Teorías en
debate
"Teorías
sin disciplina "
INTRODUCCIÓN: La
translocalización discursiva de "Latinoamérica"
en tiempos de la globalización
Santiago Castro-Gómez
Eduardo Mendieta
Hacia finales de
los años ochenta, el debate sobre la posmodernidad generó en América Latina una gama
bastante amplia de reacciones: desde los más entusiastas defensores del capitalismo y el
"final de las utopías", pasando por los espíritus moderados, que veían allí
la posibilidad de revitalizar la compresión crítica de viejos problemas, hasta los
detractores más acérrimos, que no dudaban en calificar lo "posmoderno" como
una nueva maniobra de penetración imperialista. Curiosamente, una década después,
resulta interesante observar una reacción muy parecida de la intelectualidad
latinoamericana frente a dos de los debates que agitan el mundo académico de los noventa:
la globalización y la poscolonialidad. No resulta difícil adivinar a qué se debe la
energía y pasión con que muchos teóricos(cas) latinoamericanos participan en tales
discusiones: lo que se halla en juego es el sentido mismo de la expresión
"América Latina" en un momento histórico en el que las pertenencias culturales
de carácter nacional o tradicional parecieran ser relevadas (o, por lo menos, empujadas
hacia los márgenes) por identidades orientadas hacia valores transnacionales y
postradicionales.
Quisiéramos ofrecer al lector una introducción general a los dos
debates mencionados. ¿Qué se entiende por "globalización" y
"poscolonialidad"? ¿Cuál es la relevancia teórica de estos conceptos para una
(nueva) discusión sobre el problema de la "identidad latinoamericana"? ¿Cómo
se posicionan diferentes teóricos(cas) latinoamericanos al respecto? Para ello
procederemos de la siguiente forma: primero examinaremos el concepto de globalización,
resaltando su carácter multidimensional y plurivalente. Luego entraremos a caracterizar
de manera muy esquemática las así llamadas "teorías poscoloniales",
concentrándonos aquí en el pensamiento de Edward Said, Homi Bhabha y Gayatri Spivak.
Finalmente realizaremos una presentación de los textos recopilados en éste volumen, que
documentan el modo en que las políticas del conocimiento sobre América Latina vienen
siendo repensadas a finales del siglo XX. Más que ofrecer una simple exposición de los
temas, quisiéramos "provocar" al lector para la consideración de un debate que
es presentado aquí, por vez primera, al público latinoamericano.
1. LA EXPERIENCIA DE
LA DES(RE)TERRITORIALIZACIÓN: GLOBALIZACIÓN DE LO LOCAL, LOCALIZACIÓN DE LO GLOBAL
Apenas comenzando el siglo XX, el pensador uruguayo José Enrique Rodó escribió un
opúsculo destinado a influenciar notablemente las representaciones sobre América Latina
y los Estados Unidos manejadas por gran parte de la intelectualidad durante toda la
centuria. La estrategia de Rodó en Ariel consistió básicamente en la
contraposición de dos identidades homogéneas e inconmensurables: los latinos y los
sajones. Se trata de dos "espíritus" distintos; de dos formas de vida que
heredan valores y formas de convivencia muy diferentes entre sí. Tanto los sajones como
los latinos son herederos de la antigua civilización grecorromana, nos dice Rodó. Pero
mientras que los Estados Unidos reciben esta herencia por la vía del humanismo
nórdico-protestante, Hispanoamérica la recibe directamente por la vía del humanismo
latino-católico que se desarrolló en las regiones mediterráneas de Europa: Francia,
Italia, Portugal y, sobre todo, España. Ello explicaría por qué la religión, la
lengua, la moral y el pensamiento de estos dos pueblos adquieren un carácter tan opuesto.
De acuerdo a la narrativa de Rodó, la principal diferencia cultural entre latinos y
sajones es la valoración que se da en uno y otro lado a la racionalidad
técnico-instrumental. Mientras que los valores supremos de la cultura sajona son el
trabajo, el ahorro y el culto a las promesas redentoras del industrialismo y el
mercantilismo, los valores de la cultura latina se centran en la contemplación estética,
la generosidad del sacrificio y el sentimiento de solidaridad. De este modo, lo que para
aquellos es tenido como virtud, para éstos aparece como vulgaridad. En un lado se otorga
prioridad a la cultura del "tener", en el otro a la cultura del "ser";
allí se concede más importancia a la "sociedad", aquí a la
"comunidad"; o, utilizando la terminología de Durkheim, allí reina la
solidaridad mecánica, mientras que aquí reina la solidaridad orgánica. No en vano,
Rodó simboliza la cultura sajona con la figura shakespereana de Calibán, aludiendo así
a los rasgos de automatismo, tosquedad y barbarie del pragmatismo norteamericano, mientras
que la cultura latina queda simbolizada por la figura de Ariel, representante de la
idealidad estética y moral que predomina en la América hispana.
Pero en los umbrales del siglo XXI, casi exactamente un siglo después de Ariel,
el fenómeno de la globalización ha creado nuevas formas culturales que obligan a
revisar las representaciones dibujadas por Rodó. ¿La "globalización"? ¿Acaso
no es ésta una palabra de moda pero vacía de contenidos, como lo fue también la
expresión "posmodernidad"? ¿A nombre de qué o de quién se nos viene a decir
ahora que la "globalización" exige un cambio radical de las representaciones
culturales que Latinoamérica ha generado sobre sí misma? ¿No estaremos frente a una
nueva estrategia ideológica proveniente de los países imperialistas, en su afán de
legitimar un orden económico internacional que les conviene? A pesar de que tales
objeciones pudieran tener alguna fuerza, nosotros pensamos que las cosas no son tan
simples y que, pese a su carácter un tanto nebuloso y caleidoscópico, la palabra
"globalización" sí está refiriéndose a procesos muy complejos de orden
planetario que generan transformaciones no sólo cuantitativas en el ámbito de la
economía y de la racionalización técnica-institucional, sino también cualitativas en
el ámbito de la reproducción cultural. Y estos cambios, como se muestra en el presente
libro, desencadenan un profundo debate en torno al Latinoamericanismo, esto es, en
torno a las categorías histórico-culturales con las que habíamos venido pensando (e
inventando) a Latinoamérica desde el siglo XIX.
