Don Juan Manuel
 
 

Miguel Vicente Pedraz
Universidad de León

EL HOMBRE Y SU OBRA

Apuntes biográficos

Don Juan Manuel, el príncipe escritor según ha sido denominado por una ya larga tradición de historiadores de la literatura, formó parte de una nueva aristocracia letrada y cortesana que en el siglo XIV comenzó a sustituir en los hábitos y en la ideología a la antigua aristocracia rural. Hijo del infante de Castilla y de León Don Manuel y de Dña. Beatriz de Saboya, nieto de Fernando III y Amadeo IV de Saboya, sobrino de Alfonso X el Sabio, primo de Sancho IV de Castilla, yerno de Jaime II de Aragón, etc. perteneció a una clase alta que, en la cultura hispánica, marcaría la transición gradual hacia los estilos de pensamiento que se estaban inaugurando en Europa; una clase en la que se aunaban política y literatura para encarnar como ha dicho Juan Luis Alborg (1981, 280) parafraseando a Giménez Soler (1932), el ideal del hombre del Renacimiento.

La importancia de su linaje así como la posesión de recursos, vasallos y tierras le permitieron desde muy pronto ocupar puestos políticos de relevancia de entre los cuales cabe destacar la pertenencia a los consejos de regencia de Fernando IV y Alfonso XI, la ostentación del Adelantamiento Mayor del Reino de Murcia y los Señoríos de Villena y Alarcón. Estas posiciones y su propia ascendencia, que le permitieron participar activamente en las luchas nobiliarias que tuvieron lugar durante los reinados de los mencionados monarcas, harían de él uno de los nobles más influyentes de su tiempo hasta el punto de que su presencia fue constante en los acontecimientos que marcaron la historia de los reinos de Castilla, de Aragón-Valencia y del Estado musulmán de Granada; todos ellos de extraordinaria importancia política y cultural en el entorno de las monarquías occidentales. En primer lugar —en el plano particular—, porque su intervención directa e interesada en los enfrentamientos sucesorios a la muerte de Alfonso X le convirtieron, a su pesar, en uno de los partícipes más activos en la crisis del sistema feudal en Castilla de la que dichos enfrentamientos son anecdóticos, pero significativos. En segundo lugar —en el plano general—, porque los límites temporales de su vida constituyen un periodo de eclosión cultural en la península ibérica donde pudieron convivir de forma, desde luego, difícil pero relativamente pacífica tres religiones: la cristiana, la musulmana y la semita; unas religiones cuyos fundamentos ideológicos y acervos científicos encontrarían un punto de confluencia en un Don Juan Manuel que, además de político batallador, fue un extraordinario amante del saber. Un Don Juan Manuel que, como ha dicho José Antonio Maravall (1983, 455) es un hombre gótico que presencia y trata de explicarse muchas novedades de su tiempo en honda crisis.

Por lo que se refiere al primer aspecto, efectivamente, en las luchas de sucesión que quedaron planteadas entre distintas casas nobiliarias a la muerte de Alfonso X —acentuadas por las minorías de edad por las que pasaron Fernando IV y, posteriormente, Alfonso XI—, Don Juan Manuel aparecía como parte afectada pues, por línea de paterna, le hubiera podido corresponder la corona de Aragón que nunca llegó a ostentar. Esta circunstancia, la frustración por haber sido un eterno segundón chocante con su orgullo de sangre, alimentaría un agrio enfrentamiento con diversos monarcas de los reinos hispánicos, especialmente con Alfonso XI a quien supuestamente tomó como ejemplo, en el Libro de los Estados, para hacer crítica del mal hacer de los gobernantes. Asimismo, la hazaña del halcón garcero, acosado continuamente por el águila en su tareas de caza y que finalmente es abatido, y que Don Juan Manuel toma de la tradición literaria para confeccionar el célebre cuento XXXIII de El Conde Lucanor (1), parece una sugerencia sobre la posibilidad de que el propio Don Juan Manuel le quebrara el ala a Alfonso XI si este insistía en su hostilidad hacia el buen halcón que, como ha señalado Cecilia Ruiz (1987, XIII), Don Juan Manuel estaba seguro de ser. Una especie de venganza literaria ante lo que consideraba una humillación política.

