Phillip Berryman
 

 

Teología de la Liberación
Los hechos esenciales en torno al movimiento revolucionario
en América Latina y otros lugares

8
Tomando partido

Fe, política e ideología

Pocas cosas son más obvias sobre la Iglesia católica que su injerencia en política. El Vaticano mantiene un servicio diplomático mundial. En Estados Unidos, los que hacen encuestas y los políticos escudriñan el voto católico. El papa Juan Pablo II viaja por todos los continentes con mensajes que se escuchan en términos políticos.

Sin embargo los obispos mismos inquebrantablemente mantendrán que aun en la esfera pública su papel es religioso, no partidista. El Vaticano II declaró que la Iglesia “en ninguna forma debe confundirse con la comunidad política, ni ser ligada a ningún sistema particular”. Entendida en la perspectiva histórica, esa o declaraciones semejantes son un repudio a la preferencia previa de la Iglesia por gobiernos que reconocieron oficialmente al catolicismo.

Dado su estatuto mayoritario, la Iglesia católica, y particularmente la jerarquía, tiene un peso político considerable en la sociedad latinoamericana. La Iglesia puede legitimar o ilegitimar. A menudo no puede eludir un asunto: el silencio puede considerarse un consentimiento implícito. El hecho de que los obispos argentinos no protestaran por la “guerra sucia” en la que al menos nueve mil, y posiblemente más, argentinos fueron muertos, los convierte en cómplices silenciosos. Similarmente, la Iglesia católica escasamente puede evitar tomar algún tipo de posición en la revolución de Nicaragua.

Los protestantes, por otra parte, son normalmente menos del 10% de la población, y cualquier Iglesia particular será menor del 1%. Por lo tanto, las iglesias protestantes individuales pueden por lo general evitar tomar una postura sobre asuntos públicos, como lo hace la Iglesia católica romana en la mayor parte de Asia, con la notable excepción de las Filipinas. Las iglesias protestantes en América Latina tienen un carácter “privado”, mientras que la Iglesia católica es, de grado o por fuerza, uno de los protagonistas en el ámbito público.

Mi objetivo aquí será aclarar a grandes rasgos como consideran los teólogos de la liberación la política y su intersección con la fe y la teología.

¿La política de quién?

La teología de la liberación es acusada frecuentemente de ser una mezcla injustificada de religión y política. Los teólogos son acusados de intentar usar la religión en la izquierda, justamente como los elementos conservadores usaron la Iglesia durante siglos. Los sacerdotes que apoyan la revolución sandinista en Nicaragua pueden parecer una variedad más de teólogos de corte.

En términos de sentido común, parece claro que cuando el Papa u otros objetan la injerencia del clero en la política, su preocupación verdadera es un tipo particular de injerencia, aun cuándo la objeción se expresa en términos de principios generales. Así, los sacerdotes que colaboran con el gobierno sandinista son suspendidos, mientras el cardenal Obando, que denuncia a los sandinistas en cualquier oportunidad, pero nunca denuncia las atrocidades de los “contras” apoyados por Estados Unidos, y hasta celebra misas por sus partidarios en Miami, es envuelto con el manto del profeta. No se levantan clamores cuando el cardenal Jaime Sin, de Manila, participa activamente forjando la coalición antielección de Marcos, urge a los filipinos a votar y después a defender los resultados de las elecciones, y después apoya a los oficiales del ejército que se vuelven contra Marcos. ¿Estaba el cardenal apoyando un surgimiento extraordinario de poder no violento del pueblo, o ayudando a Estados Unidos y a las élites filipinas a calmar y a cooptar lo que podría haberse convertido en una auténtica revolución? Sea cual fuere el resultado, es difícil verlo como otra cosa que como el uso del poder político de la Iglesia. Lo mismo es cierto del papa Juan Pablo II, quien infatigablemente declara que los sacerdotes deben mantenerse fuera de la política, y sin embargo al visitar Perú en 1985 puede urgir a las guerrillas de “Sendero Luminoso” a rendirse, aun cuando no hizo una recomendación semejante a la “contra”, creada y apoyada por Estados Unidos en Nicaragua dos años antes. Un cínico podría sacar en conclusión que lo que el Papa quería decir es que él mismo va a manejar la injerencia política de la Iglesia.

