía ser sino una realidad social análoga: “México, sin embargo de sus grandes riquezas naturales, tan cacareadas por infinidad de politicastros y escritorzuelos vendidos, no es un país de vida propia, carece de una base económica nacional; de propia burguesía; de propia literatura” (Ibíd.: 7).

Así, tomando como eje explicativo la lucha de capitales “por el dominio del mercado económico de la región mexicana”, hizo un recuento histórico en el que destacan las siguientes afirmaciones: la guerra de Independencia iniciada por Hidalgo tuvo el apoyo del gobierno de Estados Unidos, con lo cual apareció por primera vez reflejada en México la tendencia imperialista (Ibíd.: 10); el triunfo de Iturbide en 1821 “no fue sino la emancipación de la burguesía criolla de la tutela del capitalismo español” (Ibíd.: 11); éste reaccionó, destruyendo la Asamblea Constituyente de 1824 y entronizando a la “grande burguesía terrateniente a cuyo frente se colocó a su Alteza Serenísima el General Santana[sic]” (Ibíd.: 11-12). Posteriormente, entregado el gobierno mexicano a la burguesía francesa, Estados Unidos recurrió a la guerra a fin de asegurar su predominio económico sobre México, obteniendo mejores resultados de los que esperaba, pues se anexó casi la mitad de nuestro territorio.

Y refiriendo el acoso de las grandes potencias sobre México, como parte de la lucha que libraban a nivel mundial, lo explicó en los siguientes términos: España seguiría fomentando revueltas entre los clericales, Inglaterra proveía de armas a “diversas fracciones [sic]” y Francia, creyendo más adecuado seguir el ejemplo de Estados Unidos, “no consideró suficiente sostener pequeñas rebeliones, sino que decidió enviar todo un ejército armado y con todos los caracteres de intervencionista y conquistador” (Ibíd.: 12-13). Tras el triunfo de Juárez, prosigue Valadés, el presidente “tuvo que iniciar una política de contemporización con el capitalismo extranjero y con la burguesía mexicana. A esto se debió que pudiera sostenerse en el poder” (Ibíd.: 14). Lerdo, en cambio, otorgó concesiones al capitalismo inglés; como respuesta, el imperialismo americano dio su apoyo al movimiento de Tuxtepec (Loc. cit.). Y concluía esta argumentación afirmando que no fue sino en 1910 “cuando la pequeña burguesía tomó la parte activa y decidida en los motines políticos”; antes, por lo aislado de su acción, “no hacía sentir su peso” (Ibíd.: 9).

Asimismo, Valadés se ocuparía del papel desempeñado por los campesinos y obreros en los motines políticos aludiendo a los ancestrales despojos de los pueblos indígenas —que en un principio, “aunque independientemente”, combatieron “al lado de la pequeña burguesía” contra la dictadura de Díaz— para señalar que ese grupo “al triunfo de ésta no depuso sus armas, sino que cobró más bríos, para seguir la lucha en contra de los grandes poseedores de la tierra. Entonces, la pequeña burguesía tuvo que atacar este movimiento, aplastándolo por de pronto” (Ibíd.: 30-31).

Y, llevando su análisis hasta los tiempos recientes, sostuvo que bajo el título de “anarquistas”, miembros de la pequeña burguesía se aliaron con los campesinos revolucionarios. Entonces, “ese movimiento perdió los caracteres de una lucha armada de la clase campesina, para convertirse en motín político” (Ibíd.: 31). La Convención Soberana, afirma Valadés, había transformado el motín en “Revolución Proletaria”, aunque —señalaba en tono irónico— los anarquistas pretendían hacer creer que por legislar en materia de trabajo la revolución social se consumaría. El problema, según nuestro autor, radicaba en la incapacidad directiva del proletariado. Debido a ello “los llamados anarquistas llevaron a los trabajadores a una lucha de la pequeña burguesía en 1915”, del mismo modo que “los llamados laboristas y socialistas volvieron a repetir esta hazaña en 1920”; en consecuencia, era indispensable el fortalecimiento del “partido de la clase obrera y campesina”:

Hablar de aprovechar los futuros motines políticos sin una fuerza dirigente revolucionaria y comunista, es perder tiempo, energía y hacer que desaparezca entre las clases laborantes la idea de emancipación. La necesidad de esta fuerza dirigente la reconoceremos hoy más visiblemente después de haber estudiado el fracaso de 1915 y de 1920...

Además, con esa fuerza directriz concentrada en el Partido Comunista, se pondrá a raya a los generales y politicastros, que a diario buscan el momento oportuno de hacer nuevos motines políticos a título de revolución social, para arrastrar a las masas y aprovecharlas debidamente (Ibíd.: 56).

