Repertorio de Ensayistas y Filósofos

Ignacio Falgueras
 

"Los planteamientos radicales de la filosofía
de Leonardo Polo"

Ignacio Falgueras

I. Introducción.

Hace veinticinco años tuve la suerte de conocer, en su corta estancia granadina, a Leonardo Polo y de empezar, poco a poco, a convertirme en discípulo suyo. Digo poco a poco, porque su pensamiento rechaza la mera escolaridad y obliga, a quien lo considera, a realizar un esfuerzo de atención e investigación personales que, de entrada, ningún discípulo está normalmente en condiciones de hacer de modo adecuado, lo que obliga a embarcarse uno mismo en la lenta y aventurada tarea de filosofar. Por la dificultad de las cuestiones que afronta y por su peculiar modo de enfocarlas, ser discípulo, o incluso lector, de tal maestro exige una actividad creativa constante por parte del aprendiz, quien sólo mediante su propia maduración puede seguir los agigantados pasos de aquél. Por esa razón, en este trabajo, en el que voy a intentar exponer los que considero los planteamientos radicales (últimos e iniciales) de la filosofía de Leonardo Polo, tengo modestamente que confesar, de antemano, que en realidad lo que puedo intentar aclarar son mis propios planteamientos básicos, es decir, aquellos planteamientos que, siguiendo la inspiración de mi maestro, he descubierto por mí mismo como los radicales del filosofar, a lo largo de tantos años de aprendizaje. Bien sabido, desde luego, que, por grande que haya sido mi esfuerzo, corro el riesgo, y conmigo el lector, de no alcanzar los planteamientos realmente correctos de su pensamiento. Sin embargo, tal riesgo no me desanima ni creo que haga inútil la lectura de este trabajo, pues si no fuera todo lo fiel que pudiera y debiera ser, al menos me serviría para obtener una mayor maduración filosófica por mi parte —y ¡ojalá también para quien lo lea!—, cosa que no constituye una meta indigna para cualquier investigación que se precie de ser una humilde búsqueda de la verdad.

II. El planteamiento último

A las anteriores consideraciones debo añadir que la situación actual de la obra de Leonardo Polo, por lo que hace a su publicación —que no a su confección—, es la de una notable incompletitud; concretamente, las partes que tocan a la existencia y a la esencia del hombre no ha sido ni siquiera abreviadamente dadas a conocer, al menos en relación directa con el que veremos ser su planteamiento inicial. Por donde me veo obligado a reconstruir a mi manera un sector básico de sus planteamientos.

A) La primera y decisiva consideración en la filosofía de Leonardo Polo, en la medida en que también es mía, es la siguiente: el entender es un acto trascendental. No me refiero aquí concretamente al entender humano, sino a todo entender, y digo de él que es un acto, pero significando con esa voz no una acción ni el término de una operación, sino lo que Aristóteles denominó energéia. Naturalmente, estas primeras indicaciones negativas y relativas requieren de aclaraciones positivas, para que el sentido de nuestro punto de partida quede aceptablemente perfilado.

Como he explicado detalladamente en otro trabajo (1), entender es "hacerse otro": desde luego, no un hacerse otro físicamente, sino noticialmente. Es un acto inmanente por el que el acto (de entender) abre en sí mismo lugar para el acto noticial de lo entendido, que no resulta afectado por ello en su ser extramental, ni siquiera noticialmente, o lo que es igual, que ni tan siquiera se entera de que es entendido. Este ser noticialmente otro se alcanza, además, sin perder el acto que se ejerce (entender) ni el acto que se es, pues no habría un acto de lo entendido, si no se ejerciera un acto de entender, ni se ejercería un acto de entender, sin un acto de ser. Entender es, por tanto, un acto donal de acto, que amplia un acto (de ser). Antonio Millán Pueyes lo expresó" en una frase lapidaria, al definir la intelección como "actus actus actum possidentis" (2), definición que por referirse principalmente al entender humano y al resultado (posesión) de la intelección, en vez de a todo entender y a su condición misma de acto, me atrevo a modificar en los siguientes términos para los fines aquí propuestos: "actus purus actu puro actum purum se faciens". Según esto, la intelección es un acto que se hace en acto un acto noticial (de sí y de otro), todo ello sin mezcla de potencia. Hay, pues, en la intelección una ampliación del acto de ser por el que se hace a sí mismo acto puro de actos puros. A esa ampliación por la que un acto (cognoscitivo) otorga la condición de acto coactual con él incluso a lo que no es él, la he denominado en otra ocasión principio de toda comunidad (3), y es también la razón por la puede afirmarse que entender es crecer.

Reconozco que la palabra "hacerse" o fieri tiene inevitables connotaciones operativas y, lo que parece peor, sugiere cierto paso de la potencia al acto y, por tanto, movimiento e imperfección. Sin embargo, si se tiene en cuenta que dicho fieri es puramente inmanente, es decir, si se interpreta como alusión al actuar del propio acto, y no a una potencia, aunque la expresión sea defectuosa, es lícito —debidamente corregidas tales adherencias imaginativas— utilizarla para sugerir lo que difícilmente puedo decir de otra manera.

Si se atiende con todas estas cautelas a lo que digo, puede entenderse por qué y en qué sentido lo llamo trascendental. Un acto capaz de acoger cabe sí y otorgar la propia dignidad de acto a lo otro que él, un acto capaz de hacerse noticialmente todo, es un acto que está más allá de todo límite, especialmente del límite de sí mismo, que es el enclaustramiento metafísico último e insalvable. A tal acto le compete la amplitud irrestricta, hasta el punto de que se hace incluso noticia de sí mismo, pues la ganancia característica del acto de conocer trascendental puro es su trasparencia noticial.

Acto trascendental aplicado al entender significa, pues, y por lo pronto, acto irrestricto, acto abierto o trasparente sin limitación. Sin embargo, puesto que hablo de acto, debe quedar claro que no me refiero a una trascendencia relativa, como por ejemplo, a la trascendencia kantiana, es decir, entendida como mero suprasensible o a priori. Acto no entraña comparación, sino realidad actuante. Acto trascendental es energéia sin limitación, y cuando se trata del acto de entender, entonces es energéia aperiente de trasparencia noticial y comunidad sin límites.

Con la noción de acto trascendental, como es congruente, no sólo intento expresar el ser del entender, sino que intento modificar significativamente las nociones tanto de lo trascendental como del acto. Los medievales estuvieron cerca de atisbar y expresar con rigor la noción de trascendental, pero sucumbieron a la tentación de formularla de modo meramente lógico. Lo trascendental es, para ellos, más que lo universal y más que los géneros del ser: es aquello que puede ser predicado de todas las cosas, y, por tanto, lo que es común a todas ellas. Ahora bien, si —como propongo— lo trascendental es acto, entonces habrá de ser mucho más que un mero predicado: será aquella perfección que puede ser compartida por todas las cosas sin que ella misma sufra menoscabo o disminución, ni las cosas que la comparten la troceen o disminuyan al compartirla, y, lo que es más, ni tan siquiera tengan que entrar en competición por su posesión, pues es de todas y cada una sin ser afectada por limitaciones excluyentes. Como consecuencia de la concepción meramente lógica antes referida, los medievales pensaron que, en realidad, los trascendentales eran propiedades del ente, el cual era básicamente lo único común a todo (trascendental) por título propio. Sin embargo, si lo trascendental es entendido como acto, no caben trascendentales que sean propiedades de otros, sino que existe una absoluta y neta igualdad en dignidad y originariedad entre ellos; de manera que lo que suele denominarse "conversión" de los trascendentales, no es sino su identidad coactual.

Por otro lado, al proponer que existen actos trascendentales puros, modifico también la noción de acto puro. Acto puro no es simple y negativamente el que no tiene mezcla de potencia alguna en sí mismo, sino además y positivamente aquél cuyo actuar es un dar perfecto: o sea, que al darse o comunicarse no pierde nada, sino que incrementa, bien personal, bien extrínsecamente, su perfección propia. La naturaleza común a ser, entender y amar es la donación perfecta, aquella que no entraña pérdida alguna ni para quien da ni para quien recibe, sino sólo ganancia pura para todos.

Para entender lo que se viene exponiendo es preciso tener en cuenta la naturaleza del dar puro. Ante todo, ha de deshacerse el prejuicio según el cual "nadie da lo que no tiene", que no es sino una mala expresión de un principio causal —ex nihilo nihil fit—. Digo "mala expresión" precisamente porque en ella se confunde el dar con el causar, y ciertamente de todas las operaciones creadas la que es menos altamente donal es la causalidad. En segundo lugar, debe advertirse que en el dar superior lo dado no se pierde al darlo. Y, por último, debe tenerse en cuenta que en las donaciones puras lo que se da se hace al darlo, y en ese sentido digo que no se presupone lo dado (4).

Esa es la razón de fondo de la "conversión" de los trascendentales: no tanto una propiedad extensional de los términos, según la cual todo lo que es es verdadero y bueno, y a la recíproca, cuanto el carácter acumulativo del dar perfecto que establece una comunicación sin límites entre los actos de ser, entender y amar. Si el dar puro no se extingue, ni restringe, ni excluye, ni tan siquiera supone nada previo al dar, las tres formas del dar puro no sólo no se estorban, sino que constituyen una identidad eterna que tanto "es", cuanto "entiende" y cuanto "ama": una identidad como acto de actos donales o trascendentales puros.

Sólo tres actos pueden ser considerados como trascendentales, y viceversa, sólo tres trascendentales pueden ser considerados como actos: el de ser, el de entender y el de amar. Nótese que no digo el ente, lo verdadero y lo bueno, porque, al ser substantivos, esos términos enmascaran el carácter de acto que les corresponde. En vez del ente, lo trascendental es el acto de ser; en vez de lo verdadero, lo trascendental es un inteligir en acto; en vez de lo bueno, lo trascendental es el acto de amar. Excluyo, en cambio, como trascendentales el unum (5), la res y el aliquid, porque ni son actos ni pueden ser comunes más que disyuntivamente, al contrario que el ser, entender y amar los cuales son uno por mutua inclusión, o sea, son actos puros de actos puros. No caben más trascendentales puros que el ser, el entender y el amar, porque ser, entender y amar son las tres únicas formas de dar sin pérdida, exclusión ni presupuesto alguno.

Precisamente porque son las únicas formas de dar sin pérdida, exclusión ni presupuesto, el acto de ser perfecto es acto de entender perfecto y de amar perfecto, o, lo que es igual, el acto perfecto lo es triplemente: como ser, como entender, como amar. Hay, es cierto, un orden interno entre tales actos, según el cual el primero es el ser, el segundo el entender y el tercero el amar, pero ese orden no es temporal, sino de origen: el acto de entender es la apertura del de ser, y el de amar la plenificación de ambos, pero sin acto donal de ser no cabría ni apertura ni plenificación de nada. Los trascendentales puros son, por lo dicho, de naturaleza idéntica, pero diversos en razón de su respectividad, y en consecuencia se ordenan entre sí, precisamente por razón de la misma. El ser puro trascendental es el primero de los trascendentales, porque por don suyo se abre en infinita trasparencia o noticiosidad, es decir, en acto puro y trascendental de entender, que es el segundo porque es la imagen o trasparencia perfecta y donal del primero; y conjuntamente los dos primeros, por el exceso donal acumulado, dan origen al tercero, que es tercero justamente como exceso donal: el amar, o acto de dos actos perfectos y donales.

Así pues, cuando afirmo que el entender es un acto trascendental, estoy afirmando la igualdad de rango, dignidad y naturaleza entre el ser puro y el entender puro, junto con su distinción relativa: el ser puro es la ampliación donal que origina al entender puro, el entender puro es la trasparencia o apertura noticial originaria del ser puro. Por lo que, en este plano trascendental puro, no cabe más ser que entender ni más entender que ser. Si se trasladan estas afirmaciones a términos menos apropiados, pero más cercanos y significativos para nosotros, se puede afirmar que el ser puro es el tema trascendental del entender puro, y que el entender puro es el método trascendental respecto del ser puro. Y llevados a esos términos, entonces en el plano trascendental supremo no existe más tema que método ni más método que tema, siendo la congruencia perfecta de ambos el amor o la redundancia del perfecto ajuste de aquéllos. Por lo que la anterioridad de orden del tema no impide su ajuste perfecto con el método, aunque éste, como segundo, haya de atenerse al tema; y, por último, el carácter integral o sin reservas tanto de ese generar que no impide la iniciativa noticial o metódica, como de ese ser generado que se atiene también sin reservas a su tema, es la congruencia perfecta de ambos.

