Arturo Andrés Roig

Los krausistas argentinos

CAPÍTULO III

KRAUSISMO Y POLÍTICA

 

§ 77. Hemos visto algunas de las manifestaciones del krausismo dentro de las universidades argentinas. Ahora trataremos de mostrar uno de los capítulos tal vez más notables del desarrollo de la filosofía de Krause en el Río de la Plata: su difusión en el terreno de las ideas y de la acción políticas.

En Uruguay se destaca dentro de esta línea la figura de José Batlle y Ordóñez (1856-1928) cuyo krausismo ha sido estudiado, como ya hemos dicho, por Arturo Ardao. En Argentina el fenómeno se produjo por obra de Hipólito Yrigoyen (1852-1933), uno de los dirigentes políticos de mayor influencia y significación dentro de su historia, conductor indiscutido de un movimiento con el que llegó al poder lo que José Luis Romero ha llamado “la democracia popular”.

§ 78. El “radicalismo, agrupado alrededor de una entidad que se denominó “Unión Cívica Radical”, se concretó históricamente como consecuencia de la profunda crisis de 1890. A partir de ese año y hasta 1912 mantuvo una larga lucha de carácter revolucionario contra lo que se denominó el “Régimen”, la oligarquía liberal conservadora reinante y entre 1916 y 1930 alcanzó el poder e intentó concretar su programa de gobierno. Si bien agrupó en sus filas elementos dispares provenientes de diversos estratos de la sociedad, su mayor fuerza le vino de la naciente clase media argentina. Como consecuencia del desarrollo económico, del crecimiento de la burocracia administrativa y del proceso de urbanización de las zonas rurales “se va formando –dicen Gallo y Sigal- una numerosa clase media que comienza a presionar sobre el poder político en pos de una mayor participación. Esa clase media es de primordial importancia en la formación del radicalismo”. Otro hecho significativo es el de la constitución de esa “clase”, integrada tanto por elementos provenientes de las antiguas familias criollas, como por inmigrantes europeos ingresados en enorme volumen en el país. Al lado de ellos se encontraron ejerciendo muchas veces papeles dirigentes antiguos ganaderos y propietarios de origen “federal”, desplazados por los grupos gobernantes, constituidos éstos preferentemente por elementos de extracción “unitaria”. Aquellos ganaderos ingresaron además en el movimiento con sus peonadas, proletariado en su mayoría de origen criollo que vino de este modo a participar en las mismas luchas políticas junto con los núcleos de proletariado urbano y suburbano formado principalmente por inmigrantes.

Del cuadro que hemos intentado se desprende fácilmente una fuerte heterogeneidad en lo que se refiere a ubicación social y a intereses económicos de los diversos grupos. A pesar de haber sido el radicalismo preferentemente un movimiento político de “clase media”, ésta no tuvo fuerza como para imponer una conducción orgánica propia sobre la base de sus intereses y el único común denominador que unió a propietarios tradicionales, pequeños propietarios rurales, burguesía media y proletarios campesinos y urbanos, fue el hecho de la “marginación política” y el despertar de las exigencias de participación en la conducción del país. Esto explica que la principal bandera de lucha levantada contra la oligarquía gobernante fuera la de la libertad de sufragio.

§ 79. El radicalismo se enfrentó, decíamos, con una oligarquía liberal conservadora que detentaba el poder político y económico. La “línea del liberalismo conservador”, como la denomina José Luis Romero, se instauró en el país como consecuencia de la derrota del “federalismo” rosista, a partir de 1852. En los comienzos su conducción estuvo en manos de una “élite republicana” integrada por miembros de la generación de 1837, quienes le dieron su contenido ideológico inicial. La evolución experimentada posteriormente por el liberalismo conservador le hizo avanzar, sin embargo, “hacia una organización cada vez más estrechamente oligárquica”, produciéndose entonces un divorcio entre los “principios liberales” y los “principios democráticos” que se habían dado dentro de un cierto equilibrio en el pensamiento de los fundadores, tales como Domingo Faustino Sarmiento o Juan Bautista Alberdi. La oligarquía a la que también se llamó como hemos dicho, el “Régimen”, cayó en las más vergonzosas prácticas políticas y el más descarado fraude con tal de mantenerse en el poder. Esto necesariamente tuvo que producir dentro de ella misma una interna crisis que obligaría al despertar de muchos de sus miembros integrantes, “hombres de sólida textura moral para quienes comenzó a ser insostenible el divorcio entre el progreso y la democracia”, de aquellos ideales desvirtuados.

Había pues dentro del “liberalismo conservador” un eticismo al cual hubo necesariamente que recurrir para superar la honda crisis moral provocada por el espíritu oligárquico. Las circunstancias determinadas en gran parte por la obra de los grupos opositores y muy especialmente por el radicalismo, obligaron además a este regreso a la eticidad en el terreno cívico. Fue sin duda un noble movimiento que produjo como resultado positivo una evolución de la más alta significación dentro de la historia institucional argentina. Yrigoyen entendió en todo momento que su misión era la de crear una fuerza moral. Para eso intentó dar a aquel conglomerado heterogéneo una doctrina simple y fuertemente perfilada sostenida a costa de los más grandes sacrificios personales. No era por cierto el primero en hacerlo dentro del radicalismo, pues, le había antecedido en esa tarea su tío Leandro Alem, si bien con un signo filosófico distinto. A partir de Yrigoyen la ideología de base del enorme movimiento popular en lucha contra la oligarquía tomó sus fuentes del krausismo.

En líneas generales se trataba de un núcleo de afirmaciones de sentido espiritualista sostenido con fuerza frente a la conducta de la oligarquía acusada de “sensualismo” y “descreimiento”, posiciones éticas que derivaban según la misma imputación de una filosofía “positivista”. Estas imputaciones que aún hoy en día siguen utilizándose como lugares comunes dentro de una cierta historiografía, eran armas de combate que si bien tenían una justificación en la realidad político-social, confundían en su simplicidad los hechos y eran por eso mismo parcialmente justas.

§ 80. La oligarquía no fue, por cierto, totalmente descreída. Creyó en una forma de progreso que le llevó a fundar su política de gobierno principalmente en lo económico, si bien esa tarea fue llevada a cabo predicando y realizando un liberalismo centralista y antipopular controlado de modo celoso y exclusivo por las minorías gobernantes. Tampoco fueron “descreídos” aquellos hombres que salidos de la misma oligarquía promovieron la reforma electoral de 1912. Nada más noble que las palabras elocuentes y sencillas de Roque Saenz Peña quien, ubicado en aquella tradición de democracia que en algún sentido pervivió dentro de la profunda crisis moral de los dirigentes del “Régimen”, decía que “temer la legalidad del voto es mostrarse amedrentado por la democracia, haciendo incurrir a la actual generación en una cobardía cívica que no penetró en el alma de los constituyentes ni en el concepto creador de la nacionalidad, hecho de arrojo y de sabiduría”. “Nuestra cultura política y social -decía más adelante en el mismo documento que estamos citando- nos encamina a ese objetivo: hacer de las elecciones por obra del convencimiento una función regular de la vida republicana, que hará perder su carácter enojoso a nuestras luchas y toda razón de protesta. Yo no hago reproches al pasado, ni a las costumbres, ni a las desviaciones que fueron, en muchos casos, imposición de los tiempos, de la necesidad y hasta del patriotismo; pero consulto las aspiraciones de la época, que no las crean ni las inventan los hombres como unidades aisladas y fragmentarias; es el alma colectiva de la Nación la que exige el perfeccionamiento de los métodos y la verdad de los regímenes, para complementar nuestro progreso, asegurar la paz interior y realizar nuestra grandeza”. Sobre la base de este espíritu promovió, pues, Saenz Peña la reforma electoral de 1912 con la que se abrieron las puertas de la participación política a la Argentina marginada.

§ 81. Tampoco la oligarquía y consecuentemente el “Régimen” impuesto por ella puede ser englobado en la imputación de “positivismo”. Es cierto que elementos de aquellos contra los cuales combatía el radicalismo, fueron positivistas; pero, al lado de ellos, en un volumen aún no debidamente investigado, se encontraban numerosos representantes cuyo pensamiento derivaba del racionalismo iniciado en Argentina por los eclécticos y había además, como lo hemos visto, krausistas. Victorino de la Plaza que sucedió en la presidencia de la Nación a Roque Saenz Peña y que completó la tarea iniciada por éste en el terreno de la reforma electoral, se encontraba dentro de un espiritualismo panteísta; Wenceslao Escalante de quien también ya hemos hablado, integró el equipo gobernante del “Régimen” jugando dentro de él papeles de significación. Fue, recordémoslo, ministro de Roca, la cabeza organizadora más potente que tuvo la oligarquía argentina. Por otro lado, no fue el positivismo doctrinario, confundido a menudo con ese materialismo grosero y difuso al que también se ha llamado “positivismo” con poco acierto, un pensamiento escéptico, pesimista o descreído, sino fuertemente optimista. Tenían fe inconmovible todos nuestros positivistas en la patria, en la humanidad, en la ciencia y en la educación y esta fe llenó por entero sus vidas. Lucharon contra el descreimiento y la inmoralidad dando cuerpo a un eticismo tan fuerte y vigoroso como el eticismo krausista, si bien con diverso signo.

§ 82. Ya anticipamos el papel muy especial que le tocó jugar al radicalismo y en particular a Yrigoyen en todo este largo proceso a favor de la superación de la marginación política. Si las masas no hubieran alcanzado la unidad y la conciencia impuestas por la prédica personal del caudillo en su larga actuación, no hubieran tenido los elementos progresistas que integraban la oligarquía el respaldo de lo que Saenz Peña denominaba el “alma colectiva de la Nación” y a su vez el radicalismo, sin la existencia de las reservas éticas mostradas por estos hombres, se hubiera visto obligado a alcanzar el poder por la vía revolucionaria.

Yrigoyen dio a su movimiento una ideología que afirmaba de modo dogmático la necesidad de la participación de todos en la cosa pública a través del sufragio. La fuerza y el volumen que este reclamo alcanzó constituyen un hecho nuevo dentro de la historia cívica argentina: significaba sin duda un despertar de la fe del pueblo en sí mismo, entendido el término “pueblo” con una amplitud hasta entonces desconocida. No es de extrañar que el mismo Yrigoyen mirara a esto como un fenómeno de la historia universal y dijera que se trataba “de la primera manifestación humana que se ha realizado en este sentido” y que sus partidarios vieran en él, además, el apóstol de una nueva religión. El trascendentalismo krausista vendría a confirmar la fuerza de todo este dogmatismo fuertemente “espiritualista” y “creyente”.