El compromiso que asumió José Cayetano con el proletariado se intensificó a partir del contacto que estableció con los trabajadores de las fábricas La Hormiga y Santa Teresa. Entonces, colaboraría con Esteban Flores, jefe del Departamento del Trabajo de la Secretaría de Industria, en la redacción de una ley de protección a los obreros. Este acercamiento tendría, sin embargo, un saldo más duradero. Según el propio testimonio de Valadés, de ahí nació el interés que desde entonces tuvo, por estudiar el porfirismo, así como creció el de estudiar la Revolución.

Nuestro autor fue una figura destacada en el Congreso de la Confederación General de Trabajadores y participó activamente en la organización de las huelgas petroleras, pagando con la cárcel su actitud contestataria hacia el nuevo Estado. No obstante lo anterior, mantendría incólume su vocación societaria, como lo corrobora la investigación que intituló Los orígenes del socialismo en México, que nunca se publicó completa. Parte de la misma apareció en La protesta de Buenos Aires, en 1927, bajo el título “Sobre los orígenes del movimiento obrero en México”, pues con este ensayo ganó un certamen convocado por esa publicación anarquista. Los archivos “de las viejas sociedades mutualistas de México; una parte del archivo del Gran Círculo de Obreros y los periódicos socialistas tanto mexicanos como extranjeros”, fueron las fuentes principales de las que se sirvió para escribir los apuntes sobre la historia del socialismo en México. A pesar de las “grandes lagunas” que, según Valadés tenía esta obra, cumplía su objetivo: “que los esfuerzos de unos cuantos hombres —los primeros abanderados del socialismo en México— no queden perdidos, olvidados” (Valadés, 1984: 7).

En el trabajo aparecido en La protesta nuestro autor preconizó que los movimientos sociales en América Latina tenían un mismo origen:

No hay manifestación de la vida en la que pueda estar ausente la expresión de alguna de las dos tendencias que constituyen la lucha de las ideas; de la vida misma también, la tendencia de la libertad y la tendencia de la autoridad. Es en el movimiento obrero donde esta lucha se hace resaltar con más vigor; es que tal vez muestra la última etapa de la secular batalla (Ibíd.: 11).

Además, retomaba su tesis del motín político, a fin de plantear los riesgos que se perfilaban para el futuro, si el Estado asumía el control y la organización de las agrupaciones de trabajadores. Sus apreciaciones, nuevamente, partían del recuento histórico de las relaciones que se habían dado en México entre ambos:

Si Lerdo de Tejada no aprovechó definitivamente el movimiento obrero representado por el Gran Círculo, fue debido a su rápida caída; pero no pasó lo mismo con el triunfador del motín: Porfirio Díaz. Éste logró, bien pronto, poner a sus órdenes el Gran Círculo, y a aquel movimiento, que poseía una gran dosis subversiva, que no olvidaba el sentimiento revolucionario inspirado desde su iniciación por Santiago Villanueva, bien es cierto que no fue destrozado por las bayonetas del caudillo, pero sí conquistado por su sagacidad y puesto, finalmente, a las órdenes del capitalismo ¿No es ésta acaso la mejor táctica del Estado? El Estado, para existir, necesita encerrar en su seno, debidamente organizadas, todas las actividades de la vida; el movimiento obrero es uno de los principales recursos.

El pueblo organizado y en manos del Estado, es más peligroso para el sentimiento y la acción revolucionaria que varios miles de bayonetas (Ibíd.: 61).

Si alguna constante se puede advertir en los primeros trabajos de Valadés, es su permanente preocupación por los problemas sociales y la certeza de que sólo debidamente organizadas las fuerzas del proletariado, podrían luchar por sus derechos y conquistarlos. Para ello consideraba indispensable el conocimiento del pasado, porque éste develaba las turbias intenciones de quienes por egoísmo y ambición intentaban subyugarlos. El esquema interpretativo que utilizó, al efecto, en Revolución social o motín político se ajustaba a la explicación marxista de las luchas imperialistas por el control del capital y los mercados, asumiendo que la política no era sino una estratagema más de dominio. En el breve trabajo publicado sobre el movimiento obrero en México, en cambio, predominan las tesis anarquistas, por cuanto que el énfasis se encuentra en la crítica hacia el Estado y sus mecanismos de control para aniquilar la acción revolucionaria. En ambos casos, sin embargo, está presente la certeza de que sólo una visión temporal y espacial amplia de los acontecimientos, permite comprender la realidad social. La que propuso para la historia de México en estos primeros años, a pesar de la crítica que le merecieron los agraristas de entonces, resultaba muy semejante a la preconizada por los “ideólogos” del zapatismo.

Sin embargo, a diferencia de éstos, por sus escritos y su militancia, Valadés se colocaba no sólo en la oposición coyuntural, sino en aquella que se planteaba el debilitamiento y hasta la destrucción del Estado, cuando los primeros gobiernos posrevolucionarios sentaban las bases del nuevo régimen.