En la cúspide de la filosofía, en lo que cabría llamar filosofía trascendental, filosofía de la identidad, o también teología natural se da, por consiguiente, un ajuste perfecto de tema y método, de tal manera que no es posible captar el ser puro más que en el acto (metódico) del entender puro, y la congruencia de ambos más que como exceso donal. Sólo así se dejan obviar algunos problemas que pueden salir al paso de estas consideraciones, tan elevadas para nuestro conocimiento que únicamente las podemos indicar o entender, pero no comprender, o sea, reducirlas a nuestro logos. Por ejemplo, podría objetarse que el entender puro tiene más tema que el ser puro, por cuanto que no sólo entiende su propio ser, sino el ser de las infinitas criaturas posibles, que no son. También cabría objetar que el amor de Dios es más restringido que su ser omnipotente y que su entender omnisapiente, puesto que no las ama o produce a todas, aunque las contenga a todas en su poder y saber. Leibniz hubiera podido responder a estas objeciones diciendo que, en realidad, las limitaciones intrínsecas de las criaturas las hacen componer universos incomponibles entre sí, y que, por tanto, el defecto no es del ser ni del amar de Dios, sino intrínseco a las esencias creadas, que no admiten ser creadas todas juntamente. Sin embargo, la solución no sería satisfactoria, porque restringe la infinitud donante de Dios, en razón de la limitación de un receptor que, contra lo que piensa Leibniz, no preexiste, ni siquiera en esencia, al dar puro divino. Podría decirse que lo que en verdad ocurre es que el ser y el amar trascendente no es, respecto de las criaturas, un producir, sino un hacer posible y amable todo cuanto Dios entiende: lo posible, lo inteligible y lo amable coinciden por entero en el orden trascendental, o sea: ni la nada ni el error ni el odio son trascendentales, ni tienen cabida en los actos trascendentales. Pero ni siquiera esta respuesta sería del todo correcta, porque admite un presupuesto falso, fundado en la confusión de los trascendentales puros e idénticos con los trascendentales creados, de cuya distinción me ocupar, sin dilación, más abajo. En efecto, lo de suyo posible, inteligible y amable son las criaturas; en Dios el ser, el entender y el amar son puros y perfectamente donales, de manera que ad intra no queda en él perfección alguna fuera de su ser, entender y amar. Si se puede decir de él que es posible, inteligible y amable, será sólo ad extra, o lo que es equivalente: el carácter incompleto y futuro del entender y del amar no atañe a su inteligencia ni a su amor, sino a la inteligencia y al amor de las criaturas.

B) El lector podrá haber deducido fácilmente que los trascendentales puros de que hablo pueden ser fuente de otros trascendentales derivados o creados, de unos trascendentales no idénticos, que tampoco —hasta ahora— son exactamente los que han caído bajo la consideración de los filósofos, aunque en muchos casos hayan estado muy cerca de hacerlo.

Precisamente porque los trascendentales puros son de índole donal pura, no sólo se comunican intrínsecamente entre sí, sino que pueden comunicarse o donarse ad extra, sin que, por eso, pierdan nada y sí ganen, en cambio, algo para ellos extrínseco, que es, por el contrario, intrínseco para los términos de su acto de dar. El ser no sólo se abre actuosa y donalmente como entender, y ambos como amar, sino que, además, cada uno de ellos puede ser donado hacia fuera sin perderse ni perder nada. La triple identidad de actos trascendentales puros puede donar ad extra el ser, el entender y el amar. Los términos de tales donaciones no preexisten —ni siquiera en potencia (¡!)— dentro de la identidad de trascendentales puros, puesto que el dar puro no puede dar más que donaciones puras, esto es, novedades absolutas sin precedente alguno —ni tan siquiera en Dios— y que, habida cuenta de la naturaleza del dar puro, tampoco suponen mengua alguna del ser, entender y amar originarios. No hay, pues, potencialidad alguna en la identidad trina de los trascendentales, la cual no precontiene ninguna criatura ni en su ser, ni en su entender ni en su amar. Las criaturas son hechas posibles al recibir donalmente el ser, son hechas inteligibles al ser entendidas donalmente por Dios, y son hechas amables al ser amadas donalmente por Dios.

La libertad de Dios para crear es mucho mayor de lo que nuestra inteligencia puede alcanzar: para nosotros la omnipotencia o libertad creadora de Dios parece una libertad de elección entre infinitos posibles, cuando en realidad es una libertad sin condiciones previas para otorgar el ser, el entender o el amar a cuanto él conciba y ame. Carece de sentido pensar, como Leibniz, que existen infinitos mundos, muchos de ellos incompatibles entre sí, que condicionan a priori, o según su esencia, el acto creador divino, porque, por muy infinitos que fueran los universos posibles, nunca saturarían la riqueza donante de la naturaleza de Dios: existe en Dios más poder, entender y amar que criaturas posibles, inteligibles y amables. La plenitud del dar divino no necesita de la creación para cumplirse ni puede ser cumplidamente satisfecha por sus creaciones. Es ciertamente verdad que nada es imposible para la libertad creadora de Dios, pero eso no implica que haya posibles ya preconfigurados —aunque fueren infinitos—, y entre los que Dios tenga que elegir, sino, al contrario, que todo cuanto existe ha sido concebido, amado y creado sin precedente alguno ni por parte de la criatura ni por parte de Dios. En consecuencia, los actos trascendentales creados son absolutas invenciones y amores divinos ad extra, realizadas por el puro amor al bien ajeno; y por eso son innecesarias la posibilidad, la deliberación y la elección previas al dar puro divino, que es tan poderoso como inteligente y amante.

Pero volvamos a los trascendentales donados o creados. Son ciertamente también actos y actos trascendentales, como términos directos y absolutos del donar trascendental absoluto, pero no son ya puros, pues no permanecen dentro de la naturaleza pura (ad intra) del dar, sino que se sitúan ad extra del dar, es decir, son donaciones puras por parte del acto trascendental de dar, si bien absolutamente novedosas respecto del mismo dar puro, y que no tienen, por tanto, su misma naturaleza, en la medida en que son donaciones sin presupuesto alguno ni siquiera en Dios.

Los trascendentales derivados no son, por ello mismo, perichoréticos ni tienen todos la misma naturaleza o rango donal, de manera que cada acto trascendental donado constituye una criatura distinta de Dios, distinta de las demás e incluso inidéntica consigo misma. Caben, pues, tres consideraciones del trascendental creado: la primera es la desigual distribución en ellos de los tres trascendentales originarios —de los que sólo uno puede ser trascendental en acto—; la segunda son las relaciones entre cada uno de los actos trascendentales creados y los otros; y la tercera, es la relación de cada uno de ellos con la identidad triple y originaria de los trascendentales.

Cada donación perfecta ad extra es la donación de, al menos, un acto trascendental. "Ad extra" se dice por referencia a "ad intra"; ahora bien, fuera de la trinidad idéntica de actos puros trascendentales no hay nada, salvo lo que dicha trinidad done libre y creativamente. Naturalmente, el primer dar ad extra parece congruente que sea el acto trascendental de ser creado, lo que en filosofía se denomina el fundamento. El fundamento, sin embargo, no es entender ni amar en acto, pero sí es ambas cosas en potencia —inteligible y amable—. Lo cual, según la doctrina de los trascendentales propuesta, implica que es trascendental en un único sentido, aunque pueda ser objeto de otros actos trascendentales. Pero, si es unilateralmente trascendental, su acto no podrá ser puro ni idéntico consigo mismo, o sea: que su dar no es idéntico, y que lo que puede dar son dones que no son ellos mismos dar o que son perfeccionables en cuanto que dones. Sin embargo, tales dones son inagotables y novedosos, como derivados de un acto trascendental con capacidad de dar (dones) donada puramente por Dios.

De lo dicho hasta ahora se puede inferir ya claramente que los trascendentales creados son verdaderos trascendentales, pero gracias a la iniciativa incondicionalmente libre de la identidad trina de los trascendentales. Hay algo en ellos, sin embargo, absolutamente inexorable o no libre, a saber, su carácter ad extra, inidentidad o diferencia pura respecto del origen donante, lo que por fuerza determina una distinción intrínseca a ellos mismos: la distinción entre el acto trascendental recibido y los actos, o mejor, operaciones de que son capaces: "operari sequitur esse", o la distinción real entre esencia y existencia son las expresiones clásicas de tal necesidad. Pero fuera de esta necesidad condicionada por la iniciativa donal creadora, ninguna otra cosa es necesaria en los trascendentales creados. Como son novedades absolutas incluso respecto de los trascendentales puros, tanto el acto trascendental del ser creado como su autonomía donal son pura invención real tanto del poder omnímodo de Dios ad extra, como de su saber omnímodo y de su amar omnímodo. Es decir, que, si parece congruente que crear sea, ante todo, donar el ser trascendental, el ser trascendental donado sólo tiene, como consecuencia inmediata de la libertad creadora de Dios, una característica necesaria y negativa —la falta de identidad—, pero es absolutamente indeterminado en su positividad para la omnipotencia, omnisciencia y omnidilección divinas, habiendo de ser, por tanto, absolutamente determinado en su positividad por ellas: Dios puede haber creado infinitos universos distintos.

En todos ellos, no obstante, el rendimiento propio, la esencia, o lo que dan de suyo es realmente distinto e inferior al ser o dar trascendental recibido. Es ésta una importante declaración que no fue tenida en cuenta desde luego por los modernos, y que es descuidada incluso por muchos tomistas —atinados defensores de la distinción real—, los cuales se expresan por lo general ambiguamente al respecto, pues suelen hablar de la esencia como de lo más elevado y nuclear de las cosas. En ambos casos se produce una incongruencia, fruto de una concesión no advertida al pensamiento antiguo: un tratamiento meramente lógico de la trascendentalidad. Si, en verdad, se distingue realiter entre ser y esencia, y la esencia es predicamental, o analizable cognoscitivamente, tocar al acto de ser la trascendentalidad, y, por tanto, la condición de ultimidad más intrínseca, digna y elevada de cada criatura. En el caso del universo que conocemos, su rendimiento es concausal, de manera que ha de entenderse que el ser se despliega o analiza en la concausalidad cuádruple de la que derivan sus dones y que nunca puede igualar a su principio trascendental.

Por otra parte, el ser trascendental creado no es ni un entender trascendental en acto ni un amar trascendental en acto. Al no ser idénticos, en las criaturas, el acto de ser trascendental con el de entender trascendental y con el de amar trascendental, se comprende fácilmente que puedan existir, además, creaciones cualitativamente diferentes que, aunque puedan entrar en relación entre sí, no forman un conjunto total homogéneo. En caso, pues, de ser libremente creadas por Dios, las criaturas son plurales ad intra, y pueden serlo también ad extra de sí mismas.

C) Según lo recién expuesto, aparte de infinitos universos o actos trascendentales de ser creados, caben también otras donaciones posibles ad extra, como, por ejemplo, la donación del actode entender trascendental, por un lado, y la del amar trascendental, por otro. Cada una de estas posibles donaciones puras por parte de la identidad trascendental trina daría lugar a otras tantas criaturas de rango diverso entre sí. De tal manera que si la creación, o creaciones, del acto trascendental de ser, o fundamento, es la primera o básica y sólo parcialmente trascendental en acto, así también pueden darse creaciones del acto trascendental de entender, que serían creaciones segundas, de rango superior, aunque también trascendentalmente parciales, y, por último creaciones del acto trascendental de amar, que serían terceras y de rango supremo entre las creaciones.

De este último rango de creación sabemos por revelación que sólo existe una, a saber, la naturaleza humana de Cristo, la cual es capaz, como Dios, de dar el dar a las otras criaturas, aunque sin confusión con él, y es la que nos abre la posibilidad de comprender que la naturaleza divina es de índole donal. En pocas palabras: es la que con su luz posibilita el planteamiento radical de la filosofía aquí propuesto. Sin embargo, precisamente porque la conocemos según la fe no ser objeto directo de consideración en este trabajo, que se ciñe a los límites naturales de la filosofía. Por el contrario, dedicar cuanto sigue a la creación segunda o donación del acto trascendental de entender, por ser la que atañe directa, aunque no exclusivamente al hombre.

Atenderé, pues, detenidamente al acto trascendental de entender creado.

1.- El entender creado es unilateralmente trascendental en acto, y ello significa que es ser trascendental en potencia y amar trascendental en potencia. Ahora bien, por ser de rango superior al ser trascendental creado, ese carácter potencial de su acto de ser no significa que no exista en acto, sino que su acto de ser está trascendentalmente en potencia respecto de su acto de entender: su ser no está predefinido y predeterminado, sino que ser definido y determinado por su acto de entender. Más compleja de explicar es su relación con el acto trascendental de amar: pues el acto de entender tiene la iniciativa predicamental para amar o no al mundo y a los otros seres inteligentes que le son inferiores o semejantes, pero está en potencia trascendental de ser objeto del amor donal de Dios, según la definición y determinación que haga de su ser y amar desde su acto de entender. En definitiva, el acto de entender creado es libre respecto de su ser, pero está sometido al juicio del amar, que es su destino. Las criaturas surgidas por donación del acto de entender son, por tanto, libres respecto de su ser y responsables respecto del ser amadas trascendentalmente.

2.- Si, como vimos, la posibilidad de infinitos mundos creados no era negable —porque incluso el ser creado es dar y, por tanto, ni excluye ni quita a otros—, pero tampoco era exigible, pues depende de la incondicionada libertad de la identidad trascendentalmente triple, mucho menos negable es aún esa misma posibilidad respecto de los actos trascendentales de entender creados, dado que el acto de entender creado es abierto e instaurador de comunidad, cosa que no ocurre con el acto de ser meramente creado. De cada mundo creado —si hubiere muchos— se ha de decir que es independiente de los demás y en cierto modo cerrado, pues funciona como si fuera único —aunque otorgue dones—, mientras que cada inteligencia creada remite a otros inteligibles e incluso a otras inteligencias, por ser instauradora de comunidad, y sobre todo remite a la inteligencia divina, que es la justa medida de su acto libre de entender y el camino a través del cual podría llegar a conocer las posibilidades inéditas de su hacer, de su mundo e incluso de los múltiples mundos creados, si los hubiere.