Digamos en primer lugar, y de manera general, que la globalización constituye un nuevo
"modo de producción de riqueza" (cf. Barnet / Cavanagh 1994). En tiempos de
Rodó, y durante buena parte del siglo XX, la riqueza se producía sobre la base del
desarrollo industrial de los estados territoriales y de acuerdo al tipo de función
(hegemónica o subalterna) que desempeñaban estos estados al interior de un
"sistema-mundo" fundamentalmente inter-nacional (cf. Wallerstein 1994). El
crecimiento económico en los centros metropolitanos dependía de varios factores: la
posesión de un conocimiento tecnológico fundamentado en la industrialización de
materias primas (carbón, hierro, petróleo), la presencia de fuerza laboral
(proletariado) en cada uno de los estados territoriales y, no por último, la disposición
de colonias o neocolonias encargadas de producir esas y otras materias primas (algodón,
trigo, lana, carne, especies, etc.). Pero en los albores del siglo XXI, el panorama se ha
transformado casi por completo. El modo capitalista de producción adquiere una
configuración global que sobrepasa lo puramente nacional, internacional o
multinacional. No son los estados territoriales quienes jalonan la producción, sino
corporaciones transnacionales que se pasean por el globo sin estar atadas a ningún
territorio, cultura o nación en particular. Y ya no son los procesos del fordismo y sus
tecnologías de transporte (ferrocarril, correo, barco, carreteras) quienes sostienen la
circulación material de capital, sino que ésta se ha virtualizado por
completo - el dinero ya no "viaja" físicamente de un lugar a otro, pues las
transferencias se realizan electrónicamente -, situación que ha convertido al mundo en
una verdadera "sociedad planetaria" (Weltgesellschaft) constituida por lo
que Luhmann llamase "comunicaciones globales" (Luhmann 1997: 145-171).
En efecto, a partir de la segunda guerra mundial se fue haciendo claro que el capital
iba perdiendo sus connotaciones "nacionales" (capital inglés, japonés,
alemán, norteamericano) para subordinarse cada vez más a formas propiamente globales de
reproducción, situación que se tornó más evidente con el final de la guerra fría. Las
empresas y corporaciones transnacionales desplazaron al estado-nación como lugar de la
hegemonía y empezaron a convertirse en dispensadores de las promesas que éste había
recibido de la modernidad temprana: soberanía, emancipación política, liberalización
económico-jurídica, secularización de las costumbres. El aparato estatal, incluyendo no
sólo las funciones de orden administrativo-financieras, sino también sus instituciones
jurídico-políticas, comienza a reorganizarse de acuerdo a la exigencia mundial de los
mercados y siguiendo los lineamientos trazados por corporaciones bancarias supranacionales
como el Fondo Monetario Internacional. Eliminados así los controles nacionales, las
corporaciones (o, mejor dicho, un puñado de ellas) obtienen el campo libre para
movilizarse a sus anchas por todo el planeta sin tener que consultar sus estrategias con
ningún gobierno, e incluso, muy a menudo, actuando en contra de los intereses estatales.
Así por ejemplo, lo que es bueno para la Volkswagen o la Mercedes Benz (creación de
fábricas y puestos de trabajo en México y Brasil) ha dejado de ser bueno para un país
como Alemania, que observa impotente el derrumbe paulatino de su estado benefactor.
Todavía peor es la situación en los países latinoamericanos, donde las ganancias de las
empresas no se integran a mecanismos nacionales de redistribución de la riqueza, sino que
contribuyen más bien a incrementar la distancia entre los ricos y los pobres. La nueva
división del trabajo rompe así con el esquema clásico centro-periferia, pues las
transnacionales se han convertido en agentes que afectan los intereses nacionales tanto en
los países metropolitanos, como en las zonas anteriormente periferizadas o colonizadas
por éstos.
Ahora bien, en éste proceso de des(re)territorialización del capital, lo que se
globaliza no son únicamente las instituciones estatales y las estrategias económicas,
sino también las ideas y los patrones socioculturales de comportamiento. Esto debido a
que, durante la segunda mitad del siglo XX, la globalización del capital vino acompañada
por la revolución informática y, muy especialmente, por dos de sus productos
tecnológicos: la industria cultural y la comunicación a distancia. En cuestión de pocas
décadas los medios electrónicos de comunicación (teléfono, cine, televisión, video,
fax, internet) han propiciado una transformación jamás conocida en los imaginarios
culturales de la humanidad. Rompiendo barreras culturales, sociales, políticas o
ideológicas erigidas desde hace milenios, los medios han configurado una verdadera
cultura global de masas. Todo un universo de signos y símbolos difundidos planetariamente
por los mass media empiezan a definir el modo en que millones de personas sienten,
piensan, desean, imaginan y actúan. Signos y símbolos que ya no vienen ligados a las
peculiaridades históricas, religiosas, étnicas, nacionales o lingüísticas de esas
personas, sino que poseen un carácter trans-territorializado y, por ello mismo, postradicional.
(cf. Giddens 1993).
Pero los lenguajes postradicionales no son valorativamente neutros, sino que están
atravesados por violentas inclusiones y exlusiones de todo tipo. Los intereses que
difunden y producen estos lenguajes son de carácter particular, aunque pretendan
escenificarse como universales. Empresas y conglomerados disputan entre sí el derecho a
decidir qué tipo de cosas van a comer, beber, vestir y consumir millones de personas en
todo el planeta. También está en juego el control sobre las imágenes y la información
que recibimos cada día respecto a lo que "sucede" en el mundo. Con todo, esto
es sólo una parte de la historia. La otra parte es que cada uno de nosotros, en la medida
en que se vincula formalmente a las redes mundiales de intercomunicación (p.ej. viendo la
televisión, consumiendo símbolos de prestigio, usando los medios de transporte rápido o
escribiendo un texto como éste en el ordenador), se constituye en un agente de la
globalización. No debemos pensar, entonces, que estamos frente a una estructura
homogénea que se impone verticalmente por encima de nuestras cabezas y sin nuestro
consentimiento. Los estudios culturales en América Latina han mostrado convincentemente
que la globalización no es algo que ocurre "afuera" de nosotros y nos
"aliena" de alguna supuesta esencia ideológica, personal o cultural (cf.
Martín-Barbero 1989; García Canclini 1995). Todavía más: en las condiciones creadas
por la globalización, cada vez son más las personas en todas las localidades que
se ven compelidas a vivir en una situación institucionalizada de riesgo (Risikogesellschaft)
y, por tanto, a ejercer protagonismo sobre su propia vida a nivel cognitivo, hermenéutico
y estético, como bien lo muestra la sociología de la cultura contemporánea (cf. Beck
1986; Baumann 1992; Luhmann 1993; Lash / Urry 1994; Schulze 1995).