“Rever” la historia

Los múltiples y aparentemente diversificados intereses de José C. Valadés respondían, en realidad, a una lógica asombrosa, pues estaba convencido de que era necesario “rever nuestra historia”, no tanto “porque se busquen o se encuentren capítulos novedosos, cuanto por aprovechar los progresos de la investigación y pensamiento nacionales en el estudio de la verdad y realidad de lo mexicano” (Valadés, 1992: 3).

La historia en sí —y de otra manera dejaría de ser eje de la verdad y realidad— es el incesante volver a ver las cosas y pensamientos. Así, pues, no destruye hechos, los aprovecha; no niega ideas, las dilucida; no desustancia hombres, los reúne; no aprisiona sociedades, las estudia. Quiere ser una deontología patriótica. Si la nuestra no lo es, cúlpese a quienes la inficionaron de exotismos (Ibíd.: 8).

Parte importante de sus apreciaciones acerca de la manera como debía llevar a cabo esa “re-visión” se encuentran contenidas en su Breviario de historia de México, texto presentado bajo la modalidad de “diálogo” y cuyo objetivo original no era sacar sus páginas “al público, sino a fin de servir al estudio de la historia de México entre dos amigos” (Ibíd.: 3), finalmente dichas conversaciones fueron editadas bajo el sello de la Editorial Patria, en 1949.

Desde las deformaciones a la historia americana hechas por Pedro Mártir, no han cesado los empeños en dilatar las judicaturas extranjerizantes, ya literarias, ya económicas, ya políticas, en el curso de la historia de México, con lo cual en vez de alcanzar el conocimiento de nuestras cosas materiales y espirituales, hemos caído en el error de creernos débiles e infortunados, cerreros y perezosos... Entendamos, pues, que el historiador mexicano debe cerrar las ventanas de su conciencia a las erudiciones extranjeristas, para perseguir incansablemente todos los signos de la naturaleza nacional que constituyen en la verdad de la realidad las culturas patrias (Loc. cit.).

Esta pequeña obra, que como muchas de las de Valadés ameritaría un estudio específico —mismo que quizá permitiría identificar a sus interlocutores— refleja algunos de los puntos fundamentales del debate historiográfico de la época. A lo largo del singular intercambio de ideas desfilan figuras (Alamán, Mier, Mora, Juárez etc.) y procesos, particularmente del siglo xix mexicano, aunque permeados por algunos de los problemas políticos que vibran en el momento de su escritura.

“Eulogio”, “Julián”, “Isidoro” y “Aurelio”, participantes de la conversación, simbolizan diversas posiciones acerca de personajes, épocas y modos de estudiar y percibir el pasado. El primero, que lleva a la discusión las ideas de Valadés, secundado por el tercero, refuta las apreciaciones que sostienen “Julián” y “Aurelio”.

Así, por ejemplo, se hace presente la controversia entre quienes consideraban que los movimientos sociales en el país no eran sino el efecto de aquellos gestados en otras latitudes y, en particular, se alude al peso excesivo atribuido a la Revolución Francesa como explicación central de los movimientos independentistas. Era pues urgente volver a ver la historia, sin que ello significara la pretensión de “la primicia” en su escritura, entre otras, por dos razones: la primera, que establece la necesidad de la compulsa documental antigua o moderna; esto es, de la incluida en obras generales o particulares y la inédita o impresa, pero menospreciada o ignorada por los historiadores. La segunda, que manda a una nacionalidad deshacer la simbiosis histórica para determinar los organismos propios de la nación (Ibíd.: 9).

A lo largo de los sugerentes debates que se comentan, reaparece continuamente la tesis expresada por “Eulogio” (Valadés), relativa al sentido integral del conocimiento histórico: “Separando la historia del hombre de la historia de la sociedad faltará lo comparativo, lo individual, lo inductivo y por fin lo concluyente” (Ibíd.: 5).

Una y otra vez, también, “Eulogio”, seguido por “Isidoro”, refutaba las posiciones de sus interlocutores, sosteniendo que era imprescindible mirar las distintas facetas, momentos y aspectos de los fenómenos históricos, para comprenderlos cabalmente:

Será indispensable que estas descripciones y compulsas no queden como asuntos históricos dispersos; porque aparte de darles trabazón entre sí, es necesario conducirlos al enlace de las épocas, para comprender cómo son los adelantos de la civilización y cuáles los progresos de la cultura, ya en lo que respecta al individuo, ya en lo que hace a la nación (Ibíd.: 39).