§ 83. Yrigoyen, como conductor absoluto del radicalismo desde la muerte de Leandro Alem en 1897 hasta la caída del movimiento de 1930, impuso de acuerdo con sus preferencias filosóficas un krausismo difuso a través de cartas, manifiestos, declaraciones, participaciones parlamentarias y mensajes. Con él termina el episodio krausista argentino iniciado con cierta fuerza a partir de la década del 70 y se cierra la última manifestación de la conciencia romántica. El hecho krausista, hasta ahora desconocido dentro de los esquemas historiográficos, viene pues a romper lugares comunes y nos exige repensar nuestra historia intelectual.

Es importante destacar que los fundadores y conductores del “radicalismo”, Alem e Yrigoyen, intentaron dar expresamente una textura filosófica a sus ideas. Partían de la necesidad de un sistema y en cuanto a esa exigencia no escaparon a una característica que fue general a todas las líneas de pensamiento político del espiritualismo de la segunda mitad del siglo XIX. Si revisamos los discursos parlamentarios de Leandro Alem nos encontramos con temas como los siguientes: “La antorcha de la filosofía en los dominios de la historia”; “El principio filosófico en que se fundan las instituciones liberales”; “Filosofía sobre el sistema de organización de las instituciones argentinas” y otros semejantes que revelan aquella actitud. En Yrigoyen encontraremos la misma tendencia expresada con fuerza desde sus primeros escritos hasta los últimos redactados poco antes de morir, en 1933.

Sin embargo, frente a la abundancia de citas con que ilustra sus discursos parlamentarios Leandro Alem, Yrigoyen no menciona casi autores. Las influencias deben buscarse en él en el contenido mismo de las ideas ya que, tal como dice su biógrafo Rodríguez, “pueden leerse y releerse sus escritos y no se encontrarán claros vestigios de ellas”. Además, frente a la prosa limpia y ágil de Alem, orador y tribuno avezado, la de Yrigoyen se presenta a veces torturada por un conceptualismo que sólo queda iluminado cuando se lo lee a partir de aquellas fuentes no citadas. Yrigoyen no fue un orador, más aún, se negó a serlo. En su estilo y en su parquedad fue también un krausista. A pesar de la acusación de oscuridad que lanzaron contra él sus enemigos políticos, no fue oscuro para sus seguidores que interpretaron sus mensajes con eficaz claridad y alguna de sus páginas alcanzan a veces la soltura y la dignidad literaria que nos encantan cuando leemos a Eugenio María Hostos, el gran krausista americano.

§ 84. Yrigoyen, decíamos, no menciona de modo expreso sus fuentes. Los testimonios -dejando para después el análisis del contenido krausista de sus ideas- son sin embargo abundantes. Según ellos su interés y devoción por la bibliografía krausista se despertó en sus años juveniles y se mantuvo con igual intensidad hasta la vejez. En su adolescencia había sido alumno, en el Colegio de la América del Sur, de su tío Leandro Alem quien dictaba allí los dos cursos de filosofía. En esas clases tomó contacto con el eticismo de origen kantiano de su maestro. Más adelante, en 1874, matriculado ya en la Facultad de Derecho de Buenos Aires, conoció sin dudas las primeras manifestaciones del krausismo jurídico. Es interesante tener en cuenta que Yrigoyen fue condiscípulo de Julián Barraquero. Aquel abandonó la Facultad en 1878, sin alcanzar a completar sus estudios; Barraquero los concluyó al año siguiente con su tesis que constituye, tal como hemos afirmado, uno de los primeros documentos krausistas de valor en Argentina. El krausismo se encontraba ya sin duda alguna fuertemente difundido. Años más tarde, en 1881, al ser nombrado Yrigoyen profesor de filosofía en la Escuela Normal de Profesoras de Buenos Aires, cátedra que ocupó durante 25 años, se decidió ya abiertamente por el racionalismo armónico, para el cual las librerías de la época le ofrecían abundantes materiales. Su vocación krausista se mantuvo, dijimos, de modo prolongado y sostenido. En 1920, Eugenio D`Òrs que lo visitó en Buenos Aires, declaró en un artículo que la filosofía en que se inspiraba el caudillo argentino era krausista; en 1923 seguía interesado en obtener obras de Tiberghien y en 1930, Coriolano Alberini que tuvo trato directo con Yrigoyen en función de sus cargos ejecutivos en la Universidad de Buenos Aires, decía que éste había inspirado su doctrina internacional en el krausismo, a más de declararlo un afecto conocedor de la obra de Tiberghien.

§ 85. Uno de sus más antiguos biógrafos, Horacio Oyhanarte, que fue además uno de sus íntimos, nos ha dejado interesantes palabras sobre la posición filosófica de Yrigoyen escritas precisamente el año en que ascendió por primera vez a la presidencia de la República: “Ya en sus comienzos no más –dice- este espíritu alto y selecto venía sintiendo esa sed sagrada que hace buscar a través del tiempo y del espacio la comunión con los espíritus inmortales, la amistad de los libros... La filosofía espiritualista con sus ensoñaciones y voceros iluminados, le atrajo subyugándole... Pero, a quien ha frecuentado con mayor predilección es al sucesor de Ahrens en la Universidad de Bruselas, el clásico Tiberghien. Es éste –agrega- un filósofo espiritualista lleno de encantos complicados y de razonamientos puros. Era necesario decir estas cosas, porque esto explica al invencible doctrinario que hay en el doctor Yrigoyen. Su convencimiento no nace, como muchos creen, sólo de su carácter:se rectifica y se confirma en su ciencia, en sus vastos conocimientos de derecho político, de finanzas, de economía y en su firme comprensión de la filosofía de la historia”.

La mayoría de los testimonios concuerda con lo que nos dice Oyhanarte respecto de la preferencia que Yrigoyen tuvo por Tiberghien. La obra de éste le fue “conocida y estimada”, dice Alberini; “Llegó a admirar a Tiberghien”, quien constituyó “su maestro y su ídolo”, dice por su parte Gálvez. Manejó sin dudas los libros de los demás krausistas alemanes y belgas, como también a los españoles, hecho que no es difícil documentar y que responde a la doble vía de influencia por la cual el krausismo se extendió por toda Hispanoamérica. La bibliografía de origen francés, procedente de Bruselas y París y luego la abundante producción madrileña de todos los liberales españoles que militaron en el vigoroso y prolongado movimiento peninsular. La presencia real de las ideas y los temas propios del krausismo en los textos de Yrigoyen permite ver claramente, por otro lado, cuáles han sido las fuentes más utilizadas. Ellas fueron, sin duda alguna, el Ideal de la Humanidad para la vida de Krause, en el arreglo de Sanz del Río; la Introducción a la filosofía de Tiberghien y dentro de ella, muy especialmente, la parte dedicada a la filosofía de la historia y el Derecho natural de Ahrens. Resultaba además casi inevitable el uso de estos tres clásicos del racionalismo armónico en cuanto ellos constituyen los libros más leídos sobre los cuales se fundamentan casi sin excepción todos los desarrollos krausistas hasta ahora conocidos por nosotros en Argentina.

§ 86. A estas preferencias literarias, nacidas de aquella exigencia de sistema, se sumaba en Yrigoyen un temperamento proclive a modos de ser típicos de los krausistas en general. Rodríguez, otro de sus biógrafos que formó parte del núcleo de los íntimos del caudillo, afirma que “tanto la vida privada como pública de Yrigoyen expresan la firme voluntad de cumplir el apostolado de la doctrina krausista”. Lo mismo dice por su parte Gálvez, cuyas afirmaciones poseen también valor testimonial: “En su vida privada y pública, Yrigoyen es un perfecto krausista”; y más adelante agrega que la ética del ideal de la humanidad había influido en su vida “en un terreno preparado”. En efecto, el racionalismo armónico canalizó en Yrigoyen su religiosidad en aquellos años juveniles en los que había perdido la fe en los dogmas de la Iglesia católica y acentuó una natural tendencia hacia la vida austera y rígida. Su conducta quedó organizada gracias al krausismo sobre un nuevo “esquema existencial de jerarquía axiológica” con el que renovó el sentido del profundo eticismo impuesto por Alem como base de la vida política.

§ 87. Por obra de Yrigoyen el krausismo se difundió como ideología difusa en una medida verdaderamente sorprendente al extremo de llegar a ser fundamento teórico de uno de los movimientos políticos más vastos que ha conocido la historia argentina. No lo hizo sin embargo imponiendo lecturas krausistas a sus íntimos, sino simplemente haciendo él, desde su fuerte y vigorosa personalidad, krausismo vivido. Este hecho explica que sus dos biógrafos más importantes en cuanto al valor testimonial, Oyhanarte y Rodríguez, escribieran vidas apologéticas que pueden ser consideradas sin error como obras krausistas dentro de la literatura política.

Rodríguez al comienzo de su libro cuando trata de mostrarnos en qué sentido la personalidad de Yrigoyen cumplió acabadamente la imagen del hombre perfecto, se remite al fundamento de la antropología del racionalismo armónico “El filósofo Krause”, uno de los predilectos de Yrigoyen, -dice- ha definido así al hombre: “es una unidad y totalidad de vida, todas sus potencias de espíritu y cuerpo, funcionan a la vez en acción y relación recíprocas”. La cita tomada del Ideal de la Humanidad para la vida le permite desarrollar el concepto de “individualidad” sobre el cual gira toda la biografía. “Cada hombre –afirma Rodríguez por su cuenta- es una individualidad inconfundible en el seno de la humanidad; y todo el curso de su vida, en cuerpo y alma, permanece idéntico hasta su muerte. Es el exacto y profundo sentido del refrán castellano: “Genio y figura hasta la sepultura”. Investigar la formación moral e intelectual de Yrigoyen, es restablecer para el estudio de la posteridad, la unidad armoniosa de esta vida, desde su juventud hasta su culminación heroica. El principio de individualidad se manifiesta en Yrigoyen, como es lógico, con caracteres más claros y perceptibles en contacto con las circunstancias de la vida social”. Se trataba evidentemente no de un krausismo libresco, sino de una forma vivida con plenitud y con un poder de convencimiento y de contagio tal que no necesitaba para nada mencionar los nombres de los filósofos admirados. Bastaba con lo único que siempre es suficiente, haberlos hecho carne.

