Teoría, Crítica e Historia

Hermenéutica

José Luis Gómez-Martínez

"El discurso antrópico y su hermenéutica"

La obra literaria se realiza en la comunicación antrópica,
aun cuando el péndulo de la crítica académica haya pasado
en las últimas décadas del énfasis en un sentido depositario
de la misma a la negación de la posibilidad
de un significar transcendente.

 

1. El discurso antrópico y su hermenéutica.

El lenguaje del escritor, como el de cualquier artista, surge siempre en tensión en el seno de una lengua; es decir, de una estructura externa convencional de signos que lo aprisiona, que en cierto modo lo determina, pero a la que también supera y modifica por el solo hecho de contextualizar en ella una práctica creadora. Todo acto de escribir supone, además, un proceso de codificación de un pensamiento: se trata de expresar, exteriorizar, pronunciar una idea a través de un sistema externo de signos, aun cuando convencional y por ello dinámico, es decir, en constante transformación. Pero sucede que dichos signos, en sí mismos, a su vez, son incapaces de significar en el sentido de la estructura que los hace posibles, cuando ésta se enjuicia desde un centro —sistema de codificación— externo a ella. La exterioridad fuerza, resalta, coloca el énfasis en la diferencia que crea el nuevo procedimiento codificador. Como la "diferencia" no satisface nuestro deseo de significar, de atrapar —desde el discurso de la modernidad— lo que suponemos sentido unívoco de la idea, posponemos su pronunciación, pero con ello sólo iniciamos un proceso (teóricamente indefinido) de diferir el acto de significar en una cadena interminable. Tal es la deconstrucción posmoderna del discurso narrativo de la modernidad: Cada significante, se dice, parece ser a la vez significado de otro significante en una sucesión repetitiva/circular que se convierte en un fin en sí misma y que nos impide/pospone el llegar al significante original, con lo que la búsqueda se convierte en un juego intelectual, eso sí, dialógico, pero que se niega a sí mismo valor cognoscitivo. Nuestra experiencia, sin embargo, atestigua la existencia del diálogo y, por tanto, la posibilidad de significar en un discurso antrópico.

La falacia del discurso posmoderno se encuentra en la pérdida del referente humano que lleva implícito, en el no querer reconocer la inherente antropocidad de todo discurso axiológico. A fuerza de diferir y diferenciar en un progresivo intento de precisión, pero siempre a través de un centro gobernante prefijado e inmóvil, se vela el objeto de la búsqueda. El proceso es, en verdad, ilimitado en el sentido del discurso de la modernidad que repudia su propia contextualización —en cuanto a la limitación espacio/temporal que ello implica—, pero no lo es porque no llegue a alcanzar el primer "significante", resabio metafísico que atrapa al discurso de la modernidad, sino porque el referente humano, en lugar de ser un algo hecho, es un estar siendo. Con esto queremos simplemente aplicar una dosis de "realidad" a la abstracción racional de la modernidad y a la perplejidad del discurso posmoderno: en nuestra experiencia cotidiana no hablamos de "Pedro I" para referirnos a Pedro cuando tenía cinco años y de "Pedro II", cuando tenía diez; Pedro no es una acumulación de planos yuxtapuestos, cada uno significando un momento en su vida, sino que lo es en su transformación, en su devenir. La característica radical que lo identifica es la de movimiento. Su comprensión del mundo es, igualmente, una compresión dinámica, nunca repetida ni repetible. Pero este es el concepto que vamos a ir desarrollando en las páginas que siguen. El ser humano, pues, no puede definirse —en el sentido de una perfectividad, de una estructura unívoca—-- precisamente por ser un siendo. Este "definirse", que buscaba el discurso de la modernidad y que se problematiza en la transición posmoderna, requería un observarse fuera de sí mismo y por tanto dejar de ser. El estar siendo es lo que causa en el proceso deconstructivo posmoderno la serie indefinida de significantes/significados que, por supuesto, dentro del discurso axiológico de la modernidad se prolongará tanto como el ser humano mismo.

El significante original, el primario, el raíz, del cual derivan todos los demás, en la complejidad significante/significado, es lo humano, cuya esencialidad, de la cual todos participamos y que fundamenta la posibilidad dialógica, al mismo tiempo que así se reafirma, se pospone en la propia dinamicidad de su antropismo. Es decir, se reafirma en cuanto a su implicación como posibilidad de significado en un sentido antrópico y se difiere en cuanto a la imposibilidad de una definición externa a ella misma, de poder quedar enmarcado en una estructura con un centro dominante prefijado e inmóvil que significaría su perfectividad, o sea, la paradoja de verse hecho desde un estar siendo. Durante siglos hemos estado atrapados en la prisión de la razón y el proceso de liberación, en la reflexión teórica, se nos presenta arduo. Hemos convivido con la ilusión de poseer la verdad en el sentido universal y atemporal que nos imponía la modernidad; y hemos construido un mundo de "racionalidad" independiente e indiferente de nuestra realidad humana. La revolución en las comunicaciones, la apertura de la "otredad" en nuestro ineludible proceso de globalización, nos conduce en el último tercio del siglo XX a la perplejidad posmoderna: la modernidad, el mundo creado por la razón nos parece ahora insuficiente, pero anclados todavía en él nos sentimos incapaces de superarlo. El dualismo explícito entre el mundo "externo" (creación de la razón), considerado como "objetivo", o sea transcendente, y el mundo "interno" (el devenir humano), considerado como "subjetivo", o sea pertinente únicamente al individuo, resulta hoy día postizo. La modernidad se nos queda, pues, pequeña, pero buscamos una substitución desde los mismos presupuestos que la hacen insuficiente. Hemos perdido el referente originario y se hace imperativo recuperarlo para encontrar en él una nueva pauta de conocimiento: la posibilidad de diálogo. Y si la ambición racional se encuentra ligada a esta pérdida, es tiempo entonces, como propone Cassirer, de problematizar la definición del ser humano como animal rationale, y considerarle, ante todo, un animal symbolicum (1). En cualquier caso hablamos de un diálogo entre seres humanos, de un algo anterior al símbolo y que como tal lo condiciona en su forma más íntima. Podemos ejemplificar lo que aquí queremos implicar, y que desarrollaremos más adelante, con el dicho coloquial que considera los ojos "reflejo del alma": una mirada de alegría, tristeza, angustia, o un grito de pánico, son expresiones anteriores a toda contextualización cultural; "simbolizan" estados humanos de un referente raíz —de su universalidad en el discurso humano—, de la posibilidad de la comunicación que el discurso posmoderno se empeña en negarnos.

Implicamos, por tanto, al ser humano como referente original y necesario; y con ello problematizamos la negatividad del pensamiento posmoderno y hacemos posible un discurso cognoscitivo, esta vez en una dimensión antrópica, que supera el diálogo depositario de la modernidad (2), pues establece su legitimidad en la transformación, o sea, en un referente interno y dinámico, aunque eso sí, siempre constreñido por la ineludible contextualización de todo discurso. Afirmamos, pues, como desarrollamos más adelante, la esencialidad de la narratividad como interiorización/exteriorización del tiempo antrópico. Es decir, la complejidad significado/significante deja de ser un fin en sí misma para convertirse en un método problematizador que fecunda el diálogo al nivel antrópico. En nuestra condición de seres humanos todos participamos, pues, de ese primer referente, en el sentido de una contextualización matriz que posibilita la codificación de un discurso que a su vez nos confiere acceso a una primera dimensión en el acto de significar.

Pero antes de continuar, parece conveniente hacer un paréntesis en el desarrollo que venimos siguiendo, y adelantar aquí —aunque de modo esquemático— lo que entendemos por discurso de la modernidad y de la posmodernidad, y lo que proponemos con discurso antrópico:

    1. Discurso de la modernidad: mi centro como universal.
      La modernidad se ordena a través de un centro incuestionable, que se erige en paradigma de todo acto de significar y que se proyecta en imposición logocentrista: la verdad transciende su contexto y se presenta como algo transferible. Se puede así hablar de "proponer la verdad", como señala Feijoo en su Teatro crítico universal, para añadir: "Doy el nombre de errores a todas las opiniones que contradigo". El error y la verdad en el discurso de la modernidad son algo tangibles e independientes del sujeto conocedor, o sea indiferente a su contextualización: la modernidad impone significado.
    2. Discurso de la posmodernidad: deconstrucción de todo centro —mientras se busca el centro transcendente— con lo que se difiere su definición.
      La posmodernidad es la duda de la modernidad, es la perplejidad ante el descubrimiento de lo fatuo y quimérico de suponer la existencia de un centro cultural unívoco que se proyecte como referente de toda significación, pero se hace sin problematizar el concepto mismo de "centro". O sea, el blanco del proceso es la estructura, la narratividad del discurso de la modernidad, que ahora, sin el apoyo del centro transcendente que en un principio la hizo posible, se convierte en fácil blanco de una implacable crítica deconstruccionista proyectada en una orgía destructiva: la posmodernidad difiere el acto de significar, al anhelar y negar a la vez la posibilidad de un significar transcendente.
    3. Discurso antrópico: definición en la transformación
      La antropocidad implica una abstracción del concepto de "centro cultural" que aporta la modernidad (de todo centro que se proyecte como transcendente), para colocar en primer plano la "estructura" misma. El centro antrópico es un centro dinámico, móvil, un centro sujeto a la continua transformación propia de todo discurso axiológico. Es un centro que sólo se concibe en el proceso dinámico de su contextualización y como núcleo de constante re-codificación de dicha contextualización. Aunque más adelante desarrollamos estos conceptos, podemos anotar aquí un ejemplo que sitúe a los tres en perspectiva. Consideremos el lugar de la "otredad" en las tres etapas: 1. Desde el discurso de la modernidad la "otredad" era juzgada desde mi contextualización y en función a mi contextualización: no se considera la existencia de un discurso de la "otredad". 2. La deconstrucción posmoderna reconoce el derecho de la "otredad" a su propio discurso, pero no cuenta con él: ambos discursos se erigen como independientes. 3. En el discurso antrópico, la "otredad" pasa a ser un punto más en la contextualización de mi discurso y, como tal, esencial en el momento de pronunciarme: el discurso antrópico asume la "otredad" como paso previo al acto de significar.

Coloquemos ahora estas afirmaciones en perspectiva a través de un doble desarrollo: en la primera parte, mediante una reflexión sobre la estructura de la modernidad que nos permita superar la fase negativa de la reacción deconstructiva de la posmodernidad; en la segunda parte trataremos de fundamentar una nueva aproximación al texto literario de acuerdo con una estructura dinámica previamente establecida y que corresponda a la ineludible antropocidad del discurso axiológico que surge del derrumbe de las estructuras de la modernidad.

2. Hacia un discurso antrópico

La problematización (deconstrucción) de la modernidad, que ha caracterizado hasta ahora al discurso posmoderno (discurso de transición) siempre se ha hecho desde la pretensión de un "centro" inmóvil (transcendente a su propia contextualización), ya sea interno o externo a la estructura que problematiza o deconstruye, aun cuando fueran precisamente las implicaciones de dicho centro el origen del cuestionar. Tal es el caso del discurso inicial de Derrida y tal es la razón de sus limitaciones: deconstruye la modernidad, pero lo hace desde la misma modernidad. Es decir, desde una estructura considerada también estática (busca igualmente significar en un sentido perfectivo: un significar válido en sí mismo), aun cuando su peculiaridad sea la de fundamentarse en un centro externo a la estructura que deconstruye; ello le permite resaltar lo convencional, lo efímero, de cualquier discurso axiológico, a la vez que persiste en la validez, en la universalidad, de su propio discurso, ya que su cuestionamiento no afecta al centro mismo que lo sostiene.

Pero antes de proceder con nuestro desarrollo, se hace necesario deslindar dos términos que venimos usando y que la crítica hispánica actual utiliza impropiamente como sinónimos; parte de la intención de estas consideraciones teóricas es, justamente, la de amojonar nuestro camino reflexivo con una terminología más puntual. Me refiero ahora a los términos "deconstrucción" y "problematización"; el primero nos llega del inglés aun cuando lo generalizara Derrida, el segundo proviene del pensamiento iberoamericano de la liberación. El proceso deconstructivo asume un centro inmóvil, semejante al de la modernidad, pero externo a la estructura que "deconstruye". La "problematización" sugiere un cuestionamiento reflexivo interno a la estructura, pero considerada ésta como contextualización convencional y por lo tanto dinámica. La "deconstrucción" es proyección de un logocentrismo "excéntrico", como dijimos, a la estructura que "deconstruye" y, por ello, pospone el acto de significar. La "problematización" parte de un antropismo filosófico que libera el acto de significar del constreñimiento que imponía la rigidez estática del discurso de la modernidad; significar es, en el discurso antrópico, un acto de contextualizar en la dinamicidad de un estar siendo, de una constante re-codificación.

La modernidad, pues, como hemos señalado ya, se ordena a través de un centro incuestionable, que se erige en paradigma de todo acto de significar y que se proyecta en imposición logocentrista: la verdad transciende su contexto y se presenta como algo transferible. Se prescinde, por tanto, al dar cuenta de la realidad de la inevitable condificación convencional y dinámica del discurso antrópico, y se puede así hablar de "proponer la verdad", como señala Feijoo en su Teatro crítico universal, para añadir luego: "Doy el nombre de errores a todas las opiniones que contradigo" (101-102).(3) El error y la verdad en el discurso de la modernidad son algo tangibles e independientes del sujeto conocedor, o sea, indiferente a su contextualización. Tal es la posición logocéntrica de Feijoo, por ejemplo, y su ensayo "El no sé qué", un modelo claro y explícito del funcionar de dicho discurso. El método cartesiano —el análisis de "el qué de los objetos simples, y el por qué de simples y compuestos"— proporciona a Feijoo la vía inquisitiva en el proceso de apartar una a una las capas de "ignorancia" que mantienen velada la "verdad", para luego afirmar categóricamente su presencia autónoma en el discurso de la modernidad: "Si yo oyese esa misma voz, te diría a punto fijo en qué está esa gracia que tú llamas oculta" (384).

La posmodernidad, como señalamos ya, es la duda de la modernidad, es la perplejidad ante el descubrimiento de lo fatuo y quimérico de suponer la existencia de un centro unívoco que se proyecte como referente de toda significación; es decir, como modelo de significación. Se inicia así, es cierto, una problematización antrópica del centro, pero en la proyección posmoderna se da énfasis únicamente a la deconstrucción de los pretendidos códigos de significación, sin referencia al concepto mismo de "centro" que los determina; o sea, el blanco del proceso es la estructura, la narratividad del discurso de la modernidad, que ahora, sin el apoyo del centro transcendente que en un principio la hizo posible, se convierte en fácil blanco de una implacable crítica deconstruccionista proyectada en una orgía destructiva. En casos extremos, esta "posmodernidad" se convierte en un juego confuso de nuevos términos para referirse únicamente a la forma como una generación reacciona ante el legado de la anterior. Así se expresa Lyotard: "Una obra sólo llega a ser moderna si es primero posmoderna. Comprendida de este modo, la posmodernidad no implica el fin de la modernidad sino su inicio, y esta relación es constante" (4).

Lo más frecuente, sin embargo, es que se confundan los términos de modernidad y posmodernidad en la perplejidad que sentimos ante las transformaciones radicales que en nuestros días se aceleran a través de los medios electrónicos de información: la globalización confonta el pensamiento de la modernidad con la omnipresencia de la "otredad". Así, cuando nos habla Octavio Paz, empeñado él mismo en una deconstrucción personal de la modernidad, de que "el tiempo comenzó a fracturarse más y más" (5), se refiere con ello a la rapidez con que en la actualidad se construyen y deconstruyen las estructuras de la modernidad que todavía fundamentan nuestras instituciones sociales. La acción deconstructiva de la modernidad produce, en efecto, esa ilusoria impresión de una "fracturación del tiempo", sin que se repare en la contradicción que los mismos términos implican. Por lo demás, el desconcierto a que hace referencia Octavio Paz es bien real: "Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas, pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas" (10). Lo que Paz califica de creencias "metahistóricas" son las estructuras de la modernidad que todavía nos gobiernan. La problemática actual es que el centro que las justifica, antes íntimamente unido a los lentos y en cierto modo predecibles esquemas generacionales, es ahora inestable; o sea, parecen surgir incesantemente centros —procesos de codificación— que originan nuevas estructuras desde las que se deconstruyen las reglas prevalecientes de los anteriores. Anclado en la modernidad, Paz duda ahora incluso de su realidad: "¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades [es decir, tantas estructuras regidas por centros estáticos diferentes como sociedades]. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario" (7). Y afirma más adelante: "En los últimos años se ha pretendido exorcisarla y se habla mucho de ‘postmodernidad’. ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?" (7). Pero el proceso deconstructivo con que se cuestiona la modernidad no es caprichoso. Aunque no desarrollaremos este aspecto hasta más adelante, conviene ya anotar desde ahora, que el fenómeno actual proviene de una aceleración del proceso de contextualización que nos presenta en movimiento lo antes percibido como estático. Todo intento de comunicación supuso siempre una contextualización en estructuras convencionales. Hoy se acelera la transformación de dichas estructuras de tal modo que, anclados todavía en la comunicación depositaria de la modernidad, "metahistórica" diría Paz, nos encontramos desconcertados en cuanto a los códigos que debemos aplicar en nuestra comunicación. Las estructuras de la modernidad fueron eficaces cuando todavía se podían asimilar las inevitables transformaciones y por lo tanto se partía de un consenso general en el código que determinaba todo proceso de contextualización. En la actualidad se impone la dimensión antrópica que antes parecía inconsecuente. La decodificación se desplaza de un centro inmóvil a uno dinámico: la antropocidad de todo discurso se traslada a un primer plano.

Antes de continuar con el hilo de estas reflexiones, detengámonos por un momento para considerar la preocupación que exterioriza Octavio Paz. Nos habla de que "el tiempo comenzó a fracturarse más y más". Paz, por supuesto, se refiere a que las "narrativas" que caracterizan a la modernidad permanecen en vigor durante periodos de tiempo cada vez menores; le parece como si las reglas del juego cambiaran antes de haber sido asimiladas. Nota que las narrativas portadoras de la "verdad" se desplazan unas a otras con tal rapidez, que nos causa una sensación de orfandad porque se nos escamotean los paradigmas con los que antes juzgábamos la "verdad" de nuestra realidad. Lo que sucede, como desarrollaremos más adelante, es que los conceptos de tiempo y de narratividad han experimentado una ruptura radical, pues no dependen ya de los tradicionales procesos de codificación: se conceptúan ahora desde una nueva dimensión que supera, a la vez que asume, la dualidad cartesiana. Hablamos hoy de un tiempo antrópico, cuya esencialidad es la intimidad de un sentirse siendo (o la conciencia de un saberse siendo); y que se articula bien a través de la estructura convencional, simple y objetivadora de un tiempo lineal, bien mediante la complejidad de un intento mimético, a través de un controvertido tiempo histórico. Pero antes de proceder al desarrollo de estos conceptos, conviene explorar con más detenimiento lo que implica la modernidad y la deconstrucción pos-moderna.

La popularidad del discurso deconstructivo en el que está ahora embarcada nuestra sociedad —la crítica literaria es apenas una manifestación académica— se asienta, precisamente, en que por primera vez se le entrega al individuo una herramienta que le permite sentirse superior en la negatividad implícita en toda aproximación deconstructiva. Me explicaré. En el momento presente de globalización de las estructuras sociales, políticas, económicas, educativas, etc., de instantáneo acceso a los sucesos globales, se diluye hasta desaparecer la ilusión de significar desde un centro unívoco. Es decir, antes de haber tenido tiempo de problematizar la modernidad en su totalidad, o sea, en cuanto un discurso, en cuanto una estructura que se proyecta como independiente de su antropocidad y que erige su logocentrismo como referente de toda conceptualización de la realidad, se destruye el centro como punto de referencia unívoco, para luego entrar a saco con la estructura misma. Destruir el "centro" no significa, en esta primera etapa deconstructiva, liberarse de él en cuanto a su imposición logocentrista. Al contrario, en lugar de problematizar la "estructura" por ignorar su antropocidad, por pretender que su realidad sea independiente de una contextualización en esquemas convencionales, se la critica, se cuestiona su validez, pero se hace a través de un centro de codificación externo a ella (así el caso de Lyotard en la cita anterior). Por supuesto, la exterioridad del centro no se debe a una superación de la conceptualización estática de la modernidad; en la faceta del proceso deconstructivo se trata de nuevo de una posición logocentrista, pues su discurso pretende otra vez significar desde un centro dominante a la vez que indiferente e independiente de su propia narratividad; o sea, desde el nuevo centro se deconstruye todo aquello que cae fuera de su ámbito de dominio. Se trata, naturalmente, de una maniobra paradójica mediante la cual se niega la posibilidad de proyectar significado al mismo tiempo que se reafirma el acto mismo de significar, aun cuando sea en su dimensión negativa de rechazar su propia contingencia.