Reunir y estructurar continuamente las reflexiones cosechadas a lo largo de las numerosas experiencias que le dejaron sus investigaciones, el ejercicio periodístico y las incursiones en la política —no pocas veces con amargos resultados— dieron una agilidad inigualable al quehacer histórico de Valadés y congruencia a sus posiciones. Así lo denota su “Carta a la Democracia”, publicada en los días de la malograda candidatura de Miguel Henríquez Guzmán y que —en palabras de nuestro autor, que entonces frisaba el medio siglo de vida— abrió “un nuevo capítulo” en su existencia, pues le había permitido identificarse con los mexicanos opuestos al sistema de una mera “confirmación electoral” del candidato nombrado por el presidente de la república.

Consideré eso sí, que la Carta significaba el preámbulo de un libro político... En el desconocimiento de la profesionalidad política, en los ensueños de una democracia acariciada desde mi tierna edad, llevado por la ingenui-dad de quienes consideran que con mítines y discursos harán cambiar la tradición política nacional, pensé que el texto de ese libro consistía en la organización de un partido político opositor del Nacional Revolucionario o de la Revolución Mexicana como fue llamado después (Valadés, Mcs. S/F: 211-212).

El proyecto no se concretó, según sugiere el propio Valadés, por desacuerdos internos, en buena medida responsabilidad de Henríquez.

Este tipo de experiencias, y muchos datos más de la vida política mexicana, acentuaban el pesimismo y hacían crecer preocupaciones e interrogantes acerca de las razones que impedían a México gozar de plenitud democrática. Así lo conversaron alguna vez Francisco J. Múgica y Valadés, quienes habían estado en trincheras políticas opuestas cuando Antonio I. Villarreal fue candidato a la presidencia de la República. Ambos coincidían en que la falta de conocimiento, poca claridad y distorsiones del proceso revolucionario eran factores determinantes para ello. Ciertamente, como lo expresó Valadés, “no había hacia aquellos días una historia de la Revolución con capacidad de crear conciencia” y “el tejido fabricado por el pasado se iba deshilando poco a poco” (Ibíd.: 221). Estas reflexiones darían nuevamente preeminencia a su propósito de llevar a buen fin la obra que había proyectado escribir sobre la Revolución. Y la emprendería, de algún modo, con la biografía de su iniciador, publicada en 1960 por la Antigua Librería Robredo, con el título: Imaginación y realidad de Francisco I. Madero (Valadés, 1992: 279-578).

Nuestro autor utilizaría la estrategia narrativa que en otros casos había resultado eficaz. De este modo intentó analizar, de manera integral, al hombre de Coahuila y, valiéndose de un extraordinario bagaje documental, escudriñó tanto su imaginación como la realidad a la que ésta hubo de enfrentarse. La obra arranca con los orígenes familiares, prosigue con el estudio de la manera cómo se va moldeando el pensamiento del agricultor norteño y aborda sus primeras experiencias políticas, para situarlo en el escenario del inicio de la Revolución y después en el de la presidencia.

Cabe señalar que en este caso, como lo indica el título —por cierto, poco afortunado y quizá un tanto equívoco— el eje que guía el relato es la interacción que se produce entre la propuesta política construida racionalmente y la realidad en la que difícilmente se puede engarzar. La estrategia explicativa, atinadamente seleccionada en razón del tema, permitió a Valadés identificar claves para comprender no sólo el derrumbe del régimen por la acción de los revolucionarios, sino en razón de sus propias debilidades. Así, por ejemplo, afirmó que, “durante treinta años, como consecuencia de la sórdida rutina impuesta por el porfirismo, los políticos y los aficionados a la política dejaron de ser imaginativos y con esto fueron parte de la mecánica que constituía la gloria de don Porfirio” (Ibíd.: 539).

Valadés arribaría al difícil terreno del balance histórico, por demás complejo, tratándose de Francisco I. Madero, personaje siempre controvertido. Sin embargo, al igual que en otras obras, nuestro autor lograría agudos juicios del individuo y su época, particularmente al ponderar el momento en que el iniciador de la Revolución de 1910 había “dejado de ser héroe popular para convertirse en gobernante”:

La hazaña casi fabulosa de 1910 ha dado a Madero la autoridad que sólo se gana cuando el individuo llega a la madurez de la razón y del pensamiento. Quizá por ser, pues, fruto precoz y porque las huellas del mando porfirista estaban todavía frescas, fue por lo cual la república no creyó en el gobierno de Madero con la espontaneidad con que creyó en el triunfo del maderismo.

Madero no llegaba al poder con una “nueva” política; pues debió saber que en el arte de mandar a los hombres, como en la ciencia de gobernar a los estados, no hay principios novedosos. La idea del mando y gobierno de los hombres es, en sí, inmutable. Lo que Madero aportaba a la era posporfirista eran los medios para evitar el regreso a un gobierno personal, a una autoridad despótica, a una continuación de hombres y a una rutina oficinesca. Y esto no pertenecía al mundo de la imaginación, sino de la realidad, puesto que Madero no iba a inventar fórmulas para apartar a la república de las amenazas que siempre se ciernen sobre los pueblos cuando se ponen en duda los beneficios y dichas de las libertades (Ibíd.: 541-542).