Por si fuera poco, a las luchas sucesorias hay que añadir la conflictividad propia de una época marcada, en primer lugar, por el fracaso de los reinos cristianos en la conquista de Granada con los costes que el mantenimiento de la "cruzada" suponía y, en segundo lugar, el empobrecimiento general que venía insinuándose desde principios del XIII y que la depresión demográfica causada por la Peste Negra agudizaría. Una situación así, acentuaría, según ha señalado Julio Valdeón (1977, 181 y ss.), la contradicción que oponía a señores y campesinos motivado en gran medida por la presión, la violencia, las requisas arbitrarias y el bandolerismo a la que los últimos fueron sometidos; una presión y violencia a las que, según parece, no fue ajeno ni mucho menos Don Juan Manuel en su avidez política y económica.

Por lo que respecta al panorama cultural de la época, aparte de la confluencia ideológica de las tres religiones peninsulares de las que se nutre Don Juan Manuel, es preciso tener en cuenta el extraordinario acrecentamiento bibliográfico que supuso la fundación de las Universidades así como la revitalización de las grandes bibliotecas catedralicias y de escuelas de traductores como, por ejemplo, la de Toledo cuyos fondos, incorporados al entonces reciente al reino castellano, parece que fueron conocidos por el hijo del Infante Don Manuel. Sin embargo, de entre todas las iniciativas culturales que contribuyeron de forma decisiva en la conformación del imaginario filosófico, científico y literario del escritor castellano, lo más reseñable quizás sea el impulso literario concreto llevado a cabo por Fernando III y Alfonso X algunas décadas atrás. Sus obras constituyeron un punto de inflexión en la tradición cultural de la Antigüedad con el que se auguraba, si no una renovación inmediata de los saberes sí, al menos, un cambio de perspectiva: en el caso del reinado de Fernando III, el inicio de la traducción de la Etimologías de san Isidoro y la puesta en marcha del género filosófico de los catecismos político-morales; y en el caso de su hijo, Alfonso X, la compilación bibliográfica tan extraordinaria, además de la producción propia, entre teológico-filosófica, jurídica y científica, que pasaría a engrosar la biblioteca del rey Sancho IV de Castilla en la que había de formarse Don Juan Manuel.

Toda su experiencia política y su cercanía a los círculos más cultos de la nobleza, unida a una densa formación religiosa al lado de los dominicos —que hicieron su aparición en la escena social y política medieval no sólo como defensores de la Iglesia romana sino también como salvaguarda del orden social en oposición a herejías que trataban de minar el orden: social—, le llevaron a concentrar sus intereses intelectuales en los componentes principescos y aristocráticos de la sociedad así como en la importancia de la nobleza y el alto clero en la guía moral de los hombres. Algo que condicionaría su forma de hacer literatura aunque, como ha puesto de manifiesto Luciana de Stefano (1982, 338), Don Juan Manuel se presenta como una figura controvertida si se pretende abarcar conjuntamente dos imágenes tan opuestas como son, por una parte, su vida pública, marcada por el signo del orgullo y sagacidad política y, por otra, su deliberada, aunque no siempre bien conseguida, modestia literaria. A este respecto, al contrario que algunos de los más destacados escritores castellanos del momento como Juan Ruiz, en quien la pluralidad temática unida a la sátira social y la frescura del sentido práctico ofrecía una literatura espontánea, popular y desenvuelta, Don Juan Manuel no pudo escapar a la línea literaria doctrinal y moralizante de tono grave imperante en el resto de Europea: si por una parte expresa su intención deliberada de ser claro para acercarse al lector común, por otra, no se despega completamente de la oscuridad retórica propia del orgullo artístico e intelectual que le caracterizaba.

En consonancia con el tono, también la temática de la obra manuelina coincide con una buena parte de la producción que se estaba llevando a cabo en el seno de las capas sociales cultivadas europeas. Uno de sus objetivos primordiales fue, a este respecto, definir el ideal de gobierno e ilustrar a la nobleza, a la nueva nobleza de corte, en los modos distinguidos del comportamiento y de la sensibilidad aristocrática: desde el porte y los ademanes corporales del príncipe hasta las prácticas higiénicas y recreativas, pasando por el enunciado de las virtudes espirituales —tales como la magnanimidad, la generosidad, la mesura o la vergüenza— y las virtudes somáticas —tales como el valor, la bravura o la fortaleza— típicamente caballerescas.

