Leopoldo Zea
El
pensamiento latinoamericano
segunda parte
VIII
EL POSITIVISMO Y LA
BURGUESÍA ARGENTINA
LA GENERACIÓN DE 1880
La
generación soñada por los próceres de la emancipación mental de la
Argentina pareció surgir el año de 1880 en la capital, Buenos Aires.
Spencer, en cuyas ideas había encontrado Sarmiento la expresión de las
propias, se presenta como el filósofo de la generación que iba a
realizar la etapa civilizadora de la Argentina. Su influencia fue mayor
que la de Comte, aunque no inspiró una escuela como éste en Paraná. “Los
hombres del 80 —dice Alejandro Korn— acogieron con simpatía la doctrina
agnóstica y evolucionista de Spencer sin dejar de informarse en las
corrientes afines del movimiento universal. Profesaron las tendencias
individualistas del liberalismo inglés, proclamaron las excelencias del
método experimental, alguna vez lo emplearon y en toda ocasión se
distinguieron por un criterio recto y honesto”. Pero, agrega Korn,
“absorbidos por la cultura europea no valoraron las fuerzas ingénitas
del alma argentina y, para nuestros males, buscaron remedios exóticos.
Mentalidades de gabinete, nunca se identificaron con el sentir de las
masas; hombres de pensamiento, carecieron de empuje militante. Otros
lucharon con las ideas que ellos diseminaron” (Korn, “Influencias
filosóficas en la evolución nacional”).
Esta
generación, se dice, fue derivando hacia el conservadurismo político y
social. De rara inteligencia, la fueron poniendo al servicio de sus más
personales intereses. La oligarquía fue su máxima expresión. Comte no
fue por ella aceptado, porque no comulgaban con su sociocracia
jerarquizada y antidemocrática. Se entendían mejor con el liberalismo de
Spencer, que conducía a un tipo de sociedad en el cual el individuo
podía alcanzar el máximo de libertades. Algo recuerda este grupo al de
los “científicos” mexicanos. También éstos se entendieron mejor con
Spencer por los mismos motivos. La oligarquía, en torno al dictador
Porfirio Díaz, fue el tipo de gobierno por ellos sostenido. La
“civilización” fue concebida por los positivistas argentinos como el
triunfo del esfuerzo personal expresado en la riqueza obtenida por medio
de la explotación industrial. Juan Agustín García, uno de los más
distinguidos miembros de esta generación, hacía la crítica de la misma y
se horrorizaba pensando a la República Argentina “como una colosal
estancia erizada de ferrocarriles y canales, llena de talleres, con
populosas ciudades, abundante en riqueza de todo género, pero sin un
sabio, un artista y un filósofo. Preferiría —dice— pertenecer al más
miserable rincón de la tierra donde todavía vibra el sentimiento de lo
bello, lo verdadero y lo bueno”. A Spencer atribuía todos los males, lo
mismo los de la instrucción pública que los de la política. Comte,
decía, hizo del Brasil un país admirable al darle el lema “orden y
progreso”. Spencer, en cambio, hizo del nuestro un país inculto y
desgraciado (García 1922).