Entre los escritores que más han influido en la problematización de la modernidad en las letras occidentales, destaca Jorge Luis Borges (6). Su obra puede servirnos también a nosotros para ejemplificar los límites de la pos-modernidad: la deconstrucción de la modernidad desde la misma modernidad. He escogido entre los escritos de Borges la reflexión que desarrolla en "La Biblioteca de Babel" (1941), donde se expone con extraordinaria intuición y claridad lo que en la década de los sesenta se empezaría a conocer como pensamiento posmodernista. El pensamiento de la modernidad se equipara aquí con la búsqueda del Libro o, como aclara Borges, "acaso del catálogo de catálogos" (7). La razón se presenta así como capaz de conquistar la ignorancia, de acceder al "catálogo de catálogos" en proyección transcendente. De ahí que, nos dice Borges, "cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto" (90). "También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad" (91). Pronto, sin embargo, continúa Borges, "a la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel, en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció intolerable" (91). Se empezó a dudar de la existencia de "un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás" (92). Este proceso de deconstrucción lleva a considerar la aplicación de los signos, de los símbolos, como casual, y en situación extrema, a afirmar que "los libros nada significan entre sí" (86), que "hablar es incurrir en tautologías" (94). Se llega así al epítome de la posmodernidad, a creer que en realidad se trata de una "Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur en cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira" (93). Borges, inserto él mismo en la modernidad que deconstruye, siente la perplejidad que provocan sus propias reflexiones, por lo que sus palabras finales establecen también el paradigma desde el cual se construye el discurso de la posmodernidad (el pos se construye desde la modernidad que pretende "dejar atrás", pero que sin ella no tiene sentido). La solución de Borges es paradójica; cierra un círculo cuyo final es as su vez imprescindible comienzo. Anclado en la modernidad se ve forzado a diferir el acto de significar: "Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza" (95). Esta es la aporía del pensamiento de la posmodernidad. Se busca significar en el sentido de la modernidad: pronunciar el "Orden" con el cual Borges detiene su reflexión.

El resultado de este proceso deconstructivo, quizás necesario como primer paso para lograr una toma de conciencia de la artificiosidad del discurso de la modernidad, será siempre en sí mismo confuso, negativo, mientras no se dé un paso más. Lo fundamental del discurso de la modernidad, lo que la posmodernidad pone en entredicho, no es la estructura del discurso, pues, como hemos ya señalado, todo intento de comunicación supone una contextualización en estructuras convencionales, lo que ahora se rechaza es la imposición logocentrista de la modernidad. Es preciso liberarse de ese centro estático que basa su postura regidora de significado en la pretensión de transcender toda contextualización, y es necesario problematizar su existencia para comprender lo que en verdad significa el nuevo pensar, el antropismo que comienza a definir el discurso de la humanidad. Hagamos uso de una analogía para establecer así un primer punto de apoyo que nos facilite avanzar en nuestro desarrollo. En una primera aproximación podríamos decir que la duda posmoderna, su insistencia deconstructiva, proyecta hacia un discurso antrópico que problematiza y supera el discurso de la modernidad en el mismo sentido que el discurso científico de Einstein problematiza y supera el discurso científico de Galileo y Newton. Pero recordemos que lo fundamental de la teoría de la relatividad no es el haber anulado un centro, ni siquiera el haberlo desplazado, sino el haberlo trasladado a una nueva dimensión: de una exterioridad estática a una interioridad dinámica. Algo semejante es lo que se pretende al reconocer la antropocidad de todo discurso. No se trata, pues, de desplazar el centro: hacerlo personal y negar así la posibilidad de un discurso axiológico del estar; no se trata tampoco de anular el centro: hacer del intento de significar un ejercicio lúdico, camino a que conduce la institucionalización del proceso deconstructivo de la duda que implica la posmodernidad. Se trata, justamente, de trasladar el centro a una dimensión antrópica, que haga posible forjar una nueva narrativa dependiente ahora de una interioridad dinámica.

Si oponemos, pues, el concepto de la antropocidad al de la modernidad es porque con ello implicamos algo diferente, que en términos de la analogía anterior podemos por ahora expresar como el paso a una nueva "dimensión". Y con el término "nueva-dimensión" queremos señalar, en efecto, que el centro que fundamenta el nuevo discurso es de un signo radicalmente diferente al que caracterizó el discurso de la modernidad. En todo caso, hablamos desde el comienzo de un "centro", pues el discurso antrópico, como cualquier otro discurso, que por ello mismo implica ya una contextualización en una estructura convencional, posee un centro que lo fundamenta; y es precisamente a través de la comprehensión del antropismo de dicho centro como llegaremos a formular su discurso. Conviene recordar, aun cuando lo venimos señalando desde el comienzo, que con el término "centro" hacemos referencia al "código" o procesos de codificación que fundamentan las estructuras que hacen posible todo discurso. Veamos en esbozado —lo desarrollamos más adelante— la diferencia que implicamos cuando hablamos de un centro (proceso de codificación) en el discurso de la modernidad, de la posmodernidad y del discurso antrópico. Por ejemplo, el centro de la lengua española, en el discurso de la modernidad, es aquel que se fija en la Gramática de la lengua castellana que publica la Real Academia Española. Allí se detallan las reglas que fijan la estructura del español. Todo departir se considerará error o forma dialectal. La posmodernidad descubre lo quimérico de pretender fijar el idioma español y apunta a que tanto Nebrija con su Gramática de la lengua castellana, como en el primer diccionario de la Real Academia en el siglo XVIII, buscaron igualmente fijar el idioma español, y ambos casos difieren notablemente de las gramáticas actuales. Si en la modernidad se pronunciaba en cada caso la estructura del idioma español con sentido transcendente (indiferente a su localización en el espacio y en el tiempo), el discurso de la posmodernidad busca igualmente esa gramática que pueda incluir todas las gramáticas, por lo que difiere en acto de pronunciarse. En el discurso antrópico hablamos de un centro contextualizado; es decir, de un centro (código) que sólo lo es en el tiempo y en el espacio, tanto individual como social. Lo es individual en cuanto lo es en mí y en un estado de permanente transformación; lo es social en cuanto proceso de codificación convencional, igualmente en constante transformación, pero externo a la intimidad de mi código personal. El código personal se encuentra en constante forcejeo con el código social, lo transgrede a la vez que se encuentra limitado por él; pero la codificación social, en cualesquiera de sus formas deja de ser paradigma de lo "correcto" para reconocerse de nuevo en su razón de ser: estructura convencional creada para facilitar, posibilitar la comunicación. No tiene sentido ahora, pues, hablar de error, ni es necesario posponer el acto de significar. Deja de ser pertinente hablar de que la modalidad lingüística de una persona o de un grupo esté en error (discurso de la modernidad), ni que la plétora de diferencias individuales o regionales nos impida establecer "el código" del idioma español (discurso de la posmodernidad). Desde un discurso antrópico se reconoce la legitimidad de lo individual y de lo regional; también se parte de que el objetivo del idioma es facilitar la comunicación entre la multitud de individuos (o de comunidades). El código externo (en cuanto a un individuo o comunidad particular), se asienta de nuevo en su realidad convencional en constante transformación; se trata de un centro móvil que se define precisamente en la transformación de su constante presente. La Gramática de Nebrija representa, en este sentido la exteriorización social del código de la lengua española en un presente de 1492.

Antes de avanzar más en el desarrollo de estas reflexiones conviene puntualizar dos términos de uso frecuente en la crítica actual, pero que sin un análisis más preciso corren el peligro de hacerse inoperantes. Me refiero al uso de los adjetivos "interior" y "exterior" cuando hablamos de un centro. Es obvio que en una primera aproximación, el concepto de centro es sinónimo de punto interior equidistante. En este sentido todo centro es forzosamente interior. Cuando hablamos de un centro externo a una estructura, hacemos uso de un proceso elíptico mediante el cual se da por sobreentendido que se trata del centro de una estructura que no corresponde a la primera, pero desde la cual ésta es juzgada. Precisados de este modo, ambos términos han sido usados para hacer referencia al discurso de la modernidad y para proyectar la duda deconstruccionista de la posmodernidad. Este primer nivel de conceptuación es, sin embargo, insuficiente, pues con ello se hace referencia tanto al centro que una vez constituido reniega de su origen en la contextualización de un discurso axiológico del estar, como a aquel otro centro que se reconoce en su dimensión antrópica. En el primer caso, el del centro que se comporta como si hubiera trascendido su ineludible contextualización en un discurso axiológico del estar, podríamos hablar con propiedad de un "centro externo", en cuanto se impone como independiente de toda narratividad. Tal es el fundamento y a la vez prisión metafísica de la modernidad, que hoy se pone en entredicho en este proceso de transición que denominamos posmodernidad. En el segundo caso, el del centro que se constituye en su dimensión antrópica, es un centro dinámico que se reconoce como tal únicamente en el discurso axiológico del ser, aun cuando éste sólo pueda formularse en el contexto de un discurso axiológico del estar. Este centro de carácter antrópico, que podríamos denominar "interno", funciona de un modo diametralmente opuesto al de la modernidad: El centro del discurso de la modernidad es un centro dominante que establece el paradigma que hace posible una verdad transcendental: no ofrece lazos de reflexión, sino proyecta una verdad depositaria. El centro del discurso antrópico es un centro reflexivo, que se reconoce en su dinamicidad; o sea, es un centro dialógico que proviene y a la vez posibilita la contextualización necesaria en todo acto de comunicación; pero como centro rige únicamente en el devenir del discurso axiológico del ser. Basten estas reflexiones para establecer una primera precisión de estos conceptos que iremos desarrollando en las páginas que siguen.

El mismo discurso de la modernidad, que se caracteriza en un principio por el discurso de la razón teórica y que después encuentra apoyo en la razón científica, no se ha mantenido inmutable. Ha sido, muy al contrario, un proceso dinámico en cuanto a problematizador de su propia realidad, así la razón vital orteguiana, que al llegar en nuestros días a sus últimas consecuencias, permite ahora la radicalización de su mismo cuestionar. Y es precisamente a través de esta radicalización del cuestionar cómo el discurso de la modernidad se libera a sí mismo, al asumir su realidad antrópica.

Pero antes de considerar el proceso de dicha problematización, regresemos de nuevo a nuestra posición fundamental que consiste en conceptuar el discurso de la modernidad como una estructura que consigue su narratividad a través de un centro que se autodefine como independiente; es decir, se presenta como ajeno a su propia contextualización, pues borra las huellas de su origen y así transciende convenientemente la temporalización y las fronteras espaciales, que harían imposible establecer paradigmas de verdad dentro del discurso de la modernidad. Ello permite que la estructura de la modernidad, en un momento dado, se pueda problematizar mientras se mantiene el valor unívoco del centro que posibilita el acto de significar; es decir, el concepto, la "estructura" de la verdad puede cambiar, y así ha sucedido a lo largo de la historia humana, pero en ningún momento se cuestiona, en el discurso de la modernidad, la existencia del centro como algo inmutable, como algo independiente, o sea, la posibilidad de pronunciar la verdad (como sucedía en el ejemplo anterior de Borges). Ejemplifiquemos las implicaciones que ello conlleva a través de la problematización del concepto de "Hombre" que desarrolla el filósofo mexicano Leopoldo Zea. Desde el umbral de la modernidad, nos dice Zea, al descubrir Europa el continente americano y "tropezar con otros entes que parecían ser hombres, exigió a éstos que justificasen su supuesta humanidad. Esto es, puso en tela de juicio la posibilidad de tal justificación si la misma no iba acompañada de pruebas de que no sólo eran semejantes sino reproducciones, calcas, reflejos de lo que el europeo consideraba como humano por excelencia" (8). Es decir, el europeo había forjado el discurso de su humanidad reconstruyendo y contextualizando en él una imagen de sí mismo, como en realidad correspondía al referente necesario que fundamentaba su quehacer. Pero el discurso que desplegaba desde su modernidad correspondía a una estructura que proyectaba su "centro" —proceso de codificación— fuera de su propia contextualización, lo concebía transcendente; o sea, que no adquiría conciencia de que la "humanidad" que desplegaba era una imagen de su humanidad y no la esencialidad de la "Humanidad". Instalado así el europeo en la "Humanidad", toda diferencia era una negación de dicha "Humanidad": tal el caso de los habitantes "descubiertos" en el nuevo continente. Al eximir el europeo al centro que gobernaba el discurso axiológico de su estar de la contingencia circunstancial que lo originó, le concedía una autonomía que borraba, que transcendía su origen en una contextualización concreta en un espacio y en un tiempo también europeos. Este discurso de la modernidad europea permitía construir una narrativa "artificiosa", pero que se erigía como paradigma de toda narrativa, lo que implicaba, por supuesto, negar la realidad de la "otredad". Más adelante nos detendremos en el concepto de narratividad.

El proceso de problematización que hizo posible el paso de la "estructura de la Ilustración" a la "estructura del Romanticismo", puede servirnos para comprender la complejidad de la etapa deconstructiva de nuestro momento actual. La problematización de la Ilustración se inicia en su mismo seno en un constante anuncio del Romanticismo, pero mientras la problematización misma se asentaba en la "estructura" de la Ilustración, se negaba a sí misma el llegar a una comprensión de lo que el Romanticismo aportaba. La analogía con nuestro momento de transición posmoderna es apropiada, pues el proceso de deconstrucción en el que nos hallamos instalados cuestiona igualmente la modernidad desde la misma modernidad. Así podemos interpretar el ensayo de Feijoo "El no sé qué", y su reflexión sobre el concepto de la "ignorancia" implícito en dicha expresión. Feijoo inicia su problematización desde el discurso racionalista de la modernidad, para demostrar que sólo "por ignorancia o falta de penetración se aplica el no sé qué". Su proceso deconstructivo, sin embargo, le conduce, a pesar suyo, a problematizar su propio discurso racionalista al reconocer que "hay un cierto no sé qué propio de nuestra especie", que él hace depender del "genio, imaginación y conocimiento del que lo percibe". Pero como el "centro" del discurso de Feijoo se halla instalado en la Ilustración, no llega a penetrar en el nuevo orden: la "estructura romántica" que apuntaba su proceso deconstructivo. Ve los límites de la razón, pero lo hace desde la razón misma que le imposibilitaba reconocer, por ejemplo, la función de las emociones, de lo irracional en el quehacer humano. No percibe, en otras palabras, y haciendo uso del lenguaje metafórico que caracteriza a ambos momentos, que del orden mecánico del reloj se estaba pasando al orden orgánico del árbol: del orden impuesto desde afuera (desde un centro que transciende su contextualización), a un orden que se construye desde adentro. Es precisamente esta noción romántica la que se radicaliza ahora y al hacerlo entra en crisis y da paso al periodo de transición que denominamos discurso de la posmodernidad. Se trata ahora de eliminar el último soporte que le queda a la razón de la Ilustración: lo ilusorio de pretender la existencia de un referente que transcienda su origen en la contextualización de un discurso axiológico para erigirse como paradigma de significación que permita el apoyo en los universales.

En efecto, en la actualidad el referente transcendental se quiebra, se deconstruye; pero cuando Derrida, por ejemplo, problematiza la posibilidad de una estructura fundamentada por un centro que transcienda su contextualización, lo hace él mismo desde un referente externo, igualmente trascendente aun cuando pertenezca a un nuevo discurso axiológico, por lo que, al mismo tiempo que posibilita su proceso deconstructivo, difiere el acto de significar: el apoyo externo (el "centro" que permite su concepción) es también el blanco de su cuestionar, pues el mismo método deconstructivo que se aplicó a la primera estructura, se emplea ahora con la segunda desde una tercera, y así en cadena indefinida. Por ello, al mismo tiempo que Derrida posibilita la problematización, suspende el acto de significar al colocarlo bajo tachadura desde un nuevo centro, igualmente externo e igualmente transcendente, que en proyección indefinida será a su vez de nuevo problematizado. Destruye así la posibilidad de significar en el sentido del discurso de la modernidad, al demostrar lo arbitrario de las estructuras que dependen de un centro unívoco y transcendente a su original contextualización; pero no llega él mismo a superar la etapa deconstructiva, cuyas raíces se encuentran todavía en el discurso de la modernidad: "La ausencia de un significante transcendental proyecta/postpone el espacio y el acto de significar ad infinitum" (9). Es decir, se sigue buscando, como en el ejemplo anterior de Borges, el libro "compendio perfecto de todos los demás", el "Orden". Derrida defiende igualmente su radical poner en suspenso la posibilidad de una estructura: "... pero no veo por qué yo deba renunciar o nadie deba renunciar a la radicalidad de un trabajo crítico bajo el pretexto de que con ello ponga en riesgo la esterilización de la ciencia, de la humanidad, del progreso, del origen del significado, etc. Yo creo que el riesgo de esterilidad y de esterilización ha sido siempre el precio de la lucidez" (10).

Este paso deconstructivo a la Derrida, que caracteriza el proceso de transición de la posmodernidad, ha hecho de la "estructura", cualquier estructura, el blanco de su inseguridad; al desconocer el "centro", sistema de codificación que la posibilitaba, o mejor dicho, al contextualizar el centro en su propia estructura, se la ve tambalearse como paradigma de significado y nos regodeamos, con visión provinciana, de que no dé la medida. Por supuesto, se trata de nuevo de "la medida", es decir, una implicación de significar en un sentido transcendente, que ahora se hace coincidir con "mi" medida. En cualquier caso, se sigue deconstruyendo la estructura no sólo desde un "centro" externo a ella misma, desde un proceso de codificación que le es ajeno, sino que se hace todavía desde un centro que transciende la contextualización de la estructura que rige y desde la cual, como punto de referencia, se fundamenta el acto deconstructivo. El paso que se hace ahora necesario es precisamente el de abandonar la pretensión de un centro transcendente, y por lo tanto externo (en los dos sentidos ya mencionados), estático y unívoco, que rija la posibilidad de una estructura con significado fuera de su propia contextualización, de la creación de una narrativa igualmente transcendente. Se impone, con otras palabras, reconocer la antropocidad del devenir humano, desarrollar las estructuras de nuestro discurso axiológico en su dimensión antrópica e instalar como encuentro dialógico un significar igualmente antrópico, único capaz de caracterizar al discurso humano.

La deconstrucción actual de la "estructura" de la modernidad a que predispone la inseguridad posmoderna no surge todavía, pues, de un intento de problematizar la legitimidad de un centro que transciende su propia contextualización, sino de contextualizar un discurso en estructuras ajenas a las que en un principio lo originaron, es decir, de decodificarlo a través de un centro, igualmente transcendente, pero externo a la codificación original. En cualquier caso, el procedimiento deconstructivo posmoderno acelera, en efecto, el proceso de codificación (y decostrucción) de nuevas estructuras, pero con ello no se llega a "la esterilización de la ciencia, de la humanidad, del progreso ...", como creía Derrida, sino que al contrario se muestra cada vez con más énfasis la ineludible antropocidad de todo discurso axiológico. La modernidad ha pretendido reconciliar una narrativa fundamentada en principios estáticos con la realidad esencialmente dinámica del ser humano: se quiso encerrar un proceso histórico —el hombre en su estar siendo— con estructuras fundamentadas en centros que transcendían su contextualización y que eran presentados, por lo mismo, como inmóviles; tales estructuras de la modernidad surgen, en un principio, indiferentes al proceso histórico, aun cuando luego se vean ineludiblemente contextualizadas en él. La problematización deconstructiva que inicia el Romanticismo hace ahora crisis. La posibilidad de significar desde un centro transcendente se pone radicalmente en entredicho. La dimensión del discurso antrópico que se busca, se encuentra ya implícita en el mismo proceso deconstructivo que caracteriza la crítica de nuestro momento. Sólo es necesario para ello un proceso inicial de abstracción para dar sentido al sinsentido actual. Debemos abstraernos en el discurso antrópico (el discurso científico, como depositario, tiene implicaciones diferentes) del concepto de "centro" que aporta la modernidad, de todo centro como punto fijo, para colocar en primer plano la "estructura" misma. Pero antes de proceder con nuestra reflexión, regresemos de nuevo a la problemática que enfrentamos y hagámoslo esta vez desde la perplejidad de uno de los exponentes del pensamiento problematizador actual.

Jacques Lacan reconoce que "la idea de una unidad unificadora de la condición humana ha tenido siempre en [él] el efecto de una mentira escandalosa" (11). Llega a esta conclusión por haber invalidado previamente, como Derrida, la posibilidad de una estructura fundamentada en un centro prefijado, inmóvil e independiente de su propia contextualización. Pero es precisamente esta eliminación del centro lo que le deja perplejo: "La vida se desliza por el río, tocando de vez en cuando una orilla, deteniéndose por un momento acá y allá, pero sin comprender nada —y esto es lo fundamental del análisis, que nadie comprende nada de lo que sucede" (12). Buen epítome de una situación: nos plantea la problemática y el problema y a la vez proporciona una analogía válida para nuestro enfoque. Lacan percibe el fluir de la vida, su dinamicidad, pero la ve pasar desde la orilla (desde múltiples centros inmóviles que se posicionan como si transcendieran su propia contextualización en la estructura) y se reconoce incapaz de fijarla: la imposibilidad de definir el río desde un punto al margen.

