Hermenéutica
José Luis
Gómez-Martínez
"El discurso
antrópico y su hermenéutica"
La obra literaria se realiza en la comunicación antrópica,
aun cuando
el péndulo de la crítica académica haya pasado
en las últimas décadas del énfasis en
un sentido depositario
de la misma a la negación de la posibilidad
de un significar
transcendente.
1. El discurso antrópico y su hermenéutica.
El lenguaje del
escritor, como el de cualquier artista, surge siempre en tensión en el seno de una
lengua; es decir, de una estructura externa convencional de signos que lo aprisiona, que
en cierto modo lo determina, pero a la que también supera y modifica por el solo hecho de
contextualizar en ella una práctica creadora. Todo acto de escribir supone, además, un
proceso de codificación de un pensamiento: se trata de expresar, exteriorizar, pronunciar
una idea a través de un sistema externo de signos, aun cuando convencional y por ello
dinámico, es decir, en constante transformación. Pero sucede que dichos signos, en sí
mismos, a su vez, son incapaces de significar en el sentido de la estructura que los hace
posibles, cuando ésta se enjuicia desde un centro sistema de codificación
externo a ella. La exterioridad fuerza, resalta, coloca el énfasis en la diferencia que
crea el nuevo procedimiento codificador. Como la "diferencia" no satisface
nuestro deseo de significar, de atrapar desde el discurso de la modernidad lo
que suponemos sentido unívoco de la idea, posponemos su pronunciación, pero con ello
sólo iniciamos un proceso (teóricamente indefinido) de diferir el acto de significar en
una cadena interminable. Tal es la deconstrucción posmoderna del discurso narrativo de la
modernidad: Cada significante, se dice, parece ser a la vez significado de otro
significante en una sucesión repetitiva/circular que se convierte en un fin en sí misma
y que nos impide/pospone el llegar al significante original, con lo que la búsqueda se
convierte en un juego intelectual, eso sí, dialógico, pero que se niega a sí mismo
valor cognoscitivo. Nuestra experiencia, sin embargo, atestigua la existencia del diálogo
y, por tanto, la posibilidad de significar en un discurso antrópico.
La falacia del discurso posmoderno se encuentra en la pérdida del referente humano que
lleva implícito, en el no querer reconocer la inherente antropocidad de todo discurso
axiológico. A fuerza de diferir y diferenciar en un progresivo intento de precisión,
pero siempre a través de un centro gobernante prefijado e inmóvil, se vela el objeto de
la búsqueda. El proceso es, en verdad, ilimitado en el sentido del discurso de la
modernidad que repudia su propia contextualización en cuanto a la limitación
espacio/temporal que ello implica, pero no lo es porque no llegue a alcanzar el
primer "significante", resabio metafísico que atrapa al discurso de la
modernidad, sino porque el referente humano, en lugar de ser un algo hecho, es un estar
siendo. Con esto queremos simplemente aplicar una dosis de "realidad" a la
abstracción racional de la modernidad y a la perplejidad del discurso posmoderno: en
nuestra experiencia cotidiana no hablamos de "Pedro I" para referirnos a Pedro
cuando tenía cinco años y de "Pedro II", cuando tenía diez; Pedro no es una
acumulación de planos yuxtapuestos, cada uno significando un momento en su vida, sino que
lo es en su transformación, en su devenir. La característica radical que lo identifica
es la de movimiento. Su comprensión del mundo es, igualmente, una compresión
dinámica, nunca repetida ni repetible. Pero este es el concepto que vamos a ir
desarrollando en las páginas que siguen. El ser humano, pues, no puede definirse en
el sentido de una perfectividad, de una estructura unívoca-- precisamente por ser
un siendo. Este "definirse", que buscaba el discurso de la modernidad y que se
problematiza en la transición posmoderna, requería un observarse fuera de sí mismo y
por tanto dejar de ser. El estar siendo es lo que causa en el proceso deconstructivo
posmoderno la serie indefinida de significantes/significados que, por supuesto, dentro del
discurso axiológico de la modernidad se prolongará tanto como el ser humano mismo.
El significante original, el primario, el raíz, del cual derivan todos los demás, en
la complejidad significante/significado, es lo humano, cuya esencialidad, de la cual todos
participamos y que fundamenta la posibilidad dialógica, al mismo tiempo que así se
reafirma, se pospone en la propia dinamicidad de su antropismo. Es decir, se reafirma en
cuanto a su implicación como posibilidad de significado en un sentido antrópico y se
difiere en cuanto a la imposibilidad de una definición externa a ella misma, de poder
quedar enmarcado en una estructura con un centro dominante prefijado e inmóvil que
significaría su perfectividad, o sea, la paradoja de verse hecho desde un estar siendo.
Durante siglos hemos estado atrapados en la prisión de la razón y el proceso de
liberación, en la reflexión teórica, se nos presenta arduo. Hemos convivido con la
ilusión de poseer la verdad en el sentido universal y atemporal que nos imponía
la modernidad; y hemos construido un mundo de "racionalidad" independiente e
indiferente de nuestra realidad humana. La revolución en las comunicaciones, la apertura
de la "otredad" en nuestro ineludible proceso de globalización, nos conduce en
el último tercio del siglo XX a la perplejidad posmoderna: la modernidad, el mundo creado
por la razón nos parece ahora insuficiente, pero anclados todavía en él nos sentimos
incapaces de superarlo. El dualismo explícito entre el mundo "externo"
(creación de la razón), considerado como "objetivo", o sea transcendente, y el
mundo "interno" (el devenir humano), considerado como "subjetivo", o
sea pertinente únicamente al individuo, resulta hoy día postizo. La modernidad se nos
queda, pues, pequeña, pero buscamos una substitución desde los mismos presupuestos que
la hacen insuficiente. Hemos perdido el referente originario y se hace imperativo
recuperarlo para encontrar en él una nueva pauta de conocimiento: la posibilidad de
diálogo. Y si la ambición racional se encuentra ligada a esta pérdida, es tiempo
entonces, como propone Cassirer, de problematizar la definición del ser humano como animal
rationale, y considerarle, ante todo, un animal symbolicum (1).
En cualquier caso hablamos de un diálogo entre seres humanos, de un algo anterior al símbolo
y que como tal lo condiciona en su forma más íntima. Podemos ejemplificar lo que aquí
queremos implicar, y que desarrollaremos más adelante, con el dicho coloquial que
considera los ojos "reflejo del alma": una mirada de alegría, tristeza,
angustia, o un grito de pánico, son expresiones anteriores a toda contextualización
cultural; "simbolizan" estados humanos de un referente raíz de su
universalidad en el discurso humano, de la posibilidad de la comunicación que el
discurso posmoderno se empeña en negarnos.
Implicamos, por tanto, al ser humano como referente original y necesario; y con ello
problematizamos la negatividad del pensamiento posmoderno y hacemos posible un discurso
cognoscitivo, esta vez en una dimensión antrópica, que supera el diálogo depositario de
la modernidad (2), pues establece su legitimidad en la transformación, o
sea, en un referente interno y dinámico, aunque eso sí, siempre constreñido por la
ineludible contextualización de todo discurso. Afirmamos, pues, como desarrollamos más
adelante, la esencialidad de la narratividad como interiorización/exteriorización del
tiempo antrópico. Es decir, la complejidad significado/significante deja de ser un fin en
sí misma para convertirse en un método problematizador que fecunda el diálogo al nivel
antrópico. En nuestra condición de seres humanos todos participamos, pues, de ese primer
referente, en el sentido de una contextualización matriz que posibilita la codificación
de un discurso que a su vez nos confiere acceso a una primera dimensión en el acto de
significar.
Pero antes de continuar, parece conveniente hacer un paréntesis en el desarrollo que
venimos siguiendo, y adelantar aquí aunque de modo esquemático lo que
entendemos por discurso de la modernidad y de la posmodernidad, y lo que proponemos con
discurso antrópico:
- Discurso de la modernidad: mi centro como universal.
La modernidad se ordena a través de un centro incuestionable, que se erige en paradigma
de todo acto de significar y que se proyecta en imposición logocentrista: la verdad
transciende su contexto y se presenta como algo transferible. Se puede así hablar de
"proponer la verdad", como señala Feijoo en su Teatro crítico universal,
para añadir: "Doy el nombre de errores a todas las opiniones que
contradigo". El error y la verdad en el discurso de la modernidad son algo tangibles
e independientes del sujeto conocedor, o sea indiferente a su contextualización: la
modernidad impone significado.
- Discurso de la posmodernidad: deconstrucción de todo centro
mientras se busca el centro transcendente con lo que se difiere su
definición.
La posmodernidad es la duda de la modernidad, es la perplejidad ante el descubrimiento
de lo fatuo y quimérico de suponer la existencia de un centro cultural unívoco que se
proyecte como referente de toda significación, pero se hace sin problematizar el concepto
mismo de "centro". O sea, el blanco del proceso es la estructura, la
narratividad del discurso de la modernidad, que ahora, sin el apoyo del centro
transcendente que en un principio la hizo posible, se convierte en fácil blanco de una
implacable crítica deconstruccionista proyectada en una orgía destructiva: la
posmodernidad difiere el acto de significar, al anhelar y negar a la vez la posibilidad de
un significar transcendente.
- Discurso antrópico: definición en la transformación
La antropocidad implica una abstracción del concepto de "centro cultural" que
aporta la modernidad (de todo centro que se proyecte como transcendente), para colocar en
primer plano la "estructura" misma. El centro antrópico es un centro dinámico,
móvil, un centro sujeto a la continua transformación propia de todo discurso
axiológico. Es un centro que sólo se concibe en el proceso dinámico de su
contextualización y como núcleo de constante re-codificación de dicha
contextualización. Aunque más adelante desarrollamos estos conceptos, podemos anotar
aquí un ejemplo que sitúe a los tres en perspectiva. Consideremos el lugar de la
"otredad" en las tres etapas: 1. Desde el discurso de la modernidad la
"otredad" era juzgada desde mi contextualización y en función a mi
contextualización: no se considera la existencia de un discurso de la
"otredad". 2. La deconstrucción posmoderna reconoce el derecho de la
"otredad" a su propio discurso, pero no cuenta con él: ambos discursos se
erigen como independientes. 3. En el discurso antrópico, la "otredad" pasa a
ser un punto más en la contextualización de mi discurso y, como tal, esencial en el
momento de pronunciarme: el discurso antrópico asume la "otredad" como paso
previo al acto de significar.
Coloquemos ahora estas afirmaciones en perspectiva a través de un doble desarrollo: en
la primera parte, mediante una reflexión sobre la estructura de la modernidad que nos
permita superar la fase negativa de la reacción deconstructiva de la posmodernidad; en la
segunda parte trataremos de fundamentar una nueva aproximación al texto literario de
acuerdo con una estructura dinámica previamente establecida y que corresponda a la
ineludible antropocidad del discurso axiológico que surge del derrumbe de las estructuras
de la modernidad.
2. Hacia un discurso antrópico
La problematización (deconstrucción) de la modernidad, que ha caracterizado hasta ahora al
discurso posmoderno (discurso de transición) siempre se ha hecho desde la pretensión de
un "centro" inmóvil (transcendente a su propia contextualización), ya sea
interno o externo a la estructura que problematiza o deconstruye, aun cuando fueran
precisamente las implicaciones de dicho centro el origen del cuestionar. Tal es el caso
del discurso inicial de Derrida y tal es la razón de sus limitaciones: deconstruye la
modernidad, pero lo hace desde la misma modernidad. Es decir, desde una estructura
considerada también estática (busca igualmente significar en un sentido perfectivo: un
significar válido en sí mismo), aun cuando su peculiaridad sea la de fundamentarse en un
centro externo a la estructura que deconstruye; ello le permite resaltar lo convencional,
lo efímero, de cualquier discurso axiológico, a la vez que persiste en la validez, en la
universalidad, de su propio discurso, ya que su cuestionamiento no afecta al centro mismo
que lo sostiene.
Pero antes de proceder con nuestro desarrollo, se hace necesario deslindar dos términos
que venimos usando y que la crítica hispánica actual utiliza impropiamente como
sinónimos; parte de la intención de estas consideraciones teóricas es, justamente, la
de amojonar nuestro camino reflexivo con una terminología más puntual. Me refiero ahora
a los términos "deconstrucción" y "problematización"; el primero
nos llega del inglés aun cuando lo generalizara Derrida, el segundo proviene del
pensamiento iberoamericano de la liberación. El proceso deconstructivo asume un centro
inmóvil, semejante al de la modernidad, pero externo a la estructura que
"deconstruye". La "problematización" sugiere un cuestionamiento
reflexivo interno a la estructura, pero considerada ésta como contextualización
convencional y por lo tanto dinámica. La "deconstrucción" es proyección de un
logocentrismo "excéntrico", como dijimos, a la estructura que
"deconstruye" y, por ello, pospone el acto de significar. La
"problematización" parte de un antropismo filosófico que libera el acto de
significar del constreñimiento que imponía la rigidez estática del discurso de la
modernidad; significar es, en el discurso antrópico, un acto de contextualizar en la
dinamicidad de un estar siendo, de una constante re-codificación.
La modernidad, pues, como hemos señalado ya, se ordena a través de un centro
incuestionable, que se erige en paradigma de todo acto de significar y que se proyecta en
imposición logocentrista: la verdad transciende su contexto y se presenta como algo
transferible. Se prescinde, por tanto, al dar cuenta de la realidad de la inevitable
condificación convencional y dinámica del discurso antrópico, y se puede así hablar de
"proponer la verdad", como señala Feijoo en su Teatro crítico universal,
para añadir luego: "Doy el nombre de errores a todas las opiniones que
contradigo" (101-102).(3) El error y la verdad en el discurso de la modernidad
son algo tangibles e independientes del sujeto conocedor, o sea, indiferente a su
contextualización. Tal es la posición logocéntrica de Feijoo, por ejemplo, y su ensayo
"El no sé qué", un modelo claro y explícito del funcionar de dicho discurso.
El método cartesiano el análisis de "el qué de los objetos simples, y
el por qué de simples y compuestos" proporciona a Feijoo la vía
inquisitiva en el proceso de apartar una a una las capas de "ignorancia" que
mantienen velada la "verdad", para luego afirmar categóricamente su presencia
autónoma en el discurso de la modernidad: "Si yo oyese esa misma voz, te diría a
punto fijo en qué está esa gracia que tú llamas oculta" (384).
La posmodernidad, como señalamos ya, es la duda de la modernidad, es la perplejidad
ante el descubrimiento de lo fatuo y quimérico de suponer la existencia de un centro
unívoco que se proyecte como referente de toda significación; es decir, como modelo de
significación. Se inicia así, es cierto, una problematización antrópica del centro,
pero en la proyección posmoderna se da énfasis únicamente a la deconstrucción de los
pretendidos códigos de significación, sin referencia al concepto mismo de
"centro" que los determina; o sea, el blanco del proceso es la estructura, la
narratividad del discurso de la modernidad, que ahora, sin el apoyo del centro
transcendente que en un principio la hizo posible, se convierte en fácil blanco de una
implacable crítica deconstruccionista proyectada en una orgía destructiva. En casos
extremos, esta "posmodernidad" se convierte en un juego confuso de nuevos
términos para referirse únicamente a la forma como una generación reacciona ante el
legado de la anterior. Así se expresa Lyotard: "Una obra sólo llega a ser moderna
si es primero posmoderna. Comprendida de este modo, la posmodernidad no implica el fin de
la modernidad sino su inicio, y esta relación es constante" (4).
Lo más frecuente, sin embargo, es que se confundan los términos de modernidad y
posmodernidad en la perplejidad que sentimos ante las transformaciones radicales que en
nuestros días se aceleran a través de los medios electrónicos de información: la
globalización confonta el pensamiento de la modernidad con la omnipresencia de la
"otredad". Así, cuando nos habla Octavio Paz, empeñado él mismo en una
deconstrucción personal de la modernidad, de que "el tiempo comenzó a fracturarse
más y más" (5), se refiere con ello a la rapidez con que en la actualidad se
construyen y deconstruyen las estructuras de la modernidad que todavía fundamentan
nuestras instituciones sociales. La acción deconstructiva de la modernidad produce, en
efecto, esa ilusoria impresión de una "fracturación del tiempo", sin que se
repare en la contradicción que los mismos términos implican. Por lo demás, el
desconcierto a que hace referencia Octavio Paz es bien real: "Por primera vez en la
historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la
sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos
consolaban. Las sociedades son históricas, pero todas han vivido guiadas e inspiradas por
un conjunto de creencias e ideas metahistóricas" (10). Lo que Paz califica de
creencias "metahistóricas" son las estructuras de la modernidad que todavía
nos gobiernan. La problemática actual es que el centro que las justifica, antes
íntimamente unido a los lentos y en cierto modo predecibles esquemas generacionales, es
ahora inestable; o sea, parecen surgir incesantemente centros procesos de
codificación que originan nuevas estructuras desde las que se deconstruyen las
reglas prevalecientes de los anteriores. Anclado en la modernidad, Paz duda ahora incluso
de su realidad: "¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay
tantas modernidades como sociedades [es decir, tantas estructuras regidas por centros
estáticos diferentes como sociedades]. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto
y arbitrario" (7). Y afirma más adelante: "En los últimos años se ha
pretendido exorcisarla y se habla mucho de postmodernidad. ¿Pero qué es la
postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?" (7). Pero el proceso
deconstructivo con que se cuestiona la modernidad no es caprichoso. Aunque no
desarrollaremos este aspecto hasta más adelante, conviene ya anotar desde ahora, que el
fenómeno actual proviene de una aceleración del proceso de contextualización que nos
presenta en movimiento lo antes percibido como estático. Todo intento de comunicación
supuso siempre una contextualización en estructuras convencionales. Hoy se acelera la
transformación de dichas estructuras de tal modo que, anclados todavía en la
comunicación depositaria de la modernidad, "metahistórica" diría Paz, nos
encontramos desconcertados en cuanto a los códigos que debemos aplicar en nuestra
comunicación. Las estructuras de la modernidad fueron eficaces cuando todavía se podían
asimilar las inevitables transformaciones y por lo tanto se partía de un consenso general
en el código que determinaba todo proceso de contextualización. En la actualidad se
impone la dimensión antrópica que antes parecía inconsecuente. La decodificación se
desplaza de un centro inmóvil a uno dinámico: la antropocidad de todo discurso se
traslada a un primer plano.
Antes de continuar con el hilo de estas reflexiones, detengámonos por un momento para
considerar la preocupación que exterioriza Octavio Paz. Nos habla de que "el tiempo
comenzó a fracturarse más y más". Paz, por supuesto, se refiere a que las
"narrativas" que caracterizan a la modernidad permanecen en vigor durante
periodos de tiempo cada vez menores; le parece como si las reglas del juego cambiaran
antes de haber sido asimiladas. Nota que las narrativas portadoras de la
"verdad" se desplazan unas a otras con tal rapidez, que nos causa una sensación
de orfandad porque se nos escamotean los paradigmas con los que antes juzgábamos la
"verdad" de nuestra realidad. Lo que sucede, como desarrollaremos más adelante,
es que los conceptos de tiempo y de narratividad han experimentado una
ruptura radical, pues no dependen ya de los tradicionales procesos de codificación: se
conceptúan ahora desde una nueva dimensión que supera, a la vez que asume, la dualidad
cartesiana. Hablamos hoy de un tiempo antrópico, cuya esencialidad es la intimidad
de un sentirse siendo (o la conciencia de un saberse siendo); y que se articula bien a
través de la estructura convencional, simple y objetivadora de un tiempo lineal,
bien mediante la complejidad de un intento mimético, a través de un controvertido tiempo
histórico. Pero antes de proceder al desarrollo de estos conceptos, conviene explorar
con más detenimiento lo que implica la modernidad y la deconstrucción pos-moderna.
La popularidad del discurso deconstructivo en el que está ahora embarcada nuestra
sociedad la crítica literaria es apenas una manifestación académica se
asienta, precisamente, en que por primera vez se le entrega al individuo una herramienta
que le permite sentirse superior en la negatividad implícita en toda aproximación
deconstructiva. Me explicaré. En el momento presente de globalización de las estructuras
sociales, políticas, económicas, educativas, etc., de instantáneo acceso a los sucesos
globales, se diluye hasta desaparecer la ilusión de significar desde un centro unívoco.
Es decir, antes de haber tenido tiempo de problematizar la modernidad en su totalidad, o
sea, en cuanto un discurso, en cuanto una estructura que se proyecta como independiente de
su antropocidad y que erige su logocentrismo como referente de toda conceptualización de
la realidad, se destruye el centro como punto de referencia unívoco, para luego entrar a
saco con la estructura misma. Destruir el "centro" no significa, en esta primera
etapa deconstructiva, liberarse de él en cuanto a su imposición logocentrista. Al
contrario, en lugar de problematizar la "estructura" por ignorar su
antropocidad, por pretender que su realidad sea independiente de una contextualización en
esquemas convencionales, se la critica, se cuestiona su validez, pero se hace a través de
un centro de codificación externo a ella (así el caso de Lyotard en la cita anterior).
Por supuesto, la exterioridad del centro no se debe a una superación de la
conceptualización estática de la modernidad; en la faceta del proceso deconstructivo se
trata de nuevo de una posición logocentrista, pues su discurso pretende otra vez
significar desde un centro dominante a la vez que indiferente e independiente de su propia
narratividad; o sea, desde el nuevo centro se deconstruye todo aquello que cae fuera de su
ámbito de dominio. Se trata, naturalmente, de una maniobra paradójica mediante la cual
se niega la posibilidad de proyectar significado al mismo tiempo que se reafirma el acto
mismo de significar, aun cuando sea en su dimensión negativa de rechazar su propia
contingencia.