3.- Por otra parte, además de infinitos actos trascendentales de entender creados caben muchos tipos de ellos, como aclarar más adelante. Lo único inexorable es, aquí también, que el acto de entender creado no sea idéntico consigo mismo, sino que su hacerse noticia sea primera y directamente de lo otro, y sólo derivada y secundariamente de sí: ni la reflexión completa, ni la noesis noeseos noesis son posibles para el acto de entender creado. El asunto es complicado, porque implica, ante todo, que lo primeramente inteligible —el acto de entender divino— no sea lo primeramente inteligido por el acto trascendental de inteligir creado, y ello comporta, a su vez, que el acto trascendental de entender creado no se entienda tampoco primeramente a sí mismo ni se identifique con sus operaciones cognoscitivas, las cuales se han de amoldar pasivamente a lo "otro", para llegar a ser acto noticial de lo "otro" y, a su través, de sí y de Dios. Dicho de otra manera, lo inteligible no es creado como inteligible por el acto trascendental de entender derivado, y, en consecuencia, se sigue que, en términos absolutos, los inteligibles han de preceder al acto de conocerlos —aunque al intelecto creado le sea posible descubrirlos y hacerlos inteligidos—; y, también, se sigue que no todo lo inteligible puede ser conocido de modo inmediato y directo por las luces naturales del intelecto creado, aun cuando por su misma naturaleza el acto trascendental de entender sea receptivamente capaz de hacerse noticia de cualquier cosa: pues si bien para Dios todo lo inteligible es inteligido en acto —por no haber distinción entre el inteligir y lo inteligido—, al intelecto creado esa obligada distinción le impide que todo lo inteligible sea inteligido en un solo acto o en una serie finita de ellos. De donde se deduce que por su carácter destinado el inteligir trascendental creado haya de crecer no sólo, como el divino, haciéndose acto de actos, sino también pasando de la potencia al acto, o sea, mediante operaciones que no son inteligibles en acto y que son potencialmente infinitas.

Lo inteligido en acto recibe, desde luego, su novedad noticial de nuestro acto de entender, y este sólo dato garantiza la trascendentalidad del acto de conocer creado, que da el acto sin perder el propio y sin presuponerlo en el otro. Pero el entender creado no otorga la inteligibilidad absoluta, porque no entiende en identidad, es decir, porque lo por él entendido en acto no es directamente lo más inteligible —el propio acto de entender o trasparencia de su acto de ser—. Existe, pues, una diferencia entre el acto de entender creado y lo inteligido por él, que, a su vez, supone una diferencia entre lo inteligido y lo inteligible. Estas diferencias llevan consigo que el acto trascendental de entender creado no sea puro, y que, por tanto, exista en él distinción entre acto y operación, o entre acto y potencia. Pero si el acto de entender no es puro, entonces tampoco podrá crear o "inventarse" el inteligible por completo, sino que para alcanzar la verdad, esto es, para que el entender creado sea realmente trascendental, ser preciso que acomode su acto de entender a la inteligibilidad previa del inteligible. El entender creado es un hacerse otro, pero con un peculiar fieri en sentido pasivo: es hacernos (activamente) pasivos; es un dar en la forma de dejarse dar o aceptar lo inteligible. Amoldarse al inteligible es condición para la verdad de nuestro entender. Desde luego, el inteligible no es creado nunca por el acto trascendental de entender donalmente recibido, pero la inteligencia creada puede hacerse noticialmente otra acatando la inteligibilidad previa del inteligible o, por el contrario, intentando imponerle una distinta, es decir, pretendiendo que su entender sea creador completo del inteligible. Tal pretensión no es correcta o avenida con la verdad, pero es posible gracias a la prioridad del acto de entender sobre lo inteligido. El fieri u operación de adaptación al inteligible está sometido jerárquicamente a la donación de la intelección en acto: cabe otorgar el acto de inteligido a un inteligible cuya previa inteligibilidad no haya sido respetada por el entender, sino retocada o acomodada por nuestra propia intervención cognoscitiva.

Con esto entramos en la consideración de la condición libre o destinal de muestro entender. Al hacerse noticialmente otro, o sea, en su ejercicio mismo, el inteligir goza de libertad para atenerse, o no, al inteligible. Y como nuestro ser depende de lo que al entender hagamos, nuestro acto de entender se hace lo que es, se otorga a sí mismo el ser que va a tener, es decir, se hace otro también en el ser. Pero entonces no es indiferente que nos atengamos o no al inteligible y respetemos su relativa prioridad como inteligible; no es indiferente que nos mantengamos fieles a la verdad, o no, pues en ello nos va nuestro futuro ser. En cualquier caso, si nos hacemos "otros" también en el ser, entonces es que tenemos un destino, o sea, una llamada a ser otros de lo que somos inicialmente, y que según nos hagamos otros en el entender, y, a su través, en el ser, así nos haremos amables, o no, para el amar trascendental puro.

No podemos elegir entre hacernos otros o no hacernos otros al entender, pero somos libres en el modo de ejercer nuestro acto de entender, somos libres de determinar qué nos hacemos: cabe hacer de nuestro entender una acomodación donal al inteligible, o hacer de nuestro entender la medida de lo entendido. Si hacemos de nuestro entender una acomodación donal al inteligible, entonces nuestro entender es un otorgar el darnos al que nos da, esto es, un recibir donalmente el dar que nos es donado, un responder de modo congruente a la llamada del destino. Si hacemos del entender la medida de lo entendido y de lo inteligible, entonces perdemos la altura trascendental en nuestro entender —que ya no es un dar el darnos—, y en nuestro ser y amar —que se clausuran dentro de sí mismos—. Los dos extremos quedan ejemplificados respectivamente en el fiat y en el non serviam bíblicos. Hacernos otros según la guía del entender trascendental puro, o pretender hacernos a nosotros mismos, imponiendo la medida de nuestro propio intelecto a lo otro, no es una elección voluntaria, pues no podemos abstenernos de hacer lo uno o lo otro, no nos caben alternativas, sino que en eso estriba la libertad ínsita en el ejercicio mismo del entender como acto trascendental derivado. La libertad trascendental creada radica en la necesidad destinal de hacernos otros, de crecer ilimitadamente, de alcanzarnos a nosotros mismos en un futuro que no se desfuturiza, pero es verdadera libertad, porque lo que lleguemos a ser, la sanción de nuestra alteridad y futuro, y el sentido de nuestro crecimiento dependen de cómo ejerzamos el acto trascendental de entender que somos.

La libertad trascendental del entender que propongo se singulariza por el hecho de que el acto de entender queda en libertad respecto de su fin. El fin o destino del entender es la verdad, o el inteligir trascendental puro, y el entender humano se vincula con ellos con libertad, no de elección, sino de donación.

"Verdad y libertad se comportan como donante y receptor, y ello significa que el entendimiento humano goza de libertad en relación a la verdad: de una libertad como recepción, y por lo mismo subordinada, de la verdad. El entendimiento puede abrirse donalmente a la verdad y dejarse penetrar y enseñar por ella; pero también puede recibir la verdad de modo no donal: en vez de someterse a ella, intentar someterla a sí mismo, en vez de dejarse poseer donalmente por ella, intentar adueñarse de ella. Cuando la donación veritativa es recibida de modo donal, se consuma su don y alcanzamos lo verdadero; cuando no es recibida donalmente, se produce una recepción deformada y falsa. El primer modo de recepción da lugar a la verdadera libertad de pensamiento, el segundo a la falsa. En ninguno de los dos casos se trata de elegir la verdad o la falsedad, sino de otro tipo de libertad: la de abrirse o cerrarse, la de donarse o no. La verdad es recibida en los dos casos por el entendimiento, no cabe elección respecto de ella, pues sin ella el entendimiento no entiende sencillamente nada. No hay indiferencia alguna por parte del entendimiento respecto de la verdad, como por el contrario ocurre con la voluntad y los medios. La libertad del entendimiento acontece en el mismo acto de entender, no con posterioridad, y sin que la verdad quede al margen en ningún momento. Pero el acto mismo de entender puede ser ejercido de modo donal, de acuerdo con la índole misma de la verdad, o de modo no donal y contrario a ésta. Cuando se ejerce donalmente, el acto del entendimiento funciona como potencia obediencial respecto de la verdad, y ella consuma en él su don. Cuando se ejerce de modo no donal, el acto del entendimiento introduce su propia medida o forma, la verdad es metabolizada por el receptor, y el don queda recortado por nuestra finitud" (6).

Al no ser creativo del inteligible como inteligible, el acto de entender creado tiene que recibirlo pasivamente y hacerse activamente lo recibido —bien de modo donal o bien de modo impositivo, como acabo de explicar—. En la medida en que se han de recibir pasivamente, no podemos conocer todos los inteligibles de una sola vez, de forma y manera que cada tipo de inteligencia creada ha de recibir donalmente de Dios unos inteligibles propios o primeros, que no agotan su inteligencia, pero sí la encauzan y guían hacia la inteligencia trascendental pura, que es su destino. Según esto, deben darse dos tipos de inteligibles: los que recibimos como don de la triple identidad de actos trascendentales puros junto con el entender mismo, y que son inteligibles trascendentales creados; y los inteligibles no trascendentales que derivan de estos primeros. Los primeros son innatos para el entender creado, los segundos son adquiridos por el ejercicio del entender. Si la intelección se ejerce respetando íntegramente el sentido nativo de los primeros inteligibles, nuestro entendimiento crece en la línea de la verdad y, por tanto, en relación de subordinación al acto trascendental puro de entender. Pero si nuestra intelección toma como modelo o guía el modo de tener los inteligibles adquiridos, entonces se erige ella en principio y destino de sus propios pensamientos, creciendo en sentido negativo, o sea, decreciendo tanto en la línea de la verdad como en la del ser y del ser amado.

Para terminar este apartado, señalar que en el acto trascendental de entender creado se distinguen el núcleo del saber, lo sabido y el saber mismo. El núcleo del saber es donación, destinación y libertad, y por lo tanto, persona. Lo sabido en cuanto que sabido no es persona, su acto no es, a su vez, donante, sino exclusivamente donado, no está destinado, sino que ha de ser destinado por el núcleo del saber, y no es libre, sino que depende de la libertad del núcleo del saber. El saber, por último, no es el acto mismo de entender, sino lo ganado o perdido, lo incrementado o deprimido por el acto de entender trascendental al configurar libremente el acto de lo sabido. Estas distinciones no contradicen el principio fundamental del saber: que en el entender el acto del inteligente y el acto de lo inteligido son un solo y mismo acto; tan sólo puntualizan que toca al acto trascendental de entender creado el determinar la índole del acto de lo inteligido y del inteligir operativo creciente o decreciente, otorgando a ambos la unidad de acto en que consiste entender. Por eso para un entender creado no está garantizada la concordancia entre método y tema, imprescindible para la congruencia de la verdad, pero dependiente de la libertad radical del núcleo del saber.

D) Hasta aquí me he planteado el entender como acto trascendental, y sus consecuencias primeras. Pero como avancé más arriba, caben una infinitud de tipos de actos trascendentales de entender creados. Naturalmente, lo que diferencia a los distintos inteligentes creados son los inteligibles que la han sido donados como propios por el inteligir divino y su modo de entenderlos. Esto significa que, aunque en todos se d una distinción real entre su acto trascendental de entender y el acto o los actos predicamentales en que se analiza o despliega aquél, esa distinción (existencia-esencia, libertad-naturaleza, acto-potencia, trascendental-predicamental) se da de distintos modos en los distintos tipos de inteligencias creadas. Como es natural, el interés principal para los humanos se referir a su acto trascendental de entender, a los inteligibles recibidos en propio y al modo de hacerlos suyos, únicos de los que podemos obtener noticia por nosotros mismos, de ahí que me ocupe ahora específica y esquemáticamente del modo de conocimiento humano.

Del acto trascendental de conocer ya he ofrecido suficientes indicaciones en lo anterior, me toca ahora ampliar, ante todo, el detalle del despliegue predicamental, naturaleza o esencia del conocer humano. Lo primero que debe destacarse es que se trata de un despliegue de actos predicamentales, o sea de una pluralidad de actos cognoscitivos. Acerca de ellos cabe hacer las siguientes puntualizaciones:

1.- La pluralidad de actos cognoscitivos predicamentales nunca se iguala con el acto trascendental de entender o entendimiento agente, libertad radical, persona o núcleo del saber. De tal manera que tales actos pueden llegar a ser numéricamente infinitos sin que, como digo, se identifiquen con el acto de entender trascendental.

2.- Los actos cognoscitivos predicamentales no tienen una dependencia causal respecto del acto de conocer trascendental, ni por tanto son concausas ni efectos, como en cambio ocurre con el despliegue correspondiente al acto de ser trascendental. Los actos cognoscitivos apuntan al perfeccionamiento de lo imperfecto del mundo (sus dones), y al perfeccionamiento en el ser y en el merecer ser amado del cognoscente. Por tanto, son medios de destinación o, lo que es igual, se ordenan a la destinación libre del hombre, y, a su través, del mundo, como a su fin.