Entre 1963 y 1965, etapa en la que Valadés desempeñó diversos cargos diplomáticos, publicó su Historia general de la Revolución Mexicana.2 Había sido “embajador de México en Medio Oriente, Sud América” y lo era en Europa cuando se editó el primer volumen de la misma; entonces tenía en su haber “más de un millar de artículos sobre el tema” (Ibíd.) como rezaba la solapa del primer tomo de la sencilla pero bella edición de Manuel Quesada Brandi.

En el “Proemio” refirió que, desde temprana edad, lo persiguieron, “incitantes, las aficiones y tentaciones de escribir la historia de la Revolución Mexicana”. Y si bien no le faltaron materiales para ello, “la escasez de una madurez de vida y pensamiento” lo llevó “a posponer de un año a otro año la composición de la obra” (Ibíd.: I).

La “traza original” de esta investigación, como ya ha sido indicado, se realizó en 1938; luego fue cambiando de “forma y fondo”. Sin embargo, la razón fundamental para diferirla radicó —dice el historiador sinaloense— en la enorme “responsabilidad histórica” que implicaba “la necesidad de hacer juicio de hombres y acontecimientos, puesto que no era posible excluir el examen de los vicios y virtudes de lo que se busca, se trata y se expone” (Loc. cit.).

Finalmente, cuando José C. Valadés poseía, además de una copiosa documentación, “un vivir de modesto desahogo personal” y disfrutaba de independencia, consideró que podía iniciar la escritura de su historia, pues, dada la importancia de la suma de los agentes que concurrieron al fenómeno, “sólo en el apartamiento personal era posible expurgarlos y conjugarlos” (Ibíd.: II). Así, abordaría el “conjunto histórico de hechos, ideas e individuos y con anexos que les son tan propios como las leyes e instituciones”, de tal manera que “al ser analizado, no quedase minorado por los intereses de partido de ayer u hoy, o por motivos oficiales o particulares” (Ibíd.: I-II).

Entre las reflexiones que acompañaron a nuestro autor en el proceso de elaboración de la obra se pueden mencionar las que conciernen a la imposibilidad de tramar los acontecimientos

...sin el enlace de los sucesos y sin las manifestaciones sobre la evolución de la gente, doctrinas y organismos sociales y constitucionales; pues tan profunda y dilatada fue tal Revolución, que ésta produjo consecuencias manifiestas en todos los órdenes de la vida mexicana. Incluso los modos, dentro de la pacífica familia humana, sufrieron alteraciones. En efecto, no sólo las guerras, sino las ideas casi transformativas que animaron la Revolución rozaron, en más o menos proporción, todos los filamentos sociales, aun a los que eran escépticos o contrarios al acontecimiento. De otra manera, no se explicaría la perdurabilidad del fenómeno (Ibíd.: II).

Valadés estimó como uno de los problemas mayores para enfrentarse al tema las “complicaciones expositivas”, pues —a su juicio— cualquier investigador que lo intentase estaba en riesgo de caer en dos extremos indeseables: la prolijidad que lleva al tedio o realizar un “compendio inextricable”. Era indispensable entonces, aunque extremadamente difícil, encontrar un equilibrio tal que el “golfo de hechos accesorios” no ahogara “la esencia de la Revolución —de la historia de la Revolución”. Para desentrañar la “esencia histórica del suceso” procedió de la siguiente manera:

El cómo de la narración... lo hemos llevado al porqué de los acontecimientos; también a los resultados de los acontecimientos. Una historia entregada a las menudencias, ora de los hechos guerreros, ora de motivos políticos, ora de reacomodos sociales, no era compatible con una época dentro de la cual el mundo vive en la técnica y para la técnica.

Sin embargo, no por huir del despropósito ni por pretender lo novedoso... se iban a excluir de este trabajo las vocaciones del alma individual o colectiva. Tal hubiese sido ajeno a nuestra mentalidad (Ibíd.: III-IV).

Es decir, la Historia de la Revolución merecía

ser hecha en valores capitales, pero sin apartarse de las ensambladuras cronológicas, que si en ocasiones obligan a las repeticiones, no por eso dejan de servir al conocimiento evolutivo de la sociedad y del Estado. Además, hemos considerado que una obra de este género podría ser un incentivo para las historias particulares que aspiran a llenar muchas páginas con enseñanzas y divertimientos; porque ¡qué almacén de sucesos nacionales, cual más, cual menos importante, en la primera mitad de nuestro siglo! (Ibíd.: IV).