Asentados en la dimensión estática que proporcionan las estructuras del discurso de la modernidad, precisamente por estar fundamentado en un centro transcendente, se descubre la imposibilidad de comprender un principio dinámico en su dinamicidad. Toda realidad se convierte en el discurso de la modernidad en una "instantánea" de cámara fotográfica o, como señalamos más adelante, en una serie de instantes yuxtapuestos; es decir, en un rechazo de su esencialidad: su dinamicidad. Esta postura, quizás apropiada en la comunicación depositaria del discurso científico, resulta insuficiente en la comunicación antrópica, tanto en el discurso axiológico del ser como del estar. Se anula, se niega, en el discurso de la modernidad, la dimensión dinámica por creer que sólo se puede significar si se transciende la contextualización del "código" que fundamenta toda posición logocéntrica. En eso consiste el anhelo de la modernidad: un ansia de poseer, de controlar nuestra realidad encerrándola en una estructura estática; o sea, proponiendo una narrativa unívoca que nos confina a existir en esa "instantánea" de la que hablábamos antes, y con la que se construye, se fija, en el sentido de poder reproducir exactamente, el discurso de nuestra "humanidad".

El proceso deconstructivo de la posmodernidad no es algo original del siglo XX. Más bien es el contexto social, en su dimensión global, el que ahora nos impone la presencia de la "otredad", y acelera en nuestros días la problematización de los esquemas de la modernidad. La misma reacción del Romanticismo ante la Ilustración puede servirnos de nuevo para profundizar en la transformación que ahora implicamos; también parece apropiado el lenguaje metafórico asociado con ambos casos. Desde el orden estático de la razón asentada en los universales, la mente "racionalista" de la Ilustración estableció un orden mecánico para explicar su mundo circundante (el ejemplo tradicional del reloj nos sirve todavía para explicar este proceso). La ruptura romántica supuso modificar el orden mecánico por el orden orgánico (el ejemplo del árbol nos sirve igualmente). En ambos casos, sin embargo, se establece como punto de referencia un centro transcendente, capaz de posibilitar la comprensión del devenir. Se da cabida al mundo de lo irracional o mejor de lo no-racional (la espontaneidad, los instintos, las emociones, el "no sé qué" feijooniano). Pero no se alcanzó entonces a dar el paso definitivo; se siguió valorando el centro como algo indiferente, independiente, del proceso contextualizador que lo hacía posible. En lugar de profundizar en la estructura del nuevo discurso, que requería igualmente un centro antrópico, un centro dinámico, o sea, un centro sujeto a la continua transformación propia de la antropocidad de todo discurso axiológico, se impuso de nuevo el carácter de la exterioridad atemporal, en cuanto se creyó necesario transcender el dinamismo temporal de la contextualización del discurso antrópico. De ahí que el proceso que se siguió fuera inverso; se pretendió mecanizar, encajar en estructuras transcendentes fijas, aquellos elementos "no-racionales" que en un principio sirvieron de fundamento catalítico de la problematización.

Regresemos de nuevo a la anterior afirmación de Lyotard: "Una obra sólo llega a ser moderna si es primero posmoderna". Se hace en ella coincidir la duda posmoderna con el proceso deconstructivo y en el mejor de los casos con la reflexión problematizadora, pero con eso únicamente se apunta a la transformación del "discurso axiológico del estar" por la continua acción deconstructiva (problematizadora) a la que lo somete el "discurso axiológico del ser"; o sea, el proceso consciente de realizarse en los límites de la estructura de un discurso preestablecido, que al mismo tiempo que nos contextualiza, la toma de conciencia de dicha contextualización inicia el proceso deconstructivo de la misma (recordemos que todo intento de comunicación, de articular nuestra existencia, supone una contextualización en estructuras convencionales). Sin duda, la transformación del discurso axiológico del estar en un momento dado se radicaliza en la confrontación generacional. Pero en este caso lo que está sucediendo es un dislocamiento más profundo del "centro" en una determinada dirección; es decir, se está creando una nueva estructura que empieza a ser regida por un centro nuevamente proyectado fuera de su contextualización, y desde el cual se deconstruye, haciendo uso de un nuevo código de valores, aquellos esquemas que ya no pertenecen a la estructura naciente. Regresamos así de nuevo al concepto de "centro" que fundamenta el desarrollo que aquí planteamos.

Cuando antes nos referíamos a que la modernidad se caracteriza por hallarse instalada en un centro transcendente, el concepto de "transcendente" implica, naturalmente, el hecho de proyectarse fuera, de ser indiferente, de creerse independiente de su contextualización original, o sea, significa comportarse como fuente de significado de la misma estructura convencional que, paradójicamente, lo hace posible. En otras palabras, transcendente sólo en cuanto permite la ilusión de significar en un momento dado, en cuanto constantemente se erige como unívoco, como paradigma de significación. Lyotard, en su perplejidad posmoderna no pretende significar sino deconstruir la estructura implícita en todo discurso. Por ello su foco de atención no es el "centro" como fuente de significación, sino la contextualización del "discurso axiológico del ser", de naturaleza esencialmente deconstructiva, inmerso en el proceso dialéctico que aporta su historicidad. De ahí que vea surgir en dicho discurso axiológico del ser un pensamiento "posmoderno", cuyo proceso deconstructivo dará luego lugar a un "discurso axiológico del estar", o sea, en su terminología, a un nuevo discurso de la modernidad. Pero esto no nos explica el proceso en el que ahora estamos embarcados. Lyotard analiza, con nueva terminología, el funcionar de la modernidad. De lo que se trata ahora es de reconocer la insoslayable antropocidad del discurso axiológico, de aproximarnos al ser humano a partir de una ruptura con el discurso opresor de la modernidad. Pretendemos superar el pesimismo que aporta la etapa deconstructiva: ese sentir de Lacan de que "nadie comprende nada de lo que sucede".

Al enfocar nuestra atención en cómo surge el "centro", problematizamos igualmente su conceptuación en un proceso que también deconstruye su univocidad. Se descubre entonces que la humanidad no ha ido ampliando el concepto de centro (posición omniabarcadora de la Ilustración), sino que se ha seguido un proceso de dislocación, unas veces lenta, otras acelerada, pero que en todo caso da lugar no a un "centro" sino a una serie de centros, todos ellos tenidos en su momento como transcendentes. Es precisamente el reconocimiento de esta realidad lo que precipita la crisis actual. El discurso de la modernidad estaba asentado en el sentido unívoco, atemporal, del centro que fundamentaba su estructura y permitía la actitud logocentrista de proyectar una estructura concreta como paradigma de estructura. El descubrimiento de su realidad antrópica y por ello contextualizada, dinámica, inicia también su destrucción en la comunicación humanística.

Hagamos uso de nuevo de la analogía del río para profundizar en los parámetros que ahora pretendemos establecer. En una esquematización del proceso se podría decir que el discurso de la modernidad es aquel que fijo en un punto determinado de la orilla de un río pronuncia el "discurso" del río. La etapa de transición de lo que denominamos la posmodernidad es aquella que deconstruye la validez de "pronunciar" el río desde la perspectiva de uno sólo de sus puntos; es decir, se trata de una primera etapa en la que se descubre que la realidad del río es algo más; cada punto diferencia del anterior y por lo tanto se hace necesario posponer el acto totalizador de pronunciar el río. Pero este diferenciar y diferir se realiza a sí mismo en un proceso ad infinitum, como señalaba Derrida. De la etapa deconstructiva, se hace ahora necesario pasar a la construcción de un nuevo discurso, que tenga, naturalmente, en cuenta, como hubiera dicho Ortega y Gasset, que ya no podemos regresar al esquema de la modernidad precisamente porque ya estuvimos en él. La nueva dimensión a la que apunta la posmodernidad sigue una pauta diferente, busca incorporar nuestro discurso dentro de su antropocidad. Supone, pues, una ruptura en el estructurar de nuestro pensamiento en las ciencias humanas, semejante a la ruptura que supuso el discurso científico de Einstein con relación a las llamadas ciencias exactas. Significa, en una palabra, aceptar la variante que supone incluir el "tiempo" como parte integrante del devenir humano, como elemento constitutivo de la estructura de un nuevo discurso, esta vez antrópico; ello implica también la imposibilidad no sólo de construir una estructura con un centro que transcienda su antropocidad, sino también, y esto es lo significativo, de concebir la existencia de tal estructura. Regresemos de nuevo a la analogía del río. En el discurso antrópico, la nueva estructura posee, por supuesto, un centro, pero un centro que sólo se concibe en el proceso dinámico de su contextualización y como núcleo de codificación de dicha contextualización, que se localiza, en nuestra analogía, en el mismo fluir del río y que se define, o sea significa, precisamente en cuanto fluir, en cuanto estar siendo. Pero detengámonos por un momento en este punto; la conciencia de no querer imponer al "otro" la definición que proyecta mi imagen particular: imponer las peculiaridades del agua que acaba de pasar a la que continúa pasando, sigue siendo una proyección del discurso de la modernidad. Tal posición sólo puede ser formulada desde la "orilla" (como espectador del fluir), o sea, desde una posición que transciende el dinamismo de toda contextualización, aun cuando se reconozca el derecho del "otro" a su propio discurso. El antropismo, que se descubre a partir del rechazo del esquema de la modernidad en el discurso axiológico y de la deconstrucción posmoderna, supone nuestra contextualización en el "río". Es decir, se define desde su mismo caudal, navegando en su seno y desde allí se reconocerá lo accidental y necesario a la vez, de cualquier punto de la margen; o sea, de nuestro contexto vital con el cual nos comunicamos y reconocemos en el otro. Se muestran de este modo con claridad las tres etapas ya mencionadas al comienzo y sobre las que hemos venido reflexionando: a) desde el discurso opresor de la modernidad, la "otredad" era juzgada desde mi contextualización y en función a mi contextualización (pronunciar el río desde un punto fijo en la orilla); b) la deconstrucción posmoderna reconoce el derecho de la "otredad" a su propio discurso, pero como se encuentra ella misma atrapada en la modernidad, se reconoce la "otredad", pero no se cuenta con ella (conciencia de que desde distintos puntos se pronuncia de modo diferente el río); c) en el discurso antrópico, la "otredad" pasa a ser un punto más en la contextualización de mi discurso y, como tal, esencial en el momento de pronunciarme (conciencia de que mi estar siendo sólo se articula a través de los puntos en la orilla). Al mediatizarse, pues, la estructura, unívoca, fija, y por lo tanto opresora, de la modernidad, se abre paso a una relación dialógica, única pauta posible en la dinamicidad del discurso antrópico.

En repetidas ocasiones hemos hecho referencia a que el Discurso antrópico nos traslada a una nueva dimensión, no en el sentido de anular el discurso de la modernidad, ni siquiera el de la posmodernidad, sino asumiendo ambos como herramientas de comunicación. Antes de pasar a considerar el funcionar de estas "herramientas" a través de una hermenéutica del discurso antrópico, conviene ahora que nos detengamos en considerar el concepto de narratividad que hemos venido anunciando, y a la vez posponiendo, a lo largo de estas páginas. Anteriormente señalamos a este propósito, la existencia de un tiempo lineal, un tiempo histórico y un tiempo antrópico. Cada uno de ellos se caracteriza por una peculiar estructura narrativa. Las estructuras de la modernidad se exteriorizan según una narrativa lineal, aun cuando forzosamente se construyan según narrativas históricas. En cualquier caso se estructuran según un crecimiento, un desarrollo o un hacerse, que proyectan la ilusión de caminar hacia una perfectividad. Tanto el modelo mecánico de crecimiento (crecimiento por adición) como el modelo orgánico (crecimiento desde dentro), son convencionalidades que no responden al discurso antrópico. El ser humano asume ambos modelos, pero no puede quedar limitado a ellos; lo humano es precisamente aquello que queda fuera, que no puede ser contenido en ambas formas de narratividad: el ser humano es un estar siendo, un renovado presente que no responde tampoco, como veremos, a la fórmula de un hacerse. El término presente apunta, pues, a dos vertientes: a) el sentirse siendo del ser humano, y b) el punto de partida de toda comunicación. El acto de comunicación se articula, se inicia, necesariamente, desde un presente que, visto desde la exterioridad, aparece como una serie de instantes yuxtapuestos que se definen en su contextualización, o sea, desde una narrativa histórica. El presente vivido, en cuanto al ser humano, en cuanto al discurso antrópico, no puede definirse como una sucesión de instantes, de planos yuxtapuestos; tal es la diferencia entre ser y el pensarnos siendo. Somos independientes del concepto de tiempo, pero nos pensamos a través de un antes y un después. Es decir, si bien como seres humanos actuamos en ese presente vivido, nos pensamos desde dicho presente, a través de lo que denominamos una narrativa antrópica. La narratividad antrópica implica, pues, ese pensarse (sentirse) en y desde el presente: las experiencias humanas son irrepetibles. Pero se trata también de una narrativa que únicamente se puede exteriorizar a través de narrativas lineales e históricas. Antes de continuar, ejemplifiquemos esta fase haciendo uso de la clasificación que nos proporciona Hayden White en el contexto del discurso histórico: "La hermenéutica sistemática del siglo XIX —la comtiana, la hegeliana, la marxista, entre otras variedades— se planteaba como objetivo la ‘explicación’ del pasado; la hermenéutica de la filología clásica, su ‘reconstrucción’; y la hermenéutica moderna, la post-Saussure, frecuentemente sazonada con buena dosis de Nietzsche, su ‘interpretación’. Las diferencias entre estas nociones —explicación, reconstrucción e interpretación— son más específicas que genéricas, puesto que cualquiera de ellas contiene elementos de las otras" (13).

Esta clasificación de White, que describe acertadamente la transformación de la hermenéutica en los últimos siglos, puede servirnos también en nuestro desarrollo. Dijimos anteriormente que la narrativa antrópica se articula a través de una narrativa lineal y de una narrativa histórica. La narrativa lineal y la antrópica responden a dos realidades concretas: al mundo físico y al "espiritual"; pero no en el sentido de la dualidad cartesiana, sino en la unidad humana; una, denota la realidad física que nos rodea y de la que ineludiblemente nosotros participamos; la otra, el poder del libre albedrío que sentimos y mediante el cual transcendemos el determinismo que gobierna el mundo físico. La narrativa histórica es el puente que une las otras dos: la narrativa antrópica, que responde a un constantemente renovado presente individual, conciencia de estar siendo, no puede articularse, ni tendría sentido su articulación en el mundo físico. Toda articulación de un discurso supone un intento de comunicación; es decir, un intento de exteriorizarnos a través de estructuras externas a nosotros mismos. La narrativa lineal enmarca aquellas estructuras primarias, cuya descripción o explicación basta para justificarlas; responde, en otras palabras, a estructuras convencionales tenidas como tales y proyectadas en sentido depositario. Tal es el tiempo que nos marcan los astros al dar vuelta "alrededor de la Tierra", tal es el tiempo convencional que nos denota el calendario o el desgaste y transformación del mundo físico u orgánico. En estos casos la narratividad se construye en un estricto antes y después y se ajusta exactamente, sin cuestionarlo, al proceso de codificación que la hace posible. Se presenta, por tanto, como transcendente, como portadora de valor universal: las reglas fonéticas de un idioma, el sistema métrico, la estructura del calendario, la compilación de sucesos según un orden cronológico, la sucesión de reyes en un país, nuestra adaptación al paso de las horas en un día, son apenas unos ejemplos de lo que deseamos significar con narrativas lineales. Y precisamente porque nuestra comunicación se efectúa en el mundo físico, aun cuando lo haga desde un renovado presente, la articulación de nuestro discurso adquiere la forma temporal con la que necesariamente tenemos que comunicar lo intemporal de nuestro devenir. La narrativa histórica establece ese puente necesario. Por ello su articulación controvertida.

Los dos modelos hermenéuticos de los que nos habla White, reconstrucción e interpretación, son partes de un mismo proceso, y ambos son la actualización —exteriorización en un discurso— de nuestro devenir. La narrativa histórica eleva a un primer plano "en función a qué" se establece, pues en ello encuentra su legitimación. Hagamos de nuevo uso de la analogía del río. La narrativa antrópica es aquella que es en sí misma, en el fluir de las aguas (nótese que no decimos en el "constante" fluir, pues ello podría implicar no ser el fluir, sino observar el fluir desde un punto inmóvil en la orilla). El acto de comunicación de ese fluir (incluso el pensarse es un acto de verse desde fuera, verse desde una narrativa histórica), sin embargo, sólo se puede establecer en el contexto con las márgenes. Lo que hemos denominado narrativa lineal serían, pues, los distintos puntos en el margen con los que me puedo contextualizar; es decir, puntos (estructuras, procesos de codificación) concretos, fijables en el espacio y en el tiempo. La narrativa histórica, el acto de reconstruir e interpretar mi acto de comunicación, sería la que da sentido a la comunicación misma. La que establece la "función bajo la cual" se codifica mi comunicación. Y con esto entramos ya en el dominio de la hermenéutica que exponemos a continuación.

3. El texto en la comunicación antrópica

Las reflexiones que hemos seguido en las páginas anteriores nos han permitido deslindar el discurso de la modernidad del proceso transitorio deconstruccionista de la posmodernidad, y así iniciar un acercamiento a la ineludible antropocidad del discurso humano. El propósito de esta segunda parte es el de considerar las implicaciones que ello conlleva cuando se aplica a un discurso particular. Las reflexiones que siguen intentan establecer esa primera aproximación al discurso literario.

La estructura comunicativa tradicional, aquella que rige en el discurso de la modernidad, implícita en todo signo, y que supone un emisor, un mensaje y un receptor, es también válida, con las modificaciones que luego estableceremos, en el discurso antrópico (es decir, en un discurso que asume y supera la duda posmoderna, al definirse en la transformación). La aporía que presentaba dicha estructura en el esquema de la modernidad surgía por su aproximación mecanicista; es decir, cuando independiente de la naturaleza del signo y del objetivo que le dio existencia, se quería primero determinar "científicamente" las leyes que regulaban los tres elementos del proceso y establecer una relación unidimensional e inequívoca de causa-efecto. Este primer paso, sin duda necesario en la dimensión superficial de una comunicación depositaria, es siempre mediatizado y marginal en el discurso antrópico implícito en todo texto literario que, al igual que el ser humano se define en la transformación y que busca una comunicación humanística.

Pero antes de proceder en nuestro desarrollo, quizás convenga primero detenernos en los conceptos de "comunicación depositaria" y "comunicación humanística" para establecer con más precisión sus parámetros. En un primer nivel podemos decir que comunicación depositaria es aquella que aporta los signos, los símbolos, la materia prima (el alfabeto, los números, las fórmulas matemáticas, los datos geográficos, etc.), que luego va a hacer posible la comunicación humanística (a través del texto escrito en nuestro caso). En el contexto de la historia intelectual occidental, la comunicación depositaria nos refiere también al discurso de la modernidad, mientras que la comunicación humanística pertenece al discurso antrópico; es decir, la comunicación humanística como el principio dinámico que significa en su transformación, en su continua contextualización; y la comunicación depositaria —simple acto de depositar— como la codificación primaria, estática, fijada por un centro que se acepta independiente de su contextualización originaria (y que en este sentido si que se pudiera decir que transciende su propia contextualización) o por una estructura fijada en el tiempo, y que por ello mismo transciende igualmente su propia contextualización: las transformaciones químicas, las leyes físicas, una ecuación matemática, las precisiones geográficas, la fecha de publicación de un libro o la atribución legal de dicho libro a su autor, así como la misma contextualización de todo código (el sistema fonético del castellano), son apenas unos ejemplos que muestran la amplitud de lo que yo denomino, inspirado en terminología de Paulo Freire, comunicación depositaria (el uso y significado que atribuimos al sistema arábigo de numeración, por ejemplo, se proyecta en nuestros días independiente de su origen).

Al interpretar ambos conceptos de este modo, implicamos también cierta medida de legitimidad al discurso de la modernidad. En efecto, si bien el discurso de la modernidad era incapaz de establecer la comunicación humanística o de concebir el referente humano —la dimensión antrópica— de toda comunicación, conseguía, sin embargo, mediante su concentración en las realizaciones humanas que caracterizan el contexto mecánico, estático, depositario, de sus estructuras, establecer un marco para recoger los actos humanos fijados en el tiempo. Me refiero, por supuesto, a aquellos aspectos del discurso que al pronunciarse, al contextualizarse en una estructura concreta, lo hacen en una dimensión que si bien es producto de dicha contextualización, se puede proyectar indiferente a la misma; así, por ejemplo, "Miguel de Cervantes Saavedra" únicamente en cuanto nombre de un escritor, o "El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha" como título de una obra escrita en 1605, o la misma fecha de "1605" en cuanto referencia al año en que se publicó dicha obra. Nótese que no hemos dicho, incluso en estos casos que poseen una referencia denotativa obvia, que puedan transcender a su contextualización, sino simplemente que pueden proyectarse indiferentes a la misma en una comunicación depositaria. Todo intento de comunicación supone siempre una contextualización en estructuras convencionales, lo que a su vez implica una transformación dinámica y, por tanto, un continuamente renovado valor connotativo.