3.- Si se unen las dos observaciones anteriores, la libertad trascendental del acto de entender y el carácter de medio de los actos predicamentales que nunca llegan a igualar o agotar a aquélla, parece imprescindible distinguir entre el condicionamiento de la destinación por los actos predicamentales y la sanción de nuestra libertad por el destino: nuestros actos predicamentales nunca pueden merecer por sí mismos la sanción definitiva y positiva de nuestra libertad por el amor divino. Tal sanción es siempre donal o gratuita por parte del destino, puesto que nuestros actos predicamentales no agotan ni determinan definitivamente las posibilidades destinales de la libertad trascendental.

4.-Sin embargo, es también verdad que dichos actos condicionan la destinación de la misma. La diferencia insalvable entre libertad trascendental y despliegue predicamental de actos, implica que, para que puedan siquiera condicionar la libre destinación del hombre, éstos tienen que gozar de alguna libertad intermedia. Esa libertad intermedia es la libertad de unificación de actos predicamentales, de la que somos enteramente responsables en la medida en que dichos actos se pueden subordinar o no a la libertad de destinación. A esta operación unificadora de actos se le llama, por un lado, logos, pero en la medida en que ella es un libre disponer de los actos predicamentales en relación a la libertad destinal, se le llama, por otro, voluntad. Según esto, la esencia o naturaleza humana que se distingue realmente de la existencia o libertad trascendental humana es el logos o modo de unificar los actos predicamentales, y, a la vez, la voluntad o modo de disponer o tener los objetos y conocimientos correspondientes a tales unificaciones. O sea, que el logos es la unificación voluntaria de los actos predicamentales, y la voluntad es la disposición unificante de los mismos, pero ambos subordinados a la persona, que es quien realmente tiene o dispone según la unidad del logos.

Dicho con otras palabras, la esencia o despliegue del acto trascendental de entender no es una serie inconexa, pero tampoco necesaria y unívoca, sino una serie unificada, libre y plurivalente de actos predicamentales. Voluntad y logos se identifican entre sí como la esencia del hombre, y en esa misma medida se diferencian del núcleo del saber o acto trascendental de entender creado humano, del que dependen en exclusiva, y del que son expresión o análisis.

Ahora bien, del mismo modo que la libertad no se alcanza en el logos sino que el logos depende de la libertad trascendental, así también el núcleo del saber no dispone del logos, sino de los actos cognoscitivos predicamentales "según" el logos o voluntad que tiene en unidad. El logos volitivo es una instancia intermedia entre el acto trascendental y los actos predicamentales, que hace de estos últimos una unidad (absoluta o subordinada). Con todo, como el logos depende en exclusiva del núcleo del saber, es independiente de todo lo demás, y tal independencia abre la posibilidad de usar de los actos predicamentales y sus objetos como si su disposición fuera absoluta, es decir, olvidando su dependencia de la persona. Cuando esto ocurre, el disponer pretende aplicarse a sí mismo, lo que da lugar a una cadena de unificaciones arbitrarias, que podemos llamar logicismo.

Es obvio que cuando el logos volitivo no se somete al acto trascendental de entender, éste a su vez no se somete donalmente al inteligir divino y no se destina de modo congruente. Sin duda, la insumisión del entender creado al increado es jerárquicamente primera y decisiva, pero esa insumisión se analiza y consuma precisamente en la forma de una pretendida autoindependización del logos respecto del núcleo del saber. Sólo en este sentido me he permitido decir que condiciona a la libertad trascendental.

Finalmente, por lo que se refiere a los inteligibles donados a la mente humana y conmensurados con su acto trascendental de entender, éstos son: el conocimiento habitual del ser o fundamento creado, y el conocimiento habitual de sí misma. A ellos se añadía un conocimiento indicial donado de Dios y de su amor como destino del hombre, conocimiento no conmensurado al acto trascendental de entender, sino excedente y supergratuito. Este último fue perdido por el pecado de origen, de manera que, a su vez, los otros inteligibles perdieron con él la noticia clara de su carácter donal y quedaron restringidos preponderante e inmediatamente a la condición de conocimientos destinados al uso de nuestro entender, más que a la noticia trasparente del acto de ser trascendental y del entender trascendental creados, así como de su ligamen donal respecto de la trinidad idéntica de actos trascendentales.

Nacidas de la inversión del sentido destinal del entender trascendental humano y del intento de preponderancia del disponer o tener humano sobre el donarse a la verdad o inteligir divino, es congruente que la esencia, naturaleza o despliegue del entender ocultara tanto el conocimiento habitual del ser del mundo como el conocimiento habitual de nuestro entender trascendental.

El inteligible propio o conmensurado a las operaciones cognoscitivas humanas, por su parte, era la esencia del mundo, derivada del ser o fundamento, e inteligible sólo en potencia. Pero al quedar reducida la noticia habitual del ser a la función de mero principio (lógico) de uso del pensar, el carácter derivado de la esencia del mundo quedaba también ensombrecido, y pasaba a primer plano ontológico, pero invertido el orden congruente, por lo que saltaban a primer plano los inteligibles potenciales a los que es inmediata y más fácilmente aplicable la hegemonía del acto de entender, a saber, los conocimientos sensibles.

Consecuencia de estas mutaciones en el orden del entender humano fue que la luz natural de nuestro entendimiento, que estaba destinada a iluminar, desde la posesión habitual del primer principio, la esencia del mundo como mero inteligible en potencia que era, recayó directamente sobre las informaciones sensibles, que también son meros inteligibles en potencia, pero sólo adecuadamente comprensibles desde la previa iluminación de la esencia, de la que son consecuencias parciales.

El salto o diferencia entre el acto trascendente de entender y los datos sensibles es tan grande que aquel suple o supone la escasa y mudable manera de ser que les corresponde, como consecuencias de la esencia que deriva a su vez del acto de ser, otorgándoles un acto que no tienen (el de ser entendidos) ni les corresponde directamente. Este uso de la luz del acto de entender para iluminar inteligibles que están muy por debajo de su primer y verdadero destinatario es lo que llama L.Polo "límite del pensar", del que pasar a ocuparme a continuación.

III. El planteamiento inicial.

La filosofía de L. Polo no es una filosofía del sentido común ni tampoco la filosofía de una sola idea, evidente y revolucionaria; no es la filosofía que nace del empeño por resolver un problema previo o por continuar una línea de pensamiento a la que se adhiere de antemano, sino una investigación o búsqueda que parte de una detección muy especial y decisiva —la detección del límite mental, tan especial que, aunque la distingue de todas las demás filosofías, no excluye en absoluto su correspondiente sentido filosófico e, incluso, algún sentido de la verdad para cada una de ellas.

El resultado de la aplicación del acto trascendental de entender a inteligibles en potencia derivados no es ni la producción ni la causación del inteligible mundano, sino su presentación. El acto trascendental de entender dona la presencia mental a los inteligibles potenciales derivados o informaciones de la sensibilidad. La presencia, insisto, no es una elaboración, sino una donación absoluta de algo que los inteligibles mundanos no tienen ni necesitan: la presentación o constitución de los mismos como objetos, inherente al acto de entenderlos. La descripción y el establecimiento teóricos de la presencia o límite mental es, sin duda, el punto inicial de toda la filosofía de L.Polo, ya que en ellos se basa su proyecto filosófico positivo (7).

Por límite mental no se entiende ni una finitud metafísica, ni una barrera infranqueable que impida el conocimiento, ni una privación o falta de conocimiento de algo, sino una desviación atencional que desorienta nuestro saber y lo sume en una inextricable maraña de problemas que, a su vez, lo alejan del conocimiento de la realidad extramental y del de su propio núcleo. Si se le llama límite, ha de ser en el bien entendido de que se trata de un término inicial, no final, es decir, no del término ejecutivo de una acción que acaba en él, sino del término inherente a un acto de conocer que empieza y termina con él. Se refiere, más en concreto, a una limitación interna en el alcance del saber humano, pero en la forma de una substitución, no de un recorte ni de una frontera del saber (8). La limitación es, por consiguiente, limitación del pensamiento, es decir, de un acto o método (9) del conocer, por cuanto mediante ese acto de conocimiento la mente humana es incapaz de obtener exhaustivamente la realidad, tal como, en cambio, dicho método sugiere (10). En definitiva, el límite del pensamiento no es sino la irrealidad a la que se reduce, en orden a sí mismo, el pensamiento en la propia obtención del inteligible (11).

Por su carácter inicial e inherente al acto de conocer humano, el límite mental es el ocultamiento que se oculta. La apariencia críptica del enunciado anterior queda disipada si se explican sus términos adecuadamente, como intentaré hacer en lo que sigue. Se trata, ante todo, de un ocultamiento activo introducido por un acto de entender, pero en el que —como es claro— hay algo entendido que no es lo ocultado ni el ocultamiento. Lo entendido, por serlo gracias a un ocultamiento activo o acto de entender ocultante, oculta él mismo algo, pero al mismo tiempo, por ser entendido, se manifiesta o destaca, es decir, es lo contrario de una ocultación, de manera que —por ser entendido— lo entendido oculta el propio acto de entender ocultante u ocultamiento activo. El límite es, pues, un acto cognoscitivo que oculta (algo) destacando, a la vez que queda oculto por lo destacado.

El primer y más bajo acto cognoscitivo es el acto presencial o presencia mental. Es característica de dicho acto otorgar a lo conocido una dimensión que no tiene, la presencia, pero a cambio de desvincularlo por entero de su dependencia del ser. La presencia o conciencia hace las veces del ser, ocultándolo tras su luz, pero destacando, por el contrario, con ella lo conocido o pensado. El ajuste entre lo pensado y la presencia (o pensar) es tan perfecto que el objeto pensado está todo en presencia y la presencia lo es sólo del objeto pensado: no hay nada en el objeto que está más allá de la presencia, ni nada de la presencia que no se vierta sin residuos en el objeto; es decir, no hay más conciencia que la conciencia del objeto y no hay más objeto que el objeto de la conciencia. Como acto cognoscitivo, la presencia limitadora goza de antecedencia, no temporal, sino donal respecto del objeto al que confiere consistencia sin mediación ni trabajo alguno, o sea, "ya": de modo inmediato y simultáneo consigo misma. De esta manera se advierte, por un lado, que la presencia o límite mental, en cuanto que sustituye la función del ser extramental por la donación de consistencia a lo pensado, oculta el principio trascendental creado (ser) y tiende a ejercer una función fundamentadora del saber que imita la que lleva a cabo extramentalmente el ser al que sustituye; y, por otro lado, se oculta a sí misma como acto donal cognoscitivo y así oculta también el núcleo del saber del que depende y su función, que es más bien destinante. Además, el ajuste perfecto de objeto y presencia impide entre ellos toda dualidad sujeto-objeto, reduciéndolos a mismidad. En virtud de dicha mismidad es imposible que el acto cognoscitivo o presencia mental pueda versar sobre ella misma, pueda ponerse o quitarse, por lo que equivale a "lo vasto" o irreflexivo, es decir, a lo que no puede incluirse dentro de sí, sino que ha de yacer en referencia única y constante al objeto.

El resultado de esa inseparable vinculación es que "hay objeto" o que pensar es siempre pensar-algo, hasta el punto de que no se piensa, si no hay algo pensado, y de que el objeto o lo pensado lo hay, pero el haber no lo hay. El ocultamiento es ocultamiento del ser introducido mediante la presencia como un haber o pensar, pero lo pensado, o "lo que hay", queda tan destacado por el haber y lo agota de tal manera, que el propio pensar o haber —que oculta al ser extramental— se oculta tras lo pensado o habido. "Lo" es determinación directa de la presencia —no del núcleo del saber—; "haber" es presencia y no ser. "Lo" (el objeto) no es explicitable, porque todo y sólo lo hay (unicidad); la presencia (o haber) empieza y acaba en el objeto, y no puede progresar (constancia).

Repito de otra manera lo dicho, para mayor claridad. La luz del acto trascendental de entender humano cuando se aplica directamente a los inteligibles suministrados por los sentidos internos trae consigo el acto más bajo de conocimiento, a saber, la inmediata presencia del inteligible material, y lo hace supliendo el acto de ser del que éste deriva mediatamente fuera del pensamiento, e independizándolo mediante su mencionada luz, que da consistencia, unicidad y exención al objeto. La presencia no es presencia de sí misma, sino del objeto, y el objeto no antecede a la presencia, sino que es lo presentado en ella. Los inteligibles procedentes de la sensibilidad son eximidos de su temporalidad extramental por la presencia, pero la presencia tiene el valor de una vez, es decir, ni se quita ni se pone, sino que es lo vasto, en el sentido de que carece de eficacia respecto de sí misma: ni puede autonegarse ni puede autoafirmarse, pero es determinación directa y articula el tiempo, constituyéndolo en tiempo entero u objeto. La presencia oculta el ser y destaca el objeto, pero la manifestación objetiva la oculta a ella misma como acto cognoscitivo. Presencia y objeto son inseparables: la presencia es presencia de objeto, y el objeto es objeto sólo en presencia. La presencia no pertenece a la esencia mundana, ni la esencia mundana es afectada por la presencia, de manera que la presencia obtiene un inteligible que no es dúplica de la esencia ni es directamente la esencia, sino que es el objeto, o la esencia dotada de algo que ella no tiene —la presencia— y que la separa de su principio extramental, pero sólo en la mente.