Todo esto tiene consecuencias importantes a la hora de pensar quiénes somos los
latinoamericanos hoy en día, en tiempos de la globalización. Se trata, nuevamente, de la
eterna pregunta por la identidad, que ha movilizado gran parte del pensamiento filosófico
en América Latina durante los últimos 200 años. Sólo que la respuesta a esta pregunta
ya no puede venir marcada por representaciones de tipo esencialista que establecen
diferencias "orgánicas" entre los pueblos y las territorialidades. Por un lado,
la industria de la información ha saturado a los países latinoamericanos de películas,
videos, libros, exhibiciones, aparatos electrónicos y espectáculos multimedia
provenientes del extranjero, creando territorios supranacionales en donde se borran las
fronteras entre "ellos" y "nosotros". En estos espacios, la oposición
entre lo propio y lo ajeno se desdibuja en la medida en que los bienes culturales o de
consumo son des(re)territorializados, es decir, arrebatados de sus contextos originarios e
integrados a nuevas localidades globales. Así, por ejemplo, cuando vamos a una sala de
cine en Bogotá para ver una película filmada en Hollywood, o cuando desde la Ciudad de
México nos comunicamos por teléfono, fax o internet con una persona ubicada en Nueva
York, nos encontramos ingresando a territorios globales, que han dejado de ser
colombianos, mexicanos o estadounidenses para convertirse en lugares que pueden ser
habitados por cualquier persona de cualquier país, lengua, raza, o ideología.
Queriéndolo o no, la globalización nos ha conectado vitalmente con territorios en donde
las identidades no están referidas más a pertenencias de lengua, sangre o nación, pues
ya no se estructuran desde la inmanencia de las tradiciones culturales (como pensaba
Rodó), sino desde la interacción de la cultura con la dinámica transnacional de los
mercados.
Debería quedar claro que la globalización no es un proceso nebuloso y abstracto sino
que se haya siempre localizado, es decir, que no existe ni puede existir con
independencia de lo local. Cuando hablamos de "territorios globales" o de
"comunicaciones desterritorializadas" no nos estamos refiriendo a procesos que
ocurren "por fuera" de subjetividades y localidades específicas. No se trata,
insistimos, de un fenómeno relativo únicamente a las señales electrónicas de los
medios o a flujos anónimos de información sin vínculos con la cultura. La
globalización no es una estructura sin rostro ni conciencia que coloniza el mundo de la
vida (Habermas), pero tampoco es, por sí misma, un agente (cf. Mato 1996). Los agentes de
la globalización son actores sociales específicos con diferente poder de
intervención: corporaciones económicas, fundaciones privadas, gobiernos, sindicatos,
iglesias, grupos de derechos humanos, movimientos sociales de diverso tipo y, no por
último, cada uno de nosotros. Y todos estos actores se hallan localizados, es decir,
forman parte de un espacio social específico desde el cual se integran (desigualmente) a
los procesos de globalización y luchan por re-definir su identidad personal o colectiva.
Desde este punto de vista quisiéramos utilizar, siguiendo a Robertson (1995), el
neologismo glocalización para designar estos procesos asimétricos de interacción
entre lo local y lo global.
Uno de los casos en donde se muestra con mayor claridad este fenómeno de la
glocalización es el de los movimientos migratorios contemporáneos. No estamos hablando
de migraciones comparables, por ejemplo, al desplazamiento de las tropas de Alejandro
Magno hacia el medio oriente, a las invasiones de Genghis Khan, o al paso de millones de
europeos hacia norte o Sudamérica en el siglo XIX. Migraciones como la de los
latinoamericanos hacia Estados Unidos, de los indios hacia Inglaterra o de los turcos
hacia Alemania poseen un carácter diferente porque se producen en contextos ya globalizados
de acción. Por un lado, la mayor parte de los inmigrantes se establecen en ciudades
globales (como Londres, Berlín o Nueva York), cuyas fronteras trascienden los límites
del estado-nación; por el otro, la vinculación a redes electrónicas de información y
el uso de medios de transporte rápido permite a los inmigrantes (o
"transmigrantes") mantener un intercambio continuo de mensajes, dinero e
imaginarios massmediáticos con sus localidades de origen, que resultaba impensable en el
pasado. Más que "lugares de asentamiento", los espacios habitados por estos
inmigrantes se definen como "zonas de contacto" (Pratt 1992: 1-11); como
territorios globales atravesados por múltiples pertenencias culturales que funcionan, sin
embargo, como lugares de asociación e identidad. Piénsese, por ejemplo, en los
puertorriqueños en Nueva York ("niuyoricans") o en los mexicanos en California
y sus permutaciones lingüísticas ("spanglisch"). Este fenómeno de las
identidades transversas y los espacios intermedios desafía las representaciones
monoculturalistas de Rodó (el "sajonismo" y la "latinidad" como
unidades orgánicas expresadas en la pureza del lenguaje).
No quedaría completa ésta imagen de la globalización si no mencionáramos el
carácter asimétrico de la misma. Pues sería ilusorio pensar que la
des(re)territorialización de la economía, los imaginarios y las identidades obedece a
una dinámica igualitaria o, por lo menos, democrática. El sueño neoliberal de que la
libertad económica conduciría necesariamente a la libertad social y política se ha
revelado, para millones de personas en todo el mundo, como una pesadilla. Lo que para unos
es libertad de elección, movilización y consumo, para otros es la sentencia a vivir en
las condiciones más elementales de sobrevivencia física. Hemos dicho ya que la
globalización des-localiza y re-localiza, pero éste proceso implica (o presupone) la
construcción de nuevas jerarquías de poder. Se trata, en el fondo, de una nueva
repartición de privilegios y exclusiones, de posibilidades y desesperanzas, de libertades
y esclavitudes. Pero lo más dramático y novedoso de ésta estratificación global es que
los vínculos entre la pobreza y la riqueza se transforman radicalmente. Si durante
milenios las relaciones asimétricas de poder estaban organizadas de tal manera que los
ricos necesitaban de los pobres -ya fuera para "salvar su alma" mediante obras
caritativas, ya fuera para explotarlos mediante el trabajo y aumentar de este modo sus
riquezas-, en tiempos de la globalización los pobres han dejado de ser necesarios. Ahora
las riquezas aumentan y el capital se acumula sin necesidad del trabajo de los pobres, lo
cual conduce a una situación paradójica en que los dos mundos están más cerca y,
simultáneamente, más lejos que nunca. Los pobres se hallan más cerca de los ricos que
antes, pues tienen acceso virtual a los símbolos de la libertad y el consumo
escenificados por los media, pero sus posibilidades de tocarlos con la mano son
cada vez menores. Los ricos, a su vez, también se hallan más cerca de los pobres que
antes, porque el zapping les da la posibilidad de presenciar virtualmente la
miseria del mundo en su propia casa, pero su riqueza ya no depende de que el pobre, aunque
siga siendo pobre, reproduzca por lo menos su fuerza de trabajo (Marx). Como el pobre ya
no le resulta útil para nada, el rico considera terminada su responsabilidad social
(Bauman 1997). El fin de la sociedad del trabajo significa también el fin de la
dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Completando nuestra presentación diríamos
entonces lo siguiente: la globalización es ciertamente una nueva forma de producción de
la riqueza pero también, y concomitantemente, una nueva forma de producción y
escenificación de la pobreza.