Heredero, según se ha dicho, de grandes nobles, no sólo en cuanto a la sangre y posesiones sino también en cuanto al talante, Don Juan Manuel recibió un extenso bagaje literario e ideológico a partir del cual, y contando con su extensa experiencia, resume con altura el panorama social y político de la época. Un resumen que se realiza desde una óptica conservadora y plenamente adaptada a las corrientes de pensamiento cristiano de su tiempo y, en concreto, servidor de los intereses de la nobleza laica, sin olvidarse de la clerecía. En ese sentido, coincidiendo sustancialmente con los planteamientos tomistas, para Don Juan Manuel el hombre es por naturaleza un animal político y el gobierno civil no es sino una consecuencia necesaria de las tendencias sociales del hombre; dicho gobierno, personalizado en el príncipe —que era considerado cabeza de toda la nobleza—, tenía en sus manos el alma colectiva del reino y, en parte, era el alma de todas las instituciones cuyas funciones debían consistir, a su vez, en conservar el orden monárquico.

La personalidad de Don Juan Manuel se revela, en este sentido, como una directa expresión de la doctrina medieval y su obra transmite una idea bastante clara de la sensibilidad y conciencia que la nobleza tenía sobre su propia realidad. Asimismo, sobre el papel director que le tocaba representar en la sociedad de los estados. Según ha señalado, a este respecto, Julio Rodríguez-Puértolas (1976, 46), Don Juan Manuel se erige en portavoz de una nobleza cuyos atributos son el orgullo y poder aristocrático; algo que se pone de relieve, por ejemplo, en la mínima atención que le dedica en el Libro de (todos) los Estados a los estados menores e, incluso, en el talante despectivo con que estos son tratados (2).

Pero no sólo se alza como portavoz, sino también, según hemos apuntado, como educador de una nobleza cuya posición jurídica y social —hasta cierto punto, en revisión— era considerada fruto del derecho divino y en ello fundamentaba el cierre de filas ante la burguesía emergente y ante la misma monarquía absoluta que hacían peligrar sus privilegios. En ese sentido, las minuciosas referencias, siempre con intención didáctica, al arte del buen comportamiento, a las virtudes definitorias de lo noble y a las maneras que debía exhibir el príncipe cristiano —el infante en la terminología más usual de las letras castellanas— lo sitúan entre los más acreditados de la pedagogía nobiliaria medieval europea y en el punto culminante del didactismo político-moral hispánico; un didactismo en cuyo extremo se encontraba siempre el objetivo de la defensa de la fe cristiana y, en última instancia, también la defensa del reino, sobre todo, de un modelo de reino. El Conde Lucanor, el Libro Infenido (3), el Libro del cavallero et del escudero y, especialmente, el Libro de los Estados, constituyen buenos ejemplos de la preocupación por la formación de la nobleza y, en cierto modo, por la configuración de sus rasgos en un momento en el que el ascenso de la burguesía hacía tambalear los privilegios adquiridos durante siglos por la aristocracia laica y empezaba a vulnerar el estatus que dichos privilegios proporcionaban.

Imaginario social, político y filosófico

Según ha sido apuntado, Don Juan Manuel fue un hombre adaptado a las corrientes del pensamiento cristiano de su tiempo; unas corrientes dominadas por la visión creacionista y teocrática de la realidad y, en consecuencia, por la consideración inmovilista de la sociedad.

A este respecto, el Libro de los Estados —considerado como la máxima expresión de la filosofía política manuelina—, constituye una llamada al conformismo social y, por lo tanto, al reconocimiento de las desigualdades. Se trata de un cuento devoto de intención didáctica en torno al proceso de conversión de un infante pagano —Joás— el cual, siendo bueno por naturaleza y por razón, carecía del barniz de la espiritualidad cristiana. Las distintas explicaciones de su preceptor —Julio— y la demostración de que el cristianismo es la única ley verdadera terminan en la conversión y el bautismo del infante aprendiz y de todo su reino; todo ello según una lógica que podríamos calificar de naturalismo cristiano y hasta de racionalismo cristiano toda vez que pese al fin último de la conversión, Don Juan Manuel apela a la mediación al cumplimiento de lo naturalmente ordenado y no pocas veces a la razón en el proceso de búsqueda de la virtud.

