Leopoldo Zea
El
pensamiento latinoamericano
Segunda Parte
XIII
LA RAZA LATINA Y EL POSITIVISMO
TRANSFORMACIÓN MENTAL DEL MEXICANO
A la actitud de admiración
de que son objeto los Estados Unidos en Hispanoamérica, se une
en México la de desconfianza, natural consecuencia de la guerra
de 1847 con este país. México se siente débil e inferior frente
al poderoso “coloso del norte”. Esta debilidad e inferioridad
las achaca a su origen racial: el hispánico o latino. Se
considera a México un pueblo débil porque pertenece a una raza
desordenada, anárquica e incapaz de organizarse para realizar
obras semejantes a las que han hecho de Norteamérica un pueblo
poderoso.
La raza latina es
considerada como una raza utopista, idealista y soñadora que
sacrifica la realidad a los sueños. Una raza que desprecia todo
esfuerzo material y prefiere mantenerse en el mundo de los
idealismos sin fruto. Necesariamente, se concluye, los pueblos
formados por esta raza tendrán que ser inferiores frente a
pueblos con espíritu práctico como Inglaterra y los Estados
Unidos. La historia daba la razón a estos críticos: Inglaterra
había vencido a la teocrática España, y en América sus hijos
habían vencido a los hijos de ésta. Norteamérica había vencido
porque se había encontrado con un pueblo débil. De esta
debilidad nadie era culpable; eran defectos raciales. Los
mexicanos, en lugar de organizarse, no habían hecho otra cosa, a
partir de su independencia, que matarse los unos a los otros por
ideas que no eran sino palabras y por caudillos que decían
encarnar tales ideas. De aquí la necesidad de arrancar desde sus
raíces esta mala índole heredada por los mexicanos.
El instrumento que mejor
podría realizar esta transformación de los mexicanos era la
educación. Pero para ello era menester encontrar una doctrina,
una ideología, un instrumental de pensamiento que realizase tal
camino. La doctrina positivista iba a ofrecerse como el
instrumento adecuado. El positivismo era una doctrina para
hombres prácticos, para hombres que, como los sajones, han hecho
de sus países grandes pueblos. La misma doctrina, se pensó,
podría dotar a los mexicanos de una serie de cualidades sin las
cuales no es posible ni una auténtica libertad ni una auténtica
democracia. Uno de los defensores de esta doctrina, Telésforo
García, decía: “En el país donde el positivismo arraiga en el
carácter nacional, donde tiene su teatro propio, donde el método
experimental se aplica a todas las manifestaciones de la vida,
en Inglaterra, en fin, es donde está más segura la libertad y
mejor garantizado el derecho” (La Libertad 1878-1884).
Todo lo contrario sucede en los países donde imperan filosofías
metafísicas o idealismos absolutistas, como en “Alemania, cuna
de todos los idealismos absolutos; Francia, madre de todos los
derechos absolutos; España, Italia y las demás naciones que se
han amamantado a la ubre de esas bellezas [...] han sido
víctimas de toda clase de tiranías, no obstante los sacerdotes
que a nombre de lo absoluto queman en unas partes y guillotinan
en otras”. Pueblos positivistas y prácticos como Inglaterra y
los Estados Unidos han sabido cuidar de sus libertades, mientras
que pueblos metafísicos como Alemania, Francia y España, en
nombre de la libertad tomada metafísicamente, la han hecho
imposible.
El positivismo se
presentaba también como el mejor instrumento para enseñar a los
mexicanos a organizarse mental y socialmente. Del orden
establecido en la mente de los mexicanos dependía el orden
social que tanta falta les hacía. De aquí que doctrinas o
sistemas filosóficos que buscasen su apoyo en un mundo fuera de
lo positivo, se les considerase como inadecuados para esta
mente. ¿Cómo vamos a regenerarnos?, preguntaba Telésforo García,
si incrementamos los defectos de nuestra raza, los defectos del
genio latino, haciéndolo desbordarse en vez de ponerles un dique
racionalmente levantado? Los latinos, agregaba, tenemos un
espíritu “eminentemente soñador, eminentemente místico”, por lo
cual resulta absurdo que “en vez de disciplinar el entendimiento
con métodos científicos muy severos, en vez de guiar la
actividad hacia fines positivos, bien marcados, se busque la
contemplación, se solicite la fantasía, se halaguen los ensueños
y se enerve el trabajo que ha de poner sobre las sienes del
hombre la corona del rey de la naturaleza”.
“Pudiéramos decir —continúa
explicando nuestro positivista— que en la historia la raza
latina aparece como una raza sintética y la raza sajona como una
raza analítica. Ésta, para completarse, tiene que buscar las
grandes síntesis; aquélla, los grandes análisis”. Los mexicanos,
como miembros de la familia latina, necesitan completarse con
las cualidades propias de la raza sajona: el sentido práctico de
la vida y la capacidad de trabajo material. Pero para lograr
esto, para que los mexicanos puedan llegar a ser “muy
investigadores, muy experimentalistas, muy prácticos”, es
menester que “adoptemos métodos y enseñanzas que persigan estos
fines”, en vez de adoptar métodos y sistemas que incrementan
nuestros defectos de raza, en vez de reducirlos, ya que
cualidades como las que pueden despertar sistemas educativos
sobre bases metafísicas, “las hemos recibido de la naturaleza en
pletórica abundancia”.