2. TEORIAS POSCOLONIALES O LA RADICALIZACIÓN DE LA CRITICA AL OCCIDENTALISMO
La reflexión que hacíamos en torno al significado de las migraciones globales es
importante, porque nos conecta directamente con uno de los temas centrales a ser
discutidos en este volumen: el concepto de "poscolonialidad" o, más
precisamente, el carácter de las así llamadas "teorías poscoloniales". ¿Qué
ocurre cuando inmigrantes o hijos de inmigrantes turcos, indios, africanos o
latinoamericanos empiezan a ganar posiciones de influencia en universidades del primer
mundo? ¿Qué desplazamiento discursivo se produce cuando éstos académicos procuran dar
cuenta de la condición subalterna en que se encuentran tanto sus localidades de origen
con respecto a los centros metropolitanos, como la comunidad de inmigrantes al interior de
estos mismos centros? Una respuesta podría ser que conceptos tales como "Tercer
Mundo", "colonialismo" e "intelectualidad crítica" empiezan a
experimentar una trans-localización discursiva.
Durante los años sesenta y setenta la conceptualización del colonialismo, estimulada
por los procesos de "liberación nacional" que se vivían en Asia y en Africa,
giraba en torno a dos ejes principales: el estado metropolitano y el estado
nacional-popular. Ambos ejes eran considerados antitéticos: mientras que el estado
metropolitano era visto como agente del imperialismo y la explotación, el estado
nacional-popular era tenido como agente de liberación y descolonización en el
"tercer mundo". Naturalmente, esta perspectiva cambia en el momento en que el
problema se piensa desde el interior de las "zonas de contacto", es decir, desde
el momento en que los subalternos se encuentran atravesados por redes globales que los
vinculan tanto a la metrópoli como a la periferia, así como por exclusiones de tipo
económico, racial y sexual que operan más allá y más acá de la "nación".
Además, el asunto se complica cuando los académicos que teorizan estos problemas
empiezan a ser conscientes de que están hablando desde una doble posición hegemónica:
por un lado, la hegemonía frente a sus localidades de origen debido a su condición de
personas que viven y trabajan en universidades elitistas del primer mundo; por el otro, la
hegemonía que les garantiza el saber y la letra frente a los otros inmigrantes, la
mayoría de los cuales luchan diariamente por sobrevivir en el sector de servicios. Tal
situación obliga a revisar el papel que las narrativas anticolonialistas y
tercermundistas habían asignado al "intelectual crítico" y a buscar nuevas
formas de concebir la relación entre teoría y praxis.
Las llamadas "teorías poscoloniales" nacen precisamente como resultado de
las tensiones generadas por estos problemas (1). Por ser ya un resultado de
procesos enteramente globales y de la trans-localización discursiva a ellos vinculada,
las teorías poscoloniales se diferencian (tanto material como formalmente) de las narrativas
anticolonialistas que siempre acompañaron a la occidentalización (cf. Moore-Gilbert
1997: 5-33). Pensamos, por ejemplo, en el tipo de crítica al colonialismo llevada a cabo
en Latinoamérica por Bartolomé de Las Casas, Guamán Poma de Ayala, Francisco Bilbao,
José Martí y el mismo Rodó, para mencionar únicamente algunos casos. Tales narrativas
fueron articuladas en espacios tradicionales de acción (Macondoamérica), es
decir, en situaciones donde los sujetos formaban su identidad en contextos
predominantemente locales, no sometidos todavía a procesos intensivos de racionalización
(Weber / Habermas) (2). Como es apenas comprensible, en ese tipo de situaciones la
crítica al colonialismo pasaba necesariamente por un rescate de la autenticidad cultural
de los pueblos colonizados. El concepto de "autenticidad" jugaba allí como un
arma ideológica de lucha contra los invasores, contra aquellos que amenazaban con
destruir el "legado cultural" y la "memoria colectiva" de los
subalternos. Y los guardianes de la autenticidad, los encargados de
"representar" (Vertreten) a los subalternos y articular sus intereses
eran los arieles: aquellos letrados e "intelectuales críticos" que
podían impugnar al colonizador en su propio idioma, utilizando sus mismos conceptos y su
misma "gramática" (cf. Castro-Gómez 1996: 67-120). Aquí precisamente tuvo su locus
enuntiationis el Latinoamericanismo.
Las teorías poscoloniales se articulan, en cambio, al interior de contextos postradicionales
de acción, es decir, en localidades donde los sujetos sociales configuran su identidad
interactuando con procesos de racionalización global y en donde, por lo mismo, las fronteras
culturales empiezan a volverse borrosas. Esto explica en parte por qué teóricos como
Said, Bhabha y Spivak no se ven a sí mismos como profetas que articulan la voz del
oprimido, como "guardianes" de ninguna tradición cultural extraoccidental o
como representantes intelectuales del "tercer mundo". Como veremos enseguida, su
crítica al colonialismo no viene motivada por la creencia en un ámbito - moral o
cultural - de "exterioridad" frente a occidente, y mucho menos por la idea de un
retorno nostálgico a formas tradicionales o precapitalistas de existencia. Ellos saben
perfectamente que la occidentalización es un fenómeno planetario sin retorno y que el
único camino viable para todo el mundo es aprender a negociar con ella. En este sentido,
como lo afirmara Spivak, su actitud frente a la globalización es la de una "crítica
permanente frente aquello que no se puede dejar de desear" (Spivak 1996: 27-28). Y
sus metodologías preferidas son la "reconstelación" y la
"catachresis", esto es, el uso estratégico de las categorías más
autocríticas desarrolladas por el pensamiento occidental para recontextualizarlas y
devolverlas en contra de sí mismo.