Ahora bien, es obvio que la presencia es también distinta del cognoscente, o sea, del acto trascendental de entender o núcleo del saber, por cuanto que el destino de éste es el ser amado por la identidad triple de actos trascendentales, en premio a la libre mejora de la esencia del mundo y de sí mismo por él operadas. Pero la mera presencia objetiva no mejora directamente al mundo ni al hombre, sólo es útil —en su proyección práctica— para retrasar la muerte. La presencia objetiva es, pues, una dilación y desorientación respecto del destino del conocimiento, y en ese sentido es también un límite, obstáculo o rémora para el pleno conocimiento del mundo, del hombre y de Dios, pero sólo en el sentido de un desorden que estorba, no en el de carencia de conocimiento.

La detección del límite revela, así, un doble implícito: que la presencia no es el ser, y que ni la presencia ni lo presente son reflexivos ni se conocen a sí mismos, por lo que ninguno de ellos es el cognoscente ni el inteligido perfectos. Si la presencia no es el ser, el comienzo (del saber) no es el principio (del mundo), es decir, el ordo cognoscendi no coincide con el ordo essendi mundano; y si tampoco es el cognoscente ni el inteligido perfectos, entonces el ordo cognoscendi ordinario no coincide ni con el ordo essendi humano (libertad trascendental) ni tan siquiera con el ordo cognoscendi debido. Ahora bien, la equiparación del ordo cognoscendi con el ordo essendi, ya sea mundano, humano o ambos a la vez, es característica de la modernidad, mientras que la admisión del modo de conocer presencial como único comienzo posible y adecuado es un presupuesto radical incluso del pensamiento antiguo-medieval ("tanquam tabula rasa"). Ambos presupuestos son desenmascarados a la vez por la simple detección de la conciencia como límite mental.

Dos tareas se abren inmediatamente desde la mencionada detección, ambas estrechamente ligadas entre sí, aunque distinguibles: por un lado, reelaborar la teoría del conocimiento desde su comienzo mismo, pero teniendo en cuenta su carácter de límite o diferencia con el ser y conocer trascendentales; y por otro hacer de la detección del límite mental un método para alcanzar de una nueva manera tanto el orden trascendental o plano de los temas últimos del saber sapiencial filosófico, como el orden predicamental o plano de los temas más próximos de dicho saber. Ambas tareas exigen ser realizadas de una manera que estimo constituye la inspiración interna de todo el filosofar poliano, y que fue el punto por cuyo medio conecté yo primeramente con dicho filosofar: intentando establecer la congruencia entre los modos o métodos del conocer y los temas del saber humano. Sin embargo, si se erige la congruencia como criterio de la verdad, la complejidad de la investigación se eleva a grados insospechados y el carácter parcial y rectilíneo de toda exposición resulta casi incompatible con el pensamiento a expresar. Una investigación filosófica no puede ser unilateral: aunque haya de distinguir de modo drástico los temas, ha de tenerlos a todos en cuenta, por separado, de modo respectivo y en su orden debido, y ajustar sus diferencias en atención a la identidad originaria. De aquí deriva, a mi juicio, la adicional dificultad de exposición, y de consiguiente intelección, de esta filosofía, que se suma a la dificultad del abandono del límite mental.

Ya he intentado responder a este desafío expositivo adelantando, por una parte, ciertos planteamientos últimos, pero esto no basta; hace falta, por otra, concretar las modificaciones que introduce en la teoría del conocimiento la detección del límite, y las posibilidades de ampliación y mejora en el tratamiento de los temas últimos del saber que surgen de ella. Y todo esto realizado con congruencia entre método y tema, que es el punto de convergencia tanto de los planteamientos últimos como de los iniciales, es decir, que es una exigencia nacida del carácter donal del acto trascendental de conocer creado —congruencia es recepción donal o sumisa de los inteligibles donados por el entender trascendental puro, y ordenación desde ellos de los otros inteligibles formados por nosotros, sometiendo a la vez nuestras operaciones incluso a la inteligibilidad potencial previa de estos últimos—, pero nacida también de la detección del límite mental —u ocultamiento que destaca y se oculta tras lo destacado—, ya que la ignorancia del límite, como se dijo más arriba, trae consigo una inextricable maraña de problemas que impiden por su desajuste un conocimiento congruente tanto del ser, como del conocer y de Dios.

A) Empecemos por la primera de las tareas (12). Ya dije que la limitación del pensar no impide el conocimiento: el límite mental es un método o acto cognoscitivo, el más bajo, sí, pero que no por eso deja de alcanzar cierto grado de conocimiento. La redundancia cognoscitiva de la presencia como acto es la "obtención", término con el que se sugieren tanto el carácter de objeto —o de inmediatamente presente, que afecta a lo iluminado por el acto presencial—, como la intencionalidad intrínseca al acto iluminador. La presencia no puede ser presencia de sí misma, sino del objeto, y el objeto lo es de la presencia o conciencia, no existe en sí ni es objeto para sí —noción confusa de sujeto—. También se puede denominar a dicha redundancia cognoscitiva "abstracción", en la medida en que la presencia exime al objeto de la dependencia respecto del principio extramental, y el objeto "exime" a la presencia de toda reflexividad, ocultándola a sí misma y reduciéndola a conciencia o saber que se conmensura con el objeto.

El acto abstractivo se realiza en tres momentos: 1.- la iluminación activa de la informaciones sensibles (imágenes) por el entendimiento agente, que las hace inteligibles en acto o especies impresas aptas para los actos de intelección predicamentales; 2.- la objetivación del abstracto, u obtención de la especie expresa, mediante un acto predicamental u operación de entender; 3.- la conversión del objeto abstracto a la especie impresa, o paso del segundo momento al primero (13).

Respecto del primer momento de la abstracción, debe decirse que no existe pasividad alguna por parte del inteligir humano ni tampoco antecedencia alguna en el orden del conocer por parte de las imágenes, que son sólo inteligibles en potencia y de la más baja categoría, sino que la especie impresa es la iluminación activa de un inteligible pasivo realizada por el acto trascendental de entender (14).

Respecto del segundo momento, debe advertirse que, si bien la abstracción o primer acto cognoscitivo (predicamental) es una y la misma, sin embargo los abstractos pueden ser varios, según sean las especies impresas ofrecidas por el intelecto agente. Si el acto cognoscitivo se refiere a la especie impresa primera y directa, o sea, a la iluminación de la imaginación pura, entonces tenemos la abstracción pura o el acto de conciencia estricto, cuyo objeto es la circunferencia formal, y que se caracteriza por ser una obtención única: no hay más que un acto de conciencia y un objeto de conciencia. Como acto único, el acto de conciencia puro es el saber de su intrínseca intencionalidad; el objeto del acto de conciencia único ha de ser también un objeto único, pero sólo hay un objeto que sea uno y único, y ése es la circunferencia formal, la cual es inespacial e intemporal y sólo existe en la mente. La circunferencia pura o formal se ajusta de tal manera a la presencia, que ésta viene a ser su conciencia pura y aquélla su evidencia pura.

Si, en cambio, el acto abstractivo recae sobre la especie impresa o iluminación intelectual de la imaginación, pero en la medida en que ésta conecta con la memoria sensible y con la cogitativa sensible, entonces se obtiene la articulación temporal, o presencia del tiempo totalizado, entero u objetivado. El tiempo es articulado gracias a la presencia o acto abstractivo, pero la presencia articulante es acto cognoscitivo, no momento del tiempo físico —de cuyo principio y de cuyo análisis está exento—. Una ganancia de esa presencia articulante será la apertura de posibilidades factivas, es decir, de la posibilidad de una actuación práctica del hombre sobre el mundo, que por ser exentas no mejoran realmente al mundo ni al hombre, sino que sólo sirven para diferir la muerte.

Por último, respecto del tercer momento, la conversión al fantasma es término final de la abstracción, pero no es una marcha atrás que vaya del objeto obtenido a la imaginación previa al acto iluminante, como si la especie impresa fuera una modificación del fantasma e hiciera falta volver a él para no perder el contacto con la realidad. La conversión es sólo el paso del segundo momento abstractivo al primero, o sea, de la formación del objeto a la iluminación del fantasma, o más estrictamente dicho, del acto de entender predicamental al acto de entender trascendental. No se trata, pues, de una vuelta al comienzo, sino de que el comenzar, o abstracción, incluye una retroferencia, o retracción que coactualiza el acto predicamental de entender con el trascendental, de manera que éste ilumina ahora al acto abstractivo junto con sus abstractos, y lo ilumina mostrando su intencionalidad, la cual apunta al acto iluminante del intelecto agente y, a su través, a lo iluminado por él o fantasma, por lo que además de la determinación directa y objetiva obtiene una determinación material. La abstracción se determina en y por sí misma no sólo directamente, sino también materialmente, siendo el fantasma la condición material de determinación para la presencia mental.

Como último grado de información física elaborado por los sentidos, el fantasma contiene la última y más depurada o sutil referencia a la causa material cósmica. Ahora bien, la causa material se caracteriza, físicamente, por ser una síntesis peculiar de la esencia del mundo —en concreto, de su carácter de "antes" pasivo—, y, en relación con el conocimiento, por no ser un principio, y no ofrecer, en consecuencia, resistencia alguna al carácter de comienzo de la presencia mental —como, por el contrario, ocurre con el ser—. De manera que, cognoscitivamente, la presencia mental engarza, a través del fantasma y de la causa material, con la esencia mundana; no la sustituye o suple —en la medida en que ella no se opone al acto presencial—, sino que se introduce, y sin reducirse a ella ni modificarla, la constituye en esencia pensada. La ganancia obtenida aquí por el conocimiento es simplemente su determinación material, por lo que puede afirmarse que abstraer es trasmutar la síntesis material en condición de determinación presencial.

La esencia pensada no es, por tanto, la esencia extramental como extramental, sino la esencia independizada de su principio (el ser), merced a la introducción de la presencia, pero tampoco es un mero engendro del conocimiento, sino una intersección de ambos, a saber: una determinación material del conocimiento. El objeto presentado tiene una determinación directa y, a la vez, material. En este sentido el objeto es fenómeno o materia referida a presencia. Esto implica que el fenómeno —como el objeto— no contiene, o remite a, nada suyo que está detrás de él. No existe ningún en sí detrás del fenómeno: ni un en sí extramental, ni un en sí mental. La noción de "en sí" es la de causa oculta del fenómeno, pero ni el ser —suplido por la presencia— puede causar al fenómeno —que como tal prescinde de aquél—, ni la presencia es causa alguna, sino una introducción oculta que destaca en presencia. El fenómeno no es sino la mostración directa de la síntesis material, y esa mostración ha sido introducida como una trasmutación de la causa material, o síntesis de la esencia, en condición de determinación objetiva, gracias a la hegemonía o superioridad del núcleo del saber, activo incluso en el más bajo acto de conocimiento predicamental, que es la presencia mental, sobre la esencia mundana. La trascendencia del intelecto agente sobre la esencia mundana es tan elevada que puede hacerla presente sin trabajo o elaboración algunos, y trasmutarla en fenómeno que nada guarda a su vista, sino que tan sólo determina materialmente su objeto (15).

Esto supuesto, la detección de la presencia mental —o acto abstractivo— como límite lleva consigo la existencia de una pluralidad de métodos discontinuos de entender. Por un lado, la presencia da lugar a un modo de pensamiento que no agota nuestro entender trascendental, y, por otro, su carácter terminal en antecedencia impide toda posible continuación de la misma como saber. La presencia es un método o acto cognoscitivo, pero que por su constancia no puede ser el único para el saber —pues la constancia se opone al crecimiento destinal y operativo del saber—, y que por su unicidad presencial no puede formar parte de un método que progrese continuadamente. Si hay más métodos, éstos habrán de ser discontinuos respecto de la presencia mental. Pero han de darse más métodos, dado el carácter trascendental y creciente del acto de entender que somos, luego ha de darse una pluralidad metódica o de actos heterogéneos de saber.

Siendo perfectamente ajustados a su objeto y limitados en el sentido antes aclarado, los actos abstractivos sólo pueden ser continuados gracias una nueva iluminación directa del entendimiento agente, que ahora recaer sobre los actos mismos y los objetos obtenidos, no sobre la información sensible. El primer resultado de esta nueva iluminación es convertir los actos abstractivos en hábitos, o sea, en actos cognoscitivos unibles a nuevos y relativamente superiores actos cognoscitivos. Este paso de acto a hábito no requiere repetición de actos, sino —como digo— la mera iluminación del intelecto agente. Así el acto de conciencia pura, se convierte en hábito de conciencia, y el acto de articulación temporal se convierte, directamente, en hábito del lenguaje e, indirectamente, en hábito productivo.

El segundo resultado de esa nueva iluminación consiste en aclarar una doble limitación de la presencia mental para el cumplimiento perfectivo del saber. De una parte, el conocimiento abstractivo o presencial es insuficiente para el crecimiento destinal del intelecto agente, que aparece como un desnudo "además" inalcanzable para aquéllos actos y hábitos. De otra, el conocimiento abstractivo es diferente del conocimiento del ser, al que suple y oculta.