Un amplio conocimiento del tiempo y sus protagonistas, sustentado en aproximadamente sesenta mil documentos “entre impresos, manuscritos y grabaciones electromagnéticas, además de otras colecciones privadas” (Ibíd.: V), le permitieron ahondar en las que consideraba explicaciones sustanciales del proceso revolucionario. El cuidado con que se acercó a éste nacía de una convicción: el conocimiento de la Revolución “históricamente, a par de consolidar nuestra nacionalidad”, permitiría “universalizar lo que para el mundo no fue una Revolución, sino una serie de discordias civiles o una imitación o semejanza de lo acontecido en otros pueblos” (Loc. cit.).

Pero, ¿cuál era la esencia —atendiendo a sus términos— del proceso revolucionario? ¿Por qué los acontecimientos que parecían a primera vista triviales y contradictorios admitían “universalizarse”?

Siempre fiel a las fuentes, nuestro autor respondía ambas interrogantes con la siguiente argumentación: “México, en el camino del Retorno, rehizo a través de la Revolución el espíritu de la singular cultura que caracterizaba los días precolombinos, cuando la gente del Continente vivía la incolumidad de sus hábitos y preocupaciones” (Ibíd.: IV) y conservaba “virgen”, como ningún otro pueblo del orbe “el estado de su civilización”. Traía así a cuento, su excepcional “primigenia” etnográfica, tipológica, geográfica, ecológica y biológica, asegurando que esa “autoctonía, ajena a los remedos indigenistas contemporáneos, se reflejó, aunque en la proporción que determinan las centurias, en lo que específicamente llamamos Revolución Rural” (Ibíd.: IV- V).

Consecuentemente, estimaba indispensable estudiar “las vocaciones del alma individual o colectiva”:

Sin ese aditamento —lo tenemos por cierto— no podrían ser comprendidos sucesos nacidos, casi por entero —y esto es lo que hace de la Revolución Mexicana una cosa extraordinaria y sorprendente—, en el seno candoroso y perseverante, huraño y agreste de la clase rural en México.

Y tan preciso es el origen del fenómeno estudiado, que si se exigiera una definición del mismo, tendríamos que clasificarle como el de una Revolución Rural; quizá una excepcional —si no la única— Revolución Rural en la historia universal; tal vez, la que dentro de los ciclos históricos no admite comparación. (Ibíd.: III-IV).

Valadés arribaba, por un camino intrincado, pero pisando terreno firme, a la certeza —hoy presente en numerosas investigaciones de historia-dores mexicanos y extranjeros— de que la mexicana, como cualquier genuina revolución, era única y que la hondura de sus raíces exigía situarla en una dimensión temporal que rebasara la coyuntura de los movimientos políticos, cuya fugacidad —aunque por razones distintas a las que esgrimió en 1922— ahora traía a cuento.

La reconstrucción de la trama histórica, a partir de las propias categorías emanadas del análisis de acontecimientos e individuos, nuevamente hacían del sinaloense un historiador disonante de las tendencias que en el México de los años sesenta y setenta preconizaron el estudio de la Revolución, apelando a los “modelos” presuntamente aportados por el marxismo o aquellas que la habían convertido en la “piel de zapa” legitimadora de los gobiernos posrevolucionarios.

El mismo año de 1965, cuando la editorial de Manuel Quesada Brandi dio a la luz los últimos tomos de la Historia general de la Revolución Mexicana de José C. Valadés, apareció una nueva versión revisada de otra obra suya, Santa Anna y la Guerra de Texas, que, como ya se ha indicado, contó con dos ediciones anteriores, en 1936 y 1951. En ella, el historiador, aceptaba los errores cometidos, “ora con inadecuadas palabras, ora en anacronismos, ora dentro de comentarios generales” (Valadés, 1979: 7). En el trabajo de 1936. Sin embargo, reiteraba la validez de su propósito original: “reivindicar a los mexicanos; aunque esto dentro de un criterio histórico, que por igual se aplica a la masa popular que a los caudillos; a Santa Anna en particular, como caudillo en las jornadas de Texas” (Ibíd.: 8).

Valadés consideró la mayor falla de aquella primera edición, “hecha al calor del revisionismo” de los años treinta, el hecho de que faltasen “los enlaces no sólo paragrafales, sino de hechos e ideas, de manera que el trabajo original no era claro ni sustancioso, y con lo mismo perdía el hilo de la evolución orgánica y anímica de personajes y acontecimientos” (Ibíd.: 9). Y, al proponerse recuperarlo, emergieron sugerentes reflexiones, como la que hizo a propósito de la comparación de Santa Anna, “un amante de la gloria”, y Porfirio Díaz, “maniático del poder”: “Uno forjó el alma de un pueblo, con sus caudillos y miserias, sus inquietudes y desvelos; el otro constituyó el cuerpo de un Estado, con sus ambiciones y reyertas, sus violencias y propósitos” (Ibíd.: 23).