En efecto, desde un punto de vista conceptual, las teorías poscoloniales se encuentran
directamente emparentadas con la crítica radical de la metafísica occidental que se
articula en la línea de Nietzsche, Weber, Heidegger, Freud, Lacan, Vattimo, Foucault,
Deleuze y Derrida. Al igual que estos autores europeos, los teóricos poscoloniales
señalan la complicidad fundamental de occidente - y de todas sus expresiones
institucionales, tecnológicas, morales o científicas - con la voluntad irrestricta de
poder sobre otros hombres y otras culturas. Pero la crítica de los autores poscoloniales
es todavía más profunda, al menos en dos sentidos:
a) Ninguno de los autores arriba mencionados tematizó los vínculos entre la
metafísica occidental y el proyecto europeo de colonización. Por el contrario, todos
ellos permanecieron recluidos en el ámbito de una crítica intraeuropea y eurocéntrica,
que fue incapaz de levantar la mirada por encima de sus propias fronteras (3). Sin
abandonar la radicalidad de estos autores, los teóricos poscoloniales señalan, en
cambio, que la metafísica moderna es, de hecho, un proyecto global. Las primeras
víctimas de la modernidad no fueron los trabajadores de las fábricas europeas en el
siglo XIX, ni tampoco los inadaptados franceses encerrados en cárceles y hospitales de
los que nos habla Foucault, sino las poblaciones nativas en América, Africa y Asia,
utilizadas como "instrumentos" (Gestell) en favor de la libertad y el
progreso. De hecho, el fabuloso despliegue de la racionalidad científico-técnica en
Europa no hubiera sido posible sin los recursos materiales y los "ejemplos
prácticos" que provenían de las colonias. Fue, por ello, sobre el contraluz del
"otro" (el bárbaro y el salvaje convertidos en objetos de estudio) que pudo
emerger en Europa lo que Heidegger llamase la "época de la imagen del mundo".
Sin colonialismo no hay ilustración, lo cual significa, como lo ha señalado Enrique
Dussel, que sin el ego conquiro es imposible el ego cogito. La razón
moderna hunde genealógicamente sus raíces en la matanza, la esclavitud y el genocidio
practicados por Europa sobre otras culturas.
b) Mientras que casi todos los críticos europeos terminan proclamando algún ámbito
de escape a la metafísica occidental (el arte para Nietzsche, la contemplación mística
para Heidegger, la "religión débil" para Vattimo, los deseos para Deleuze),
los teóricos poscoloniales señalan que todas estas vías se encuentran permeadas por los
sueños, las fantasías y los proyectos coloniales. Pues fue justamente la estrategia de
la otrificación (othering) la que otorgó sentido a la colonización
europea y al dominio que la racionalidad técnica ejerce todavía sobre la naturaleza
interna y externa. A diferencia, pues, de los maestros de la sospecha, los teóricos
poscoloniales reconocen que todas las categorías emancipadoras, aún las que ellos mismos
utilizan, se encuentran ya "manchadas" de metafísica. De lo que se trata no es,
por ello, de proclamar un ámbito de exterioridad frente a occidente (el "tercer
mundo", los pobres, los obreros, las mujeres, etc.) o de avanzar hacia algún tipo de
"posoccidentalismo" teórico legitimado paradójicamente con categorías
occidentales. Ello no haría otra cosa que reforzar un sistema imperial de
categorizaciones que le garantiza al intelectual el poder hegemónico de hablar por
o en lugar de otros. De lo que se trata, más bien, como lo enseña Spivak, es de
jugar limpio; de poner las cartas sobre la mesa y descubrir qué es lo que se quiere
lograr políticamente con una determinada interpretación. Si detrás de la
interpretación no hay realidades sino únicamente voluntades, entonces la única
estrategia para quebrantar la metafísica es la que Spivak denomina el
"Darstellung", esto es, la historización radical del propio locus
enuntiationis. El que interpreta sabe que lo hace desde una perspectiva en particular,
aunque utilice para ello categorías metafísicas como "libertad",
"identidad", "diferencia", "sujeto", "memoria
colectiva", "nación", "derechos humanos", "sociedad",
etc. Lo importante aquí no es la referencialidad ontológica de tales categorías
que en opinión de Spivak no son otra cosa que "prácticas
discursivas" sino su función performativa. Lo que se quiere no es
encontrar una verdad subyacente a la interpretación sino ampliar el campo de
maniobralibidad política, generando para ello determinados "efectos de verdad".
3. ¿POSCOLONIZACIÓN DE LO LATINOAMERICANO O LATINOAMERICANIZACIÓN DE LO POSCOLONIAL?
En los Estados Unidos, las teorías poscoloniales han gozado de gran recepción en
círculos académicos orientados hacia el estudio de la lengua y la cultura inglesa de
ultramar (Commonwealth Literature). No obstante, también los latinoamericanistas
han venido mostrado bastante interés por el tema, teniendo en cuenta de que fue en
América Latina donde, por primera vez, se empezó a articular una crítica sistemática
del colonialismo. De ahí la irritación de muchos estudiosos de la cultura
latinoamericana frente a declaraciones como la de Spivak, para quien Latinoamérica no
habría participado hasta el presente en el proceso de descolonización, o frente a la
exclusión sistemática de la experiencia colonial iberoamericana por parte de Said,
Bhabha y otros teóricos poscoloniales (4). Con todo, la discusión poscolonial
ganó bastante intensidad desde comienzos de los noventa entre los latinoamericanistas de
la academia estadounidense, adoptando la forma de una crítica interna al
Latinoamericanismo.
"Latinoamericanismo", "Latinoamericanística" y "Estudios
Latino-americanos" son términos utilizados a veces de manera sinónima, a veces de
manera diferencial en la discusión poscolonial. Por lo general, ellos hacen referencia al
conjunto de saberes académicos y conocimientos teóricos sobre América Latina
producidos en universidades e instituciones científicas del primer mundo, y
específicamente en algunos departamentos de literatura en los Estados Unidos. Pues aunque
los "Estudios Latinoamericanos" incluyen ciertamente la sociología, la
politología, la historia, la antropología y últimamente también los estudios
culturales, fue precisamente en los departamentos de lengua y literatura donde empezó a
discutirse por primera vez el problema de la poscolonialidad. Esto no es extraño, si
tenemos en cuenta tres factores: primero, que por lo menos a partir del Boom, la
literatura sigue siendo considerada en los Estados Unidos (y también en Europa) como el
producto cultural latinoamericano par excellence, aún a pesar de la gran
popularidad que empiezan a tener otras mercancías de exportación como el arte (sobre
todo la pintura), la música (tango, salsa) y las telenovelas; segundo, que el tema de lo
poscolonial encaja muy bien con el enorme desarrollo que ya desde los setenta venían
mostrando los estudios de la literatura colonial hispanoamericana, principalmente la del
siglo XVI; y tercero, que las teorías poscoloniales, como ya lo señalamos, muestran
grandes afinidades con el estructuralismo (Barthes, Lacan), la deconstrucción (Derrida) o
la genealogía (Nietzsche, Foucault), metodologías que ya habían sido
institucionalizadas, es decir, incorporadas al análisis de textos en las facultades de
literatura desde comienzos de los ochenta.