A esta
generación pertenecieron, entre otros, José Nicolás Matienzo, Juan
Agustín García, Rodolfo Rivarola, Luis M. Drago, Norberto Piñero,
Ernesto Quesada, José María Ramos Mejía y otros que, si bien no
pertenecen propiamente a su generación, sí fueron influidos por ellos y
estuvieron en su círculo o en ciertas relaciones que les sitúan a su
lado, tales como Carlos Octavio Bunge y José Ingenieros. En poco tiempo
su influencia se dejó sentir fuertemente dominando todos los círculos
educativos, la administración pública y los negocios. Esta generación
parecía destinada a ser la representante de la burguesía argentina, en
cuyas manos la “civilización” iba a alcanzar su máximo desarrollo. El
sueño de Sarmiento, el de la Argentina como los Estados Unidos de la
América del Sur, parecía realizarse. Pero esta generación, al igual que
sus equivalentes en toda la América hispana, no sabrá o no podrá
realizar tal sueño. La gran burguesía europea hace de la burguesía
argentina, como de todas las burguesías hispanoamericanas, simple
amanuense de sus negocios. Los ferrocarriles empiezan a recorrer las
pampas, las industrias se abren en sus ciudades, los bancos empiezan a
multiplicarse y la riqueza parece acrecentarse; pero las firmas que
amparan a estos ferrocarriles, industrias y bancos son extranjeras. Se
habla de la argentinidad, pero no se la encuentra en ese mundo
“civilizado” que poco o nada tiene que ver con ella. Muchos de sus
mejores hombres se empeñan en buscarla en el pasado, como Juan Agustín
García (1862-1923) en su Ciudad indiana. Otros, como José María
Ramos Mejía (1826-1882) se empeñan en comprender a las figuras más
vigorosas de este pasado inmediato, como Rosas. Pero en el conocimiento
de este pasado y de estas figuras no ven sino lo que les permite ver su
mentalidad formada en las últimas filosofías europeas y sin contacto
directo con la realidad argentina. Paul Groussac, perteneciente a la
generación puente entre la de los próceres de la emancipación mental
argentina y los de esta generación positivista y seguidora de Spencer,
había previsto esto y señalado sus peligros al decir: “En proporciones
relativamente mayores y más rápidas que los Estados Unidos, la República
Argentina ha venido a ser la encrucijada de las nacionalidades. Tan
violenta ha sido la avenida migratoria, que podía llegar a absorber
nuestros elementos nacionales: lengua, instituciones políticas, gusto e
ideas tradicionales. A impulsos de un progreso spenceriano que es
realmente el triunfo de la heterogeneidad, debemos temer que las
preocupaciones materiales desalojen gradualmente del alma argentina las
puras aspiraciones, sin cuyo imperio toda prosperidad nacional se
edifica sobre arena. Ante el eclipse posible de todo ideal, sería poco
alarmarnos por el olvido de nuestras tradiciones: correría peligro la
misma nacionalidad. Y es, sin embargo, esta hora suprema la que algunos
eligen para ensalzar la educación utilitaria, que nos ha traído donde
estamos, y atajar la cultura clásica, que por sí sola constituye una
escuela de patriotismo y nobleza mora1” (Korn, “Influencias filosóficas
en la evolución nacional”).
EL IDEAL DE UNA RAZA ARGENTINA
José
Ingenieros (1877-1925), hijo de inmigrantes italianos, hará una
interpretación de la historia argentina en relación con los grupos
inmigrantes que van formando el grueso de la población. La raza europea
representará a la civilización; la autóctona, a la barbarie. La lucha de
los miembros de la generación de Mayo contra Rosas es vista como la
lucha de la raza “euro-argentina” contra la raza gaucha o
hispano-indígena. Dentro de la raza “euro-argentina” quedan también
incluidos todos los próceres de la independencia política de la
Argentina: Moreno, Rivadavia y los unitarios. Éstos se han enfrentado a
los caudillos gauchos como Rosas y Quiroga, una vez que han vencido a
España. En esta lucha vence la raza gaucha. Pero los que realizan el
ideal de la nueva raza y triunfan son Sarmiento y Alberdi.
Dice
Ingenieros: “La mejor parte del territorio pastoril fue ocupado por los
agricultores; a los gauchos les sustituyen los colonos; a las carretas
los ferrocarriles; a los comandantes de campo los maestros de escuela.
Una nueva raza ‘euro-argentina’, culta, laboriosa y democrática, creció
a expensas de la colonial raza ‘gaucha’, analfabeta, anarquista y
feudal”. Y haciendo historia decía: “Moreno pedía a Europa maestros para
las escuelas, capitales para las industrias y brazos para la
agricultura. Lo mismo pidió Rivadavia. Lo mismo anhelaban los argentinos
proscriptos; y cuando ellos gobernaron, desde el 52, todos atrajeron al
país maestros, capitales y brazos”. Cuando Alberdi habló diciendo que
“gobernar es poblar”, sigue diciendo Ingenieros, agrega terminantemente
“poblar con europeos”. Y cuando Sarmiento incitaba a los argentinos a
“ser como los Estados Unidos”, expresaba que era un trozo de Europa
retoñando en el suelo de América. Ninguno de ellos se equivocaba.