Justo Sierra (1848-1912),
uno de los más grandes educadores mexicanos, hacía aún
más patente la necesidad de que los mexicanos se transformen
mental y socialmente, si es que querían sobrevivir en esa lucha
por la vida, en la que, conforme a la teoría de Darwin, sólo
sobreviven los más fuertes. Para ello era menester pasar de la
era militar, la era de las revoluciones, de
las guerras intestinas, a la era industrial,
la era del trabajo, del máximo esfuerzo personal. Y era
menester hacerlo “aceleradamente, porque el gigante que crecía a
nuestro lado y que cada vez se aproximaba más a nosotros, a
consecuencia del auge fabril y agrícola de sus estados
fronterizos y el incremento de sus vías férreas, tendía a
absorbernos y disolvernos si nos encontraba débiles” (Sierra
1900-1902). La historia había hablado ya unos años antes:
México había sido vencido por el país del norte; pero no por la
superioridad de las armas, sino por la superioridad de la
organización mental y social que habían recibido los
norteamericanos. En vano los liberales se habían esforzado por
dar al pueblo mexicano una educación y una organización
progresista; los viejos intereses del clero y la milicia
heredados de la Colonia fueron más fuertes y se opusieron al
progreso. Estos mismos intereses fueron los que derrotaron a
México y no las armas del norte. De aquí que, al término de esta
lucha, el partido innovador se propusiese resueltamente realizar
un programa que diese fin a tal situación. Este programa
consistió, dice Justo Sierra, en “instruir al pueblo con
absoluta independencia de su Iglesia, colonizar al país,
rompiendo la barrera de la intolerancia religiosa, desestancando
toda propiedad raíz amortizada por el clero”. Sólo así se podría
alcanzar y formar lo que tanta falta había hecho por encontrarse
ausente en la guerra con el país del norte: una conciencia
nacional.
Tal fue la obra que
pretendió realizar una generación, la que se hizo cargo de los
destinos de México entre los años de 1880 y 1910. Esta
generación trató de establecer el orden en la conciencia de los
mexicanos y el orden en su organización social. Establecieron un
nuevo tipo de educación nacional y trataron, igualmente, de
establecer un nuevo tipo de orden social. Se pretendió hacer de
la ciencia la base de ambos órdenes: el positivismo fue el
instrumento para establecer el orden mental; el porfirismo, la
expresión del nuevo orden social.
LIBERTAD Y ORDEN SOCIAL
En 1878, recién llegado al
poder el general Porfirio Díaz, mediante una revolución contra
el presidente Sebastián Lerdo de Tejada, surge en la capital
mexicana un nuevo grupo político que deja oír su voz en un
periódico titulado La Libertad. Dicho periódico
tiene como lema el del positivismo comtiano: “Orden y progreso”.
Varios de sus redactores han sido discípulos de Gabino Barreda
(1818-1881), introductor del positivismo en México y realizador
de la reforma educativa que, apoyándose en la misma doctrina
filosófica, hiciera por encargo del gobierno de Benito Juárez en
1867.
Este nuevo grupo empieza a
agitar la opinión pública en torno a una idea, la del orden.
Pero al decir de los redactores de La Libertad, se
habla de un nuevo tipo de orden que nada tiene que ver con el
orden heredado de la Colonia y defendido por los grupos
conservadores. El nuevo grupo se llama a sí mismo conservador;
pero conservador-liberal. Nuestra meta, dicen, es la libertad;
pero nuestros métodos son conservadores. Se llaman conservadores
porque son opuestos a los métodos revolucionarios para alcanzar
la libertad. Ésta, dicen, se alcanza por el camino de la
evolución, no por el de la revolución.
Ahora bien, lo urgente, lo
inmediato, la base sobre la cual será posible alcanzar la
ansiada libertad, es el orden. Tal es lo que no han podido
entender los liberales. Éstos han querido dar al pueblo
libertades para las cuales no estaba preparado: el resultado ha
sido la anarquía. Primero es menester educar, establecer en la
mente el conocimiento de la libertad y de las obligaciones que
lleva consigo. Mientras los mexicanos no tengan este
conocimiento serán inútiles todas las leyes y constituciones que
pretendan establecer la libertad por simple decreto. Esta
pretensión es una simple utopía, fruto de ese espíritu tan ajeno
al sentido de lo práctico de que carecen los mexicanos.
Pero al fin ha surgido un
grupo de mexicanos con un sentido práctico de la vida, educado
en los métodos de la ciencia positiva. Este grupo habrá de
encargarse de establecer, en el futuro, un auténtico gobierno
democrático sobre la base de una verdadera libertad social.
Pero, mientras tanto, mientras tal ideal llega a realizarse,
será menester establecer, antes que nada, un orden, al costo que
sea necesario. Será menester acabar con la ya permanente
anarquía, con las continuas revoluciones y cuartelazos. La
constitución liberal de 1857 era uno de los obstáculos para este
orden; había sido hecha por hombres con mentalidad utópica y
para un pueblo utópico, ya que no existía.
Lo más indignante, decía
Francisco G. Cosmes, uno de los redactores de La Libertad,
es que todavía existan hombres con una mentalidad tan
atrasada que aún crean en las ideas sostenidas por los
legisladores del 57, “después de medio siglo de constante
batallar por un ideal que una vez realizado no ha dado sino
resultados funestos para el país. Causa profunda tristeza, en
verdad, el ver que sangrando aún las atroces heridas que las
revoluciones y la guerra civil han hecho a la República
Mexicana, todavía el ideal revolucionario encuentre quien lo
defienda entre nosotros”. Y Justo Sierra, que fuera director del
mismo periódico, dice, haciendo crítica a los mismos
constituyentes del 57: “Nuestra ley fundamental, hecha por
hombres de raza latina, que creen que una cosa es cierta y
realizable desde el punto de vista en que es lógica; que tienden
a humanizar bruscamente y por la violencia cualquier ideal, que
pasan en un día del dominio de lo absoluto al de lo relativo,
sin transiciones, sin matices y queriendo obligar a los pueblos
a practicar lo que sólo resulta verdad en las regiones de la
razón pura; estos hombres, quizá nosotros somos de ellos, que
confunden el cielo con la tierra, nos hicieron un código de
alianza elevado y noble, pero en el que todo tiende a la
diferenciación, a la autonomía individual llevada a su máximo,
es decir, al grado en que parece cesar la acción de los deberes
sociales y todo se convierte en derechos individuales”.