Alguien de la Iglesia podría argumentar que es ilusorio imaginar que se puede estar por encima de la política. Los católicos deben aceptar el hecho de que la Iglesia tiene influencia y debe colocar esa influencia del lado de las aspiraciones de los pobres. En términos negativos esto podría significar ser cuidadoso para no apoyar un orden presente injusto; en términos positivos, significaría alentar y apoyar el dinamismo de los movimientos populares hacia la liberación, sin estar atado a organizaciones o programas específicos.

La enseñanza oficial católica, sin embargo, constantemente se resiste a esa posición. En el Vaticano II los obispos declararon que la Iglesia no estaba ligada a un tipo particular de régimen. Consideraron que la actividad política era propia de los laicos, pero no de los sacerdotes, quienes debían ser “ministros de la unidad”. Los cristianos individuales deben tomar sus propias opciones políticas. Esta imagen de la política parece suponer un orden básico en la sociedad, una democracia occidental funcionando tranquilamente con un alto grado de consenso, en la que la política es un juego que juegan los partidos competidores que consienten aceptar unas reglas. En tal caso parece haber poca justificación para que la Iglesia aconseje a la gente.

La experiencia latinoamericana ha hecho que se cuestione esta postura aparentemente clara. Los cristianos que empezaron a intentar aplicar la “enseñanza social” de la Iglesia, se han inclinado a volverse radicales. Se dan cuenta de que la justicia no se logrará sin un cambio político sistemático. La cuestión política esencial no es qué partido debe ocupar un gobierno, cuando todos operan bajo parámetros implantados por élites oligárquicas y militares. Se trata más bien de ver cómo cambiar las reglas del juego para que los pobres mismos se conviertan en jugadores.

En una encíclica de 1971, el papa Paulo VI apuntó que los cristianos sentían la necesidad de “pasar de la economía a la política” y que estaban siendo atraídos por el socialismo y el marxismo. Aunque señalaba algunos peligros, el Papa no expresó condenas, sino que aconsejó a los cristianos y a las comunidades locales emplear “juicio cuidadoso” y “discernimiento”. Esta relativa apertura para un discernimiento crítico del socialismo y aun del marxismo fue un elemento nuevo en la enseñanza oficial católica.

En Puebla (1979) los obispos hablaron de la política como una “dimensión constitutiva de los seres humanos que tiene un aspecto global, porque su finalidad es el bienestar común de la sociedad”. La Iglesia “siente que tiene el deber y el derecho de estar presente” en la política, puesto que “se espera que el cristianismo evangelice toda la vida humana, incluyendo la dimensión política”. Los obispos rechazaron explícitamente la noción de que la fe debe estar restringida a la vida personal o familiar. Reaccionaban aquí contra las acusaciones de que al tomar posiciones sobre las violaciones de los derechos humanos, estaban saliéndose de su legítima competencia.

Al mismo tiempo, la reunión de Puebla reafirmó la insistencia del Vaticano II en el papel propiamente religioso de la Iglesia y la diferencia entre clero y seglares. Los obispos hicieron lo que parecía ser una clara distinción entre dos significados de la palabra “política”. Entendida en el sentido amplio, “política” significa “la búsqueda del bien común”, y es de incumbencia de la Iglesia. Al perseguir este bien común; sin embargo, la gente forma grupos diferentes con ideologías distintas. “La política de partidos es propiamente el ámbito de los laicos.” Ya que los pastores “deben estar interesados en la unidad”, no pueden involucrarse con las ideologías políticas “partidistas”.

A primera vista, esta distinción parece clara y aplicable. Las autoridades eclesiásticas no deben dirigir a la gente en cómo votar, por ejemplo. No obstante, las cuestiones más profundas en América Latina no son las elecciones como tales. La confrontación básica está entre la “gente”, entendida como la mayoría pobre y los aliados con ella, y la estructura de poder actual. A menudo esta confrontación está latente o enmascarada; a veces brota en actividad espontánea; en otras ocasiones está injertada en un movimiento o en una serie de movimientos. Cuando los miembros del Grupo Mutuo de Apoyo en Guate mala marchan por las calles salmodiando sus setecientos seres queridos “desaparecidos” —“¡Se los llevaron vivos; devuélvanlos vivos!”— ¿defienden el bien común, o están entregados a actividad “partidista”? ¿Debe la Iglesia —específicamente la jerarquía— apoyar a este grupo?