Entre los escritores que más han influido en la problematización de la modernidad en
las letras occidentales, destaca Jorge Luis Borges (6). Su obra puede servirnos
también a nosotros para ejemplificar los límites de la pos-modernidad: la
deconstrucción de la modernidad desde la misma modernidad. He escogido entre los escritos
de Borges la reflexión que desarrolla en "La Biblioteca de Babel" (1941), donde
se expone con extraordinaria intuición y claridad lo que en la década de los sesenta se
empezaría a conocer como pensamiento posmodernista. El pensamiento de la modernidad se
equipara aquí con la búsqueda del Libro o, como aclara Borges, "acaso del catálogo
de catálogos" (7). La razón se presenta así como capaz de conquistar la
ignorancia, de acceder al "catálogo de catálogos" en proyección
transcendente. De ahí que, nos dice Borges, "cuando se proclamó que la Biblioteca
abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los
hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto" (90). "También se
esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad" (91).
Pronto, sin embargo, continúa Borges, "a la desaforada esperanza, sucedió, como es
natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel, en algún
hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles,
pareció intolerable" (91). Se empezó a dudar de la existencia de "un libro que
sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás" (92). Este proceso
de deconstrucción lleva a considerar la aplicación de los signos, de los símbolos, como
casual, y en situación extrema, a afirmar que "los libros nada significan entre
sí" (86), que "hablar es incurrir en tautologías" (94). Se llega así al
epítome de la posmodernidad, a creer que en realidad se trata de una "Biblioteca
febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur en cambiarse en otros y que
todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira" (93).
Borges, inserto él mismo en la modernidad que deconstruye, siente la perplejidad que
provocan sus propias reflexiones, por lo que sus palabras finales establecen también el
paradigma desde el cual se construye el discurso de la posmodernidad (el pos se
construye desde la modernidad que pretende "dejar atrás", pero que sin ella no
tiene sentido). La solución de Borges es paradójica; cierra un círculo cuyo final es as
su vez imprescindible comienzo. Anclado en la modernidad se ve forzado a diferir el acto
de significar: "Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La
Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier
dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el
mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa
elegante esperanza" (95). Esta es la aporía del pensamiento de la posmodernidad. Se
busca significar en el sentido de la modernidad: pronunciar el "Orden" con el
cual Borges detiene su reflexión.
El resultado de este proceso deconstructivo, quizás necesario como primer paso para
lograr una toma de conciencia de la artificiosidad del discurso de la modernidad, será
siempre en sí mismo confuso, negativo, mientras no se dé un paso más. Lo fundamental
del discurso de la modernidad, lo que la posmodernidad pone en entredicho, no es la
estructura del discurso, pues, como hemos ya señalado, todo intento de comunicación
supone una contextualización en estructuras convencionales, lo que ahora se rechaza es la
imposición logocentrista de la modernidad. Es preciso liberarse de ese centro estático
que basa su postura regidora de significado en la pretensión de transcender toda
contextualización, y es necesario problematizar su existencia para comprender lo que en
verdad significa el nuevo pensar, el antropismo que comienza a definir el discurso de la
humanidad. Hagamos uso de una analogía para establecer así un primer punto de apoyo que
nos facilite avanzar en nuestro desarrollo. En una primera aproximación podríamos decir
que la duda posmoderna, su insistencia deconstructiva, proyecta hacia un discurso
antrópico que problematiza y supera el discurso de la modernidad en el mismo sentido que
el discurso científico de Einstein problematiza y supera el discurso científico de
Galileo y Newton. Pero recordemos que lo fundamental de la teoría de la relatividad no es
el haber anulado un centro, ni siquiera el haberlo desplazado, sino el haberlo trasladado
a una nueva dimensión: de una exterioridad estática a una interioridad dinámica. Algo
semejante es lo que se pretende al reconocer la antropocidad de todo discurso. No se
trata, pues, de desplazar el centro: hacerlo personal y negar así la posibilidad de un
discurso axiológico del estar; no se trata tampoco de anular el centro: hacer del intento
de significar un ejercicio lúdico, camino a que conduce la institucionalización del
proceso deconstructivo de la duda que implica la posmodernidad. Se trata, justamente, de
trasladar el centro a una dimensión antrópica, que haga posible forjar una nueva
narrativa dependiente ahora de una interioridad dinámica.
Si oponemos, pues, el concepto de la antropocidad al de la modernidad es porque con
ello implicamos algo diferente, que en términos de la analogía anterior podemos por
ahora expresar como el paso a una nueva "dimensión". Y con el término
"nueva-dimensión" queremos señalar, en efecto, que el centro que fundamenta el
nuevo discurso es de un signo radicalmente diferente al que caracterizó el discurso de la
modernidad. En todo caso, hablamos desde el comienzo de un "centro", pues el
discurso antrópico, como cualquier otro discurso, que por ello mismo implica ya una
contextualización en una estructura convencional, posee un centro que lo fundamenta; y es
precisamente a través de la comprehensión del antropismo de dicho centro como llegaremos
a formular su discurso. Conviene recordar, aun cuando lo venimos señalando desde el
comienzo, que con el término "centro" hacemos referencia al "código"
o procesos de codificación que fundamentan las estructuras que hacen posible todo
discurso. Veamos en esbozado lo desarrollamos más adelante la diferencia que
implicamos cuando hablamos de un centro (proceso de codificación) en el discurso de la
modernidad, de la posmodernidad y del discurso antrópico. Por ejemplo, el centro de la
lengua española, en el discurso de la modernidad, es aquel que se fija en la Gramática
de la lengua castellana que publica la Real Academia Española. Allí se detallan las
reglas que fijan la estructura del español. Todo departir se considerará error o forma
dialectal. La posmodernidad descubre lo quimérico de pretender fijar el idioma español y
apunta a que tanto Nebrija con su Gramática de la lengua castellana, como en el
primer diccionario de la Real Academia en el siglo XVIII, buscaron igualmente fijar el
idioma español, y ambos casos difieren notablemente de las gramáticas actuales. Si en la
modernidad se pronunciaba en cada caso la estructura del idioma español con sentido
transcendente (indiferente a su localización en el espacio y en el tiempo), el discurso
de la posmodernidad busca igualmente esa gramática que pueda incluir todas las
gramáticas, por lo que difiere en acto de pronunciarse. En el discurso antrópico
hablamos de un centro contextualizado; es decir, de un centro (código) que sólo lo es en
el tiempo y en el espacio, tanto individual como social. Lo es individual en cuanto lo es
en mí y en un estado de permanente transformación; lo es social en cuanto proceso de
codificación convencional, igualmente en constante transformación, pero externo a la
intimidad de mi código personal. El código personal se encuentra en constante forcejeo
con el código social, lo transgrede a la vez que se encuentra limitado por él; pero la
codificación social, en cualesquiera de sus formas deja de ser paradigma de lo
"correcto" para reconocerse de nuevo en su razón de ser: estructura
convencional creada para facilitar, posibilitar la comunicación. No tiene sentido ahora,
pues, hablar de error, ni es necesario posponer el acto de significar. Deja de ser
pertinente hablar de que la modalidad lingüística de una persona o de un grupo esté en
error (discurso de la modernidad), ni que la plétora de diferencias individuales o
regionales nos impida establecer "el código" del idioma español (discurso de
la posmodernidad). Desde un discurso antrópico se reconoce la legitimidad de lo
individual y de lo regional; también se parte de que el objetivo del idioma es facilitar
la comunicación entre la multitud de individuos (o de comunidades). El código externo
(en cuanto a un individuo o comunidad particular), se asienta de nuevo en su realidad
convencional en constante transformación; se trata de un centro móvil que se define
precisamente en la transformación de su constante presente. La Gramática de
Nebrija representa, en este sentido la exteriorización social del código de la lengua
española en un presente de 1492.
Antes de avanzar más en el desarrollo de estas reflexiones conviene puntualizar dos
términos de uso frecuente en la crítica actual, pero que sin un análisis más preciso
corren el peligro de hacerse inoperantes. Me refiero al uso de los adjetivos
"interior" y "exterior" cuando hablamos de un centro. Es obvio que en
una primera aproximación, el concepto de centro es sinónimo de punto interior
equidistante. En este sentido todo centro es forzosamente interior. Cuando hablamos de un
centro externo a una estructura, hacemos uso de un proceso elíptico mediante el cual se
da por sobreentendido que se trata del centro de una estructura que no corresponde a la
primera, pero desde la cual ésta es juzgada. Precisados de este modo, ambos términos han
sido usados para hacer referencia al discurso de la modernidad y para proyectar la duda
deconstruccionista de la posmodernidad. Este primer nivel de conceptuación es, sin
embargo, insuficiente, pues con ello se hace referencia tanto al centro que una vez
constituido reniega de su origen en la contextualización de un discurso axiológico del
estar, como a aquel otro centro que se reconoce en su dimensión antrópica. En el primer
caso, el del centro que se comporta como si hubiera trascendido su ineludible
contextualización en un discurso axiológico del estar, podríamos hablar con propiedad
de un "centro externo", en cuanto se impone como independiente de toda
narratividad. Tal es el fundamento y a la vez prisión metafísica de la modernidad, que
hoy se pone en entredicho en este proceso de transición que denominamos posmodernidad. En
el segundo caso, el del centro que se constituye en su dimensión antrópica, es un centro
dinámico que se reconoce como tal únicamente en el discurso axiológico del ser, aun
cuando éste sólo pueda formularse en el contexto de un discurso axiológico del estar.
Este centro de carácter antrópico, que podríamos denominar "interno",
funciona de un modo diametralmente opuesto al de la modernidad: El centro del discurso de
la modernidad es un centro dominante que establece el paradigma que hace posible una
verdad transcendental: no ofrece lazos de reflexión, sino proyecta una verdad
depositaria. El centro del discurso antrópico es un centro reflexivo, que se reconoce en
su dinamicidad; o sea, es un centro dialógico que proviene y a la vez posibilita la
contextualización necesaria en todo acto de comunicación; pero como centro rige
únicamente en el devenir del discurso axiológico del ser. Basten estas reflexiones para
establecer una primera precisión de estos conceptos que iremos desarrollando en las
páginas que siguen.
El mismo discurso de la modernidad, que se caracteriza en un principio por el discurso
de la razón teórica y que después encuentra apoyo en la razón científica, no se ha
mantenido inmutable. Ha sido, muy al contrario, un proceso dinámico en cuanto a
problematizador de su propia realidad, así la razón vital orteguiana, que al llegar en
nuestros días a sus últimas consecuencias, permite ahora la radicalización de su mismo
cuestionar. Y es precisamente a través de esta radicalización del cuestionar cómo el
discurso de la modernidad se libera a sí mismo, al asumir su realidad antrópica.
Pero antes de considerar el proceso de dicha problematización, regresemos de nuevo a
nuestra posición fundamental que consiste en conceptuar el discurso de la modernidad como
una estructura que consigue su narratividad a través de un centro que se autodefine como
independiente; es decir, se presenta como ajeno a su propia contextualización, pues borra
las huellas de su origen y así transciende convenientemente la temporalización y las
fronteras espaciales, que harían imposible establecer paradigmas de verdad dentro del
discurso de la modernidad. Ello permite que la estructura de la modernidad, en un momento
dado, se pueda problematizar mientras se mantiene el valor unívoco del centro que
posibilita el acto de significar; es decir, el concepto, la "estructura" de la
verdad puede cambiar, y así ha sucedido a lo largo de la historia humana, pero en ningún
momento se cuestiona, en el discurso de la modernidad, la existencia del centro como algo
inmutable, como algo independiente, o sea, la posibilidad de pronunciar la verdad (como
sucedía en el ejemplo anterior de Borges). Ejemplifiquemos las implicaciones que ello
conlleva a través de la problematización del concepto de "Hombre" que
desarrolla el filósofo mexicano Leopoldo Zea. Desde el umbral de la modernidad, nos dice
Zea, al descubrir Europa el continente americano y "tropezar con otros entes que
parecían ser hombres, exigió a éstos que justificasen su supuesta humanidad. Esto es,
puso en tela de juicio la posibilidad de tal justificación si la misma no iba acompañada
de pruebas de que no sólo eran semejantes sino reproducciones, calcas, reflejos de lo que
el europeo consideraba como humano por excelencia" (8). Es decir, el europeo
había forjado el discurso de su humanidad reconstruyendo y contextualizando en él una
imagen de sí mismo, como en realidad correspondía al referente necesario que
fundamentaba su quehacer. Pero el discurso que desplegaba desde su modernidad
correspondía a una estructura que proyectaba su "centro" proceso de
codificación fuera de su propia contextualización, lo concebía transcendente; o
sea, que no adquiría conciencia de que la "humanidad" que desplegaba era una
imagen de su humanidad y no la esencialidad de la "Humanidad". Instalado así el
europeo en la "Humanidad", toda diferencia era una negación de dicha
"Humanidad": tal el caso de los habitantes "descubiertos" en el nuevo
continente. Al eximir el europeo al centro que gobernaba el discurso axiológico de su
estar de la contingencia circunstancial que lo originó, le concedía una autonomía que
borraba, que transcendía su origen en una contextualización concreta en un espacio y en
un tiempo también europeos. Este discurso de la modernidad europea permitía construir
una narrativa "artificiosa", pero que se erigía como paradigma de toda
narrativa, lo que implicaba, por supuesto, negar la realidad de la "otredad".
Más adelante nos detendremos en el concepto de narratividad.
El proceso de problematización que hizo posible el paso de la "estructura de la
Ilustración" a la "estructura del Romanticismo", puede servirnos para
comprender la complejidad de la etapa deconstructiva de nuestro momento actual. La
problematización de la Ilustración se inicia en su mismo seno en un constante anuncio
del Romanticismo, pero mientras la problematización misma se asentaba en la
"estructura" de la Ilustración, se negaba a sí misma el llegar a una comprensión
de lo que el Romanticismo aportaba. La analogía con nuestro momento de transición
posmoderna es apropiada, pues el proceso de deconstrucción en el que nos hallamos
instalados cuestiona igualmente la modernidad desde la misma modernidad. Así podemos
interpretar el ensayo de Feijoo "El no sé qué", y su reflexión sobre el
concepto de la "ignorancia" implícito en dicha expresión. Feijoo inicia su
problematización desde el discurso racionalista de la modernidad, para demostrar que
sólo "por ignorancia o falta de penetración se aplica el no sé qué".
Su proceso deconstructivo, sin embargo, le conduce, a pesar suyo, a problematizar su
propio discurso racionalista al reconocer que "hay un cierto no sé qué
propio de nuestra especie", que él hace depender del "genio, imaginación y
conocimiento del que lo percibe". Pero como el "centro" del discurso de
Feijoo se halla instalado en la Ilustración, no llega a penetrar en el nuevo orden: la
"estructura romántica" que apuntaba su proceso deconstructivo. Ve los límites
de la razón, pero lo hace desde la razón misma que le imposibilitaba reconocer, por
ejemplo, la función de las emociones, de lo irracional en el quehacer humano. No percibe,
en otras palabras, y haciendo uso del lenguaje metafórico que caracteriza a ambos
momentos, que del orden mecánico del reloj se estaba pasando al orden orgánico del
árbol: del orden impuesto desde afuera (desde un centro que transciende su
contextualización), a un orden que se construye desde adentro. Es precisamente esta
noción romántica la que se radicaliza ahora y al hacerlo entra en crisis y da paso al
periodo de transición que denominamos discurso de la posmodernidad. Se trata ahora de
eliminar el último soporte que le queda a la razón de la Ilustración: lo ilusorio de
pretender la existencia de un referente que transcienda su origen en la contextualización
de un discurso axiológico para erigirse como paradigma de significación que permita el
apoyo en los universales.
En efecto, en la actualidad el referente transcendental se quiebra, se deconstruye;
pero cuando Derrida, por ejemplo, problematiza la posibilidad de una estructura
fundamentada por un centro que transcienda su contextualización, lo hace él mismo desde
un referente externo, igualmente trascendente aun cuando pertenezca a un nuevo discurso
axiológico, por lo que, al mismo tiempo que posibilita su proceso deconstructivo, difiere
el acto de significar: el apoyo externo (el "centro" que permite su concepción)
es también el blanco de su cuestionar, pues el mismo método deconstructivo que se
aplicó a la primera estructura, se emplea ahora con la segunda desde una tercera, y así
en cadena indefinida. Por ello, al mismo tiempo que Derrida posibilita la
problematización, suspende el acto de significar al colocarlo bajo tachadura desde un
nuevo centro, igualmente externo e igualmente transcendente, que en proyección indefinida
será a su vez de nuevo problematizado. Destruye así la posibilidad de significar en el
sentido del discurso de la modernidad, al demostrar lo arbitrario de las estructuras que
dependen de un centro unívoco y transcendente a su original contextualización; pero no
llega él mismo a superar la etapa deconstructiva, cuyas raíces se encuentran todavía en
el discurso de la modernidad: "La ausencia de un significante transcendental
proyecta/postpone el espacio y el acto de significar ad infinitum" (9).
Es decir, se sigue buscando, como en el ejemplo anterior de Borges, el libro
"compendio perfecto de todos los demás", el "Orden". Derrida defiende
igualmente su radical poner en suspenso la posibilidad de una estructura: "... pero
no veo por qué yo deba renunciar o nadie deba renunciar a la radicalidad de un trabajo
crítico bajo el pretexto de que con ello ponga en riesgo la esterilización de la
ciencia, de la humanidad, del progreso, del origen del significado, etc. Yo creo que el
riesgo de esterilidad y de esterilización ha sido siempre el precio de la lucidez" (10).
Este paso deconstructivo a la Derrida, que caracteriza el proceso de transición
de la posmodernidad, ha hecho de la "estructura", cualquier estructura, el
blanco de su inseguridad; al desconocer el "centro", sistema de codificación
que la posibilitaba, o mejor dicho, al contextualizar el centro en su propia estructura,
se la ve tambalearse como paradigma de significado y nos regodeamos, con visión
provinciana, de que no dé la medida. Por supuesto, se trata de nuevo de "la
medida", es decir, una implicación de significar en un sentido transcendente, que
ahora se hace coincidir con "mi" medida. En cualquier caso, se sigue
deconstruyendo la estructura no sólo desde un "centro" externo a ella misma,
desde un proceso de codificación que le es ajeno, sino que se hace todavía desde un
centro que transciende la contextualización de la estructura que rige y desde la cual,
como punto de referencia, se fundamenta el acto deconstructivo. El paso que se hace ahora
necesario es precisamente el de abandonar la pretensión de un centro transcendente, y por
lo tanto externo (en los dos sentidos ya mencionados), estático y unívoco, que rija la
posibilidad de una estructura con significado fuera de su propia contextualización, de la
creación de una narrativa igualmente transcendente. Se impone, con otras palabras,
reconocer la antropocidad del devenir humano, desarrollar las estructuras de nuestro
discurso axiológico en su dimensión antrópica e instalar como encuentro dialógico un
significar igualmente antrópico, único capaz de caracterizar al discurso humano.
La deconstrucción actual de la "estructura" de la modernidad a que
predispone la inseguridad posmoderna no surge todavía, pues, de un intento de
problematizar la legitimidad de un centro que transciende su propia contextualización,
sino de contextualizar un discurso en estructuras ajenas a las que en un principio lo
originaron, es decir, de decodificarlo a través de un centro, igualmente transcendente,
pero externo a la codificación original. En cualquier caso, el procedimiento
deconstructivo posmoderno acelera, en efecto, el proceso de codificación (y
decostrucción) de nuevas estructuras, pero con ello no se llega a "la
esterilización de la ciencia, de la humanidad, del progreso ...", como creía
Derrida, sino que al contrario se muestra cada vez con más énfasis la ineludible
antropocidad de todo discurso axiológico. La modernidad ha pretendido reconciliar una
narrativa fundamentada en principios estáticos con la realidad esencialmente dinámica
del ser humano: se quiso encerrar un proceso histórico el hombre en su estar
siendo con estructuras fundamentadas en centros que transcendían su
contextualización y que eran presentados, por lo mismo, como inmóviles; tales
estructuras de la modernidad surgen, en un principio, indiferentes al proceso histórico,
aun cuando luego se vean ineludiblemente contextualizadas en él. La problematización
deconstructiva que inicia el Romanticismo hace ahora crisis. La posibilidad de significar
desde un centro transcendente se pone radicalmente en entredicho. La dimensión del
discurso antrópico que se busca, se encuentra ya implícita en el mismo proceso
deconstructivo que caracteriza la crítica de nuestro momento. Sólo es necesario para
ello un proceso inicial de abstracción para dar sentido al sinsentido actual. Debemos
abstraernos en el discurso antrópico (el discurso científico, como depositario, tiene
implicaciones diferentes) del concepto de "centro" que aporta la modernidad, de
todo centro como punto fijo, para colocar en primer plano la "estructura" misma.
Pero antes de proceder con nuestra reflexión, regresemos de nuevo a la problemática que
enfrentamos y hagámoslo esta vez desde la perplejidad de uno de los exponentes del
pensamiento problematizador actual.
Jacques Lacan reconoce que "la idea de una unidad unificadora de la condición
humana ha tenido siempre en [él] el efecto de una mentira escandalosa" (11).
Llega a esta conclusión por haber invalidado previamente, como Derrida, la posibilidad de
una estructura fundamentada en un centro prefijado, inmóvil e independiente de su propia
contextualización. Pero es precisamente esta eliminación del centro lo que le deja
perplejo: "La vida se desliza por el río, tocando de vez en cuando una orilla,
deteniéndose por un momento acá y allá, pero sin comprender nada y esto es lo
fundamental del análisis, que nadie comprende nada de lo que sucede" (12).