Sobre el mismo punto de partida organiza la biografía de Oyhanarte. Este no encontró nada mejor que ponerle a su libro el título de El Hombre, sin agregarle absolutamente ningún subtítulo. No hacía falta más sin dudas para todos estos apologetas que veían en Yrigoyen la realización acabada de un ideal antropológico. Así como Rodríguez comienza su biografía apoyándose en el concepto de “individualidad”, Oyhanarte concluye hablándonos de “entelequia”. El estructuralismo krausista, uno de los aspectos más fecundos de la doctrina que provenía directamente de Leibniz, hace de trasfondo de estos conceptos. Yrigoyen es para Oyhanarte el más perfecto ejemplo de síntesis, de estructura dialéctica. A ello se suma la firmeza interior de esta estructura. “Permanecer igual a sí mismo, que es tal vez la más difícil de las grandezas, ser en el descalabro o en la bonanza la misma entidad y el mismo convencimiento, sobreponerse a todo; a la oferta, a la fatiga, al descanso y al descreimiento, soñar siempre, en el lodo, en el llano, en la montaña; soñar sueños de redención y de patria...”. Yrigoyen aparece de este modo como el “Hombre-idea, hombre encarnación, hombre símbolo”.

§ 88. Así como Yrigoyen no promovió la lectura de los krausistas entre los allegados, tampoco se llamó así mismo “krausista”. En general huyó de embarcarse en denominaciones ideológicas y prefirió imponer sus ideas haciendo conocer sobre la acción política misma, los dogmas en los que creía. Puso el acento de modo muy intenso en el humanitarismo de raíz cristiana que incluía el racionalismo armónico y de ahí que sus biógrafos hayan insistido en que su filosofía se fundaba, sin más, en las “doctrinas del Evangelio”. Se trataba sin duda de aquel “cristianismo racional” incorporado como médula misma en la inteligencia argentina por nuestros románticos en 1837.

Para Ahrens resulta ser el cristianismo el principio de toda solidaridad posible en cuanto que “nada humano le es extraño”, en otras palabras, en la medida “en que abraza en su vasta síntesis toda la humanidad”. Mas, en la evolución histórica del cristianismo, la que nos describe echando mano a los sabidos recursos dialécticos propios de la escuela, hay una etapa, la última y tal vez definitiva, en la que “un nuevo poder” supera todas las anteriores contradicciones. Este no es otro que el de la filosofía. “Ella ha sido sin saberlo y a pesar de los extravíos que ha experimentado, más cristiana que las iglesias con sus ideas demasiado poco abiertas a las necesidades de la humanidad”. De la filosofía vendrá, afirma Ahrens, una nueva síntesis “de todos los elementos divinos y humanos”. Tiberghien, el “ídolo” de Yrigoyen, en el libro más usado por el caudillo en sus largos años de enseñanza secundaria, declara por su parte, que una de las utilidades de la filosofía consiste en que “pone los principios racionales del derecho y de la religión” y nos habla de una “filosofía de la religión” que es “la religión natural o la religión en los límites de la razón”. Ella es inmutable y eterna frente a las históricas, equivalentes al derecho positivo en su movilidad y finitud y no reconoce “ningún otro dogma ni autoridad que los principios derivados del orden racional”.

§ 89. Pero tal vez lo más importante para comprender la simpatía despertada por el krausismo en los hombres de naturaleza religiosa que habían abandonado el culto de su infancia, era la fuerza con la que se hablaba en aquél de la figura de Jesús. “La Religión del amor –dice Krause- fundada en Jesucristo bajo la forma exterior de la Iglesia cristiana ha traído entre todas las instituciones sociales el más precioso fruto de la salud sobre la tierra”. “Jesucristo –dice más adelante- ha despertado el sentimiento de la dignidad humana en todo hombre, bajo todo cielo y en todos los estados sociales; ha encendido la celestial llama del amor entre los hombres”. Por lo que hemos dicho viene a resultar equivocada la afirmación del profesor de Marburgo, Ernest Benz, quien mal informado respecto del krausismo español y sin conocer el desarrollo del krausismo latinoamericano, dice: “La filosofía de Krause que, sin duda alguna, está ligada fundamentalmente a la tradición cristiana, fue descristianizada en España, hecho que repercutió en la América Hispana...”. Esta valoración, unida al amor de Dios, predicado como fuente de toda sabiduría, tenía que generar en ellos un “racionalismo cristiano” de especial fuerza.

Se une a esto en el caso personal de Yrigoyen una cierta actitud mística que le hizo aproximarse sin duda más hacia el trasfondo oscuramente panteísta del “panenteísmo”, que hacia la versión deísta dada por otros, como es el caso ya comentado de Wenceslao Escalante. Gálvez decía que Yrigoyen hablaba “con frecuencia de la ‘razón inmanente’, resabio krausista que también se encuentra en los grandes místicos herejes”. Aquel misticismo, que lo aproximó en cierta época de su vida a la teosofía, evolucionó más tarde al parecer hacia un misticismo compatible con el teísmo católico. De todas maneras, hay que destacar que ya fuera tanto por aquella visión tolerante y comprensiva que el krausismo adoptaba respecto de todos los cultos, en cuanto formas “positivas” de la religión natural, cuanto por esta última evolución que hemos mencionado, Yrigoyen no combatió jamás la Iglesia católica, sino que más bien la apoyó, en contra del racionalismo agresivo de muchos de los integrantes de las élites de gobierno, contra los cuales luchaba en el terreno político.

§ 90. Los escritos de Yrigoyen constituyen un capítulo muy interesante dentro de la literatura krausista argentina. No fueron muchos ni alcanzaron la dignidad del libro, ni aun la del folleto; su lugar como literatura política puesta al servicio de la acción inmediata, estuvo en las columnas de los periódicos. Su estilo, ya lo dijimos, es noble y elevado. Hay en ellos un eticismo fundamental que los emparenta de modo indudable con otras expresiones de la literatura krausista, española o americana. El vocabulario ha sido extraído de Krause, de Tiberghien, de Ahrens, pero recibe en todo momento una connotación muy personal, al extremo de hacer su estilo verdaderamente inconfundible. Si no se tienen en cuenta los textos krausistas que han servido de fuente podría imputársele de haber caído en un lenguaje intencionalmente esotérico. Todo esto tal vez haya incidido en el elevado poder de contagio que tuvo Yrigoyen, como también puede haber sido causa de la imputación de oscuridad que le hicieron sus enemigos. Se trata sin embargo de una doctrina simple, asentada sobre un núcleo de dogmas muchas veces supuestos, pero siempre vigentes y con claro sentido sistemático.

Rodríguez que en su biografía intentó exponer “la doctrina política que fluye de la vida, el pensamiento y la obra de Yrigoyen, continuador de la idealidad de la juventud de 1889 y de Alem” y que incorporó en su trabajo importantes páginas antológicas del caudillo radical, nos dice que sus principales escritos fueron los “manifiestos” de la revolución de 1905, la “polémica” con Pedro C. Molina, de 1909, los “mensajes” al Congreso de la Nación, enviados anualmente durante sus dos presidencias de la República (1916-1922 y 1928-1930) y los “escritos de defensa” o de “acusación” presentados ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (1931).

§ 91. De todos ellos los más interesados son los mencionados “manifiestos” de 1905 y la “polémica” con Pedro C. Molina. Los primeros son de acuerdo con lo que dice Rodríguez, un verdadero “evangelio” y expresan con “sublimidad” el credo político-social de su autor; los segundos constituyen de acuerdo con otro biógrafo “el mejor documento de su obra escrita”. Sobre ellos principalmente intentaremos analizar el contenido de la filosofía política de Hipólito Yrigoyen.

Una doble raíz puede señalarse a propósito de este pensamiento. Una de ellas se la encuentra en la tradición doctrinaria elaborada de modo continuo y en muchos casos de elevado valor intelectual que se denominó en su época “escuela política del federalismo científico”. Estuvo integrada por hombres salidos de las filas del antiguo “partido federal”, que a partir de 1853 militaron casi ininterrumpidamente en la oposición. Este “federalismo científico” tuvo como trasfondo una filosofía espiritualista. Sus integrantes intentaron en su mayoría una síntesis de liberalismo y catolicismo, ingresando de este modo muchos de ellos en otro movimiento muy amplio y difuso que se ha llamado también “tradicionalismo”. Fueron casi todos de origen ecléctico, lectores de Donoso Cortés, Montalembert, Guizot, Berryer, Laboulaye, von Mohl y los federalistas norteamericanos. Sus nombres llenaron buena parte de nuestra historia intelectual de la segunda mitad del siglo XIX: Manuel Antonio Sáez, Bernardo de Yrigoyen, José Tomás Guido, Guillermo Rawson y tantos otros. Todos ciertamente con matices personales, pero unidos bajo un mismo estandarte de lucha a favor de un liberalismo federalista.

§ 92. Este liberalismo, a más de federal era decididamente individualista. Yrigoyen tomó contacto con él a través de su tío Leandro Alem, quien lo inició como hemos dicho, en la filosofía. Sin pertenecer propiamente Alem a aquella tradición doctrinaria tenía sin dudas fuertes puntos de contacto con ella. En él, militante de origen federal, el liberalismo individualista se apoyaba en un eticismo kantiano. Tenía una fe sarmientina en la fuerza de las ideas que se resolvían para él fundamentalmente en “ideas morales”. “Para mí –decía- la idea moral es la única que puede regenerar la sociedad”. En lucha abierta contra todas las formas de utilitarismo, levantó con energía y con verdadero espíritu estoico, el concepto del deber por el deber. “Fácilmente se advierte –dice Rodríguez- que es la moral kantiana, la del imperativo categórico, fundada en la naturaleza racional del hombre y en la autonomía de la voluntad” la que seguía el viejo caudillo. No conocemos los textos propiamente kantianos de Alem, pero suponemos que se debía aproximar en alguna medida a la posición que muestra Nicolás Avellaneda. Éste, ecléctico, lector de Lerminier, afirmaba la necesidad de sintetizar la “escuela racionalista” originada en Kant, con la “escuela histórica” derivada de Savigny. En esta visión romántica, el derecho se mantenía separado de la moral y definido de modo externo, siguiendo a Kant. De ahí la raíz individualista del liberalismo que incluían todos estos escritores políticos.

§ 93. Con Yrigoyen se inició una nueva etapa del liberalismo argentino al fundar toda la política en la “solidaridad”, concepto a la vez jurídico, sociológico y religioso derivado de Krause. Esta es la otra raíz del pensamiento filosófico-político de Yrigoyen. “En el orden nacional –dice Rodríguez, nadie como él desarrolló y fomentó la solidaridad, postulado de la Unión Cívica Radical, elevándola al dogma de la fraternidad cristiana”. Este hecho significó el paso del liberalismo individualista que se había mantenido vigente desde Juan Bautista Alberdi, hacia un liberalismo solidarista. “Alem era kantiano –dice Rodríguez en otro texto citado por Landa-, la idea moral inspiró su apostolado y su acción coincidió con una época de culminación liberal. Yrigoyen es predominantemente krausista por su concepción orgánica del estado y por sus fines de solidaridad humana”. La posición de Yrigoyen suponía pues una nueva interpretación de Kant, la que hemos visto precisamente hacer a Wenceslao Escalante en su cátedra. El derecho dejaba de ser un orden social exterior, asegurado por la presión mecánica de algunos sujetos sobre otros en el estado y pasaba a fundarse en la moral, en aquella raíz vivificante de la que hablaba Giner de lo Ríos.