Guiado por el principio de la conexividad, consagrado a lo largo de varias décadas al estudio de diferentes franjas del pasado, hurgando en los documentos las explicaciones plausibles y justas de los acontecimientos, el ángulo de observación de José C. Valadés se había ampliado de tal manera que las reflexiones acerca de las acciones individuales o colectivas, en momentos y circunstancias particulares, lo llevaron de lleno al análisis histórico del Estado y de la nación, entendidos en su sentido más amplio. Identificados los “filamentos” de los grandes tramos de la realidad pasada y presente, éstos conducían naturalmente a un enfoque integrador, patente en las obras que escribió durante los últimos años de su vida, varias de las cuales constituyeron nuevas miradas del siglo xix. En una de ellas, Orígenes de la República Mexicana: la aurora constitucional, publicada en el año de 1972, expresaba lo siguiente:

Mas los días que hemos remirado no sólo corresponden a Santa Anna. Rozan también las instituciones y leyes de México; bordan con la constitucionalidad que fue el primer síntoma de la existencia organizada de la nación.

Grande responsabilidad cae sobre don Antonio López de Santa Anna por haber consentido en ser el bienhaciente político, perfecto y único, que creyó que un solo hombre tenía la capacidad para proteger, guiar y transformar a un pueblo. Santa Anna sabía la falsedad de todo esto. No lo ignora el adalid político, cualquiera que sea su partido. De aquí los cargos a Santa Anna por las artes políticas que manejó desaprensivamente.

Sin que esto traiga consigo el escepticismo o la desilusión, digamos que los gobernantes de México han sido de la misma arcilla de Santa Anna; aunque unos se han mostrado enfundados en terciopelo; otros han aparecido en toda su desnudez. Tras de la llamada dictadura santanista, surgió con el Plan de Ayutla una nueva dictadura: la correspondiente a la clase media. Tal es el designio de los líderes políticos; tal la necesidad del Estado (Valadés, 1994: 546-547).

De igual manera, en la segunda edición de su Historia general de la Revolución Mexicana, aparecida en 1976 (Valadés, 1963- 1965), el principio de la conexividad como el mecanismo idóneo para hacer inteligible la explicación histórica quedaba corroborado:

Una singular inclinación pública y manifiesta, al conocimiento y juicio de todo lo conexivo, ya en hombres, ya en hechos, ya en ideas acerca de la Revolución Mexicana, motiva esta nueva edición.

Tal propensión, más de profanos que de eruditos, es bien explicable; pues dejando a su parte la siempre insaciable curiosidad humana, el mundo nacional vive los días de los cotejos propios a la primaveral madurez de un pueblo y, como es natural, quiere llegar al encuentro, en las páginas históricas, de lo necesario para hincar las comparaciones y contradicciones. A esta tarea, más intuitiva que científica y por lo mismo casi maravillosa —pues se acerca más a la naturaleza del fenómeno que fue la Revolución— se pretende contribuir con las enmiendas y adiciones a esta obra. (Ibíd.: IX- X)

En efecto, el deseo de que los retratos fueran más fieles y las voces más claras, llevaron a Valadés a “pulir las frases y borrar los absolutos” (Ibíd.: X). Después de “cinco años coloquiales entre lectores y autor” y “gracias a la benevolencia de familias emparentadas con actores de la Revolución”, pudo consultar nuevos documentos, que enriquecieron esas páginas, si bien no fue modificado “el método seguido anteriormente en la obra: ni cambió la esencia de la misma, ni se procedió a retraer consideraciones sobre la personalidad de individuos y sucesos, ni se cayó en el error de hacer de la historia una enciclopedia” (Loc. cit.). Nuestro autor, además, refrendaba el profundo sentido social que atribuía a su obra, que aspiraba a servir como incentivo a prolijas como elevadas investigaciones; también a trazar la arquitectura social futura de la Nación. El acontecimiento registrado, de apariencia vulgar, fue tan memorable y heroico, que su fuerza histórica hizo posible dilatar una época dichosa de México; época que la insensatez y la ignorancia han atribuido al saber o hacer de autoridades civiles, que sólo corresponden a una categoría secundaria en la raíz y evolución del suceso magno (Ibíd.: XI).

