"La pereza"
(Gustavo Adolfo Bécquer)
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La pereza dicen que es don
de los inmortales: en efecto, en esa serena y olímpica quietud de
los perezosos de pura raza hay algo que les da cierta semejanza con
los dioses.
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El trabajo aseguran que
santifica al hombre: de aquí sin duda el adagio popular que dice:
“A Dios rogando y con el mazo
dando”. Yo tengo, no obstante, mis ideas particulares
sobre este punto. Creo, en efecto, que se puede recitar una
jaculatoria, mientras se echan los bofes golpeando un yunque; pero
la verdadera oración, esa oración sin palabras que nos pone en
contacto con el Ser Supremo por medio de la idea mística, no puede
existir sin tener a la pereza por base.
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La pereza, pues, no sólo
ennoblece al hombre porque le da cierta semejanza con los
privilegiados seres que gozan de la inmortalidad, sino que, después
de tanto como contra ella se declama, es seguramente uno de los
mejores caminos para irse al cielo.
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La pereza es una deidad a
que rinden culto infinitos adoradores; pero su religión es una
religión silenciosa y práctica: sus sacerdotes la predican con el
ejemplo; la naturaleza misma en sus días de sol y suave temperatura
contribuye a propagarla y extenderla con una persuasión
irresistible.
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Es cosa sabida que la
bienaventuranza de los justos es una felicidad inmensa, que no
acertamos a comprender ni a definir de una manera satisfactoria. La
inteligencia del hombre, embotada por su contacto con la materia, no
concibe lo puramente espiritual, y esto ha sido la causa de que cada
uno se represente el cielo, no tal cual es, sino tal como quisiera
que fuese.
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Yo lo sueño con la quietud
absoluta, como primer elemento de goce: el vacío al rededor, el alma
despojada de dos de sus tres facultades, la voluntad y la memoria, y
el entendimiento, esto es, el espíritu, reconcentrado en sí mismo,
gozando en contemplarse y en sentirse.
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Ésta es la razón por la
que no estoy conforme con el poeta que ha dicho:
¡Heureux
les morts, éternels paresseux! [¡Felices los muertos, eternos perezosos!]
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Esa pereza eterna del
cadáver, cómodamente tendido sobre la tierra blanda y removida de la
sepultura, no me disgusta del todo; sería tal vez mi bello ideal, si
en la muerte pudiera tener la conciencia de mi reposo. ¿Será que el
alma desasida de la materia vendrá a cernerse sobre la tumba,
gozándose en la tranquilidad del cuerpo que la ha alojado en el
mundo?
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Si fuera así,
decididamente me haría partidario del tan repetido y manoseado
“reposo de la tumba”, tema favorito de los poetas elegíacos y
llorones, y aspiración constante de las almas superiores y no comprendidas. Pero... ¡la muerte! “¿Quién sabe lo que hay detrás
de la muerte?” —pregunta Hamlet en su famoso monólogo, sin que nadie
le haya contestado todavía. Volvamos, pues, a la pereza de la vida,
que es lo más positivo.
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La mejor prueba de que la
pereza es una aspiración instintiva del hombre, y uno de sus mayores bienes, es que, tal como está organizado este pícaro mundo, no puede
practicarse, o al menos su práctica es tan peligrosa, que siempre
ofrece por perspectiva el hospital. Y que el mundo tal como lo
conocemos hoy, es la antítesis completa del paraíso de nuestros
primeros padres, también es cosa que por lo evidente no necesita
demostración. Sin embargo, el cielo, la luz, el aire, los bosques,
los ríos, las flores, las montañas, la creación, en fin, todo nos
dice que subsiste la pereza. ¿Dónde está la variación? El hombre ha
comido la fruta prohibida; ha deseado saber: ya no tiene derecho a
ser perezoso.
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—¡Trabaja, muévete,
agítate para comer! Esto es tan horrible como si nos dijeran: —¡Da a
esa bomba, suda, afánate para coger el aire que has de respirar!
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Cuántas veces, pensando en
el bien perdido por la falta de nuestros primeros padres, he dicho
en el fondo de mi alma, parodiando a Don Quijote en su célebre
discurso sobre la edad de oro: —¡Dichosa
edad, y dichosos tiempos aquellos en que el hombre no conocía el
tiempo, porque no conocía la muerte, e inmóvil y tranquilo gozaba de
la voluptuosidad de la pereza en toda la plenitud de sus facultades!