Así las cosas, cuando Patricia Seed dio inicio al primer Round de la discusión
con la publicación de su reseña "Colonial and Poscolonial Discourse" en 1991,
ya el terreno se encontraba abonado para ello (Seed 1991). En ese texto, Seed resaltaba
las nuevas perspectivas que ofrecen las teorías de Said, Bhabha y Spivak para un
replanteamiento de los estudios coloniales hispanoamericanos. No obstante, y como lo
anotaron también los críticos más acervos del poscolonialismo (cf. Ahmad 1992), uno de
los puntos en discusión era justamente el uso de un instrumentario teórico decididamente
"occidental" como el postestructuralismo para examinar el pasado
cultural de las ex-colonias europeas. Desde este punto de vista, el crítico literario
Hernán Vidal afirmaba que tal uso desconoce olímpicamente el modo en que el pensamiento
latinoamericano mismo, y particularmente las teorías de la liberación y la dependencia,
han desarrollado categorías pertinentes al estudio de su propia realidad cultural (Vidal
1993). Otros autores como Jorge Klor de Alva y Rolena Adorno impugnaban la importación de
la categoría "poscolonialismo" en los Estudios Latinoamericanos con el
argumento de que tal designación corresponde quizás a los legados culturales de las
ex-colonias británicas (Commonwealth), pero nunca al de las ex-colonias ibéricas
(Klor de Alva 1992; Adorno 1993). Como puede verse, la discusión adoptaba ya en aquel
entonces dos frentes bien definidos: de un lado, el de aquellos latinoamericanistas que
buscaban aprovechar las teorías poscoloniales para una nueva lectura de los textos
pertenecientes al período colonial hispanoamericano; del otro, el de aquellos que
objetaban este movimiento, con el argumento de que tal relectura debería realizarse a
partir de las tradiciones mismas del pensamiento latinoamericano y no desde
categorizaciones extranjeras.
Una segunda vuelta del debate tuvo lugar en el congreso de LASA celebrado en
Guadalajara (Abril de 1997), en donde fueron leídos varios de los trabajos presentados en
este volumen. Algunos de los temas debatidos entre 1991 y 1993 se mantienen todavía
vigentes, pero la discusión se ha diversificado mucho más debido a varios factores: la
consolidación de los Estudios Culturales (García Canclini, Brunner, Ortiz, Sarlo,
Calderón, Hopenhayn, Martín-Barbero, Yúdice, etc.) como nuevo paradigma de teorización
de lo latinoamericano a finales del siglo XX; la incorporación de nuevos debatientes
provenientes de otras disciplinas (antropología cultural, semiología, historia,
filosofía); la fundación del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos; la
publicación de libros como The Darker Side of the Renaissance (W. Mignolo), Cultura
y Tercer Mundo (ed. B. González Stephan) y The Postmodernism Debate in Latin
America (eds. J. Beverley / J. Oviedo / M. Aronna), así como a la participación
crítica desde Latinoamérica de autores como Hugo Achúgar y Nelly Richard. Intentaremos
mostrar al lector cuáles son los nuevos contornos de la discusión, tal como pudieran ser
reconstruidos a partir de los textos que estamos presentando.
El Manifiesto Inaugural redactado por el Grupo Latinoamericano de Estudios
Subalternos recoge varios de los temas abordados por el historiador indio Ranajit Guha, a
partir de los cuales se pretende avanzar hacia una reconstrucción de la historia
latinoamericana de las últimas dos décadas. Tal reconstrucción quisiera presentarse
como una alternativa al proyecto teórico llevado a cabo por los Estudios Culturales desde
finales de los ochenta. Por esta razón, el grupo coloca mucho énfasis en categorías de
orden político tales como "clase", "nación" o
"género", que en el proyecto de Estudios Culturales parecieran ser reemplazadas
por categorías meramente descriptivas como la de "hibridez", o sepultadas bajo
una celebración apresurada de la incidencia de los medios y las nuevas tecnologías en el
imaginario colectivo. La dicotomía élite/subalterno, de claro origen gramsciano, busca
mostrar que la nueva etapa de globalización del capital no debiera ser vista en América
Latina como algo ya "naturalizado", como una condición de vida inevitable, sino
que ella pudiera generar un bloque de oposición potencialmente hegemónico, como
ocurrió, por ejemplo, en el caso de la revolución sandinista en Nicaragua. La teórica
nicaragüense Ileana Rodríguez, cofundadora del Grupo de Estudios Subalternos, muestra
que la lógica de la dominación occidental posee siempre "otra cara", que es
donde se localiza el subalterno y sus estrategias de negociación con el poder. El
subalterno no es, pues, un sujeto pasivo, "hibridizado" por una lógica cultural
que se le impone desde afuera, sino un sujeto negociante, activo, capaz de elaborar
estrategias culturales de resistencia y de acceder incluso a la hegemonía.
Walter Mignolo aprovecha también algunos elementos de las teorías poscoloniales para
realizar una crítica de los legados coloniales en América Latina. Pero, a diferencia de
Ileana Rodríguez y de otros miembros del Grupo de Estudios Subalternos, Mignolo piensa
que las tesis de Ranajit Guha, Gayatri Spivak, Homi Bhabha y otros teóricos indios no
debieran ser asumidas y trasladadas sin más para un análisis del caso latinoamericano.
Haciéndose eco de las críticas tempranas de Vidal y Klor de Alva, Mignolo afirma que las
teorías poscoloniales tienen su locus enuntiationis en las herencias coloniales
del imperio británico y que es preciso, por ello, buscar una categorización crítica del
occidentalismo que tenga su locus en América Latina. Para ello acude a la
tradición socio-filosófica del pensamiento latinoamericano, que desde el siglo XIX se
posicionó críticamente frente a los legados del colonialismo español, pero también
frente a la amenaza de los colonialismos inglés y norteamericano. Este tipo de reflexión
crítica es llamado por Mignolo "posoccidentalismo" (y no
"poscolonialismo" ni "posmodernidad"), utilizando la expresión
sugerida por el cubano Roberto Fernández Retamar.
