Repertorio de Ensayistas y Filósofos

Leopoldo Zea

 

El pensamiento latinoamericano

Segunda Parte

XIII

LA RAZA LATINA Y EL POSITIVISMO

 

TRANSFORMACIÓN MENTAL DEL MEXICANO

A la actitud de admiración de que son objeto los Estados Unidos en Hispanoamérica, se une en México la de desconfianza, natural consecuencia de la guerra de 1847 con este país. México se siente débil e inferior frente al poderoso “coloso del norte”. Esta debilidad e inferioridad las achaca a su origen racial: el hispánico o latino. Se considera a México un pueblo débil porque pertenece a una raza desordenada, anárquica e incapaz de organizarse para realizar obras semejantes a las que han hecho de Norteamérica un pueblo poderoso.[1]

La raza latina es considerada como una raza utopista, idealista y soñadora que sacrifica la realidad a los sueños. Una raza que desprecia todo esfuerzo material y prefiere mantenerse en el mundo de los idealismos sin fruto. Necesariamente, se concluye, los pueblos formados por esta raza tendrán que ser inferiores frente a pueblos con espíritu práctico como Inglaterra y los Estados Unidos. La historia daba la razón a estos críticos: Inglaterra había vencido a la teocrática España, y en América sus hijos habían vencido a los hijos de ésta. Norteamérica había vencido porque se había encontrado con un pueblo débil. De esta debilidad nadie era culpable; eran defectos raciales. Los mexicanos, en lugar de organizarse, no habían hecho otra cosa, a partir de su independencia, que matarse los unos a los otros por ideas que no eran sino palabras y por caudillos que decían encarnar tales ideas. De aquí la necesidad de arrancar desde sus raíces esta mala índole heredada por los mexicanos.

El instrumento que mejor podría realizar esta transformación de los mexicanos era la educación. Pero para ello era menester encontrar una doctrina, una ideología, un instrumental de pensamiento que realizase tal camino. La doctrina positivista iba a ofrecerse como el instrumento adecuado. El positivismo era una doctrina para hombres prácticos, para hombres que, como los sajones, han hecho de sus países grandes pueblos. La misma doctrina, se pensó, podría dotar a los mexicanos de una serie de cualidades sin las cuales no es posible ni una auténtica libertad ni una auténtica democracia. Uno de los defensores de esta doctrina, Telésforo García, decía: “En el país donde el positivismo arraiga en el carácter nacional, donde tiene su teatro propio, donde el método experimental se aplica a todas las manifestaciones de la vida, en Inglaterra, en fin, es donde está más segura la libertad y mejor garantizado el derecho” (La Libertad 1878-1884). Todo lo contrario sucede en los países donde imperan filosofías metafísicas o idealismos absolutistas, como en “Alemania, cuna de todos los idealismos absolutos; Francia, madre de todos los derechos absolutos; España, Italia y las demás naciones que se han amamantado a la ubre de esas bellezas [...] han sido víctimas de toda clase de tiranías, no obstante los sacerdotes que a nombre de lo absoluto queman en unas partes y guillotinan en otras”. Pueblos positivistas y prácticos como Inglaterra y los Estados Unidos han sabido cuidar de sus libertades, mientras que pueblos metafísicos como Alemania, Francia y España, en nombre de la libertad tomada metafísicamente, la han hecho imposible.

El positivismo se presentaba también como el mejor instrumento para enseñar a los mexicanos a organizarse mental y socialmente. Del orden establecido en la mente de los mexicanos dependía el orden social que tanta falta les hacía. De aquí que doctrinas o sistemas filosóficos que buscasen su apoyo en un mundo fuera de lo positivo, se les considerase como inadecuados para esta mente. ¿Cómo vamos a regenerarnos?, preguntaba Telésforo García, si incrementamos los defectos de nuestra raza, los defectos del genio latino, haciéndolo desbordarse en vez de ponerles un dique racionalmente levantado? Los latinos, agregaba, tenemos un espíritu “eminentemente soñador, eminentemente místico”, por lo cual resulta absurdo que “en vez de disciplinar el entendimiento con métodos científicos muy severos, en vez de guiar la actividad hacia fines positivos, bien marcados, se busque la contemplación, se solicite la fantasía, se halaguen los ensueños y se enerve el trabajo que ha de poner sobre las sienes del hombre la corona del rey de la naturaleza”.

“Pudiéramos decir —continúa explicando nuestro positivista— que en la historia la raza latina aparece como una raza sintética y la raza sajona como una raza analítica. Ésta, para completarse, tiene que buscar las grandes síntesis; aquélla, los grandes análisis”. Los mexicanos, como miembros de la familia latina, necesitan completarse con las cualidades propias de la raza sajona: el sentido práctico de la vida y la capacidad de trabajo material. Pero para lograr esto, para que los mexicanos puedan llegar a ser “muy investigadores, muy experimentalistas, muy prácticos”, es menester que “adoptemos métodos y enseñanzas que persigan estos fines”, en vez de adoptar métodos y sistemas que incrementan nuestros defectos de raza, en vez de reducirlos, ya que cualidades como las que pueden despertar sistemas educativos sobre bases metafísicas, “las hemos recibido de la naturaleza en pletórica abundancia”.

