Ramón Xirau

 

El humanismo y lo sagrado en Ramón Xirau

 

Alberto Constante

“Dios jamás supo que tú creías en él”
Cela

El pensamiento contemporáneo nos reservó la sorpresa de un ateísmo que no es humanista: los dioses han muerto o se han retirado del mundo y el hombre concreto, aun siendo racional, no contiene el universo. La ausencia de los dioses se realiza como una indeterminada presencia. Singular vacío que no permanece tranquilo, sino que nos deja despojados, desprovistos: silencio dotado de palabra y aun de palabra esencial. Sin duda, la crisis de lo religioso constituye uno de los datos fundamentales de nuestro tiempo.

De aquí un hombre como Ramón Xirau1 indefectiblemente ligado a una fe inquebrantable, plantea siempre interrogantes, dudas, perplejidades que nos siguen asombrando, más aún cuando lo que hace inquieta a quien lo lee, a quien recibe el don de su creencia. Dentro de este panorama podemos pensar que Ramón Xirau es un hombre exageradamente moderno. Sin duda, todo el pensamiento moderno, de Descartes a Hegel y Nietzsche, es una exaltación del poder, un esfuerzo para hacer el mundo, concluirlo y dominarlo. El hombre es una gran potencia soberana, a la medida del universo, y, merced al desarrollo de la ciencia, al conocimiento de los recursos desconocidos que están en él, capaz de hacer de todo y de hacer el todo. Estas fórmulas, llenas de audacia y ante las que retrocedemos hoy en día, Xirau las rechazaría hasta el final, o quizá las matizaría fuertemente por la necesidad de que el hombre tome su propia medida de donde le viene: de lo sagrado, porque en Xirau aún vibran, desde el fondo de sí mismo, esas voces ignoradas en donde permean la manifestación de Dios y la creencia de su gracia.

Para quienes aún no lo conocen puedo decir sin más que Xirau es un humanista, un auténtico humanista, en el sentido pleno del término, aquél que fue empleado para denominar toda doctrina que defendía como principio fundamental el respeto a la persona humana. Ese humanismo que fue uno de los conceptos creados por los historiadores del siglo XIX para referirse a la revalorización, la investigación y la interpretación que de los clásicos de la Antigüedad hicieron algunos escritores desde finales del siglo XIV hasta el primer tercio del siglo XVI. Podríamos decir incluso que Ramón Xirau encarna esa voz latina: "humanitas" que se empleó por primera vez en Italia a fines del siglo XV2 y que sirvió primero para designar a un profesor de lenguas clásicas y luego dio origen al nombre de un movimiento que no sólo fue pedagógico, literario, estético, filosófico y religioso, sino que se convirtió en un modo de pensar y de vivir vertebrado en torno a una idea principal: en el centro del Universo está el hombre, imagen de Dios, criatura privilegiada, digna sobre todas las cosas de la Tierra. Xirau es un pensador que evoca en su propia obra ese ideal humanista, cuya preocupación por los problemas morales y filosóficos le obligó a adoptar también posiciones humanistas, en el sentido de que nada de lo humano le sería ajeno.

Extraño personaje Ramón Xirau que vive en la aspiración al conocimiento de Dios en medio de la atmósfera que ha creado “la muerte de Dios” decretada, primero por Pascal, luego por el pensador absoluto y, finalmente, por el impío Nietzsche. El tema de la muerte de Dios explica, sin embargo, esa recrudescencia mítica con que se beneficia la idea humana en la forma que le proporciona eso que llamamos “humanismo”.3 Xirau, como señalamos, pretende llegar al conocimiento de Dios no mediante argumentos o pruebas racionales, sino por lo que muestra, alude o insinúa la intuición. Nuestro filósofo se ha hecho acompañar en este esfuerzo místico, religioso y epistemológico de místicos como Eckhart [Xirau, 1985: 33-45] o San Juan de la Cruz [Xirau, 1971: 49-61], con los que coincide en que rozar el conocimiento de Dios es toparse con lo indecible, acariciar lo inefable.

El conocimiento de Dios es un trascendens. Pero, ¿por qué desembocamos en la consideración de la trascendencia, de lo absoluto, de Dios? Quizá porque la comprensión de nuestro ser nos parece tan contingente e irremediable que nos mueve a buscar el secreto apoyo que lo sostiene. Y de esta manera somos introducidos en el vital lenguaje de la mística, que se pronuncia las más de las veces en forma de poesía. Ella alude, insinúa, apunta, sugiere ese posible íntimo encuentro con lo que nos sobrepasa.