Al liberalismo utópico y
anárquico había que oponer un liberalismo realista y de orden:
un conservadurismo liberal. Deseamos, decía Justo Sierra, “la
formación de un gran partido conservador, compuesto con todos
los elementos de orden que tengan en nuestro país la aptitud
suficiente para surgir a la vida pública. No tenemos por bandera
una persona, sino una idea. Tendemos a agrupar en torno suyo a
todos los que piensen que ha pasado ya para nuestro país la
época de querer realizar sus aspiraciones por la violencia
revolucionaria, a todos los que crean llegado ya el momento
definitivo de organizar un partido más amigo de la libertad
práctica que de la libertad declamada, y convencido
profundamente de que el progreso estriba en el desarrollo normal
de una sociedad, es decir, en el orden”.
“No tenemos por bandera una
persona, sino una idea”; en estas palabras se encerraba el ideal
del nuevo orden. Un orden cuya fuerza no dependiese de la
voluntad de un caudillo. Un orden impersonal, derivado de la
propia mente de los mexicanos. Pero este orden resultaba, al
menos por el momento, una utopía más. Ante todo era menester
educar al pueblo para el orden. Mientras tanto cualquier orden
sería bueno. El problema parecía insoluble: se quería abandonar
todo orden que dependiese de la voluntad de cualquier caudillo;
pero se necesitaba también de alguien, con suficiente prestigio
personal, que estableciese las bases del nuevo orden. Este
alguien, por supuesto, no podría ser otra cosa que simple
instrumento, como algo transitorio, mientras los mexicanos
adquirían los hábitos mentales para un orden autónomo, esto es,
ajeno a cualquier fuerza que les fuese exterior.
Por lo pronto era menester
limitar las libertades cuyo utopismo era evidente. Era menester
llevar la confianza al país, único camino para que éste iniciase
su etapa de regeneración. “¡Derechos! —exclamaba Francisco G.
Cosmes— la sociedad los rechaza ya: lo que quiere es pan. En
lugar de esas constituciones llenas de ideas sublimes, que ni un
solo instante hemos visto realizadas en la práctica [...]
prefiere la paz a cuyo abrigo poder trabajar tranquilo, alguna
seguridad en sus intereses, y saber que las autoridades, en vez
de lanzarse a la caza, al vuelo del ideal, ahorcan a los
plagiarios, a los ladrones y a los revolucionarios. ¡Menos
derechos y menos libertades, a cambio de mayor orden y paz! ¡No
más utopías! [...] Quiero orden y paz, aun cuando sea a costa de
todos los derechos que tan caro me cuestan. Es más —sigue
diciendo—, no está distante el día en que la nación diga: Quiero
orden y paz aun a costa de mi independencia” (en La Libertad).
¿Cómo alcanzar este orden y
esa paz que con tanta urgencia reclamaban? No por medio de la
arbitrariedad, decían; no por medio de gobiernos personalistas,
que tan nefastos han sido para la nación. “Nada hay más odioso
—dice un editorial de La Libertad— ni más
contrario al progreso para nosotros que el dominio de uno o de
más hombres sin regla fija. Esto es lo que pensamos de la
dictadura”. Sin embargo, la realidad mexicana ha dado origen a
las dictaduras, a las tiranías. Para acabar con ellas es
menester transformar dicha realidad; pero mientras tanto hay que
contar con ella. Para “acabar con la dictadura de hecho [...] es
preciso dar con una constitución practicable”; pero como tal
cosa resulta impracticable en las circunstancias actuales, “nos
contentamos con pedir para estos momentos extraordinarios,
autorizaciones extraordinarias”. Y Francisco G. Cosmes dice en
otro de sus artículos: “Ya hemos realizado infinidad de derechos
que no producen más que miseria y malestar a la sociedad. Ahora
vamos a ensayar un poco de tiranía honrada, a ver qué
efectos produce”. Esta tiranía “honrada” iba a ser la del
general Porfirio Díaz.
GABINO BARREDA Y EL POSITIVISMO COMTIANO
Pero retrocedamos hacia el
maestro que introdujo en México al positivismo. En 1867, el
grupo que, según relata Sierra, “era una minoría al día
siguiente de la invasión norteamericana” y se había convertido
en “la mayoría del país la víspera de la invasión francesa”,
triunfaba definitivamente. En el Cerro de las Campanas el iluso
emperador Maximiliano pagaba con su vida la traición del clero y
milicia mexicanas y la ambición de Napoleón el pequeño. Este
mismo año, en la ciudad de Guanajuato, el médico y jurisconsulto
Gabino Barreda (1818-1881) pronunciaba una “Oración cívica”, en
la que hacía una interpretación de la historia de México. Lo
importante era que en ella se hablaba de tres grandes etapas de
la misma: la teológica, la metafísica y la positiva. La primera
estaba representada por la época colonial, la segunda por la
guerra de independencia y la lucha contra los representantes del
retroceso, y la última etapa, la positiva, se iniciaba con el
triunfo de los reformistas. En México, decía Barreda, el
espíritu positivo que había vencido en Europa ganaba su última
batalla. Éste no era sólo un triunfo mexicano; era un triunfo de
la humanidad.