Justo Sierra (1848-1912), uno de los más grandes educadores mexicanos, hacía aún más patente la necesidad de que los mexicanos se transformen mental y socialmente, si es que querían sobrevivir en esa lucha por la vida, en la que, conforme a la teoría de Darwin, sólo sobreviven los más fuertes. Para ello era menester pasar de la era militar, la era de las revoluciones, de las guerras intestinas, a la era industrial, la era del trabajo, del máximo esfuerzo personal. Y era menester hacerlo “aceleradamente, porque el gigante que crecía a nuestro lado y que cada vez se aproximaba más a nosotros, a consecuencia del auge fabril y agrícola de sus estados fronterizos y el incremento de sus vías férreas, tendía a absorbernos y disolvernos si nos encontraba débiles” (Sierra 1900-1902). La historia había hablado ya unos años antes: México había sido vencido por el país del norte; pero no por la superioridad de las armas, sino por la superioridad de la organización mental y social que habían recibido los norteamericanos. En vano los liberales se habían esforzado por dar al pueblo mexicano una educación y una organización progresista; los viejos intereses del clero y la milicia heredados de la Colonia fueron más fuertes y se opusieron al progreso. Estos mismos intereses fueron los que derrotaron a México y no las armas del norte. De aquí que, al término de esta lucha, el partido innovador se propusiese resueltamente realizar un programa que diese fin a tal situación. Este programa consistió, dice Justo Sierra, en “instruir al pueblo con absoluta independencia de su Iglesia, colonizar al país, rompiendo la barrera de la intolerancia religiosa, desestancando toda propiedad raíz amortizada por el clero”. Sólo así se podría alcanzar y formar lo que tanta falta había hecho por encontrarse ausente en la guerra con el país del norte: una conciencia nacional.

Tal fue la obra que pretendió realizar una generación, la que se hizo cargo de los destinos de México entre los años de 1880 y 1910. Esta generación trató de establecer el orden en la conciencia de los mexicanos y el orden en su organización social. Establecieron un nuevo tipo de educación nacional y trataron, igualmente, de establecer un nuevo tipo de orden social. Se pretendió hacer de la ciencia la base de ambos órdenes: el positivismo fue el instrumento para establecer el orden mental; el porfirismo, la expresión del nuevo orden social.

 

LIBERTAD Y ORDEN SOCIAL

En 1878, recién llegado al poder el general Porfirio Díaz, mediante una revolución contra el presidente Sebastián Lerdo de Tejada, surge en la capital mexicana un nuevo grupo político que deja oír su voz en un periódico titulado La Libertad. Dicho periódico tiene como lema el del positivismo comtiano: “Orden y progreso”. Varios de sus redactores han sido discípulos de Gabino Barreda (1818-1881), introductor del positivismo en México y realizador de la reforma educativa que, apoyándose en la misma doctrina filosófica, hiciera por encargo del gobierno de Benito Juárez en 1867.

Este nuevo grupo empieza a agitar la opinión pública en torno a una idea, la del orden. Pero al decir de los redactores de La Libertad, se habla de un nuevo tipo de orden que nada tiene que ver con el orden heredado de la Colonia y defendido por los grupos conservadores. El nuevo grupo se llama a sí mismo conservador; pero conservador-liberal. Nuestra meta, dicen, es la libertad; pero nuestros métodos son conservadores. Se llaman conservadores porque son opuestos a los métodos revolucionarios para alcanzar la libertad. Ésta, dicen, se alcanza por el camino de la evolución, no por el de la revolución.

Ahora bien, lo urgente, lo inmediato, la base sobre la cual será posible alcanzar la ansiada libertad, es el orden. Tal es lo que no han podido entender los liberales. Éstos han querido dar al pueblo libertades para las cuales no estaba preparado: el resultado ha sido la anarquía. Primero es menester educar, establecer en la mente el conocimiento de la libertad y de las obligaciones que lleva consigo. Mientras los mexicanos no tengan este conocimiento serán inútiles todas las leyes y constituciones que pretendan establecer la libertad por simple decreto. Esta pretensión es una simple utopía, fruto de ese espíritu tan ajeno al sentido de lo práctico de que carecen los mexicanos.

Pero al fin ha surgido un grupo de mexicanos con un sentido práctico de la vida, educado en los métodos de la ciencia positiva. Este grupo habrá de encargarse de establecer, en el futuro, un auténtico gobierno democrático sobre la base de una verdadera libertad social. Pero, mientras tanto, mientras tal ideal llega a realizarse, será menester establecer, antes que nada, un orden, al costo que sea necesario. Será menester acabar con la ya permanente anarquía, con las continuas revoluciones y cuartelazos. La constitución liberal de 1857 era uno de los obstáculos para este orden; había sido hecha por hombres con mentalidad utópica y para un pueblo utópico, ya que no existía.

Lo más indignante, decía Francisco G. Cosmes, uno de los redactores de La Libertad, es que todavía existan hombres con una mentalidad tan atrasada que aún crean en las ideas sostenidas por los legisladores del 57, “después de medio siglo de constante batallar por un ideal que una vez realizado no ha dado sino resultados funestos para el país. Causa profunda tristeza, en verdad, el ver que sangrando aún las atroces heridas que las revoluciones y la guerra civil han hecho a la República Mexicana, todavía el ideal revolucionario encuentre quien lo defienda entre nosotros”. Y Justo Sierra, que fuera director del mismo periódico, dice, haciendo crítica a los mismos constituyentes del 57: “Nuestra ley fundamental, hecha por hombres de raza latina, que creen que una cosa es cierta y realizable desde el punto de vista en que es lógica; que tienden a humanizar bruscamente y por la violencia cualquier ideal, que pasan en un día del dominio de lo absoluto al de lo relativo, sin transiciones, sin matices y queriendo obligar a los pueblos a practicar lo que sólo resulta verdad en las regiones de la razón pura; estos hombres, quizá nosotros somos de ellos, que confunden el cielo con la tierra, nos hicieron un código de alianza elevado y noble, pero en el que todo tiende a la diferenciación, a la autonomía individual llevada a su máximo, es decir, al grado en que parece cesar la acción de los deberes sociales y todo se convierte en derechos individuales”.