Pero, antes, se hace presente también la problemática del alma humana. Quizá aquí es donde encontramos la clave de por qué Xirau no descarta la razón como un instrumento por el cual podemos alcanzar, si no a Dios sí su iluminación, la Gracia, el Don de su presencia a través de símbolos que nos hablan de esa presencia, es decir de la presencia de Dios. ¿Cómo si no podríamos seguir hablando, clamando, pidiendo, salutíferamente en ese ámbito de lo inefable del conocimiento de Dios? [Xirau, 1974: 76-88]. Encontramos en Xirau una valoración existencial de la razón. Pues la vida humana, si no se reduce a la razón, está también movida por ella, y Xirau no quiere ignorarlo. Su creencia en la razón y en la intuición más que una toma de posición contra la razón misma, es en el fondo una lucha contra la pereza intelectual, contra el dogmatismo que tiene ya soluciones hechas y que sólo se preocupa por fijar lo muerto.

¿De dónde le viene a Ramón Xirau esta innegable aspiración, esta solicitud intensa de Dios en “tiempos de penuria” como dijera en su día Rilke y repitiera Heidegger? Feuerbach decía: Verdad es el hombre; el ser absoluto, el Dios del hombre, es el ser mismo del hombre; el hombre de la religión tiene como objeto su propia naturaleza. Por tanto, Feuerbach mostró que el hombre se ha pensado, realizado y alienado bajo el nombre de Dios y que basta con negar el sujeto de los predicados cristianos para reconciliar al hombre con su verdad. Desaparecido Dios desapareciente, nos encaminamos como seres terrestres y finitos, pero también como aquellos que tienen relación con lo absoluto (teniendo poder para fundar, para crear, y crearse) hacia nosotros mismos aquí ya desde siempre, sólo separados de nosotros por el egoísmo. Todos los poderes prometeicos que nos atribuimos o que nos dejamos de atribuir por ese doble rasgo –la finitud, lo absoluto- pertenecen elementalmente a la teología.

Sea su rival, su reemplazante o su heredero, el hombre, creador de sí o en devenir hacia el omega, sólo es el suplantador de un Dios que muere para renacer en su criatura. El humanismo así planteado es, entonces, un mito teológico. De allí su atractivo, su utilidad. Tocar al hombre es tocar a Dios. Dios está ahí como huella y como porvenir, cada vez que las categorías mismas que sirvieron para el pensamiento del logos divino son devueltas, aunque sean profanadas, a la comprensión del hombre y, a la vez, confiadas a la historia.

En el pensamiento de Xirau, si bien creo es posible encontrar sus raíces en esta tesis, y por ello es un humanista en el pleno sentido del término, sigue siendo necesario encontrar un lenguaje apropiado para mencionar, hablar, decir de Dios. Xirau como pensador es un buscador de Dios y, sin embargo, no pretende haber llegado a ese hablar de Dios, tan sólo está en camino hacia él. La verdad es que está en camino en la totalidad de su pensamiento, pero mucho más en la cuestión de Dios, que es lo último del camino, de ese camino del pensar.

La preocupación de Dios, como hemos dicho, está latente en toda su obra, de una u otra manera, él siempre ha dirigido su mirada a Dios, cuando menos a ese Dios que ocupa su pensamiento y que no es el Dios de la metafísica; sus lacónicas alusiones son sólo erupciones ex abundantia cordis o miradas del caminante hacia la lejanía adonde quisiera llegar; cualquiera que sea el tema de sus lecciones o ensayos, en sus libros como Palabra y silencio, en De ideas y no ideas, sobre todo en su trabajo de «Dioses, ídolos, argumentos», o en El tiempo vivido; Tres poetas de la soledad; Más allá del nihilismo; Dos poetas de lo sagrado; Poesía y conocimiento; Sentido de la presencia; Cuatro filósofos y lo sagrado, (Teillard de Chardin, Martín Heidegger, Ludwig Wittgenstein, Simone Weil); Octavio Paz: el sentido de la palabra; o, De mística y, en general en su obra [Constante, 1994], casi siempre las palabras finales son para iluminar desde las posiciones conquistadas el remoto y misterioso horizonte de la divinidad.