Barreda, entre los años de
1849 y 1851, siguió varios cursos con Augusto Comte en París, a
donde había ido para terminar la carrera de medicina. Al
regresar, México se puso de inmediato al lado de las fuerzas
reformistas. En esta oración cívica de que se habla, aplicó a la
historia de México la interpretación positivista. Sin embargo,
la divisa amor, orden y progreso del positivismo comtiano es
alterada, poniéndose en su lugar libertad, orden y
progreso. Con ello se daba satisfacción a una realidad mexicana:
el partido triunfante, el partido del progreso, llevaba el
nombre de Partido Liberal. Pronto el gran problema de
Barreda, como el de sus discípulos, será el de tratar de
conciliar términos tan opuestos como el de orden y el de
libertad. No tardarán en entrar en pública polémica liberales y
positivistas en torno a lo que cada uno de ellos entendía por
libertad. Poco tiempo después de pronunciada la oración cívica,
el mismo año, el presidente de la república y jefe nato del
partido triunfante, Benito Juárez, hace llamar a Gabino Barreda
para encargarle establecer las bases para la reforma educativa
de la nación. En dicha reforma se iban a realizar los sueños de
los viejos liberales, de hombres como José María Luis Mora. Era
menester preparar a la generación que en el futuro había de
conducir los destinos de la nación. Tal era la misión de
Barreda: transformar la mente de los mexicanos. La
transformación tenía que ser radical. Era menester extirpar de
su mente todo lo que pudiese llegar a ser fuente de nuevos
desórdenes. Juárez, dice Justo Sierra, comprendió que las
burguesías, en las que forzosamente iba a reclutarse el grupo
que había de tomar la dirección política y social del país,
necesitaban de una educación preparadora. La revolución que
había vencido con las armas se transformaba, para estabilizar
así su triunfo, en revolución mental. Se daba un paso más
en la independencia de la nación, lo que Gabino Barreda llamaba
la “emancipación mental”. A esta nueva tarea se consagraría el
educador mexicano. De las escuelas por él reformadas, de sus
propias aulas, saldrían los jóvenes que encarrilarían al país
por nuevas rutas. Se iniciaba una experiencia cuyos resultados
no sólo importan para la historia de México, sino también para
la historia general de la cultura.
La etapa de la revolución
armada había terminado: se iniciaba la etapa de la revolución
mental. El orden al servicio de determinados y limitados cuerpos
sociales había sido destruido: empezaba un nuevo orden. Éste
debería ser, tal como ya lo había pensado Mora, un orden al
servicio de la sociedad. El viejo orden se había apoyado en la
violencia corporal y en la violencia mental,
realizadas respectivamente por la milicia y el clero. El nuevo
orden se apoyaría en el convencimiento mental. Mora había
dicho: “Los efectos de la fuerza son rápidos pero pasajeros; los
de la persuasión son lentos, pero seguros”. Libremente, sin
violencias, por puro convencimiento, los mexicanos llegarían a
establecer un auténtico orden. Un orden constructivo y
progresista. Sólo este orden podría concordar con la idea de
libertad. Libremente, los mexicanos, convencidos de sus
deberes sociales, llegarían a establecer el orden que a ellos
convenía.
El Estado fue presentado
por Barreda como el “guardián del orden material”. Éste era el
orden social, aquél en el cual los derechos de un individuo
quedan limitados por los derechos de los demás. El respeto a los
derechos de los demás era la mejor garantía de respeto para los
propios. Este conocimiento, y no otro, era la mejor garantía de
orden y de paz. Ya Juárez había expresado esta idea al decir:
“El respeto al derecho ajeno es la paz”. El orden tendría, así,
su origen en la mente, se apoyaría en un lógico convencimiento.
Respetado este orden, cuyos lineamientos señalaría el Estado, el
individuo quedaba en absoluta libertad. Ninguna fuerza podría
forzar el ámbito de esta libertad. A esta libertad la llama
Barreda libertad de conciencia. “Que en lo sucesivo —afirma— una
plena libertad de conciencia, una absoluta libertad de
exposición y discusión, dando espacio a todas las ideas y campo
a todas las inspiraciones, deje esparcir la luz por todas partes
y haga innecesaria e imposible toda conmoción que no sea
puramente espiritual, toda revolución que no sea intelectual”
(Barreda 1877). Esta libertad se encontraría garantizada por un
orden material, aceptado por convencimiento y protegido por el
Estado: “Que el orden material, conservado a todo trance por los
gobernantes y respetado por los gobernados, sea garante cierto y
el modo seguro de caminar siempre por el sendero florido del
progreso y de la civilización”.
Con esta idea sobre el
“orden material” se atacaba otra de las fuentes del desorden que
también había señalado Mora: la del gobierno como instrumento al
servicio de determinados privilegios. El gobierno no podía ser
otra cosa que guardián del orden social; los privilegios
pertenecían a la esfera del esfuerzo personal. En esta esfera el
individuo era plenamente libre; pero el Estado no podía estar al
servicio de ellos en su aspecto particular. “Sus derechos
llegarán hasta donde lleguen sus capacidades”. Pero para
alcanzarlos no deberían hacer del Estado un instrumento. Éste no
tiene otro papel que el de cuidar que sean respetados. Sin
embargo, Barreda, como buen comtiano, considera que ciertos
privilegios, como el de la riqueza, deben estar limitados por
los intereses de la sociedad. La riqueza, piensa siguiendo a
Comte, es un bien social, pero se aparta de él no aceptando la
intervención del Estado en este aspecto. Lo más que acepta es
que los ricos, una vez cumplidas y satisfechas sus necesidades,
sean convencidos en el sentido de que el excedente “tienen que
cultivarlo y utilizarlo, so pena de responsabilidad moral,
como una fuerza pública que la sociedad ha puesto en sus
manos para el bien y el progreso común”. Considera innecesario
reglamentar la riqueza; lo que debe hacerse es “humanizar a los
ricos”.
Gabino Barreda, al igual
que sus discípulos más tarde, pronto entrará en polémica con los
viejos liberales en lo que respecta a la definición de la
libertad. Los liberales habían tardado poco en darse cuenta de
que, detrás de las ideas que sobre la libertad y el orden
exponían los positivistas, se escudaba un nuevo dogmatismo con
todas sus consecuencias políticas. Un dogmatismo tan peligroso
como el clerical, pues, al igual que éste, trataba de imponer,
mediante una determinada educación, unas determinadas ideas.
Tal cosa era contraria a la libertad de conciencia por la cual
los liberales habían luchado en el pasado.
A la idea que sobre la
libertad tenían los liberales mexicanos, Barreda opondrá la idea
positivista de la misma. “Represéntase comúnmente la libertad
—dice— como una facultad de hacer o querer cualquier cosa sin
sujeción a la ley o fuerza alguna que la dirija; si semejante
libertad pudiera haber, ella sería tan inmoral como absurda,
porque haría imposible toda disciplina y por consiguiente todo
orden”. La verdadera libertad no es incompatible con el orden.