Por claras que puedan parecer las distinciones en el papel, no parecen ser eficaces en situaciones reales altamente conflictivas.

La teología de la liberación tiende a tomar otro enfoque. Los teólogos insisten en que la fe no puede ser neutral cuando se trata de la vida y la muerte de la gente. Las elecciones políticas e ideológicas no pueden esquivarse.

Un caso pertinente es cómo manejó el arzobispo Óscar Romero los asuntos relacionados con lo que se llamaron “organizaciones populares”. Éstas eran organizaciones de masas, inicialmente de campesinos, que surgieron a mediados de los años setenta en El Salvador. Las dos organizaciones mayores tenían relaciones estrechas con el trabajo pastoral de la Iglesia en comunidades de base. La FECCAS (Federación de Campesinos Cristianos Salvadoreños) originalmente era una organización de inspiración democristiana que se volvió más militante bajo un nuevo liderazgo. La UTC (Unión de Trabajadores del Campo) surgió directamente de una invasión de tierras en el departamento de San Vicente en noviembre de 1974. Campesinos de una comunidad de base ocuparon la tierra sin uso, buscando presionar al dueño para que se las rentara. El ejército, temiendo el precedente, atacó al grupo matando a seis y encarcelando a veintiséis (trece de los cuales “desaparecieron”). En ese punto ellos organizaron la UTC. Más tarde, ambos grupos se unieron. Hacia finales de la década era claro que estas organizaciones populares eran una arma política de la organización guerrillera FPL (Fuerzas Populares de Liberación).

La concientización en las comunidades de base preparó el terreno para estas organizaciones, que proporcionaron un vehículo por el cual los campesinos podían unirse al nivel nacional. A juicio de los campesinos había indudablemente una evolución directa desde su experiencia original de concientización a través de la Iglesia hasta su militancia en organizaciones que empleaban un vocabulario marxista, aunque sus métodos eran no violentos. (La novela de Manilio Argueta, Un día de vida, ofrece una vívida visión de este proceso a través de los ojos de campesinos de Chalatenango.)

Los terratenientes denunciaron a estos grupos como subversivos y terroristas, y culparon a los sacerdotes y a otra gente de la Iglesia. En agosto de 1978 cuatro de los obispos salvadoreños pronunciaron una declaración formal condenando en efecto a estas organizaciones como “marxistas”.

El arzobispo Romero hizo un cambio fundamentalmente diferente en una carta pastoral llamada “La Iglesia y las organizaciones populares”, publicada ese mismo mes. Defendió el derecho de los campesinos para organizarse y señaló cómo ese derecho era violado en El Salvador. Haciendo referencia a la enseñanza sobre política del Vaticano II, el Arzobispo reconocía que estas organizaciones eran tan legítimas como los partidos políticos tradicionales.

Romero reconoció que había una relación entre la Iglesia y esas organizaciones que habían surgido de su labor. La deducción parecía ser que los sacerdotes necesitaban no repudiar organizaciones como FECCAS y UTC cuando se comprometieran en la lucha. Insistía después en que aunque la fe y la política están relacionadas, no son la misma cosa y la distinción debe mantenerse. Los programas políticos particulares no deben remplazar el contenido de la fe, ni debe la Iglesia o sus símbolos ser utilizados en provecho de una organización particular. Nadie debe ser obligado a unirse a una organización. La fe debe seguir siendo siempre “el último marco de referencia” para un cristiano. Los individuos no deben ser líderes de la comunidad cristiana y de una organización política al mismo tiempo. Un individuo que es líder en una comunidad de base y en una organización campesina militante debe pasar por un proceso de discernimiento y decir qué forma de liderazgo es la suya o su vocación. El papel de los sacerdotes es asesorar respecto a la fe y la justicia, y sólo en circunstancias excepcionales, y tras informarle al obispo, pueden aceptar tareas políticas.