Buen epítome de una situación: nos plantea la problemática y el problema y a la vez
proporciona una analogía válida para nuestro enfoque. Lacan percibe el fluir de la vida,
su dinamicidad, pero la ve pasar desde la orilla (desde múltiples centros inmóviles que
se posicionan como si transcendieran su propia contextualización en la estructura) y se
reconoce incapaz de fijarla: la imposibilidad de definir el río desde un punto al margen.
Asentados en la dimensión estática que proporcionan las estructuras del discurso de
la modernidad, precisamente por estar fundamentado en un centro transcendente, se descubre
la imposibilidad de comprender un principio dinámico en su dinamicidad. Toda realidad se
convierte en el discurso de la modernidad en una "instantánea" de cámara
fotográfica o, como señalamos más adelante, en una serie de instantes yuxtapuestos; es
decir, en un rechazo de su esencialidad: su dinamicidad. Esta postura, quizás apropiada
en la comunicación depositaria del discurso científico, resulta insuficiente en la
comunicación antrópica, tanto en el discurso axiológico del ser como del estar. Se
anula, se niega, en el discurso de la modernidad, la dimensión dinámica por creer que
sólo se puede significar si se transciende la contextualización del "código"
que fundamenta toda posición logocéntrica. En eso consiste el anhelo de la modernidad:
un ansia de poseer, de controlar nuestra realidad encerrándola en una estructura
estática; o sea, proponiendo una narrativa unívoca que nos confina a existir en esa
"instantánea" de la que hablábamos antes, y con la que se construye, se fija,
en el sentido de poder reproducir exactamente, el discurso de nuestra
"humanidad".
El proceso deconstructivo de la posmodernidad no es algo original del siglo XX. Más
bien es el contexto social, en su dimensión global, el que ahora nos impone la presencia
de la "otredad", y acelera en nuestros días la problematización de los
esquemas de la modernidad. La misma reacción del Romanticismo ante la Ilustración puede
servirnos de nuevo para profundizar en la transformación que ahora implicamos; también
parece apropiado el lenguaje metafórico asociado con ambos casos. Desde el orden
estático de la razón asentada en los universales, la mente "racionalista" de
la Ilustración estableció un orden mecánico para explicar su mundo circundante (el
ejemplo tradicional del reloj nos sirve todavía para explicar este proceso). La ruptura
romántica supuso modificar el orden mecánico por el orden orgánico (el ejemplo del
árbol nos sirve igualmente). En ambos casos, sin embargo, se establece como punto de
referencia un centro transcendente, capaz de posibilitar la comprensión del devenir. Se
da cabida al mundo de lo irracional o mejor de lo no-racional (la espontaneidad, los
instintos, las emociones, el "no sé qué" feijooniano). Pero no se alcanzó
entonces a dar el paso definitivo; se siguió valorando el centro como algo indiferente,
independiente, del proceso contextualizador que lo hacía posible. En lugar de profundizar
en la estructura del nuevo discurso, que requería igualmente un centro antrópico, un
centro dinámico, o sea, un centro sujeto a la continua transformación propia de la
antropocidad de todo discurso axiológico, se impuso de nuevo el carácter de la
exterioridad atemporal, en cuanto se creyó necesario transcender el dinamismo temporal de
la contextualización del discurso antrópico. De ahí que el proceso que se siguió fuera
inverso; se pretendió mecanizar, encajar en estructuras transcendentes fijas, aquellos
elementos "no-racionales" que en un principio sirvieron de fundamento
catalítico de la problematización.
Regresemos de nuevo a la anterior afirmación de Lyotard: "Una obra sólo llega a
ser moderna si es primero posmoderna". Se hace en ella coincidir la duda posmoderna
con el proceso deconstructivo y en el mejor de los casos con la reflexión
problematizadora, pero con eso únicamente se apunta a la transformación del
"discurso axiológico del estar" por la continua acción deconstructiva
(problematizadora) a la que lo somete el "discurso axiológico del ser"; o sea,
el proceso consciente de realizarse en los límites de la estructura de un discurso
preestablecido, que al mismo tiempo que nos contextualiza, la toma de conciencia de dicha
contextualización inicia el proceso deconstructivo de la misma (recordemos que todo
intento de comunicación, de articular nuestra existencia, supone una contextualización
en estructuras convencionales). Sin duda, la transformación del discurso axiológico del
estar en un momento dado se radicaliza en la confrontación generacional. Pero en este
caso lo que está sucediendo es un dislocamiento más profundo del "centro" en
una determinada dirección; es decir, se está creando una nueva estructura que empieza a
ser regida por un centro nuevamente proyectado fuera de su contextualización, y desde el
cual se deconstruye, haciendo uso de un nuevo código de valores, aquellos esquemas que ya
no pertenecen a la estructura naciente. Regresamos así de nuevo al concepto de
"centro" que fundamenta el desarrollo que aquí planteamos.
Cuando antes nos referíamos a que la modernidad se caracteriza por hallarse instalada
en un centro transcendente, el concepto de "transcendente" implica,
naturalmente, el hecho de proyectarse fuera, de ser indiferente, de creerse independiente
de su contextualización original, o sea, significa comportarse como fuente de significado
de la misma estructura convencional que, paradójicamente, lo hace posible. En otras
palabras, transcendente sólo en cuanto permite la ilusión de significar en un momento
dado, en cuanto constantemente se erige como unívoco, como paradigma de significación.
Lyotard, en su perplejidad posmoderna no pretende significar sino deconstruir la
estructura implícita en todo discurso. Por ello su foco de atención no es el
"centro" como fuente de significación, sino la contextualización del
"discurso axiológico del ser", de naturaleza esencialmente deconstructiva,
inmerso en el proceso dialéctico que aporta su historicidad. De ahí que vea surgir en
dicho discurso axiológico del ser un pensamiento "posmoderno", cuyo proceso
deconstructivo dará luego lugar a un "discurso axiológico del estar", o sea,
en su terminología, a un nuevo discurso de la modernidad. Pero esto no nos explica el
proceso en el que ahora estamos embarcados. Lyotard analiza, con nueva terminología, el
funcionar de la modernidad. De lo que se trata ahora es de reconocer la insoslayable
antropocidad del discurso axiológico, de aproximarnos al ser humano a partir de una
ruptura con el discurso opresor de la modernidad. Pretendemos superar el pesimismo que
aporta la etapa deconstructiva: ese sentir de Lacan de que "nadie comprende nada de
lo que sucede".
Al enfocar nuestra atención en cómo surge el "centro", problematizamos
igualmente su conceptuación en un proceso que también deconstruye su univocidad. Se
descubre entonces que la humanidad no ha ido ampliando el concepto de centro (posición
omniabarcadora de la Ilustración), sino que se ha seguido un proceso de dislocación,
unas veces lenta, otras acelerada, pero que en todo caso da lugar no a un
"centro" sino a una serie de centros, todos ellos tenidos en su momento como
transcendentes. Es precisamente el reconocimiento de esta realidad lo que precipita la
crisis actual. El discurso de la modernidad estaba asentado en el sentido unívoco,
atemporal, del centro que fundamentaba su estructura y permitía la actitud logocentrista
de proyectar una estructura concreta como paradigma de estructura. El descubrimiento de su
realidad antrópica y por ello contextualizada, dinámica, inicia también su destrucción
en la comunicación humanística.
Hagamos uso de nuevo de la analogía del río para profundizar en los parámetros que
ahora pretendemos establecer. En una esquematización del proceso se podría decir que el
discurso de la modernidad es aquel que fijo en un punto determinado de la orilla de un
río pronuncia el "discurso" del río. La etapa de transición de lo que
denominamos la posmodernidad es aquella que deconstruye la validez de
"pronunciar" el río desde la perspectiva de uno sólo de sus puntos; es decir,
se trata de una primera etapa en la que se descubre que la realidad del río es algo más;
cada punto diferencia del anterior y por lo tanto se hace necesario posponer el acto
totalizador de pronunciar el río. Pero este diferenciar y diferir se realiza a sí mismo
en un proceso ad infinitum, como señalaba Derrida. De la etapa deconstructiva, se
hace ahora necesario pasar a la construcción de un nuevo discurso, que tenga,
naturalmente, en cuenta, como hubiera dicho Ortega y Gasset, que ya no podemos regresar al
esquema de la modernidad precisamente porque ya estuvimos en él. La nueva dimensión a la
que apunta la posmodernidad sigue una pauta diferente, busca incorporar nuestro discurso
dentro de su antropocidad. Supone, pues, una ruptura en el estructurar de nuestro
pensamiento en las ciencias humanas, semejante a la ruptura que supuso el discurso
científico de Einstein con relación a las llamadas ciencias exactas. Significa, en una
palabra, aceptar la variante que supone incluir el "tiempo" como parte
integrante del devenir humano, como elemento constitutivo de la estructura de un nuevo
discurso, esta vez antrópico; ello implica también la imposibilidad no sólo de
construir una estructura con un centro que transcienda su antropocidad, sino también, y
esto es lo significativo, de concebir la existencia de tal estructura. Regresemos de nuevo
a la analogía del río. En el discurso antrópico, la nueva estructura posee, por
supuesto, un centro, pero un centro que sólo se concibe en el proceso dinámico de su
contextualización y como núcleo de codificación de dicha contextualización, que se
localiza, en nuestra analogía, en el mismo fluir del río y que se define, o sea
significa, precisamente en cuanto fluir, en cuanto estar siendo. Pero detengámonos por un
momento en este punto; la conciencia de no querer imponer al "otro" la
definición que proyecta mi imagen particular: imponer las peculiaridades del agua que
acaba de pasar a la que continúa pasando, sigue siendo una proyección del discurso de la
modernidad. Tal posición sólo puede ser formulada desde la "orilla" (como
espectador del fluir), o sea, desde una posición que transciende el dinamismo de toda
contextualización, aun cuando se reconozca el derecho del "otro" a su propio
discurso. El antropismo, que se descubre a partir del rechazo del esquema de la modernidad
en el discurso axiológico y de la deconstrucción posmoderna, supone nuestra
contextualización en el "río". Es decir, se define desde su mismo caudal,
navegando en su seno y desde allí se reconocerá lo accidental y necesario a la vez, de
cualquier punto de la margen; o sea, de nuestro contexto vital con el cual nos comunicamos
y reconocemos en el otro. Se muestran de este modo con claridad las tres etapas ya
mencionadas al comienzo y sobre las que hemos venido reflexionando: a) desde el discurso
opresor de la modernidad, la "otredad" era juzgada desde mi contextualización y
en función a mi contextualización (pronunciar el río desde un punto fijo en la orilla);
b) la deconstrucción posmoderna reconoce el derecho de la "otredad" a su propio
discurso, pero como se encuentra ella misma atrapada en la modernidad, se reconoce la
"otredad", pero no se cuenta con ella (conciencia de que desde distintos puntos
se pronuncia de modo diferente el río); c) en el discurso antrópico, la
"otredad" pasa a ser un punto más en la contextualización de mi discurso y,
como tal, esencial en el momento de pronunciarme (conciencia de que mi estar siendo sólo
se articula a través de los puntos en la orilla). Al mediatizarse, pues, la estructura,
unívoca, fija, y por lo tanto opresora, de la modernidad, se abre paso a una relación
dialógica, única pauta posible en la dinamicidad del discurso antrópico.
En repetidas ocasiones hemos hecho referencia a que el Discurso antrópico nos
traslada a una nueva dimensión, no en el sentido de anular el discurso de la modernidad,
ni siquiera el de la posmodernidad, sino asumiendo ambos como herramientas de
comunicación. Antes de pasar a considerar el funcionar de estas "herramientas"
a través de una hermenéutica del discurso antrópico, conviene ahora que nos detengamos
en considerar el concepto de narratividad que hemos venido anunciando, y a la vez
posponiendo, a lo largo de estas páginas. Anteriormente señalamos a este propósito, la
existencia de un tiempo lineal, un tiempo histórico y un tiempo antrópico.
Cada uno de ellos se caracteriza por una peculiar estructura narrativa. Las estructuras de
la modernidad se exteriorizan según una narrativa lineal, aun cuando forzosamente
se construyan según narrativas históricas. En cualquier caso se estructuran
según un crecimiento, un desarrollo o un hacerse, que proyectan la ilusión de caminar
hacia una perfectividad. Tanto el modelo mecánico de crecimiento (crecimiento por
adición) como el modelo orgánico (crecimiento desde dentro), son convencionalidades que
no responden al discurso antrópico. El ser humano asume ambos modelos, pero no puede
quedar
limitado a ellos; lo humano es precisamente aquello que queda fuera, que no puede ser
contenido en ambas formas de narratividad: el ser humano es un estar siendo, un
renovado presente que no responde tampoco, como veremos, a la fórmula de un hacerse.
El término presente apunta, pues, a dos vertientes: a) el sentirse siendo del ser humano,
y b) el punto de partida de toda comunicación. El acto de comunicación se articula, se
inicia, necesariamente, desde un presente que, visto desde la exterioridad, aparece como
una serie de instantes yuxtapuestos que se definen en su contextualización, o sea, desde
una narrativa histórica. El presente vivido, en cuanto al ser humano, en cuanto al
discurso antrópico, no puede definirse como una sucesión de instantes, de planos
yuxtapuestos; tal es la diferencia entre ser y el pensarnos siendo. Somos
independientes del concepto de tiempo, pero nos pensamos a través de un antes y un
después. Es decir, si bien como seres humanos actuamos en ese presente vivido, nos
pensamos desde dicho presente, a través de lo que denominamos una narrativa
antrópica. La narratividad antrópica implica, pues, ese pensarse (sentirse)
en y desde el presente: las experiencias humanas son irrepetibles. Pero se trata también
de una narrativa que únicamente se puede exteriorizar a través de narrativas lineales
e históricas. Antes de continuar, ejemplifiquemos esta fase haciendo uso de la
clasificación que nos proporciona Hayden White en el contexto del discurso histórico:
"La hermenéutica sistemática del siglo XIX la comtiana, la hegeliana, la
marxista, entre otras variedades se planteaba como objetivo la
explicación del pasado; la hermenéutica de la filología clásica, su
reconstrucción; y la hermenéutica moderna, la post-Saussure, frecuentemente
sazonada con buena dosis de Nietzsche, su interpretación. Las diferencias
entre estas nociones explicación, reconstrucción e interpretación son más
específicas que genéricas, puesto que cualquiera de ellas contiene elementos de las
otras" (13).
Esta clasificación de White, que describe acertadamente la transformación de la
hermenéutica en los últimos siglos, puede servirnos también en nuestro desarrollo.
Dijimos anteriormente que la narrativa antrópica se articula a través de una narrativa
lineal y de una narrativa histórica. La narrativa lineal y la antrópica
responden a dos realidades concretas: al mundo físico y al "espiritual"; pero
no en el sentido de la dualidad cartesiana, sino en la unidad humana; una, denota la
realidad física que nos rodea y de la que ineludiblemente nosotros
participamos; la otra,
el poder del libre albedrío que sentimos y mediante el cual transcendemos el determinismo
que gobierna el mundo físico. La narrativa histórica es el puente que une las
otras dos: la narrativa antrópica, que responde a un constantemente renovado presente
individual, conciencia de estar siendo, no puede articularse, ni tendría sentido su
articulación en el mundo físico. Toda articulación de un discurso supone un intento de
comunicación; es decir, un intento de exteriorizarnos a través de estructuras externas a
nosotros mismos. La narrativa lineal enmarca aquellas estructuras primarias, cuya
descripción o explicación basta para justificarlas; responde, en otras palabras, a
estructuras convencionales tenidas como tales y proyectadas en sentido depositario. Tal es
el tiempo que nos marcan los astros al dar vuelta "alrededor de la Tierra", tal
es el tiempo convencional que nos denota el calendario o el desgaste y transformación del
mundo físico u orgánico. En estos casos la narratividad se construye en un estricto antes
y después y se ajusta exactamente, sin cuestionarlo, al proceso de
codificación que la hace posible. Se presenta, por tanto, como transcendente, como
portadora de valor universal: las reglas fonéticas de un idioma, el sistema métrico, la
estructura del calendario, la compilación de sucesos según un orden cronológico, la
sucesión de reyes en un país, nuestra adaptación al paso de las horas en un día, son
apenas unos ejemplos de lo que deseamos significar con narrativas lineales. Y precisamente
porque nuestra comunicación se efectúa en el mundo físico, aun cuando lo haga desde un
renovado presente, la articulación de nuestro discurso adquiere la forma temporal con la
que necesariamente tenemos que comunicar lo intemporal de nuestro devenir. La narrativa
histórica establece ese puente necesario. Por ello su articulación controvertida.
Los dos modelos hermenéuticos de los que nos habla White, reconstrucción e
interpretación, son partes de un mismo proceso, y ambos son la actualización
exteriorización en un discurso de nuestro devenir. La narrativa histórica
eleva a un primer plano "en función a qué" se establece, pues en ello
encuentra su legitimación. Hagamos de nuevo uso de la analogía del río. La narrativa
antrópica es aquella que es en sí misma, en el fluir de las aguas (nótese que no
decimos en el "constante" fluir, pues ello podría implicar no ser el
fluir, sino observar el fluir desde un punto inmóvil en la orilla). El acto de
comunicación de ese fluir (incluso el pensarse es un acto de verse desde fuera, verse
desde una narrativa histórica), sin embargo, sólo se puede establecer en el contexto con
las márgenes. Lo que hemos denominado narrativa lineal serían, pues, los distintos
puntos en el margen con los que me puedo contextualizar; es decir, puntos (estructuras,
procesos de codificación) concretos, fijables en el espacio y en el tiempo. La narrativa
histórica, el acto de reconstruir e interpretar mi acto de comunicación, sería la que
da sentido a la comunicación misma. La que establece la "función bajo la cual"
se codifica mi comunicación. Y con esto entramos ya en el dominio de la hermenéutica
que exponemos a continuación.
3. El texto en la comunicación antrópica
Las reflexiones que
hemos seguido en las páginas anteriores nos han permitido deslindar el discurso de la
modernidad del proceso transitorio deconstruccionista de la posmodernidad, y así iniciar
un acercamiento a la ineludible antropocidad del discurso humano. El propósito de esta
segunda parte es el de considerar las implicaciones que ello conlleva cuando se aplica a
un discurso particular. Las reflexiones que siguen intentan establecer esa primera
aproximación al discurso literario.
La estructura comunicativa tradicional, aquella que rige en el discurso de la
modernidad, implícita en todo signo, y que supone un emisor, un mensaje y un receptor, es
también válida, con las modificaciones que luego estableceremos, en el discurso
antrópico (es decir, en un discurso que asume y supera la duda posmoderna, al definirse
en la transformación). La aporía que presentaba dicha estructura en el esquema de la
modernidad surgía por su aproximación mecanicista; es decir, cuando independiente de la
naturaleza del signo y del objetivo que le dio existencia, se quería primero determinar
"científicamente" las leyes que regulaban los tres elementos del proceso y
establecer una relación unidimensional e inequívoca de causa-efecto. Este primer paso,
sin duda necesario en la dimensión superficial de una comunicación depositaria, es
siempre mediatizado y marginal en el discurso antrópico implícito en todo texto
literario que, al igual que el ser humano se define en la transformación y que busca una
comunicación humanística.
Pero antes de proceder en nuestro desarrollo, quizás convenga primero detenernos en
los conceptos de "comunicación depositaria" y "comunicación
humanística" para establecer con más precisión sus parámetros. En un primer nivel
podemos decir que comunicación depositaria es aquella que aporta los signos, los
símbolos, la materia prima (el alfabeto, los números, las fórmulas matemáticas, los
datos geográficos, etc.), que luego va a hacer posible la comunicación humanística (a
través del texto escrito en nuestro caso). En el contexto de la historia intelectual
occidental, la comunicación depositaria nos refiere también al discurso de la
modernidad, mientras que la comunicación humanística pertenece al discurso antrópico;
es decir, la comunicación humanística como el principio dinámico que significa en su
transformación, en su continua contextualización; y la comunicación depositaria
simple acto de depositar como la codificación primaria, estática, fijada por
un centro que se acepta independiente de su contextualización originaria (y que en este
sentido si que se pudiera decir que transciende su propia contextualización) o por una
estructura fijada en el tiempo, y que por ello mismo transciende igualmente su propia
contextualización: las transformaciones químicas, las leyes físicas, una ecuación
matemática, las precisiones geográficas, la fecha de publicación de un libro o la
atribución legal de dicho libro a su autor, así como la misma contextualización de todo
código (el sistema fonético del castellano), son apenas unos ejemplos que muestran la
amplitud de lo que yo denomino, inspirado en terminología de Paulo Freire, comunicación
depositaria (el uso y significado que atribuimos al sistema arábigo de numeración, por
ejemplo, se proyecta en nuestros días independiente de su origen).
Al interpretar ambos conceptos de este modo, implicamos también cierta medida de
legitimidad al discurso de la modernidad. En efecto, si bien el discurso de la modernidad
era incapaz de establecer la comunicación humanística o de concebir el referente humano
la dimensión antrópica de toda comunicación, conseguía, sin embargo,
mediante su concentración en las realizaciones humanas que caracterizan el contexto
mecánico, estático, depositario, de sus estructuras, establecer un marco para recoger
los actos humanos fijados en el tiempo. Me refiero, por supuesto, a aquellos aspectos del
discurso que al pronunciarse, al contextualizarse en una estructura concreta, lo hacen en
una dimensión que si bien es producto de dicha contextualización, se puede proyectar
indiferente a la misma; así, por ejemplo, "Miguel de Cervantes Saavedra"
únicamente en cuanto nombre de un escritor, o "El Ingenioso Hidalgo Don Quixote
de la Mancha" como título de una obra escrita en 1605, o la misma fecha de
"1605" en cuanto referencia al año en que se publicó dicha obra. Nótese que
no hemos dicho, incluso en estos casos que poseen una referencia denotativa obvia, que
puedan transcender a su contextualización, sino simplemente que pueden proyectarse
indiferentes a la misma en una comunicación depositaria. Todo intento de comunicación
supone siempre una contextualización en estructuras convencionales, lo que a su vez
implica una transformación dinámica y, por tanto, un continuamente renovado valor
connotativo.