Es a partir de la circunstancia del bautizo, cuando aparece el discurso sobre los estados y sobre la jerarquía social que serviría a Don Juan Manuel para profundizar en los entresijos de la doctrina cristiana y, a la vez, para legitimar el orden estamental, el orden de los estados, establecido; una legitimación que se hace necesaria ante la insistente pretensión del nuevo cristiano de cambiar de estado para alcanzar mejor su salvación. Dentro de la lógica interna de la narración tiene lugar como fruto de un análisis comparativo que el preceptor hace respecto de la ley natural y la ley divina a la cual se debe acomodar el orden de la sociedad y, por supuesto, los poderes —laico y eclesiástico— que mantienen su gobierno. En este sentido, la descripción que hace de cada uno de los estados constituye una definición de los deberes tanto espirituales como seculares de todos los miembros de la sociedad, especialmente de la nobleza, donde la tesis básica consiste en señalar que todos los estados y todos los oficios son aptos para alcanzar la salvación del alma: aunque el estado de los clérigos es el más virtuoso y, por lo tanto, el más próximo a la salvación, no es preciso cambiar de estado para conseguir la última recompensa; sobre todo, porque el estado de los emperadores es también muy propio por su grandeza para hallar la virtud.

La base teórica sobre la que Don Juan Manuel parece asentar la exposición del papel social y político del hombre en el mundo es, según Macpherson y Tate (1991, 14), la doctrina tomista de la via media según la cual el orden natural podía ser suficiente para reconocer las reglas del comportamiento correcto —según la razón- pero no así para descubrir el fin sobrenatural de la humanidad. Este, cuyo conocimiento está reservado a los sacerdotes, sería tributario del orden divino al cual, en última instancia, debe orientarse el poder laico. Aquí es donde parece fundamentarse la función pedagógica Julio —personificación novelesca del propio Don Juan Manuel— puesto que no había nada en el comportamiento del infante aprendiz que en razón pudiera reprocharse: el papel del mentor consistiría en mostrar los caminos del a virtud cristiana y, con ello, sentar las bases de la armonía entre los poderes laico y eclesiástico, imperial y papal, cada uno de los cuales con cometidos diferentes pero complementarios según la lógica medieval del poder bifronte (4). Es precisamente esta armonía funcional, en virtud del ordenamiento divino, lo que ampara la concepción inmovilista de un orden social en el que los más desfavorecidos debían encontrar su consolación en la insistente declaración de la igualdad humana en el nacer, en el crecer y en el morir, que Don Juan Manuel supo complementar, como ningún otro pensador castellano, con la concepción orgánica de la sociedad: la ponderación de los estados menores por su necesaria contribución en el logro de la armonía civil.

En efecto, haciéndose eco de la metáfora organicista —de larga tradición en el imaginario social y que remite al principio funcionalista que ya contenía la idea paulina del cuerpo místico—, Don Juan Manuel apela frecuentemente a la estructura tripartita de la sociedad, armónica y jerárquicamente ordenada: "...ca los estados del mundo son tres: oradores, defensores, laboradores" (Libro del cavallero et del escudero, XVII); asimismo: "et pues lo queredes saber, digovos que todos los estados se encierran en tres: al uno llaman defensores, et al otro oradores, et al otro labradores" (Libro de los Estados, I, XCII). La finalidad del esquema era expresar la necesaria interdependencia entre las distintas categorías sociales y la contribución de cada una de ellas al bien común: fomentar la conciencia cohesiva y solidaria frente a las amenazas de disgregación y frente a cualquier intento de trasmutar el orden corporativo y estamental rígidamente establecido pero, cada vez más, amenazado.

