Arturo Ardao
  

 

"AGRADECIMIENTO"

Ante todo, nuestro más profundo agradecimiento a las autoridades de la Ciudad de Buenos Aires, y a los colegas del Corredor de las Ideas del Cono Sur -con acento, en el acto de hoy, en los colegas argentinos- por la tan generosa distinción que han querido dispensarme. Distinción tanto más honrosa, cuanto que es compartida con el querido Maestro Arturo Andrés Roig, fraterno compañero de afanes y tareas, a lo largo de medio siglo.

La verdad es que, siendo muy grande mi gratitud por el actual noble gesto, se retrotrae ella en el tiempo, hasta confundirse en una sola, con la que he guardado siempre por todo lo que debo al pensamiento argentino, a los pensadores argentinos. Si bien en diversas ocasiones, de una manera u otra, le he dado expresión bajo tal o cual de sus aspectos, siento ahora la necesidad -o la obligación- de volver sobre ella para abarcarla en su conjunto.

El punto de partida no es otro que el de nuestra personal iniciación en la Historia de las Ideas, en los últimos años de la década del 30, en estrecha relación con el también comienzo de nuestra vocacional dedicación a la filosofía, a cuya docencia nos incorporamos en 1941. Por supuesto, inevitable fue la diversidad de influencias, propia de todo período de formación, destacándose en lo más inmediato, para nosotros, la de nuestro Vaz Ferreira. Pero ya, en ese período inicial, determinante vino a resultarnos la atracción de la historia del pensamiento filosófico nacional y latinoamericano, como indispensable condición de la autenticidad e independencia de uno y otro.

En el Uruguay, tal historia era entonces inexistente por completo. Y es en esas circunstancias que dos grandes obras argentinas, de muy reciente publicación entonces se convirtieron en decisivas para toda una dominante dirección de nuestro destino personal en el campo de los estudios filosóficos. En 1977, en un Congreso continental de filosofía, reconstruyendo la historiografía de las ideas en América Latina, evocamos a cierta altura, los varios trabajos de Alejandro Korn y José Ingenieros, sobre evolución de las ideas filosóficas en la Argentina, aparecidos en revistas en la década del 10. Esos trabajos, junto a otros inéditos, iban a constituir después, diversos capítulos de sendas obras póstumas de estos autores: Influencias filosóficas en la evolución nacional, de Korn, en 1936; La evolución de las ideas argentinas, de Ingenieros, en 1937. Al hacer su mención, comentábamos:

“Las obras de Ingenieros y Korn estimularon grandemente, en aquellos últimos años de la década del 30, las investigaciones de historia de las ideas, en particular las filosóficas, en la Argentina y el Uruguay.” A lo que añadíamos: “Como testimonio personal, recuerda el que esto escribe la sugestión recibida en esos años de las mencionadas obras de ambos maestros”.

Dicho eso en 1977, no podemos menos que recordar igualmente, aquí, que en 1988, en intercambio amistoso con un joven compatriota, reiteramos lo que en la ocasión llamábamos “doble sentimiento de deuda y gratitud” con el pionero movimiento historiográfico argentino, de las ideas, desde sus orígenes en Korn e Ingenieros. Y puntualizábamos: “Repaso las referencias bibliográficas de mi primer volumen, que recopilaba trabajos de 1939 a 1945, y entre otros diversos argentinos, repetidas veces aparecen Korn e Ingenieros; y hasta, en ocasiones, ocurre que sólo ellos dos figuran reunidos en una misma nota.”

Precedidos y seguidos por estudios monográficos de distintos autores que también citábamos, (como Raúl Orgaz, Enrique Martínez Paz, Rómulo D. Carbia, Coriolano Alberini, Delfina Varela Domínguez de Ghioldi, Jorge R. Zamudio Silva, José A. Oria, Mariano de Vedia y Mitre, Alberto Palcos), aquellos títulos de Korn e Ingenieros, de 1936 y 1937, influyentes desde sus anticipaciones de la década del 10, aspiraban -por incompletos que ellos mismos fueran- a una visión histórica de conjunto del solo pensamiento argentino; sin perjuicio -no dejemos de apuntarlo- de asomarse, uno y otro autor, a referencias continentalistas, devotos, como ambos fueron, de la comunidad cultural latinoamericana.