Del mismo modo que la concepción dinámica de Einstein no anula las teorías
estáticas de Galileo y Newton, pues únicamente las enmarca, en el sentido de regresar de
nuevo el centro a la estructura que rige, o sea, de contextualizarlo en ella. De manera
semejante, el discurso antrópico, que fundamenta la comunicación humanística, no anula
la necesidad de la comunicación depositaria, únicamente demarca su dominio en el campo
de los datos, de los procesos de codificación de las estructuras de que antes
hablábamos; es decir, la comunicación depositaria, con su valor denotativo, nos permite
una primera aproximación a la decodificación de cualquier estructura en el proceso de
pronunciar nuestro discurso. Claro está, ello no impide, como decíamos antes, que el
dato depositario esté ineludiblemente contextualizado en la estructura donde se originó,
sólo que en la comunicación depositaria se usa en su simple dimensión denotativa: tal
es el caso, por ejemplo, del libro elemental de gramática que expone las formas del
pretérito del verbo ser; tal es el símbolo de la plata (Ag) en un tratado de
química sin que importe el origen latino de la palabra; tal es también la entrada del
diccionario enciclopédico que bajo "Cervantes" nos dice: "Escritor
español; nació en Alcalá de Henares (Madrid) en 1547, y murió el 23 de abril de 1616;
autor de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha". El sentido
depositario puede imponerse incluso en situaciones en las cuales la connotación cultural
parece ser la marca que antecede al significado depositario: sucede así, por ejemplo,
cuando hablamos de pies o millas en un mundo en el que domina el sistema métrico.
Hagamos uso de nuevo de un ejemplo: dentro del esquema de la modernidad el sistema
copernicano sustituyó al sistema ptolemaico; ambos sistemas establecieron su estructura
de significado mediante un centro que transcendía su propia contextualización y que, por
tanto, se proyectó en su día con un sentido unívoco en su significar; el dislocamiento
del centro del primer sistema al del segundo, sólo supuso una anulación del primero al
instalarse el segundo en la "verdad". En el discurso de la modernidad,
simplemente la verdad ptolemaica se sustituye por la verdad copérnica. En el discurso de
la posmodernidad, entra en crisis el valor paradigmático de ambos sistemas, que se
colocan ahora en entredicho, a la vez que se les regresa a su propia contextualización;
es decir, se les niega la transcendencia que sin duda no tienen, pero, propio del
acercamiento deconstruccionista posmoderno, no se les concede una dimensión afirmativa en
la que puedan significar. En el discurso antrópico, ambos sistemas representan, es
cierto, estructuras depositarias, cuya "verdad" depende de los presupuestos
convencionales que sostienen sus centros de significado. Pero a la vez, la historicidad de
ambos sistemas hace que ocupen igualmente un espacio propio en el discurso antrópico. Es
decir, por una parte proyectan una comunicación depositaria: se estudia la verdad
ptolemaica únicamente como un eslabón en nuestro desarrollo intelectual. Por otra parte,
una vez contenida la verdad ptolemaica en su propio contexto y por lo tanto anulada su
pretensión de trascendencia, descubrimos de nuevo su actualidad antrópica, tanto en la
individualidad del discurso axiológico del ser como en la convencionalidad del discurso
axiológico del estar. De ahí que en la comunicación humanística del discurso
antrópico se dé cabida a la estructura copérnica al mismo tiempo que se puede instalar
nuestro devenir en la estructura ptolemaica: así hablamos, por ejemplo, de que sale el
Sol, de que avanza, de que pasa, de que está muy alto, de que se pone, etc., y
estructuramos nuestro quehacer cotidiano de acuerdo con su paso "alrededor de la
Tierra".
Al reincorporar, contextualizar, todo centro en el seno de la estructura que determina,
lo que denominamos pensamiento de la modernidad pasa ahora a desempeñar una nueva
función; se renuncia, por supuesto, a que pueda transcender su propia contextualización,
por lo que se reconoce en su ineludible conceptuación depositaria. Su discurso deja, por
tanto, de ser un fin en sí mismo para convertirse en una herramienta del diálogo: no
aporta significado, genera significado. Así entendido, el discurso de la modernidad se
constituye en el vehículo del diálogo; es decir, su estructura depositaria proporciona
los medios para la comunicación. Regresemos ahora de nuevo a la obra literaria para
ejemplificar con ella como se despliega el discurso antrópico.
En primer lugar, cuando hablamos de una obra literaria hacemos comúnmente referencia a
un texto escrito. En el nivel más elemental nos referimos con ello a un discurso
depositario: una estructura de signos que representan relaciones convencionales. Se trata,
en efecto, de un discurso depositario en el sentido que es depositario el aprender a leer:
el proceso mecánico de aceptar una estructura convencional de correspondencias entre
signos y sonidos. Es igualmente depositaria la clasificación de una obra como
perteneciente a un género literario determinado, o la atribución de dicho texto escrito
a su autor legítimo o la mención del título del mismo, en cuanto dichos datos nos
ayudan a su identificación. Recordemos que a este nivel del proceso no estamos
estableciendo relaciones de significado; los datos anteriores, por ejemplo, nos sirven
para diferenciar una obra entre otras (Cien años de soledad), atribuirla a un
autor legal (Gabriel García Márquez), y añadir que por la convención aceptada en la
composición de su texto, la obra está escrita en español. El verdadero acto de
significar vendrá luego, en la comunicación humanística, que se realiza en el lector en
cuanto ser humano y que no depende necesariamente de un grado determinado de asimilación
depositaria. Aunque consideraremos al "lector" más adelante, conviene ya
constatar desde ahora esta diferencia radical, desde la perspectiva del lector, entre el
propósito de la comunicación depositaria del discurso de la modernidad y la
comunicación humanística del discurso antrópico que ahora implicamos: la dimensión del
significar de una obra literaria depende de los datos depositados previamente, aunque el
acto mismo de significar pueda ser independiente de cualquier discurso depositario
(independiente de cualquier proceso de codificación). Detengámonos por un momento en
esta afirmación.
La concepción depositaria del discurso "crítico" de la modernidad,
preocupada por establecer la "verdad" de dicho discurso, se aproximaba al texto
escrito de un modo mecanicista. Se aspiraba un significar que transcendiera su
contextualización; de ahí que se procediera a través de una acumulación de
"verdades" parciales que se iban depositando en el texto como piezas de un
rompecabezas, que poco a poco irían descubriendo la "verdad del texto". Así
era necesario no sólo conocer el código que implica saber el idioma en que la obra está
escrita, sino que se requería ¾ siempre en nombre de captar
la verdad transcendente ser depositario igualmente del código literario
poesía, novela, teatro, ensayo, de la contextualización cultural, social,
política, etc. del signo y del significado que se atribuía al signo. Por ello era
prerrogativa del especialista el acto de enunciar "la verdad". Es decir, se
requería, antes de poderse pronunciar sobre el significado, proceder a una acumulación
mecánica de estructuras depositarias, inagotable en su misma problematización según
descubre el discurso de la posmodernidad, que por ello mismo impedían llegar al acto de
significar. La perplejidad ante este proceso es la que ejemplifica la duda posmoderna;
pues, a la problemática que planteaba la imposibilidad de considerar todos los códigos
(procesos de contextualización) de una estructura, se añade ahora la proyección
deconstructiva que conlleva la sucesiva contextualización desde estructuras siempre
diferentes.
La comunicación humanística, por su parte, se puede realizar independiente de las
acumulaciones depositarias. Consideremos una situación límite con relación al texto
escrito: el texto jeroglífico de un monumento egipcio o su reproducción en un museo o en
nuestra mente, lleva en sí mismo la posibilidad de significar en la comunicación
humanística del discurso antrópico, con independencia de la "verdad"
depositaria (sistema de códigos) de su sentido arqueológico o del contenido de dichos
signos en cuanto escritura (su posible dimensión estética o de asociaciones históricas
o ficticias, son apenas ejemplos conspicuos de dicha comunicación humanística). Por eso
señalábamos anteriormente que el acto de significar es independiente de la acumulación
depositaria, aun cuando la dimensión de dicho significar guarde cierta correlación con
las estructuras depositadas.
Nos enfrentamos, pues, a un complejo proceso de distanciamiento entre el texto y sus
contextos (los diversos planos de codificación bajo estructuras convencionales, tanto en
una proyección sincrónica como diacrónica). En el discurso de la modernidad, texto y
significado son inseparables en el sentido de identificar un contexto que define al texto;
el paso que da la posmodernidad consiste en reconocer la historicidad de todo texto y la
multiplicidad de contextos que ello conlleva. Pero la posmodernidad, como hemos señalado
ya en otros lugares, es precisamente eso: "pos-modernidad"; es decir, una
crítica de la modernidad sin lograr liberarse de ella: como el discurso de la modernidad,
busca pronunciar el texto, pero al no conseguir un contexto omnímodo, se queda
únicamente en el plano de la perplejidad deconstruccionista. El discurso antrópico
rechaza el concepto de "verdad transcendente" de la modernidad, para encontrar
la "verdad" en la transformación. De una "verdad estática" (tenida
por independiente no sólo del lector sino también de los múltiples planos de
contextualización), se pasa a una "verdad dinámica" (significado en la
mudanza), que lo es precisamente en sus contextualizaciones y por lo tanto en continua
transformación. En cualquier caso, ni el ser humano en su estar siendo ni el texto, se
presentan fuera de un contexto, es decir, fuera del discurso axiológico del estar que
supone su existencia en el tiempo; y es justamente en los sucesivos discursos axiológicos
del estar donde se forja el significado. Convertido así en herramienta, en sedimento,
para la comunicación, todo texto se realiza como acumulación de estructuras depositarias
que fijan un contexto. Y estas estructuras, contextualizaciones, como veremos más
adelante, se asumen y generan a la vez en el autor, en el texto y en el lector, incluso
independientemente unas de otras. Pero regresemos de nuevo a la estructura tradicional
implícita en todo texto, que supone un "emisor" (autor), un "mensaje"
(texto) y un "receptor" (lector) y detengámonos brevemente en cada uno de estos
aspectos.
Antes, sin embargo, conviene problematizar dichos términos para eliminar de ellos la
máscara depositaria que proyectan. En la estructura de la modernidad el énfasis recaía
en el intento de proyectar el significado como exterioridad, como un proceso mecánico
cosificado en un "emisor-mensaje-receptor". O sea, se equiparaba el acto de
comunicación humanística con el de causa-efecto de las producciones humanas. De ahí que
se hablara de un: A) "emisor" en el sentido de una máquina que codifica un
sistema de signos (como lo hace por ejemplo la computadora en nuestro mundo); B) de un
"receptor" en el sentido igualmente de la máquina al otro extremo que recibe la
información y reproduce (decodifica) de nuevo exactamente el mensaje emitido; C) y por
último, de la idea de un "mensaje", es decir, de una decodificación unívoca
que hace coincidir al "emisor" en el "receptor". Sin duda este es el
esquema depositario que podemos observar en la "comunicación" entre las
producciones humanas (el teléfono, la televisión, las computadoras, son buenos ejemplos
de dicha precisión), pero esta transmisión de información (o comunicación en un
sentido metafórico), lo es sólo en el plano lineal de la comunicación depositaria que
fija un proceso siempre repetitivo y reproducible (la pronunciación, por ejemplo, de la
palabra "guiño" según la codificación del idioma español). La comunicación
humanística se efectúa en un discurso antrópico que reconoce al ser humano como un
estar siendo y por lo tanto inmerso en su propia contextualización, cuyas
características, como veremos más adelante, difieren marcadamente de las transmisiones
mecánicas que tienen lugar entre las producciones, también mecánicas, del ser humano:
se trata de una comunicación en la cual la asimilación del llamado "mensaje"
puede ser independiente a su contextualización (indiferente a los diversos procesos de
codificación que lo originaron), aun cuando, como señalamos anteriormente, la dimensión
de la comunicación dependa de su nivel de contextualización en el lector. La
superación, pues, del discurso implícito en los términos de "emisor, mensaje y
receptor", me parece fundamental para comprender la dimensión dinámica, dialógica,
de toda comunicación humanística. Por ello, en el desarrollo que sigue hago uso de
términos más difíciles de capturar, de encerrar, en un discurso depositario, y que
ejemplifican en sí la dimensión dialógica que ahora implicamos. Así hablaremos de un
"autor", de un "lector" y de un "texto", es decir, de
significantes que proyectan movimiento, o mejor dicho, que proyectan la antropocidad del
discurso axiológico del ser, al mismo tiempo que transcienden la dimensión mecanicista
al aparecer sin significado externamente fijado (o fijable), más allá de la convención
depositaria que los hace posible.
A) El autor implícito.
Todo texto se
origina en un autor implícito (no importa para nuestros propósitos si es individual o
colectivo) y, en casos límites, con un propósito preestablecido de transmitir
información depositaria o de estimular, inducir, una comunicación humanística. En el
primero de los casos, cuyo objetivo denominamos depositario, se pretende establecer el
esquema de una estructura fijada en el tiempo y en el espacio y proyectada como
indiferente o independiente de su pronunciamiento, es decir, de su mismo proceso de
contextualización. Tal es el propósito de la comunicación depositaria de un libro de
geografía física, y tal es el sentido de informar, por ejemplo, que el río Ebro está
en España y que pasa por Zaragoza; en esta dimensión, y en cuanto comunicación
depositaria, se desea únicamente proporcionar información, que no requiere reflexión y
que en sí no significa, fuera de su estructura, hasta que dicha información sea usada
para contextualizar un acto de comunicación en un discurso antrópico. O sea, la
dimensión depositaria establece los distintos procesos de codificación (idioma español,
río, Ebro, España, Zaragoza, etc.), que facilitarán luego el discurso antrópico.
Nótese que nos referimos al hecho de "facilitar", pues la inserción del
discurso axiológico del ser (siempre discurso antrópico) en el discurso axiológico del
estar (dimensión depositaria que permite la decodificación), se realiza en el lector,
como luego veremos con más detalle, en una gama de matices que van desde la comunicación
con el otro y en función del otro, a la actualización íntima en el peculiar discurso
axiológico del ser de un individuo y en un acto de significar independiente e indiferente
de los distintos niveles de codificación.
En el otro extremo encontramos el acto de pura comunicación humanística, que ni
siquiera pretende significar en el sentido de contextualizar una estructura bancaria en el
devenir humano: un poema lírico, por ejemplo. Tal sería la expresión de una emoción en
la intimidad del devenir de su autor, que se exterioriza ya como irrepetible (incluso en
la manifestación externa, y en cierto modo mecánica, de su contextualización en un
discurso axiológico del estar, es decir, en un sistema convencional de códigos). Pero,
aun en estas situaciones limite, puede al mismo tiempo conservar cierta carga emotiva,
cualquiera que sea su dimensión en la apropiación antrópica, al reproducirse en el
lector, igualmente como intimidad irrepetible. Gustavo Adolfo Bécquer lo dijo ya con
versos que resumen la antropocidad del ser humano y a través de él de todos sus actos y
especialmente el acto de la comunicación:
Volverán las oscuras golondrinas
de tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a tus cristales,
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban,
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres
ésas
¡no volverán!
En esta posible situación límite, repetimos, la única relación entre el autor
implícito y el lector, que sólo se da en el sentido dinámico del devenir de ambos, es
la de haber vivido una emoción. En esta comunicación humanística el índice o grado de
la emoción es inconsecuente, pues sólo es comunicación en cuanto lo es en cada uno de
los lectores y en la medida en que lo es en su intimidad. Este nivel de comunicación no
es representable en la exterioridad de ningún sistema. Las codificaciones depositarias
(por ejemplo, el idioma en que está escrito o los distintos niveles metafóricos),
aportan, es verdad, un basamento mínimo que hace posible la comunicación.
Lo normal, sin embargo, de toda comunicación es la expresión de una interrelación de
matices. Con esto queremos significar que la comunicación se efectúa a través de
nuestra contextualización en el mundo, es decir, en diálogo con las estructuras
depositarias que forman el discurso "axiológico del estar", que son, por
supuesto, las que posibilitan y a la vez proyectan nuestro propio discurso
"axiológico del ser" y hacen posible la comunicación, incluso en la
individualidad de la dimensión antrópica. Todo acto de comunicación puede además
exteriorizar Hayden White lo cree ineludible un acto interesado de producción
y distribución de significado. El proceso de codificación creación del
texto cuenta entonces con una variante más: la manipulación interesada de los
códigos. Es decir, en estos casos, el acto de comunicación encierra ya en sí el
círculo hermenéutico completo. El autor, además de enfrentar las estructuras de
codificación necesarias para la exteriorizar su pensamiento, cuenta igualmente con la
posible contextualización del texto en el "lector". No nos referimos aquí, por
supuesto, al uso de los recursos retóricos, que consideramos más adelante, sino a la
producción de lo que se conoce con el nombre de textos ideológicos. La concreción de
este proceso es, pues, compleja con relación al autor implícito. Bástenos aquí
establecer cinco jalones que parcelen y al mismo tiempo proyecten la cadena de matices
que, por otra parte, no pretendemos ni es necesario problematizar exhaustivamente en el
desarrollo esquemático que aquí formulamos.
1. Consideremos en primer lugar al autor de un texto escrito con el propósito expreso
de producir, o reproducir, una estructura depositaria destinada a una comunicación
igualmente depositaria: aquellas obras, en las ciencias denominadas exactas, que
comúnmente concebimos como didácticas. El objetivo primordial, final, del autor es
siempre depositario; la actualización de dicho texto, sin embargo, puede acarrear
también consigo una intención dialógica. Y en efecto, en nuestra actualidad
consideramos como mejores textos didácticos aquéllos que así lo hacen. Concretemos esta
posición en el caso preciso de un libro de texto de matemáticas que, como tal, proyecta
una estructura depositaria basada en un código convencional, pero que lo hace a través
de un proceso de reflexión, en cuanto que emprende también la exposición del funcionar
íntimo de la estructura, o sea, del sistema de códigos convencionales que la posibilita.
Se traza en estos casos un discurso depositario (10+5=15), pero se quiere evitar que la
comunicación sea únicamente depositaria (memorizar la estructura); y se aspira, por
ello, a que la racionalización de dicho proceso sea también parte del lector; se exige
su participación activa (dentro de la expresa comunicación depositaria), para que se
apropie del centro que fundamenta la estructura, o sea, de las leyes convencionales que la
rigen. En este nivel de comunicación la dimensión depositaria es explícita; tanto el
centro como la estructura misma se presentan inmersos en su contextualización; pero una
vez formulado el sistema (siempre mantenido explícitamente en la contextualización que
impone su código convencional), se le hace transcender su propia contextualización, al
fijarse, afincarse, ésta, precisamente, en su dimensión de "convencional". Lo
convencional, por serlo y por reconocerse como tal, transciende siempre la
contextualización de su origen, en cuanto puede significar independientemente. Este es el
caso, por ejemplo, de la luz verde de los semáforos, o de la luz roja y el uso posterior
de este color en las señales de tráfico. Si una estructura llega a generalizarse en
proyección global, puede incluso ser percibida como universal: tal es el caso de la
estructura que hace posible la fórmula matemática de 10+5=15. Pero usemos un ejemplo
más preciso de estructuras regionales y reconocidas como tales, que se proyectan, sin
embargo independientes de su contextualización. Tal es el caso de las diversas lenguas
que se hablan en nuestro mundo actual. Tanto la expresión gráfica de las letras como su
fonética, semántica, sintaxis, etc., siguen las reglas precisas de la estructura que las
hace posible, pero una vez apropiado el idioma este es el sentido de la lengua
materna, el significante y el significado parecen identificarse, es decir, su uso se
proyecta indiferente de la estructura que lo hizo posible. Entiéndase bien que decimos
que se proyecta independiente, y que transcender su estructura significa aquí comportarse
indiferente a ella, pues en ningún momento se erige como si poseyera valor universal
(como la "verdad" del discurso de la modernidad). La estructura está siempre
presente: ante un extraño en un lugar extraño preguntamos como paso previo al inicio del
diálogo oral ¿habla Vd. español? Es decir, ¿cómo nos vamos a comunicar? ¿tenemos una
estructura común?
2. Cuando nos trasladamos del campo de las denominadas "ciencias exactas" al
de las ciencias sociales, políticas, económicas, etc. que con mayor precisión vamos a
designar con el término de "ciencias humanísticas", introducimos también una
variante en la esquematización que nos proponemos. Ambos discursos, cuando se realizan en
un tratado, por ejemplo, implican en su propósito estructuras depositarias. Pero mientras
el discurso de las ciencias exactas se reconoce explícitamente como tal, en el sentido de
articularse en una serie de relaciones convencionales (de variantes reconocidas como tales
y que fundamentan su estructura), el discurso de las ciencias humanísticas implícito en
los tratados pretende comúnmente pronunciar la "verdad", al presentarse como
articulado por un centro que se proyecta fuera de su propia contextualización. En otras
palabras, los dos discursos anhelan situar una "verdad", pero mientras en las
ciencias exactas se hace como parte y resultado a la vez de una explícita
contextualización, las ciencias humanísticas se han articulado tradicionalmente como si
dicha contextualización no existiera o no afectara a su verdad. Tal es el caso de los
esquemas de Suárez, Kant, Bello, Marx, Unamuno, Heidegger, los de Spencer o de
Lévi-Strauss, los de Gustavo Gutiérrez, Jefferson o Raúl Prebisch. Es decir, en todos
ellos se pretende transcender su realidad depositaria (ser parte de una estructura
convencional contextualizada en un espacio y en un tiempo concretos), con la intención de
pronunciar, definir, fijar, al ser humano en un plano estático. En estos casos el autor
sigue un proceso en cierto modo inverso al anotado en el punto anterior. En efecto, se
evita considerar el esquema desde la necesaria e inevitable contextualización de su
"centro" en un discurso axiológico del estar concreto. Se omiten las relaciones
convencionales que posibilitan su estructura y, ante todo, se encubre su insoslayable
realidad depositaria. Tal es el esquema que caracteriza al pensamiento de la modernidad.