El tercer resultado de la nueva iluminación consiste en la apertura de las operaciones cognoscitivas, es decir, de una potencia cognoscitiva capaz de pasar a nuevos actos gracias al acto trascendental de conocer y apoyándose en el carácter habitual conferido al acto abstractivo; o sea, consiste en la capacitación para la formación de nuevos actos y objetos cognoscitivos que superen la inercia de la abstracción y queden a disposición del núcleo del saber.

Estas nuevas operaciones son la consecución y la prosecución. La consecución destaca la insuficiencia cognoscitiva de la abstracción para el núcleo del saber. Como sugiere el término, la consecución es una operación que sigue a la abstracción acompañándola o contando con ella, de tal manera que la declaración de insuficiencia del abstracto se hace negativamente, o sea, estableciendo una dualidad o diferencia entre la unicidad de lo tenido en presencia y el propio tenerlo: esa diferencia es la noción de "todo lo demás", "mundo" o "idea general". Por ello, si bien la supone, la consecución consigue contra la presencia un acto cognoscitivo nuevo, la generalización, y un objeto con ella conmensurado, la determinación segunda o caso particular (15). Esta nueva operación admite grados (aplicación, atribución y pregunta), que proporcionan, de más a menos, un incremento negativo del saber y que, a su vez, puede ser objeto de una nueva iluminación intelectual que convierta esos actos en hábitos, concretamente: en el hábito del saber matemático, en el de la Lógica negativa (de clases, predicados, etc.), en el de la ciencia empírica o positiva, cada uno de los cuales presuponen y repercuten a su modo en los hábitos lingüístico y productivo.

El salto a la prosecución lo otorga el entendimiento agente cuando ilumina la diferencia entre la abstracción presencial y el conocimiento del ser o principio extramental creado, oculto por la suplencia del mismo llevada a cabo en el acto presencial. Esta nueva operación no es una consecución o triunfo teórico-práctico sobre la limitación abstractiva, sino una prosecución, un llevar adelante el carácter intencional de la presencia, o sea, un aprovechamiento de la determinación directa para explicitar el ser o principio. Su nombre más adecuado es el de razón u operación racional. Esta operación se articula en fases —no grados ni momentos—, y, en ese sentido, es sucesiva e integradora de los pasos precedentes en los siguientes, lo que da ocasión a un incremento positivo del saber (17).

La primera fase es la devolución de la determinación directa u objeto a la realidad, devolución que destaca el valor universal o completo de la presencia objetiva abstrayente frente a la pluralidad heterogénea y parcial de los contenidos abstractos. Esa devolución se objetiva como concepto, que es unum in multis, expresión en la que implícitamente se recoge, por un lado, la pugna —que no incompatibilidad irreductible— entre el comienzo racional (universalidad) y el abstractivo (pluralidad singular), y, por otra, la pugna entre la prioridad del principio radical (ser) —que está más allá del concepto y es suplido por la presencia— y la prioridad de la antecedencia o principio temporal (materia), que es distinta e inferior al acto abstractivo, al que no ofrece resistencia alguna para su introducción, pero que tampoco es el comienzo del pensar ni lo primero pensado. La explicitación conceptual consiste, pues, en la comparación unificadora de la presencia con la prioridad real de la materia, pero entonces la presencia se sigue manteniendo como requisito de la unificación explicitativa, y el ser queda inédito (18).

La segunda fase es la distribución o juicio (19), que explicita la pugna implícita, antes señalada en el concepto, entre los comienzos conceptual y abstractivo, y las prioridades de la materia y el ser, pero la explicita en la forma de una co-implicación entre los abstractos y los conceptos, que lleva consigo, a la vez, una co-implicación entre los principios o causas. El juicio no explicita el ser, en la medida en que requiere también de la presencia ocultante, pero sí explicita la diferencia entre la causa material y la causa final (hegemonía del ser), así como las causas intermedias, y las explicita unificándolas distributivamente, o sea, co-implicándolas.

Por último, la tercera fase es la fundamentación o raciocinio, que explicita la diferencia del ser con los coimplicados. Esta fase de la operación racional explicita la co-implicación judicativa, en la forma de la deducción racional, para lo que ha de constituir al ser, o principio trascendental no contradictorio, como base o fundamento de la misma, pero precisamente entonces lo guarda definitivamente implícito tras la ilación de los juicios. La operación racional termina aquí su labor explicitativa, aunque la posibilidad de actos cognoscitivos tanto negativos como positivos, sea potencialmente infinita (20). Como es natural, de nuevo la iluminación activa del entendimiento agente puede hacer de la entera operación prosecutiva un hábito, a saber, el de la ciencia racional, explicativa o por causas.

Todo esta variedad de actos cognoscitivos y de objetos con ellos conmensurados no sólo es introducida por el entendimiento agente, sino que es convertida por él en diversos hábitos, los cuales quedan a disposición del entendimiento agente para unificarlos operativamente y obtener actos y objetos nuevos. Quiero decir, con lo anterior, que ese cúmulo indefinido de posibles actos no agota la intelección activa del acto trascendental de inteligir humano, y porque no la agota, queda como digo a su disposición, una disposición que no debe ignorar la discontinuidad metódica, o diferencia entre los actos, pero a la que cabe unificar según los hábitos, los cuales indican por un lado la superioridad del entendimiento agente, y recogen por otro la limitación originariamente introducida por la presencia mental. Así pues, aunque los hábitos derivan de la superioridad del intelecto agente, también la limitan. De ahí que, si bien quien tenga y disponga de los hábitos y, a su través, de los actos, es el acto trascendental de entender humano, su disponer y tener se lleve a cabo "según" una instancia dependiente del mismo, pero independiente de todo lo demás. Esa instancia es el logos, naturaleza o voluntad racional (21). Es función del logos unificar operaciones y objetos mediante los hábitos, o formas de tener y disponer de los actos, pero esa unificación ha de hacerse "según" los actos y objetos a unificar, adecuándose a ellos y siendo congruente con ellos. La arbitrariedad en la unificación es posible, pero va contra el logos, cuya libertad deriva y está sometida a la libertad del intelecto agente o persona, a la que no debe coartar ni tampoco absolutizar (22).

Debe aclararse, no obstante, que la operación del logos no deriva del límite mental, sino del análisis o despliegue en actos predicamentales del intelecto agente, o sea, de la inexcusable distinción entre el ser del intelecto y su esencia. Puesto que el acto trascendental de entender humano es destinalmente libre, su despliegue operacional no debe originar una mera dispersión de actos, sino que requiere y exige una unificación destinal de los mismos, de manera que en el modo de unificación de ese despliegue quede expresada la libertad radical del entendimiento. Más aún cabe decir que el modo de unificación de las operaciones —que es derivadamente libre— concreta y da cuerpo a la libertad personal. En resumen, aunque no existiera el límite mental, la operación del logos sería absolutamente imprescindible para la libre destinación humana.

Pero el hecho es que el límite mental afecta al conocimiento, y por ello el logos ejerce su poder unificante con el condicionamiento de aquél. Y así, por desgracia, la falta de "lógica" es predominante en el pensamiento humano, que tan pronto confunde actos y objetos como detiene o absolutiza el saber en una operación determinada, con la pretensión de agotar tanto el ser como el entender, de igual manera que el objeto y la presencia se agotan mutuamente. El motivo inmediato de esa falta de lógica estriba en la precipitación que está implícita en la propia presencia mental y en su éxito prematuro, y que, como dije, desorienta la atención de la mente y la desvía de la verdad trascendental hacia el dominio de lo predicamental. Pero la pura y estricta verdad es que esa precipitación desorientadora deriva de una previa y libre insumisión del intelecto agente humano a la verdad, que tomó cuerpo y expresión en un mal uso del logos. Dicho de otro modo, el adelanto de la presencia mental como primer acto cognoscitivo es debido a un descontrol del logos, que, como consecuencia de un acto de libre insumisión a la verdad (pecado original), antecede en el tiempo y obscurece la propia libertad trascendental. La extensión común de ese descontrol entre todos los humanos se basa en el obscurecimiento del carácter donal de los inteligibles innatos, por la pérdida de la noticia indicial donada de Dios y de su verdad como nuestro destino. En cualquier caso, los extremos entre los que suele oscilar el disponer lógico no congruencial, en las teorías filosóficas, son o bien la pretensión del saber absoluto, que equivale a la absolutización de un objeto, de manera tal que el saber quede detenido en él, o bien la perplejidad, que es la paralización del saber por reiteración indefinida de una operación que, por confusa, no consigue objetivar nada. Los dos extremos anulan el crecimiento del saber e inducen al descontrol práctico-ético, pues impiden advertir el destino.

Todas las operaciones, actos y objetos hasta ahora examinados han sido formados por nuestro inteligir, salvo el logos que, como operación unificante, no es sino la propia hegemonía del entendimiento agente respecto de su análisis o despliegue en la medida en que éste ha de ser medio de destinación. El logos es una operación dispositiva y, como toda operación, redunda en un conocimiento, que es superior al de los actos y objetos unificados, y goza, como he dicho, de independencia respecto de ellos. Esa independencia no puede ser, sin embargo, absoluta o arbitraria, porque el logos no es el saber humano supremo, y ni siquiera éste es absoluto: la falta de lógica de las unificaciones se puede mostrar, y ello significa que su conocimiento y libertad no son necesariamente verdaderos. Más aún, puesto que el logos depende del intelecto agente, por encima de él han de existir otros conocimientos que ya no son formados por nosotros, sino que nos son innatos. Se trata del conocimiento de los primeros principios y del conocimiento habitual de sí mismo, es decir, de los inteligibles que nos fueron donados junto con el inteligir trascendental. El acto de inteligir trascendental ilumina al logos desde los hábitos innatos e incrementa así el saber.

Pues bien, aunque sean superiores, tales conocimientos pueden ser unificados con los conocimientos inferiores, o formados por nosotros, mediante el logos. Sin embargo, aquí el logos goza de otro tipo de libertad que el meramente unificante: se puede unificar lo superior como ampliación y elevación de los conocimientos logrados por nosotros, o bien sólo como mero complemento de lo ya logrado. En una palabra, la libertad del logos respecto de sus inferiores era una libertad meramente lógica, o conforme a su estricta naturaleza; ahora, en cambio, su libertad consiste en dejarse iluminar por los conocimientos superiores, ampliando y elevando su unificación, o, por el contrario, utilizarlos sólo como medios para refrendar y redondear las unificaciones ya logradas. Esta libertad no es ya meramente lógica, sino donal, o no, y supone la apertura del logos a un saber superior, o su clausura en sí mismo. Por supuesto, este dejarse iluminar congruentemente, o no, por un saber superior es la expresión de la libertad última del intelecto agente: propiamente es el intelecto agente el que abre o cierra el logos, según él mismo se abra o cierre al inteligir trascendental puro (23).

Así se introduce una nueva dimensión cognoscitiva según la cual se manifiesta que la independencia del logos respecto de todo lo demás implica una dependencia exclusiva para con el núcleo del saber. Esta dimensión cognoscitiva según la cual se matiza la exclusividad de la dependencia del logos es el intelecto (24).

El intelecto tiene una doble función cognoscitiva. Una, respecto de la identidad trascendental, cuya modalidad es la búsqueda. Ahora bien, la búsqueda de la identidad es inseparable de la dependencia del logos respecto del núcleo del saber: ver a Dios es el tener que se busca en cuanto que la libertad está otorgada en el orden de la plenitud. La matización del logos según el intelecto es la unificación respecto a la identidad, pero como el logos no es idéntico, sino que depende de la libertad, la novedad ganada no puede ser una autoconstitución del logos ni por lo mismo una operación prosecutiva. Tampoco puede ser un buscar "algo", puesto que la presencia unificada con el intelecto no tiene poder de constitución supletiva u objetivación, dado que el intelecto no depende de ella, sino del núcleo del saber. Por todo ello, la novedad del intelecto es buscarse, o la búsqueda incondicionada.

Eso no implica que el intelecto no pueda ser unificado con la presencia, pero de manera que no la tenga a ella como requisito, sino sólo en cuanto depende exclusivamente del núcleo del saber. La ganancia de esta unificación es el tema del pensamiento como acontecer. Acontecer-pensar significa buscarse referido a la mismidad, a lo que puede considerarse como la operación problemática: la llamo operación problemática porque en ella el intelecto no es cognoscitivo, y no puede serlo por la diferencia entre mismidad antecedente (presencia) e identidad trascendental (origen). Sólo el abandono del límite puede mostrar el sentido exacto de esta diferencia, y alcanzar el valor de inmanencia interminada que corresponde a la búsqueda incondicional.

La otra función cognoscitiva del intelecto tiene que ver con el ser trascendental, función que es regulativa, es decir, que, no es problemática ni operativa. Por no ser ni lo uno ni lo otro puede unificarse con cada una de ellas: al unificarse con la presencia impide que el ser trascendental se suponga y cristalice por separado, sirviendo para ligarlo con la identidad originaria; en cuanto que se unifica con el conocimiento operativo, el intelecto abarca la prosecución o el conocimiento del ser principial, sancionando la persistencia con el ligamen trascendental. Todo lo cual permite una nueva unificación del logos en atención al intelecto, la unificación como conjunto, que es lo que se llama "experiencia".