La libertad, agrega, consiste en someterse plenamente a la ley
de orden que deba regirla. Algo es libre cuando sigue su
curso normal y natural, cuando no encuentra obstáculos que lo
desvíen apartándolo de su propia ley, de su propio orden.
Barreda pone un ejemplo físico, diciendo: “Cuando se dice que un
cuerpo cae libremente, no se está hablando de un cuerpo
que cae donde quiere, sino que cae siguiendo las leyes de la
gravedad. En cambio, cuando se dice que este cuerpo no cae
libremente, se quiere decir que encuentra obstáculos que lo
desvían en su caída. Ésta es la verdadera libertad: el hombre
está limitado por la sociedad que le da sus leyes, y su libertad
consiste en actuar de acuerdo con ellas”.
SPENCER Y LA EVOLUCIÓN DE MÉXICO
La generación formada por
Gabino Barreda, la de los hombres destinados a conducir los
destinos de la nación por el camino del progreso, se encontraría
estrecha en los ámbitos del positivismo comtiano. Éste, por más
que se había esforzado Barreda, no justificaba la libertad que
más podía interesar a la futura burguesía mexicana: la libertad
de enriquecimiento, sin más límites que los de la capacidad de
cada individuo. El comtismo, en sentido estricto, subordinaba el
individuo a la sociedad en todos los campos de lo material. Tal
era el sentido de la Sociocracia de Comte, tal establecía
su política positiva. La política, al igual que la religión de
la humanidad, no habían sido aceptadas por los positivistas
mexicanos por ser consideradas contrarias a los intereses por
los cuales se había aceptado el positivismo. Lo importante era
formar la clase directora de la burguesía mexicana, cada vez más
poderosa. El modelo conforme al cual debería ser esta clase lo
ofrecían los países anglosajones.
Los teóricos de la
burguesía mexicana encontrarán muy pronto una teoría que
justifique sus intereses. Ésta la ofrecieron los positivistas
ingleses John Stuart Mill y Herbert Spencer, especialmente el
último y, con ellos, el evolucionismo de Charles Darwin. Esta
doctrina pareció ser la que mejor coincidía con los intereses
que se querían justificar. Era, además, la mejor expresión del
espíritu práctico que tanto admiraban. De acuerdo con tales
doctrinas era menester educar al mexicano. El positivismo
inglés, lejos de contrariar la idea de la libertad individual en
la mayoría de sus expresiones, la justificaba. Allí estaban como
grandes ejemplos los regímenes liberales de Inglaterra y los
Estados Unidos. Allí Spencer enfrentándose al Estado coercitivo
y Mill defendiendo la libertad individual. En ambos, el Estado
no venía a ser otra cosa que lo anhelado por Mora: un
instrumento de protección de todos y cada uno de los individuos
que componen la sociedad. Además, la idea spenceriana del
progreso permitía ofrecer, al menos en un futuro, un ideal de
libertad, aquella por la cual había luchado el pueblo en varias
ocasiones. Para ello sólo era menester un determinado grado de
progreso.
Y aquí volvemos a entroncar
con el grupo de jóvenes positivistas que desde el periódico
La Libertad piden un nuevo orden y aspiran a establecer una
tiranía honrada. Este grupo ya no sigue a Comte, sino a Mill y
Spencer. ¿Cómo podrían entonces justificar ideas que parecen
contradictorias? La justificación la encontrarán en la teoría de
la evolución de Spencer. Es para mí fuera de duda, decía Sierra,
el hecho de que la sociedad es un organismo que, aunque distinto
de los demás, razón por la cual Spencer lo llama superorganismo,
tiene sus analogías innegables con los organismos vivos. Al
igual que los organismos animales, la sociedad está también
sometida a las leyes de la evolución. De acuerdo con éstas,
todos los organismos realizan un movimiento de integración y
diferenciación en una marcha que va de lo homogéneo a lo
heterogéneo, de lo indefinido a lo definido. En los organismos
sociales se pasa de la homogeneidad social a la diferenciación
individual, del pleno orden a la plena libertad.
En esta forma no queda
negada la idea que sobre la libertad siguen sosteniendo los
viejos liberales; lo que se niega, apoyándose en los
Principios de sociología de Spencer, es que la sociedad
mexicana haya alcanzado el alto grado de progreso que era
menester para obtener dicha libertad. No piensan, como los
comtianos, que esta libertad pertenezca a una etapa de
transición metafísica; sino que la consideran como una meta por
alcanzar. No es algo pasado, sino algo futuro. Pero, para que
tal cosa suceda, es menester que antes la sociedad evolucione en
tal sentido. Por esta razón los nuevos conservadores se oponen a
la Constitución del 57, considerándola utópica, esto es, fuera
de tiempo. Semejantes constituciones sólo pueden ser buenas para
países como los Estados Unidos, dado el alto grado de progreso
que han alcanzado; pero no para países como México, que se
encuentran en una etapa inferior. “¿No es un contrasentido
—preguntan— levantar un edificio gigantesco sobre un terreno
fangoso, sin abrir antes cimientos sólidos?”.
Lo primero que debe hacerse
es atender al adelanto material de un país. Las libertades son
inútiles en países materialmente atrasados. Cuando se logre este
adelanto, la libertad en sus múltiples formas se dará por
añadidura, por natural evolución. “El día que podamos decir: la
carta fundamental nos ha producido un millón de colonos,
habremos encontrado la constitución que nos conviene; ya no será
una frase en los labios, será el arado en las manos, la
locomotora en los caminos y el dinero en todas partes”. La
libertad ideal ya llegará. “Preferimos un progreso normal y
lento a precipitar las cosas por la violencia”. Estos hombres
son partidarios del progreso por el camino de la evolución,
nunca por el de la revolución.