Del mismo modo que la concepción dinámica de Einstein no anula las teorías estáticas de Galileo y Newton, pues únicamente las enmarca, en el sentido de regresar de nuevo el centro a la estructura que rige, o sea, de contextualizarlo en ella. De manera semejante, el discurso antrópico, que fundamenta la comunicación humanística, no anula la necesidad de la comunicación depositaria, únicamente demarca su dominio en el campo de los datos, de los procesos de codificación de las estructuras de que antes hablábamos; es decir, la comunicación depositaria, con su valor denotativo, nos permite una primera aproximación a la decodificación de cualquier estructura en el proceso de pronunciar nuestro discurso. Claro está, ello no impide, como decíamos antes, que el dato depositario esté ineludiblemente contextualizado en la estructura donde se originó, sólo que en la comunicación depositaria se usa en su simple dimensión denotativa: tal es el caso, por ejemplo, del libro elemental de gramática que expone las formas del pretérito del verbo ser; tal es el símbolo de la plata (Ag) en un tratado de química sin que importe el origen latino de la palabra; tal es también la entrada del diccionario enciclopédico que bajo "Cervantes" nos dice: "Escritor español; nació en Alcalá de Henares (Madrid) en 1547, y murió el 23 de abril de 1616; autor de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha". El sentido depositario puede imponerse incluso en situaciones en las cuales la connotación cultural parece ser la marca que antecede al significado depositario: sucede así, por ejemplo, cuando hablamos de pies o millas en un mundo en el que domina el sistema métrico.

Hagamos uso de nuevo de un ejemplo: dentro del esquema de la modernidad el sistema copernicano sustituyó al sistema ptolemaico; ambos sistemas establecieron su estructura de significado mediante un centro que transcendía su propia contextualización y que, por tanto, se proyectó en su día con un sentido unívoco en su significar; el dislocamiento del centro del primer sistema al del segundo, sólo supuso una anulación del primero al instalarse el segundo en la "verdad". En el discurso de la modernidad, simplemente la verdad ptolemaica se sustituye por la verdad copérnica. En el discurso de la posmodernidad, entra en crisis el valor paradigmático de ambos sistemas, que se colocan ahora en entredicho, a la vez que se les regresa a su propia contextualización; es decir, se les niega la transcendencia que sin duda no tienen, pero, propio del acercamiento deconstruccionista posmoderno, no se les concede una dimensión afirmativa en la que puedan significar. En el discurso antrópico, ambos sistemas representan, es cierto, estructuras depositarias, cuya "verdad" depende de los presupuestos convencionales que sostienen sus centros de significado. Pero a la vez, la historicidad de ambos sistemas hace que ocupen igualmente un espacio propio en el discurso antrópico. Es decir, por una parte proyectan una comunicación depositaria: se estudia la verdad ptolemaica únicamente como un eslabón en nuestro desarrollo intelectual. Por otra parte, una vez contenida la verdad ptolemaica en su propio contexto y por lo tanto anulada su pretensión de trascendencia, descubrimos de nuevo su actualidad antrópica, tanto en la individualidad del discurso axiológico del ser como en la convencionalidad del discurso axiológico del estar. De ahí que en la comunicación humanística del discurso antrópico se dé cabida a la estructura copérnica al mismo tiempo que se puede instalar nuestro devenir en la estructura ptolemaica: así hablamos, por ejemplo, de que sale el Sol, de que avanza, de que pasa, de que está muy alto, de que se pone, etc., y estructuramos nuestro quehacer cotidiano de acuerdo con su paso "alrededor de la Tierra".

Al reincorporar, contextualizar, todo centro en el seno de la estructura que determina, lo que denominamos pensamiento de la modernidad pasa ahora a desempeñar una nueva función; se renuncia, por supuesto, a que pueda transcender su propia contextualización, por lo que se reconoce en su ineludible conceptuación depositaria. Su discurso deja, por tanto, de ser un fin en sí mismo para convertirse en una herramienta del diálogo: no aporta significado, genera significado. Así entendido, el discurso de la modernidad se constituye en el vehículo del diálogo; es decir, su estructura depositaria proporciona los medios para la comunicación. Regresemos ahora de nuevo a la obra literaria para ejemplificar con ella como se despliega el discurso antrópico.

En primer lugar, cuando hablamos de una obra literaria hacemos comúnmente referencia a un texto escrito. En el nivel más elemental nos referimos con ello a un discurso depositario: una estructura de signos que representan relaciones convencionales. Se trata, en efecto, de un discurso depositario en el sentido que es depositario el aprender a leer: el proceso mecánico de aceptar una estructura convencional de correspondencias entre signos y sonidos. Es igualmente depositaria la clasificación de una obra como perteneciente a un género literario determinado, o la atribución de dicho texto escrito a su autor legítimo o la mención del título del mismo, en cuanto dichos datos nos ayudan a su identificación. Recordemos que a este nivel del proceso no estamos estableciendo relaciones de significado; los datos anteriores, por ejemplo, nos sirven para diferenciar una obra entre otras (Cien años de soledad), atribuirla a un autor legal (Gabriel García Márquez), y añadir que por la convención aceptada en la composición de su texto, la obra está escrita en español. El verdadero acto de significar vendrá luego, en la comunicación humanística, que se realiza en el lector en cuanto ser humano y que no depende necesariamente de un grado determinado de asimilación depositaria. Aunque consideraremos al "lector" más adelante, conviene ya constatar desde ahora esta diferencia radical, desde la perspectiva del lector, entre el propósito de la comunicación depositaria del discurso de la modernidad y la comunicación humanística del discurso antrópico que ahora implicamos: la dimensión del significar de una obra literaria depende de los datos depositados previamente, aunque el acto mismo de significar pueda ser independiente de cualquier discurso depositario (independiente de cualquier proceso de codificación). Detengámonos por un momento en esta afirmación.

La concepción depositaria del discurso "crítico" de la modernidad, preocupada por establecer la "verdad" de dicho discurso, se aproximaba al texto escrito de un modo mecanicista. Se aspiraba un significar que transcendiera su contextualización; de ahí que se procediera a través de una acumulación de "verdades" parciales que se iban depositando en el texto como piezas de un rompecabezas, que poco a poco irían descubriendo la "verdad del texto". Así era necesario no sólo conocer el código que implica saber el idioma en que la obra está escrita, sino que se requería ¾ siempre en nombre de captar la verdad transcendente— ser depositario igualmente del código literario —poesía, novela, teatro, ensayo—, de la contextualización cultural, social, política, etc. del signo y del significado que se atribuía al signo. Por ello era prerrogativa del especialista el acto de enunciar "la verdad". Es decir, se requería, antes de poderse pronunciar sobre el significado, proceder a una acumulación mecánica de estructuras depositarias, inagotable en su misma problematización según descubre el discurso de la posmodernidad, que por ello mismo impedían llegar al acto de significar. La perplejidad ante este proceso es la que ejemplifica la duda posmoderna; pues, a la problemática que planteaba la imposibilidad de considerar todos los códigos (procesos de contextualización) de una estructura, se añade ahora la proyección deconstructiva que conlleva la sucesiva contextualización desde estructuras siempre diferentes.

La comunicación humanística, por su parte, se puede realizar independiente de las acumulaciones depositarias. Consideremos una situación límite con relación al texto escrito: el texto jeroglífico de un monumento egipcio o su reproducción en un museo o en nuestra mente, lleva en sí mismo la posibilidad de significar en la comunicación humanística del discurso antrópico, con independencia de la "verdad" depositaria (sistema de códigos) de su sentido arqueológico o del contenido de dichos signos en cuanto escritura (su posible dimensión estética o de asociaciones históricas o ficticias, son apenas ejemplos conspicuos de dicha comunicación humanística). Por eso señalábamos anteriormente que el acto de significar es independiente de la acumulación depositaria, aun cuando la dimensión de dicho significar guarde cierta correlación con las estructuras depositadas.

Nos enfrentamos, pues, a un complejo proceso de distanciamiento entre el texto y sus contextos (los diversos planos de codificación bajo estructuras convencionales, tanto en una proyección sincrónica como diacrónica). En el discurso de la modernidad, texto y significado son inseparables en el sentido de identificar un contexto que define al texto; el paso que da la posmodernidad consiste en reconocer la historicidad de todo texto y la multiplicidad de contextos que ello conlleva. Pero la posmodernidad, como hemos señalado ya en otros lugares, es precisamente eso: "pos-modernidad"; es decir, una crítica de la modernidad sin lograr liberarse de ella: como el discurso de la modernidad, busca pronunciar el texto, pero al no conseguir un contexto omnímodo, se queda únicamente en el plano de la perplejidad deconstruccionista. El discurso antrópico rechaza el concepto de "verdad transcendente" de la modernidad, para encontrar la "verdad" en la transformación. De una "verdad estática" (tenida por independiente no sólo del lector sino también de los múltiples planos de contextualización), se pasa a una "verdad dinámica" (significado en la mudanza), que lo es precisamente en sus contextualizaciones y por lo tanto en continua transformación. En cualquier caso, ni el ser humano en su estar siendo ni el texto, se presentan fuera de un contexto, es decir, fuera del discurso axiológico del estar que supone su existencia en el tiempo; y es justamente en los sucesivos discursos axiológicos del estar donde se forja el significado. Convertido así en herramienta, en sedimento, para la comunicación, todo texto se realiza como acumulación de estructuras depositarias que fijan un contexto. Y estas estructuras, contextualizaciones, como veremos más adelante, se asumen y generan a la vez en el autor, en el texto y en el lector, incluso independientemente unas de otras. Pero regresemos de nuevo a la estructura tradicional implícita en todo texto, que supone un "emisor" (autor), un "mensaje" (texto) y un "receptor" (lector) y detengámonos brevemente en cada uno de estos aspectos.

Antes, sin embargo, conviene problematizar dichos términos para eliminar de ellos la máscara depositaria que proyectan. En la estructura de la modernidad el énfasis recaía en el intento de proyectar el significado como exterioridad, como un proceso mecánico cosificado en un "emisor-mensaje-receptor". O sea, se equiparaba el acto de comunicación humanística con el de causa-efecto de las producciones humanas. De ahí que se hablara de un: A) "emisor" en el sentido de una máquina que codifica un sistema de signos (como lo hace por ejemplo la computadora en nuestro mundo); B) de un "receptor" en el sentido igualmente de la máquina al otro extremo que recibe la información y reproduce (decodifica) de nuevo exactamente el mensaje emitido; C) y por último, de la idea de un "mensaje", es decir, de una decodificación unívoca que hace coincidir al "emisor" en el "receptor". Sin duda este es el esquema depositario que podemos observar en la "comunicación" entre las producciones humanas (el teléfono, la televisión, las computadoras, son buenos ejemplos de dicha precisión), pero esta transmisión de información (o comunicación en un sentido metafórico), lo es sólo en el plano lineal de la comunicación depositaria que fija un proceso siempre repetitivo y reproducible (la pronunciación, por ejemplo, de la palabra "guiño" según la codificación del idioma español). La comunicación humanística se efectúa en un discurso antrópico que reconoce al ser humano como un estar siendo y por lo tanto inmerso en su propia contextualización, cuyas características, como veremos más adelante, difieren marcadamente de las transmisiones mecánicas que tienen lugar entre las producciones, también mecánicas, del ser humano: se trata de una comunicación en la cual la asimilación del llamado "mensaje" puede ser independiente a su contextualización (indiferente a los diversos procesos de codificación que lo originaron), aun cuando, como señalamos anteriormente, la dimensión de la comunicación dependa de su nivel de contextualización en el lector. La superación, pues, del discurso implícito en los términos de "emisor, mensaje y receptor", me parece fundamental para comprender la dimensión dinámica, dialógica, de toda comunicación humanística. Por ello, en el desarrollo que sigue hago uso de términos más difíciles de capturar, de encerrar, en un discurso depositario, y que ejemplifican en sí la dimensión dialógica que ahora implicamos. Así hablaremos de un "autor", de un "lector" y de un "texto", es decir, de significantes que proyectan movimiento, o mejor dicho, que proyectan la antropocidad del discurso axiológico del ser, al mismo tiempo que transcienden la dimensión mecanicista al aparecer sin significado externamente fijado (o fijable), más allá de la convención depositaria que los hace posible.

A) El autor implícito.

Todo texto se origina en un autor implícito (no importa para nuestros propósitos si es individual o colectivo) y, en casos límites, con un propósito preestablecido de transmitir información depositaria o de estimular, inducir, una comunicación humanística. En el primero de los casos, cuyo objetivo denominamos depositario, se pretende establecer el esquema de una estructura fijada en el tiempo y en el espacio y proyectada como indiferente o independiente de su pronunciamiento, es decir, de su mismo proceso de contextualización. Tal es el propósito de la comunicación depositaria de un libro de geografía física, y tal es el sentido de informar, por ejemplo, que el río Ebro está en España y que pasa por Zaragoza; en esta dimensión, y en cuanto comunicación depositaria, se desea únicamente proporcionar información, que no requiere reflexión y que en sí no significa, fuera de su estructura, hasta que dicha información sea usada para contextualizar un acto de comunicación en un discurso antrópico. O sea, la dimensión depositaria establece los distintos procesos de codificación (idioma español, río, Ebro, España, Zaragoza, etc.), que facilitarán luego el discurso antrópico. Nótese que nos referimos al hecho de "facilitar", pues la inserción del discurso axiológico del ser (siempre discurso antrópico) en el discurso axiológico del estar (dimensión depositaria que permite la decodificación), se realiza en el lector, como luego veremos con más detalle, en una gama de matices que van desde la comunicación con el otro y en función del otro, a la actualización íntima en el peculiar discurso axiológico del ser de un individuo y en un acto de significar independiente e indiferente de los distintos niveles de codificación.

En el otro extremo encontramos el acto de pura comunicación humanística, que ni siquiera pretende significar en el sentido de contextualizar una estructura bancaria en el devenir humano: un poema lírico, por ejemplo. Tal sería la expresión de una emoción en la intimidad del devenir de su autor, que se exterioriza ya como irrepetible (incluso en la manifestación externa, y en cierto modo mecánica, de su contextualización en un discurso axiológico del estar, es decir, en un sistema convencional de códigos). Pero, aun en estas situaciones limite, puede al mismo tiempo conservar cierta carga emotiva, cualquiera que sea su dimensión en la apropiación antrópica, al reproducirse en el lector, igualmente como intimidad irrepetible. Gustavo Adolfo Bécquer lo dijo ya con versos que resumen la antropocidad del ser humano y a través de él de todos sus actos y especialmente el acto de la comunicación:

Volverán las oscuras golondrinas
de tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a tus cristales,
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban,
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
ésas… ¡no volverán!

En esta posible situación límite, repetimos, la única relación entre el autor implícito y el lector, que sólo se da en el sentido dinámico del devenir de ambos, es la de haber vivido una emoción. En esta comunicación humanística el índice o grado de la emoción es inconsecuente, pues sólo es comunicación en cuanto lo es en cada uno de los lectores y en la medida en que lo es en su intimidad. Este nivel de comunicación no es representable en la exterioridad de ningún sistema. Las codificaciones depositarias (por ejemplo, el idioma en que está escrito o los distintos niveles metafóricos), aportan, es verdad, un basamento mínimo que hace posible la comunicación.

Lo normal, sin embargo, de toda comunicación es la expresión de una interrelación de matices. Con esto queremos significar que la comunicación se efectúa a través de nuestra contextualización en el mundo, es decir, en diálogo con las estructuras depositarias que forman el discurso "axiológico del estar", que son, por supuesto, las que posibilitan y a la vez proyectan nuestro propio discurso "axiológico del ser" y hacen posible la comunicación, incluso en la individualidad de la dimensión antrópica. Todo acto de comunicación puede además exteriorizar —Hayden White lo cree ineludible— un acto interesado de producción y distribución de significado. El proceso de codificación —creación del texto— cuenta entonces con una variante más: la manipulación interesada de los códigos. Es decir, en estos casos, el acto de comunicación encierra ya en sí el círculo hermenéutico completo. El autor, además de enfrentar las estructuras de codificación necesarias para la exteriorizar su pensamiento, cuenta igualmente con la posible contextualización del texto en el "lector". No nos referimos aquí, por supuesto, al uso de los recursos retóricos, que consideramos más adelante, sino a la producción de lo que se conoce con el nombre de textos ideológicos. La concreción de este proceso es, pues, compleja con relación al autor implícito. Bástenos aquí establecer cinco jalones que parcelen y al mismo tiempo proyecten la cadena de matices que, por otra parte, no pretendemos ni es necesario problematizar exhaustivamente en el desarrollo esquemático que aquí formulamos.

1. Consideremos en primer lugar al autor de un texto escrito con el propósito expreso de producir, o reproducir, una estructura depositaria destinada a una comunicación igualmente depositaria: aquellas obras, en las ciencias denominadas exactas, que comúnmente concebimos como didácticas. El objetivo primordial, final, del autor es siempre depositario; la actualización de dicho texto, sin embargo, puede acarrear también consigo una intención dialógica. Y en efecto, en nuestra actualidad consideramos como mejores textos didácticos aquéllos que así lo hacen. Concretemos esta posición en el caso preciso de un libro de texto de matemáticas que, como tal, proyecta una estructura depositaria basada en un código convencional, pero que lo hace a través de un proceso de reflexión, en cuanto que emprende también la exposición del funcionar íntimo de la estructura, o sea, del sistema de códigos convencionales que la posibilita. Se traza en estos casos un discurso depositario (10+5=15), pero se quiere evitar que la comunicación sea únicamente depositaria (memorizar la estructura); y se aspira, por ello, a que la racionalización de dicho proceso sea también parte del lector; se exige su participación activa (dentro de la expresa comunicación depositaria), para que se apropie del centro que fundamenta la estructura, o sea, de las leyes convencionales que la rigen. En este nivel de comunicación la dimensión depositaria es explícita; tanto el centro como la estructura misma se presentan inmersos en su contextualización; pero una vez formulado el sistema (siempre mantenido explícitamente en la contextualización que impone su código convencional), se le hace transcender su propia contextualización, al fijarse, afincarse, ésta, precisamente, en su dimensión de "convencional". Lo convencional, por serlo y por reconocerse como tal, transciende siempre la contextualización de su origen, en cuanto puede significar independientemente. Este es el caso, por ejemplo, de la luz verde de los semáforos, o de la luz roja y el uso posterior de este color en las señales de tráfico. Si una estructura llega a generalizarse en proyección global, puede incluso ser percibida como universal: tal es el caso de la estructura que hace posible la fórmula matemática de 10+5=15. Pero usemos un ejemplo más preciso de estructuras regionales y reconocidas como tales, que se proyectan, sin embargo independientes de su contextualización. Tal es el caso de las diversas lenguas que se hablan en nuestro mundo actual. Tanto la expresión gráfica de las letras como su fonética, semántica, sintaxis, etc., siguen las reglas precisas de la estructura que las hace posible, pero una vez apropiado el idioma —este es el sentido de la lengua materna—, el significante y el significado parecen identificarse, es decir, su uso se proyecta indiferente de la estructura que lo hizo posible. Entiéndase bien que decimos que se proyecta independiente, y que transcender su estructura significa aquí comportarse indiferente a ella, pues en ningún momento se erige como si poseyera valor universal (como la "verdad" del discurso de la modernidad). La estructura está siempre presente: ante un extraño en un lugar extraño preguntamos como paso previo al inicio del diálogo oral ¿habla Vd. español? Es decir, ¿cómo nos vamos a comunicar? ¿tenemos una estructura común?

2. Cuando nos trasladamos del campo de las denominadas "ciencias exactas" al de las ciencias sociales, políticas, económicas, etc. que con mayor precisión vamos a designar con el término de "ciencias humanísticas", introducimos también una variante en la esquematización que nos proponemos. Ambos discursos, cuando se realizan en un tratado, por ejemplo, implican en su propósito estructuras depositarias. Pero mientras el discurso de las ciencias exactas se reconoce explícitamente como tal, en el sentido de articularse en una serie de relaciones convencionales (de variantes reconocidas como tales y que fundamentan su estructura), el discurso de las ciencias humanísticas implícito en los tratados pretende comúnmente pronunciar la "verdad", al presentarse como articulado por un centro que se proyecta fuera de su propia contextualización. En otras palabras, los dos discursos anhelan situar una "verdad", pero mientras en las ciencias exactas se hace como parte —y resultado a la vez— de una explícita contextualización, las ciencias humanísticas se han articulado tradicionalmente como si dicha contextualización no existiera o no afectara a su verdad. Tal es el caso de los esquemas de Suárez, Kant, Bello, Marx, Unamuno, Heidegger, los de Spencer o de Lévi-Strauss, los de Gustavo Gutiérrez, Jefferson o Raúl Prebisch. Es decir, en todos ellos se pretende transcender su realidad depositaria (ser parte de una estructura convencional contextualizada en un espacio y en un tiempo concretos), con la intención de pronunciar, definir, fijar, al ser humano en un plano estático. En estos casos el autor sigue un proceso en cierto modo inverso al anotado en el punto anterior. En efecto, se evita considerar el esquema desde la necesaria e inevitable contextualización de su "centro" en un discurso axiológico del estar concreto. Se omiten las relaciones convencionales que posibilitan su estructura y, ante todo, se encubre su insoslayable realidad depositaria. Tal es el esquema que caracteriza al pensamiento de la modernidad. De ahí también el constante reemplazar de una "verdad" por otra. Las "ciencias exactas", al reconocer su existencia en el seno de una comunicación depositaria, siguen un proceso de acumulación de estructuras en formulaciones cada vez más complejas, que muestran una pauta, un avance, en el sentido de una constante perfección de los códigos que posibilitan la contextualización del esquema depositario que se proponen. Las "ciencias humanísticas", por el contrario, cuando se empeñan en negar su realidad depositaria, semejan espectros, quimeras, que en su constante reemplazarse unas por otras parecen marginales al devenir humano y, en definitiva, incapaces de construir la totalidad de su esquema depositario sobre la base de las estructuras ya propuestas.