Los campesinos vieron una clara continuidad entre su despertar en las comunidades de base y su militancia activa en organizaciones nacionales. Romero afirmaba su derecho a pertenecer a esas organizaciones y al mismo tiempo les prevenía para que no dejaran que su fe fuera absorbida totalmente por la política. Lo inusitado era el deseo de Romero de confrontar los asuntos en términos específicos. Hasta su muerte siguió siendo un firme partidario de las organizaciones populares, a las que consideraba una genuina expresión de las aspiraciones populares, sin comprometer a la Iglesia en el apoyo de organizaciones particulares. Aunque se responsabilizó de este documento —junto con el obispo Arturo Rivera y Damas, quien también lo firmó—, se puede suponer razonablemente que los teólogos de El Salvador tuvieron que ver en su preparación.

Las ideologías y la fe

La Iglesia, declaró el papa Juan Pablo II en su discurso de apertura de la conferencia de Puebla, “no necesita recurrir a los sistemas ideológicos para amar, defender y colaborar en la liberación del ser humano”. La única inspiración que necesita es el mensaje que se le ha confiado.

En Puebla los obispos definieron la ideología como “cualquier idea que ofrece una visión de los distintos aspectos de la vida desde el punto de vista de un grupo especifico de la sociedad”. Por lo tanto “toda ideología es parcial, porque ningún grupo puede pretender identificar sus aspiraciones con las de la sociedad como un todo”. Las ideologías son legítimas, pero tienden a “totalizar los intereses que defienden, la visión que proponen, y la estrategia que promueven”, convirtiéndose de esta manera en “religiones laicas.” Los obispos afirman que “ni el Evangelio ni la enseñanza social de la Iglesia que se deriva de él son ideologías”.

La Iglesia “acepta el reto y la contribución de las ideologías en sus aspectos positivos, y a su vez las pone en duda, las critica y las relativiza”. Específicamente, los obispos examinan “el liberalismo capitalista”, el “colectivismo marxista” y la “doctrina de la seguridad nacional”. Tras la aparente imparcialidad, claramente lo que más les preocupa es el marxismo.

En 1978 un grupo de teólogos que se reunía en Caracas, Venezuela, con la esperanza de contribuir al debate pre Puebla había articulado una posición fundamentalmente diferente. Empezaban distinguiendo tres sentidos en el término “ideología”. En el sentido marxista una ideología es usada por una clase dominante para ocultar sus privilegios e intereses y es impuesta a la sociedad en su totalidad —por ejemplo, a través de los medios de comunicación masivos. En este sentido, ideología denota “falsa conciencia”. Un segundo significado es el de una filosofía general, una perspectiva mundial que abarca todo y que busca explicar la realidad total. El tercer sentido es mucho más limitado y denota “un sistema de medios y fines para confrontar un periodo particular de la historia en sus circunstancias diferentes y cambiantes, y para dirigir a la historia hacia fines que son parciales y están sujetos a revisión”.

Las autoridades eclesiásticas tienden a entender las ideologías en el segundo sentido, esto es, como sistemas globales que buscan dar cuenta de todo, mientras que los teólogos de la liberación las entienden en el tercero más limitado.

Los cristianos no pueden permanecer indiferentes ante las ideologías, prosiguen los teólogos de Caracas. Para millones de individuos en América Latina son cuestiones de vida o muerte. Si la fe en Jesucristo impulsa a la gente a encontrar la forma de hacer efectivo al amor, deben explorar “qué sistemas favorecen la vida y cuáles están al servicio de la muerte”. Ha llegado el momento de dejar la lucha por la neutralidad, sea por hipocresía o por falta de conocimientos, para “decidirse con determinación y tomar partido serena y responsablemente”. Es su compromiso activo en las comunidades cristianas lo que lleva a estos teólogos a la convicción de que tienen que tomar partido —al igual que el Dios de Israel y Jesucristo toman partido y se ponen de parte de los pobres y de los oprimidos. El impulso para estas opciones proviene de la fe.

Más aún, observan, tales opciones no están basadas en la enseñanza de la jerarquía ni invocan la enseñanza social de la Iglesia como una especie de “puente” necesario que une la fe y la praxis cristiana. Más bien ven un proceso de discernimiento en las comunidades cristianas mismas, las cuales buscan determinar “qué sistemas, qué fuerzas, qué programas y qué grupos pueden ser considerados como los portadores concretos de la liberación en la historia”.