Ingenieros fundó en 1925, una “Unión Latinoamericana”, después de haber recibido a Vasconcelos en Buenos Aires, en 1922, con un discurso publicado con el título de “Por la Unión Latinoamericana”. Tiene al comienzo una hermosa y puntual página sobre la evolución de las ideas filosóficas en México, a partir de la escolástica colonial. Página preciosa, además (aunque olvidada), para documentar el expreso pasaje de Ingenieros, del a su juicio, entonces caduco “ciclo del positivismo”, al “idealismo” axiológico, tal como en América Latina se le entendió en la época. Concluía en ese pasaje: “De esas corrientes idealistas, no unificadas en un cuerpo de doctrina, es José Vasconcelos un exponente integral; por eso acudimos a reunirnos en torno suyo, viva encarnación de esta generación mexicana que merece la simpatía de nuestra América Latina.”

A su vez, Korn se sintió profundamente seducido por el montevideano programa, americanista tanto como nacionalista, de Alberdi, en 1840, exhumado por Ingenieros. En 1925, en sus Nuevas Bases, le fue grato reproducir, haciéndolos suyos (como volvería a hacerlo años después), pasajes americanistas de Alberdi, como éstos: “Hemos nombrado la filosofía americana, y es preciso que hagamos ver que ella puede existir. (...) De la Babel, del caos, saldrá algún día, brillante y nítida, la nacionalidad sudamericana.”

Pero, el directo enfoque continentalista no faltó tampoco en aquel excepcional período de la historiografía filosófica argentina. Lo llevaron a cabo: -Aníbal Sánchez Reulet, del círculo de Korn, en 1936, con un Panorama de las ideas filosóficas en Hispanoamérica, que viera la luz en Madrid, contribuyendo grandemente a su difusión el comentario que en Buenos Aires le dedicara Pedro Henríquez Ureña; -Francisco Romero, en dos momentos: en 1940, con la creación de la “Cátedra Alejandro Korn”, riguroso primer “Centro” (como la llamara él mismo), continental, de Historia de las Ideas en nuestra América, y en 1942, con el ensayo “Tendencias contemporáneas en el pensamiento hispanoamericano”; en fin, -Risieri Frondizi, en 1943, con su “Panorama de la filosofía latinoamericana contemporánea” (trabajo que entendemos ser el primero, en todo el continente, en aplicar -a nivel de título- a nuestra filosofía, la adjetivación de latinoamericana.

Sánchez Reulet, Romero, Frondizi: tres argentinos a quienes tuvimos el privilegio y el honor de tratar, prácticamente desde la primera hora, en afectiva relación personal, tan prolongada como fecunda para nosotros.

Los episodios protagonizados por ellos, de 1936 a 1943 -continuación que fueran de las obras de Korn e Ingenieros- configuraron un movimiento historiográfico verdaderamente pionero, en tanto que continentalista. No menos que continuidad, hubo correlación. Gran eje, en lo cronológico y en lo doctrinario, la “Cátedra Alejandro Korn”. Decía Romero en la página final de su citado escrito de 1942: “La vocación filosófica de Iberoamérica es notoria, aunque sólo ahora empieza a tomar conciencia de sí; numerosas expresiones de ella surgen independientemente unas de otras por todo el vasto territorio continental e insular, mostrando con la espontaneidad de su aparición, la autenticidad del interés y su íntima necesidad (...) nuestros países viven incomunicados (...) Sólo en los últimos años se inicia una resuelta acción de intercambio y de mutuo conocimiento conscientemente planeado, uno de cuyos órganos ha sido la Cátedra Alejandro Korn del Colegio Libre de Estudios Superiores, de Buenos Aires”

No olvidamos, por supuesto, el notable paralelismo, en más de un aspecto, con lo que en aquellos mismos años se iniciaba en México. En el preciso 1940 en que la “Cátedra Alejandro Korn” se creaba, el gran maestro español José Gaos, entonces “transterrado” como prefería decir, fundó un encumbrado “Seminario de Tesis”, de similares propósitos de Historia de las Ideas, en lo nacional mexicano tanto como en lo continental. Seminario del que surgieran la personalidad y la obra señeras de Leopoldo Zea, el gran coordinador, a partir de un histórico viaje al Sur en 1945-1946, de todos los movimientos de Historia de las Ideas, formalizados en aquellos años en casi todos los países de nuestra América. Muy en especial -por principales- los de Argentina y México, bajo los respectivos memorables magisterios de Francisco Romero y José Gaos.

En el volumen colectivo de homenaje, Francisco Romero, Maestro de la filosofía latinoamericana (Caracas, 1983), sin dejar de rendir tributo, como en tantos otros lugares, a su directo Maestro Gaos, escribió Zea: “Fue en 1945 que, personalmente, me encontré con Francisco Romero, apenas llegado a Buenos Aires. La Argentina era el primer país que visitaba. (...) A Romero le conocía ya a través de esa asidua correspondencia que le convertía en el guía y conductor del filosofar en Latinoamérica. (...) Ponderaba mi viaje y los motivos del mismo. Había que historiar, que recoger, que hacer memorias del largo camino de la filosofía en Latinoamérica. (...) Bajo su guía empecé mi labor (...) En la continuación de mi viaje por esta parte del continente, sus cartas, que anticipaban siempre mi llegada, me abrían puertas, y con las puertas, amistades que acabarían siendo entrañables y colaborarían en la vertebración de esa normalidad.”