Ameghino había de repetir más tarde “que la raza blanca era la superior
de todas las humanas, y que a ella le estaba reservado en el futuro el
dominio del globo terrestre” (Ingenieros 1915).
El
futuro de la Argentina lo veía así Ingenieros: “Hay ya elementos
inequívocos de juicio —decía— para apreciar este advenimiento de una
raza blanca argentina y que pronto nos permitirá borrar el
estigma de inferioridad con que han marcado siempre los europeos a
los sudamericanos”. Ahora, agrega, en el ejército, “en vez de indígenas
y gauchos mercenarios, son ciudadanos blancos los que custodian la
dignidad de la nación”. Dentro de quince o cien años, las consecuencias
serán más importantes y son fáciles de pronosticar. En el territorio
argentino, emancipado hace un siglo por el pensamiento y la acción de
mil a diez mil “euro-argentinos”, vivirá una raza “compuesta por quince
o cien millones de blancos, que en sus horas de recreo leerán las
crónicas de las extinguidas razas indígenas, las historias de la
mestizada gaucha que retardó la formación de la raza blanca, y acaso los
poemas gauchescos de Martín Fierro y Santos Vega, o las novelas de Juan
Moreno [...]” (Ingenieros 1915).
Europa
en América. La independencia era ahora contra la propia América. Se
quería hacer de ella otra Europa. El modelo era Norteamérica. Ésta,
exterminando a sus indios, había fundado en la América a otra Europa
joven y llena de fuerza. Éste era el significado de la “civilización”
para la Argentina. Había que ahogar el pasado con todos los medios
posibles. Cambiar las mentes mediante la educación y a los hombres
mediante la inmigración. Argentina seguía en esto el mismo camino que el
resto de los países hispanoamericanos, pero alcanzaba mayores éxitos. En
México, por ejemplo, el pasado estaba aún demasiado arraigado. El
indígena y el criollo pesaban demasiado para ahogar su fuerza. El
mestizo, de ambas razas, se convirtió en el elemento activo de lo que
habría de llamarse “burguesía mexicana”. Esta burguesía nunca pudo poner
su orgullo en el hecho de pertenecer a una raza europea, aunque
despreciaba al indígena. Del mestizaje hizo el resorte del progreso de
la nación mexicana. Justo Sierra, en el ensayo titulado México social
y político, ha hecho la interpretación de la historia de México que
hace del mestizo un agente del progreso y la raza más apta. La familia
mestiza, dice, “ha constituido el factor dinámico de nuestra
historia; ella, revolucionando unas veces y organizando otras, ha movido
o comenzado a mover las riquezas estancadas de nuestro suelo: ha
quebrantado el poder de las castas privilegiadas. Ha facilitado en medio
de la paz el advenimiento del capital extranjero y las colosales mejoras
de orden material que en los últimos tiempos se han realizado.
Propagando escuelas y la enseñanza obligatoria, fecundó los gérmenes de
nuestro progreso intelectual”. También “ha fundado la ley y, a la vuelta
de una generación, habrá fundado en los hechos la libertad política”.
LUCHA DE CLASES
La
Argentina entra así en una nueva etapa de su desarrollo social que la
caracteriza especialmente. La lucha por la emancipación mental parece
haber llegado a su fin. La lucha entre la ciudad y el campo, la capital
y la provincia, la civilización y la barbarie, ha terminado. Buenos
Aires es el centro director de la vida argentina. Sus industrias crecen
y se acumulan especialmente en la capital. Dentro de ella se va a
originar una nueva lucha: la de clases. La inmigración que ha ahogado al
gaucho y al indio, que ha dado fin al problema rural desde el punto de
vista como se plantea en Hispanoamérica, forma a una nueva clase, el
proletariado, que sirve a esas industrias. Se quiso formar una burguesía
semejante a la gran burguesía europea. Pero, al formarla, se formó
también la clase que ésta tenía en sus entrañas, su antítesis, el
proletariado. El movimiento rural, traicionado por la ambición de Rosas
y otros caudillos y vencido por la burguesía argentina, de que eran
expresión Sarmiento, Alberdi y su generación, se vierte sobre la ciudad,
se proletariza. Juan B. Justo (1865-1928), fundador del Partido
Socialista Argentino, dirá: “El pueblo argentino no tiene glorias; la
independencia fue una gloria burguesa; el pueblo no tuvo más parte en
ella que la de servir los designios de la clase privilegiada que dirigía
el movimiento” (Cit. por Cúneo 1943). El movimiento rural, el de la
montonera, es aplastado a sangre y fuego y sobre sus cenizas se impone
la inmigración que lo cubre totalmente. Pero la lucha, la de siempre, la
de los oprimidos contra los opresores, se desplaza a otro campo, al de
la ciudad. Ahora lucha el industrial contra el obrero.