Al liberalismo utópico y anárquico había que oponer un liberalismo realista y de orden: un conservadurismo liberal. Deseamos, decía Justo Sierra, “la formación de un gran partido conservador, compuesto con todos los elementos de orden que tengan en nuestro país la aptitud suficiente para surgir a la vida pública. No tenemos por bandera una persona, sino una idea. Tendemos a agrupar en torno suyo a todos los que piensen que ha pasado ya para nuestro país la época de querer realizar sus aspiraciones por la violencia revolucionaria, a todos los que crean llegado ya el momento definitivo de organizar un partido más amigo de la libertad práctica que de la libertad declamada, y convencido profundamente de que el progreso estriba en el desarrollo normal de una sociedad, es decir, en el orden”.

“No tenemos por bandera una persona, sino una idea”; en estas palabras se encerraba el ideal del nuevo orden. Un orden cuya fuerza no dependiese de la voluntad de un caudillo. Un orden impersonal, derivado de la propia mente de los mexicanos. Pero este orden resultaba, al menos por el momento, una utopía más. Ante todo era menester educar al pueblo para el orden. Mientras tanto cualquier orden sería bueno. El problema parecía insoluble: se quería abandonar todo orden que dependiese de la voluntad de cualquier caudillo; pero se necesitaba también de alguien, con suficiente prestigio personal, que estableciese las bases del nuevo orden. Este alguien, por supuesto, no podría ser otra cosa que simple instrumento, como algo transitorio, mientras los mexicanos adquirían los hábitos mentales para un orden autónomo, esto es, ajeno a cualquier fuerza que les fuese exterior.

Por lo pronto era menester limitar las libertades cuyo utopismo era evidente. Era menester llevar la confianza al país, único camino para que éste iniciase su etapa de regeneración. “¡Derechos! —exclamaba Francisco G. Cosmes— la sociedad los rechaza ya: lo que quiere es pan. En lugar de esas constituciones llenas de ideas sublimes, que ni un solo instante hemos visto realizadas en la práctica [...] prefiere la paz a cuyo abrigo poder trabajar tranquilo, alguna seguridad en sus intereses, y saber que las autoridades, en vez de lanzarse a la caza, al vuelo del ideal, ahorcan a los plagiarios, a los ladrones y a los revolucionarios. ¡Menos derechos y menos libertades, a cambio de mayor orden y paz! ¡No más utopías! [...] Quiero orden y paz, aun cuando sea a costa de todos los derechos que tan caro me cuestan. Es más —sigue diciendo—, no está distante el día en que la nación diga: Quiero orden y paz aun a costa de mi independencia” (en La Libertad).

¿Cómo alcanzar este orden y esa paz que con tanta urgencia reclamaban? No por medio de la arbitrariedad, decían; no por medio de gobiernos personalistas, que tan nefastos han sido para la nación. “Nada hay más odioso —dice un editorial de La Libertad ni más contrario al progreso para nosotros que el dominio de uno o de más hombres sin regla fija. Esto es lo que pensamos de la dictadura”. Sin embargo, la realidad mexicana ha dado origen a las dictaduras, a las tiranías. Para acabar con ellas es menester transformar dicha realidad; pero mientras tanto hay que contar con ella. Para “acabar con la dictadura de hecho [...] es preciso dar con una constitución practicable”; pero como tal cosa resulta impracticable en las circunstancias actuales, “nos contentamos con pedir para estos momentos extraordinarios, autorizaciones extraordinarias”. Y Francisco G. Cosmes dice en otro de sus artículos: “Ya hemos realizado infinidad de derechos que no producen más que miseria y malestar a la sociedad. Ahora vamos a ensayar un poco de tiranía honrada, a ver qué efectos produce”. Esta tiranía “honrada” iba a ser la del general Porfirio Díaz.

 

GABINO BARREDA Y EL POSITIVISMO COMTIANO

Pero retrocedamos hacia el maestro que introdujo en México al positivismo. En 1867, el grupo que, según relata Sierra, “era una minoría al día siguiente de la invasión norteamericana” y se había convertido en “la mayoría del país la víspera de la invasión francesa”, triunfaba definitivamente. En el Cerro de las Campanas el iluso emperador Maximiliano pagaba con su vida la traición del clero y milicia mexicanas y la ambición de Napoleón el pequeño. Este mismo año, en la ciudad de Guanajuato, el médico y jurisconsulto Gabino Barreda (1818-1881) pronunciaba una “Oración cívica”, en la que hacía una interpretación de la historia de México. Lo importante era que en ella se hablaba de tres grandes etapas de la misma: la teológica, la metafísica y la positiva. La primera estaba representada por la época colonial, la segunda por la guerra de independencia y la lucha contra los representantes del retroceso, y la última etapa, la positiva, se iniciaba con el triunfo de los reformistas. En México, decía Barreda, el espíritu positivo que había vencido en Europa ganaba su última batalla. Éste no era sólo un triunfo mexicano; era un triunfo de la humanidad.