En la misma línea de Mignolo se ubica el artículo de Eduardo Mendieta, para quien la
modernidad y la posmodernidad no son otra cosa que la secularización del cristianismo, y
en particular de la concepción cristiana del tiempo y de la historia. Se trata, según
Mendieta, de una crono-topología del mundo que elimina sistemáticamente los loci
espacio-temporales de otras culturas distintas a la occidental. Occidente se convierte
así en el panóptico del mundo, en el dispensador de las promesas redentoras para toda la
humanidad. Pero ésta práctica occidental de vigilar el calendario de la historia ha sido
quebrantada en las últimas décadas por las teorías poscoloniales. Mendieta no se
refiere solamente a las críticas de Said, Bhabha y Spivak, sino a todas las teorías
procedentes del tercer mundo que buscan reivindicar su propio locus enuntiationis
frente a la modernidad occidental. En este sentido, todas ellas serían teorías
"transmodernas", que en América Latina encontrarían su mejor expresión en la
teología de la liberación y en el pensamiento filosófico de Leopoldo Zea y Enrique
Dussel. La transmodernidad sería, entonces, la irrupción crítica en el ámbito del
conocimiento (un dominio tradicionalmente sagrado de occidente) de teóricos y
teóricas que defienden su pertenencia a localidades periféricas. Ellos reclaman la
posibilidad de nombrar su propia historia y de articular sus propias categorías
autoreflexivas, aunque utilicen, como Calibán, el mismo lenguaje de Próspero, es decir,
el instrumentario conceptual generado por occidente.
A manera de contrapunto, Santiago Castro-Gómez se pregunta si acaso ésta utilización
del lenguaje de Próspero no genera también representaciones unitarias y excluyentes de
Latinoamérica. Su sospecha se dirige principalmente hacia la tradición del
"pensamiento latinoamericano", que desde el siglo XIX se articuló al interior
de los procesos de globalización y racionalización (periférica) arrastrados por la
modernidad. Si el poscolonialismo de Mignolo, Moreiras y Beverley busca deconstruir las
imágenes coloniales de América Latina que circulan en los aparatos académicos del
primer mundo, ¿por qué no - se pregunta - hacer lo mismo con las imágenes de
Latinoamérica que se generan desde Latinoamérica misma? Para este efecto, Castro-Gómez
propone avanzar hacia una "genealogía del pensamiento latinoamericano" que, a
partir de la exposición de los mitos con que América Latina se ha pensado a sí misma,
pudiera articular una crítica radical de la metafísica occidental. Esta intención
auto-genealógica es compartida también por la colombiana Erna von der Walde, quien
muestra cómo el "macondismo" funciona en América Latina como una construcción
hegemónica y excluyente, mientras que en Europa y los Estados se celebra ingenuamente
como una expresión tercermundista del poscolonialismo y la posmodernidad. El macondismo
es una representación unitaria y panóptica que, por lo menos en Colombia, tiene sus
raíces genealógicas en el siglo XIX, y concretamente en un proyecto político de
orientación aristocrática, militarista, antimoderna e hispanófila: la
"regeneración".
Fernando Coronil, por su parte, critica algunas de las categorías dibujadas por la
academia norteamericana para conceptualizar al "otro" y, al igual que Mignolo,
señala su complicidad genealógica con el imperialismo de los Estados Unidos. Las
representaciones sobre América Latina, el Oriente y el Occidente obedecen, en realidad,
al ejercicio de ciertas políticas epistemológicas llevadas a cabo por
instituciones metropolitanas. No obstante, y siguiendo en este punto el pensamiento de
Marx, Coronil muestra que el capitalismo tardío genera su contrario: la globalización
del capital está propiciado una espacialización del tiempo. Esto significa que la
historia, ahora desterritorializada, ya no pueda quedar anclada en localidades fijas, lo
cual descredita las grandes cartografías históricas de la modernidad, basadas
precisamente en la centralidad de Occidente. El resultado es, a nivel práctico, que las
subalternidades (el "otro") ya no se ubican afuera sino adentro de los países
centrales, provocando la articulación de movimientos sociales contestatarios; y a nivel
teórico, que al interior de la academia misma están emergiendo "categorías
geohistóricas no imperialistas" que permiten abandonar los mapas imperiales
dibujados por la modernidad.
Precisamente en este punto concuerdan los intereses teóricos de Coronil con los de
Alberto Moreiras, quien también busca realizar una genealogía de las políticas del
conocimiento sobre América Latina (el "Latinoamericanismo"), pero ya no a
partir de sus configuraciones latinoamericanas como en el caso de Castro-Gómez y von der
Walde, sino en su manifestación como "Latin American Studies", tal como éstos
son escenificados por la academia norteamericana. En opinión de Moreiras, las
representaciones sobre América Latina han funcionado allí como instancia teórica de una
agencia global, vinculada a los intereses políticos de los Estados Unidos en
Latinoamérica. Además, el Latinoamericanismo históricamente constituido ya no es capaz
de dar cuenta de la nueva situación socio-cultural de los Estados Unidos, en donde las
fronteras con el tercer mundo se han empezado a desplazar hacia adentro. Lo que se
requiere, entonces, es una renovación crítica del Latinoamericanismo que aproveche las
nuevas energías políticas y los nuevos imaginarios culturales de los inmigrantes
latinoamericanos, sin caer por ello en posiciones de corte fundamentalista. El nuevo
Latinoamericanismo (de "segundo orden") debiera convertirse en una "teoría
antiglobal" que sirva como herramienta crítica para una democratización radical del
conocimiento y la cultura en la sociedad estadounidense.