Las decisiones de la Iglesia deben encarnarse en esos esfuerzos y movimientos: eso trae consigo “estar ideologizado, tomar partido, y así encarnar y comprometerse con la historia humana concreta”. En efecto, estos teólogos están diciendo que la Iglesia no puede observar la lucha del pueblo sin intervenir, sino que debe comprometerse en esos movimientos que encarnan sus aspiraciones. Ello no significa ignorar la filosofía o la historia previa de esos movimientos (sin mencionarlo por su nombre, obviamente están pensando en el marxismo). No obstante, la confrontación entre esos movimientos y la fe que motiva a los cristianos a comprometerse no es asunto de debate o de polémica, ya que ambos movimientos y el compromiso cristiano deben ser medidos por lo fieles que son en la práctica a las esperanzas de los pobres.

Los cristianos que toman esas decisiones tienen que renunciar al deseo de tener siempre la razón. “Sólo quien se apega al área de los principios éticos generales puede tener siempre razón.” Ese enfoque de la verdad, compartiendo riesgo y lucha, es difícil para la jerarquía, acostumbrada como está a creerse poseedora de la verdad.

En una palabra, estos teólogos están diciendo que los cristianos y la Iglesia misma deben optar por una ideología, entendida como lo que los latinoamericanos llaman un “proyecto”. Un “proyecto” en este sentido no es simplemente una utopía lejana e irrealizable, tampoco es un programa a corto plazo. Es algo intermedio, algo como el empuje general de la sociedad. En ese sentido, el socialismo es ese “proyecto” posible, entendido no como una mítica sociedad sin clases sino como una posible alternativa que comprende un cambio básico en las relaciones de poder, en donde la mayoría pobre se convierte en actor real en la sociedad, y una serie de reformas estructurales (reforma agraria y reorientación general de los medios de producción para satisfacer las necesidades básicas de las mayorías).

Los obispos tienen tendencia a afirmar que la Iglesia no puede elegir entre las ideologías en competencia. Como explicación pueden decir, por ejemplo, que la Iglesia ha “optado por el Cristo resucitado”.

Los teólogos de Caracas, y otros al igual que ellos, insisten en que tener una ideología es parte de la condición humana. Uno no puede evitar una ideología, igual que no puede evitar respirar aire o hablar por medio de frases. (En un punto en la reunión de Puebla, el obispo Germán Schmitz de Perú retó a sus compañeros obispos diciendo: “Dejad que el que no tenga ideología lance la primera piedra.”) La distinción importante está en la aceptación sin reservas o hasta inconsciente de las ideologías existentes.

¿El fin de la Cristiandad?

Como se hizo notar al principio de este capítulo, desde un punto de vista de sentido común, la cuestión parece simple: ¿tomará su posición la Iglesia y los cristianos con la estructura de poder existente o con aquellos que luchan por un cambio? Sin embargo, Pablo Richard, un teólogo chileno exiliado desde 1973, argumenta que lo que realmente está ocurriendo es una crisis de la “cristiandad”.

“Cristiandad” se refiere a ese periodo en el que la Iglesia parecía limítrofe con la sociedad como un todo, más notablemente durante la Edad Media. En la cristiandad hay dos poderes, el temporal y el espiritual: el cristianismo recibe reconocimiento oficial y a cambio da legitimación religiosa a aquellos que ostentan el poder temporal.

En la teología moderna “cristiandad” tiene una connotación negativa. El costo del reconocimiento oficial por Constantino fue un compromiso con la riqueza y el poder. La tendencia de secularización de los siglos recientes y la consecuente pérdida de poder de la Iglesia son purificadoras. Cuando la sociedad misma ya no refuerza la tradición cristiana, la gente puede vivir su fe por convicción más que por conveniencia.