Aun cuando el análisis que ameritarían las diversas ediciones y versiones de sus obras sobre la Revolución Mexicana excede el objetivo de este análisis, baste señalar, entre otras, dos características que permanecen en la primera y segunda ediciones de la Historia general de la Revolución Mexicana, realizadas en vida de nuestro autor: llevar la narración hasta el presente y hacer honor al sentido integral de la explicación histórica, que lo condujeron a apreciaciones muy agudas, como las que desprende de los acontecimientos que conmovieron a México en 1968: el concepto de embarnecer al Estado se hizo más distante del propósito de fortalecer al pueblo, designio incuestionable del código revolucionario de 1910; de manera que para el país, la inclinación oficial de dedicarse, casi con exclusividad, a construir un Estado fuerte sobre las espaldas de una población —sobre todo de la rural— anémica, advirtió que la década del 1960 caracterizaba, históricamente, los funerales de la Revolución (Ibíd.: 634).

Epílogo

José Cayetano Valadés es una pieza clave para comprender la producción histórica mexicana del siglo xx. En un sentido, pertenece al linaje de los grandes, historiadores decimonónicos, que eran, a la vez, políticos, periodistas, hombres de letras y diplomáticos; en otro, sus “ancestros” fueron los intelectuales revolucionarios, artífices de la legitimidad del nuevo Estado y cuyo “licenciamiento” sobrevino cuando resultaron disfuncionales para los regímenes posrevolucionarios. Heredó de ambos la pasión por los documentos, el fervor por la historia, la reciedumbre de convicciones y la vocación política.

Muy joven para resignarse a la marginalidad en la que vivieron la mayoría de los intelectuales revolucionarios durante sus últimos años, el sedimento de las convicciones societarias de su juventud lo hizo receloso de la “disciplina” que imponía la revolución institucionalizada. Profundamente interesado por la política, la bordeó a través del periodismo y, finalmente, los estudios históricos que “hervían” en él lo llevaron a ella por los caminos de la investigación del pasado, en un continuo diálogo con los problemas del presente.

Convencido de la urgencia que tenía el país de conocer su historia, pues sólo así se “consolidaría” su nacionalidad, consideró que el historiador mexicano, lejos de someterse sumisamente a las visiones extranjeras acerca del país, tenía el deber social de construir una visión propia y universal, de manera responsable, rigurosa.

Si Valadés se colocó en esa posición, con independencia de las críticas o refutaciones que pudiesen merecer sus juicios y apreciaciones o la manera de formularlos, fue porque había encontrado uno de los secretos de la perseverancia del historiador: “Quien está acostumbrado a manejar documentos históricos sabe que tarde o temprano la luz de la verdad brilla con la esplendidez que tiene en nuestro trópico... ni los hechos generales ni los particulares pueden en esencia permanecer en la obscuridad eterna” (Valadés, 1979: 13).

También encontró, como resultado de su vasta experiencia en la investigación, en la vida política y en el periodismo, que la vocación intelectual es indisociable del espíritu inquisitivo y que sólo entrelazando las preguntas y sus respuestas es posible comprender en toda su complejidad la realidad pasada y presente. De ahí su permanente preocupación por lograr el sentido integral de la explicación histórica.

Bibliografía

Directa

  • Valadés, J. C. (1992). Breviario de Historia de México. en José C. Valadés. Obras. Prólogo y advertencia de Ernesto de la Torre Villar. Siglo XXI Editores. México.

  • ________ (1979). “Antecedentes de la primera edición”. México, Santa Anna y la guerra de Texas. Diana. México.

  • ________ (s/f). Confesiones de un político. Mcs.

  • ________ (1963- 1965). Historia general de la Revolución Mexicana. Manuel Quesada Brandi.

  • ________ (1922). Revolución social o motín político. s/e. México.

  • ________ (1984). Sobre los orígenes del movimiento obrero en México. Ediciones Leega-Jucar.

  • ________ (1994). Orígenes de la República Mexicana. La aurora constitucional. Prólogo de Andrés Lira. Editores Mexicanos Unidos. México.

Indirecta

  • Marx, K. (1981). El Capital: crítica de la economía política. Editorial Siglo XXI.

  • Valadés, D. (1972). “Presentación” a José C. Valadés. Sobre los orígenes del movimiento obrero en México [1927]. CEHSMO. México.

 

*La versión impresa apareció en el libro: Alberto Saladino García (compilador), Humanismo mexicano del siglo XX, Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 2004, Tomo I, págs. 505-526.

 

Notas

1 Por esa época, refiere Diego Valadés, José Cayetano publicó el texto intitulado La burla política, que convocaba a la abstención electoral..

2 José C. Valadés, Historia general de la Revolución Mexicana, Op.cit., Véase nota 74. El tiraje de la edición fue de 3000 ejemplares y 300 numerados de papel especial, según los datos consignados en el colofón.

Gloria Villegas Moreno
Facultad de Filosofía y Letras/UNAM
Julio 2006

 

© 2003 Coordinador General para México, Alberto Saladino García. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de 2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez.
Nota: Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

 

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