Barreda, entre los años de 1849 y 1851, siguió varios cursos con Augusto Comte en París, a donde había ido para terminar la carrera de medicina. Al regresar, México se puso de inmediato al lado de las fuerzas reformistas. En esta oración cívica de que se habla, aplicó a la historia de México la interpretación positivista. Sin embargo, la divisa amor, orden y progreso del positivismo comtiano es alterada, poniéndose en su lugar libertad, orden y progreso. Con ello se daba satisfacción a una realidad mexicana: el partido triunfante, el partido del progreso, llevaba el nombre de Partido Liberal. Pronto el gran problema de Barreda, como el de sus discípulos, será el de tratar de conciliar términos tan opuestos como el de orden y el de libertad. No tardarán en entrar en pública polémica liberales y positivistas en torno a lo que cada uno de ellos entendía por libertad. Poco tiempo después de pronunciada la oración cívica, el mismo año, el presidente de la república y jefe nato del partido triunfante, Benito Juárez, hace llamar a Gabino Barreda para encargarle establecer las bases para la reforma educativa de la nación. En dicha reforma se iban a realizar los sueños de los viejos liberales, de hombres como José María Luis Mora. Era menester preparar a la generación que en el futuro había de conducir los destinos de la nación. Tal era la misión de Barreda: transformar la mente de los mexicanos. La transformación tenía que ser radical. Era menester extirpar de su mente todo lo que pudiese llegar a ser fuente de nuevos desórdenes. Juárez, dice Justo Sierra, comprendió que las burguesías, en las que forzosamente iba a reclutarse el grupo que había de tomar la dirección política y social del país, necesitaban de una educación preparadora. La revolución que había vencido con las armas se transformaba, para estabilizar así su triunfo, en revolución mental. Se daba un paso más en la independencia de la nación, lo que Gabino Barreda llamaba la “emancipación mental”. A esta nueva tarea se consagraría el educador mexicano. De las escuelas por él reformadas, de sus propias aulas, saldrían los jóvenes que encarrilarían al país por nuevas rutas. Se iniciaba una experiencia cuyos resultados no sólo importan para la historia de México, sino también para la historia general de la cultura.

La etapa de la revolución armada había terminado: se iniciaba la etapa de la revolución mental. El orden al servicio de determinados y limitados cuerpos sociales había sido destruido: empezaba un nuevo orden. Éste debería ser, tal como ya lo había pensado Mora, un orden al servicio de la sociedad. El viejo orden se había apoyado en la violencia corporal y en la violencia mental, realizadas respectivamente por la milicia y el clero. El nuevo orden se apoyaría en el convencimiento mental. Mora había dicho: “Los efectos de la fuerza son rápidos pero pasajeros; los de la persuasión son lentos, pero seguros”. Libremente, sin violencias, por puro convencimiento, los mexicanos llegarían a establecer un auténtico orden. Un orden constructivo y progresista. Sólo este orden podría concordar con la idea de libertad. Libremente, los mexicanos, convencidos de sus deberes sociales, llegarían a establecer el orden que a ellos convenía.

El Estado fue presentado por Barreda como el “guardián del orden material”. Éste era el orden social, aquél en el cual los derechos de un individuo quedan limitados por los derechos de los demás. El respeto a los derechos de los demás era la mejor garantía de respeto para los propios. Este conocimiento, y no otro, era la mejor garantía de orden y de paz. Ya Juárez había expresado esta idea al decir: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. El orden tendría, así, su origen en la mente, se apoyaría en un lógico convencimiento. Respetado este orden, cuyos lineamientos señalaría el Estado, el individuo quedaba en absoluta libertad. Ninguna fuerza podría forzar el ámbito de esta libertad. A esta libertad la llama Barreda libertad de conciencia. “Que en lo sucesivo —afirma— una plena libertad de conciencia, una absoluta libertad de exposición y discusión, dando espacio a todas las ideas y campo a todas las inspiraciones, deje esparcir la luz por todas partes y haga innecesaria e imposible toda conmoción que no sea puramente espiritual, toda revolución que no sea intelectual” (Barreda 1877). Esta libertad se encontraría garantizada por un orden material, aceptado por convencimiento y protegido por el Estado: “Que el orden material, conservado a todo trance por los gobernantes y respetado por los gobernados, sea garante cierto y el modo seguro de caminar siempre por el sendero florido del progreso y de la civilización”.

Con esta idea sobre el “orden material” se atacaba otra de las fuentes del desorden que también había señalado Mora: la del gobierno como instrumento al servicio de determinados privilegios. El gobierno no podía ser otra cosa que guardián del orden social; los privilegios pertenecían a la esfera del esfuerzo personal. En esta esfera el individuo era plenamente libre; pero el Estado no podía estar al servicio de ellos en su aspecto particular. “Sus derechos llegarán hasta donde lleguen sus capacidades”. Pero para alcanzarlos no deberían hacer del Estado un instrumento. Éste no tiene otro papel que el de cuidar que sean respetados. Sin embargo, Barreda, como buen comtiano, considera que ciertos privilegios, como el de la riqueza, deben estar limitados por los intereses de la sociedad. La riqueza, piensa siguiendo a Comte, es un bien social, pero se aparta de él no aceptando la intervención del Estado en este aspecto. Lo más que acepta es que los ricos, una vez cumplidas y satisfechas sus necesidades, sean convencidos en el sentido de que el excedente “tienen que cultivarlo y utilizarlo, so pena de responsabilidad moral, como una fuerza pública que la sociedad ha puesto en sus manos para el bien y el progreso común”. Considera innecesario reglamentar la riqueza; lo que debe hacerse es “humanizar a los ricos”.

Gabino Barreda, al igual que sus discípulos más tarde, pronto entrará en polémica con los viejos liberales en lo que respecta a la definición de la libertad. Los liberales habían tardado poco en darse cuenta de que, detrás de las ideas que sobre la libertad y el orden exponían los positivistas, se escudaba un nuevo dogmatismo con todas sus consecuencias políticas. Un dogmatismo tan peligroso como el clerical, pues, al igual que éste, trataba de imponer, mediante una determinada educación, unas determinadas ideas. Tal cosa era contraria a la libertad de conciencia por la cual los liberales habían luchado en el pasado.