Lo urgente, lo inmediato,
es fortalecer a la sociedad, integrarla, homogeneizarla. Porque
en la medida en que más se integre y se haga homogénea, mejor se
irá diferenciando y definiendo. En la medida en que el orden
social se haga más permanente, la libertad individual se irá
realizando. Hasta ahora, piensan los positivistas, México ha
sido un país sin orden, y por ende un país que no ha cumplido
con las leyes del progreso mostradas por Spencer. Por esta razón
es menester, antes que nada, establecer el orden. No es posible
pasar de la anarquía a la verdadera libertad.
Ahora resulta natural y
justificada la petición de un Estado fuerte que se encargue de
establecer el orden, que tan necesario es para el progreso de
México. Ahora resulta natural, dice Justo Sierra, el “pedir para
un pueblo que [...] está en pésimas condiciones de vida, la
vigorización de un centro que sirva para aumentar la fuerza de
cohesión”. Pues, “de lo contrario, la incoherencia se
pronunciará cada día más y el organismo no se integrará, y esta
sociedad será un aborto”. Es el desorden, sigue diciendo Sierra,
el que hace de la nación mexicana uno de los organismos sociales
más débiles y más inermes de los que están en la órbita de la
civilización. Mientras México va destruyéndose, “junto a
nosotros vive un maravilloso animal colectivo, para cuyo enorme
intestino no hay alimentación suficiente, armado para
devorarnos”. Frente a este coloso estamos expuestos “a ser una
prueba de la teoría de Darwin, y en la lucha por la existencia,
tenemos contra nosotros todas las probabilidades” (Sierra 1948).
LA
GENERACIÓN DE LOS “CIENTÍFICOS”
La evolución política,
la de la libertad en el campo político, será sacrificada en aras
de lo que Sierra llamaba la evolución social. Esto es, en
aras de la organización social de los mexicanos, imprescindible
para alcanzar la supuesta libertad política, se limitaba toda
esta libertad. Desarraigar los hábitos de desorden de la mente
de los mexicanos era tarea muy difícil. “Desgraciadamente —decía
Sierra—, esos hábitos congénitos del mexicano han llegado a ser
mil veces más difíciles de desarraigar” que la dominación de las
clases privilegiadas por ella constituidas. “Sólo el cambio
total de las condiciones del trabajo y del pensamiento en México
podrán realizar tamaña transformación”. Sólo un Estado fuerte
podrá realizar tal cosa. El día en que un grupo o un partido
logre mantenerse organizado, ese día la evolución continuará su
marcha. “Y el hombre, necesario en las democracias más que en
las aristocracias, vendría luego; la función crearía el órgano”.
Todo el poder político, y
con él la libertad de los mexicanos, será cedida a un hombre
fuerte, al general Porfirio Díaz. “Para que el presidente —sigue
diciendo Sierra— pudiera llevar a cabo la gran tarea que se
imponía, necesitaba una máxima suma de autoridad entre las
manos, no sólo de autoridad legal, sino de autoridad
política que le permitiera asumir la dirección efectiva de
los cuerpos políticos: cámaras legisladoras y gobiernos de los
estados; de autoridad social, constituyéndose en supremo
juez de paz de la sociedad mexicana con el asentimiento
general [...] y de autoridad moral”. Pero todas estas
delegaciones y abdicaciones de poder en un hombre tenían que ser
compensadas por la acción del Estado en el campo que tanto
importaba a los próceres de la emancipación mental: la
educación. La tiranía honrada era una forma educativa mediante
la cual los mexicanos iban a aprender el significado de la
libertad.
El 26 de noviembre de 1876,
el general Porfirio Díaz, que se había levantado en armas contra
el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada al grito de “no
reelección”, se convierte en presidente interino después de
triunfar con sus tropas. El 5 de diciembre del mismo año cede el
poder al general Méndez; pero lo vuelve a tomar, con carácter
provisional, el 16 de febrero de 1877. El 25 de septiembre de
1880, con su venia, es elegido el general Manuel González; pero
en 1884 vuelve definitivamente a la presidencia, en donde
permanece hasta el 25 de mayo de 1911, al triunfar la Revolución
Mexicana. En torno al general Díaz se agruparán todas las
fuerzas políticas del país. Su figura vino a simbolizar el orden
y la paz por la que tanto clamaron los hombres educados en el
positivismo. El materialismo y la deshumanización fueron
convirtiéndose en modelos de vida para la generación que se
formó dentro de su régimen: industria, dinero, ferrocarriles
[...] y siempre más dinero. El progreso pareció triunfar
definitivamente. La evolución social pareció marchar a pasos
agigantados; pero en su euforia fueron olvidando aquello para el
logro de lo cual se dijo que se había establecido el orden: la
libertad. Se conformarán con un tipo de libertad muy especial:
la libertad de enriquecimiento. Libertad en la que no todas las
clases podían participar. La falta de la auténtica libertad,
presentía Sierra, habrá de hacer abortar lo que en el terreno de
la evolución se ha logrado.
Surgía con el porfirismo un
nuevo tipo de mexicanos, el cual, comparándose con la generación
liberal que le antecedió, se describía de la siguiente manera:
“Nos tachan —decían— nuestra falta de creencias, nuestro
positivismo, nuestro mal encubierto desprecio hacia las
instituciones del pasado”. Tal cosa es cierta pero se debe a la
distinta educación que hemos recibido. “Ustedes —dicen
refiriéndose a los liberales—, en materia filosófica se
nutrieron de Voltaire y Rousseau, con los enciclopedistas, con
el Choix de Rapports de la Revolución Francesa, los más
avanzados con la alta metafísica de la escuela alemana; mientras
nosotros estudiamos lógica en Mill y Bain, filosofía en Comte y
Spencer, ciencia en Huxley y Tyndall, Virchow y Helmholtz”.