Por supuesto, cuando hacemos uso, en el contexto del pensamiento de la modernidad expresado en este apartado, de expresiones como "evita considerar", "encubre" o "niega" su realidad depositaria, no implicamos intención de fraude, ni manipulación de los códigos con el objetivo de producir un texto ideológico. Nos referimos a que el autor proyecta su discurso fuera de la estructura que lo posibilita: proyección logocentrista. Toda articulación, todo intento de pronunciarse, supone siempre una contextualización, y como tal un primer nivel de diálogo: el diálogo del autor consigo mismo. Se trata también de una exteriorización, de una apropiación, de un discurso axiológico del estar (de un sistema de códigos), a través del cual se formula un preciso discurso axiológico del ser; pero que, como tal, sólo puede ser concebido en la dimensión depositaria de su propia contextualización: el discurso antrópico se articula a través de una narrativa histórica. En el discurso de la modernidad, el autor convierte su propio discurso antrópico (sólo articulable, repetimos, en su contextualización en las estructuras convencionales de un discurso axiológico del estar concreto), en un acto de significar que pretende sea transcendente, y por lo tanto independiente de su propia contextualización. Es decir, se desconoce, o mejor dicho, no se toma conciencia del origen depositario, del hecho de depender de una estructura fundamentada en un código convencional, y con ello se niega la posibilidad de perfección de dicha estructura.

3. Una variante de la situación anterior, que sirve para problematizar la complejidad de lo que aquí expresamos en un plano esquemático, es la del autor que se propone codificar a través del texto un pensamiento ideológico. En el caso del "tratado", con el que ejemplificamos la variante anterior, la estructura que se presenta es totalizadora; refleja, como dijimos, el discurso de la modernidad, que se concibe en la posibilidad de un significar que transciende su propia contextualización y que por tanto pronuncia "la verdad". En el "tratado", pues, no se oculta la estructura que lo posibilita, sólo se proyecta como si ésta no lo limitara. El caso particular de las ideologías, desde esta perspectiva, se pueden interpretar como el disfraz de comunicación humanística, dialógica, con la cual se encubre una estructura depositaria. Cuando la toma de conciencia de la ineludible contextualización de un discurso se usa para manipular el proceso de codificación, nos encontramos ante un discurso ideológico (Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, puede servirnos de ejemplo). El autor de un texto ideológico no pretende superar la comunicación depositaria, aun cuando sea consciente de su limitación como vehículo de significado, únicamente procura manipular los códigos que rigen las diversas contextualizaciones de una estructura para proyectar igualmente "su verdad", con la que pretende también, por supuesto, transcender su propia contextualización. En otras palabras, el autor se propone a través de su texto una manipulación del lector.

Desde el discurso de la modernidad, un autor proyecta su logocentrismo a través de una estructura que busca transcender su contextualización; el autor posmoderno reconoce la ineludible contextualización de todo discurso y por ello deconstruye las estructuras de significado con que la modernidad pretendía pronunciarse, a la vez que se siente incapaz de significar fuera de su propia contextualización; el autor ideológico parte de la ineludible contextualización de todo discurso, pero procede selectivamente a una práctica deconstructiva que le lleve a pronunciar una "verdad" que, por lo mismo, pretende proyectar igualmente como transcendente. Tal sería la tesis de que "el subdesarrollo de América Latina proviene del desarrollo ajeno" (470), que Galeano desarrolla en el libro anteriormente citado (14). Recordemos que cuando hablamos de manipulación de las estructuras, no nos referimos en estos casos a fraude intelectual (aun cuando esa pudiera ser la intención, como sucede con tanta frecuencia en los panfletos de propaganda política); en el caso más simple, y quizás más generalizado, dicha distorsión está motivada por el deseo de dar énfasis a lo que el autor considera factores esenciales desde su propia perspectiva, como señala Eduardo Galeano a este propósito: "Uno escribe para tratar de responder a las preguntas que le zumban en la cabeza, moscas tenaces que perturban el sueño, y lo que uno escribe puede cobrar sentido colectivo cuando de alguna manera coincide con la necesidad social de respuesta" (438).

4. Las tres calas anteriores forman también parte de lo que hemos venido denominando discurso de la modernidad, y cuyas estructuras se superan cuando se toma conciencia de que su "verdad" lo es únicamente en la mediatización que supone el contexto convencional que las posibilita. En esta cuarta cala hacemos referencia al autor que reflexiona sobre el discurso axiológico del estar, en un proceso problematizador. Se trata ahora de la articulación de un discurso antrópico. La comunicación que se pretende es humanística, aun cuando ésta se consiga a través de los esquemas depositarios del contexto que se problematiza. El autor posmoderno, como hemos señalado ya repetidas veces, duda de las estructuras de la modernidad; se embarca, desde estructuras constantemente renovadas, en un proceso indefinido de deconstrucción de las pretensiones de verdad de la modernidad; y lo consigue a través de un procedimiento sistemático de reintegrar las "verdades" de la modernidad al espacio de contextualización que en un principio las originó.

En el caso concreto de lo que actualmente denominamos "discurso antrópico", la superación de las estructuras de la modernidad se efectúa por medio de su problematización. Es decir, poniendo en entredicho su pretensión de significar la "verdad" a través de una exteriorización de los esquemas convencionales que fundamentan toda estructura concebida en términos de la modernidad: una estructura centrada (un centro de significación producto de una contextualización) en el tiempo y en el espacio. En este nivel del discurso, el autor busca una comunicación humanística en el sentido de un significar (es decir, un contextualizarse) en el proceso dinámico del estar siendo del lector o, mejor dicho, de su conciencia de estar siendo. Las referencias a las estructuras depositarias se manifiestan en dos dimensiones complementarias: la primera en el sentido de un proceso deconstructivo y problematizador a la vez, de toda estructura que no se reconozca en su dimensión depositaria; la segunda en la dimensión de un proceso dialógico, en el cual las estructuras depositarias, reconocidas como tales, proporcionan el vínculo de diálogo del autor con su entorno y el medio para contextualizar su comunicación con el mundo, con el lector implícito. En las realizaciones humanas, este es el nivel por excelencia de la comunicación artística.

Consideremos un caso extremo en el sentido de un texto anónimo. El autor implícito se nos presenta en un estado virginal: su contexto es el texto mismo y el espacio y el tiempo en que fue creado. Es decir, el discurso del autor se actualiza en el posible lector únicamente a través de una serie de codificaciones sólo circunstancialmente asociadas a su anónimo autor. Sin la intencionalidad explícita de su autor, el texto tiene que significar a través de la explícita codificación de sus estructuras. Demos un paso más concreto y asignemos un texto a nuestro autor anónimo; consideremos por un momento el siguiente soneto:

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No tienes que me dar porque te quiera,
pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Una vez pronunciado un pensamiento, es decir, una vez codificado en una estructura, el autor se presenta en dos dimensiones definidas (aun cuando pueda hacerlo, por supuesto, en multitud de matices): A) el autor que el "crítico" trata de reconstruir a través del texto, y B) el autor implícito que el lector crea como interlocutor necesario en su diálogo. En el primer caso, como desarrollaremos más adelante, se trata de una labor de arqueología textual que lleva a cabo el "especialista" del texto y que se proyecta independiente de la antropocidad misma del texto. Es decir, no busca la comunión con el texto, sino ir más allá de las codificaciones explícitas o implícitas para establecer lo que quedó fuera del texto, el pensamiento que el texto por sí mismo no es capaz de comunicar; se busca un origen más allá del texto. En el segundo caso, en el proceso que venimos denominando diálogo antrópico, el autor es creación del lector, es el interlocutor necesario, está más acá del texto, corresponde a la perspectiva del texto con la que se comunica el lector. Los matices en cuanto al autor a los que hacíamos referencia antes, son aquellos que se encontrarían en los diversos puntos de una línea, en cuyos extremos estuvieran instaladas las posiciones aquí mencionadas.

El soneto que hemos transcrito es un buen ejemplo de este proceso y son muy numerosos los estudios que van más allá del texto, que tratan de identificar un autor para así intentar establecer lo que la codificación no llegó a capturar. El texto mismo, se contextualiza explícitamente en una tradición cristiana, cuyos códigos de significación sirven a la vez para articular un pensamiento y para problematizarlo, para desde dentro reconstruirlo. El contexto de su tiempo y espacio queda igualmente explícito en lo que expresa: interiorización sentida de una creencia, pensamiento erasmista. Pero el tiempo y espacio original del texto son únicamente eso: punto de origen. Interesan desde luego al "especialista" empeñado en la reconstrucción del pasado, pero ese tiempo y espacio son ya irrepetibles. Todas las demás lecturas se van a enfrentar a nuevas circunstancias que de hecho transforman los procesos originales de codificación: por ejemplo, la lectura de este soneto a partir de la década de los sesenta en Iberoamérica y desde la perspectiva de la teología de la liberación (es decir, desde una postura antropológica que destaca la humanidad de Cristo y que no hace depender el deseo de liberación de un premio o castigo, sino de la aceptación del "otro", y que por ello ve la liberación en la superación del círculo oprimido/opresor). Independiente de su codificación original, el soneto adquiere desde estos nuevos presupuestos —los de la teología de la liberación— una dimensión social innegable: la búsqueda de una superación de la posición individualista implícita en las relaciones premio/castigo al reconocerse en el "otro" y así problematizar toda acción motivada en razones "egoístas" de premio/castigo (la novela Un día en la vida (1980), de Manlio Argueta, ejemplifica este punto: un día, nos dice Lupe, la protagonista, "le iba a tirar una piedra a un sapo. Entonces conocí la voz de la conciencia […]. Yo me quedé como paralizada. Así me di cuenta de esa voz que viene de dentro. Esa voz que no nos pertenece. Sentí un poco de miedo. Y relacioné la voz con el castigo. No ves que es pecado, me dijo. Y la piedra se me fue para atrás" (14-15). En la persona liberada, la razón para la acción no podrá ser negativa —temor del castigo— esta es la dimensión que, como en el soneto, se problematiza en la novela). El texto visto de este modo adquiere vida, se hace dinámico, recupera, en otras palabras, su antropocidad.

5. En los apartados anteriores hemos considerado al autor en función del texto, detengámonos ahora por un momento en la problemática del autor en el intento de articular un pensamiento. En el nivel más elemental, en aquél que se propone seguir explícitamente un proceso de codificación —como sucede en el caso de las ciencias exactas—, el pensamiento que se desea articular y el texto que lo articula pueden, en situaciones extremas, ser fieles reproducciones el uno del otro: tal es el caso de la expresión 10+5=15. Por lo general, las estructuras que posibilitan y codifican los avances en las ciencias exactas facilitan este tipo de articulación. Pero incluso en estos casos, según nos adentramos en formas más complejas del discurso, empieza también a ser más notoria la tirantez entre la idea que se desea expresar y el código que posibilita su articulación. Consideremos el caso simple de un libro de matemáticas con el objetivo didáctico de un libro de clase para niños de 12 años: el código está ya establecido —también lo está lo que se quiere comunicar— y, sin embargo, no todos los productos finales son iguales; lo que se quiere decir, para quién se quiere decir y cómo se quiere decir, puede coincidir y no obstante los diversos autores no son capaces, por ejemplo, de articularlo en el mismo nivel de comprensión.

Según nos alejamos, pues, de la simple representación de una estructura depositaria (10+5=15), tanto más problemática se vuelve la articulación de una idea. Por una parte, el ser humano en su comunicación con el mundo, se ve forzado a hacer uso de estructuras preestablecidas que ponen a prueba su dominio de los procesos de codificación (por ejemplo del idioma español), a la vez que limitan también su creatividad; por otra parte, las estructuras a las que nos referimos representan igualmente el contexto en el que fluye su mismo devenir (en el ejemplo del río que venimos usando como analogía, su fluir es a la vez independiente e inexplicable sin las márgenes que lo contienen). Un texto de Hostos —de 1863— ejemplifica con claridad este sentirse prisionero, este sentirse ser (conciencia de ser) en cuanto se es en un contexto: "Nada puedo: lo que hay en mí, a pesar de mi orgullo lo confieso, es de ellos [la otredad, el contexto]: las ideas, los pensamientos, la verdad, son una atmósfera, producida por la vida intelectual, como lo es por la vida animal el aire que respiro: envuelto en ella, tengo a mi pesar que respirarla y dar a mi pesar, a mi razón, a mi fantasía, a mi interior, las sombras y la luz, la confusa claridad y las tinieblas que exhala la vida intelectual de los demás […]. Confieso mi impotencia; nada puedo: lo que hay en mí, me viene de los otros" (189-190) (15). En cualquier caso, lo que conviene tener presente es que todo texto es un producto de ese forcejeo entre la idea a comunicar y el código en el que se articula. La tirantez entre ambos es la diferencia que sólo en el mejor de los casos queda implícita en el texto. El producto final se independiza, por lo mismo, de su autor, tanto en sus limitaciones como en su poder creador. Es decir, la resistencia implícita en el código puede igualmente causar que un texto sea inferior a la idea que lo genera, o que la supere a través de la riqueza sugeridora de su creatividad. Pero si el acto de comunicación, todavía desde la perspectiva del autor, es siempre un ejercicio creador, lo es ante todo a través del dominio, manipulación y transgresión de los recursos retóricos (16). Conviene hacer hincapié en esta dimensión presente en toda comunicación, sobre todo si hemos de superar la negatividad que implica el proceso deconstructivo de la posmodernidad.

Al romper con las estructuras rígidas de la modernidad, que inducían a establecer correlaciones fijas entre retórica y contenido, se ha pretendido borrar también las diferencias genéricas. La posmodernidad deconstruye la modernidad —la pretensión de unir forma y contenido—, pero luego, en lugar de liberar ambas facetas de la comunicación, da preferencia al contenido con olvido de los recursos retóricos que lo articulan: con olvido del contenido implícito en la forma. En otras palabras, entre los muchos procesos de codificación que intervienen en la producción de un texto, hay dos esenciales: a) el idioma (por ejemplo el español), y b) la retórica del género literario que hemos elegido para la articulación de nuestro pensamiento (por ejemplo, la retórica de la novela, de la didáctica, de la poesía, de la obra testimonial, de la reflexión filosófica, etc.). El primero de ellos es únicamente un código de intelección, neutro en cuanto a la forma y al contenido, el otro afecta la forma y puede influir en el contenido. En el discurso antrópico se reconoce que la retórica facilita procesos, pero que en ningún caso limita contenidos. La retórica de la didáctica sólo en obras mediocres afecta la elegancia en la expresión. La retórica del diálogo en Platón, del aforismo en Nietzsche, del ensayo en José Martí, de la pieza teatral en Jean-Paul Sartre o de la novela en Unamuno, no afecta de ningún modo la profundidad de la reflexión filosófica que proyectan. Por supuesto, dada su condición de segundo "lenguaje común" entre el autor y el lector, la retórica influye, como veremos más adelante, sobre la perspectiva con que el lector se acerca al texto. Las retóricas de los géneros literarios son las más generalizadas, con estructuras precisas más o menos reconocidas globalmente, y por lo tanto las más útiles en el momento de articular un pensamiento; pero reiteremos de nuevo nuestra afirmación anterior, de que todo proceso de articulación se hace a través de una retórica explícita, sea ésta más o menos precisa, más o menos generalizada. Conviene recordar aquí, que las retóricas de los denominados géneros en literatura, como cualquier retórica, son estructuras en constante transformación. Se originan al transgredir un autor un sistema de codificación reconocido. Es más, el desarrollo de la novela, por ejemplo, se articula a través de aquellos textos que por haber hecho uso y transgredido a la vez, lo que en cada caso se concebía como la retórica de la novela, jalonan así su desarrollo a través de los siglos (17).

Al señalar anteriormente que "la retórica facilita procesos," queríamos con ello resaltar que la elección de una u otra forma retórica no es algo arbitrario o casual. La retórica de la didáctica o de la filosofía, no parecen en verdad las más propicias para articular la musicalidad de una emoción: la retórica de la poesía, por el contrario, proporciona herramientas más aptas para el autor e incluye además implícitamente una predisposición por parte del lector. Es decir, la retórica implica la opción de una clave que compromete a las tres facetas de la comunicación: a) el autor va a articular sus ideas (o emociones) según la clave retórica elegida, b) el texto se estructura formalmente de acuerdo a dicha clave, c) el lector se aproximará al texto a través de los presupuestos retóricos que anuncia su forma. Pero el hecho de que el uso de una retórica precisa facilite diversos procesos de comunicación, no implica de ningún modo limitación en el contenido. Veamos un caso extremo, que ejemplificamos a través de la crítica a un filósofo según la retórica de la poesía. El poeta es Antonio Machado, y en los dos poemas que transcribimos a continuación, el autor va más allá de expresar un pensamiento filosófico, articula una crítica a la filosofía de Kant (un proceso que con más propiedad se redacta comúnmente a través de la retórica de la filosofía):

XXXIX

Dicen que el ave divina,
trocada en pobre gallina,
por obra de las tijeras
de aquel sabio profesor
(fue Kant un esquilador
de las aves altaneras;
toda su filosofía,
un sport de cetrería),
dicen que quiere saltar
las tapias del corralón,
y volar
otra vez, hacia Platón.
¡Hurra! ¡Sea!
¡Feliz será quien lo vea!

 LXXVII

¡Tartarín en Köningsberg!
Con el puño en la mejilla,
todo lo llegó a saber. (18)

La retórica de la poesía no afecta, como ejemplifican estos poemas, la profundidad de la crítica. Afecta, eso sí, la forma de articular dicha crítica y exige que el lector reconozca la retórica de la poesía y haga uso al leer el poema de las diversas retóricas en él implícitas: el consciente juego metafórico, referencias pictóricas, contextos literarios y yuxtaposición de ideas, son apenas algunos de sus recursos.

B) El texto

El signo, base de la estructura depositaria que posibilita el discurso de la modernidad, al entrar en crisis, es también la fuente de su problematización. En este sentido, el texto escrito, medio predilecto de la expresión literaria, ejemplifica perfectamente las tres etapas generales que caracterizan su paso del discurso de la modernidad a un discurso antrópico. En una primera etapa, el texto era la codificación unívoca del mensaje que el autor transmitía al lector. La función de éste era la de descifrar su contenido, también unívoco. Tal es el esquema mecanicista de causa efecto del proceso repetitivo que caracteriza en casos extremos la comunicación depositaria: el acto mecánico de leer en voz alta una palabra que reproduce el mismo sonido una y otra vez. Cuando esta relación, válida en el nivel primario, mecánico, de las convenciones que sostienen una estructura dada (en el ejemplo anterior las reglas de pronunciación y combinación de los signos que se agrupan para constituir el nivel representativo de un idioma), se traslada al plano conceptual con la misma pretensión de significación depositaria, se da lugar a lo que hemos venido llamando aquí discurso de la modernidad.

La segunda etapa coincide con la entrada en crisis del discurso de la modernidad. Se empieza en ella estableciendo una distinción entre los dos esquemas mencionados anteriormente. El primero, que no pretendía significar fuera de una establecida convencionalidad que se hacía expresa al mostrar de modo explícito las reglas que gobiernan su estructura, se acepta sin problematización como lo que es: un discurso depositario que posibilita el diálogo (por ejemplo, las reglas ortográficas de un idioma concreto). El segundo esquema, sin embargo, que pretendía acarrear significado (expresión unívoca de un sentido), sin reconocer previamente su ineludible localización en un espacio y un tiempo (su contextualización), entra enseguida en crisis. La perplejidad, naturalmente, no proviene sólo por desconocer la naturaleza depositaria del texto en cuanto signo, sino principalmente por querer proyectar a través de él un contenido igualmente mecánico, en cuanto poseedor de un sentido unívoco y por lo tanto repetitivo. La perplejidad se origina especialmente ante lo que se percibe como incapacidad del texto para reproducir al autor en el lector. Es decir, por no aceptar, como punto de partida, el origen dinámico de la contextualización de todo texto tanto en el devenir de su autor como en el de sus posibles lectores.