La función regulativa se ejerce como vigencia, es decir, como concentración atencional que evita la desorientación de la presencia y se mantiene inacabada, sin que la falta de acabamiento le impida conocer. Aunque dicha concentración atencional no sea todavía suficiente para persistir en una atención congruente con la realidad tal que le permita advertirla, los primeros principios son ya una pura referencia del conocimiento a la realidad, no a una realidad objetiva, pero sí a una realidad todavía latente para el logos. Los primeros principios son, en concreto, mi referencia a la experiencia, es decir, a la unificación lógica abarcante de la prosecución, pero la experiencia contiene un inexorable vacío, a saber, la carencia de sentido existencial de la afirmación referida a lo experimentado: no hay experiencia del fundamento. La existencia o fundamento no es pensable, esto es, no es dable en presencia u objetivable, pero tampoco es un contenido de la experiencia. En este sentido, aunque la existencia es lo primero que se nota en la experiencia, su experiencia es una experiencia vacía de contenido: no es existencia de algo ni ella misma es algo. Los primeros principios son el único saber acerca de esa carencia, a la que Polo llama sustrato. El valor regulativo de los primeros principios significa ante todo que su función no es la de hacer patente lo latente, sino la de distinguirlos y mantener atentamente esa distinción entre patencia y latencia. Tampoco se trata de asignar un valor extramental directo al sustrato —noción de substancia o sujeto de predicados—, pero la función de sustentar es incompatible con el fundamento, pues equivale a suponerlo o suplirlo como algo, lo que es contradictorio con su valor de principio. Por último, función regulativa no significa agnosticismo o absoluta ausencia de valor noético, pues eso equivale a conceder valor cognoscitivo sólo a la presencia mental o pensamiento: los primeros principios son conocimiento en el modo de una referencia regulada por la que se detecta el ligamen del principio con la identidad originaria, lo que implica que el ser o fundamento no es el único principio, y lo que es más, que el conocer no es principio alguno, sino un tipo de existencia por completo distinto de la principial, pero para poder advertir todo esto es preciso abandonar el límite o renunciar a suponer la existencia, es decir, hacer del límite mental un método con alcance metafísico (25).

B) La ampliación trascendental del saber.

El intelecto o hábito donado de los inteligibles propios de nuestro entender (primeros principios y conocimiento de sí) es, como he dicho, un hábito innato, o sea, connatural al intelecto agente, aunque no sea el mismo intelecto agente. Pero es el hábito por el que el logos depende en exclusiva del intelecto agente: una forma de tener por la que el entendimiento agente muestra su superioridad independiente del tener lógico y su dependencia respecto del intelecto divino.

Lo primero a resaltar es que el intelecto no está condicionado por el requisito de la presencia: la presencia no es un comienzo para el intelecto, como en cambio sí lo es de hecho para el ejercicio del logos. Esta primera consideración muestra bien a las claras que el intelecto no es derivado de nuestro acto trascendental de entender, sino de una donación tan originaria como el propio acto trascendental de entender. Además ese mismo primer detalle nos invita a detectar la presencia como una desviación de la atención cognoscitiva que limita el alcance trascendental de nuestro entender, y por lo mismo a abandonarla como verdadero comienzo del entender, pero utilizando su abandono como guía, para el ejercicio del mismo. El uso meramente lógico de los primeros principios es una consecuencia de la desviación atencional introducida por la presencia mental: la presencia objetiva es incompatible con una distribución judicativa que separe al objeto de la presencia, y viceversa, —un mismo objeto no puede haber-lo y no haber-lo a la vez (presencia) y bajo el mismo aspecto (objetivo)—, o bien la presencia objetiva es incompatible con una co-implicación (causal) que separe al objeto de la presencia —ex nihilo nihil fit—.

En cambio, el abandono del límite permite referir los primeros principios a la realidad más allá de la presencia. Al mantener la atención en el ser trascendental podemos descubrir que el ser es, en congruencia con la atención en él concentrada, persistente, o también, un comienzo sin límite presencial y que por lo mismo ni cesa ni es seguido: es el principio de no contradicción entendido como principio real, pues para un comienzo, o movimiento que tiene inicio en la realidad, contradecirse sería sólo cesar o ser seguido.

Igualmente, el abandono del límite mental permite referir la causalidad a lo real más allá de la presencia: el comienzo real es fecundo sin requisitos o condiciones previas anteriores a él e impuestas por la presencia mental (sin "ex"), y, por tanto, es causa incondicional de dones, pero esos dones no se conmensuran, agotan ni igualan nunca al comienzo real —como en cambio ocurre con el objeto y la presencia—, de manera que el comienzo real se analiza o despliega fecundamente en una esencia que le es inseparable, pero no realmente idéntica.

El intelecto, al abandonar la presencia como límite, nos muestra, pues, el valor de principio extramental de la no-contradicción, pero al mismo tiempo nos muestra que no es el único principio extramental, ya que señala también la dependencia del ser o fundamento respecto de la identidad real, mediante la interpretación metafísica de la causalidad. Son, pues, tres los principios primeros: el de identidad, el de no contradicción y el de causalidad. Los principios de no-contradicción y causalidad son realmente distintos, como principios del ser y de la esencia, pero inseparablemente constitutivos de la criatura mundo. El principio de no-contradicción equivale a la novedad trascendental del acto de ser, el principio de causalidad equivale a la subordinación y dependencia de aquella novedad respecto de la identidad. Sin embargo, ambos son inseparables, pues el ser es fecundo según la causalidad y la causalidad es principio como fecundidad donal de un comienzo que ni cesa ni es seguido. Y, para terminar alcanzando el máximo rendimiento cognoscitivo posible, la diferencia real de ambos puede ser matizada desde el abandono del límite como la diferencia entre un antes potencial, que era captado por la presencia para introducirse cognoscitivamente, y un después activo, que la presencia suplía e impedía advertir: el antes es la esencia mundana, el después es el ser. El antes sin presencia es un despliegue potencial que antecede en el tiempo y dice una referencia intrínseca al después, cuya antecedencia es, en cambio, metafísica y trascendental, y por ello mismo es el inagotable comienzo, o principio, que ni cesa ni es seguido, o sea, más allá del cual no existe nada, en su línea de trascendentalidad, salvo la identidad.

Pero, además, como conocimiento que no requiere la presencia mental, el intelecto hace patente que ella no es la máxima luz ni el conocimiento más alto o del que dependan todos los demás. El intelecto invita, pues, también a abandonar el límite mental como comienzo del entender, y a utilizar dicho abandono como guía para centrar la atención en éste. En realidad, si la presencia es el comienzo del entender, pero no es lo más alto, acontece aquí lo contrario que en el abandono del límite respecto del fundamento. Respecto del ser la presencia no es comienzo alguno, ni temporal (esencia) ni trascendental (existencia); en cambio, respecto del pensar la presencia sí que es comienzo, si bien no es trascendental: luego lo pertinente es concluir que lo trascendental del conocimiento no es en manera alguna comienzo o principio. No existe comienzo trascendental del conocer, y, por lo mismo, no todos los trascendentales son principios, y así se explica que el conocimiento de éstos, con ser tan originario como ellos, sea distinto de ellos. En verdad, el entender humano —abandonada la presencia— no tiene ni es ningún comienzo, sino que tiene destino y se destina. La identidad juega aquí como fin o destino, no como principio del entender. Destinarse es posponer el propio ser más allá de sus actos presentes, o sea, buscarse y alcanzarse en el futuro. Pero alcanzarse en el futuro es mucho más que persistir: la persistencia depende de la identidad en términos de no contradicción, o movimiento que ni cesa ni es seguido, pero que ni sale de sí ni es libre; la destinación depende de la identidad en términos de sanción que está más allá de sí mismo y, en esa medida, hace depender el propio ser de su relación libre con el futuro idéntico. Por lo tanto, los primeros principios no agotan el orden de lo trascendental: el entender es un trascendental que no es principio.

Naturalmente, un trascendental que no es principio, sino que está destinado no puede analizarse o desplegarse, como el trascendental principiante, en una secuencia potencial concausal, sino que su análisis se hará en una serie de actos que deberán unificarse en referencia a la destinación. Como la destinación es el acto libre y trascendental de entender creado, su análisis o despliegue ser una serie de actos que requieren de una unificación derivadamente libre por la que es expresada y condicionada aquélla. Por tanto, abandonada la presencia como principio del saber, nos encontramos con dos actos de entender libres: uno superior y trascendental (intelecto agente), otro inferior y dependiente, pero que expresa y concreta a aquél (el logos). Dicho de modo más claro: como la destinación trascendental del acto de entender significa que es diferente de la identidad, a la que está destinada, y que sólo alcanzar su ser, y su ser amada, mediante la sanción que la identidad otorgue al modo como el acto trascendental de entender haya ejercido libremente su destinación, la unificación de los actos en que se analiza aquél acto, y que adelanta paso a paso su destinación, condiciona, aunque no determina, el futuro juicio o sanción de su libertad. Tal juicio corresponde a la identidad destinal, y depende en definitiva de la sumisión del logos al intelecto agente, sumisión que, a su vez, expresa y ejecuta la del intelecto agente a la identidad. Abandonada la presencia mental como comienzo del saber, quedan, pues, la unificación de actos que condiciona la destinación, y el encuentro consigo mismo más allá de los propios actos, en la identidad que nos dar el ser y el nombre que nos correspondan para siempre. Tenemos, como cognoscentes, una existencia futura que nos impide conocernos en presente, y un conocimiento en presente que tiende a ocultar nuestra existencia futura. Si se abandona el conocimiento presente como requisito previo del saber, la tarea que se abre ante nosotros, en esta vida, es la de una unificación lógica que sea congruente con el destino: que respete en sus actos la índole de los inteligibles.

Supuesta la verdad de todo lo anterior, los verdaderos irreductibles no son la presencia mental y el ser, o la presencia mental y el núcleo del saber, sino los diversos trascendentales creados, entre sí y con respecto a la identidad. La presencia mental puede ser abandonada en todos los casos, pero su abandono tendr diversos resultados cognoscitivos según los auténticos irreductibles a que se refiera. El abandono de la presencia respecto del mundo nos permite centrar la atención en el ser o principio extramental creado, así como distinguirlo respecto de su esencia, que es la muestra del ligamen de dependencia que lo somete a la identidad. El desarrollo congruente de estos temas tocar realizarlo a la Metafísica.

Pero si la existencia humana, o acto trascendental de entender que somos, es irreductible por completo al ser extramental y a su esencia, por depender de una manera propia y diferencial respecto de la identidad, entonces el hombre no ser ni en su existencia ni en su esencia objeto de estudio de la Metafísica, sino que un estudio congruente deber diferenciar Metafísica y Meta-antropología, o Antropología trascendental y Antropología esencial.

Por último, si Dios es la identidad de la que proceden donalmente tanto el mundo, como el hombre, pero de la que se distinguen ambos, uno por ser comienzo sin antecedente, y el otro por estar destinado finalmente a él, entonces Dios ser tema de otra disciplina que, sin menospreciar los conocimientos negativos ofrecidos por la Metafísica y la Meta-antropología sobre él, intente congruenciarlos con la irreductibilidad absoluta de la identidad, tarea por la que di comienzo a mi exposición. Todo lo cual equivale a negar que el ser sea uno, o que el uno sea trascendental, como ya se dijo más arriba.

IV. Conclusión.

Tras lo expuesto, los planteamientos filosóficos de L.Polo puede resumirse finalmente en estas pocas tesis:

1.- El entendimiento humano es trascendental u omninoticial: tanto el mundo, como el hombre e incluso Dios pueden ser conocidos y con un conocimiento congruencial, es decir, en el que el modo como se conoce y lo conocido sean perfectamente acordes, o también en el que no existan discordancias (cognoscitivas) entre el conocer y lo conocido, en su carácter de "otro".

2.- Para poder ejercer esa trascendentalidad del conocer debemos abandonar el límite o la presencia mental como comienzo y medida del conocimiento, pues la presencia erigida en comienzo y medida oculta el ser extramental, oculta el núcleo del saber y, lo que es más, oculta la dependencia de ambos respecto de Dios.

3.- El abandono del límite mental no es una mera dejación (imposible) del mismo, sino su detección y uso como método. Con ello se admite, a la vez, la antecedencia del planteamiento metódico respecto del tratamiento de los temas filosóficos. El abandono del límite es la detección de un método que se oculta —por eso puede pensarse erróneamente que no ha de ser considerado con antelación a los temas—, que no puede ser el único y que trastorna el conocimiento adecuado de los temas, induciendo bien al saber absoluto, o bien a la perplejidad. En consecuencia, el método precede a lo conocido; no existe un sólo método; y no todo método es adecuado a cualquier tema. Y de ahí también la exigencia de una congruencia metódica en todos los campos del saber. Dicha exigencia no se refiere a la obligada y natural conmensuración de las operaciones mentales con sus objetos, sino al ajuste del modo de entender con los trascendentales, y, consiguientemente, al de las unificaciones entre actos y objetos a realizar por el logos: es la exigencia de sumisión de las operaciones al logos, del logos al núcleo del saber y del núcleo del saber a la verdad idéntica.