A la idea que sobre la libertad tenían los liberales mexicanos, Barreda opondrá la idea positivista de la misma. “Represéntase comúnmente la libertad —dice— como una facultad de hacer o querer cualquier cosa sin sujeción a la ley o fuerza alguna que la dirija; si semejante libertad pudiera haber, ella sería tan inmoral como absurda, porque haría imposible toda disciplina y por consiguiente todo orden”. La verdadera libertad no es incompatible con el orden. La libertad, agrega, consiste en someterse plenamente a la ley de orden que deba regirla. Algo es libre cuando sigue su curso normal y natural, cuando no encuentra obstáculos que lo desvíen apartándolo de su propia ley, de su propio orden. Barreda pone un ejemplo físico, diciendo: “Cuando se dice que un cuerpo cae libremente, no se está hablando de un cuerpo que cae donde quiere, sino que cae siguiendo las leyes de la gravedad. En cambio, cuando se dice que este cuerpo no cae libremente, se quiere decir que encuentra obstáculos que lo desvían en su caída. Ésta es la verdadera libertad: el hombre está limitado por la sociedad que le da sus leyes, y su libertad consiste en actuar de acuerdo con ellas”.

 

SPENCER Y LA EVOLUCIÓN DE MÉXICO

La generación formada por Gabino Barreda, la de los hombres destinados a conducir los destinos de la nación por el camino del progreso, se encontraría estrecha en los ámbitos del positivismo comtiano. Éste, por más que se había esforzado Barreda, no justificaba la libertad que más podía interesar a la futura burguesía mexicana: la libertad de enriquecimiento, sin más límites que los de la capacidad de cada individuo. El comtismo, en sentido estricto, subordinaba el individuo a la sociedad en todos los campos de lo material. Tal era el sentido de la Sociocracia de Comte, tal establecía su política positiva. La política, al igual que la religión de la humanidad, no habían sido aceptadas por los positivistas mexicanos por ser consideradas contrarias a los intereses por los cuales se había aceptado el positivismo. Lo importante era formar la clase directora de la burguesía mexicana, cada vez más poderosa. El modelo conforme al cual debería ser esta clase lo ofrecían los países anglosajones.

Los teóricos de la burguesía mexicana encontrarán muy pronto una teoría que justifique sus intereses. Ésta la ofrecieron los positivistas ingleses John Stuart Mill y Herbert Spencer, especialmente el último y, con ellos, el evolucionismo de Charles Darwin. Esta doctrina pareció ser la que mejor coincidía con los intereses que se querían justificar. Era, además, la mejor expresión del espíritu práctico que tanto admiraban. De acuerdo con tales doctrinas era menester educar al mexicano. El positivismo inglés, lejos de contrariar la idea de la libertad individual en la mayoría de sus expresiones, la justificaba. Allí estaban como grandes ejemplos los regímenes liberales de Inglaterra y los Estados Unidos. Allí Spencer enfrentándose al Estado coercitivo y Mill defendiendo la libertad individual. En ambos, el Estado no venía a ser otra cosa que lo anhelado por Mora: un instrumento de protección de todos y cada uno de los individuos que componen la sociedad. Además, la idea spenceriana del progreso permitía ofrecer, al menos en un futuro, un ideal de libertad, aquella por la cual había luchado el pueblo en varias ocasiones. Para ello sólo era menester un determinado grado de progreso.

Y aquí volvemos a entroncar con el grupo de jóvenes positivistas que desde el periódico La Libertad piden un nuevo orden y aspiran a establecer una tiranía honrada. Este grupo ya no sigue a Comte, sino a Mill y Spencer. ¿Cómo podrían entonces justificar ideas que parecen contradictorias? La justificación la encontrarán en la teoría de la evolución de Spencer. Es para mí fuera de duda, decía Sierra, el hecho de que la sociedad es un organismo que, aunque distinto de los demás, razón por la cual Spencer lo llama superorganismo, tiene sus analogías innegables con los organismos vivos. Al igual que los organismos animales, la sociedad está también sometida a las leyes de la evolución. De acuerdo con éstas, todos los organismos realizan un movimiento de integración y diferenciación en una marcha que va de lo homogéneo a lo heterogéneo, de lo indefinido a lo definido. En los organismos sociales se pasa de la homogeneidad social a la diferenciación individual, del pleno orden a la plena libertad.

En esta forma no queda negada la idea que sobre la libertad siguen sosteniendo los viejos liberales; lo que se niega, apoyándose en los Principios de sociología de Spencer, es que la sociedad mexicana haya alcanzado el alto grado de progreso que era menester para obtener dicha libertad. No piensan, como los comtianos, que esta libertad pertenezca a una etapa de transición metafísica; sino que la consideran como una meta por alcanzar. No es algo pasado, sino algo futuro. Pero, para que tal cosa suceda, es menester que antes la sociedad evolucione en tal sentido. Por esta razón los nuevos conservadores se oponen a la Constitución del 57, considerándola utópica, esto es, fuera de tiempo. Semejantes constituciones sólo pueden ser buenas para países como los Estados Unidos, dado el alto grado de progreso que han alcanzado; pero no para países como México, que se encuentran en una etapa inferior. “¿No es un contrasentido —preguntan— levantar un edificio gigantesco sobre un terreno fangoso, sin abrir antes cimientos sólidos?”.

Lo primero que debe hacerse es atender al adelanto material de un país. Las libertades son inútiles en países materialmente atrasados. Cuando se logre este adelanto, la libertad en sus múltiples formas se dará por añadidura, por natural evolución. “El día que podamos decir: la carta fundamental nos ha producido un millón de colonos, habremos encontrado la constitución que nos conviene; ya no será una frase en los labios, será el arado en las manos, la locomotora en los caminos y el dinero en todas partes”. La libertad ideal ya llegará. “Preferimos un progreso normal y lento a precipitar las cosas por la violencia”. Estos hombres son partidarios del progreso por el camino de la evolución, nunca por el de la revolución.