—Caímos del trono en que Dios nos había sentado; ya no
somos los señores de la creación, sino una parte de ella, una rueda
de la gran máquina, más o menos importante, pero rueda al fin, y
condenada por lo tanto a voltear y a engranarnos con otras, gimiendo
y rechinando, y queriéndonos resistir contra nuestro inexorable
destino. Algunas veces la pereza, esa deidad celeste, primera amiga
del hombre feliz, pasa a nuestro lado y nos envuelve en la suave
atmósfera de languidez que la rodea, y se sienta con nosotros y nos
habla ese idioma divino de la transmisión de las ideas por el
fluido, en el que no se necesita ni aun tomarse el trabajo de
remover los labios para articular palabras. Yo la he visto muchas
veces flotar sobre mí, y arrancarme al mundo de la actividad, en que
tan mal me encuentro. Mas su paso por la tierra es siempre
ligerísimo; nos trae el perfume de la bienaventuranza, para hacernos
sentir mejor su ausencia. ¡Qué casta, qué misteriosa, qué llena de
dulce pudor es siempre la pereza del hombre!
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Ved la actividad,
corriendo por el mundo, como una bacante desmelenada, dando una
forma material y grosera a sus ideas y a sus ensueños; ved el
mercado público cotizándolos, vendiéndolos a precio de oro. Santas
ilusiones, sensaciones purísimas, fantasías locas, ideas extrañas,
todos los misterios hijos del espíritu, son, apenas nacen, cogidos
por la materia, su estúpido consocio, y expuestas desnudas,
temblorosas y avergonzadas, a los ojos de la multitud ignorante.
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Yo quisiera pensar para mí
y gozar con mis alegrías, y llorar con mis dolores, adormecido en
los brazos de la pereza, y no tener necesidad de divertir a nadie
con la relación de mis pensamientos y mis sensaciones más secretas y
escondidas.
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Vamos de una eternidad de
reposo pasado a otra eternidad futura por un puente, que no otra
cosa es la vida: ¡A qué agitarnos en él con la ilusión de que
hacemos algo agitándonos!
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Yo he visto con el
microscopio una gota de agua, y en ella esos insectos apenas
perceptibles, cuya existencia es tan breve que en una hora viven
cinco o seis generaciones, y he dicho al mirarlos moverse: —¿Si
creerá ese bichejo que hace alguna cosa? Para afanarnos
en el mundo, sería menester que nos pusiesen una montera que nos
tapara el cielo, de modo que la comparación con su inmensidad no
hiciera tan sensible nuestra pequeñez. Yo quiero ser consecuente con
mi pasado y mi futuro probables, y atravesar ese puente de la vida,
echado sobre dos eternidades, lo más tranquilamente posible. Yo
quiero... pero quiero tantas cosas que sólo con enumerarlas podría
hacer un artículo largo como de aquí a mañana, y no es éste
seguramente mi propósito.
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Aún me acuerdo de que en
una ocasión, sentado en una eminencia, desde la que se dilataba ante mis ojos un inmenso y reposado horizonte, llena mi alma de una
voluptuosidad tranquila y suave, inmóvil como las rocas que se
alzaban a mi alrededor y de las cuales creía yo ser una, una [roca]
que pensaba y sentía como yo creo que sentirán y acaso pensarán
todas las cosas de la tierra, comprendí de tal modo el placer de la
quietud y la inmovilidad perpetua, la suprema pereza tal y tan
acabada como la soñamos los perezosos, que resolví escribirle una
oda y cantar sus placeres, desconocidos de la inquieta multitud.
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Ya estaba decidido; pero
al ir a moverme para hacerlo, pensé, y pensé muy bien, que el mejor
himno a la pereza es el que no se ha escrito ni se escribirá nunca.
El hombre capaz de intentarlo se pondría en contradicción con sus
ideas. Y no lo escribí. En este instante me acuerdo de lo que pensé
ese día: pensaba extenderme en elogio de la pereza, a fin de hacer
prosélitos para su religión. ¿Pero cómo he de convencer con la
palabra, si la desvirtúo con el ejemplo? ¿Cómo ensalzar la pereza
trabajando? Imposible.
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La mejor prueba de mi
firmeza en las creencias que profeso es poner aquí punto y acostarme.
¡Lástima que no escriba esto sentado ya en la cama! ¡No tendría más
que recostar la cabeza, abrir la mano y dejar caer la pluma!
Reflexiones
para una lectura de "La pereza".
[Fuente:
Gustavo Adolfo Bécquer. Obras. Tomo II. Madrid: Imprenta de
T. Fontaner, 1871, p. 135-140.]
Proyecto Ensayo Hispánico
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