Los
inmigrantes, hombres llegados de una Europa que no satisface ya sus
necesidades, traen a la Argentina muchos de sus viejos problemas y, si
es posible, recrudecidos. También en la Argentina se encuentran con una
clase que usufructúa la riqueza, que posee los medios de producción, que
paga el trabajo al precio que fija el acuerdo con sus intereses, que
obtiene grandes plusvalías. Inmediatamente tiende a organizarse, a
formar agrupaciones que le protejan. El Partido Socialista Argentino es
una de estas organizaciones en su defensa.
Juan Bautista Justo, un
argentino, hablará a estos hombres del pasado de la tierra a la que han
emigrado. Les habla de las gestas de otros hombres que vivieron en esas
tierras defendiendo sus derechos con gran tesón. De las hazañas de un
pueblo sacrificado en aras de los intereses de la nueva clase, la
burguesía argentina. “Pero pronto —dice— tuvo que luchar contra esta
clase, la que dirigía el movimiento, para defender sus medios de vida,
para defender el suelo donde vivía contra la rapiña y el absoluto
dominio de los señores”. La burguesía le despoja de todo; sus tierras
son explotadas por esta clase. “Toda tierra les pareció poca a los
señores comerciantes y exportadores de las ciudades para acapararla y
explotarla según nuevas reglas” (Cit. por Cúneo 1943).
En la interpretación de la
historia argentina de Justo no aparece ya la vieja disputa entre la
civilización y la barbarie. Ahora se ve en estas mismas luchas una lucha
de clases; la burguesía contra el trabajador del campo. Los héroes no
son ya los hombres de la ciudad, sino los del campo. En esta lucha ha
triunfado la burguesía aplastando al hombre de la campiña. “El gaucho
—dice Justo— vio su existencia amenazada, e incapaz de adaptarse a las
condiciones de la época, se rebeló. Así nacieron las guerras civiles del
año veinte y subsiguientes, que fueron una verdadera lucha de clases.
Las montoneras eran el pueblo de la campaña levantado contra los señores
de las ciudades. Hombres, mujeres y niños, la población campesina en
masa, resistían a su dominación”. La lucha de estas masas era la misma
lucha que en Europa habían venido sosteniendo los trabajadores en contra
de la burguesía explotadora. “Los gauchos defendían el terreno a su
modo, por la libertad”. Pero fueron vencidos. La burguesía argentina los
había ido venciendo en varias batallas. “Su resistencia, sin embargo,
fracasó. ¿Por qué fracasó? Porque eran de una incapacidad económica
completa; su insurrección, puramente instintiva, no tendía más que a
dejar las cosas como estaban, a un imposible status quo, que les
permitiera seguir viviendo como habían vivido hasta entonces. Su triunfo
hubiera significado el estancamiento económico del país, su aislamiento
del resto del mundo, revolucionado ya entonces por el vapor y la
electricidad. Si los gauchos —concluye— hubieran vencido a la burguesía
argentina, este país hubiera sido por algún tiempo un gran Paraguay,
para ser conquistado después por alguna burguesía extranjera más
poderosa, a la que hubiera sido imposible resistir. La rebelión de las
campañas fracasó porque las masas de los gauchos carecían de toda
aptitud política” (Cit. por Cúneo 1943). Sus mismos hombres se encargan
de traicionarla poniéndola al servicio de sus ambiciones. Rosas, en
nombre de esta clase, se convierte en supremo dictador de la misma hasta
que es vencido por la burguesía argentina.
©
Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano. Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con
la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez
López, Diciembre 2003. La edición digital se basa en la tercera edición
del libro (Barcelona: Ariel, 1976) y fue autorizada por el autor para
Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez.
Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción
destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.