La tercera etapa, siempre presente en una lectura que sea consciente de la antropocidad del discurso humano, y que apenas comienza ahora a ser articulada, es aquélla que reconoce la estructura depositaria de todo medio de comunicación, pero que desglosa el acto de comunicación del medio depositario que la proyecta. Consideremos esta afirmación en las tres facetas que la rigen.

1) El autor, como ser humano, no es en ningún momento un algo hecho; su naturaleza es dinámica, es un estar siendo. Todo acto de comunicación implica, entonces, un proceso doble de confrontación: en el primero, el autor fija un momento de su devenir íntimo, que distancia y objetiva, a fin de poderlo atrapar y así comunicarlo (lo que anteriormente denominamos la narrativa histórica); en el segundo, se enfrenta a procesos externos de codificación ya establecidos y mediante los cuales intenta comunicarse; es decir, produce un texto que ahora es también resultado de un sistema depositario en el que trata de contextualizarse externamente, o sea, intenta fijar en un tiempo y espacio concretos un corte en su devenir. En el autor, pues, el acto de comunicación y el medio nunca llegan a identificarse (esta es, desde otra dimensión, la diferencia que causaba el sentir agónico del Hostos de la cita anterior). El medio, el texto, es siempre una necesidad imperfecta que nunca corresponde exactamente al devenir del autor ni, como veremos más adelante, llega al lector con un sentido unívoco: desde el principio aparecen desglosados el acto de la comunicación y el medio depositario que necesariamente ha de usar.

2) La segunda faceta se inicia tan pronto como se articula el texto. Las reglas de la estructura que hicieron posible la codificación original del autor, están ellas mismas en constante transformación. Entre los casos extremos de las estructuras que permanecen vigentes (10+5=15) y aquellas otras cuya codificación se hace incomprensible para el lector de nuestros días (el caso de los jeroglíficos egipcios), existe una rica gama de innumerables matices. En estos casos límites, precisamente por su condición radical, las opciones del texto parecen más simples: en el primer caso, la permanencia intacta del sistema de codificación aporta al texto un valor depositario (por tanto indiferente de su estructura); en el segundo caso, como las reglas de codificación no forman ya parte de nuestro discurso axiológico del estar, el texto se acepta en su comunicación humanística (por tanto también indiferente de su posible estructura originaria). Lo más frecuente, sin embargo, y esa es la condición del texto literario, es su ubicación en una posición intermedia; es decir, de los dos términos de la codificación, el significante permanece reconocible, mientras el significado ha experimentado alteraciones más o menos profundas. La codificación original se presenta ahora en la historicidad de su propia transformación: son nuevas golondrinas que llegan a anidar en los significantes originarios, pero que, al igual que en el poema de Bécquer, ya no son las mismas. La experiencia originaria es irreplicable.

3) La tercera fase del proceso requiere del lector que asume de nuevo, en el sentido dinámico de su propio devenir, esa comunicación previamente contextualizada en un espacio y un tiempo concretos. Como veremos luego, el nivel de contextualización depositaria del texto, la historicidad que marca su transformación, es secundario en el acto de comunicación humanística, pues la comunicación no depende tanto del signo como del lugar que va a ocupar en el devenir del lector. Aquí podemos usar de nuevo el ejemplo de un jeroglífico y los matices que se pueden establecer en cuanto a la contextualización depositaria que pueda hacer un arqueólogo que descifre el proceso de codificación de sus signos y aquella otra persona que observa el texto en la vitrina de un museo. Consideremos dos casos extremos: a) el de un arqueólogo que es capaz de descifrar a través de los códigos implícitos o explícitos en el jeroglífico, el funcionar del discurso axiológico del estar que sirvió de base a la contextualización original del texto; b) supongamos en el otro extremo el caso de una persona que visita el museo y observa el jeroglífico en una vitrina, pero que no toma conciencia de su precisa codificación en el discurso axiológico del estar de una época, y se comunica con él como si fuera una pintura abstracta. En ambos casos el índice de lo que se asume será distinto y dependerá, ciertamente, de las diferentes estructuras que se tomen en consideración; pero el acto mismo de comunicación, al nivel del discurso antrópico en que se produce, en el devenir del "lector", puede ser en este sentido, como ampliamos más adelante, independiente de procesos fijos de contextualización.

Establecida de este modo la independencia inherente entre los tres polos de la comunicación (autor-texto-lector), se hace posible superar el constreñimiento que nos imponía el discurso de la modernidad. El texto implica ahora comunicación en una multiplicidad de dimensiones, pues sólo en el ejercicio hermenéutico podemos hablar de multiplicidad de niveles. Detengámonos por un momento en esta distinción: a) multiplicidad de niveles y b) multiplicidad de dimensiones.

A) En el discurso de la modernidad, el texto se desplegaba en cuanto mensaje, es decir, como portador del autor en el lector; la profundidad en los niveles de comprensión determinaba por ello mismo un nivel de comunicación. Es precisamente esta relación la que da lugar a la crisis de la modernidad. En efecto, al mediatizar el signo, o sea, al distanciar el signo del mensaje, se problematiza la misma posibilidad de la representación totalizadora de éste y por lo tanto la posibilidad de comunicar con integridad el propósito del autor. Y como en el discurso de la modernidad la posibilidad de comunicación se hace depender de la posibilidad de capturar (en un sentido unívoco y totalizador) el mensaje que acarrea el texto, la problematización de dicha posibilidad, problematiza igualmente la posibilidad de toda comunicación. Pero el hecho de reclamar la independencia de las tres partes (autor, texto, lector) en el acto de comunicación antrópica, no implica un rechazo de los distintos niveles de comprensión siempre presentes en todo texto. Implica, eso sí, que el acto de comunicación es independiente de tales niveles. Implica también la liberación del lector. Ya no existe una lectura más propia que otra, más completa que otra, existen únicamente objetivos diversos que han de guiar cada lectura. De ahí las dos grandes categorías de lectores, sobre las que nos detendremos más adelante, pero que conviene ahora mencionar: 1) aquellos que buscan únicamente una comunicación íntima con el texto, y 2) aquellos que hacen de la hermenéutica su especialidad y buscan exteriorizar los diferentes niveles de contextualización tanto en cortes sincrónicos como en sus transformaciones diacrónicas.

B) La superación del discurso de la modernidad (la toma de conciencia de la antropocidad del discurso axiológico), conlleva precisamente la recuperación de dichos polos de comunicación, al restituir al autor y al lector la dimensión dinámica, humana, que la expresión depositaria había cosificado en el tiempo y en el espacio que fijaba el texto mismo, aun cuando se pretendiera transcender a ambos. Es decir, en el discurso antrópico, el texto se reconoce como contextualización dinámica, temporal y espacial, de un acto de comunicación. Por supuesto, como exteriorización se realiza en una estructura depositaria codificada ahora en un sistema de convenciones cuya decodificación constituirá el objetivo de la nueva hermenéutica. Pero el autor legítimo del texto (como en el caso límite del jeroglífico) no importa como tal; importa, eso sí, el autor implícito, que a la vez incluye y supera y proyecta, al legítimo en el texto y en el lector, como origen de la codificación y como "el otro" de toda comunicación humanística. Por ello, mientras el texto se despliega en una multiplicidad de "niveles" según se problematizan las distintas estructuras depositarias implícitas en él, la comunicación misma, que supone de nuevo integrar las estructuras depositarias en el proceso dinámico del devenir humano, se realiza independiente de tales niveles, aun cuando se haga en "dimensiones" contextualizadas en dichos niveles. El ejemplo que venimos citando de un texto jeroglífico puede servirnos de nuevo en una concreción de lo aquí expresado. Como signo, el jeroglífico es una contextualización depositaria, que se origina en un espacio y un tiempo concretos y que responde a estructuras fundamentadas en convenciones. Como signo, por tanto, puede ser problematizado en un proceso que profundiza en las distintas estructuras que implica: la estructura de sus rasgos gráficos que permite al arqueólogo "leer" el jeroglífico, la estructura, entre otras muchas, de su contexto histórico en cuanto social, político, religioso, económico. Es decir, en cuanto signo, implica la posibilidad de una profundización en diversos niveles de significación depositaria, quizás en cadena sin fin como diría Derrida, pero que resultan secundarios en el momento de la comunicación, que, como señalamos, consiste en introducir una o varias estructuras depositarias en el devenir del posible lector: la persona que observa el texto jeroglífico en la vitrina de un museo y que se comunica con él quizás en el sentido emotivo de una pintura o en el contexto referencial de una película.

La hermenéutica que proponemos no pretende, por tanto, alcanzar, atribuir al texto un significado unívoco en el lector y con ello se supera la aporía del discurso de la modernidad. Lo que se busca es problematizar el signo, reintegrarlo a las sucesivas contextualizaciones a través de las cuales se ha preservado, para así ir desglosando las distintas estructuras implícitas en él. En este sentido, aun cuando podemos partir del reconocimiento de que todo texto encubre una complejidad de contextos, el hecho de que no todos fueran concebidos con el mismo objetivo, posibilita igualmente establecer a priori ciertas categorías que nos van a guiar en la esquematización de tal hermenéutica. En cualquier caso, obsérvese que hablamos de "problematizar el signo" y no de "deconstruir el signo"; problematizar, como quedó ya señalado, es un proceso afirmativo; implica buscar significado en la contextualización; "deconstruir" representa en el discurso de la posmodernidad descubrir máscaras de significado; es decir, posponer el momento de pronunciarse a través de un diferenciar y así diferir el acto "final" de significar. Pero regresemos de nuevo al "texto".

En un primer nivel, en el más elemental, el texto se presenta explícitamente como portador de una estructura depositaria que busca primordialmente un significar también depositario. Tal será el caso, por ejemplo, de un libro de geografía física que describa las particularidades del continente americano. Cuando se anota la extensión territorial de Bolivia o se enuncian los nombres de sus montañas o ríos, se hace bajo una estructura convencional, la del libro de geografía física, sin pretender significar más allá de los límites de dicha estructura. Es decir, con ella no se intenta una comunicación humanística, del mismo modo que las reglas ortográficas que fijan la convención de la expresión escrita de un idioma, tampoco significan primordialmente fuera del nivel de su propia estructura. Decimos "primordialmente" para deslindar, incluso en este primer nivel, el objetivo de la estructura expresada, del de cualquier otro que se proponga la investigación de las causas que motivaron dicha estructura: Cuando escribimos un texto o lo leemos, las razones por las cuales, por ejemplo, el término "humano" se escriba con "h" y que esta "h" en español no se pronuncie, son por lo general inconsecuentes, aun cuando en el nivel lingüístico, dichas consideraciones puedan dar lugar a un tipo de estructura diferente. En el anterior libro de geografía física el lector busca y reconoce el dato depositario como objeto del texto. Como en estos casos el propósito no es la comunicación antrópica, sino el de fijar el código depositario de una estructura desde unas bases convencionales que luego hagan posible tal comunicación, todo lo que se requiere para establecer dicha estructura en el sentido unívoco de su propio código, es su exteriorización (indicar, por ejemplo, que la altura de la montaña se mide en metros o en pies o incluso, como se hacía en textos antiguos, por el tiempo que se tarda en llegar a su cumbre caminando). La dimensión convencional de estas estructuras depositarias se acepta siempre implícita o explícitamente. Si en una clase de idiomas se pidiera a un alumno que pronunciara la palabra "club", la pregunta inmediata sería ¿en qué idioma? Las letras y su orden en la palabra es el mismo en español, inglés y francés. Pero el hecho de que la "u" se pronuncie en cada caso de un modo diferente, motivaría la pregunta del estudiante informado. Este es el sentido que deseamos afirmar cuando hablamos de la dimensión depositaria. En estos casos basta con constatar las reglas de codificación que rigen una estructura: pronunciar, por ejemplo, la palabra "club" según las reglas de codificación del idioma español.

En un segundo nivel, el texto, a través de sus peculiares estructuras depositarias, se proyecta con el propósito explícito de significar en el lector en un nivel superior. Nos referimos aquí a aquellos textos que por medio de estructuras depositarias simples (las expresadas anteriormente), tratan de dar sentido a la complejidad de las contextualizaciones del devenir humano. En estos casos, en los que el texto mismo explicita las estructuras depositarias en las que fundamenta su propia contextualización, la hermenéutica se dirige preferentemente a la problematización de las relaciones que se establecen entre dichas estructuras, mientras ellas mismas son presentadas y aceptadas como convenciones necesarias. Así, por ejemplo, un libro teórico sobre poesía que establezca las estructuras de las características que se repiten con más frecuencia en el proceso de versificación. En esta situación, las estructuras depositarias que se van a relacionar son concretas: hablamos de rima consonante o asonante, de versos de arte mayor o arte menor, de estrofas, de tercetos, de sonetos, etc., o sea, de las estructuras convencionales que anotábamos en el primer nivel y que significan sólo en sí mismas. Por ello indicamos que la problematización en este nivel se ocupa de las relaciones, es decir, del modo cómo se contextualizan dichas estructuras en el proceso de definir lo que es un poema. Este es el nivel, por tanto, de los géneros literarios, de los recursos retóricos, que identifican la forma del texto en el sentido de una primera clave de aproximación, en la que, generalmente, el texto hace coincidir la intención del autor y los supuestos con los que el lector se aproxima a él. Este nivel de codificación es también el que determina las clasificaciones de ensayo, novela, tratado, diccionario, poesía, etc., bajo las cuales el mundo editorial agrupa las producciones humanas. Aunque regresaremos más adelante a las implicaciones hermenéuticas que supone este punto de contacto entre el autor y el lector, conviene deslindar desde ahora la dimensión formal que los géneros proyectan, del contenido que a través de ellos se exprese. La vieja polémica entre filosofía y literatura (Platón, Aristóteles) perdura en nuestros días, precisamente por no llegar a deslindar la forma del contenido. El proceso de codificación formal —el que caracteriza a los géneros—, nos parece ahora obvio, es independiente de su contenido aun cuando pudiera condicionarlo.

El tercer nivel, siempre dentro de la esquematización con que simplificamos la riqueza de matices de cualquier discurso, se refiere a aquel texto que en su contextualización de un intento de comunicación omite la referencia expresa al código, a las estructuras depositarias que lo posibilitan. El proceso hermenéutico implica ahora una doble dimensión que corresponde a los dos niveles antes desarrollados. La primera etapa es deconstructiva, o sea, se problematiza el texto para que nos vaya descubriendo los diversos niveles de estructura que encubre. El proceso, si es sistemático, se aproxima desde las estructuras depositarias más simples, es decir, aquellas que significan únicamente en sí mismas (p. e. que los signos se agrupan según el código del español mexicano o que se trata de un soneto). El establecer estos fundamentos depositarios es necesario para que, desde su comienzo, el proceso hermenéutico no pretenda constituirse él mismo en fuente de significación, fuera de la que va ya implícita en todo intento de establecer la contextualización de las estructuras depositarias. Es necesario mantener presente ante el signo que éste sólo implica una contextualización en el espacio y en el tiempo de un autor implícito en su devenir y en comunicación con su propio contexto. Es decir, la hermenéutica, en el discurso antrópico, se ocupa únicamente de explicitar y desglosar las distintas estructuras, de mostrar los códigos que las gobiernan, de problematizar su carácter convencional y, en fin, de establecer los posibles grados de contextualización presentes en la complejidad de todo texto. Se supera de este modo la pretensión hermenéutica del discurso de la modernidad que ambicionaba captar el "significado" del texto (su sentido transcendente) en su totalidad. Desde el discurso antrópico, la hermenéutica se fija como objetivo el descubrir contextualizaciones que se originan y transforman en proyección dinámica, pues el acto de significar, de comunicación, de diálogo, como luego veremos, se dará de nuevo en la dimensión dinámica del devenir del lector.

C) El lector

En el discurso de la modernidad se llega a equiparar al hombre con sus realizaciones, de ahí que se establezca la correspondencia "emisor-mensaje-receptor" como base de toda comunicación. En realidad se opera como si el proceso de codificación/decodificación pudiera ser algo mecánico, capaz de ser repetido en su integridad una y otra vez. Hablamos de "comunicación" y nos referimos al teléfono, a la televisión, a la computadora, y trasladamos este mismo sentido a la comunicación que se efectúa entre dos seres humanos. Así, a fuerza de interpretar como "comunicación" la exacta decodificación del "mensaje" (la imagen que se reproduce en el aparato de televisión) que el emisor (la estación de televisión) ha codificado, cosificamos también al ser humano. El éxito alcanzado en el nivel mecánico de reproducir con precisión el mensaje emitido en el receptor, acarrea un sentimiento de estar en control que se traslada, en el discurso de la modernidad, a las relaciones humanas en busca de capturar igualmente nuestro devenir exteriorizándolo, es decir, ignorando nuestra historicidad, nuestra esencialidad dinámica, nuestra realidad antrópica: nuestro ser en la transformación.

Intentamos superar este anquilosamiento comenzando, al nivel simbólico, con la problematización de los términos "emisor-mensaje-receptor" para devolverles, en un discurso antrópico y especialmente en nuestro contexto literario, la dimensión humana que implicamos en los términos de "autor-signo-lector". En cualquier caso, como señalábamos anteriormente, todo acto de comunicación se conceptúa a través de una contextualización que sólo puede exteriorizarse en estructuras depositarias. La comunicación, por supuesto, se efectúa al reintegrar de nuevo dicha contextualización en la dimensión dinámica del devenir del lector. Es decir, las estructuras depositarias (procesos de codificación) siguen siendo el medio que posibilita la comunicación. La superación del discurso de la modernidad, ahora desde la perspectiva del lector, se alcanza cuando la dimensión depositaria de toda estructura no se presenta como fin sino como medio de comunicación con el otro.

La superación del discurso de la modernidad implica igualmente disolver la estructura de rígida conexión entre el "emisor-mensaje-receptor". En el mundo de las realizaciones humanas tal conexión es necesaria: la emisora y el aparato de radio precisan de exacta coordinación en la emisión y recepción de las mismas hondas. En la comunicación humana, tanto el autor como el lector gozan de absoluta independencia (por supuesto, dentro de los límites implícitos en la imposibilidad de prescindir de los códigos ya establecidos en el momento de articular lo pensado o sentido: recordemos la expresión agónica de Hostos en el ejemplo antes citado). Por ello señalábamos anteriormente que las diversas estructuras depositarias de cualquier contextualización son en realidad secundarias en el momento de la comunicación; es decir, la comunicación se efectúa, como dijimos, a través de dichas estructuras, pero la priorización de éstas, así como el índice de su dimensión no se puede cuantificar, pues llega a ser únicamente en el devenir del lector. Hagamos uso de una situación límite para ejemplificar este proceso: dentro de las estructuras más estables, en el sentido de que sus relaciones convencionales son aceptadas como totalidades depositarias necesarias para comprender el contexto de nuestro entorno, se encuentran aquellas estructuras que refieren al mundo físico (así, por ejemplo, la temperatura de solidificación o vaporización del agua que sirve como punto de partida para la construcción de nuevas estructuras). Pues bien, incluso estas estructuras depositarias que en sí no pretenden aportar significado, pueden ser recibidas por el "lector" en dimensión humanística. Tal sería el caso del discurso científico de Einstein al problematizar y trasladar a una nueva dimensión el discurso también científico de Galileo y de Newton.

Al destruir la correspondencia rígida que caracteriza al discurso de la modernidad, destruimos también la posibilidad de establecer necesarias correspondencias entre el autor, el signo y el lector. Pues incluso en el caso extremo de un autor que se comunique en dimensión depositaria (pretender que su devenir corresponda con el devenir de los demás), y que consiga expresarse igualmente en un discurso que oculte las estructuras depositarias que lo contextualizan, incluso en esta situación límite, el lector puede hacer de ese discurso un discurso humanístico al ver en él únicamente una dimensión de su contextualización, o sea, de su comunicación con el mundo.

Expresada la relación "autor-texto-lector" de este modo, el objetivo de la hermenéutica será la decodificación del texto como un fin en sí mismo. Su realización será independiente de la "intención" del autor y no pretenderá entregar al "lector" una significación particular como si fuera la "verdad" del texto. El signo, en sí, siempre supera en sus probables y renovadas estructuras depositarias, el posible sentido de su contextualización original en el devenir (dimensión dinámica) del ser humano que lo hizo posible. Y el signo se proyectará igualmente en el lector, independiente de los niveles de decodificación, en una dimensión que no reside en el signo como tal, sino en la interioridad de su devenir individual, donde se contextualiza al ser asumido. Colocar el texto en el centro del proceso hermenéutico no significa, sin embargo, proclamar su independencia del autor implícito o del lector, y no significa tampoco convertir la hermenéutica en una experiencia lúdica.