Lo urgente, lo inmediato, es fortalecer a la sociedad, integrarla, homogeneizarla. Porque en la medida en que más se integre y se haga homogénea, mejor se irá diferenciando y definiendo. En la medida en que el orden social se haga más permanente, la libertad individual se irá realizando. Hasta ahora, piensan los positivistas, México ha sido un país sin orden, y por ende un país que no ha cumplido con las leyes del progreso mostradas por Spencer. Por esta razón es menester, antes que nada, establecer el orden. No es posible pasar de la anarquía a la verdadera libertad.

Ahora resulta natural y justificada la petición de un Estado fuerte que se encargue de establecer el orden, que tan necesario es para el progreso de México. Ahora resulta natural, dice Justo Sierra, el “pedir para un pueblo que [...] está en pésimas condiciones de vida, la vigorización de un centro que sirva para aumentar la fuerza de cohesión”. Pues, “de lo contrario, la incoherencia se pronunciará cada día más y el organismo no se integrará, y esta sociedad será un aborto”. Es el desorden, sigue diciendo Sierra, el que hace de la nación mexicana uno de los organismos sociales más débiles y más inermes de los que están en la órbita de la civilización. Mientras México va destruyéndose, “junto a nosotros vive un maravilloso animal colectivo, para cuyo enorme intestino no hay alimentación suficiente, armado para devorarnos”. Frente a este coloso estamos expuestos “a ser una prueba de la teoría de Darwin, y en la lucha por la existencia, tenemos contra nosotros todas las probabilidades” (Sierra 1948).

 

LA GENERACIÓN DE LOS “CIENTÍFICOS”

La evolución política, la de la libertad en el campo político, será sacrificada en aras de lo que Sierra llamaba la evolución social. Esto es, en aras de la organización social de los mexicanos, imprescindible para alcanzar la supuesta libertad política, se limitaba toda esta libertad. Desarraigar los hábitos de desorden de la mente de los mexicanos era tarea muy difícil. “Desgraciadamente —decía Sierra—, esos hábitos congénitos del mexicano han llegado a ser mil veces más difíciles de desarraigar” que la dominación de las clases privilegiadas por ella constituidas. “Sólo el cambio total de las condiciones del trabajo y del pensamiento en México podrán realizar tamaña transformación”. Sólo un Estado fuerte podrá realizar tal cosa. El día en que un grupo o un partido logre mantenerse organizado, ese día la evolución continuará su marcha. “Y el hombre, necesario en las democracias más que en las aristocracias, vendría luego; la función crearía el órgano”.

Todo el poder político, y con él la libertad de los mexicanos, será cedida a un hombre fuerte, al general Porfirio Díaz. “Para que el presidente —sigue diciendo Sierra— pudiera llevar a cabo la gran tarea que se imponía, necesitaba una máxima suma de autoridad entre las manos, no sólo de autoridad legal, sino de autoridad política que le permitiera asumir la dirección efectiva de los cuerpos políticos: cámaras legisladoras y gobiernos de los estados; de autoridad social, constituyéndose en supremo juez de paz de la sociedad mexicana con el asentimiento general [...] y de autoridad moral”. Pero todas estas delegaciones y abdicaciones de poder en un hombre tenían que ser compensadas por la acción del Estado en el campo que tanto importaba a los próceres de la emancipación mental: la educación. La tiranía honrada era una forma educativa mediante la cual los mexicanos iban a aprender el significado de la libertad.

El 26 de noviembre de 1876, el general Porfirio Díaz, que se había levantado en armas contra el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada al grito de “no reelección”, se convierte en presidente interino después de triunfar con sus tropas. El 5 de diciembre del mismo año cede el poder al general Méndez; pero lo vuelve a tomar, con carácter provisional, el 16 de febrero de 1877. El 25 de septiembre de 1880, con su venia, es elegido el general Manuel González; pero en 1884 vuelve definitivamente a la presidencia, en donde permanece hasta el 25 de mayo de 1911, al triunfar la Revolución Mexicana. En torno al general Díaz se agruparán todas las fuerzas políticas del país. Su figura vino a simbolizar el orden y la paz por la que tanto clamaron los hombres educados en el positivismo. El materialismo y la deshumanización fueron convirtiéndose en modelos de vida para la generación que se formó dentro de su régimen: industria, dinero, ferrocarriles [...] y siempre más dinero. El progreso pareció triunfar definitivamente. La evolución social pareció marchar a pasos agigantados; pero en su euforia fueron olvidando aquello para el logro de lo cual se dijo que se había establecido el orden: la libertad. Se conformarán con un tipo de libertad muy especial: la libertad de enriquecimiento. Libertad en la que no todas las clases podían participar. La falta de la auténtica libertad, presentía Sierra, habrá de hacer abortar lo que en el terreno de la evolución se ha logrado.