Este importante giro que muestra la profundidad de la revolución krausista impuesta por Yrigoyen, incidió como luego veremos sobre la interpretación de la naturaleza de los “partidos políticos”. La innovación estaba sin embargo ya anticipada por el mismo Alem, a pesar de militar en la vieja escuela, quien había afirmado que “la comunidad civil y política de la República no es ni un bando ni un partido” y había predicado, con un vocabulario emparentado con el krausista, la necesidad de “armonizar” el “orden” con la “libertad” sobre la base de un trasfondo ético. Significó también la superación definitiva del viejo “derecho de gentes”, el que según Krause, suponía lo mismo que el liberalismo individualista, unidades nacionales externas y la creación de un nuevo derecho internacional que es justamente el que fundó Yrigoyen en Argentina.

La tradición dentro de la cual surgió la “escuela política del federalismo científico”, por un lado y el solidarismo krausista, por el otro, constituyeron pues la doble raíz del pensamiento político-social de Yrigoyen.

§ 94. Tratemos de ver cuál es el sentido y estructura de ese pensamiento. En 1912, en un telegrama cursado a la “Juventud nacionalista” de Montevideo, resumió Yrigoyen su credo sobre la base de tres significativas citas:

“Según los grandes preceptos de la sabiduría humana –decía- para que una obra sea buena y eficiente, es necesario que responda a sus destinos, caracterizando definitivamente las ideas que reviste del objeto que se propone.

Dice Fenelón: que la solidez de la razón consiste en instruirse exactamente en el modo en que deben hacerse las cosas que son el fundamento de la vida y de todas sus manifestaciones.

Agrega Bossuet: que la historia y la filosofía son las más sabias consejeras que deben saber los que se interesan por el bien público o tienen alguna función que llenar, para que se compenetren de la lógica de los sucesos y de los acontecimientos humanos, como de las providencias superiores que los interpretan y que en definitiva son los que presiden el universo.

Y afirma Platón: que cuando se pretende alcanzar cosas grandes es hermoso sufrir todo lo que cuesta conseguirlas.

Esas han sido nuestras visiones fijas y no ha habido poder suficiente para desviarnos de ellas por ninguna consideración”.

Apoyándose en autoridades típicas de la literatura filosófica espiritualista, vigentes sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, Yrigoyen nos presenta aquí sintetizadas las ideas sobre las cuales organizó su acción política: teleología de la vida humana, expresada en la exigencia del destino; conocimiento científico de los medios para alcanzar aquel destino obtenido de la historia y la filosofía y entrega serena al sufrimiento que el logro del destino impone, con firmeza inalterable.

§ 95. La fuente de todo conocimiento relativo a lo humano proviene para Yrigoyen, como para todo krausista, de la filosofía, que ofrece los principios absolutos y a-priori y de la historia, saber de tipo experiencial, a-posteriori, combinadas ambas en un saber supremo, la filosofía de la historia. Dentro de una de las ramas de esta última queda, a su vez, integrada la política, hecho que explica la permanente referencia de Yrigoyen a lo trascendente en la consideración de todos los problemas sociales y jurídicos.

Vimos que Oyhanarte hablaba de “la firme comprensión de la filosofía de la historia” que había en él y Rodríguez, por su parte, declara que el movimiento político del caudillo era un “apasionante problema para la meditación ante la filosofía de la historia”. Yrigoyen aconsejaba a sus allegados que no dejaran deslizar el pensamiento “en impresiones movedizas y pasajeras” y que acudieran “a las fuentes de los conocimientos, a la historia, a la filosofía, a las ciencias, que son el alma mater de las sociedades”, si querían alcanzar la “salvación de la República”. Precisamente Tiberghien por el cual sintió según dice Gálvez una “escandalosa admiración” y a quien consideró como “el más profundo espíritu que haya producido la humanidad”, afirma que, “los medios de salvación” residen “ante todo y siempre en la ciencia. Para detener el mal –agrega- es necesario conocerlo; más se lo conoce, más nos libramos de él; una ciencia imperfecta a veces hiere, la ciencia perfecta cura” y esa ciencia, a la cual subraya en el texto, no es otra que la filosofía de la historia. En Yrigoyen hay una exigencia permanente de superar lo empírico y de avanzar hacia un “saber científico”, es decir un saber organizado sobre la base de una iluminación de los fines, que en última instancia son absolutos y trascendentes y un conocimiento de los medios, relativos e históricos, ofrecidos por la realidad actual del pueblo. La ciencia que entrega esos fines y orienta en la utilización de medios, permite la conducción de las sociedades y en tal sentido no se equivoca cuando la considera el “alma mater” de éstas. El racionalismo de los krausistas era eminentemente deductivo, constructivista.

§ 96. Por otro lado, la filosofía se presenta como una “ciencia del deber ser”, frente a la historia que se reduce simplemente a un conocimiento de “lo que es”; por esto mismo las conclusiones de la filosofía no son meramente teóricas, sino que nos comprometen de modo vital. La filosofía de la historia, ciencia de lo que será, de acuerdo con lo que debe ser y partiendo de lo que es, ofrece también de este modo un saber de compromiso. De ahí la exigencia de austeridad, de sacrificio; con que deben encararse las grandes empresas. Estas –decía Platón- encierran un peligro y en ello radica su valor pues verdaderamente lo hermoso es difícil”. “La ley de la historia se cumplirá –dice Yrigoyen- por las inspiraciones supremas y por las concepciones levantadas y austeras de los que la interpretan sin la menor desorientación en la ruta verdadera de su destino”.

Tanto para Ahrens como para Tiberghien, la filosofía sobre la cual se apoya la política, es la del derecho; y a su vez, la historia es la de las instituciones. Ambas dan lugar a una “filosofía de la historia del derecho” que cuando se proyecta al futuro recibe el nombre de “política”. Para Tiberghien precisamente ésta es “la ciencia de las reformas a realizar progresivamente en un estado dado de la sociedad en vistas de un estado ideal: el punto de partida de la política es el estado actual; su fin es el ideal”. En cuanto saber teleológico la política queda enmarcada pues dentro de la filosofía de la historia, en una de sus ramas.

§ 97. Los krausistas han definido el derecho, ya lo hemos visto, como el conjunto de condiciones necesarias para el cumplimiento del destino del hombre. Se ve entonces claro por qué la política constituye parte de la “filosofía de la historia del derecho”. Su misión es la de promover y conducir las reformas que sean necesarias para que se den las condiciones que definen lo jurídico, sin invadir por cierto el campo autónomo de acción de las distintas esferas sociales cuya espontaneidad no debe ser ahogada, sino precisamente favorecida. La política se pone de este modo al servicio de lo originario en el orden social a la vez que intenta ordenarlo históricamente con los ojos puestos en lo metafísico. Ahrens observa con acierto que una política así entendida significaba volver a la tesis sostenida por Platón en sus diálogos, en particular en Las Leyes donde esta ciencia es presentada como un quehacer intermedio “que haciéndose cargo de las imperfecciones de la vida real debía indicar las instituciones y las leyes propias para reformar el estado presente y hacer que sucesivamente se aproximase al estado ideal”. No hay pues arbitrariedad alguna dentro de la ciencia política y tanto el objeto sobre el cual se mueve, la sociedad humana, como el objeto al cual apunta, a saber, la reforma de esta sociedad en vista de un fin trascendente, llevan el sello de lo eterno. Se explica que Yrigoyen declare que “desde el primer momento de mi vida, tuve la intuición de que la ciencia política reasumía la mayor suma de las vitales comprensiones de la sabiduría humana”. Además, entre aquellas condiciones necesarias para el logro de nuestro destino, se destaca una forma de libertad que es, con palabras de Ahrens, “la salvaguardia de todas las otras libertades”, “la atmósfera común en la que respiran y se desarrollan todas las demás”: la “libertad política”. Sin la existencia de ésta se hace imposible un normal desarrollo del “derecho de personalidad”, del cual –como hemos visto-, derivan todos los otros derechos, como también, al encontrarse afectada la “persona humana”, se resienten todas las otras esferas sociales que descansan necesariamente en ella. La política reasume sin duda la sabiduría humana en sus comprensiones más vitales, en sus conceptos más ricos, en cuanto que la “persona” sobre la cual giran todos sus conocimientos y su acción es una imagen de la Divinidad.

§ 98. Vimos que la política es para Ahrens y Tiberghien “un desmembramiento de la filosofía de la historia” y que es por eso mismo un saber a la vez racional y experiencial. Dentro de aquella filosofía se caracterizaba además por constituir un saber científico encaminado a la acción. El krausismo ha insistido fuertemente, por otro lado, en la necesidad de una orientación firme, inquebrantablemente apuntada a fines, determinados con claridad dogmática. Esta posición es sumamente clara en las páginas tal vez más leídas por Yrigoyen, dedicadas a la filosofía de la historia en la Introducción de Tiberghien. “El ideal frente a nosotros es la estrella que traza la ruta – dice el autor belga- y que aclara la marcha. El verdadero hombre de estado es el piloto que conduce la nave a puerto entre los escollos y las tormentas, fijados los ojos sobre la estrella”. Este “ideal” del que aquí se habla tiene su antecedente, como en general toda la doctrina política krausista, en el platonismo y resulta ser además una doctrina paralela a la que, derivada también del pensamiento platónico, desembocó dentro de la línea espiritualista de origen ecléctico, en las “ideas-fuerzas” de Fouillée.

§ 99. Yrigoyen utiliza una rica y variada gama de expresiones para denominar al “ideal” que hace de meta en su credo. Hablaba en 1897 de “creencias fundamentales” y de “grandes verdades”; en 1905, en los manifiestos de la revolución de ese año, hablaba de “elevados conceptos” y de un “ideal de propósitos saludables”; en la polémica con Molina lo denomina “idealización levantada”, “augustas concepciones”, “principios”, “concepciones levantadas y austeras” y “augustos fines”; en 1912 a los jóvenes uruguayos les hablaba de “magnos ideales” y de “idealidades y propósitos conducentes”; en 1916 al ascender a la presidencia de la República mencionaba las “magnas concepciones idealizadas”; en los documentos de 1931, elevados a la Suprema Corte Nacional de Justicia: “las más altas orientaciones”, “visiones”, “fundamentos perdurables”, “fines”, “maravillosa idealidad”, “orientadora finalidad”, “mirajes”, “ideologías y propósitos conducentes”, “esplendentes idealidades progresivas”, “luminosas idealidades”, “sublime idealidad”, “mandatos superiores”, “mandatos inmanentes”... Toda esta terminología encuentra su explicación y su sentido en el Ideal de la Humanidad para la vida.