1. El autor importa como un punto de confluencia en la contextualización. Pero su comunicación, que es un proceso dinámico, cae fuera del dominio de la hermenéutica, la cual se ocupa únicamente del texto que nos lega, como contextualización de dicho proceso en el espacio y en el tiempo. Por supuesto, el texto se inicia en el autor, representa cómo éste se comunica con el mundo; es siempre una respuesta a preguntas que surgen de su entorno, y en este sentido se encuentra siempre inserto tanto en las estructuras depositarias de sus otras producciones como también en su propia continua contextualización en el espacio y en el tiempo. Una vez reconocida esta ineludible conexión, conviene de nuevo acentuar que toda comunicación es un acto de contextualización a través de estructuras depositarias; es decir, a través de estructuras convencionales que no significan fuera de sí mismas.

2. El lector importa en dos niveles independientes aun cuando relacionados entre sí, pues en ellos la hermenéutica transciende sus objetivos al explicitar posibles dimensiones de la comunicación. En un primer nivel, el lector en su comunicación con el mundo, en su devenir, se contextualiza y contextualiza a la vez las estructuras depositarias recibidas. En este sentido, cuando un lector contextualiza un texto, su recepción del mismo supone ya una nueva estructura depositaria que de algún modo se añade al texto original (así, por ejemplo, la figura del Don Juan a través de Tirso, Zorrilla, Valle Inclán, Marañón). El Quijote, como personaje, se encuentra ineludiblemente inserto en la tradición cultural de Occidente en una complejidad de estructuras depositarias que, con mucho, superan la contextualización originaria de Cervantes. El segundo nivel se encuentra, precisamente, en este mismo proceso de contextualización —tanto del autor implícito como del lector a través del texto en la creación de nuevos textos— que posibilitan las convenciones de las estructuras depositarias y que a la vez modifica continuamente, a veces de modo imperceptible, pero en ocasiones de modo radical. Y es aquí donde la hermenéutica, en el discurso antrópico, transciende su objetivo, pues su labor problematizadora, a veces deconstructiva, en el sentido de ir exponiendo las diferentes estructuras depositarias implícitas o explícitas en el texto, abre también nuevas dimensiones de comunicación en los posibles lectores. Consideremos ahora de un modo más sistemático el lugar de la hermenéutica en el discurso antrópico.

4. Proceso hermenéutico

La superación de las limitaciones de la modernidad libera igualmente el "texto" de todo intento de querer pronunciarlo, en el sentido de afirmar, de fijar su significado. El énfasis se traslada del texto al receptor, al lector. Detengámonos por un momento en esta afirmación. El discurso de la modernidad privilegia el texto y por ello hace coincidir el acto de comunicación con el acto de atrapar el texto, de "comprenderlo".

Ejemplifiquemos esta posición a través de la hermenéutica que propone Noe Jitrik, para quien "leer consiste en ‘comprender’ un texto, en el sentido de captar las ideas o conceptos o contenidos o mensajes que las palabras, que también hay que conocer, vehiculizan o las frases expresan" (29) (19). Los lectores se clasificarán luego según se acerquen a esa comprensión totalizadora del texto, según se acerquen a lo que Jitrik denomina una "lectura consciente": "Los niveles a los que me refiero son el literal, el indicial y el crítico" (35). La explicación que nos proporciona Jitrik de esta clasificación enmarca bien lo que yo vengo denominando discurso de la modernidad:

Llamamos "literal" a la lectura más espontánea e inmediata que se puede hacer […], se limita a lo superficial o, dicho de otro modo, entiende que todo lo que la lectura puede dar está en la superficie; en tal sentido la podríamos entender como lectura ‘inconsciente’ porque rehusa crearse las condiciones para llevar al plano consciente la diversidad de procesos en las que radica tanto el texto como la lectura. (35-36)

La lectura "indicial" propone cierta distancia respecto del efecto de superficialidad […]; es la lectura de señales, de registros, de observaciones, de reacciones que son como indicios de una organización superior […] lo indicial tiene un carácter de "preconsciente". (36)

La lectura "crítica" sería, en este esquema, culminatoria; es la que organiza indicios de forma tal que si por un lado recupera todo lo que la lectura literal ignora y la indicial promete, por el otro debe ser capaz de canalizar de manera orgánica el conocimiento producido en todo proceso de lectura. (36)

En el discurso antrópico el texto es un producto de innumerables contextualizaciones, tanto en el acto mismo de su creación como en la historicidad de los códigos que lo articulan, y está destinado igualmente a innumerables posibles contextualizaciones en el lector. Según el discurso de la modernidad (como ejemplificamos con Jitrik), la única lectura "consciente" es la lectura que capta en su totalidad el significado del texto. La hermenéutica antrópica surge precisamente de la doble problematización de esta aporía: a) la imposibilidad de captar la totalidad del significado del texto, en cuanto implica una narrativa histórica; y b) lo irrelevante del concepto totalidad en el fluir antrópico (totalidad implica perfectividad, inmovilidad, conceptos sólo posibles en la cosmovisión de la modernidad). La comunicación en el discurso antrópico no puede residir, pues, en el texto, que es sólo un medio; pero el texto a su vez es un documento del devenir humano, y por lo tanto lleva implícita la aproximación a la lectura "crítica" que propone Jitrik.

Al eliminar la necesidad de causa-efecto que nos imponía el discurso de la modernidad, y aceptar la independencia del lector, cambiamos también la dirección de dicha relación. En el discurso de la modernidad el proceso era claro: autor® texto® lector. En un discurso donde se reconozca la antropocidad de todo proceso de contextualización, queda igualmente liberada la rigidez de este proceso: autor« texto« lector. Es decir, no es el texto el que necesariamente va a reproducirse en el lector, sino que también el lector se aproxima al texto en el acto de comunicación y puede, en casos extremos, dar significado al texto independiente e indiferente de su codificación original. Visto desde esta perspectiva, hay un elemento de suma importancia que interviene en el acto de aproximarse del lector al texto: el objetivo. Y en este concepto, básico en el diálogo antrópico, encontramos el fundamento para una nueva hermenéutica. Ello nos permite igualmente independizar, en términos absolutos, el "texto" del "lector" (esta independencia, en casos límite, puede incluso aplicarse al primer lector de todo texto: al mismo autor). El tipo de apropiación que hagamos ahora de un texto, dependerá del objetivo con que nos aproximamos al mismo. Abrimos así las puertas a una nueva dimensión de posibles lecturas, a las que el discurso de la modernidad les negaba validez. Nótese que no nos referimos a reconocer la validez de cualquier posible lectura (problema que lleva a la perplejidad de la posmodernidad), sino a deslindar a través de los posibles objetivos que motivan una lectura, la validez de la misma. Y sí, de nuevo podemos, como veremos más adelante, hablar de validez de una lectura en el discurso antrópico. Aun cuando en las páginas que siguen se desarrolla la implicación de los distintos niveles de "lectura" (apropiación del texto), conviene desde ahora problematizar el concepto de una "lectura válida". Precisemos las razones que conducen a la aporía de la posmodernidad, según la plantea, por ejemplo, Stanley Fish, cuando nos dice a propósito de los distintos niveles de lectura que "eso significa en la crítica literaria que ninguna interpretación puede presentarse como mejor o peor que cualquier otra, y que en el salón de clase ello implica que no tenemos respuesta para el estudiante que nos dice que su interpretación es tan válida como la nuestra." (20) El pensamiento de la posmodernidad establece sus parámetros desde los principios que deconstruye; es decir, desde el concepto de "un significado" que transcienda el texto y desde una interpretación que transcienda al lector. Ni lo uno ni lo otro es posible ni afecta a la comunicación que se busca en todo texto. Veamos por qué.

El pensamiento de la posmodernidad, y Stanley Fish en su estudio, demuestra convincentemente que la historicidad de todo signo anula la pretensión de la modernidad de poder atrapar "el significado" de cualquier signo. Pero una vez establecida esta ruptura necesaria con el pensamiento de la modernidad, sus representantes parecen detenerse ante la perplejidad que supone la serie indefinida de las posibles interpretaciones implícitas en todo signo. Necesitamos ahora, como hemos ya señalado y desarrollaremos más adelante, dar un paso más: necesitamos asumir la historicidad del signo, y a la vez relegarle a la posición neutra que le corresponde; es decir, reconocer que se trata simplemente de un medio para la comunicación. En el discurso antrópico que estamos proponiendo, el lector adquiere el papel de protagonista, pero en un sentido mucho más complejo del que se le otorga en el discurso de la posmodernidad y que se refiere no sólo a los múltiples posibles textos "fuera" del texto, sino también a la selección de los procesos de codificación con los que se aproxima al texto. En cierto modo, toda interpretación lleva implícita cierta búsqueda especular, donde la apropiación del texto acarrea, quizás ineludiblemente, el reflejo de la imagen del lector. Siempre es así en la apropiación íntima del texto, como desarrollamos más adelante, pero este reflejo especular se encuentra también presente, en formas más o menos tenues, en todo análisis textual, en la selección y prioridad que se otorga a los diferentes procesos de codificación que posibilitan la "lectura" de un texto. En cualquier caso, el solo hecho de que la interpretación se inicie en el lector (no decimos que dependa, sino únicamente que se inicia), nos lleva a considerar dos grandes grupos de posibles interpretaciones extremas: a) la que se realiza en la intimidad del lector, sin propósito ulterior de comunicarla a otros posibles lectores; y b) aquella interpretación que pretende pronunciar el texto, o sea, dar un significado al texto para el consumo de otros posibles lectores. En el primer caso, la "validez" de la interpretación se ajusta a unos parámetros internos de la persona que la efectúa. En esta dimensión íntima podemos decir que cualquier interpretación es "válida": yo, como lector, asumo un texto en mi devenir, busco sólo que signifique en mí y para mí (y como se hace en el fluir de un estar siendo, se trata también de una contextualización irrepetible: ese es el verdadero sentido del verbo asumir en un discurso antrópico).

En el segundo caso, se procura superar la intimidad subjetiva al buscar que el significado en mí pueda ser también compartido por otros; es decir, los parámetros que hagan posible la interpretación ya no podrán ser únicamente los íntimos míos, sino aquéllos, coincidan o no, que correspondan a los códigos culturales que van a estructurar mi comunicación. En este segundo tipo de comunicación —interpretación para el consumo de otros—, mis afirmaciones deberán ir avaladas por explícitas referencias a los procesos de codificación que las hacen posibles. Es decir, la interpretación dependerá de los códigos que se apliquen al texto, y su "validez" podrá ser juzgada desde dos perspectivas: a) validez en cuanto al rigor con se aplica un proceso de codificación y b) validez en cuanto a lo pertinente de dicho código en la contextualización del texto a interpretar.

Ejemplifiquemos este proceso a través de dos categorías extremas, que nos van a servir también para luego parcelar la riqueza de matices de las innumerables posibles lecturas. La primera, que sólo es necesario enunciar, es aquella a la que pertenece la lectura que se realiza en el devenir íntimo de una persona. En este caso, el texto es únicamente el resorte que induce la "lectura"; su realidad es secundaria, lo fundamental es su contextualización en el devenir del lector. No existe ni puede existir hermenéutica que explique o ayude esta "lectura". Es también una lectura irrepetible. Usemos un ejemplo que nos permita percibir la magnitud y profundidad de esta lectura, y por qué la hermenéutica del texto es en este caso secundaria o inconsecuente. Consideremos la lectura del poema de Bécquer citado anteriormente, ("Volverán las oscuras golondrinas"), que es leído por una persona como un texto que trae a la memoria un paseo por el parque cuando era todavía adolescente y se sintió por primera vez enamorada. En este caso la rima o la clase de estrofa, o los acentos rítmicos, pueden muy bien pasar desapercibidos. Al lector le trae sin cuidado cómo clasifica la crítica académica el poema, y no le importa tampoco su posible contenido filosófico, ni cuándo ni quién lo escribió. El poema fue nada más (pero también nada menos), que el resorte que dio lugar a la interiorización del lector en su propio devenir. Se trata de una lectura legítima, de una lectura profunda, de una lectura, en fin, irrepetible, que cae fuera del dominio de la hermenéutica, aun cuando pudiera muy bien ser comunicada a través de un texto, con lo que pasaría entonces de nuevo a poder ser objeto de la hermenéutica.

Esta apropiación del texto en el propio devenir es, por lo demás, la lectura normal, la más consciente de la propia antropocidad. La lectura se convierte en un acto de comunicación íntima, de comunión con el texto. Este es el modo también como el ser humano se comunica con su entorno. Por ejemplo, la lectura, mientras viajamos por la autopista, de un número en una señal de tráfico con la velocidad máxima autorizada, no genera normalmente un proceso de "interpretación", sino de apropiación; es decir, se contextualiza en el devenir de la persona, por ejemplo la velocidad que lleva, y si ésta es superior a la máxima, le podrá recordar la última multa por exceso de velocidad. En cualquier caso, la lectura que tiene lugar es la que hemos denominado única en el preciso contexto del fluir del lector.

La hermenéutica se baja así del pedestal de otorgadora de significado que le concedía el discurso de la modernidad. Lo cual no implica, sin embargo, que el proceso hermenéutico no sea necesario. Todo lo contrario, adquiere ahora un valor pivotal en el diálogo entre las personas y, sobre todo, como ejemplificamos en capítulo más adelante, en las relaciones sociales. Se trata únicamente de una nueva hermenéutica que limita su función a hacer explícitas las codificaciones que gobiernan las estructuras que determinan nuestras relaciones. Consideremos ahora la otra categoría extrema en la que agrupamos cierto tipo de lectores. Nos referimos al lector especialista, al hermeneuta, al que se propone la explicación de un texto. Tracemos una línea que nos represente de un modo más gráfico esta relación:

O                                  C                                S

_____________________

Consideremos ahora el punto extremo "S" como el extremo de apropiación subjetiva del texto. Una situación semejante como las anotadas anteriormente, en las cuales el texto significa en la contextualización íntima, y con frecuencia irrepetible, en el lector. En el extremo "O" se colocaría la exteriorización extrema objetiva del texto: señalar, por ejemplo, el contexto que permite que los símbolos "10" y "X" signifiquen lo mismo en dos estructuras de numeración diferentes. En el punto "S" domina, pues, el mundo interior, el devenir individual, donde se contextualiza el texto. En el punto "O" colocamos la interpretación de texto que expresa de un modo extremo la proyección de la estructura, independiente del sujeto que la interpreta. En la práctica, lejos de las construcciones teóricas que hacen todo posible, las interpretaciones raramente se localizan en los extremos. En cualquier caso, en el proceso de nuestro análisis, que en definitiva se desarrolla en el ámbito de la reflexión teórica, vamos a considerar un tercer punto, "C", situado en un lugar intermedio entre el "O" y el "S". Del punto "C" hacia el "S" empiezan a importar menos los sistemas de codificación que controlan el signo. La lectura del texto se interioriza cada vez más en el sujeto que se comunica con el texto, hasta llegar a los casos extremos antes mencionados. Este es el ámbito de los lectores "normales"; es decir, del lector que lee un texto por iniciativa propia, sin un fin ulterior de comunicación con otros. La comunicación que busca este lector es cada vez más íntima según se aleja del punto "C" y se acerca al punto "S".

La lectura que se emplaza entre el punto "C" y el extremo "O", es una lectura que se realiza bajo objetivos que de un modo u otro implican una comunicación externa: la "interpretación" del texto para el consumo de otros. Según se aleja del punto "C", más se abstrae de la contextualización interna en la persona que efectúa la interpretación, más se convierte en un ejercicio hermenéutico de los distintos niveles de codificación, tanto en la proyección sincrónica como en la diacrónica. Visto el proceso hemenéutico de este modo, consideremos ahora cuatro posibles niveles de los innumerables implícitos en todo texto.

1) El nivel más elemental es aquel que consiste en hacer explícitas las normas de codificación elementales que van a posibilitar la comunicación escrita: la forma gráfica de las letras que forman las palabras del español o del árabe, la combinación de las letras según la estructura del idioma español o portugués, la estructura de la numeración arábiga o romana, la leyenda que rige la escala y los signos de un mapa, son todos ejemplos de las estructuras depositarias que la hermenéutica debe considerar en su nivel más elemental. En estos casos, la "explicación" se proyecta completamente objetivada. Es decir, puede y normalmente se efectúa sin interferencia del mundo interno de la persona que lleva a cabo la interpretación del texto: así la afirmación de que un texto está escrito de acuerdo a la estructura lexicográfica y sintáctica del idioma español o que las distancias en un mapa específico están representadas en millas.

2) Un nivel más complejo, pero próximo al anterior, corresponde al de las estructuras, también convencionales, que gobiernan la retórica de nuestras producciones escritas: la medida de los versos en español, las reglas de la rima consonante, la clasificación de los distintos tipos de narrador en la ficción, la retórica del ensayo o del texto filosófico, son otros tantos ejemplos de estructuras convencionales, externas al crítico. En estos casos basta con una descripción, pues se trata de estructuras simples de lo que antes hemos denominado narrativas lineales. Más adelante nos detendremos en las implicaciones de este tipo de estructura en la clasificación de los géneros en literatura.

3) El próximo nivel que nos interesa considerar, requiere una separación más frágil entre la convención precisa externa de los anteriores casos, y aquella más difícil de abstraerse de la contextualización personal. Usemos de nuevo dos ejemplos: A) cuando el especialista usa el término de "soneto", puede hacerlo independientemente de su interpretación del soneto como forma literaria; es decir, hace referencia a un poema con un número de versos precisos, agrupados en un número determinado de estrofas, que sigue también una estructura rigurosa en su rima (en el caso de variaciones de la regla común, éstas se explican con precisión). B) Cuando el especialista hace uso de los diversos matices del término "casta", entra ya en un terreno más difícil de deslindar. Se refiere por supuesto a una codificación convencional, pero que ahora necesita situarla en un espacio y un tiempo precisos, como pasos previos a cualquier análisis: la codificación del término en la estructura social de la India o en la de Europa implica contextos muy distintos; su ubicación en el siglo XVI español —tensión entre judíos, moros y cristianos— añade una dimensión muy precisa e incomprensible en el siglo XX. Se trata también en este nivel de codificaciones culturales insertas ellas mismas en su propia historicidad. En cualquier caso, la hermenéutica puede todavía aquí independizarse de la contextualización personal del crítico, aunque no pueda abstraerse de la que proyecta la historicidad implícita en el término. Es decir, puede hacer explícita la codificación del término mediante la investigación de su uso, por ejemplo, en el periodo concreto del texto donde se encuentra y cuyo significado se quiere interpretar; pero como, en definitiva, se trata de un concepto que se actualiza a través de matices difíciles de capturar en una relación convencional unívoca, queda siempre expuesto a la subjetividad de los contextos que sirven para su codificación y de la selección que el crítico haga de dichos contextos.

4) El próximo nivel que vamos a considerar implica siempre una contextualización que depende del hermeneuta: a) de sus objetivos; b) de su intuición crítica; c) de su percepción de lo que importa. Este es el verdadero proceso creador hermenéutico: de las innumerables estructuras codificadas en un texto, destacar en orden jerárquico aquéllas que comunican un contenido del mismo (explicitar las narrativas históricas implícitas o explícitas en el texto). Singularicemos las tres categorías anteriores, que por lo demás son sólo tres de las muchas posibles.

A) La que más se independiza del contexto del especialista es la que se determina a través de un objetivo explícito que va a justificar el análisis: una interpretación filológica de la novela Huasipungo, del ecuatoriano Jorge Icaza, por ejemplo, en lugar de una interpretación de la obra desde la retórica de la novela, o desde su contexto social. En el primer caso adquiere importancia primordial el uso peculiar lexicógrafo en el contexto del español y del quichua. En el segundo, el punto de vista de la narración, por ejemplo, se elevaría a primer plano, mientras que en el tercer caso, sería el contexto social del habitante de ascendencia precolombina en una sociedad que no ha superado su visión colonial del mundo. Lo que importa en cada caso es bien distinto. La obra (el texto) se pronuncia en cada ocasión de un modo diferente. El objetivo determina las tres lecturas que hemos apuntado: cada una legítima, cada una profunda, cada una diferente. El grado de independencia del contexto del hermeneuta lo provee la estructura externa —el sistema de códigos establecidos— que en cada caso fundamenta el análisis del texto: aplicación o transgresión de ciertos códigos filológicos; modos cómo sigue o añade a la retórica de la novela; cómo contextualiza las teorías sobre el imperialismo y luchas de clases, son ejemplos del distanciamiento a que nos referimos.