De ahí también el constante reemplazar de una "verdad" por otra. Las
"ciencias exactas", al reconocer su existencia en el seno de una comunicación
depositaria, siguen un proceso de acumulación de estructuras en formulaciones cada vez
más complejas, que muestran una pauta, un avance, en el sentido de una constante
perfección de los códigos que posibilitan la contextualización del esquema depositario
que se proponen. Las "ciencias humanísticas", por el contrario, cuando se
empeñan en negar su realidad depositaria, semejan espectros, quimeras, que en su
constante reemplazarse unas por otras parecen marginales al devenir humano y, en
definitiva, incapaces de construir la totalidad de su esquema depositario sobre la base de
las estructuras ya propuestas.
Por supuesto, cuando hacemos uso, en el contexto del pensamiento de la modernidad
expresado en este apartado, de expresiones como "evita considerar",
"encubre" o "niega" su realidad depositaria, no implicamos intención
de fraude, ni manipulación de los códigos con el objetivo de producir un texto
ideológico. Nos referimos a que el autor proyecta su discurso fuera de la estructura que
lo posibilita: proyección logocentrista. Toda articulación, todo intento de
pronunciarse, supone siempre una contextualización, y como tal un primer nivel de
diálogo: el diálogo del autor consigo mismo. Se trata también de una exteriorización,
de una apropiación, de un discurso axiológico del estar (de un sistema de códigos), a
través del cual se formula un preciso discurso axiológico del ser; pero que, como tal,
sólo puede ser concebido en la dimensión depositaria de su propia contextualización: el
discurso antrópico se articula a través de una narrativa histórica. En el discurso de
la modernidad, el autor convierte su propio discurso antrópico (sólo articulable,
repetimos, en su contextualización en las estructuras convencionales de un discurso
axiológico del estar concreto), en un acto de significar que pretende sea transcendente,
y por lo tanto independiente de su propia contextualización. Es decir, se desconoce, o
mejor dicho, no se toma conciencia del origen depositario, del hecho de depender de una
estructura fundamentada en un código convencional, y con ello se niega la posibilidad de
perfección de dicha estructura.
3. Una variante de la situación anterior, que sirve para problematizar la complejidad
de lo que aquí expresamos en un plano esquemático, es la del autor que se propone
codificar a través del texto un pensamiento ideológico. En el caso del
"tratado", con el que ejemplificamos la variante anterior, la estructura que se
presenta es totalizadora; refleja, como dijimos, el discurso de la modernidad, que se
concibe en la posibilidad de un significar que transciende su propia contextualización y
que por tanto pronuncia "la verdad". En el "tratado", pues, no se
oculta la estructura que lo posibilita, sólo se proyecta como si ésta no lo limitara. El
caso particular de las ideologías, desde esta perspectiva, se pueden interpretar como el
disfraz de comunicación humanística, dialógica, con la cual se encubre una estructura
depositaria. Cuando la toma de conciencia de la ineludible contextualización de un
discurso se usa para manipular el proceso de codificación, nos encontramos ante un
discurso ideológico (Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano,
puede servirnos de ejemplo). El autor de un texto ideológico no pretende superar la
comunicación depositaria, aun cuando sea consciente de su limitación como vehículo de
significado, únicamente procura manipular los códigos que rigen las diversas
contextualizaciones de una estructura para proyectar igualmente "su verdad", con
la que pretende también, por supuesto, transcender su propia contextualización. En otras
palabras, el autor se propone a través de su texto una manipulación del lector.
Desde el discurso de la modernidad, un autor proyecta su logocentrismo a través de una
estructura que busca transcender su contextualización; el autor posmoderno reconoce la
ineludible contextualización de todo discurso y por ello deconstruye las estructuras de
significado con que la modernidad pretendía pronunciarse, a la vez que se siente incapaz
de significar fuera de su propia contextualización; el autor ideológico parte de la
ineludible contextualización de todo discurso, pero procede selectivamente a una
práctica deconstructiva que le lleve a pronunciar una "verdad" que, por lo
mismo, pretende proyectar igualmente como transcendente. Tal sería la tesis de que
"el subdesarrollo de América Latina proviene del desarrollo ajeno" (470), que
Galeano desarrolla en el libro anteriormente citado (14). Recordemos que cuando
hablamos de manipulación de las estructuras, no nos referimos en estos casos a fraude
intelectual (aun cuando esa pudiera ser la intención, como sucede con tanta frecuencia en
los panfletos de propaganda política); en el caso más simple, y quizás más
generalizado, dicha distorsión está motivada por el deseo de dar énfasis a lo que el
autor considera factores esenciales desde su propia perspectiva, como señala Eduardo
Galeano a este propósito: "Uno escribe para tratar de responder a las preguntas que
le zumban en la cabeza, moscas tenaces que perturban el sueño, y lo que uno escribe puede
cobrar sentido colectivo cuando de alguna manera coincide con la necesidad social de
respuesta" (438).
4. Las tres calas anteriores forman también parte de lo que hemos venido denominando
discurso de la modernidad, y cuyas estructuras se superan cuando se toma conciencia de que
su "verdad" lo es únicamente en la mediatización que supone el contexto
convencional que las posibilita. En esta cuarta cala hacemos referencia al autor que
reflexiona sobre el discurso axiológico del estar, en un proceso problematizador. Se
trata ahora de la articulación de un discurso antrópico. La comunicación que se
pretende es humanística, aun cuando ésta se consiga a través de los esquemas
depositarios del contexto que se problematiza. El autor posmoderno, como hemos señalado
ya repetidas veces, duda de las estructuras de la modernidad; se embarca, desde
estructuras constantemente renovadas, en un proceso indefinido de deconstrucción de las
pretensiones de verdad de la modernidad; y lo consigue a través de un procedimiento
sistemático de reintegrar las "verdades" de la modernidad al espacio de
contextualización que en un principio las originó.
En el caso concreto de lo que actualmente denominamos "discurso antrópico",
la superación de las estructuras de la modernidad se efectúa por medio de su
problematización. Es decir, poniendo en entredicho su pretensión de significar la
"verdad" a través de una exteriorización de los esquemas convencionales que
fundamentan toda estructura concebida en términos de la modernidad: una estructura
centrada (un centro de significación producto de una contextualización) en el tiempo y
en el espacio. En este nivel del discurso, el autor busca una comunicación humanística
en el sentido de un significar (es decir, un contextualizarse) en el proceso dinámico del
estar siendo del lector o, mejor dicho, de su conciencia de estar siendo. Las referencias
a las estructuras depositarias se manifiestan en dos dimensiones complementarias: la
primera en el sentido de un proceso deconstructivo y problematizador a la vez, de toda
estructura que no se reconozca en su dimensión depositaria; la segunda en la dimensión
de un proceso dialógico, en el cual las estructuras depositarias, reconocidas como tales,
proporcionan el vínculo de diálogo del autor con su entorno y el medio para
contextualizar su comunicación con el mundo, con el lector implícito. En las
realizaciones humanas, este es el nivel por excelencia de la comunicación artística.
Consideremos un caso extremo en el sentido de un texto anónimo. El autor implícito se
nos presenta en un estado virginal: su contexto es el texto mismo y el espacio y el tiempo
en que fue creado. Es decir, el discurso del autor se actualiza en el posible lector
únicamente a través de una serie de codificaciones sólo circunstancialmente asociadas a
su anónimo autor. Sin la intencionalidad explícita de su autor, el texto tiene que
significar a través de la explícita codificación de sus estructuras. Demos un paso más
concreto y asignemos un texto a nuestro autor anónimo; consideremos por un momento el
siguiente soneto:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No tienes que me dar porque te quiera,
pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Una vez pronunciado un pensamiento, es decir, una vez codificado en una estructura, el
autor se presenta en dos dimensiones definidas (aun cuando pueda hacerlo, por supuesto, en
multitud de matices): A) el autor que el "crítico" trata de reconstruir a
través del texto, y B) el autor implícito que el lector crea como interlocutor necesario
en su diálogo. En el primer caso, como desarrollaremos más adelante, se trata de una
labor de arqueología textual que lleva a cabo el "especialista" del texto y que
se proyecta independiente de la antropocidad misma del texto. Es decir, no busca la
comunión con el texto, sino ir más allá de las codificaciones explícitas o implícitas
para establecer lo que quedó fuera del texto, el pensamiento que el texto por sí mismo
no es capaz de comunicar; se busca un origen más allá del texto. En el segundo caso, en
el proceso que venimos denominando diálogo antrópico, el autor es creación del lector,
es el interlocutor necesario, está más acá del texto, corresponde a la perspectiva del
texto con la que se comunica el lector. Los matices en cuanto al autor a los que hacíamos
referencia antes, son aquellos que se encontrarían en los diversos puntos de una línea,
en cuyos extremos estuvieran instaladas las posiciones aquí mencionadas.
El soneto que hemos transcrito es un buen ejemplo de este proceso y son muy numerosos
los estudios que van más allá del texto, que tratan de identificar un autor para así
intentar establecer lo que la codificación no llegó a capturar. El texto mismo, se
contextualiza explícitamente en una tradición cristiana, cuyos códigos de
significación sirven a la vez para articular un pensamiento y para problematizarlo, para
desde dentro reconstruirlo. El contexto de su tiempo y espacio queda igualmente explícito
en lo que expresa: interiorización sentida de una creencia, pensamiento erasmista. Pero
el tiempo y espacio original del texto son únicamente eso: punto de origen. Interesan
desde luego al "especialista" empeñado en la reconstrucción del pasado, pero
ese tiempo y espacio son ya irrepetibles. Todas las demás lecturas se van a enfrentar a
nuevas circunstancias que de hecho transforman los procesos originales de codificación:
por ejemplo, la lectura de este soneto a partir de la década de los sesenta en
Iberoamérica y desde la perspectiva de la teología de la liberación (es decir, desde
una postura antropológica que destaca la humanidad de Cristo y que no hace depender el
deseo de liberación de un premio o castigo, sino de la aceptación del "otro",
y que por ello ve la liberación en la superación del círculo oprimido/opresor).
Independiente de su codificación original, el soneto adquiere desde estos nuevos
presupuestos los de la teología de la liberación una dimensión social
innegable: la búsqueda de una superación de la posición individualista implícita en
las relaciones premio/castigo al reconocerse en el "otro" y así
problematizar toda acción motivada en razones "egoístas" de premio/castigo
(la novela Un día en la vida (1980), de Manlio Argueta, ejemplifica este punto: un
día, nos dice Lupe, la protagonista, "le iba a tirar una piedra a un sapo. Entonces
conocí la voz de la conciencia [
]. Yo me quedé como paralizada. Así me di cuenta
de esa voz que viene de dentro. Esa voz que no nos pertenece. Sentí un poco de miedo. Y
relacioné la voz con el castigo. No ves que es pecado, me dijo. Y la piedra se me fue
para atrás" (14-15). En la persona liberada, la razón para la acción no podrá ser
negativa temor del castigo esta es la dimensión que, como en el soneto, se
problematiza en la novela). El texto visto de este modo adquiere vida, se hace dinámico,
recupera, en otras palabras, su antropocidad.
5. En los apartados anteriores hemos considerado al autor en función del texto,
detengámonos ahora por un momento en la problemática del autor en el intento de
articular un pensamiento. En el nivel más elemental, en aquél que se propone seguir
explícitamente un proceso de codificación como sucede en el caso de las ciencias
exactas, el pensamiento que se desea articular y el texto que lo articula pueden, en
situaciones extremas, ser fieles reproducciones el uno del otro: tal es el caso de la
expresión 10+5=15. Por lo general, las estructuras que posibilitan y codifican los
avances en las ciencias exactas facilitan este tipo de articulación. Pero incluso en
estos casos, según nos adentramos en formas más complejas del discurso, empieza también
a ser más notoria la tirantez entre la idea que se desea expresar y el código que
posibilita su articulación. Consideremos el caso simple de un libro de matemáticas con
el objetivo didáctico de un libro de clase para niños de 12 años: el código está ya
establecido también lo está lo que se quiere comunicar y, sin embargo, no
todos los productos finales son iguales; lo que se quiere decir, para quién se quiere
decir y cómo se quiere decir, puede coincidir y no obstante los diversos autores no son
capaces, por ejemplo, de articularlo en el mismo nivel de comprensión.
Según nos alejamos, pues, de la simple representación de una estructura depositaria
(10+5=15), tanto más problemática se vuelve la articulación de una idea. Por una parte,
el ser humano en su comunicación con el mundo, se ve forzado a hacer uso de estructuras
preestablecidas que ponen a prueba su dominio de los procesos de codificación (por
ejemplo del idioma español), a la vez que limitan también su creatividad; por otra
parte, las estructuras a las que nos referimos representan igualmente el contexto en el
que fluye su mismo devenir (en el ejemplo del río que venimos usando como analogía, su
fluir es a la vez independiente e inexplicable sin las márgenes que lo contienen). Un
texto de Hostos de 1863 ejemplifica con claridad este sentirse prisionero,
este sentirse ser (conciencia de ser) en cuanto se es en un contexto: "Nada puedo: lo
que hay en mí, a pesar de mi orgullo lo confieso, es de ellos [la otredad, el contexto]:
las ideas, los pensamientos, la verdad, son una atmósfera, producida por la vida
intelectual, como lo es por la vida animal el aire que respiro: envuelto en ella, tengo a
mi pesar que respirarla y dar a mi pesar, a mi razón, a mi fantasía, a mi interior, las
sombras y la luz, la confusa claridad y las tinieblas que exhala la vida intelectual de
los demás [
]. Confieso mi impotencia; nada puedo: lo que hay en mí, me viene de
los otros" (189-190) (15). En cualquier caso, lo que conviene tener presente
es que todo texto es un producto de ese forcejeo entre la idea a comunicar y el código en
el que se articula. La tirantez entre ambos es la diferencia que sólo en el mejor de los
casos queda implícita en el texto. El producto final se independiza, por lo mismo, de su
autor, tanto en sus limitaciones como en su poder creador. Es decir, la resistencia
implícita en el código puede igualmente causar que un texto sea inferior a la idea que
lo genera, o que la supere a través de la riqueza sugeridora de su creatividad. Pero si
el acto de comunicación, todavía desde la perspectiva del autor, es siempre un ejercicio
creador, lo es ante todo a través del dominio, manipulación y transgresión de los
recursos retóricos (16). Conviene hacer hincapié en esta dimensión presente en
toda comunicación, sobre todo si hemos de superar la negatividad que implica el proceso
deconstructivo de la posmodernidad.
Al romper con las estructuras rígidas de la modernidad, que inducían a establecer
correlaciones fijas entre retórica y contenido, se ha pretendido borrar también las
diferencias genéricas. La posmodernidad deconstruye la modernidad la pretensión de
unir forma y contenido, pero luego, en lugar de liberar ambas facetas de la
comunicación, da preferencia al contenido con olvido de los recursos retóricos que lo
articulan: con olvido del contenido implícito en la forma. En otras palabras, entre los
muchos procesos de codificación que intervienen en la producción de un texto, hay dos
esenciales: a) el idioma (por ejemplo el español), y b) la retórica del género
literario que hemos elegido para la articulación de nuestro pensamiento (por ejemplo, la
retórica de la novela, de la didáctica, de la poesía, de la obra testimonial, de la
reflexión filosófica, etc.). El primero de ellos es únicamente un código de
intelección, neutro en cuanto a la forma y al contenido, el otro afecta la forma y puede
influir en el contenido. En el discurso antrópico se reconoce que la retórica facilita
procesos, pero que en ningún caso limita contenidos. La retórica de la didáctica sólo
en obras mediocres afecta la elegancia en la expresión. La retórica del diálogo en
Platón, del aforismo en Nietzsche, del ensayo en José Martí, de la pieza teatral en
Jean-Paul Sartre o de la novela en Unamuno, no afecta de ningún modo la profundidad de la
reflexión filosófica que proyectan. Por supuesto, dada su condición de segundo
"lenguaje común" entre el autor y el lector, la retórica influye, como veremos
más adelante, sobre la perspectiva con que el lector se acerca al texto. Las retóricas
de los géneros literarios son las más generalizadas, con estructuras precisas más o
menos reconocidas globalmente, y por lo tanto las más útiles en el momento de articular
un pensamiento; pero reiteremos de nuevo nuestra afirmación anterior, de que todo proceso
de articulación se hace a través de una retórica explícita, sea ésta más o menos
precisa, más o menos generalizada. Conviene recordar aquí, que las retóricas de los
denominados géneros en literatura, como cualquier retórica, son estructuras en constante
transformación. Se originan al transgredir un autor un sistema de codificación
reconocido. Es más, el desarrollo de la novela, por ejemplo, se articula a través de
aquellos textos que por haber hecho uso y transgredido a la vez, lo que en cada caso se
concebía como la retórica de la novela, jalonan así su desarrollo a través de los
siglos (17).
Al señalar anteriormente que "la retórica facilita procesos," queríamos
con ello resaltar que la elección de una u otra forma retórica no es algo arbitrario o
casual. La retórica de la didáctica o de la filosofía, no parecen en verdad las más
propicias para articular la musicalidad de una emoción: la retórica de la poesía, por
el contrario, proporciona herramientas más aptas para el autor e incluye además
implícitamente una predisposición por parte del lector. Es decir, la retórica implica
la opción de una clave que compromete a las tres facetas de la comunicación: a) el autor
va a articular sus ideas (o emociones) según la clave retórica elegida, b) el texto se
estructura formalmente de acuerdo a dicha clave, c) el lector se aproximará al texto a
través de los presupuestos retóricos que anuncia su forma. Pero el hecho de que el uso
de una retórica precisa facilite diversos procesos de comunicación, no implica de
ningún modo limitación en el contenido. Veamos un caso extremo, que ejemplificamos a
través de la crítica a un filósofo según la retórica de la poesía. El poeta es
Antonio Machado, y en los dos poemas que transcribimos a continuación, el autor va más
allá de expresar un pensamiento filosófico, articula una crítica a la filosofía de
Kant (un proceso que con más propiedad se redacta comúnmente a través de la retórica
de la filosofía):
XXXIX
Dicen que el ave divina,
trocada en pobre gallina,
por obra de las tijeras
de aquel sabio profesor
(fue Kant un esquilador
de las aves altaneras;
toda su filosofía,
un sport de cetrería),
dicen que quiere saltar
las tapias del corralón,
y volar
otra vez, hacia Platón.
¡Hurra! ¡Sea!
¡Feliz será quien lo vea!
LXXVII
¡Tartarín en Köningsberg!
Con el puño en la mejilla,
todo lo llegó a saber. (18)
La retórica de la poesía no afecta, como ejemplifican estos poemas, la profundidad de
la crítica. Afecta, eso sí, la forma de articular dicha crítica y exige que el lector
reconozca la retórica de la poesía y haga uso al leer el poema de las diversas
retóricas en él implícitas: el consciente juego metafórico, referencias pictóricas,
contextos literarios y yuxtaposición de ideas, son apenas algunos de sus recursos.
B) El texto
El signo, base de
la estructura depositaria que posibilita el discurso de la modernidad, al entrar en
crisis, es también la fuente de su problematización. En este sentido, el texto escrito,
medio predilecto de la expresión literaria, ejemplifica perfectamente las tres etapas
generales que caracterizan su paso del discurso de la modernidad a un discurso antrópico.
En una primera etapa, el texto era la codificación unívoca del mensaje que el autor
transmitía al lector. La función de éste era la de descifrar su contenido, también
unívoco. Tal es el esquema mecanicista de causa efecto del proceso repetitivo que
caracteriza en casos extremos la comunicación depositaria: el acto mecánico de leer en
voz alta una palabra que reproduce el mismo sonido una y otra vez. Cuando esta relación,
válida en el nivel primario, mecánico, de las convenciones que sostienen una estructura
dada (en el ejemplo anterior las reglas de pronunciación y combinación de los signos que
se agrupan para constituir el nivel representativo de un idioma), se traslada al plano
conceptual con la misma pretensión de significación depositaria, se da lugar a lo que
hemos venido llamando aquí discurso de la modernidad.
La segunda etapa coincide con la entrada en crisis del discurso de la modernidad. Se
empieza en ella estableciendo una distinción entre los dos esquemas mencionados
anteriormente. El primero, que no pretendía significar fuera de una establecida
convencionalidad que se hacía expresa al mostrar de modo explícito las reglas que
gobiernan su estructura, se acepta sin problematización como lo que es: un discurso
depositario que posibilita el diálogo (por ejemplo, las reglas ortográficas de un idioma
concreto). El segundo esquema, sin embargo, que pretendía acarrear significado
(expresión unívoca de un sentido), sin reconocer previamente su ineludible localización
en un espacio y un tiempo (su contextualización), entra enseguida en crisis. La
perplejidad, naturalmente, no proviene sólo por desconocer la naturaleza depositaria del
texto en cuanto signo, sino principalmente por querer proyectar a través de él un
contenido igualmente mecánico, en cuanto poseedor de un sentido unívoco y por lo tanto
repetitivo. La perplejidad se origina especialmente ante lo que se percibe como
incapacidad del texto para reproducir al autor en el lector. Es decir, por no aceptar,
como punto de partida, el origen dinámico de la contextualización de todo texto tanto en
el devenir de su autor como en el de sus posibles lectores.