Por nuestra parte, el reconocimiento de ese aspecto de Romero lo hemos hecho más de una vez, con especial destaque de todo lo que en lo personal le debemos. Justamente en la época en que colaborábamos con el querido Gabriel del Mazo (concurriendo a su vieja casa de la calle Sarmiento), en la preparación de su voluminosa obra La Reforma Universitaria, tuvo éste la feliz inspiración de vincularnos. Fue así que, ya en 1941, nos enviaba Romero sus siempre estimulantes escritos y cartas, iniciando una correspondencia, con toda asiduidad mantenida hasta el final de sus días, a la vez que matizada con encuentros personales en Martínez y en Montevideo. Pudimos así escribir a la hora de su muerte en 1962:

“Para algunos, aquí, el duelo americano por la muerte de Romero se dobla en emoción con el de la pérdida de quien, borrando generosamente distancias intelectuales, se había convertido en casi un compañero de tareas. Aquel fervor, aquella amplitud con que allá por 1940 encaró su misión de propulsor de las actividades filosóficas en el continente, desde la “Cátedra Alejandro Korn” del Colegio Libre de Estudios Superiores, no hacían más que intensificarse cuanto más entraba en edad.”

Expresábamos así, entonces, nuestra personal deuda con Romero. Pero al reiterarla ahora, no podemos dejar de mencionar la que al mismo tiempo declarábamos ser deuda del propio Uruguay. Decíamos también en aquella ocasión: “El Uruguay ocupaba un sitio privilegiado en sus preocupaciones, por la devoción que profesaba a Vaz Ferreira (...), a quien no sólo asociaba habitualmente a Korn al recordar a éste, sino, además, editaba y difundía con profusión. En tal sentido, la deuda uruguaya con Romero es inconmensurable. (...) La fatalidad de la muerte ha venido a cegar esa fuente constante de iniciativas, a cercenar esa mano amiga, permanentemente tendida en gesto y acto de efusiva y cordial colaboración.”

Al correr el acento de nuestra gratitud, de lo estrictamente personal a lo nacional, por todo lo debido al pensamiento argentino -a los pensadores argentinos-, el horizonte se ensancha de manera notable. Y se ensancha por la obra, precisamente, de la mentada historia de las ideas, cuya inspiración inicial recibiéramos -en lo personalísimo- de este país hermano. Al aplicarnos a reconstruir el proceso de las ideas filosóficas en el Uruguay, obligado nos resultó comprobar, no ya la influencia, sino la protagónica actuación en Montevideo, de hombres y nombres argentinos, en el accidentado período fundacional que corre de fines del siglo XVIII a mediados del XIX.

No hablemos de la consabida formación en aulas de Córdoba y Buenos Aires, de nuestros primerísimos intelectuales, como fue el caso de José Manuel Pérez Castellano y Dámaso Antonio Larrañaga. Se trata de algo más directo. Por lo pronto, cuando en 1787 se estableció en Montevideo la primera cátedra de filosofía (que lo fue en el Convento Franciscano de San Bernardino), la ocupó Fray Mariano Chambo, educado en la Universidad de Córdoba, y venido al efecto de su Santa Fe. Suspendida en 1791 y restablecida en 1803, se suceden profesores de una y otra orilla hasta la hora de la Revolución, en que es nuevamente suspendida. No reapareció hasta 1833, a cargo de José Benito Lamas, uruguayo formado en Buenos Aires, de quien fue sucesor en 1836 el emigrado argentino Alejo Villegas, antiguo profesor de filosofía del Colegio bonaerense de San Carlos.

Interrumpidas de nuevo todas las cátedras por la llamada Guerra Grande, tocaríale a otro emigrado argentino, Luis José de la Peña, antiguo profesor de la disciplina en la Universidad de Buenos Aires, restablecer en Montevideo, otra vez, la enseñanza de la filosofía. Lo hizo en 1848, en el llamado Gimnasio Nacional y en seguida Colegio Nacional, al integrar al año siguiente la Universidad, inaugurada entonces. Primer Profesor de filosofía de ésta, fue de la Peña, al mismo tiempo que su primer Vice Rector, hasta su regreso a la Argentina en 1852 para ocupar la cancillería en el gobierno de Urquiza. Había donado a la biblioteca de la Universidad, el extenso y valioso manuscrito del curso de filosofía que dictara en 1827 en la Universidad de Buenos Aires. De este manuscrito, conservado en el Archivo General de la Nación, de nuestro país, se prepara ahora la publicación por estudiosos argentinos.