§ 100. para Krause, en efecto, la filosofía tiene la virtud de entregarnos, sobre la base de un acto intuitivo ejercido en el seno de la conciencia, un fundamento regulador: la idea. Esta es: un “concepto puro e inmediato del espíritu y concepto total, que no depende de experiencia sensible, sino que es original y primero y como tal antecede y regula toda idea particular”. La prueba de tales “ideas” está dada por el hecho mismo de su presencia. “Cuando decimos -agregaba Krause- esas son mis ideas, expresamos con esto aquellos conceptos originales e inmediatos que anteceden a todo otro de su género y a la experiencia, y que determinan según ellos mismos todos los ulteriores; son principios”.

La “idea” así entendida no es un simple concepto, sino que es ella por sí misma un sistema. “Encierra en sí –dice Krause- un mundo de segundos conocimientos y aplicaciones”. Una “idea” basta para formar todo un hombre, es programa de vida. Posee un valor normativo y regulador que se nos impone. “Apenas luce ante el espíritu, quiere ser cumplida en tiempo y circunstancias; y en efecto nos insta y urge poderosamente hasta que se ha convertido en efectiva realidad”. En función de este último carácter la “idea” es “ideal”, esto es, aclara Krause, un conjunto de “direcciones y formas ejemplares determinadas conforme a la idea primera”, en otras palabras, un “plan”, un “proyecto”, una “regla”. Por otro lado, la “idea” que hace de fundamento de todo “ideal”, no es nunca arbitraria, es como en el caso de la “Humanidad”, un principio racional fundante que como toda realidad ontológica se da a-priori y sirve, convertida en “ideal” para regir lo empírico y con ello nuestra vida temporal histórica. Es evidente la diferencia que hay entre la capacidad reguladora de la idea kantiana y la krausista.

Podemos también explicar la “idea” krausista como una intuición básica en función de la cual nos conocemos como incluidos en una realidad que nos excede. De aquí deriva el solidarismo krausista. Nos sentimos sumidos en lo genérico y en él, realidad eterna y orgánica, llevamos a cabo nuestra realidad individual histórica.

§ 101. El “ideal” es por otro lado un imperativo categórico. Exige su cumplimiento en sí mismo, sin ulterioridades y el progreso sólo es factible si nos mantenemos estoicamente en el terreno del deber. Tiberghien, en sus páginas dedicadas a la política, retoma justamente todos estos conceptos que son claros en la conducta de Yrigoyen. Para éste el “ideal” era una “visión fija” que le permitía una “absoluta identidad” de conducta; era también un “pensamiento único” o “una espiritualidad que perdura a través de los tiempos”. Los movimientos de opinión, nos dice, “no deben tener sino direcciones constantemente amovibles” para que puedan alcanzar una “aplicación científica” y “armónica” deben responder pues a un “ideal” que los fundamente en aquella referencia a lo genérico, a lo racional, a lo eterno. Frente a lo informe de la política realizada de modo empírico y supeditada a las menguadas ambiciones, hay que poner “un pensamiento que como faro fijo luminoso orienta, precisamente, todos los deberes morales, políticos y sociales”. La política así realizada, con ese “ideal fijo”, se constituye pues en un “doctrinarismo sistematizado”, en un “dogmatismo absoluto” e “invulnerable”, en otras palabras, en un saber “científico”.

§ 102. El deberismo de origen kantiano lleva al mismo tiempo a predicar y a enaltecer la austeridad, tarea que llegó a ser en Yrigoyen verdaderamente obsesiva. La lucha contra la moralidad utilitaria que llevaba a la degradación política daba aún más fuerza a aquella prédica. La idealidad yrigoyeneana se desprende noblemente de las palabras finales con que cierra el último documento de su vida de hombre público. Página de elevada inspiración krausista en la que, mirando hacia el pasado, resume por última vez su credo: “Esa es la histórica reparación -dice- que ha alcanzado soluciones de ponderación, tal como nunca se conocieron mayores, llevada a cabo a puro rigor de principios y austeridad de carácter y a pura conjunción de sacrificios todos, siendo la única orientación exacta y plausible para la consumación de su patricio mandato... Obra tan fecunda, culminada en la forma más generosa y noble de las calidades que dignifican a las entidades humanas, estuvo garantizada siempre por la excelsitud de sus propios atributos. No la computo en su irradiación, ni por los triunfos, ni por las adversidades, sino en la profecía de una fe omnímoda jurada ante los altares de la Patria y sentida con los fervores de los mandatos inmanentes; que en definitiva son los que iluminan la vida humana hacia los destinos superiores, que abarcó casi medio siglo, con tal conceptuosa significación que pudo consolidarse en toda su trayectoria, con una progresión de ética moral y científica tan armónicas, como jamás se había concebido, por lo cual, no hay nada más que la Nación misma en su unidad absoluta y en su probidad plena... Yo concebí esa finalidad patriótica desde los albores de mi vida y durante toda mi existencia la he instruido con las experiencias humanas y con los clásicos pensadores que iluminaron consecutivamente mi frente”.

§ 103. En Yrigoyen aquella Humanidad, “idea” que funda toda solidaridad posible y que se reviste de poder normativo en cuanto adquiere la forma de “ideal”, se mantiene como un supuesto. Vemos a cada paso en sus escritos, sin embargo, una referencia permanente a la “Nación”, la que desde el punto de vista del krausismo es aquel mismo “ideal” vivido desde una de las entidades absolutas que integran la Humanidad. Esta última es un conjunto de personas, irreductibles unas a otras en función del derecho mismo de personalidad, constituidas por una armonía de tradiciones e innovaciones orientadas de modo fijo hacia la realización orgánica de su propia unidad absoluta. El mismo concepto encontramos en las Lecciones de filosofía del derecho de Escalante para quien la nación en “cuanto persona moral es naturalmente idéntica a las demás”. Esa unidad ética y jurídica es la que tiene presente Yrigoyen en aquellas palabras finales.

§ 104. Ya dijimos que la política como parte de la “filosofía de la historia” intenta armonizar lo racional con lo empírico, lo a-priori con lo a-posteriori. La “idea” de la que deriva el “ideal”, constituye la parte de razón; la historia, en particular decíamos la de las instituciones, ofrece lo empírico. El “ideal” hecho carne, convertido en “mandato inmanente”, ha impulsado la acción política de Yrigoyen, extendida durante casi medio siglo y llegó a consolidarse, según él lo ve como buen krausista, en “una progresión de ética moral” y una “progresión científica” elevadamente armónicas, gracias a lo cual fue posible que la Nación se manifestara en su esencia, es decir, en su “unidad absoluta”, surgiera, en otras palabras, como persona. Lo “científico” de que se hablaba en este texto no es otra cosa que la política entendida como un sistema de acción prospectiva que se apoya tanto en lo racional, lo ético, como en lo empírico, vale decir, lo histórico, “llevada a cabo a puro rigor de principios y austeridad de carácter”. Yrigoyen habría pues cumplido, de esta manera con lo que la idea de la Humanidad pide al individuo, según nos dice Krause al abrir su famoso libro: que se reconozca como “parte y órgano” de esas sociedades mayores y que viva con ellas “en continua y progresiva relación para el cumplimiento del fin fundamental del todo –es decir de la Humanidad- y el histórico de cada sociedad”.

§ 105. Para el krausismo la nación tiene por lo que vamos viendo una doble fuente de personalidad. Por un lado es persona en sí misma, en cuanto al derecho absoluto; por otro, lo es teniendo en cuenta su realidad histórica, en la medida en que ha elaborado a través de los tiempos una forma cultural propia e inconfundible. De esto deriva el elevado y permanente interés que los krausistas mostraron siempre por la cultura nacional y que en el caso concreto de Yrigoyen tiene para nuestro país consecuencias de la más significativa importancia.

Esos dos sentidos de la personalidad nacional se encuentran involucrados en lo que Yrigoyen denominaba “atributos nativos de la personalidad” o “propia natividad de la nación”. Su despertar había permitido “el patrio renacimiento” y las “magnas concepciones” que lo hicieron posible fueron sentidas por “el alma nacional” como un regreso a sí misma.

Este regreso a lo “nativo” entendido de modo profundo y no como lo sienten la mayoría de los superficiales e inauténticos “nativistas” desgraciadamente tan abundantes, tenía sus raíces en lo mejor del pensamiento romántico. Para Krause cuando las naciones hayan alcanzado su “identidad orgánica”, cada una de ellas estimará “su carácter nacional, su ciencia, su poesía, sus costumbres nacionales, en noble emulación con los demás miembros de la familia común”, es decir que cada una alcanzará su “propia civilización”. El individuo, en la medida en que debe él también realizar por su cuenta el ideal de la humanidad para la vida, no podrá quedarse en una mera actividad ciudadana, pues, “no sólo le interesa la vida política de su pueblo sino la total vida nacional, la literatura nacional y el carácter de las costumbres patrias”.

§ 106. La concepción krausista del estado venía por otra parte a fortificar aquella visión de los “atributos nativos de la nacionalidad”. En contraposición con la teoría kantiana, acusada de “exclusiva y abstracta”, en cuanto entendía que el único fin del estado se alcanzaba con la consecución y el mantenimiento del derecho, el krausismo afirmará que aquél no puede prescindir de los demás fines del hombre, en la medida en que el derecho no es un fin en sí mismo. “Síguese de aquí –dice Ahrens- que es necesario señalar al estado, bajo dos puntos de vista distintos, un doble fin: un fin inmediato, directo, el del derecho; y un fin indirecto, pero final, consistente en la cultura social”. Esto implicaba sin duda alguna una reforma muy de fondo de la doctrina del “liberalismo individualista”, fundada en el kantismo tal como hemos dicho, y el paso hacia la solidaridad y organicidad típicamente krausistas. El estado puede y debe intervenir “en la marcha de la vida nacional”, sin que signifique tal afirmación salirse del liberalismo en cuanto que la intervención del gobierno de las sociedades en la vida de éstas, no significa quitar a las distintas esferas o personas el poder de la causalidad eficiente que las caracteriza de modo esencial. El hombre, en cuanto persona humana, la familia, el municipio, y la nación, son siempre sustancias entendidas al modo leibniciano, vale decir, definidas en cuanto a la fuerza y la autonomía propia y consustancial de cada una de ellas. El “desarrollo” krausista consiste por tanto en favorecer la expresión espontánea de aquellas realidades sustanciales y en hacerlo positivamente, “sin usurpar las fuerzas y las causas productivas”, en un plano de integración social”.