La tercera etapa, siempre presente en una lectura que sea consciente de la antropocidad
del discurso humano, y que apenas comienza ahora a ser articulada, es aquélla que
reconoce la estructura depositaria de todo medio de comunicación, pero que desglosa el
acto de comunicación del medio depositario que la proyecta. Consideremos esta afirmación
en las tres facetas que la rigen.
1) El autor, como ser humano, no es en ningún momento un algo hecho; su naturaleza es
dinámica, es un estar siendo. Todo acto de comunicación implica, entonces, un proceso
doble de confrontación: en el primero, el autor fija un momento de su devenir íntimo,
que distancia y objetiva, a fin de poderlo atrapar y así comunicarlo (lo que
anteriormente denominamos la narrativa histórica); en el segundo, se enfrenta a procesos
externos de codificación ya establecidos y mediante los cuales intenta comunicarse; es
decir, produce un texto que ahora es también resultado de un sistema depositario en el
que trata de contextualizarse externamente, o sea, intenta fijar en un tiempo y espacio
concretos un corte en su devenir. En el autor, pues, el acto de comunicación y el medio
nunca llegan a identificarse (esta es, desde otra dimensión, la diferencia que causaba el
sentir agónico del Hostos de la cita anterior). El medio, el texto, es siempre una
necesidad imperfecta que nunca corresponde exactamente al devenir del autor ni, como
veremos más adelante, llega al lector con un sentido unívoco: desde el principio
aparecen desglosados el acto de la comunicación y el medio depositario que necesariamente
ha de usar.
2) La segunda faceta se inicia tan pronto como se articula el texto. Las reglas de la
estructura que hicieron posible la codificación original del autor, están ellas mismas
en constante transformación. Entre los casos extremos de las estructuras que permanecen
vigentes (10+5=15) y aquellas otras cuya codificación se hace incomprensible para el
lector de nuestros días (el caso de los jeroglíficos egipcios), existe una rica gama de
innumerables matices. En estos casos límites, precisamente por su condición radical, las
opciones del texto parecen más simples: en el primer caso, la permanencia intacta del
sistema de codificación aporta al texto un valor depositario (por tanto indiferente de su
estructura); en el segundo caso, como las reglas de codificación no forman ya parte de
nuestro discurso axiológico del estar, el texto se acepta en su comunicación
humanística (por tanto también indiferente de su posible estructura originaria). Lo más
frecuente, sin embargo, y esa es la condición del texto literario, es su ubicación en
una posición intermedia; es decir, de los dos términos de la codificación, el
significante permanece reconocible, mientras el significado ha experimentado alteraciones
más o menos profundas. La codificación original se presenta ahora en la historicidad de
su propia transformación: son nuevas golondrinas que llegan a anidar en los significantes
originarios, pero que, al igual que en el poema de Bécquer, ya no son las mismas. La
experiencia originaria es irreplicable.
3) La tercera fase del proceso requiere del lector que asume de nuevo, en el sentido
dinámico de su propio devenir, esa comunicación previamente contextualizada en un
espacio y un tiempo concretos. Como veremos luego, el nivel de contextualización
depositaria del texto, la historicidad que marca su transformación, es secundario en el
acto de comunicación humanística, pues la comunicación no depende tanto del signo como
del lugar que va a ocupar en el devenir del lector. Aquí podemos usar de nuevo el ejemplo
de un jeroglífico y los matices que se pueden establecer en cuanto a la
contextualización depositaria que pueda hacer un arqueólogo que descifre el proceso de
codificación de sus signos y aquella otra persona que observa el texto en la vitrina de
un museo. Consideremos dos casos extremos: a) el de un arqueólogo que es capaz de
descifrar a través de los códigos implícitos o explícitos en el jeroglífico, el
funcionar del discurso axiológico del estar que sirvió de base a la contextualización
original del texto; b) supongamos en el otro extremo el caso de una persona que visita el
museo y observa el jeroglífico en una vitrina, pero que no toma conciencia de su precisa
codificación en el discurso axiológico del estar de una época, y se comunica con él
como si fuera una pintura abstracta. En ambos casos el índice de lo que se asume será
distinto y dependerá, ciertamente, de las diferentes estructuras que se tomen en
consideración; pero el acto mismo de comunicación, al nivel del discurso antrópico en
que se produce, en el devenir del "lector", puede ser en este sentido, como
ampliamos más adelante, independiente de procesos fijos de contextualización.
Establecida de este modo la independencia inherente entre los tres polos de la
comunicación (autor-texto-lector), se hace posible superar el constreñimiento que nos
imponía el discurso de la modernidad. El texto implica ahora comunicación en una
multiplicidad de dimensiones, pues sólo en el ejercicio hermenéutico podemos hablar de
multiplicidad de niveles. Detengámonos por un momento en esta distinción: a)
multiplicidad de niveles y b) multiplicidad de dimensiones.
A) En el discurso de la modernidad, el texto se desplegaba en cuanto mensaje, es decir,
como portador del autor en el lector; la profundidad en los niveles de comprensión
determinaba por ello mismo un nivel de comunicación. Es precisamente esta relación la
que da lugar a la crisis de la modernidad. En efecto, al mediatizar el signo, o sea, al
distanciar el signo del mensaje, se problematiza la misma posibilidad de la
representación totalizadora de éste y por lo tanto la posibilidad de comunicar con
integridad el propósito del autor. Y como en el discurso de la modernidad la posibilidad
de comunicación se hace depender de la posibilidad de capturar (en un sentido unívoco y
totalizador) el mensaje que acarrea el texto, la problematización de dicha posibilidad,
problematiza igualmente la posibilidad de toda comunicación. Pero el hecho de reclamar la
independencia de las tres partes (autor, texto, lector) en el acto de comunicación
antrópica, no implica un rechazo de los distintos niveles de comprensión siempre
presentes en todo texto. Implica, eso sí, que el acto de comunicación es independiente
de tales niveles. Implica también la liberación del lector. Ya no existe una lectura
más propia que otra, más completa que otra, existen únicamente objetivos diversos que
han de guiar cada lectura. De ahí las dos grandes categorías de lectores, sobre las que
nos detendremos más adelante, pero que conviene ahora mencionar: 1) aquellos que buscan
únicamente una comunicación íntima con el texto, y 2) aquellos que hacen de la
hermenéutica su especialidad y buscan exteriorizar los diferentes niveles de
contextualización tanto en cortes sincrónicos como en sus transformaciones diacrónicas.
B) La superación del discurso de la modernidad (la toma de conciencia de la
antropocidad del discurso axiológico), conlleva precisamente la recuperación de dichos
polos de comunicación, al restituir al autor y al lector la dimensión dinámica, humana,
que la expresión depositaria había cosificado en el tiempo y en el espacio que fijaba el
texto mismo, aun cuando se pretendiera transcender a ambos. Es decir, en el discurso
antrópico, el texto se reconoce como contextualización dinámica, temporal y espacial,
de un acto de comunicación. Por supuesto, como exteriorización se realiza en una
estructura depositaria codificada ahora en un sistema de convenciones cuya decodificación
constituirá el objetivo de la nueva hermenéutica. Pero el autor legítimo del texto
(como en el caso límite del jeroglífico) no importa como tal; importa, eso sí, el autor
implícito, que a la vez incluye y supera y proyecta, al legítimo en el texto y en el
lector, como origen de la codificación y como "el otro" de toda comunicación
humanística. Por ello, mientras el texto se despliega en una multiplicidad de
"niveles" según se problematizan las distintas estructuras depositarias
implícitas en él, la comunicación misma, que supone de nuevo integrar las estructuras
depositarias en el proceso dinámico del devenir humano, se realiza independiente de tales
niveles, aun cuando se haga en "dimensiones" contextualizadas en dichos niveles.
El ejemplo que venimos citando de un texto jeroglífico puede servirnos de nuevo en una
concreción de lo aquí expresado. Como signo, el jeroglífico es una contextualización
depositaria, que se origina en un espacio y un tiempo concretos y que responde a
estructuras fundamentadas en convenciones. Como signo, por tanto, puede ser problematizado
en un proceso que profundiza en las distintas estructuras que implica: la estructura de
sus rasgos gráficos que permite al arqueólogo "leer" el jeroglífico, la
estructura, entre otras muchas, de su contexto histórico en cuanto social, político,
religioso, económico. Es decir, en cuanto signo, implica la posibilidad de una
profundización en diversos niveles de significación depositaria, quizás en cadena sin
fin como diría Derrida, pero que resultan secundarios en el momento de la comunicación,
que, como señalamos, consiste en introducir una o varias estructuras depositarias en el
devenir del posible lector: la persona que observa el texto jeroglífico en la vitrina de
un museo y que se comunica con él quizás en el sentido emotivo de una pintura o en el
contexto referencial de una película.
La hermenéutica que proponemos no pretende, por tanto, alcanzar, atribuir al texto un
significado unívoco en el lector y con ello se supera la aporía del discurso de la
modernidad. Lo que se busca es problematizar el signo, reintegrarlo a las sucesivas
contextualizaciones a través de las cuales se ha preservado, para así ir desglosando las
distintas estructuras implícitas en él. En este sentido, aun cuando podemos partir del
reconocimiento de que todo texto encubre una complejidad de contextos, el hecho de que no
todos fueran concebidos con el mismo objetivo, posibilita igualmente establecer a priori
ciertas categorías que nos van a guiar en la esquematización de tal hermenéutica. En
cualquier caso, obsérvese que hablamos de "problematizar el signo" y no de
"deconstruir el signo"; problematizar, como quedó ya señalado, es un proceso
afirmativo; implica buscar significado en la contextualización; "deconstruir"
representa en el discurso de la posmodernidad descubrir máscaras de significado; es
decir, posponer el momento de pronunciarse a través de un diferenciar y así diferir el
acto "final" de significar. Pero regresemos de nuevo al "texto".
En un primer nivel, en el más elemental, el texto se presenta explícitamente como
portador de una estructura depositaria que busca primordialmente un significar también
depositario. Tal será el caso, por ejemplo, de un libro de geografía física que
describa las particularidades del continente americano. Cuando se anota la extensión
territorial de Bolivia o se enuncian los nombres de sus montañas o ríos, se hace bajo
una estructura convencional, la del libro de geografía física, sin pretender significar
más allá de los límites de dicha estructura. Es decir, con ella no se intenta una
comunicación humanística, del mismo modo que las reglas ortográficas que fijan la
convención de la expresión escrita de un idioma, tampoco significan primordialmente
fuera del nivel de su propia estructura. Decimos "primordialmente" para
deslindar, incluso en este primer nivel, el objetivo de la estructura expresada, del de
cualquier otro que se proponga la investigación de las causas que motivaron dicha
estructura: Cuando escribimos un texto o lo leemos, las razones por las cuales, por
ejemplo, el término "humano" se escriba con "h" y que esta
"h" en español no se pronuncie, son por lo general inconsecuentes, aun cuando
en el nivel lingüístico, dichas consideraciones puedan dar lugar a un tipo de estructura
diferente. En el anterior libro de geografía física el lector busca y reconoce el dato
depositario como objeto del texto. Como en estos casos el propósito no es la
comunicación antrópica, sino el de fijar el código depositario de una estructura desde
unas bases convencionales que luego hagan posible tal comunicación, todo lo que se
requiere para establecer dicha estructura en el sentido unívoco de su propio código, es
su exteriorización (indicar, por ejemplo, que la altura de la montaña se mide en metros
o en pies o incluso, como se hacía en textos antiguos, por el tiempo que se tarda en
llegar a su cumbre caminando). La dimensión convencional de estas estructuras
depositarias se acepta siempre implícita o explícitamente. Si en una clase de idiomas se
pidiera a un alumno que pronunciara la palabra "club", la pregunta inmediata
sería ¿en qué idioma? Las letras y su orden en la palabra es el mismo en español,
inglés y francés. Pero el hecho de que la "u" se pronuncie en cada caso de un
modo diferente, motivaría la pregunta del estudiante informado. Este es el sentido que
deseamos afirmar cuando hablamos de la dimensión depositaria. En estos casos basta con
constatar las reglas de codificación que rigen una estructura: pronunciar, por ejemplo,
la palabra "club" según las reglas de codificación del idioma español.
En un segundo nivel, el texto, a través de sus peculiares estructuras depositarias, se
proyecta con el propósito explícito de significar en el lector en un nivel superior. Nos
referimos aquí a aquellos textos que por medio de estructuras depositarias simples (las
expresadas anteriormente), tratan de dar sentido a la complejidad de las
contextualizaciones del devenir humano. En estos casos, en los que el texto mismo
explicita las estructuras depositarias en las que fundamenta su propia contextualización,
la hermenéutica se dirige preferentemente a la problematización de las relaciones que se
establecen entre dichas estructuras, mientras ellas mismas son presentadas y aceptadas
como convenciones necesarias. Así, por ejemplo, un libro teórico sobre poesía que
establezca las estructuras de las características que se repiten con más frecuencia en
el proceso de versificación. En esta situación, las estructuras depositarias que se van
a relacionar son concretas: hablamos de rima consonante o asonante, de versos de arte
mayor o arte menor, de estrofas, de tercetos, de sonetos, etc., o sea, de las estructuras
convencionales que anotábamos en el primer nivel y que significan sólo en sí mismas.
Por ello indicamos que la problematización en este nivel se ocupa de las relaciones, es
decir, del modo cómo se contextualizan dichas estructuras en el proceso de definir lo que
es un poema. Este es el nivel, por tanto, de los géneros literarios, de los recursos
retóricos, que identifican la forma del texto en el sentido de una primera clave de
aproximación, en la que, generalmente, el texto hace coincidir la intención del autor y
los supuestos con los que el lector se aproxima a él. Este nivel de codificación es
también el que determina las clasificaciones de ensayo, novela, tratado, diccionario,
poesía, etc., bajo las cuales el mundo editorial agrupa las producciones humanas. Aunque
regresaremos más adelante a las implicaciones hermenéuticas que supone este punto de
contacto entre el autor y el lector, conviene deslindar desde ahora la dimensión formal
que los géneros proyectan, del contenido que a través de ellos se exprese. La vieja
polémica entre filosofía y literatura (Platón, Aristóteles) perdura en nuestros días,
precisamente por no llegar a deslindar la forma del contenido. El proceso de codificación
formal el que caracteriza a los géneros, nos parece ahora obvio, es
independiente de su contenido aun cuando pudiera condicionarlo.
El tercer nivel, siempre dentro de la esquematización con que simplificamos la riqueza
de matices de cualquier discurso, se refiere a aquel texto que en su contextualización de
un intento de comunicación omite la referencia expresa al código, a las estructuras
depositarias que lo posibilitan. El proceso hermenéutico implica ahora una doble
dimensión que corresponde a los dos niveles antes desarrollados. La primera etapa es
deconstructiva, o sea, se problematiza el texto para que nos vaya descubriendo los
diversos niveles de estructura que encubre. El proceso, si es sistemático, se aproxima
desde las estructuras depositarias más simples, es decir, aquellas que significan
únicamente en sí mismas (p. e. que los signos se agrupan según el código del español
mexicano o que se trata de un soneto). El establecer estos fundamentos depositarios es
necesario para que, desde su comienzo, el proceso hermenéutico no pretenda constituirse
él mismo en fuente de significación, fuera de la que va ya implícita en todo intento de
establecer la contextualización de las estructuras depositarias. Es necesario mantener
presente ante el signo que éste sólo implica una contextualización en el espacio y en
el tiempo de un autor implícito en su devenir y en comunicación con su propio contexto.
Es decir, la hermenéutica, en el discurso antrópico, se ocupa únicamente de explicitar
y desglosar las distintas estructuras, de mostrar los códigos que las gobiernan, de
problematizar su carácter convencional y, en fin, de establecer los posibles grados de
contextualización presentes en la complejidad de todo texto. Se supera de este modo la
pretensión hermenéutica del discurso de la modernidad que ambicionaba captar el
"significado" del texto (su sentido transcendente) en su totalidad. Desde el
discurso antrópico, la hermenéutica se fija como objetivo el descubrir contextualizaciones que se originan y transforman en proyección dinámica, pues el acto
de significar, de comunicación, de diálogo, como luego veremos, se dará de nuevo en la
dimensión dinámica del devenir del lector.
C) El lector
En el discurso de
la modernidad se llega a equiparar al hombre con sus realizaciones, de ahí que se
establezca la correspondencia "emisor-mensaje-receptor" como base de toda
comunicación. En realidad se opera como si el proceso de codificación/decodificación
pudiera ser algo mecánico, capaz de ser repetido en su integridad una y otra vez.
Hablamos de "comunicación" y nos referimos al teléfono, a la televisión, a la
computadora, y trasladamos este mismo sentido a la comunicación que se efectúa entre dos
seres humanos. Así, a fuerza de interpretar como "comunicación" la exacta
decodificación del "mensaje" (la imagen que se reproduce en el aparato de
televisión) que el emisor (la estación de televisión) ha codificado, cosificamos
también al ser humano. El éxito alcanzado en el nivel mecánico de reproducir con
precisión el mensaje emitido en el receptor, acarrea un sentimiento de estar en control
que se traslada, en el discurso de la modernidad, a las relaciones humanas en busca de
capturar igualmente nuestro devenir exteriorizándolo, es decir, ignorando nuestra
historicidad, nuestra esencialidad dinámica, nuestra realidad antrópica: nuestro ser
en la transformación.
Intentamos superar este anquilosamiento comenzando, al nivel simbólico, con la
problematización de los términos "emisor-mensaje-receptor" para devolverles,
en un discurso antrópico y especialmente en nuestro contexto literario, la dimensión
humana que implicamos en los términos de "autor-signo-lector". En cualquier
caso, como señalábamos anteriormente, todo acto de comunicación se conceptúa a través
de una contextualización que sólo puede exteriorizarse en estructuras depositarias. La
comunicación, por supuesto, se efectúa al reintegrar de nuevo dicha contextualización
en la dimensión dinámica del devenir del lector. Es decir, las estructuras depositarias
(procesos de codificación) siguen siendo el medio que posibilita la comunicación. La
superación del discurso de la modernidad, ahora desde la perspectiva del lector, se
alcanza cuando la dimensión depositaria de toda estructura no se presenta como fin sino
como medio de comunicación con el otro.
La superación del discurso de la modernidad implica igualmente disolver la estructura
de rígida conexión entre el "emisor-mensaje-receptor". En el mundo de las
realizaciones humanas tal conexión es necesaria: la emisora y el aparato de radio
precisan de exacta coordinación en la emisión y recepción de las mismas hondas. En la
comunicación humana, tanto el autor como el lector gozan de absoluta independencia (por
supuesto, dentro de los límites implícitos en la imposibilidad de prescindir de los
códigos ya establecidos en el momento de articular lo pensado o sentido: recordemos la
expresión agónica de Hostos en el ejemplo antes citado). Por ello señalábamos
anteriormente que las diversas estructuras depositarias de cualquier contextualización
son en realidad secundarias en el momento de la comunicación; es decir, la comunicación
se efectúa, como dijimos, a través de dichas estructuras, pero la priorización de
éstas, así como el índice de su dimensión no se puede cuantificar, pues llega a ser
únicamente en el devenir del lector. Hagamos uso de una situación límite para
ejemplificar este proceso: dentro de las estructuras más estables, en el sentido de que
sus relaciones convencionales son aceptadas como totalidades depositarias necesarias para
comprender el contexto de nuestro entorno, se encuentran aquellas estructuras que refieren
al mundo físico (así, por ejemplo, la temperatura de solidificación o vaporización del
agua que sirve como punto de partida para la construcción de nuevas estructuras). Pues
bien, incluso estas estructuras depositarias que en sí no pretenden aportar significado,
pueden ser recibidas por el "lector" en dimensión humanística. Tal sería el
caso del discurso científico de Einstein al problematizar y trasladar a una nueva
dimensión el discurso también científico de Galileo y de Newton.
Al destruir la correspondencia rígida que caracteriza al discurso de la modernidad,
destruimos también la posibilidad de establecer necesarias correspondencias entre el
autor, el signo y el lector. Pues incluso en el caso extremo de un autor que se comunique
en dimensión depositaria (pretender que su devenir corresponda con el devenir de los
demás), y que consiga expresarse igualmente en un discurso que oculte las estructuras
depositarias que lo contextualizan, incluso en esta situación límite, el lector puede
hacer de ese discurso un discurso humanístico al ver en él únicamente una dimensión de
su contextualización, o sea, de su comunicación con el mundo.
Expresada la relación "autor-texto-lector" de este modo, el objetivo de la
hermenéutica será la decodificación del texto como un fin en sí mismo. Su realización
será independiente de la "intención" del autor y no pretenderá entregar al
"lector" una significación particular como si fuera la "verdad" del
texto. El signo, en sí, siempre supera en sus probables y renovadas estructuras
depositarias, el posible sentido de su contextualización original en el devenir
(dimensión dinámica) del ser humano que lo hizo posible. Y el signo se proyectará
igualmente en el lector, independiente de los niveles de decodificación, en una
dimensión que no reside en el signo como tal, sino en la interioridad de su devenir
individual, donde se contextualiza al ser asumido. Colocar el texto en el centro del
proceso hermenéutico no significa, sin embargo, proclamar su independencia del autor
implícito o del lector, y no significa tampoco convertir la hermenéutica en una
experiencia lúdica.