De esta manera podemos decir que si lo religioso existe es porque hay una estructura de la conciencia humana basada en la relación con lo sagrado de la que nos habla Xirau. Explicar desde fuera tal experiencia se presenta como tarea imposible, pues no podría dar cuenta de su verdadera razón de ser. La comprensión de lo religioso implica la aceptación de su propia significación: lo sagrado es la dimensión humana -en cuanto experiencia subjetiva y en cuanto realidad objetiva que motiva esa experiencia- de inserción en una totalidad que permite al hombre tomar conciencia de que es tal hombre.

Como señalaba líneas arriba, el hombre para Ramón Xirau se halla enfrentado a una situación límite que le configura: la historia, el devenir, la fugacidad temporal. Ante esa experiencia límite (limitadora y situadora) el hombre se capta como algo efímero y se ve necesitado a salir de esa finitud, superar esa condición histórica. El pensamiento socorre al hombre en su huida hacia delante. Pero el pensamiento religioso da un paso más y afirma al hombre en la existencia por su relación con la realidad de lo sagrado. Quizá por ello el hombre se comprende a sí mismo y a su situación en el mundo, sobre la seguridad de que es lo sagrado lo que sostiene toda la realidad.

La sacralidad para Xirau es fuente de lo real, sustrae al hombre y al mundo de un devenir incierto y afirma la existencia sobre un cimiento de realidad que llena de significado toda la experiencia humana. Por eso lo sagrado es ante todo poder como podría bien rubricarlo Van der Leew; fuerza que no sólo subsiste como algo diferente, totalmente otro como quería Rudolf Otto, sino que da consistencia a todo lo demás como quiere Xirau. Lo que no es sagrado es profano, inconsistente por sí mismo, fenoménico frente a la esencialidad última de lo sagrado. Quizá por ello Xirau bordaba en silencio aquellas palabras en donde se interrogaba sobre lo sagrado: «¿Qué es lo sagrado? Hay que decir, inmediatamente, que la palabra puede referirse a la experiencia humana o puede referirse al mundo. Sin embargo, como la sacralidad del mundo es vivencia de los hombres, me inclinaré a verla como forma de la vida y de la conciencia» [Xirau, 1980: 11-12]. La etimología de la palabra "sagrado" (o "sacro") no es misteriosa. El verbo sacrare significaba "consagrar"; lo sacrum era para los latinos el objeto del culto. Desde Tácito, algunos historiadores empleaban la palabra para designar la "santidad". Lo que importa es señalar desde un principio que la palabra "sacralidad" puede aplicarse al sujeto que la experimenta, a los actos de este sujeto y a la cosa sagrada o consagrada.

Pero, ¿cómo definir lo sagrado? Xirau nos dice que él la toma como “forma de la vida y de la conciencia”. El intento de definirla tiene también una historia, principalmente, en la primera mitad del siglo XIX, Bachofen y, en el siglo XX, Durkheim, Mauss, Caillois y, de manera notoria, Eliade y Otto (desde luego, Rudof).

Por otro lado, el filósofo de De mística nos puede hacer la impresión de poseer una actitud negativa hacia Dios porque su postura está determinada desde un doble no: el ya no de la idea metafísica de Dios y el todavía no de un nuevo decir sobre Dios. Por ello, el dios de la metafísica corre en Xirau la misma suerte que la metafísica en general, es decir, de ese pensamiento que trata de reducirlo todo a simples cosas o entes, aislables, definibles, utilizables, manejables, pero no de ese Dios al que Xirau nos impele cuando dice: «Hay que regresar a lo ilimitado, lo silencioso por impronunciable, para saber que este silencio imponderable es también la Palabra misma que nos pondera. Hay que regresar a nosotros mismos, a la quietud silenciosa de nosotros mismos, para oír el verdadero decir de ‘la palabra’: su decir anunciado, pronunciado y callado. Allí a lo que san Juan llamó soledad sonora; lo que san Juan llamó la música callada» [Xirau, 1985: 35].

Habría que decir que la perfección formal e incluso la belleza de la construcción aristotélica con la que partió la ontoteología y que ha constituido nuestro pasado histórico, incluso nuestra más íntima creencia, no debe disimularnos, sin embargo, subsiste el hecho de que el concepto de ser es más universal que el concepto de Dios, mientras que Dios es el principio del ser y el que permite explicarlo. Pero el Dios de la filosofía no es el verdadero Dios, ante él no es posible “ni caer de hinojos, ni temblar, ni orar, ni danzar, ni cantar”. Ni mucho menos expresar o morigerar el dolor de la existencia.