Surgía con el porfirismo un nuevo tipo de mexicanos, el cual, comparándose con la generación liberal que le antecedió, se describía de la siguiente manera: “Nos tachan —decían— nuestra falta de creencias, nuestro positivismo, nuestro mal encubierto desprecio hacia las instituciones del pasado”. Tal cosa es cierta pero se debe a la distinta educación que hemos recibido. “Ustedes —dicen refiriéndose a los liberales—, en materia filosófica se nutrieron de Voltaire y Rousseau, con los enciclopedistas, con el Choix de Rapports de la Revolución Francesa, los más avanzados con la alta metafísica de la escuela alemana; mientras nosotros estudiamos lógica en Mill y Bain, filosofía en Comte y Spencer, ciencia en Huxley y Tyndall, Virchow y Helmholtz”. Distinta educación que daría lugar a hombres igualmente distintos. “Ustedes —siguen diciendo— salían de las aulas ebrios de entusiasmo por las grandes ideas del 89, y citando a Danton y a los girondinos, se lanzaban a las montañas para combatir al clero, para consolidar las reformas, para derribar a los reaccionarios, para calcar nuestras leyes sobre bellas utopías que entonces servían de manera corriente en las transacciones filosóficas”. En cambio, “nosotros, menos entusiastas, más escépticos, tal vez más egoístas, buscamos una nueva explicación del binomio de Newton, nos dedicamos a la selección natural, estudiamos con ardor la sociología, nos preocupamos poco de los espacios celestes y mucho de nuestro destino terrenal. Nos ocupamos de cuestiones que no pueden ser sometidas al cartabón de la observación y de la experiencia. La parte del mundo que nos interesa es la que podemos estudiar por medio del telescopio y demás instrumentos de investigación científica. Nosotros no conocemos la verdad, desde luego, a primera vista. Para alcanzarla necesitamos de largos viajes a las regiones de la ciencia, de afanosos y constantes trabajos, de laboriosa y paciente investigación”.

La nueva generación se considerará a sí misma como la destinada, por su capacidad, para guiar y orientar al país. Sus métodos son seguros, perfectos y precisos. Son los métodos de la ciencia, los que aprendieron en las escuelas reformadas por Gabino Barreda. Estos métodos —dicen— serán aplicados a la solución de todos los problemas de México, incluyendo los políticos. En 1881 hablan ya de la “Escuela Científica Política de México”. En 1886 varios de sus miembros entran a la cámara de diputados. Algunos de ellos serán en el futuro figuras destacadas del régimen de Porfirio Díaz: Justo Sierra, Pablo Macedo, Rosendo Pineda, Francisco Bulnes y otros. Todos pondrán, en conjunto, su sello a la época que lleva el nombre de porfirismo. Empezaba la era de los “científicos”.

 

ORDEN POLÍTICO Y LIBERTAD ECONÓMICA

En 1892 el partido político llamado Unión Liberal lanzaba a la nación un manifiesto. En éste se hacían patentes los principios sobre los cuales se apoyaba el régimen porfiriano. El destino del manifiesto era apoyar la cuarta reelección del general Porfirio Díaz. Para ello presentaba un programa cuyo fin era satisfacer los intereses de la cada vez más poderosa burguesía mexicana. En dicho manifiesto se hablaba de analizar “científicamente” la situación social de México, sus problemas y soluciones. Muy pronto la oposición y la masa del pueblo en general, cuyos derechos políticos les habían sido arrebatados, empezó a dar a este partido el despectivo e irónico nombre de Partido de los Científicos.

El citado manifiesto hablaba, entre otras cosas, de la necesidad de conceder mayores libertades a la sociedad mexicana, dado el hecho de que ésta parecía haber alcanzado ya un mayor grado de progreso. Parecía que, al fin, iban a ser concedidas las libertades prometidas. Hasta ayer había sido necesario dar al ejecutivo un mayor poder; pero ahora parecía que había llegado la hora de conceder al pueblo mayores libertades.

Nuestro partido, dice el manifiesto, “está ya en plenitud de imponerse una disciplina racional que le permita ser completamente explícito en la expresión de su voluntad dentro de la fórmula constitucional, y tomar una participación más activa en la dirección de los negocios públicos, marcando los derroteros que conducen a su ideal supremo de la libertad en la permanente conjugación con el orden” (reproducido en Manero 1911). El nuevo partido se presenta como el heredero de los ideales del viejo Partido Liberal; pero con una diferencia: la de saber que la libertad no es posible si antes no se ha alcanzado un determinado grado de orden. Ahora bien, este orden parece ser ya una realidad gracias al gobierno de Porfirio Díaz. Establecido el orden, la libertad podrá ya dar un paso más.

¿Cuál va a ser este paso? El partido agrupado en torno al general Díaz considera que ya se han logrado las condiciones para alcanzar un mayor grado de libertad. “Creemos llegado el momento de iniciar una nueva era en la vida histórica de nuestro partido; creemos que la transformación de sus órganos directivos en órganos de gobierno está consumada ya; creemos que así como la paz y el progreso material han realizado este fin, toca a su vez a la actividad política consolidar el orden, tócale demostrar que de hoy en adelante la revuelta y la guerra civil serán un accidente, y la paz basada en el interés y la voluntad de un pueblo son lo normal; para ello es preciso ponerla en la piedra de toque de la libertad”. La concesión de mayores libertades iba a demostrar si la sociedad mexicana había alcanzado o no el alto grado de orden que era menester para alcanzar mayores libertades.

El nuevo partido político propondrá una serie de libertades para las cuales consideraba que estaba ya apto el mexicano. Sin embargo, la libertad electoral aún no la consideran como la más importante ni como la que debía concederse en ese momento. El pueblo podía tener otras libertades, aún más importantes que la electoral. “La nación —dice el manifiesto— desearía que su gobierno se encontrase en aptitud de demostrar que considera la paz actual como un hecho definitivo, reorganizando económicamente algunos ramos de la administración [...] Desearía que la libertad de comercio nacional, por la supresión de las aduanas interiores, llegase a ser un hecho consumado y no una aspiración periódicamente renovada [...] Sólo así la paz habrá penetrado a las futuras generaciones mexicanas, cuyos recursos se han gravado para crear nuestro crédito y nuestros progresos, el modo de soportarlos y aun de permitirle el ahorro de un capital transmutable en mayor bienestar y vigor. En estas condiciones la paz nunca aparecería cara”.