Distinta educación que daría lugar a hombres igualmente
distintos. “Ustedes —siguen diciendo— salían de las aulas ebrios
de entusiasmo por las grandes ideas del 89, y citando a Danton y
a los girondinos, se lanzaban a las montañas para combatir al
clero, para consolidar las reformas, para derribar a los
reaccionarios, para calcar nuestras leyes sobre bellas utopías
que entonces servían de manera corriente en las transacciones
filosóficas”. En cambio, “nosotros, menos entusiastas, más
escépticos, tal vez más egoístas, buscamos una nueva explicación
del binomio de Newton, nos dedicamos a la selección natural,
estudiamos con ardor la sociología, nos preocupamos poco de los
espacios celestes y mucho de nuestro destino terrenal. Nos
ocupamos de cuestiones que no pueden ser sometidas al cartabón
de la observación y de la experiencia. La parte del mundo que
nos interesa es la que podemos estudiar por medio del telescopio
y demás instrumentos de investigación científica. Nosotros no
conocemos la verdad, desde luego, a primera vista. Para
alcanzarla necesitamos de largos viajes a las regiones de la
ciencia, de afanosos y constantes trabajos, de
laboriosa y paciente investigación”.
La nueva generación se
considerará a sí misma como la destinada, por su capacidad, para
guiar y orientar al país. Sus métodos son seguros, perfectos y
precisos. Son los métodos de la ciencia, los que aprendieron en
las escuelas reformadas por Gabino Barreda. Estos métodos
—dicen— serán aplicados a la solución de todos los problemas de
México, incluyendo los políticos. En 1881 hablan ya de la
“Escuela Científica Política de México”. En 1886 varios de sus
miembros entran a la cámara de diputados. Algunos de ellos serán
en el futuro figuras destacadas del régimen de Porfirio Díaz:
Justo Sierra, Pablo Macedo, Rosendo Pineda, Francisco Bulnes y
otros. Todos pondrán, en conjunto, su sello a la época que lleva
el nombre de porfirismo. Empezaba la era de los “científicos”.
ORDEN POLÍTICO Y LIBERTAD ECONÓMICA
En 1892 el partido político
llamado Unión Liberal lanzaba a la nación un manifiesto. En éste
se hacían patentes los principios sobre los cuales se apoyaba el
régimen porfiriano. El destino del manifiesto era apoyar la
cuarta reelección del general Porfirio Díaz. Para ello
presentaba un programa cuyo fin era satisfacer los intereses de
la cada vez más poderosa burguesía mexicana. En dicho manifiesto
se hablaba de analizar “científicamente” la situación social de
México, sus problemas y soluciones. Muy pronto la oposición y la
masa del pueblo en general, cuyos derechos políticos les habían
sido arrebatados, empezó a dar a este partido el despectivo e
irónico nombre de Partido de los Científicos.
El citado manifiesto
hablaba, entre otras cosas, de la necesidad de conceder mayores
libertades a la sociedad mexicana, dado el hecho de que ésta
parecía haber alcanzado ya un mayor grado de progreso. Parecía
que, al fin, iban a ser concedidas las libertades prometidas.
Hasta ayer había sido necesario dar al ejecutivo un mayor poder;
pero ahora parecía que había llegado la hora de conceder al
pueblo mayores libertades.
Nuestro partido, dice el
manifiesto, “está ya en plenitud de imponerse una disciplina
racional que le permita ser completamente explícito en la
expresión de su voluntad dentro de la fórmula constitucional, y
tomar una participación más activa en la dirección de los
negocios públicos, marcando los derroteros que conducen a su
ideal supremo de la libertad en la permanente conjugación con el
orden” (reproducido en Manero 1911). El nuevo partido se
presenta como el heredero de los ideales del viejo Partido
Liberal; pero con una diferencia: la de saber que la libertad no
es posible si antes no se ha alcanzado un determinado grado de
orden. Ahora bien, este orden parece ser ya una realidad gracias
al gobierno de Porfirio Díaz. Establecido el orden, la libertad
podrá ya dar un paso más.
¿Cuál va a ser este paso?
El partido agrupado en torno al general Díaz considera que ya se
han logrado las condiciones para alcanzar un mayor grado de
libertad. “Creemos llegado el momento de iniciar una nueva era
en la vida histórica de nuestro partido; creemos que la
transformación de sus órganos directivos en órganos de gobierno
está consumada ya; creemos que así como la paz y el progreso
material han realizado este fin, toca a su vez a la actividad
política consolidar el orden, tócale demostrar que de hoy en
adelante la revuelta y la guerra civil serán un accidente, y la
paz basada en el interés y la voluntad de un pueblo son lo
normal; para ello es preciso ponerla en la piedra de toque de la
libertad”. La concesión de mayores libertades iba a demostrar si
la sociedad mexicana había alcanzado o no el alto grado de orden
que era menester para alcanzar mayores libertades.
El nuevo partido político
propondrá una serie de libertades para las cuales consideraba
que estaba ya apto el mexicano. Sin embargo, la libertad
electoral aún no la consideran como la más importante ni como la
que debía concederse en ese momento. El pueblo podía tener otras
libertades, aún más importantes que la electoral. “La nación
—dice el manifiesto— desearía que su gobierno se encontrase en
aptitud de demostrar que considera la paz actual como un hecho
definitivo, reorganizando económicamente algunos ramos de la
administración [...] Desearía que la libertad de comercio
nacional, por la supresión de las aduanas interiores, llegase a
ser un hecho consumado y no una aspiración periódicamente
renovada [...] Sólo así la paz habrá penetrado a las futuras
generaciones mexicanas, cuyos recursos se han gravado para crear
nuestro crédito y nuestros progresos, el modo de soportarlos y
aun de permitirle el ahorro de un capital transmutable en
mayor bienestar y vigor. En estas condiciones la paz nunca
aparecería cara”.