1. El autor importa como un punto de confluencia en la contextualización. Pero su
comunicación, que es un proceso dinámico, cae fuera del dominio de la hermenéutica, la
cual se ocupa únicamente del texto que nos lega, como contextualización de dicho proceso
en el espacio y en el tiempo. Por supuesto, el texto se inicia en el autor, representa
cómo éste se comunica con el mundo; es siempre una respuesta a preguntas que surgen de
su entorno, y en este sentido se encuentra siempre inserto tanto en las estructuras
depositarias de sus otras producciones como también en su propia continua
contextualización en el espacio y en el tiempo. Una vez reconocida esta ineludible
conexión, conviene de nuevo acentuar que toda comunicación es un acto de
contextualización a través de estructuras depositarias; es decir, a través de
estructuras convencionales que no significan fuera de sí mismas.
2. El lector importa en dos niveles independientes aun cuando relacionados entre sí,
pues en ellos la hermenéutica transciende sus objetivos al explicitar posibles
dimensiones de la comunicación. En un primer nivel, el lector en su comunicación con el
mundo, en su devenir, se contextualiza y contextualiza a la vez las estructuras
depositarias recibidas. En este sentido, cuando un lector contextualiza un texto, su
recepción del mismo supone ya una nueva estructura depositaria que de algún modo se
añade al texto original (así, por ejemplo, la figura del Don Juan a través de Tirso,
Zorrilla, Valle Inclán, Marañón). El Quijote, como personaje, se encuentra
ineludiblemente inserto en la tradición cultural de Occidente en una complejidad de
estructuras depositarias que, con mucho, superan la contextualización originaria de
Cervantes. El segundo nivel se encuentra, precisamente, en este mismo proceso de
contextualización tanto del autor implícito como del lector a través del texto en
la creación de nuevos textos que posibilitan las convenciones de las estructuras
depositarias y que a la vez modifica continuamente, a veces de modo imperceptible, pero en
ocasiones de modo radical. Y es aquí donde la hermenéutica, en el discurso antrópico,
transciende su objetivo, pues su labor problematizadora, a veces deconstructiva, en el
sentido de ir exponiendo las diferentes estructuras depositarias implícitas o explícitas
en el texto, abre también nuevas dimensiones de comunicación en los posibles lectores.
Consideremos ahora de un modo más sistemático el lugar de la hermenéutica en el
discurso antrópico.
4. Proceso hermenéutico
La superación de
las limitaciones de la modernidad libera igualmente el "texto" de todo intento
de querer pronunciarlo, en el sentido de afirmar, de fijar su significado. El énfasis se
traslada del texto al receptor, al lector. Detengámonos por un momento en esta
afirmación. El discurso de la modernidad privilegia el texto y por ello hace coincidir el
acto de comunicación con el acto de atrapar el texto, de "comprenderlo".
Ejemplifiquemos esta posición a través de la hermenéutica que propone Noe Jitrik,
para quien "leer consiste en comprender un texto, en el sentido de captar
las ideas o conceptos o contenidos o mensajes que las palabras, que también hay que
conocer, vehiculizan o las frases expresan" (29) (19). Los lectores se
clasificarán luego según se acerquen a esa comprensión totalizadora del texto, según
se acerquen a lo que Jitrik denomina una "lectura consciente": "Los niveles
a los que me refiero son el literal, el indicial y el crítico" (35). La explicación
que nos proporciona Jitrik de esta clasificación enmarca bien lo que yo vengo denominando
discurso de la modernidad:
Llamamos "literal" a la lectura más espontánea e inmediata que se puede
hacer [
], se limita a lo superficial o, dicho de otro modo, entiende que todo lo que
la lectura puede dar está en la superficie; en tal sentido la podríamos entender como
lectura inconsciente porque rehusa crearse las condiciones para llevar al
plano consciente la diversidad de procesos en las que radica tanto el texto como la
lectura. (35-36)
La lectura "indicial" propone cierta distancia respecto del efecto de
superficialidad [
]; es la lectura de señales, de registros, de observaciones, de
reacciones que son como indicios de una organización superior [
] lo indicial tiene
un carácter de "preconsciente". (36)
La lectura "crítica" sería, en este esquema, culminatoria; es la que
organiza indicios de forma tal que si por un lado recupera todo lo que la lectura literal
ignora y la indicial promete, por el otro debe ser capaz de canalizar de manera orgánica
el conocimiento producido en todo proceso de lectura. (36)
En el discurso antrópico el texto es un producto de innumerables contextualizaciones,
tanto en el acto mismo de su creación como en la historicidad de los códigos que lo
articulan, y está destinado igualmente a innumerables posibles contextualizaciones en el
lector. Según el discurso de la modernidad (como ejemplificamos con Jitrik), la única
lectura "consciente" es la lectura que capta en su totalidad el significado del
texto. La hermenéutica antrópica surge precisamente de la doble problematización de
esta aporía: a) la imposibilidad de captar la totalidad del significado del texto,
en cuanto implica una narrativa histórica; y b) lo irrelevante del concepto totalidad
en el fluir antrópico (totalidad implica perfectividad, inmovilidad, conceptos sólo
posibles en la cosmovisión de la modernidad). La comunicación en el discurso antrópico
no puede residir, pues, en el texto, que es sólo un medio; pero el texto a su vez es un
documento del devenir humano, y por lo tanto lleva implícita la aproximación a la
lectura "crítica" que propone Jitrik.
Al eliminar la necesidad de causa-efecto que nos imponía el discurso de la modernidad,
y aceptar la independencia del lector, cambiamos también la dirección de dicha
relación. En el discurso de la modernidad el proceso era claro: autor® texto® lector. En un discurso
donde se reconozca la antropocidad de todo proceso de contextualización, queda igualmente
liberada la rigidez de este proceso: autor« texto« lector. Es decir, no es el texto el que necesariamente va
a reproducirse en el lector, sino que también el lector se aproxima al texto en el acto
de comunicación y puede, en casos extremos, dar significado al texto independiente e
indiferente de su codificación original. Visto desde esta perspectiva, hay un elemento de
suma importancia que interviene en el acto de aproximarse del lector al texto: el
objetivo. Y en este concepto, básico en el diálogo antrópico, encontramos el fundamento
para una nueva hermenéutica. Ello nos permite igualmente independizar, en términos
absolutos, el "texto" del "lector" (esta independencia, en casos
límite, puede incluso aplicarse al primer lector de todo texto: al mismo autor). El tipo
de apropiación que hagamos ahora de un texto, dependerá del objetivo con que nos
aproximamos al mismo. Abrimos así las puertas a una nueva dimensión de posibles
lecturas, a las que el discurso de la modernidad les negaba validez. Nótese que no nos
referimos a reconocer la validez de cualquier posible lectura (problema que lleva a la
perplejidad de la posmodernidad), sino a deslindar a través de los posibles objetivos que
motivan una lectura, la validez de la misma. Y sí, de nuevo podemos, como veremos más
adelante, hablar de validez de una lectura en el discurso antrópico. Aun cuando en las
páginas que siguen se desarrolla la implicación de los distintos niveles de
"lectura" (apropiación del texto), conviene desde ahora problematizar el
concepto de una "lectura válida". Precisemos las razones que conducen a la
aporía de la posmodernidad, según la plantea, por ejemplo, Stanley Fish, cuando nos dice
a propósito de los distintos niveles de lectura que "eso significa en la crítica
literaria que ninguna interpretación puede presentarse como mejor o peor que cualquier
otra, y que en el salón de clase ello implica que no tenemos respuesta para el estudiante
que nos dice que su interpretación es tan válida como la nuestra." (20) El
pensamiento de la posmodernidad establece sus parámetros desde los principios que
deconstruye; es decir, desde el concepto de "un significado" que transcienda el
texto y desde una interpretación que transcienda al lector. Ni lo uno ni lo otro es
posible ni afecta a la comunicación que se busca en todo texto. Veamos por qué.
El pensamiento de la posmodernidad, y Stanley Fish en su estudio, demuestra
convincentemente que la historicidad de todo signo anula la pretensión de la modernidad
de poder atrapar "el significado" de cualquier signo. Pero una vez establecida
esta ruptura necesaria con el pensamiento de la modernidad, sus representantes parecen
detenerse ante la perplejidad que supone la serie indefinida de las posibles
interpretaciones implícitas en todo signo. Necesitamos ahora, como hemos ya señalado y
desarrollaremos más adelante, dar un paso más: necesitamos asumir la historicidad del
signo, y a la vez relegarle a la posición neutra que le corresponde; es decir, reconocer
que se trata simplemente de un medio para la comunicación. En el discurso antrópico que
estamos proponiendo, el lector adquiere el papel de protagonista, pero en un sentido mucho
más complejo del que se le otorga en el discurso de la posmodernidad y que se refiere no
sólo a los múltiples posibles textos "fuera" del texto, sino también a la
selección de los procesos de codificación con los que se aproxima al texto. En cierto
modo, toda interpretación lleva implícita cierta búsqueda especular, donde la
apropiación del texto acarrea, quizás ineludiblemente, el reflejo de la imagen del
lector. Siempre es así en la apropiación íntima del texto, como desarrollamos más
adelante, pero este reflejo especular se encuentra también presente, en formas más o
menos tenues, en todo análisis textual, en la selección y prioridad que se otorga a los
diferentes procesos de codificación que posibilitan la "lectura" de un texto.
En cualquier caso, el solo hecho de que la interpretación se inicie en el lector (no
decimos que dependa, sino únicamente que se inicia), nos lleva a considerar dos grandes
grupos de posibles interpretaciones extremas: a) la que se realiza en la intimidad del
lector, sin propósito ulterior de comunicarla a otros posibles lectores; y b) aquella
interpretación que pretende pronunciar el texto, o sea, dar un significado al texto para
el consumo de otros posibles lectores. En el primer caso, la "validez" de la
interpretación se ajusta a unos parámetros internos de la persona que la efectúa. En
esta dimensión íntima podemos decir que cualquier interpretación es
"válida": yo, como lector, asumo un texto en mi devenir, busco sólo que
signifique en mí y para mí (y como se hace en el fluir de un estar siendo, se
trata también de una contextualización irrepetible: ese es el verdadero sentido del
verbo asumir en un discurso antrópico).
En el segundo caso, se procura superar la intimidad subjetiva al buscar que el
significado en mí pueda ser también compartido por otros; es decir, los parámetros que
hagan posible la interpretación ya no podrán ser únicamente los íntimos míos, sino
aquéllos, coincidan o no, que correspondan a los códigos culturales que van a
estructurar mi comunicación. En este segundo tipo de comunicación interpretación
para el consumo de otros, mis afirmaciones deberán ir avaladas por explícitas
referencias a los procesos de codificación que las hacen posibles. Es decir, la
interpretación dependerá de los códigos que se apliquen al texto, y su
"validez" podrá ser juzgada desde dos perspectivas: a) validez en cuanto al
rigor con se aplica un proceso de codificación y b) validez en cuanto a lo pertinente de
dicho código en la contextualización del texto a interpretar.
Ejemplifiquemos este proceso a través de dos categorías extremas, que nos van a
servir también para luego parcelar la riqueza de matices de las innumerables posibles
lecturas. La primera, que sólo es necesario enunciar, es aquella a la que pertenece la
lectura que se realiza en el devenir íntimo de una persona. En este caso, el texto es
únicamente el resorte que induce la "lectura"; su realidad es secundaria, lo
fundamental es su contextualización en el devenir del lector. No existe ni puede existir
hermenéutica que explique o ayude esta "lectura". Es también una lectura
irrepetible. Usemos un ejemplo que nos permita percibir la magnitud y profundidad de esta
lectura, y por qué la hermenéutica del texto es en este caso secundaria o inconsecuente.
Consideremos la lectura del poema de Bécquer citado anteriormente, ("Volverán las
oscuras golondrinas"), que es leído por una persona como un texto que trae a la
memoria un paseo por el parque cuando era todavía adolescente y se sintió por primera
vez enamorada. En este caso la rima o la clase de estrofa, o los acentos rítmicos, pueden
muy bien pasar desapercibidos. Al lector le trae sin cuidado cómo clasifica la crítica
académica el poema, y no le importa tampoco su posible contenido filosófico, ni cuándo
ni quién lo escribió. El poema fue nada más (pero también nada menos), que el resorte
que dio lugar a la interiorización del lector en su propio devenir. Se trata de una
lectura legítima, de una lectura profunda, de una lectura, en fin, irrepetible, que cae
fuera del dominio de la hermenéutica, aun cuando pudiera muy bien ser comunicada a
través de un texto, con lo que pasaría entonces de nuevo a poder ser objeto de la
hermenéutica.
Esta apropiación del texto en el propio devenir es, por lo demás, la lectura normal,
la más consciente de la propia antropocidad. La lectura se convierte en un acto de
comunicación íntima, de comunión con el texto. Este es el modo también como el ser
humano se comunica con su entorno. Por ejemplo, la lectura, mientras viajamos por la
autopista, de un número en una señal de tráfico con la velocidad máxima autorizada, no
genera normalmente un proceso de "interpretación", sino de apropiación; es
decir, se contextualiza en el devenir de la persona, por ejemplo la velocidad que lleva, y
si ésta es superior a la máxima, le podrá recordar la última multa por exceso de
velocidad. En cualquier caso, la lectura que tiene lugar es la que hemos denominado única
en el preciso contexto del fluir del lector.
La hermenéutica se baja así del pedestal de otorgadora de significado que le
concedía el discurso de la modernidad. Lo cual no implica, sin embargo, que el proceso
hermenéutico no sea necesario. Todo lo contrario, adquiere ahora un valor pivotal en el
diálogo entre las personas y, sobre todo, como ejemplificamos en capítulo más adelante,
en las relaciones sociales. Se trata únicamente de una nueva hermenéutica que limita su
función a hacer explícitas las codificaciones que gobiernan las estructuras que
determinan nuestras relaciones. Consideremos ahora la otra categoría extrema en la que
agrupamos cierto tipo de lectores. Nos referimos al lector especialista, al hermeneuta, al
que se propone la explicación de un texto. Tracemos una línea que nos represente de un
modo más gráfico esta relación:
O
C
S
•___________•__________•
Consideremos ahora el punto extremo "S" como el extremo de apropiación
subjetiva del texto. Una situación semejante como las anotadas anteriormente, en las
cuales el texto significa en la contextualización íntima, y con frecuencia irrepetible,
en el lector. En el extremo "O" se colocaría la exteriorización extrema
objetiva del texto: señalar, por ejemplo, el contexto que permite que los símbolos
"10" y "X" signifiquen lo mismo en dos estructuras de numeración
diferentes. En el punto "S" domina, pues, el mundo interior, el devenir
individual, donde se contextualiza el texto. En el punto "O" colocamos la
interpretación de texto que expresa de un modo extremo la proyección de la estructura,
independiente del sujeto que la interpreta. En la práctica, lejos de las construcciones
teóricas que hacen todo posible, las interpretaciones raramente se localizan en los
extremos. En cualquier caso, en el proceso de nuestro análisis, que en definitiva se
desarrolla en el ámbito de la reflexión teórica, vamos a considerar un tercer punto,
"C", situado en un lugar intermedio entre el "O" y el "S".
Del punto "C" hacia el "S" empiezan a importar menos los sistemas de
codificación que controlan el signo. La lectura del texto se interioriza cada vez más en
el sujeto que se comunica con el texto, hasta llegar a los casos extremos antes
mencionados. Este es el ámbito de los lectores "normales"; es decir, del lector
que lee un texto por iniciativa propia, sin un fin ulterior de comunicación con otros. La
comunicación que busca este lector es cada vez más íntima según se aleja del punto
"C" y se acerca al punto "S".
La lectura que se emplaza entre el punto "C" y el extremo "O", es
una lectura que se realiza bajo objetivos que de un modo u otro implican una comunicación
externa: la "interpretación" del texto para el consumo de otros. Según se
aleja del punto "C", más se abstrae de la contextualización interna en la
persona que efectúa la interpretación, más se convierte en un ejercicio hermenéutico
de los distintos niveles de codificación, tanto en la proyección sincrónica como en la
diacrónica. Visto el proceso hemenéutico de este modo, consideremos ahora cuatro
posibles niveles de los innumerables implícitos en todo texto.
1) El nivel más elemental es aquel que consiste en hacer explícitas las normas de
codificación elementales que van a posibilitar la comunicación escrita: la forma
gráfica de las letras que forman las palabras del español o del árabe, la combinación
de las letras según la estructura del idioma español o portugués, la estructura de la
numeración arábiga o romana, la leyenda que rige la escala y los signos de un mapa, son
todos ejemplos de las estructuras depositarias que la hermenéutica debe considerar en su
nivel más elemental. En estos casos, la "explicación" se proyecta
completamente objetivada. Es decir, puede y normalmente se efectúa sin interferencia del
mundo interno de la persona que lleva a cabo la interpretación del texto: así la
afirmación de que un texto está escrito de acuerdo a la estructura lexicográfica y
sintáctica del idioma español o que las distancias en un mapa específico están
representadas en millas.
2) Un nivel más complejo, pero próximo al anterior, corresponde al de las
estructuras, también convencionales, que gobiernan la retórica de nuestras producciones
escritas: la medida de los versos en español, las reglas de la rima consonante, la
clasificación de los distintos tipos de narrador en la ficción, la retórica del ensayo
o del texto filosófico, son otros tantos ejemplos de estructuras convencionales, externas
al crítico. En estos casos basta con una descripción, pues se trata de estructuras
simples de lo que antes hemos denominado narrativas lineales. Más adelante nos
detendremos en las implicaciones de este tipo de estructura en la clasificación de los
géneros en literatura.
3) El próximo nivel que nos interesa considerar, requiere una separación más frágil
entre la convención precisa externa de los anteriores casos, y aquella más difícil de
abstraerse de la contextualización personal. Usemos de nuevo dos ejemplos: A) cuando el
especialista usa el término de "soneto", puede hacerlo independientemente de su
interpretación del soneto como forma literaria; es decir, hace referencia a un poema con
un número de versos precisos, agrupados en un número determinado de estrofas, que sigue
también una estructura rigurosa en su rima (en el caso de variaciones de la regla común,
éstas se explican con precisión). B) Cuando el especialista hace uso de los diversos
matices del término "casta", entra ya en un terreno más difícil de deslindar.
Se refiere por supuesto a una codificación convencional, pero que ahora necesita situarla
en un espacio y un tiempo precisos, como pasos previos a cualquier análisis: la
codificación del término en la estructura social de la India o en la de Europa implica
contextos muy distintos; su ubicación en el siglo XVI español tensión entre
judíos, moros y cristianos añade una dimensión muy precisa e incomprensible en el
siglo XX. Se trata también en este nivel de codificaciones culturales insertas ellas
mismas en su propia historicidad. En cualquier caso, la hermenéutica puede todavía aquí
independizarse de la contextualización personal del crítico, aunque no pueda abstraerse
de la que proyecta la historicidad implícita en el término. Es decir, puede hacer
explícita la codificación del término mediante la investigación de su uso, por
ejemplo, en el periodo concreto del texto donde se encuentra y cuyo significado se quiere
interpretar; pero como, en definitiva, se trata de un concepto que se actualiza a través
de matices difíciles de capturar en una relación convencional unívoca, queda siempre
expuesto a la subjetividad de los contextos que sirven para su codificación y de la
selección que el crítico haga de dichos contextos.
4) El próximo nivel que vamos a considerar implica siempre una contextualización que
depende del hermeneuta: a) de sus objetivos; b) de su intuición crítica; c) de su
percepción de lo que importa. Este es el verdadero proceso creador hermenéutico: de las
innumerables estructuras codificadas en un texto, destacar en orden jerárquico aquéllas
que comunican un contenido del mismo (explicitar las narrativas históricas implícitas o
explícitas en el texto). Singularicemos las tres categorías anteriores, que por lo
demás son sólo tres de las muchas posibles.
A) La que más se independiza del contexto del especialista es la que se determina a
través de un objetivo explícito que va a justificar el análisis: una interpretación
filológica de la novela Huasipungo, del ecuatoriano Jorge Icaza, por ejemplo, en
lugar de una interpretación de la obra desde la retórica de la novela, o desde su
contexto social. En el primer caso adquiere importancia primordial el uso peculiar
lexicógrafo en el contexto del español y del quichua. En el segundo, el punto de vista
de la narración, por ejemplo, se elevaría a primer plano, mientras que en el tercer
caso, sería el contexto social del habitante de ascendencia precolombina en una sociedad
que no ha superado su visión colonial del mundo. Lo que importa en cada caso es bien
distinto. La obra (el texto) se pronuncia en cada ocasión de un modo diferente. El
objetivo determina las tres lecturas que hemos apuntado: cada una legítima, cada una
profunda, cada una diferente. El grado de independencia del contexto del hermeneuta lo
provee la estructura externa el sistema de códigos establecidos que en cada
caso fundamenta el análisis del texto: aplicación o transgresión de ciertos códigos
filológicos; modos cómo sigue o añade a la retórica de la novela; cómo contextualiza
las teorías sobre el imperialismo y luchas de clases, son ejemplos del distanciamiento a
que nos referimos.