El inmovilismo del pensamiento manuelino no sólo se pone de relieve en la concepción de la sociedad sino en otros muchos órdenes de entre los cuales cabe destacar la representación del saber. Aunque Don Juan Manuel apela frecuentemente a su experiencia como fuente que surte sus conocimientos, el verdadero saber para él es el que está escrito —aquello que dixieron los sabios— y cuyo legado trasmiten los maestros sin alteración. La imagen de legado o depósito entronca con la, a su vez, imagen estática del historia, concurrente con el inmovilismo teocrático tan característico del pensamiento medieval y según la cual cosmos, sociedad y hombre se rigen por un mismo principio de repetición. Y es que en esto, Don Juan Manuel es un clásico y como tal adopta la clásica interpretación microcósmica del hombre, especialmente manifiesta en la concepción hipocrática del cuerpo humano y su composición humoral, según la cual, según hemos señalado a propósito del organicismo, todo en el cuerpo está dispuesto en orden y razón de cumplir con las finalidades que le son propias dentro del plan general de la creación, como los estados cumplen a los fines de la sociedad y los astros a los del firmamento porque, al fin y al cabo, el orden terrenal es una réplica del orden celestial.

La visión esencialmente teocrática de la realidad y la mirada al mundo bajo el prisma de la verdad cristiana que no conducen a Don Juan Manuel, no obstante, al desprecio absoluto de este mundo. Es cierto que los placeres ligados a la vida natural merecen al escritor castellano un juicio negativo en el sentido de que aparecen, según ha señalado Jacqueline Savoye de Ferreras (1984, 105), más bien como trabas que hay que aceptar con resignación y desconfianza en un proceso vital que no es sino el camino para la otra vida: "Ca los vienes deste mundo son commo la sonbra de algún cuerpo, et non es cosa firme nin çierta; et los del otro mundo son cuerpo verdadero, de que sale la sonbra, ca en el otro mundo los vienaventurados que lo meresçieren verán a Dios et estarán con Él" (Libro de los Estados, I, LXXXIII). Sin embargo, la meticulosidad con la que describe las maneras y gestos que han de manifestar infantes y emperadores, así como la atención a los placeres corporales y los modos en que deben ser satisfechos, constituyen un explícito reconocimiento de los mismos; algo que parece expresar una actitud, a pesar de todo, intramundana, coincidente con el movimiento que empezaba a recorrer toda Europa y que ponía de relieve cierta revitalización de los valores del cuerpo.

Se puede decir, incluso, que las prácticas de conducta virtuosa que propone para la vida noble, tales como diversiones y juegos, hábitos higiénicos y alimenticios, usos en el porte y el vestido o todo lo relacionado con el trato familiar y el gobierno doméstico, constituyen elementos esenciales de la visión del mundo manuelino. Una visión del mundo en la que, no sin pugna, se aúnan aspiraciones materiales y preocupaciones espirituales cuyo resultado se puede calificar como una verdadera glorificación del hombre en el mundo. Aunque, en alguna medida, muchas de las descripciones a propósito de lo que él denomina el comportamiento corporal ordenado, basamento de la enseñanza principesca, puedan parecer disgresiones temáticas respecto de los asuntos generales de la obra, ofrecen una muy adecuada perspectiva de esas aspiraciones materiales —donde la presencia y porte aristocráticos son más que un símbolo— en relación con sus preocupaciones espirituales más íntimas. En este sentido, las revelaciones cristianas que informan el discurso de Don Juan Manuel —colmadas en sus fundamentos de las nociones tomistas de sobrenaturalidad, espiritualidad, simplicidad e inmortalidad del alma— no suponen una inversión de los valores y de los presupuestos ideológicos tan importante como para alterar de forma definitiva el proceso de formación iniciado que no deja de ser en muchos aspectos una iniciación caballeresca: esta supone ciertas atenciones a las actitudes y destrezas corporales y ciertos usos cuyo contenido, si bien es matizado por el discurso catequético, en ningún momento es subvertido. Aunque el infante Joás pregunta si no sería mejor para la salvación de su alma abandonar su estado laico, tomar el oficio de clérigo y convertirse en apóstol de la renuncia ingresando en alguna orden, la respuesta que pone Don Juan Manuel en boca de sus personajes confirma, además de la obligación de conservar el estado y con él el orden social, la posibilidad de conciliar la caballería —al fin y al cabo, una forma de exaltación corporal— y la fe, en el proyecto cristiano de salvación del alma.