¿Qué significan estas
palabras? Primero se empieza por hablar de la necesidad de
establecer mayores libertades; pero luego se afirma que la menos
importante de estas libertades es la libertad electoral o
política. La libertad que proponen para que se conceda de
inmediato es la libertad de comercio; más ampliamente, la
libertad económica, que permita el ahorro y formación de un
capital o capitales. Lo que se pide es la reducción de las
intervenciones del Estado en el campo económico, no en el campo
político. La libertad política bien puede seguir siendo
sacrificada si, a cambio de ella, se obtiene lo que se podría
llamar libertad de enriquecimiento. Libertad que, por
supuesto, podrá beneficiar a quienes posean bienes susceptibles
de ser aumentados. Como se ve, no se trataba de otorgar la
libertad que interesaba a los viejos liberales mexicanos.
Orden político y libertad
económica, tal es el ideal de la burguesía mexicana. El orden
político, mantenido por el general Díaz, debería ser puesto al
servicio de la libertad económica de la burguesía. Los derechos
políticos tenían un carácter secundario, no podían interesar
mientras no se considerase en peligro la libertad económica.
Este derecho se lo reservará la burguesía para el caso de que se
atentase contra la libertad de enriquecimiento. Sólo se hará uso
de él si el gobierno llegaba a enfrentarse a estos intereses.
Así, la libertad política, el derecho a la elección de los
gobernantes, podría ser limitado en beneficio de un orden que
satisficiese los intereses de la burguesía mexicana. Este orden
es el que representaba el gobierno del general Díaz. De aquí se
iba a deducir lo que interesaba al manifiesto: la reelección del
presidente.
La burguesía mexicana
consideraba que había llegado a su apogeo. Su orden era
identificado con el orden nacional. Su partido con el pueblo.
Logrado el orden nacional, se debería ya dar el segundo paso, el
de la libertad que convenía a sus intereses. Díaz fue el hombre
llamado a conceder esta libertad y cuidar de que no fuese
estorbada. La república, dice el manifiesto, “tiene conciencia
de ser la causa eficiente de su progreso y su tranquilidad; pero
sabe también que un hombre ha coadyuvado, en primer término, a
dar forma práctica a las tendencias generales, y este ciudadano
es el que la convención ha elegido [...] para ocupar nuevamente
la presidencia”.
Ahora bien, continúan
diciendo los autores del manifiesto, si se le reelige por cuarta
vez, no es porque sus servicios sean considerados como
indispensables, sino porque ya ha dado pruebas de su capacidad
para gobernar de acuerdo con los intereses de la nación. No es
indispensable, es útil. La burguesía cedía en esta forma sus
derechos políticos y los del pueblo mexicano, porque así
convenía mejor a sus intereses, en beneficio de sus derechos
económicos. Había logrado hacer de Porfirio Díaz el “tirano
honrado” que satisfacía sus intereses. Por esta razón lo apoyaba
y lo apoyaría mientras así fuese. Ya, desde sus inicios, los
teóricos de la burguesía mexicana distinguían entre lo que
llamaban dictadura personal y dictadura social. La
primera era del tipo de las dictaduras de que hablaba Mora, las
que servían a los intereses de un determinado grupo o cuerpo
social, como lo eran el clero y la milicia. La segunda,
simplemente, era la dictadura establecida para proteger lo que
la burguesía llamaba intereses de la sociedad, esto es, sus
propios intereses, que identificaba con los de ésta.
Pero, temerosos de que
algún día la dictadura del general Díaz se pudiese convertir en
una dictadura personal, o de la de un grupo cercano a él, los
autores del manifiesto proponen a continuación la independencia
del poder judicial, independencia garantizada con su
inamovilidad. También proponen la creación de partidos
políticos, cuya misión sea la de controlar las actividades
políticas de la cámara y una especie de vigilancia sobre el
ejecutivo. Una buena medida para evitar la formación de una
dictadura personal. No aceptaban otra dictadura que la
instrumental, la puesta a su servicio, una dictadura de la
burguesía al servicio de la burguesía. El general Díaz no era
sino una pieza de ese engranaje.
Pero Díaz, hombre de poder,
con mentalidad semejante a la que los educadores de la burguesía
habían querido extirpar, no aceptaría ser un simple instrumento.
El dictador se opuso y anuló todas las reformas propuestas que,
en alguna forma, significaban un límite a su control político.
No estaba dispuesto a mantener el orden que convenía a la
burguesía mexicana sino a cambio de la total entrega del poder
político. La burguesía tendría todas las ventajas políticas que
pedía: la libertad económica, la libertad de enriquecimiento;
pero no una parte del poder político. Díaz no estaba dispuesto a
compartir este poder. Así, el control económico del país quedó
en manos de la burguesía mexicana. José Ives Limantour, uno de
los firmantes del manifiesto, se haría cargo del control
económico del país como ministro de hacienda.
¿Qué iba a suceder una vez
que había sido delegada toda la libertad política de un pueblo a
cambio del control económico de una clase? Justo Sierra, con esa
intuición genial que le había de destacar del resto de la
generación a la cual perteneció, decía, presintiendo el futuro
de ese armazón político de la burguesía: La nación “ha compuesto
el poder de este hombre con una serie de delegaciones, de
abdicaciones, si se quiere, extralegales, pues pertenecen al
orden social, sin que él lo solicitase; pero sin que tampoco
esquivase esta formidable responsabilidad ni un momento; y ¿eso
es peligroso? Terriblemente peligroso para el porvenir, porque
imprime hábitos contrarios al gobierno de sí mismos, sin
los cuales puede haber grandes hombres, pero no grandes pueblos.
Pero México tiene confianza en ese porvenir, como en su estrella
el presidente; y cree que, realizada sin temor posible de que se
altere y desvanezca la condición suprema de la paz, todo vendrá
luego, vendrá a su hora. ¡Que no se equivoque!...”
(Sierra 1900-1902).
©
Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano. Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con
la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez
López, Diciembre 2003. La edición digital se basa en la tercera edición
del libro (Barcelona: Ariel, 1976) y fue autorizada por el autor para
Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez.
Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción
destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.