B) Cuando hablamos de intuición crítica, entramos ya en un campo donde se personaliza
la interpretación, donde empieza a importar quién interpreta. Cualesquiera que sean los
objetivos, la profundidad con que se exteriorice la complejidad de las estructuras
implícitas en un texto particular, dependen de algo más que de la simple enumeración de
posibles estructuras más o menos implícitas. Las estructuras simples, es decir, aquellas
fijadas en su convencionalidad y aceptadas como tales (como en el ejemplo del soneto), son
fáciles de reconocer, pero no aportan en sí significado. El pensamiento, las
sensaciones, los sentimientos, tienen, es verdad, que exteriorizarse a través de
estructuras existentes (el uso de la estructura del idioma español para articular una
sensación), pero su codificación difícilmente llega a representar exactamente lo
sentido. El hermeneuta tiene que asumir de nuevo la riqueza que el código sólo atrapa de
modo implícito. Recordemos que incluso en estos casos, la intuición sirve en el proceso
de la investigación; la interpretación, que recoge los resultados de esa investigación
en el proceso de codificación, necesita basarse necesariamente en las estructuras,
implícitas o explícitas, que la fundamentan. La intuición, pues, se manifiesta en el
momento de "descubrir" dichas estructuras y en el proceso de asignarlas una
posición de valor al pronunciar la obra. En ningún instante, sin embargo, puede la
intuición, en el ejercicio hermenéutico, prescindir del proceso de expresar
explícitamente las estructuras (procesos de codificación) que la fundamentan. Conviene
recordar aquí que el crítico, al articular su discurso, su interpretación, se convierte
en "autor" y que su intuición sólo se nos comunica a través de su capacidad
para articularla; es decir, debemos mantener presente que en todo momento se trata de un cerrar/iniciar
el círculo hemenéutico.
C) Con la "percepción de lo que importa" damos un paso más hacia la
contextualización del texto en el crítico. La intuición termina, en definitiva,
fundamentándose en estructuras que quizás en un principio pudieran parecer que no
estaban presentes. La "percepción de lo que importa" requiere ya una
contextualización en los valores (literarios, sociales, morales, etc.) del hermeneuta.
Incluso en este caso, la interpretación nunca puede ser arbitraria ni excluyente:
únicamente se articula el valor de la obra a través de las estructuras que se creen
centrales. Lo que queda abierto en estas situaciones es la manipulación del texto a
través del texto mismo. Es decir, se elevan a primer plano estructuras que para otro
lector pudieran parecer secundarias: se contextualizan las estructuras entre sí para
destacar una codificación implícita que va a fundamentar ahora la interpretación del
texto que se proyecta como fundamental. Dentro de los innumerables matices posibles, nos
referimos aquí, por ejemplo, a un análisis freudiano o marxista de Fortunata y
Jacinta de Galdós. Pero incluso en este tipo de hermenéutica, la interpretación se
ajusta a trazar la relevancia de una estructura establecida en la decodificación del
texto objeto de interpretación.
La "percepción de lo que importa", según se aproxima al punto "C"
(según se va interiorizando en el crítico que la articula), se aleja también más de
estructuras preestablecidas; es decir, se va distanciando de aquellas estructuras
identificadas ya con un proceso preciso de codificación, como las teorías freudianas o
marxistas del ejemplo anterior. Me refiero, entre otras muchas posibles, a las estructuras
que basan su discurso en complejos procesos que se codifican en la historicidad de nuestro
devenir. Si bien hay códigos que muestran una extraordinaria resistencia a ser
modificados (los símbolos de la "X" y del "10" en la numeración
romana y arábiga, por ejemplo), lo común es que todo sistema, una vez
"establecida" su fase de codificación, entre en un proceso de transformación
(la ortografía del español del siglo XV y del XX). El mismo hecho de que me vea forzado
a colocar el término "establecida" entre comillas, sirve para dar énfasis a la
dimensión dinámica de las estructuras según se transforman los discursos axiológicos
del estar que las fundamentan. Esta realidad puede dar lugar a un doble proceso de
interpretación, el segundo de los cuales asume implícitamente el primero: a)
codificación de una estructura a través de la historicidad de los sucesos; b) uso de
dicha estructura para fundamentar la interpretación de un texto. Al primero de los casos
correspondería, por ejemplo, la reinterpretación de la historia iberoamericana a través
de los términos de "mestizaje" y "frontera" como categorías
culturales; es decir, el hecho de ver la cultura iberoamericana en función del concepto
de frontera: primero lugar de confrontación; después espacio de encuentro de la
"civilización" y la "barbarie"; tierra de "nadie" donde la
"civilización" (dependencia de un centro extraño) lucha contra la
"barbarie" (realidad autóctona que se rechaza); un sentirse, en fin, marginado
(desde la perspectiva política), periférico (alejados de los centros de cultura) y
subdesarrollado (subordinado a decisiones económicas ajenas). El último ensayo de este
volumen ("Mestizaje y frontera como categorías culturales
iberoamericanas") ejemplifica la primera parte de ese proceso; en él se ve la
cultura iberoamericana en función del concepto de frontera (sentirse ser
marginado). La segunda parte del proceso sería la aplicación de dicha codificación
cultural (sin señalarlo explícitamente) a la "lectura", por ejemplo, de la
novela Cumandá o un drama entre salvajes, del ecuatoriano Juan León Mera, y
proyectar como lectura relevante de la novela la falta de conciencia nacional implícita
en su texto. Hemos colocado "sin señalarlo explícitamente" para apuntar el
subjetivismo implícito en esta aproximación hemenéutica. Cuando el proceso de
codificación de un sistema es explícito (las teorías freudianas y marxistas, que
venimos usando como ejemplo), el código se objetiva al convertirlo en algo
"convencional"; es decir, como punto de vista reconocible y verificable,
independiente de su origen y de su validez.
Los niveles del proceso hermenéutico que hemos desarrollado hasta aquí, no pretenden
enunciar una clasificación, sino matizar el contenido y objetivo de la hermenéutica en
el discurso antrópico. También nos proporcionan la base necesaria para aproximarnos a la
pregunta sobre la función de los géneros en literatura. No nos interesa ahora su
estudio, sino más bien buscamos deslindar su lugar en el nuevo proceso hermenéutico.
Además, dentro del discurso que venimos desarrollando en estas páginas, resulta ahora
obvio que la pregunta sobre si una obra de ficción es o no novela, pertenece en el mejor
de los casos al proceso de establecer una codificación retórica del género, aun cuando
con frecuencia su valor quede relegado al de un simple ejercicio teórico propio de los
encuentros académicos entre especialistas. Es decir, no afecta al contenido sino al
continente. Y como esta afirmación ha de resultar radical en ciertos sectores del mundo
académico, vamos a desarrollarla a través de dos géneros precisos: el que asociamos con
la lectura de una novela y el que correspondería a la de un texto de filosofía. Pero
conviene antes señalar que nos referimos ahora a niveles complejos del acto
hermenéutico, o sea, a lo que venimos denominando "la lectura para el consumo de
otros". Fuera de este proceso hemenéutico, es obvio que los géneros imponen una
forma y que la forma, como señalamos a continuación, aporta ya un contenido: la
perspectiva bajo la cual el lector se aproxima a la lectura.
Hemos hablado del género "que asociamos con la lectura de una novela" y con
ello queremos hacer referencia a que afecta a los tres procesos en la comunicación: al
autor, al texto, al lector. Cuando hablamos de una novela, implícitamente nos referimos a
un texto que se ajusta a una estructura convencional con un proceso de codificación más
o menos explícito. Vamos a denominar a este proceso la retórica de la novela. Cuando una
persona decide comunicarse a través de una obra de ficción, ha aceptado implícitamente
una forma de codificar su pensamiento que difiere de la que habría usado de pretender
comunicarse a través de la poesía o del teatro. Por ejemplo, en el caso de una novela,
ni el autor ni el lector necesitan justificar o justificación del mundo ficticio que se
crea: el acto de escribir una novela y de leer una novela, lleva ya implícita la
aceptación de la retórica de la novela (la escritura y la lectura del texto bajo la
clave de la novela). La importancia de este proceso de codificación varía, por supuesto
de unas obras a otras, pero se diferencia poco del que supone codificar un pensamiento en
la estructura del idioma español o inglés. En otras palabras, una vez que identificamos
que un texto está escrito en español, procedemos a su lectura asumiendo una
codificación que sólo en raras ocasiones nos confronta el texto con el código (una
palabra nueva, una expresión que desconocemos, una construcción que rompe las reglas del
sistema, son ejemplos de estos instantes).
Algo semejante sucede cuando Unamuno emplea el término "nivola" para
referirse a su obra Niebla. La simple modificación de la palabra nos confronta con
la retórica de la novela que asumíamos antes sin cuestionar. Unamuno busca precisamente
ese conflicto; quiere que la retórica de la novela contextualice su pensamiento, pero
desea que el texto la supere. Es decir, por una parte aspira a que aceptemos su mundo
ficticio, pero una vez que esto se consigue, le interesa que su personaje, Augusto Pérez,
adquiera una dimensión de carne y hueso, que su problemática sea nuestra problemática,
que salgamos de la comodidad que supone aceptar un mundo ficticio que no se cuestiona, al
ruedo de la reflexión filosófica sobre la realidad humana. Un simple juego de palabras
basta en este caso para romper con la retórica de la novela y releer el texto bajo clave
filosófica. Unamuno yuxtapone de hecho en esta obra ambas retóricas: novela y
filosofía. Augusto Pérez, personaje "plano" desde la retórica de la novela,
por carecer de desarrollo psicológico, emerge con fuerza individual, desde la retórica
de la filosofía, al cuestionar su realidad, la de su autor y, en definitiva, nuestra
propia realidad humana.
Este ejemplo (por lo demás harto frecuente en la historia de las letras), sirve bien
para deslindar el contenido, de su proceso de codificación. El pensamiento de Unamuno
impregna todos sus escritos, aun cuando el Unamuno autor codifique dicho pensamiento de
acuerdo a diferentes claves retóricas (novela, ensayo, poesía). La "lectura"
de un texto, por tanto, puede efectuarse en el entorno que proporciona la retórica en que
se exterioriza, pero en ningún caso está limitada por dicho entorno. Podemos incluso
decir que la labor del hermeneuta reside precisamente en superar la codificación
retórica; la retórica del género es el camino, el medio convencional, que facilita el
diálogo, pero que no debe confundirse con el mensaje, con el contenido de lo que se desea
expresar.
Siempre han existido ciertas obras límites que se niegan a ser encasilladas dentro de
los esquemas de una retórica particular establecida. Este sería el caso, por ejemplo, de
Historia de una pasión argentina, de Eduardo Mallea. No es novela ni ensayo ni
tratado filosófico, en el sentido de seguir en su estructura la retórica establecida en
cada uno de ellos. Pero en su desarrollo, el texto se codifica según elementos que
pertenecen a cada uno de esos tres modos de expresión. El lector se ve forzado
constantemente a decidir la clave bajo la cual efectúa la lectura. El crítico
tradicional, ante esta obra, se sentía en la necesidad de encasillarla como paso previo
imprescindible a su "lectura", tal era la aporía de la modernidad. Una
hermenéutica que parta de un discurso antrópico, considerará la cuestión del género
únicamente como uno de sus temas de investigación, pero que en realidad será secundario
a los contenidos codificados en el texto. La cuestión del género refiere, pues, a los
procesos de codificación de una estructura, y que por lo mismo puede ser marginal al
texto que se interpreta. En otras palabras, los "valores" literarios o
filosóficos de Historia de una pasión argentina, no dependen de que su autor haya
usado en la articulación de su pensamiento la codificación retórica del ensayo, de la
novela, o de la filosofía.
El discurso antrópico, pues, asume los géneros en literatura desglosando la forma
(retórica), del contenido (discurso que se articula). El substantivo sirve para demarcar
el proceso retórico: poesía, novela, ensayo, filosofía, teatro
El adjetivo, sin
embargo, queda ahora desplazado; su relación con el substantivo no es directa sino
circunstancial: poética puede ser una novela o una obra de filosofía; el discurso
filosófico de una novela puede ser más profundo que el de una obra de filosofía; es
decir, con filosofía denotamos una estructura retórica, una exteriorización formal,
propia de un gremio y que, como todo género literario, posee una expresión sincrónica
(procesos de codificación que gobiernan el género en un momento dado), y también un
desarrollo diacrónico, que comúnmente se articula a través de las historias del
género. Así, por ejemplo, el vocabulario técnico o la integración de las referencias,
así también la adopción o la transformación o el diálogo con las formas retóricas
legadas por la tradición del género, o las transgresiones que luego se incorporan en su
retórica.
En el discurso antrópico la pregunta fundamental deja de ser si Unamuno o Mallea eran
filósofos, novelistas o ensayistas. Los términos de filósofo, novelista o ensayista
resultan ambiguos, ya que hacen referencia, como indicamos anteriormente, a dos campos
conceptuales: al de la retórica y al del contenido. Lo que la hermenéutica va a indagar
ahora con preferencia, es en qué consistía y cómo articularon Unamuno y Mallea su
discurso, y con ello nos referimos a los procesos de contextualización expresados
anteriormente. Es legítima, eso sí, la pregunta sobre la retórica que Unamuno o Mallea
usan para articular sus ideas. La resistencia, todavía presente en la actualidad, a
separar la retórica propia de los diversos géneros, del contenido que a través de ellos
se puede expresar, es un resabio del dualismo metafísico platónico. Desde Kant y sobre
todo desde Nietzsche, se ha superado ya en la reflexión teórica el considerar la
literatura como lenguaje de la ficción y la filosofía como lenguaje de la verdad. Pero
todavía persiste asociar la filosofía con la razón y la literatura con la imaginación;
todavía es común considerar que el medio propio de la filosofía es el concepto. Tanto
la "imaginación" como el "concepto" nos remiten al contenido
codificado en un texto, no al modo cómo se llevó a cabo dicha codificación. Una vez
dicho esto, conviene hacer hincapié de nuevo en que la retórica de los géneros, de
forma muy semejante al idioma en que se escribe un texto, es un campo de complicidad entre
el autor y el lector. La expresión coloquial de "vamos a leer una novela o un
poema," lleva implícita todo un proceso de codificación que comparten autor y
lector, y que de modo muy superficial, pero eficaz, pregona la forma en que se articula un
texto. Cuando un autor escoge la retórica de un género literario para articular su
pensamiento, lo hace inspirado tanto por el objetivo de lo que quiere comunicar, como por
el modo cómo lo quiere comunicar. Me refiero a que el autor puede pretender sólo
comunicar, por ejemplo, un mundo ficticio (como tantas novelas "policíacas" o
del "oeste"), o por el contrario, puede que la retórica de la ficción sea
únicamente un ropaje externo con el que busca maximizar la repercusión del pensamiento
que quiere transmitir (por ejemplo, 1984 de George Orwell).
La primacía que goza en la actualidad la lectura ensayística (la que presupone la
retórica del ensayo), reside precisamente en que siempre tuvo como centro de su razón de
ser la reflexión, el diálogo, la comunicación con el "otro". Es decir, en el
contexto de los géneros literarios, el ensayo ha sido el más próximo al discurso
antrópico. Tanto para el autor como para el lector de ensayos, la codificación de las
ideas en estructuras depositarias fue siempre el medio; el objetivo era la reflexión y el
diálogo. La misma retórica del ensayo ensalza la subordinación del proceso al
contenido: no importa que el ensayo trate su tema de un modo más o menos exhaustivo, ni
que sea metódico en la estructura externa bajo la cual articula su discurso, ni que posea
riqueza de referencias; importa que se proponga dialogar, que se transmitan convicciones
propias, que transparente una confesión intelectual, que imprima cierta sensación de
espontaneidad (de ahí la falta de estructura externa y frecuentes digresiones).
Notas
- Ernst Cassirer, An Essay on Man. An Introduction to a Philosophy of Human Culture.
(New York: Anchor Books, 1944).
- Puesto que a lo largo de estas reflexiones vamos a usar repetidas veces el término
"depositario", conviene desde ahora puntualizar el sentido que nosotros le
conferimos (más adelante desarrollamos una contextualización más compleja del
término). Inspirado en la lectura de Paulo Freire (Pedagogía del oprimido),
"depositario" es todo aquello que se entrega/recibe sin reflexión. En este
sentido puede ser "depositaria" la comunicación del nombre de un río en
dimensión denotativa (Amazonas); la codificación de una estructura (reglas ortográficas
del español); o toda afirmación que se articula con pretensión de transcender su
ineludible contextualización (las novelas que integran el canon de la literatura
"universal" del siglo XIX). También es "depositario" un sistema de
educación basado en la memorización: acto de depositar datos en el educando sin
exigir, o incluso obstaculizando, el proceso reflexivo. En este sentido es igualmente
depositario el discurso de la modernidad cuando pretende que su verdad transcienda
el contexto que la hizo posible.
- . Benito Jerónimo Feijoo, Teatro crítico universal (Madrid: Castalia: 1986).
Las citas que siguen pertenecen a esta edición.
- . "A work can become modern only if it is first postmodern. Postmodernism thus
understood is not modernism at its end but in the nascent state, and this state is
constant", Jean-François Lyotard, "Answering the Question: What is
Postmodernism?", from I. Hassan and S. Hassan, Eds. Innovation/Renovation
(Madison: University of Wisconsin Press, 1983), pp. 238-239.
- Octavio Paz, "La búsqueda del presente", Inti. Revista de Literatura
Hispánica 32-33 (1990): 3-12. Se trata de su discurso ante la Academia Sueca. Las
citas que siguen provienen de este texto.
- Un estudio fundamental a este propósito es el de Nancy M. Kason, Borges y la
posmodernidad (México: UNAM, 1994).
- Jorge Luis Borges, Ficciones (Buenos Aires: Emecé, 1958), pág. 86. Todas las
citas que siguen provienen de esta edición.
- . Leopoldo Zea, La filosofía americana como filosofía sin más (México: Siglo
XXI, 1969), p. 13. Leopoldo Zea se refiere a la polémica entre el Padre Las Casas y
Sepúlveda sobre la naturaleza del habitante recién descubierto en el continente
americano.
- "The absence of the transcendental signified extends the domain and the interplay
of signification ad infinitum". Jacques Derrida, "Structure, Sign, and
Play in the Discourse of the Human Sciences", Richard Macksey and Eugenio Donato,
Eds. The Languages of Criticism and the Sciences of Man (Baltimore: John Hopkins
Press, 1970), p. 249.
- "... but I don't see why I should renounce or why anyone should renounce the
radicality of a critical work under the pretext that it risks the sterilization of
science, humanity, progress, the origin of meaning, etc. I believe that the risk of
sterility and of sterilization has always been the price of lucidity", p. 271.
- . "The idea of the unifying unity of the human condition has always had on me the
effect of a scandalous lie", Jacques Lacan, "Of Structure as an Inmixing of an
Otherness Prerequisite to Any Subject Whatever", Richard Macksey and Eugenio Donato,
Eds. The Languages of Criticism and the Sciences of Man (Baltimore: John Hopkins
Press, 1970), p. 190.
- . "Life goes down the river, from time to time touching a bank, staying for a while
here and there, without understanding anything--and it is the principle of analysis that
nobody understands anything of what happens", Jacques Lacan, p. 190.
- "Nineteenth-Century systematic hermeneutics of the Comtian, Hegelian,
Marxist, and so on, varieties was concerned to explain the past;
classical philological hermeneutics, to reconstruct it; and modern,
post-Saussurian hermeneutics, usually laced with a good dose of Nietzsche, to
interpret it. The differences between these notions of explanations,
recontruction, and interpretation are more specific than generic, since any one of them
contains elements of the others". Hayden White, The Content of the Form. Narrative
Discourse and Historical Representation (Baltimore: The Johns Hopkins University
Press, 1987), p. 188.
- Eduardo Galeano. Las venas abiertas de América Latina, México: Siglo Veintiuno,
1983.
- Eugenio María de Hostos. La peregrinación de Bayoán. Diario recogido por Eugenio
María de Hostos. Obras completas. Vol. I (Puerto Rico: Ediciones del Instituto de
Cultura Puertorriqueño, 1988).
- Con el término "retórica" hacemos referencia a la poética, a las reglas
más o menos libremente establecidas, que gobiernan la estructura formal de los géneros
en literatura. La retórica del cuento la constituyen aquellas características formales
que hacen que reconozcamos un texto escrito como un cuento, en lugar de considerarlo un
poema, una pieza de teatro, una epístola, un tratado de filosofía o un ensayo. Aun
cuando en las páginas que siguen nos referimos al discurso literario, la retórica tiene
manifestaciones establecidas en todo campo de comunicación que posea una forma
convencionalmente reconocida: el discurso político, el discurso de compra y venta, el
discurso religioso, son apenas unos ejemplos de lo que denominamos códigos formales o
retóricos de un discurso.
- Véase a este propósito las reflexiones, tan pertinentes, de Tzvetan Todorov en su obra
Les genres du discours (1978).
- Pedro Chamizo ha escrito un detenido análisis de este poema de Machado, donde paso por
paso explora distintas posibles lecturas según la profundidad en los implícitos niveles
de contextualización en el texto del poema. Pedro Chamizo, "Eufemismo y metáfora:
ambigüedad y suposición," Filosofía y literatura en el mundo hispánico
(Salamanca: Universidad de Salamanca, 1997), pp. 127-145.
- Noe Jitrik, Lectura y cultura, México: UNAM, 1987.
- Stanley Fish, "Is There a Text in This Class?" Falling into Theory,
David H. Richter, ed. (Boston: Bedford Books, 1994), "In literary criticism this
means that no interpretation can be said to be better or worse than any other, and in the
classroom this means that we have no answer to the student who says my interpretation is
as valid as yours." (234-235).
José Luis Gómez-Martínez
Actualizado: julio 1999.
[Ficha bibliográfica: José Luis Gómez-Martínez.
"El discurso antrópico y su hermenéutica". Más allá de la
pos-modernidad. El discurso antrópico y su praxis en la cultura iberoamericana.
Madrid: Mileto, 1999: 23-104. Una primera versión, más breve, de este estudio se
publicó en Cuadernos Salmantinos de Filosofía 22 (1995): 283-313.]
© José Luis Gómez-Martínez
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