¿Qué significan estas palabras? Primero se empieza por hablar de la necesidad de establecer mayores libertades; pero luego se afirma que la menos importante de estas libertades es la libertad electoral o política. La libertad que proponen para que se conceda de inmediato es la libertad de comercio; más ampliamente, la libertad económica, que permita el ahorro y formación de un capital o capitales. Lo que se pide es la reducción de las intervenciones del Estado en el campo económico, no en el campo político. La libertad política bien puede seguir siendo sacrificada si, a cambio de ella, se obtiene lo que se podría llamar libertad de enriquecimiento. Libertad que, por supuesto, podrá beneficiar a quienes posean bienes susceptibles de ser aumentados. Como se ve, no se trataba de otorgar la libertad que interesaba a los viejos liberales mexicanos.

Orden político y libertad económica, tal es el ideal de la burguesía mexicana. El orden político, mantenido por el general Díaz, debería ser puesto al servicio de la libertad económica de la burguesía. Los derechos políticos tenían un carácter secundario, no podían interesar mientras no se considerase en peligro la libertad económica. Este derecho se lo reservará la burguesía para el caso de que se atentase contra la libertad de enriquecimiento. Sólo se hará uso de él si el gobierno llegaba a enfrentarse a estos intereses. Así, la libertad política, el derecho a la elección de los gobernantes, podría ser limitado en beneficio de un orden que satisficiese los intereses de la burguesía mexicana. Este orden es el que representaba el gobierno del general Díaz. De aquí se iba a deducir lo que interesaba al manifiesto: la reelección del presidente.

La burguesía mexicana consideraba que había llegado a su apogeo. Su orden era identificado con el orden nacional. Su partido con el pueblo. Logrado el orden nacional, se debería ya dar el segundo paso, el de la libertad que convenía a sus intereses. Díaz fue el hombre llamado a conceder esta libertad y cuidar de que no fuese estorbada. La república, dice el manifiesto, “tiene conciencia de ser la causa eficiente de su progreso y su tranquilidad; pero sabe también que un hombre ha coadyuvado, en primer término, a dar forma práctica a las tendencias generales, y este ciudadano es el que la convención ha elegido [...] para ocupar nuevamente la presidencia”.

Ahora bien, continúan diciendo los autores del manifiesto, si se le reelige por cuarta vez, no es porque sus servicios sean considerados como indispensables, sino porque ya ha dado pruebas de su capacidad para gobernar de acuerdo con los intereses de la nación. No es indispensable, es útil. La burguesía cedía en esta forma sus derechos políticos y los del pueblo mexicano, porque así convenía mejor a sus intereses, en beneficio de sus derechos económicos. Había logrado hacer de Porfirio Díaz el “tirano honrado” que satisfacía sus intereses. Por esta razón lo apoyaba y lo apoyaría mientras así fuese. Ya, desde sus inicios, los teóricos de la burguesía mexicana distinguían entre lo que llamaban dictadura personal y dictadura social. La primera era del tipo de las dictaduras de que hablaba Mora, las que servían a los intereses de un determinado grupo o cuerpo social, como lo eran el clero y la milicia. La segunda, simplemente, era la dictadura establecida para proteger lo que la burguesía llamaba intereses de la sociedad, esto es, sus propios intereses, que identificaba con los de ésta.

Pero, temerosos de que algún día la dictadura del general Díaz se pudiese convertir en una dictadura personal, o de la de un grupo cercano a él, los autores del manifiesto proponen a continuación la independencia del poder judicial, independencia garantizada con su inamovilidad. También proponen la creación de partidos políticos, cuya misión sea la de controlar las actividades políticas de la cámara y una especie de vigilancia sobre el ejecutivo. Una buena medida para evitar la formación de una dictadura personal. No aceptaban otra dictadura que la instrumental, la puesta a su servicio, una dictadura de la burguesía al servicio de la burguesía. El general Díaz no era sino una pieza de ese engranaje.

Pero Díaz, hombre de poder, con mentalidad semejante a la que los educadores de la burguesía habían querido extirpar, no aceptaría ser un simple instrumento. El dictador se opuso y anuló todas las reformas propuestas que, en alguna forma, significaban un límite a su control político. No estaba dispuesto a mantener el orden que convenía a la burguesía mexicana sino a cambio de la total entrega del poder político. La burguesía tendría todas las ventajas políticas que pedía: la libertad económica, la libertad de enriquecimiento; pero no una parte del poder político. Díaz no estaba dispuesto a compartir este poder. Así, el control económico del país quedó en manos de la burguesía mexicana. José Ives Limantour, uno de los firmantes del manifiesto, se haría cargo del control económico del país como ministro de hacienda.

¿Qué iba a suceder una vez que había sido delegada toda la libertad política de un pueblo a cambio del control económico de una clase? Justo Sierra, con esa intuición genial que le había de destacar del resto de la generación a la cual perteneció, decía, presintiendo el futuro de ese armazón político de la burguesía: La nación “ha compuesto el poder de este hombre con una serie de delegaciones, de abdicaciones, si se quiere, extralegales, pues pertenecen al orden social, sin que él lo solicitase; pero sin que tampoco esquivase esta formidable responsabilidad ni un momento; y ¿eso es peligroso? Terriblemente peligroso para el porvenir, porque imprime hábitos contrarios al gobierno de sí mismos, sin los cuales puede haber grandes hombres, pero no grandes pueblos. Pero México tiene confianza en ese porvenir, como en su estrella el presidente; y cree que, realizada sin temor posible de que se altere y desvanezca la condición suprema de la paz, todo vendrá luego, vendrá a su hora. ¡Que no se equivoque!...” (Sierra 1900-1902).

Nota

[1] Véanse mis trabajos sobre el positivismo, de los cuales este capítulo es un resumen.

 

 

© Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano.  Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez López, Diciembre 2003. La edición digital se basa en la tercera edición del libro (Barcelona: Ariel, 1976) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.

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