Richard interpreta la historia de la Iglesia católica en América Latina en términos de una cristiandad. Es suficientemente obvio que los conquistadores ibéricos implantaron una forma de cristiandad en las colonias. La cristiandad colonial fue destruida durante la lucha por la independencia y sus secuelas durante el siglo XIX, pero los dirigentes eclesiásticos nunca abandonaron su esperanza de restablecer la cristiandad. Muchas iniciativas de la primera mitad del siglo XX, y particularmente los partidos demócrata-cristianos y las organizaciones relacionadas con ellos, pueden verse como esfuerzos para implantar una “neocristiandad”.

A partir de 1960 aproximadamente, toda la idea de una “neocristiandad” está en crisis, asegura Richard. La crisis general de la sociedad latinoamericana apunta hacia un nuevo tipo de sociedad naciente. Dentro de la misma Iglesia hay ahora grupos, particularmente aquellos identificados como la “Iglesia popular”, que rechazan cualquier tipo de fórmula de cristiandad. Lo que está en crisis, en otras palabras, no es la Iglesia como tal, sino un modelo particular de las relaciones Iglesia-Estado. Si el movimiento general del pueblo conduce a un nuevo tipo de sociedad, habrá un nuevo tipo de relaciones Iglesia-Estado, que avance más allá de cualquier tipo de cristiandad. Si, por otra parte, prevalecen los regímenes militares autoritarios, el resultado será una nueva “cristiandad militar-eclesiástica”.

Uno de los puntos más sugestivos de esta imagen algo abrumadora es la comparación que hace Richard del periodo actual con el de independencia a principios del siglo XIX. Partiendo de que la Iglesia se dividió respecto a la independencia, no debe ser muy sorprendente encontrar que eventos como la revolución en Nicaragua también provocan crisis y división. Por la misma razón, tanto el surgimiento de la nueva sociedad como el ajuste de la Iglesia a ella indudablemente tomarán tiempo.

Richard y otros ven esta tesis de la cristiandad como la base para su afirmación de que la teología de la liberación no es meramente una versión de la izquierda de la injerencia tradicional de la Iglesia en la política. Nicaragua es un ejemplo. El gobierno sandinista no le pide a la Iglesia que legitime la revolución. La revolución está legitimada por lo que hace o propone hacer. Tampoco ofrece el gobierno ningún lugar privilegiado a la Iglesia. La Iglesia es libre de llevar adelante su misión religiosa, siempre y cuando no busque minar la revolución. El personal de la Iglesia en Nicaragua me ha dicho que cree que los obispos se sienten incómodos con esta nueva relación, especialmente porque los revolucionarios gozan de una buena cantidad de liderazgo moral. Los obispos interpretan el final de una alianza particular Iglesia-Estado y su pérdida de un tipo particular de influencia en la sociedad como hostilidad hacia ellos y hacia la Iglesia.

Aunque encuentro la noción de cristiandad útil para estudiar la historia de América Latina, no estoy completamente convencido con la tesis de Richard. Considerar a Nicaragua como una prueba lo único que hace es aumentar mis dudas.

Por mi parte encuentro el tratamiento de la cristiandad por Joseph Comblin más persuasivo. En su libro O tempo da ação: ensaio sobre o espirito e a história (una especie de reflexión teológica sobre varias etapas de la historia de la Iglesia) no se limita a América Latina, sino que examina la cristiandad como fenómeno general. Señala que en realidad la historia de la cristiandad no es armónica, sino que es la historia del conflicto entre los poderes temporal y espiritual —por ejemplo, el papado luchando por independizarse del emperador. Más adelante señala que la función profética de la jerarquía es concebible sólo en el contexto de la cristiandad. Esto es, una voz profética sólo puede escucharse cuando hay algún conocimiento del papel de la Iglesia en el ámbito público.

Además, Comblin señala que pedir la terminación de la cristiandad no es nada nuevo. Joaquín de Fiore lo hizo en el siglo XII, así como Lutero y los reformadores en el siglo XVI. Observa que aquellos que proponen la destrucción de una forma de cristiandad usualmente terminan construyendo otra (Calvino en Ginebra, las Iglesias estatales luteranas, los puritanos). Bajo su punto de vista la cristiandad es todavía fuerte en Estados Unidos, en una forma a la que Robert Bellah ha llamado “religión civil”. La cristiandad está en declinación en Europa Occidental, principalmente porque las masas mismas han perdido todo interés en la religión, y porque el Estado es esencialmente administrativo y ya no encarna un propósito para la sociedad en general. En Europa Oriental el comunismo ha destruido a la cristiandad tradicional, pero ha erigido en su lugar una contra-iglesia. Considero esta relación de la cristiandad más matizada y más fructífera que la de Richard.