Notas

  1. "...el infante Don Manuel andava un día de caça cerca de escalona, e lançó un falcón sacre a una garça, e montando el falcón con la garça, vino al falcón una águila. El falcón con miedo del águila dexó la garça, e començó a foir; e el águila, desque vio que non podía tomar el falcón, fuesse. E desque el falcón vio ida el águila, tornó a la garça e començó a andar muy bien con ella por la matar. E andando el falcón con la garça, tornó otra vez el águila al falcón, e el falcón començó a foir... E esto fue assí bien tres o quatro vezes... Desque el falcón viese que non le valía cosa que fiziesse, subió otra vez sobre el águila e déxose venir a ella e diol tan grant colpe quel quebrantó el ala" (El Conde Lucanor, XXXIII).
  2. Así, en el capítulo XCVIII de dicha obra, después de haber dedicado más de cincuenta al estado de la nobleza, señala que son poco dignos de aparecer en un libro como aquel los estados menores siendo mejor callar: "...ay otros muchos ofiçiales en las casa de los enperadores et de los reys et de los otros señores, así commo coperos, et çatiqueros et reposteros et cavallerizos [et] cevaderos et porteros et mensageros et coçineros, et otros muchos ofiçiales más menudos, que paresçe mejor en los callar que en los poner en un tal libro commo éste" (Libro de los Estados, I, XCVIII).
  3. La obra más específicamente pedagógica de Don Juan Manuel, también titulada Libro de los castigos o consejos que fizo don Johan Manuel para su fijo.
  4. Según la tradición política medieval, el imperio no era posible sin la iglesia, aunque no siempre en pacífica concordia, más bien al contrario, suscitando la controvertida disputa medieval del poder bicéfalo o bifronte. A este respecto, Don Juan Manuel, ya fuera mediante la metáfora de las dos espadas, según la cual el poder debía quedar dividido entre lo temporal y lo espiritual, o bien mediante la metáfora luminaria, según la cual el Papa es al emperador lo que el sol a la luna en la iluminación y custodia de los espíritus y de los cuerpos, siempre antepone el poder del pontificado. Se mantiene con ello, al menos como principio de filosofía política, dentro de la más estricta ortodoxia en la que se había formado junto a los dominicos, aunque en la práctica nunca dejara de luchar por los bienes temporales y, en concreto, por su prestigio de noble hacendado y erudito.

BIBLIOGRAFÍA

  • Alborg J. L. Historia de la literatura española. Madrid: Gredos, 1981.
  • Giménez Soler . Don Juan Manuel. Biografía y estudio crítico. Zaragoza: Real Academia Española, 1932.
  • Macpherson, I. R.. y Tate, R. B. Don Juan Manuel; el "Libro de los Estados". Madrid: Castalia, 1991.
  • Maravall, J. A. "La sociedad estamental castellana y la obra de Don Juan Manuel". En Estudios de historia del pensamiento español. Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1983. 453-471.
  • Rodríguez-Puértolas, J. "Juan Manuel y la crisis castellana del siglo XIV". En Literatura, historia alienación. Barcelona: Labor, 1976.
  • Ruiz, M. C. Literatura y política: el "Libro de los Estados" y el "Libro de las Armas" de Don Juan Manuel. Potomac, Maryland: Scripta Humanistica, 1987.
  • Savoye de Ferreras, J. "Forma dialogada y visión del mundo en el "Libro de los Estados" de Don Juan Manuel". Criticón (Toulouse: Institut d’Etudes Hispaniques et Hispano-Americaines; Université de Toulouse) 28 (1984): 97-118.
  • Stefano, L. de "Don Juan Manuel y el pensamiento medieval". En Don Juan Manuel, VII centenario. Academia Alfonso X el Sabio. Murcia: Universidad de Murcia, 1982. 337-352.
  • Valdeón Baruque, J. "Las tensiones sociales en Castilla en tiempos de don Juan Manuel". En Macpherson, I. (editor). Juan Manuel Studies. Londres: Tamesis Book Limit, 1977. 181-192.
  • Vicente Pedraz, Miguel. La representación del cuerpo de la nobleza en la sociedad imaginada de Don Juan Manuel. El "Libro de los Estados" en su contexto. León: Universidad de León. 1995.

Miguel Vicente Pedraz
Universidad de León
dmpmvp@unileon.es

 
© José Luis Gómez-Martínez
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