B) Cuando hablamos de intuición crítica, entramos ya en un campo donde se personaliza la interpretación, donde empieza a importar quién interpreta. Cualesquiera que sean los objetivos, la profundidad con que se exteriorice la complejidad de las estructuras implícitas en un texto particular, dependen de algo más que de la simple enumeración de posibles estructuras más o menos implícitas. Las estructuras simples, es decir, aquellas fijadas en su convencionalidad y aceptadas como tales (como en el ejemplo del soneto), son fáciles de reconocer, pero no aportan en sí significado. El pensamiento, las sensaciones, los sentimientos, tienen, es verdad, que exteriorizarse a través de estructuras existentes (el uso de la estructura del idioma español para articular una sensación), pero su codificación difícilmente llega a representar exactamente lo sentido. El hermeneuta tiene que asumir de nuevo la riqueza que el código sólo atrapa de modo implícito. Recordemos que incluso en estos casos, la intuición sirve en el proceso de la investigación; la interpretación, que recoge los resultados de esa investigación en el proceso de codificación, necesita basarse necesariamente en las estructuras, implícitas o explícitas, que la fundamentan. La intuición, pues, se manifiesta en el momento de "descubrir" dichas estructuras y en el proceso de asignarlas una posición de valor al pronunciar la obra. En ningún instante, sin embargo, puede la intuición, en el ejercicio hermenéutico, prescindir del proceso de expresar explícitamente las estructuras (procesos de codificación) que la fundamentan. Conviene recordar aquí que el crítico, al articular su discurso, su interpretación, se convierte en "autor" y que su intuición sólo se nos comunica a través de su capacidad para articularla; es decir, debemos mantener presente que en todo momento se trata de un cerrar/iniciar el círculo hemenéutico.

C) Con la "percepción de lo que importa" damos un paso más hacia la contextualización del texto en el crítico. La intuición termina, en definitiva, fundamentándose en estructuras que quizás en un principio pudieran parecer que no estaban presentes. La "percepción de lo que importa" requiere ya una contextualización en los valores (literarios, sociales, morales, etc.) del hermeneuta. Incluso en este caso, la interpretación nunca puede ser arbitraria ni excluyente: únicamente se articula el valor de la obra a través de las estructuras que se creen centrales. Lo que queda abierto en estas situaciones es la manipulación del texto a través del texto mismo. Es decir, se elevan a primer plano estructuras que para otro lector pudieran parecer secundarias: se contextualizan las estructuras entre sí para destacar una codificación implícita que va a fundamentar ahora la interpretación del texto que se proyecta como fundamental. Dentro de los innumerables matices posibles, nos referimos aquí, por ejemplo, a un análisis freudiano o marxista de Fortunata y Jacinta de Galdós. Pero incluso en este tipo de hermenéutica, la interpretación se ajusta a trazar la relevancia de una estructura establecida en la decodificación del texto objeto de interpretación.

La "percepción de lo que importa", según se aproxima al punto "C" (según se va interiorizando en el crítico que la articula), se aleja también más de estructuras preestablecidas; es decir, se va distanciando de aquellas estructuras identificadas ya con un proceso preciso de codificación, como las teorías freudianas o marxistas del ejemplo anterior. Me refiero, entre otras muchas posibles, a las estructuras que basan su discurso en complejos procesos que se codifican en la historicidad de nuestro devenir. Si bien hay códigos que muestran una extraordinaria resistencia a ser modificados (los símbolos de la "X" y del "10" en la numeración romana y arábiga, por ejemplo), lo común es que todo sistema, una vez "establecida" su fase de codificación, entre en un proceso de transformación (la ortografía del español del siglo XV y del XX). El mismo hecho de que me vea forzado a colocar el término "establecida" entre comillas, sirve para dar énfasis a la dimensión dinámica de las estructuras según se transforman los discursos axiológicos del estar que las fundamentan. Esta realidad puede dar lugar a un doble proceso de interpretación, el segundo de los cuales asume implícitamente el primero: a) codificación de una estructura a través de la historicidad de los sucesos; b) uso de dicha estructura para fundamentar la interpretación de un texto. Al primero de los casos correspondería, por ejemplo, la reinterpretación de la historia iberoamericana a través de los términos de "mestizaje" y "frontera" como categorías culturales; es decir, el hecho de ver la cultura iberoamericana en función del concepto de frontera: primero lugar de confrontación; después espacio de encuentro de la "civilización" y la "barbarie"; tierra de "nadie" donde la "civilización" (dependencia de un centro extraño) lucha contra la "barbarie" (realidad autóctona que se rechaza); un sentirse, en fin, marginado (desde la perspectiva política), periférico (alejados de los centros de cultura) y subdesarrollado (subordinado a decisiones económicas ajenas). El último ensayo de este volumen ("Mestizaje y frontera como categorías culturales iberoamericanas") ejemplifica la primera parte de ese proceso; en él se ve la cultura iberoamericana en función del concepto de frontera (sentirse ser marginado). La segunda parte del proceso sería la aplicación de dicha codificación cultural (sin señalarlo explícitamente) a la "lectura", por ejemplo, de la novela Cumandá o un drama entre salvajes, del ecuatoriano Juan León Mera, y proyectar como lectura relevante de la novela la falta de conciencia nacional implícita en su texto. Hemos colocado "sin señalarlo explícitamente" para apuntar el subjetivismo implícito en esta aproximación hemenéutica. Cuando el proceso de codificación de un sistema es explícito (las teorías freudianas y marxistas, que venimos usando como ejemplo), el código se objetiva al convertirlo en algo "convencional"; es decir, como punto de vista reconocible y verificable, independiente de su origen y de su validez.

Los niveles del proceso hermenéutico que hemos desarrollado hasta aquí, no pretenden enunciar una clasificación, sino matizar el contenido y objetivo de la hermenéutica en el discurso antrópico. También nos proporcionan la base necesaria para aproximarnos a la pregunta sobre la función de los géneros en literatura. No nos interesa ahora su estudio, sino más bien buscamos deslindar su lugar en el nuevo proceso hermenéutico. Además, dentro del discurso que venimos desarrollando en estas páginas, resulta ahora obvio que la pregunta sobre si una obra de ficción es o no novela, pertenece en el mejor de los casos al proceso de establecer una codificación retórica del género, aun cuando con frecuencia su valor quede relegado al de un simple ejercicio teórico propio de los encuentros académicos entre especialistas. Es decir, no afecta al contenido sino al continente. Y como esta afirmación ha de resultar radical en ciertos sectores del mundo académico, vamos a desarrollarla a través de dos géneros precisos: el que asociamos con la lectura de una novela y el que correspondería a la de un texto de filosofía. Pero conviene antes señalar que nos referimos ahora a niveles complejos del acto hermenéutico, o sea, a lo que venimos denominando "la lectura para el consumo de otros". Fuera de este proceso hemenéutico, es obvio que los géneros imponen una forma y que la forma, como señalamos a continuación, aporta ya un contenido: la perspectiva bajo la cual el lector se aproxima a la lectura.

Hemos hablado del género "que asociamos con la lectura de una novela" y con ello queremos hacer referencia a que afecta a los tres procesos en la comunicación: al autor, al texto, al lector. Cuando hablamos de una novela, implícitamente nos referimos a un texto que se ajusta a una estructura convencional con un proceso de codificación más o menos explícito. Vamos a denominar a este proceso la retórica de la novela. Cuando una persona decide comunicarse a través de una obra de ficción, ha aceptado implícitamente una forma de codificar su pensamiento que difiere de la que habría usado de pretender comunicarse a través de la poesía o del teatro. Por ejemplo, en el caso de una novela, ni el autor ni el lector necesitan justificar o justificación del mundo ficticio que se crea: el acto de escribir una novela y de leer una novela, lleva ya implícita la aceptación de la retórica de la novela (la escritura y la lectura del texto bajo la clave de la novela). La importancia de este proceso de codificación varía, por supuesto de unas obras a otras, pero se diferencia poco del que supone codificar un pensamiento en la estructura del idioma español o inglés. En otras palabras, una vez que identificamos que un texto está escrito en español, procedemos a su lectura asumiendo una codificación que sólo en raras ocasiones nos confronta el texto con el código (una palabra nueva, una expresión que desconocemos, una construcción que rompe las reglas del sistema, son ejemplos de estos instantes).

Algo semejante sucede cuando Unamuno emplea el término "nivola" para referirse a su obra Niebla. La simple modificación de la palabra nos confronta con la retórica de la novela que asumíamos antes sin cuestionar. Unamuno busca precisamente ese conflicto; quiere que la retórica de la novela contextualice su pensamiento, pero desea que el texto la supere. Es decir, por una parte aspira a que aceptemos su mundo ficticio, pero una vez que esto se consigue, le interesa que su personaje, Augusto Pérez, adquiera una dimensión de carne y hueso, que su problemática sea nuestra problemática, que salgamos de la comodidad que supone aceptar un mundo ficticio que no se cuestiona, al ruedo de la reflexión filosófica sobre la realidad humana. Un simple juego de palabras basta en este caso para romper con la retórica de la novela y releer el texto bajo clave filosófica. Unamuno yuxtapone de hecho en esta obra ambas retóricas: novela y filosofía. Augusto Pérez, personaje "plano" desde la retórica de la novela, por carecer de desarrollo psicológico, emerge con fuerza individual, desde la retórica de la filosofía, al cuestionar su realidad, la de su autor y, en definitiva, nuestra propia realidad humana.

Este ejemplo (por lo demás harto frecuente en la historia de las letras), sirve bien para deslindar el contenido, de su proceso de codificación. El pensamiento de Unamuno impregna todos sus escritos, aun cuando el Unamuno autor codifique dicho pensamiento de acuerdo a diferentes claves retóricas (novela, ensayo, poesía). La "lectura" de un texto, por tanto, puede efectuarse en el entorno que proporciona la retórica en que se exterioriza, pero en ningún caso está limitada por dicho entorno. Podemos incluso decir que la labor del hermeneuta reside precisamente en superar la codificación retórica; la retórica del género es el camino, el medio convencional, que facilita el diálogo, pero que no debe confundirse con el mensaje, con el contenido de lo que se desea expresar.

Siempre han existido ciertas obras límites que se niegan a ser encasilladas dentro de los esquemas de una retórica particular establecida. Este sería el caso, por ejemplo, de Historia de una pasión argentina, de Eduardo Mallea. No es novela ni ensayo ni tratado filosófico, en el sentido de seguir en su estructura la retórica establecida en cada uno de ellos. Pero en su desarrollo, el texto se codifica según elementos que pertenecen a cada uno de esos tres modos de expresión. El lector se ve forzado constantemente a decidir la clave bajo la cual efectúa la lectura. El crítico tradicional, ante esta obra, se sentía en la necesidad de encasillarla como paso previo imprescindible a su "lectura", tal era la aporía de la modernidad. Una hermenéutica que parta de un discurso antrópico, considerará la cuestión del género únicamente como uno de sus temas de investigación, pero que en realidad será secundario a los contenidos codificados en el texto. La cuestión del género refiere, pues, a los procesos de codificación de una estructura, y que por lo mismo puede ser marginal al texto que se interpreta. En otras palabras, los "valores" literarios o filosóficos de Historia de una pasión argentina, no dependen de que su autor haya usado en la articulación de su pensamiento la codificación retórica del ensayo, de la novela, o de la filosofía.

El discurso antrópico, pues, asume los géneros en literatura desglosando la forma (retórica), del contenido (discurso que se articula). El substantivo sirve para demarcar el proceso retórico: poesía, novela, ensayo, filosofía, teatro… El adjetivo, sin embargo, queda ahora desplazado; su relación con el substantivo no es directa sino circunstancial: poética puede ser una novela o una obra de filosofía; el discurso filosófico de una novela puede ser más profundo que el de una obra de filosofía; es decir, con filosofía denotamos una estructura retórica, una exteriorización formal, propia de un gremio y que, como todo género literario, posee una expresión sincrónica (procesos de codificación que gobiernan el género en un momento dado), y también un desarrollo diacrónico, que comúnmente se articula a través de las historias del género. Así, por ejemplo, el vocabulario técnico o la integración de las referencias, así también la adopción o la transformación o el diálogo con las formas retóricas legadas por la tradición del género, o las transgresiones que luego se incorporan en su retórica.

En el discurso antrópico la pregunta fundamental deja de ser si Unamuno o Mallea eran filósofos, novelistas o ensayistas. Los términos de filósofo, novelista o ensayista resultan ambiguos, ya que hacen referencia, como indicamos anteriormente, a dos campos conceptuales: al de la retórica y al del contenido. Lo que la hermenéutica va a indagar ahora con preferencia, es en qué consistía y cómo articularon Unamuno y Mallea su discurso, y con ello nos referimos a los procesos de contextualización expresados anteriormente. Es legítima, eso sí, la pregunta sobre la retórica que Unamuno o Mallea usan para articular sus ideas. La resistencia, todavía presente en la actualidad, a separar la retórica propia de los diversos géneros, del contenido que a través de ellos se puede expresar, es un resabio del dualismo metafísico platónico. Desde Kant y sobre todo desde Nietzsche, se ha superado ya en la reflexión teórica el considerar la literatura como lenguaje de la ficción y la filosofía como lenguaje de la verdad. Pero todavía persiste asociar la filosofía con la razón y la literatura con la imaginación; todavía es común considerar que el medio propio de la filosofía es el concepto. Tanto la "imaginación" como el "concepto" nos remiten al contenido codificado en un texto, no al modo cómo se llevó a cabo dicha codificación. Una vez dicho esto, conviene hacer hincapié de nuevo en que la retórica de los géneros, de forma muy semejante al idioma en que se escribe un texto, es un campo de complicidad entre el autor y el lector. La expresión coloquial de "vamos a leer una novela o un poema," lleva implícita todo un proceso de codificación que comparten autor y lector, y que de modo muy superficial, pero eficaz, pregona la forma en que se articula un texto. Cuando un autor escoge la retórica de un género literario para articular su pensamiento, lo hace inspirado tanto por el objetivo de lo que quiere comunicar, como por el modo cómo lo quiere comunicar. Me refiero a que el autor puede pretender sólo comunicar, por ejemplo, un mundo ficticio (como tantas novelas "policíacas" o del "oeste"), o por el contrario, puede que la retórica de la ficción sea únicamente un ropaje externo con el que busca maximizar la repercusión del pensamiento que quiere transmitir (por ejemplo, 1984 de George Orwell).

La primacía que goza en la actualidad la lectura ensayística (la que presupone la retórica del ensayo), reside precisamente en que siempre tuvo como centro de su razón de ser la reflexión, el diálogo, la comunicación con el "otro". Es decir, en el contexto de los géneros literarios, el ensayo ha sido el más próximo al discurso antrópico. Tanto para el autor como para el lector de ensayos, la codificación de las ideas en estructuras depositarias fue siempre el medio; el objetivo era la reflexión y el diálogo. La misma retórica del ensayo ensalza la subordinación del proceso al contenido: no importa que el ensayo trate su tema de un modo más o menos exhaustivo, ni que sea metódico en la estructura externa bajo la cual articula su discurso, ni que posea riqueza de referencias; importa que se proponga dialogar, que se transmitan convicciones propias, que transparente una confesión intelectual, que imprima cierta sensación de espontaneidad (de ahí la falta de estructura externa y frecuentes digresiones).

 

Notas

  1. Ernst Cassirer, An Essay on Man. An Introduction to a Philosophy of Human Culture. (New York: Anchor Books, 1944).
  2. Puesto que a lo largo de estas reflexiones vamos a usar repetidas veces el término "depositario", conviene desde ahora puntualizar el sentido que nosotros le conferimos (más adelante desarrollamos una contextualización más compleja del término). Inspirado en la lectura de Paulo Freire (Pedagogía del oprimido), "depositario" es todo aquello que se entrega/recibe sin reflexión. En este sentido puede ser "depositaria" la comunicación del nombre de un río en dimensión denotativa (Amazonas); la codificación de una estructura (reglas ortográficas del español); o toda afirmación que se articula con pretensión de transcender su ineludible contextualización (las novelas que integran el canon de la literatura "universal" del siglo XIX). También es "depositario" un sistema de educación basado en la memorización: acto de depositar datos en el educando sin exigir, o incluso obstaculizando, el proceso reflexivo. En este sentido es igualmente depositario el discurso de la modernidad cuando pretende que su verdad transcienda el contexto que la hizo posible.
  3. . Benito Jerónimo Feijoo, Teatro crítico universal (Madrid: Castalia: 1986). Las citas que siguen pertenecen a esta edición.
  4. . "A work can become modern only if it is first postmodern. Postmodernism thus understood is not modernism at its end but in the nascent state, and this state is constant", Jean-François Lyotard, "Answering the Question: What is Postmodernism?", from I. Hassan and S. Hassan, Eds. Innovation/Renovation (Madison: University of Wisconsin Press, 1983), pp. 238-239.
  5. Octavio Paz, "La búsqueda del presente", Inti. Revista de Literatura Hispánica 32-33 (1990): 3-12. Se trata de su discurso ante la Academia Sueca. Las citas que siguen provienen de este texto.
  6. Un estudio fundamental a este propósito es el de Nancy M. Kason, Borges y la posmodernidad (México: UNAM, 1994).
  7. Jorge Luis Borges, Ficciones (Buenos Aires: Emecé, 1958), pág. 86. Todas las citas que siguen provienen de esta edición.
  8. . Leopoldo Zea, La filosofía americana como filosofía sin más (México: Siglo XXI, 1969), p. 13. Leopoldo Zea se refiere a la polémica entre el Padre Las Casas y Sepúlveda sobre la naturaleza del habitante recién descubierto en el continente americano.
  9. "The absence of the transcendental signified extends the domain and the interplay of signification ad infinitum". Jacques Derrida, "Structure, Sign, and Play in the Discourse of the Human Sciences", Richard Macksey and Eugenio Donato, Eds. The Languages of Criticism and the Sciences of Man (Baltimore: John Hopkins Press, 1970), p. 249.
  10. "... but I don't see why I should renounce or why anyone should renounce the radicality of a critical work under the pretext that it risks the sterilization of science, humanity, progress, the origin of meaning, etc. I believe that the risk of sterility and of sterilization has always been the price of lucidity", p. 271.
  11. . "The idea of the unifying unity of the human condition has always had on me the effect of a scandalous lie", Jacques Lacan, "Of Structure as an Inmixing of an Otherness Prerequisite to Any Subject Whatever", Richard Macksey and Eugenio Donato, Eds. The Languages of Criticism and the Sciences of Man (Baltimore: John Hopkins Press, 1970), p. 190.
  12. . "Life goes down the river, from time to time touching a bank, staying for a while here and there, without understanding anything--and it is the principle of analysis that nobody understands anything of what happens", Jacques Lacan, p. 190.
  13. "Nineteenth-Century systematic hermeneutics —of the Comtian, Hegelian, Marxist, and so on, varieties— was concerned to ‘explain’ the past; classical philological hermeneutics, to ‘reconstruct’ it; and modern, post-Saussurian hermeneutics, usually laced with a good dose of Nietzsche, to ‘interpret’ it. The differences between these notions of explanations, recontruction, and interpretation are more specific than generic, since any one of them contains elements of the others". Hayden White, The Content of the Form. Narrative Discourse and Historical Representation (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1987), p. 188.
  14. Eduardo Galeano. Las venas abiertas de América Latina, México: Siglo Veintiuno, 1983.
  15. Eugenio María de Hostos. La peregrinación de Bayoán. Diario recogido por Eugenio María de Hostos. Obras completas. Vol. I (Puerto Rico: Ediciones del Instituto de Cultura Puertorriqueño, 1988).
  16. Con el término "retórica" hacemos referencia a la poética, a las reglas más o menos libremente establecidas, que gobiernan la estructura formal de los géneros en literatura. La retórica del cuento la constituyen aquellas características formales que hacen que reconozcamos un texto escrito como un cuento, en lugar de considerarlo un poema, una pieza de teatro, una epístola, un tratado de filosofía o un ensayo. Aun cuando en las páginas que siguen nos referimos al discurso literario, la retórica tiene manifestaciones establecidas en todo campo de comunicación que posea una forma convencionalmente reconocida: el discurso político, el discurso de compra y venta, el discurso religioso, son apenas unos ejemplos de lo que denominamos códigos formales o retóricos de un discurso.
  17. Véase a este propósito las reflexiones, tan pertinentes, de Tzvetan Todorov en su obra Les genres du discours (1978).
  18. Pedro Chamizo ha escrito un detenido análisis de este poema de Machado, donde paso por paso explora distintas posibles lecturas según la profundidad en los implícitos niveles de contextualización en el texto del poema. Pedro Chamizo, "Eufemismo y metáfora: ambigüedad y suposición," Filosofía y literatura en el mundo hispánico (Salamanca: Universidad de Salamanca, 1997), pp. 127-145.
  19. Noe Jitrik, Lectura y cultura, México: UNAM, 1987.
  20. Stanley Fish, "Is There a Text in This Class?" Falling into Theory, David H. Richter, ed. (Boston: Bedford Books, 1994), "In literary criticism this means that no interpretation can be said to be better or worse than any other, and in the classroom this means that we have no answer to the student who says my interpretation is as valid as yours." (234-235).

José Luis Gómez-Martínez
Actualizado: julio 1999.

 

[Ficha bibliográfica: José Luis Gómez-Martínez. "El discurso antrópico y su hermenéutica". Más allá de la pos-modernidad. El discurso antrópico y su praxis en la cultura iberoamericana. Madrid: Mileto, 1999: 23-104. Una primera versión, más breve, de este estudio se publicó en Cuadernos Salmantinos de Filosofía 22 (1995): 283-313.]

 

© José Luis Gómez-Martínez
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