La mayoría de los comentaristas teológicos evalúan la cristiandad en términos completamente negativos. Comblin reconoce el uso que la cristiandad hace de la violencia, la tendencia de la Iglesia a alinearse con los poderosos y a ignorar la evangelización, y de la gente para actuar por conformismo más que por convicción. No obstante, insiste en que la Iglesia no eligió la alianza con él poder civil de la cristiandad, sino qué se le ofreció la oportunidad. El rehusarla hubiese significado perder la oportunidad de influir en la sociedad en conjunto. Una vez que la cristiandad estuvo en su lugar apropiado, los cristianos podían siempre elegir entre dos enfoques: actuando desde una posición interna de poder, o tomando partido por los pobres. Aquellos que siguen esta dirección demasiado radicalmente, sin embargo, pueden encontrarse condenados por la sociedad como subversivos y por la Iglesia como herejes.

Aunque no saca expresamente esta conclusión, el resultado del punto de vista de Comblin es que de ninguna forma está asegurado que lo que estamos presenciando en América Latina es el fin de la cristiandad. En el caso específico de Nicaragua pudiera ser que el alto nivel del conflicto y el uso de argumentos y símbolos religiosos por parte tanto de los que apoyan la revolución como de los que se le oponen, oscurece un movimiento real más allá de la cristiandad, como argumenta Richard. Me inclino a pensar, sin embargo, que si la revolución se consolida ahí y si ocurren revoluciones en otras partes de América Latina, la cristiandad no desaparecerá simplemente, sino que tomará otra forma.

 

Referencias

Cita del Vaticano II: “Pastoral Constitution on the Church in the Modern World”, en Walter M. Abbot (editor), The Documents in Vatican II, Nueva York: America Press, 1966, par. 76, p. 287.

Paulo VI: Octogesima Adveniens, en Gremillion, The Gospel of Peace and Justice, pars. 24-36, pp. 497-501. Puebla sobre política, pars. 513-530.

Sobre la Iglesia y las organizaciones populares: Phillip Berryman, The Religious Roots of Rebellion: Christians in Central American Revolutions, Maryknoll, N. Y.: Orbis Books, 1984, caps. 4-6 y pp. 337ss.

Discusión sobre ideologías: Los “teólogos de Caracas” permanecieron anónimos probablemente por razones de seguridad o quizás para evitar problemas innecesarios con las autoridades eclesiásticas. La discusión sobre ideologías puede encontrarse en Iglesia que nace del pueblo: reflexiones y problemas, México: Centro de Reflexión Teológica, 1978, pp. 30ss. Puebla sobre las ideologías, pars. 535ss.

Discusión sobre cristiandad: Pablo Richard, Morte das cristiandades e nascimento da Igreja: analise historica e interpretação teológica da Igreja na America Latina, São Paulo: Paulinas, 1984. La forma original es Mort des chrétientés et naissance de l’Eglise, París: Centre Lebret, 1978. Su reflexión sobre Nicaragua se encuentra en “Identidad eclesial en el proceso revolucionario”, en CAV-IHCA (Centro Antonio Valdivieso-Instituto Histórico Centroamericano), Apuntes para una teología nicaragüense, Managua: CAV-IHCA, 1981, pp. 91-103. Comblin sobre cristiandad: O tempo da Ação: ensaio sobre o espirito e a história, Petrópolis, Brasil: Vozes, 1982, cap. 4, “O desafio da cristiandade”.

© Phillip Berryman. Liberation Theology. The Essential Facts About the Revolutionary Movement in Latin America and Beyond. New York: Pantheon Books, 1987. Edición digital autorizada para el Proyecto Ensayo Hispánico de la versión en español: Teología de la liberación. México: Siglo Veintiuno Editores, 1989. Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes. Edición para Internet preparada por José Luis Gómez-Martínez con la colaboración de Béatrice de Thibault. Febrero 2003.

 

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