Dios no entró a la teología cristiana a través de la palabra revelada, sino por la puerta falsa de la metafísica; no fue el cristianismo quien introdujo a Dios en la filosofía griega con el fin de cristianizarla y poder asimilarla, sino al revés, al percatarse los teólogos cristianos del carácter teológico que ostentaba la metafísica griega, se la apropiaron a una como su correspondiente Dios. Por ello pudo Duns Scoto señalar que Omnia entia habent attributionem ad ens primum, quod est Deus; pero la relación entre esos entes mundanos y Dios seguirá siendo ontológicamente oscura mientras no se pueda definir el ser, y el ser no puede definirse sino por Dios.

La previa coloración onto-teológica de la metafísica ofreció la posibilidad de que la teología cristiana se apoderase de la filosofía griega. Si esto fue para su provecho o su daño decídanlo los teólogos por la experiencia del cristianismo, teniendo en cuenta lo que está escrito en la primera carta de San Pablo a los corintios: ¿no ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? Lo que principalmente sedujo a los pensadores cristianos fue la aparente analogía entre la dualidad de mundos en Platón y la doble realidad temporal y eterna del cristianismo. Platón había escindido la apariencia y el ser (como también la realizó Aristóteles), haciendo consistir éste en Ideas y duplicando la realidad en mundo inferior, sensible, y mundo superior, suprasensible o inteligible. Los pensadores cristianos acabaron por adoptar en lo esencial este esquema, convirtiendo el mundo superior en Creador y el inferior en criatura; Dios sería un Dios meta-físico, lo supremo en el mundo de las ideas.

Una auténtica teología cristiana, bien podríamos decir con Xirau, habría consistido en la interpretación intelectual de la experiencia cristiana del mundo, de la fe cristiana desde sí misma y sin buscar apoyaturas en la filosofía. “Sólo en épocas en las que ya no se cree en la verdadera grandeza del quehacer teológico se llega a la funesta opinión de que una teología podría salir ganando o incluso podría ser sustituida, con una supuesta renovación mediante la filosofía y así adaptarse a las necesidades de los tiempos” [Xirau, 1985: 40].

Xirau creo que tiene fe en una teología cristiana, no cree, en cambio, en la posibilidad de una “filosofía cristiana”, título que podríamos pensar equívoco y, en rigor, contradictorio. La teología cristiana tradicional, lo mismo que la metafísica es una vía cerrada para su intento de alcanzar una idea más divina de Dios, así no nos puede extrañar el relativo mutismo ante el tema de Dios en los tiempos que corren en donde sólo podemos sentir la “nostalgia de Dios”. La acción parasitaria de la metafísica dentro del pensamiento cristiano ha favorecido el proceso de secularización de los pueblos occidentales y no nos referimos a la negación de Dios, sino al fenómeno de haberse configurado el cristianismo a la manera de una ideología, dando con ello lugar a una huida de Dios.

Coda final

¿A qué clase de humanismo nos hemos estado refiriendo? Ni una filosofía, ni una antropología: decir noblemente lo humano en el hombre, pensar la humanidad en el hombre, es llegar rápidamente a un discurso insostenible y ¿cómo negarlo? Quizá lo que podemos hacer es afirmar el humanismo como Xirau: en lo no rechazable, en aquello donde recibe su estilo menos engañoso. Nunca en las zonas de la autoridad, del poder y de la ley, sino tal como fue llevado hasta el espasmo del grito: en la esperanza de la Gracia de un Dios, en la creencia del temor de Dios, en la redención y en el perdón.

 

Bibliografía

Directa

  • Xirau, R. (1971). Palabra y silencio. Siglo XXI Editores. México.

  • ________. (1974). De ideas y no ideas. Joaquín Mortiz. México.

  • ________. (1980). Dos poetas y lo sagrado. Joaquín Mortiz. México.

  • ________. (1985). Imagen y obra escogida de Ramón Xirau. UNAM. México.

  • ________. (1985). Ars brevis. Epígrafes y comentarios. El Colegio Nacional. México.

Indirecta

  • Constante, A. (1994). La obscenidad de lo transparente. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México.