§ 107. Históricamente, este regreso a la “propia natividad de la nación”, para decirlo con términos de Yrigoyen, se manifestó en su época de diversas maneras sumamente ricas y que favorecieron lo que Ricardo Rojas llamó, dentro de este mismo espíritu, la “restauración nacionalista”. Significó, tal como lo hace notar Félix Luna, una “liberación en lo espiritual” que abrió las puertas a una búsqueda de lo propio que aún sigue en nuestros días acuciando a la conciencia argentina. No queremos significar con esto que el despertar de tales urgencias sea atribuible exclusivamente al krausismo, pero sí que éste a través de los ideales socio-políticos de Yrigoyen recibió un impulso vivificador innegable. La Historia de la Literatura Argentina de Rojas, es, no cabe duda, el monumento literario de mayor envergadura, producto de esta época de regreso a las fuentes de la nacionalidad entendida metafísicamente como “identidad absoluta”, e históricamente, como organismo temporal connotado por virtualidades propias derivadas del terruño. Juan José Sebrelli ha observado, por su parte, sin que esto quiera suponer identificaciones partidarias, que “el yrigoyenismo en política y martinfierrismo en literatura, representan una profunda voluntad de ruptura con toda tutoría”.

Seríamos injustos sin embargo si supusiéramos que todo este despertar nacionalista, fecundo en su raíz y desgraciadamente desvirtuado e infecundo por la superficialidad y la inautenticidad de muchos pseudo-intelectuales y políticos que bebieron en sus aguas, surgió sin antecedentes dentro de la historia espiritual argentina. Los repudiados intelectuales, representantes del “liberalismo del `80”, elaboraron a su modo las bases de este despertar dentro del cual el krausismo de Hipólito Yrigoyen es una de sus etapas únicamente y dentro de ellas, tan sólo uno de sus variados aspectos.

§ 108. Habíamos dicho que la “solidaridad” del racionalismo armónico predicada por Yrigoyen incidió en la interpretación de la naturaleza de los partidos políticos. “La Unión Cívica Radical –dice Oyhanarte consustanciándose con las propias ideas de Yrigoyen- no es un partido político... es algo anterior y superior a un partido político: es como ya lo hemos repetido con insistencia: la reparación nacional. Entre un partido político militante y un idealismo objetivo y subjetivo, como el radicalismo, media la misma diferencia que existe entre la revolución de Mayo y el partido unitario de Rivadavia o el federalismo de Dorrego o Rosas. La reparación nacional es por definición anterior a la coexistencia de los partidos militantes... porque es lo primero que hay que fundar en una sociedad civil...”. Para Oyhanarte la Unión Cívica Radical es pues lo que Krause denomina “una tendencia fundada” y frente a la cual será en vano preguntar cuál es el “partido” al que debamos afiliarnos o al que tengamos que combatir o excluir. “Donde quiera que nace una tendencia fundada –dice el mismo Krause- en seria convicción y para fin general, público, que da de sí leal testimonio en palabra y obra consiguiente, que se organiza para realizar pacíficamente el fin propuesto, allí reconoce la humanidad un nuevo medio y órgano de vida, allí adopta la nueva tendencia...”. Resulta evidente que para Krause los “partidos” políticos, tal como se los entiende comúnmente, pierden toda justificación frente a una “tendencia fundada” en la medida en que convierten “en absoluto el fin particular” y desconocen de esta manera “su fundamento en el todo y su aspiración definitiva al bien mismo del todo”, con lo que vienen a parar en movimientos ilegítimos, perturbadores y antihumanos. Los partidos políticos en cuanto han abandonado pues aquella vocación por lo genérico, aquel sentido de lo solidario, generan la exigencia de afiliaciones excluyentes: o se es de un partido, o del otro; una tendencia fundada mueve sin embargo de otra manera: no es ya el individuo el que ve en ella una posible satisfacción de sus intereses egoístas, sino que es la humanidad misma la que la acepta en cuanto nuevo órganos de vida. No tiene sentido pues hablar aquí de “afiliaciones partidarias”; no se trata ya de “fracciones externas”, sino de algo muy concreto y legítimo que hace a la vida misma de las esferas inmanentes que constituyen la sociedad.

Ahrens, dentro del mismo espíritu de Krause, contrapone las “asociaciones puramente políticas” a “todos los otros géneros de asociación” (empresas comerciales, organismos religiosos, corporaciones universitarias, etc.). Frente a estos últimos, los “partidos políticos” no son más que “asociaciones de opiniones más o menos fundadas y que pueden degenerar fácilmente...”. Su justificación sólo será posible, piensa Ahrens, el día en que los partidos abandonen sus pretensiones de cumplir con “un fin político general” y se constituyan en asociaciones transitorias al servicio de reclamos muy concretos, satisfechos los cuales ya no tiene sentido la sobrevivencia del partido.

§ 109. Ya dijimos que Rodríguez ha entendido que el radicalismo significaba, sin equivocarse por cierto, un paso del liberalismo individualista hacia una nueva forma en la que se entiende a la sociedad como un ente constituido por ciertas estructuras orgánicas. El sujeto de derecho ha dejado de ser el individuo, tomado exclusivamente como una fuerza volitiva privada, haciendo abstracción de las demás esferas que se reducían por esto mismo a personas ficticias, a simples figuras jurídicas, sin sustancialidad. El nuevo derecho funda su organicismo precisamente en la valoración de esas distintas esferas como “sujeto propio y sustantivo”, tal como lo afirma Schäfle siguiendo la doctrina krausista.

Los textos de Yrigoyen en los cuales aparecen con meridiana claridad el organicismo krausista, como también la valoración de los partidos políticos que deriva de él, son abundantes y definitorios, si bien hay en ellos una formulación propia en la que radica, según vemos nosotros, una inteligente aplicación del krausismo a la realidad social y política argentina. La tesis de Krause, que se repite en Ahrens como hemos observado, llevaba o al rechazo de los partidos políticos, reemplazados por las “tendencias fundadas”, o a la afirmación paradójica del “partido” único. Entre estas dos actitudes se mueve todo el pensamiento de Yrigoyen. Por un lado, acepta la existencia de “movimientos de opinión” diversos y concurrentes; por otro, sin embargo, niega que la Unión Cívica Radical sea un “partido”. Las distintas situaciones históricas concretas explican en cada caso los momentos de esta manera de pensar que no significan sin duda confusiones conceptuales, sino que derivan de una visión axiológica sostenida y en última instancia congruente.

§ 110. Cuando Yrigoyen dice que la Unión Cívica Radical es “un movimiento para fines generales y comunes”, le asigna aquel “fin político general” que Ahrens rechazaba precisamente para los “partidos”; lo mismo quiere decir cuando afirma que está movida por “un pensamiento puramente genérico”; el apelativo “radical” que se agregó a la primitiva “Unión Cívica”, responde también al mismo concepto: significa un hincamiento en lo “originario” o como también dice Yrigoyen, en la “esencialidad”, es decir, que se ubica con palabras de Ahrens en aquel nivel anterior a lo “puramente político”. “La Unión Cívica Radical, aclara en otra parte, no es propiamente un partido en el concepto militante”. La doctrina del “contrapeso”, predicada con tanto entusiasmo por algunos positivistas, como es el caso concreto de Agustín Alvarez, se apoyaba justamente en una concepción de los movimientos de opinión considerados como externos entre sí y en una visión de los intereses particulares entendidos como esencialmente antagónicos. No había posibilidad alguna de planteos organicistas como los que propone el krausismo y que derivan de aquella fe de integrarse en lo “genérico”, es decir, en “lo esencial” u “originario”. En este nivel no se puede transar políticamente; hacerlo significa neutralizar fuerzas nativas –afirma Yrigoyen- que vienen de la realidad social misma y que no tienen sentido arbitrario alguno. En materia de “principios” lo único que puede hacerse es sostenerlos. Estamos sin dudas puestos de esta manera en un nivel más hondo que mana directamente de “las comunidades originarias que fundamentan sus vidas en los principios de las leyes inmutables”. “Por ello – agrega Yrigoyen- todo credo de la ciencia política, en la organización y perfeccionamiento sucesivo de los pueblos, debe ser radical en su esencialidad, porque ésta es la más selecta condición de vida. De manera que siendo radical el concepto más interpretativo de la razón y de la conciencia superior, las naciones que puedan ostentar su desenvolvimiento y sus actividades con ese emblema, no hay duda en asegurar que han llegado a la culminación más alta de la vida...”.

§ 111. Entendida de esta manera la Unión Cívica Radical, no podía menos que ser identificada con la “causa de la Nación” y luego, abiertamente, con la Nación misma. Yrigoyen llega a declarar que quien reniega del “movimiento”, lo hace de la Patria “porque no es posible conseguir mayor identidad”. Rodríguez, interpretando el sentido de esta identificación dirá que “Yrigoyen personificó la Unión Cívica Radical en una entidad simbólica, para entregarla a la veneración del pueblo”. La “causa” resultaba de esta manera sagrada, sin metáforas; su caudillo fue el “apóstol”; los integrantes de ella se llamaron “correligionarios” y la defección se denominó “apostasía”. El radicalismo creó lo que en su época se llamó “la mística del partido”, una especie de “religión cívica”, fenómeno que solamente podría ser enteramente captado en su naturaleza estudiándolo como objeto de la historia de las religiones.

Este valor sacro de lo político derivaba en el krausismo de la cualidad sagrada del derecho en la que justamente Wenceslao Escalante insistía con fuerza en sus lecciones. Si a ello se suma ciertas referencias a estados de “éxtasis” y de “alucinación misteriosa” y una firme creencia en una misión providencial cuya envergadura no tenía paralelo, según pensaba el caudillo, dentro de la historia de la humanidad, obra en la que participaba como “el agente misterioso del destino, del pueblo o de Dios”, podrá hacerse una idea del renacimiento que todo esto implicaba de concepciones arcaicas de la convivencia humana. Escribió una impresionante página con motivo de asumir la presidencia de la República, en octubre de 1916 la que Rodríguez publica con el título de “Himno triunfal”.