Pero no todos los debatientes comparten este optimismo respecto a la posibilidad de una
renovación de las políticas del conocimiento sobre América Latina desde el
aparato teórico de la academia norteamericana. Mabel Moraña califica la teorización
poscolonial como una nueva versión posmoderna de América Latina elaborada desde los
centros de poder. El propósito de esta teorización sería reforzar el vanguardismo
teórico de ciertos sectores intelectuales en los Estados Unidos, que necesitan algún
tipo de "exterioridad" para ejemplificar sus modelos interpretativos. Así, por
ejemplo, las nociones de "hibridez" y "subalternidad" buscan confirmar
la tesis posmoderna de la pérdida del referente, convirtiendo inesperadamente a las masas
latinoamericanas en "protagonistas" de la globalización. Pero se trata, en
realidad, de un protagonismo engañoso, porque, al ser articulado desde un locus teórico
metropolitano, el diagnóstico de la "hibridez" y la "subalternidad"
es autopoiético: se trata de una observación que el norte realiza sobre sí mismo, sobre
su propia hegemonía representacional. Latinoamérica es ubicada aquí en el espacio de lo
exótico, de lo calibanesco y de lo marginal con respecto a los discursos metropolitanos.
En opinión de Moraña, el poscolonialismo no supera sino refuerza doblemente la épica
tercermundista de los años sesenta. No en vano, anota Moraña, coincidiendo en esto con
Erna von der Walde, los teóricos poscoloniales (Said, Spivak) construyen a Latinoamérica
desde la fórmula de lo "real-maravilloso", sin renunciar a las bases
epistemológicas desde la que se generaba la alteridad en las teorías del desarrollo.
Más dura todavía es la crítica de Hugo Achúgar al poscolonialismo. Para el teórico
uruguayo, estaríamos frente a una nueva forma de teorización metropolitana sobre
Latinoamérica que ignora las tradiciones de lectura y las memorias históricas
articuladas desde Latinoamérica misma. Las agendas teóricas del poscolonialismo
no se inscriben como un instrumento de lucha en favor de la sociedad civil
latinoamericana; ellas obedecen, más bien, al impacto que la diversidad étnica,
religiosa y cultural ha producido en países que, como los Estados Unidos, hasta hace poco
se representaban a sí mismos como monoculturales. Al no distinguir las dos situaciones,
es decir, al confundir lo latinoamericano con lo latino-estadounidense, las teorías
poscoloniales funcionan en realidad como una política colonialista de la memoria y el
conocimiento. Achúgar sospecha incluso que el poscolonialismo es una nueva forma de
panamericanismo teórico, que corre paralelo al panamericanismo económico diseñado por
el gobierno de los Estados Unidos (Tratado de Libre Comercio). De lo que se trataría,
entonces, es de descolonizar el poscolonialismo, mostrando que América Latina ha generado
sus propias categorías autoreflexivas. Categorías como "Nuestra América" de
José Martí, que pusieron siempre en claro la diferencia entre los intereses
latinoamericanos y los intereses colonialistas estadounidenses.
También Nelly Richard contrapone, como Achúgar, el hablar sobre y el hablar desde
América Latina. Pero, a diferencia de éste, la teórica chilena no se refiere
primariamente al lugar geográfico de la enunciación, sino al carácter formal de
la misma. Richard castiga cualquier tipo de enunciación que busque integrar el referente
"Latinoamérica" en un aparato global de conexiones teóricas, ligadas a una
institucionalidad determinada. No sólo el Latinoamericanismo articulado desde la academia
norteamericana es objeto de su crítica; también lo es el Latinoamericanismo que se
produce en América Latina desde instituciones como la FLACSO, tal como lo muestra la
polémica que sostiene con las ciencias sociales chilenas (Brunner, Lechner, etc.) en su
último libro (Richard 1994). El peligro de este tipo de teorización es que los saberes locales
y marginales quedan integrados en una maquinaria teórica omnicomprensiva, controlada por
tecnócratas del saber. En este sentido, Richard habla de una "Internacional
académica" que determina qué autores deben ser leídos o citados, cuáles temas son
relevantes, qué significa estar en la "vanguardia" de una discusión, etc. Lo
que halla en juego es el acceso a posiciones de poder en las universidades, la
financiación millonaria de proyectos académicos, los intereses mercantiles de las
editoriales y, no por último, la reestructuración metropolitana de los programas
educativos de acuerdo a las nuevas necesidades del capital. Es allí, en este aparato
institucionalizado de saber-poder, donde se ubica el debate sobre los estudios culturales,
la poscolonialidad y la subalternidad.
Nos encontramos, pues, frente a una polémica de gran calidad intelectual, destinada a
revitalizar la ya bicentenaria pregunta por la identidad y el destino de estos pueblos
que, bien o mal, hemos venido denominando "América Latina". Una pregunta que,
por la complejidad misma de su objeto, ha conservado siempre un carácter
transdisciplinar. No ocurre de otro modo en la colección que estamos presentando al
público: sociólogos, antropólogos, historiadores, críticos literarios, semiólogos y
filósofos, todos ellos y ellas reunidos en torno a una sola temática. Se trata, pues, de
verdaderas teorías sin disciplina que convergen o divergen, pero que, en cualquier
caso, dialogan entre sí.Notas
Nuestra caracterización formal de las "teorías
poscoloniales" se concentra en la obra de Edward Said, Homi Bhabha y Gayatri Spivak,
considerados generalmente como los tres mayores teóricos del poscolonialismo.
- Nótese que no utilizamos la categoría
"tradición" en el mismo sentido que lo hicieron las teorías de la
modernización. No estamos oponiendo lo "tradicional" a lo "moderno",
como si los dos términos correspondieran a un ordenamiento temporal y teleológico. Por
el contrario, "tradicional" y "postradicional" son categorías
estructurales que buscan dilucidar el tipo de relaciones que se dan entre lo
distante y lo cercano, entre el espacio y el tiempo, en condiciones de globalización.
- Es bien conocida la crítica que realiza Spivak del
postestucturalismo teórico en Foucault y Deleuze, a quienes acusa de "ignorar la
división internacional del trabajo" (cf. Spivak 1994). También Said y Homi Bhabha,
aún reconociendo su deuda con la obra de Foucault, critican la "ignorancia" de
éste respecto al problema del colonialismo (cf. Said 1994: 81; Bhabha 1994: 236 ss).
- Bastaría mencionar que en las dos principales antologías del poscolonialismo (la de
Williams y Chrisman de 1994, y la de Ashcroft, Griffiths y Tiffin de 1995) no aparece
invitado ningún teórico(a) latinoamericano. La mayor parte de los textos hacen
referencia a la experiencia de las ex-colonias inglesas. A lo sumo se incluyen referencias
al colonialismo en el Caribe, pero siempre desde la perspectiva del Commonwealth
(de ahí la constante mención de teóricos como Franz Fanon y Aimé Césaire, convertidos
en "commodities" de la discusión poscolonial).
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[Fuente: Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta,
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México: Miguel Ángel Porrúa, 1998.]
© José Luis Gómez-Martínez
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