 

Notas

1 Ramón Xirau nació en Barcelona, España, en 1924 y llegó a México en 1939 en calidad de emigrado (me parece necesario no edulcorar el significado de esta palabra, sino darle el realce que ella misma tiene y no seguir utilizando la palabra transterrado, fundamentalmente por el contenido significativo que posee la primera y porque ella enuncia, al mismo tiempo la ignominia de la que fueron víctimas personas como nuestro filósofo. La segunda falsea lo que pasó en España y falsea lo que sucedió en México. Transterradas son las plantas que pueden vivir en una tierra ajena a aquella donde por primera vez brotaron; en los hombres la tierra no se cambia, en todo caso se adopta, como en el caso de Xirau y de tantos otros, otra tierra, y otra lengua, que es el español. La tierra y la lengua no se cambian). Xirau, como dicen Josué Ramírez y Adolfo Castañón, “muy pronto destacó por su inteligencia, claridad, laboriosa generosidad y sorprendente erudición. Su amplia labor como filósofo y académico no lo ha distraído de la creación de una original y apreciable obra poética escrita en catalán; entre estas dos vertientes de su vocación intelectual y espiritual se inscribe la perspectiva del crítico literario y la del lector de poetas y poemas. Alimentada por la filosofía y la poesía, la obra ensayística de Xirau es amplia y variada; se centra en la interrogación de la experiencia y la construcción poética, y sienta sus reales en una cuidadosa indagación de las ideas y mitos que alimentan la poesía”.

2 Asociado historiográficamente al concepto de Renacimiento aparece aquel otro, el Humanismo, que completa la idea inicial de que nos hallamos en una época nueva y, en consecuencia, distinta de aquélla, la antigua, que se tomaba como modelo. Justamente, fue la renovación de la cultura el aspecto más notoriamente destacado por sus propios protagonistas, aquellos que hablaron por primera vez de Renacimiento. ¿Cuándo se produjo y en qué consistió realmente ese renacimiento cultural? A pesar de que entre los siglos VII y XIV se conocieron en los ambientes cortesanos de Europa occidental determinados intentos por recuperar textos y autores clásicos, como lo prueba el hecho de la creciente utilización del Derecho Romano y del recurso constante a Aristóteles, cronológicamente sólo cabe hablar, por sus resultados, de un vigoroso y fecundo Renacimiento: aquel que tuvo lugar, en el pensamiento y en la estética, entre los siglos XIV y XVI.

3 El Humanismo no apareció de una forma brusca. Sus orígenes son complejos. La cronología de su nacimiento parece imprecisa. En el norte de Italia, durante la segunda mitad del siglo XIII ya se advierten señales anunciadoras. Por ello su herencia es medieval: el interés de los abogados por el valor práctico de la retórica latina, el uso cada vez más apreciado del Derecho Romano, de la filosofía y de la ciencia aristotélica por teólogos y profesores, y el encuentro literario con los clásicos de la Antigüedad, son pruebas suficientes de los cambios que se estaban produciendo en los círculos intelectuales prehumanistas por aquellas fechas.

En verdad, todas esas novedades, con el tiempo consagradas, no formaban parte más que de una única realidad: la del redescubrimiento de la Antigüedad, fuente viva del Humanismo. Francesco Petrarca (1304-1374) y Giovanni Boccaccio (1313-1375) constituyen ejemplos muy representativos de esa etapa. Como erudito, bibliófilo y crítico de textos, Petrarca se convirtió en un auténtico maestro al estudiar, corregir y liberar de corrupciones las obras de Virgilio, Tito Livio, Cicerón y san Agustín. Su propia obra literaria estaba impregnada de esa erudición y era deudora de aquella edad de oro. Boccaccio, por su parte, quien reunía las virtudes de Petrarca, al que consideraba su maestro, aprendió el griego en Florencia con Leoncio Pilato y junto a éste impulsó su enseñanza pública en la ciudad, al mismo tiempo que traducían a Homero y Eurípides. Petrarca y Boccaccio tuvieron continuadores fervorosos. Coluccio Salutati (1331-1406), bibliófilo y latinista, ejerció una influencia decisiva sobre los humanistas florentinos, coleccionando textos clásicos y apoyando la creación de una cátedra de griego en Florencia, gracias a cuya labor se tradujeron y se trataron las obras de Tucídides, Ptolomeo, Platón y Homero.

Alberto Constante
Facultad de Filosofía y Letras/UNAM
Actualizado, octubre 2006.

 

© 2003 Coordinador General para México, Alberto Saladino García. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de 2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez.
Nota: Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

 

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