§ 112. El fuerte eticismo característico de todos los seguidores de Krause y que es sin duda alguna nota altamente positiva que reorienta tanto al derecho como a la política hacia concepciones orgánicas y concretas, en contra del formalismo y del mecanicismo jurídicos anteriores, degenera sin embargo en la práctica en una moral viciosa como consecuencia de la identificación del “movimiento político” con la nación misma. Ella conduce a dividir el país en ciudadanos puros e impuros. Rodríguez afirma que “el pueblo argentino tuvo que dividirse naturalmente en dos fracciones: la de los buenos y la de los malos”... “ se trata – dice más adelante- de un partido de los hombres de bien, contra otro de los malos ciudadanos”.. Oyhanarte no es menos explícito, la nación para él se encontraba dividida en “dos hemisferios: uno en la luz y el otro en las tinieblas”. Esquemas simples que redundaban sin duda en beneficio de la interna cohesión del movimiento político, pero que aún aceptada como real la inmoralidad de las élites gobernantes, constituían un crudo maniqueísmo.

§ 113. Todo este modo de ver el fenómeno político deriva en general de las ideas sociológicas del krausismo que llevaban a revalorar las formas de asociación “esenciales u orgánicas”, como las llama Tönnies, frente a las que este mismo sociólogo denomina “asociativas” o “societarias”. Significaba también paralelamente el intento de refundar la ciudad humana sobre la “voluntad orgánica” que caracteriza a toda “comunidad” (Gemeinschaft) y el desprecio o desconfianza por aquella “voluntad libre” que da origen a la “sociedad” (Gesellschaft), con lo que se venía a poner en crisis algo por lo cual había luchado la inteligencia argentina desde sus albores, en contra de concepciones arcaicas de convivencia. El pensamiento de Yrigoyen significó en cierto sentido un regreso a ciertas formas políticas anteriores a las que inauguró la Ilustración y de la cual derivaba en buena medida el pensamiento constitucionalista de Juan Bautista Alberdi. Las exageraciones del derecho contractualista justificaron ciertamente la reacción del radicalismo, por lo menos en el modo como lo entendía su conductor e hicieron que este movimiento haya sido un hecho verdaderamente importante dentro de la historia de las ideas políticas argentinas. No vaya a creerse sin embargo que la política se apartó en Yrigoyen de la gran corriente del liberalismo que llena por completo la época en que le tocó actuar. La valoración krausista de las “comunidades” no significó en ningún momento, dentro de la organización del trabajo, ni un regreso al corporativismo medieval, ni tampoco un anticipo del corporativismo fascista.

§ 114. Decíamos que Yrigoyen había aplicado a las circunstancias argentinas su krausismo. La misión que él asignaba a la Unión Cívica Radical dependía también en gran parte de la situación social y política que atravesaba el país. Ahrens en su Curso de derecho natural dice que las aspiraciones de los pueblos, vagas en un primer momento, acaban por perfilarse en función de la resistencia de que son objeto por parte de los gobiernos. Este fenómeno fuertemente sentido por la naciente clase media argentina impedida de llegar al poder por las élites gobernantes, llevó tanto al despertar por una conciencia de lucha, como a modelar esa lucha sobre ciertas técnicas que fueron propias del radicalismo. Todas ellas entran claramente dentro de lo que los teóricos de la doctrina krausista han denominado “derecho del derecho”, vale decir, el derecho que tenemos de vivir dentro de un “estado de derecho”.

El planteo es claro y encierra una lección de ética política nada despreciable. No es posible en efecto actuar del mismo modo en una sociedad que ha alcanzado el “estado de derecho”, como en otra en la que éste se encuentra fuertemente debilitado o no existe o por lo menos en ciertos momentos o respecto de ciertos grupos sociales. Históricamente la última de las posibilidades nombradas era la que padecía en general la clase media argentina. La misión que se impuso Yrigoyen fue pues la de la consecución de garantías para una sociedad en la que se experimentaba en esos momentos una fuerte diversificación social con la aparición y consolidación de nuevos estamentos. He aquí pues otro aspecto paradójico del radicalismo que si bien significó un regreso a modalidades arcaicas, en este aspecto fue revolucionario.

§ 115. Aquellas técnicas políticas que hizo propias el radicalismo fueron: la “intransigencia”, la “abstención” y la “revolución”. Las tres derivan su justificación teórica del krausismo y apuntan a lograr el “estado de derecho”, acto al que Yrigoyen denominó la “reparación” o sea el regreso a los derechos naturales que definen a la persona humana y a la nación en cuanto entidad orgánica fundada en aquélla. La identidad de la nación con el partido, funda la intransigencia; los "partidos orgánicos" no pueden entrar en transacciones con simples fracciones militantes que no representan fuerzas morales originarias; la “abstención”, o sea la negación a participar en los actos comiciales mientras no impere el estado de derecho, es caracterizada por Yrigoyen como “un recogimiento absoluto y total alejamiento de los poderes oficiales, para dejar bien establecido que en el presente y en la historia y como demostración del mundo que nos mira, que la Nación no tiene ninguna comunidad con los gobiernos que en hora fatal le arrebataron el ejercicio de la soberanía”. Como es fácil ver, la abstención implicaba la revolución. “Es derecho natural de las sociedades –dice Yrigoyen en el mismo texto- sobre el cual reposa el orden legal, que los gobiernos subsisten por la voluntad de la opinión, o en caso contrario, la resistencia legítima de ellas”.

§ 116. El krausismo había afirmado la revolución en contra de otras ideologías políticas. Nuestros positivistas, tanto comtianos como spencerianos, predicaron insistentemente la necesidad de un progreso continuado, de carácter evolutivo. Se ha de sumar a esto el modo particular como fue asimilada la filosofía de Augusto Comte. Dos casos altamente interesantes nos lo ofrecen precisamente Pedro Scalabrini, el introductor del comtismo en Argentina, como hemos visto y de quien volveremos a hablar necesariamente en otros lugares, y Carlos Rojo, autor de un ensayo sobre la Revolución del `90, movimiento armado que constituye como sabemos uno de los antecedentes históricos de la Unión Cívica Radical.

Scalabrini y Rojo intentaron cada uno a su modo una síntesis del positivismo comtiano con el evolucionismo; el primero, teniendo en cuenta de modo directo la obra de Darwin, el segundo, haciéndolo sobre las doctrinas políticas de Spencer. “En estos últimos años –decía Scalabrini en 1888- se ha aplicado la teoría de la evolución darwinista a la política...” y más adelante da la formulación comtiana, compatible con aquella doctrina según él piensa: “La política es conservadora y progresiva a la vez, afirmando que no puede haber progreso social sin orden, ni orden sin progreso...”. A propósito de estas ideas de Scalabrini, Mercante, su discípulo, decía: “El alma de la filosofía positivista es un alma evolucionista; de ahí las armonías percibidas por el maestro y filósofo de Paraná; de ahí su repugnancia por las revoluciones, que como Comte, juzgaba no sólo estériles sino retrógradas”.

Rojo por su parte, habla de dos influencias opuestas en el proceso histórico nacional: “la una natural”, que es la que siguen los pueblos en sus “edades” comtianas y “la otra, creada por la mano del empirismo político” y representada por los intelectuales argentinos que dictaron, basados “en la más pura ideología”, constituciones de naturaleza metafísica. La fe en estas constituciones dictadas por la pura razón es paralela, dice Rojo, a las exigencias de “cambiar el organismo social por medios revolucionarios” y significan ambos hechos olvidar “el trabajo lento de la evolución de las sociedades”.

Juárez Celman, presidente de la República entre 1886 y 1890 y uno de los responsables de la crisis con la que terminó su gobierno en la que tan importante papel jugaron las fuerzas de las cuales luego surgiría el radicalismo, había sostenido también la filosofía de Spencer como trasfondo de sus ideas políticas. Años más tarde, cuando la presión ejercida por la opinión pública, obligó a la oligarquía a escuchar a aquellos de sus dirigentes que no habían perdido la fe en la democracia, fue también la doctrina de la evolución la que se puso en juego. “Mi política –decía Roque Sáenz Peña- es de evolución”.

§ 117. Frente pues a la oligarquía que, positivista o no, se inclinaba hacia una concepción evolutiva del progreso, el radicalismo sostuvo la legitimidad de la revolución. La justificación filosófica del uso de la fuerza se encuentra desarrollada casi en los mismos términos desde Krause o Ahrens, Gumersindo de Azcárate o Eugenio María Hostos, hasta Yrigoyen.

En el Ideal de la Humanidad para la vida se habla de las revoluciones como “crisis periódicas de la historia”, en virtud de las cuales se avanza hacia una estructura cada vez más orgánica de la sociedad. Ahrens amplía el pensamiento de su maestro y da claramente las bases de la doctrina. La revolución, en primer lugar, no es propiamente un derecho, pero resulta ser tan necesaria en algunos casos, como la guerra. La “crisis política” tiene inevitablemente que producirse cuando hay un desnivel entre el “derecho formal” impuesto por el gobierno y el “derecho ideal” del que tiene conciencia la sociedad: “entre las leyes y el estado más avanzado de la cultura de un pueblo”. En este caso la razón exige imperativamente el uso de la fuerza, pero a la vez ordena que sea lo más excepcional posible. Se trata por tanto de la fuerza al servicio del derecho, dentro de un ideal en el que se piensa en una situación en la que tales “crisis” serán innecesarias y el progreso responderá a una evolución normal y espontánea.

El krausismo atribuye como puede verse la causa de la revolución a los gobiernos y considera posible la restitución del orden gracias a las virtualidades naturales del pueblo; al mismo tiempo supone dos etapas: una de lucha por la consecución del derecho conculcado y la otra, establecido el estado krausista, de orden natural y normalmente progresiva. Gumersindo de Azcárate en su Minuta de un testamento, aparecida en 1876, decía todavía con más fuerza que “la insurrección es un derecho cuando un pueblo apela a este medio, perdida toda esperanza de poder utilizar los pacíficos, para recabar su soberanía y ser dueño de sus destinos, arrancando el poder de manos de una institución o de una minoría que se han impuesto abusiva y tiránicamente”. Para Eugenio María Hostos también cuando se ha creado un “derecho artificial” que “privilegia a pocos”, en contra del “derecho natural que abarca a todos”, es necesario entonces “matar con armas homicidas el privilegio que se ha erigido en derecho positivo”.