En aquellos genésicos tiempos, al margen de la precedente línea institucional en la docencia -que llevara de la escolástica tardía al enciclopedismo, el ideologismo y el eclecticismo-, otra, de muy grande significación doctrinaria, fecundó a la incipiente inteligencia uruguaya desde la prensa y el libro. Se trató de nada menos que la presencia y actuación en Montevideo, durante varios años, de personalidades de la plana mayor de la célebre generación argentina de 1837. Nos limitamos aquí -y apenas en lo esencial- a los nombres de Juan Bautista Alberdi y su maestro Esteban Echeverría, tocados ambos, cada uno a su modo, por el utopismo sansimoniano.

Alberdi, emigrado a fines de 1838, se trabó ya antes de terminar el año, en una histórica polémica sobre la enseñanza de la filosofía. De inmediato, el 1° de enero del año siguiente, en extraordinario y último número de El Iniciador -revista binacional de aquella generación- publicó el texto completo del Dogma Socialista de Echeverría (entonces con su primitivo título de Creencia Social de la Joven Argentina), uno de cuyos capítulos era suyo. Finalmente, en 1840, dio a luz en el diario El Nacional, el más importante escrito filosófico de toda su vida: “Ideas, para un curso de filosofía contemporánea”, que proyectaba dictar en el Colegio Oriental de Humanidades, de Montevideo; escrito, en el que por primera vez se postulaba la existencia de una “filosofía americana”. Exhumando por Ingenieros y revalidado por Korn, ha tenido en nuestro tiempo muy grande repercusión en todo el continente, y aun en la misma Europa.

En cuanto a Echeverría, el reconocido maestro de toda aquella generación, emigrado en 1839, muy variada actividad intelectual y educacional tuvo en Montevideo, donde murió en 1851. En 1846, reeditó la Creencia Social, dándole el definitivo título Dogma Socialista. En 1847 fue miembro de nuestro primer Instituto de Instrucción Pública, y en 1849 del primer Consejo Directivo de la Universidad.

Todo ese conjunto de aquí apenas esbozados antecedentes, en los orígenes, no sólo de la cultura filosófica, sino de toda nuestra cultura nacional, vuelven imposible hacer la historia de los mismos -cuando de hacerla se trata- sin internarse a plenitud en la historia del pensamiento y de la cultura argentina.

Pero, por otra parte, bien al margen de toda lejanía histórica, en la hora de ahora -en esta hora de tan obligante generosidad argentina- mucho se nos impone la necesidad de evocar la amistad, el compañerismo y tantas veces la ayuda o el apoyo, mantenidos y recibidos de sucesivas generaciones de colegas de esta banda.

Más acá de los encuentros personales con los, para nosotros, pioneros Gabriel del Mazo, Francisco Romero, Aníbal Sánchez Reulet, Risieri Frondizi, José Luis Romero, de inmediato nos asalta toda una constelación de nombres cercanos, más que otros, a nuestra coetaneidad: en primer término, los ya ausentes, Norberto Rodríguez Bustamante, Angel J. Cappelletti, Manuel Arturo Claps (argentino-uruguayo éste, y por lo mismo, el de más temprana y estrecha frecuentación). Y luego: Gregorio Weinberg, Javier Fernández, Juan Carlos Torchia Estrada, Arturo Andrés Roig, todos ellos de tan prolongado como asiduo compañerismo, a lo largo de tantas décadas.

Imposible expresar con palabras lo que para nosotros hay detrás de cada uno de esos nombres. Nombres, a los que, aunque sólo sea en su escueta mención -sin ser de ningún modo exhaustivos-, no podríamos dejar de añadir todavía otros, de amigos colegas, de generaciones más recientes: Hugo E. Biagini, Celina Lértora Mendoza, Félix Weinberg, Horacio Cerutti Guldberg, Clara Jalif de Bertranou. Por más de un motivo, de todos ellos, desde hace años, nos sentimos también deudores. A autoridades y colegas, nuevamente, ¡Gracias!, ¡Muchas gracias!

Arturo Ardao

 

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Hugo E. Biagini, Compilador. Arturo Ardao y Arturo Andrés Roig. Filósofos de la autenticidad. Jornada en homenaje a Arturo Andrés Roig y Arturo Ardao, patrocinada por el Corredor de las Ideas y celebrada en Buenos Aires, el 15 de junio de 2000. Edición digital de José Luis Gómez-Martínez y autorizada para Proyecto Ensayo Hispánico, Marzo 2001.
© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

 

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