§ 118. Los planteos de Yrigoyen son exactamente los mismos. Entre 1890 y 1912, año en que se dictó como hemos dicho la nueva ordenación del derecho electoral en argentina, postuló la revolución. Una vez establecido el “estado de derecho” por obra debida a la presión ejercida por el radicalismo y a la voluntad democrática de los últimos dirigentes de la oligarquía, y habiendo Yrigoyen ocupado la presidencia de la República, sofocó violentamente y en algunas ocasiones de modo sangriento, aquellas reacciones que podían poner en peligro el orden jurídico alcanzado; cuando en 1930 un golpe militar lo depuso del gobierno, en sus escritos elevados a la Suprema Corte Nacional de Justicia, denunció el regreso que tal movimiento armado significaba, frente a un “estado de derecho” logrado con tantos sacrificios en la etapa revolucionaria previa.

Dejando de lado la enunciación de juicios valorativos acerca de la oportunidad de tal política en sus diversas etapas que nos llevaría a investigar la posibilidad de su justificación desde un punto de vista histórico, económico o sociológico – que en alguna medida hemos intentado hacer en el comienzo- nos interesa destacar que considerada en sí misma, implicaba la exigencia de fundar la vida de la nación sobre una eticidad originaria. Esta actitud, plausible en sí misma, fue llevada a cabo dentro de los marcos ideológicos del racionalismo armónico y constituye una de las campañas de moralización más nobles que haya conocido Argentina a pesar de los inevitables fracasos a los que estuvo expuesta y de la imperfección de su propio desarrollo.

§ 119. Como hemos dicho antes, sería un error pensar que tal eticismo era algo nuevo en el país y exclusivo de un movimiento político. En líneas generales todo el pensamiento argentino, desde la Ilustración en adelante y en particular desde la Generación de 1837, intentó fundar la política y el derecho sobre la moral y no existe ningún movimiento de carácter político o pedagógico que no dependa de los principios incluidos por aquella Generación en la Carta de 1852. Todas las fuerzas morales del país se conjugaron precisamente en 1912. Las exigencias de pureza del sufragio encarnadas en las masas en las que se había despertado por otra parte la conciencia de su fuerza, constituían un impulso revolucionario que venía desde abajo con el intento de restablecer sobre nuevas bases las instituciones derivadas de la Constitución de 1852, desquiciadas por la oligarquía; este hecho no sólo dio fuerzas a los reclamos populares; fue también el respaldo que necesitaban algunos de los miembros de la oligarquía para obligar a ésta desde dentro de ella misma a dar el paso evolutivo que la nación reclamaba e impedir una vez más la traición de los principios constituyentes de 1852. De esta manera el “liberalismo conservador”, recurriendo a sus mejores hombres, facilitó a la “democracia popular” revolucionaria el paso hacia criterios evolutivos, a costa por cierto de un desprendimiento que ennoblece más aún la actitud de aquéllos. Tal fue la obra de Sáenz Peña y de quienes le acompañaron en su gobierno: hacer posible la evolución en el proceso político argentino, evitando así la vía revolucionaria. Por su parte, la tarea de Yrigoyen fue, ya lo hemos dicho, la de haber dado forma pujante y vigorosa al “alma de la nación”, con lo que condicionó todos aquellos hechos y la de haber sentado las bases de un nuevo liberalismo de carácter solidarista sobre las ruinas del liberalismo sostenido por la caduca oligarquía. Tal fue la parte que le tocó jugar al krausismo argentino dentro del quehacer ético nacional.

§ 120. Pero volvamos nuevamente sobre las ideas del radicalismo revolucionario. Fracasada la revolución radical de 1905 su jefe, en el manifiesto posterior a la misma, decía que “no ha de invocarse en su contra el respeto al orden, porque éste supone la armonía de las actividades y de los derechos al amparo de la libertad y de la justicia y bajo la garantía de gobiernos regularmente constituidos. Ese es orden que surge –agrega- de la vida social y que hay el deber de considerar. La revolución no ha atentado contra él porque la República no lo conoce; ha tenido por el contrario que restablecerlo por el predominio de las reglas morales y de los preceptos de la ley que lo constituyen”.

Debido a lo anterior Yrigoyen consideraba que el radicalismo era un movimiento auténticamente “conservador” en la medida en que significaba un regreso a la fuente misma de la vida nacional, vale decir, a aquellas “comunidades originarias” de las que mana de modo espontáneo todo progreso cuando están dadas las necesarias garantías. Sólo de este modo sería posible lo que Yrigoyen llama “la irradiación de la personalidad”, o sea, el desarrollo natural de las “fuerzas emergentes” contenidas en el ciudadano, en la comuna y en la nación, en mutua interrelación solidaria. En una situación general de decadencia, por el contrario, toda purificación de hábitos se encuentra enervada y el hombre no puede “remontarse a las esferas inmanentes del bien público”. La degeneración moral hace imposible el sentimiento y la voluntad de inclusión de lo individual en lo genérico y las distintas esferas que componen en su interioridad el organismo social, se disocian y quedan en un estado de exterioridad mutuo. El regreso a la eticidad fundamental consiste simplemente, pues, en consolidar la “identificación orgánica” de las distintas “personas”, el reencuentro del ciudadano, el municipio y la nación con su propia naturaleza desvirtuada por obra de una política antisocial. A aquella obra denominaba Yrigoyen la “reparación fundamental”.

§ 121. Ahora bien, el punto básico en toda esta lucha por la consecución del “estado de derecho”, se encontraba centrado en la tarea de lograr la “identificación” del hombre consigo mismo. La inmoralidad reinante al introducir factores disociativos había llevado a una alienación; el reencuentro consistía por tanto en elaborar las condiciones para la recuperación de la autenticidad. Todo este planteo de fondo se concretaba, en los hechos, en la exigencia del sufragio libre.

Yrigoyen denominaba al derecho electoral “fundamento de la legitimidad de todos los poderes”, “punto cardinal de las más magnas proyecciones en todas las esferas de la vida de la nación”, el “más vital problema de las ciencias morales y políticas”, la “condición indispensable para llegar a las normales y regulares soluciones de la vida representativa de la nación”, el “centro de las libertades cívicas que constituyen el fundamento básico de la normalidad representativa”, etc., etc. “Propios y extraños se asombrarán –dice- de la magnitud de ese solo acto” y alcanzado el sufragio libre “se verá la trascendental diferencia que hay entre una nación ahogada por todas las presiones que la circundan a una nación respirando en toda la plenitud de su ser y difundiendo al bien común su inmenso poder vivificante”.

§ 122. El vigor de esta fe en lo electoral, concretado en el acto del comicio “honorable y garantido”, sólo es claro si se tiene en cuenta la noción ético-jurídica de “persona” tal como la entienden los krausistas dentro de su racionalismo romántico. A lo largo de todas las páginas del Ideal de la Humanidad para la vida es evidente la creencia básica en un fondo de revelación contenido de modo natural en el alma humana. Las exigencias de libertad se apoyan justamente en la necesidad de permitir una expresión y desarrollo espontáneo de ese contenido metafísico. De la misma manera que Cristo dijo: “El reino de Dios está en vosotros” –escribe Ahrens- Platón y Krause han dicho: “El estado, que debe realizar la idea divina del derecho, está originariamente en vosotros y del foco interno de justicia, fortalecido sin cesar por vuestras buenas y justas acciones, debe irradiar la justicia sobre todo el orden social”. El racionalismo armónico llevaba pues a una doctrina en la que la soberanía aparece distribuida entre las diversas esferas que componen el todo social. Se opone –como dice Giner de los Ríos- a la teoría de la llamada soberanía “nacional” con la que se ha pretendido desconocer aquel hecho. Los grados y géneros de soberanía, que comienzan con la del ciudadano en su calidad de tal, no son absorbidos en una unidad abstracta que los detenta de modo exclusivo, sino que deben estar ligados y unidos orgánicamente por la soberanía de la nación que los comprende respetándolos en su dominio. El poder, por esto mismo, se encuentra distribuido y cada ciudadano es en cuanto “persona”, lo mismo que las otras esferas, “un mundo propio y completo en sí” y en tal sentido un “estado”.

§ 123. Fácil es comprender pues la importancia que tiene en este modo de entender al ciudadano, la “representación”. Para que el estado pueda llegar a ser un “verdadero organismo ético del derecho” será necesario que haya una relación íntima de carácter recíproco entre el órgano central y el conjunto de las diferentes esferas de la vida nacional. Esta relación sólo será por otro lado posible, mediante la cooperación de todas las esferas en el ejercicio de los poderes. El estado debe necesariamente ser asunto de todos. La “representación”, que siempre lo es en última instancia del individuo, no supone sin embargo un “individuo abstracto”, sino que aquél se integra solidariamente en las distintas esferas y dentro de ellas alcanza su personal autonomía y acabamiento.

Ahora bien, si la representación es una función esencial cuya ausencia llevaría a la inexistencia de la comunidad, se desprende de esto que el “derecho de elección” es un “derecho natural”: es “la manifestación activa de la relación orgánica de cada miembro y de sus intereses con el todo y los intereses públicos”. No hace falta desarrollar más estos conceptos para entender con claridad el alcance de todas aquellas afirmaciones de Yrigoyen que transcribimos antes. La lucha contra el fraude electoral fue sin duda una de las más poderosas banderas del radicalismo, al extremo de reducir todo su programa a ella, por lo menos durante los años de oposición política. La exigencia de regreso a aquella eticidad que mencionábamos estuvo puesta por encima de otros planteos de reorganización, en particular los económicos, tan urgentes y fundamentales como ella, al extremo de quedar prácticamente eliminados de la “plataforma” del partido. Podríamos mostrar también en qué medida responden estas valoraciones a lineamientos generales del pensamiento krausista.

§ 124. Otros aspectos muy interesantes en los que ha incidido el racionalismo armónico dentro del pensamiento de Yrigoyen como gobernante, podríamos rastrearlos fácilmente en su política internacional, derivada de aquel concepto de “nación” que hemos analizado; en su política universitaria, con motivo de la Reforma de 1918 y en su política social que estuvo acompañada de un permanente esfuerzo por alcanzar una interpretación krausista de la Constitución Nacional de 1852, en lo que ya había sido anticipado, como vimos, por Barraquero y Escalante. Al hablar del desarrollo del krauso-positivismo veremos en qué sentido las ideas pedagógicas del radicalismo alcanzaron con Carlos N. Vergara, una importante concreción entre nosotros.

© Arturo Andrés Roig. Los krausistas argentinos La primera edición de este libro la hizo la Editorial José M. Cajica S. A. de la ciudad de Puebla, México, 1969. Se ha respetado el texto primitivo, salvo algunas modificaciones de estilo y se ha agregado al final una conferencia titulada “La cuestión de la ‘eticidad nacional’ y la ideología krausista”, dictada en Buenos Aires en 1989. El texto de esta nueva edición ha sido preparado por la Profesora Marisa Muñoz, del Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales del CONICET, Mendoza. Versión  autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes. Enero de 2005.

 

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