4.-La detección del límite obliga a distinguir entre comienzo del saber y principio extramental, así como a distinguir entre el principio extramental y el de identidad, fraguando ésta última distinción como distinción interna a la criatura mundo, entre el principio de la existencia (no contradicción) y el principio de la esencia (causalidad).

Por otra parte, obliga igualmente a distinguir entre la presencia como comienzo y el núcleo del saber o acto trascendental de entender. Tal distinción lleva emparejada consigo que el núcleo del saber no es comienzo ni principio alguno, sino que está destinado o que cobra su ser intelectual auténtico y definitivo en un futuro que no se desfuturiza, el cual es también la identidad, aunque no como principio, sino como fin. El núcleo del saber no es idéntico, sino que la identidad es su futuro no desfuturizable. Por ello el núcleo del saber se distingue radicalmente del ejercicio del saber, como la libertad de donación (de sí mismo) y la libertad de disposición de sus actos, o sea, como la existencia y la esencia humanas.

5.- La detección del límite mental pone al descubierto la incongruencia, entre otras, de las nociones modernas de "en sí" y "para sí", así como también el carácter no principial ni trascendental de las nociones clásicas de substancia y de ente, a las que se les suele otorgar, incongruentemente, un papel que no les corresponde. Y si se ha entendido de modo adecuado la precedente tesis 4, la detección del límite mental pone igualmente al descubierto la incongruencia de que el ser sea uno, o de que el uno sea un trascendental: son tres los sentidos irreductibles del principio y existe, al menos, un sentido de lo trascendental que no es el de principio, por un lado; pero además las existencias creadas se distinguen realmente de sus esencias, por otro. Esa equivocidad del ser es lo que exige un tratamiento metódico discernido para el mundo, para el hombre y para Dios. La unidad no es un trascendental ni increado ni creado, sino la referencia intrínseca de los trascendentales creados a la identidad originaria de los trascendentales increados.

6.- El abandono del límite puede realizarse congruentemente: a) como un dejar de atender a "lo que hay" y concentrar la atención en lo que queda fuera del haber —con ello se abre el tema de la existencia extramental o Metafísica trascendental—; b) como un descontar o restar el haber, quedándonos sólo con lo que el haber nos da, a fin de realizar plenamente la devolución, —así surge el tema de la esencia extramental, o la Metafísica predicamental—; c) como un dejar estar el haber, para superarlo en el orden del saber y alcanzar lo que es "además", o núcleo del saber —es el tema de la existencia humana, Meta-antropología o Antropología trascendental—; y d) como eliminación de la reduplicación del haber —el haber no lo hay— para llegar a su carácter de no-sí mismo, al tema de la esencia humana o Antropología predicamental. Estos cuatro modos de abandono, en cada uno de los cuales se hace referencia congruente a Dios, constituyen el proyecto del saber filosófico estricto para L.Polo (26).

7.- La congruencia es la exigencia común para todos estos abandonos del límite, ya que la detección del límite es, en cierto modo, solidaria del descubrimiento del carácter donal tanto del hábito de los primeros principios y conocimientos trascendentales, como de las existencias mediante ellos conocidas: el ser, el entender y del amar. Y sólo un tratamiento donal de lo donal puede tener como consecuencia la deseada adecuación del entendimiento y la realidad.

La novedad de estos planteamientos y enfoques del filosofar es tan radical que no implica en manera alguna el desconocimiento y, menos aún, el desprecio de los otros planteamientos que históricamente se han dado, sino que, antes bien, los supera tan ampliamente que permite el aprecio de sus aciertos plenos o parciales y la explicación congruente de los mismos. De manera que el propio desarrollo de las investigaciones transcurre en un diálogo incesante y abierto con todos los filósofos según el tema y el método correspondientes. Sólo esta magnanimidad, consecuente a sus propios planteamientos, es ya un indicio externo, pero convincente, del acierto de los mismos, a la vez que un decisivo estímulo para quienes sientan la imperiosa llamada a recuperar la perennidad del filosofar y a ejercer la actividad filosófica como diálogo universal entre quienes buscan la verdad, por encima de la discordancia general que a simple vista parece reinar en ella.

NOTAS

  1. I.Falgueras, El crecimiento intelectual, en El hombre: inmanencia y trascendencia, Pamplona, 1991, vol. I, 610-622.
  2. La estructura de la subjetividad, Madrid, 1967, 198.
  3. O.c. 621, nota 59.
  4. Cfr. I.Falgueras, Consideraciones filosóficas en torno a la distinción real 'esse-essentia', en Revista de Filosofía 2& Serie, VIII (1985): 236-237. La fuente de inspiración de mi teoría sobre el dar —de la que también present otra muestra bajo la forma de ponencia titulada "Causar, producir, donar" en el Simposio Internacional "Befreiung von Hispano-Amerika", en la Universidad de Münster (W.), el 14.9.l984-, se puede encontrar en la obra de L. Polo El Ser I, Pamplona, 1965, 309 ss., as! como en el núcleo del pensamiento de S. Agustín.
  5. Si se quisiera entender la unidad como la identidad divina, habría que advertir que la identidad en Dios no es un trascendental que se sume a los otros tres, sino la pura y mera conversión mutua de los trascendentales, la equivalencia "energética" perfecta y total de los actos de ser, entender y amar. La identidad sólo est vigente, con valor independiente, ad extra, o para las criaturas, como el referente único e inalcanzable de todas ellas. Pero no es ni un acto trascendental distinto de los tres increados, ni un acto trascendental creado —lo que sería contradictorio—. Dicho sea todo ello con la respetuosa prudencia y circunspección que requiere el misterio.
  6. I.Falgueras, Libertad y verdad, en "Anuario Filosófico", XIX (1986), 59.
  7. "El método metafísico que se propugna en estas páginas liga su suerte al acierto de la siguiente proposición, a cuya elucidación se dedica este capítulo: sólo acontece que la esencia "es" algo a que se llega, o algo que aparece, porque se ha llegado a pensarla, es decir, porque se ha introducido la presencia mental...Esta introducción es, en rigor, el límite, de cuyo abandono es solidario el problema de la perplejidad" (AS,303).
  8. El Acceso al Ser (AS), Pamplona, 1964, 199.
  9. or "método" no se entiende aqu! un conjunto de normas o procedimientos arbitrados para obtener ciertos resultados previsibles, sino un modo de pensamiento, o mejor, todo acto cognoscitivo, que en su condición de actividad donante de acto a lo inteligido, viene a ser un "camino" intelectual jerárquicamente anterior, si bien coactual con él.
  10. AS, 314.
  11. AS, 180.
  12. En la exposición que sigue tomo como guía principal la doctrina del AS, no sin aprovechar algunas sugerencias y aclaraciones de otros escritos de L. Polo, principalmente de su Curso de Teoría del Conocimiento (CTC).
  13. CTC II, 3., 294 ss.
  14. AS 310-311.
  15. AS 146 ss.
  16. Declarar la insuficiencia del tener abstractivo (presencial y lingüístico) no afecta en absoluto a la presencia mental, sino al tener o hábito presencial, y redunda en una ganancia: la unicidad de lo presente no es suficiente para el tener, pero entonces cabe tener más que lo tenido en unicidad objetiva, y eso que cabe tener es pensado como "todo lo demás que cabe tener" por el núcleo del saber. Desde esta noción, ganada al negar la suficiencia del abstracto, no se puede modificar la presencia o unicidad del objeto, que es obligadamente supuesta para poder ser declarada insuficiente. Sin embargo, s! es posible hacer un nuevo uso de lo presente en hábito, ganando un tener negativo que amplía el tener presencial. El nuevo uso consiste en un volver la atención sobre el tener presencial despojándolo o vaciándolo de su carácter de determinación directa. Ahora bien, como la presencia y lo presente no desaparecen por ello, ese vaciado o despojo da lugar a una positivación del mismo: por un lado, da lugar a la idea general vacía, o a la indeterminación nocional ("todo lo demás"), y, por otro, suscita —para llenar y ajustar el vacío de la idea general con el tener presencial— la determinación segunda o caso particular. La consecución, u operación de negar, puede ser definida, pues, como poner, positivando, lo que se quita, vaciando la determinación directa del abstracto, a quien no lo tiene —tener presencial—. El incremento negativo del saber es una vuelta que despoja en general, o sea, una reflexión meramente lógica, pero la unificación (logos) de la operación negativa con el hábito presencial, no lo desliga de la presencia, sino que sirve para declarar la independencia del logos según la presencia misma.
  17. Lo que caracteriza a la operación prosecutiva frente a la obtención abstractiva y a la consecución reflexivas, por un lado, su continuidad y, por otro, su carácter creciente. Ese es el motivo por el que sus pasos se denominan fases, pues en cada uno de ellos se ejerce toda la operación, pero en estadios sucesivos y crecientes de elaboración. Este hecho lleva consigo que la operación entera pueda ser denominada y definida desde cada una de sus fases, aunque preferentemente lo sea desde la última. As! se llama "razón" porque lo propio de esta operación es explicar o explicitar el implícito (ser) y la explicación por antonomasia, se da en el raciocinio o fase última, aunque no sólo en ella. Pero la misma razón puede ser definida toda ella como la devolución de la determinación directa a la realidad, cosa que ocurre preponderante, pero no exclusivamente, en el concepto o primera fase. Por un motivo semejante debería poder definirse todo el proceso como descubrimiento y ajuste de una pugna entre el comienzo del saber y el principio del ser, lo que acontece de modo sobresaliente en la fase judicativa.
  18. La presencia se diferencia del ser, pero no lo excluye, antes bien lo supone, y as! limita su conocimiento, a la vez que marca la diferencia del conocimiento con el ser. Pero entonces, por un lado, límite no significa ignorancia, sino desatención supositiva, y, por otro, cabe intentar un incremento operativo del saber, que busque unificar el conocimiento del ser con el tener presencial. El primer paso en ese incremento consiste en declarar el carácter completo (universal) de la suplencia del ser por la presencia. Se trata de una devolución, pero que no es una vuelta reflexiva sobre lo presente, sino el reconocimiento de que lo presente es enteramente supuesto por el tener presencial, en vez de ser puesto por el principio o ser. El concepto u objeto resultante de dicha devolución nos cerciora de la diferencia entre comienzo del saber y principio real, y lo hace destacando el comienzo y conservando inédito el principio. En pocas palabras, el concepto impide interpretar el principio (ser) como comienzo del saber: el principio resulta de esta manera trascendental respecto del comienzo, de ah! que quepan y convengan otras fases que acerquen más el conocimiento al ser; y de ah! también que, si se intenta unificar presencia y ser en el concepto, surja el concepto de ente (que es meramente general) con la pretensión de valor trascendental, arbitrando la analogía como método que salve la diferencia, aunque en vano, pues la analogía obscurece el carácter verdaderamente trascendental del principio.
  19. Juzgar no es conectar un sujeto con un predicado, ni afirmar el ser, sino proseguir en la devolución del concepto o explicitar la pugna implícita en éste, sin abandonar el límite, antes bien unificando la devolución (o conocimiento intencional del ser) con la presencia. Ahora bien, toda la prosecución u operación racional es conocimiento de principios explicativos. Las pugnas mencionadas al hablar del concepto no son sino indicaciones implícitas de una pluralidad de principios explicativos. El ser como principio trascendental quedaba más all de todo concepto y está también más allá de la explicitación judicativa. Esta detiene su atención en el antes temporal o causalidad material, que por ser distinta del ser, no es trascendental ni autosuficiente, por lo que es explicitada como una con-causa o principio no trascendental sometido al ser. El sometimiento al ser queda recogido como el valor de la causa final, que es la con-causa opuesta a la material, y entre ambos opuestos el juicio explicita otras dos con-causas reales: la eficiente y la formal. La distribución y coimplicación de estas causas reales —no causas del conocimiento, ni sólo para el conocimiento— es la función operativa de la fase del juicio y su aportación al incremento del saber, que no es otra cosa que el conocimiento del análisis o despliegue real del principio trascendental todavía implícito. Naturalmente, cuando no se abandona el límite, lo que cabe hacer es declarar la insuficiencia de la detención distributiva (juicio) para el saber, o sea, utilizar negativamente el juicio, entendiendo las categorías como géneros y regulando de modo gradual la negación —aplicación, atribución, opción—, con lo que se desvían las ganancias prosecutivas hacia la parálisis del saber (absoluto o perplejo).
  20. Al guardar definitivamente el implícito (ser), la prosecución unificada con la presencia (diferencia pura respecto del ser) deja de manifiesto que el ser est allende de todo término, sin que su conocimiento necesite tampoco de término alguno. A esta explicitación que guarda interminado el conocimiento del ser es a lo que conviene en grado más alto el nombre de intencionalidad. Como, incluso en esta fase última, el conocimiento interminado del ser, que es alcanzado, se mantiene diferente de la presencia mental, se ha de concluir de toda la operación prosecutiva que el conocimiento del ser creado no agota ni constituye al entendimiento agente humano, sino que es una ganancia obtenida por el logos humano.
  21. En cuanto tener que dispone, el logos es la voluntad —a diferencia del entender trascendental—, es esencia —a diferencia de la existencia humana— y es naturaleza racional —a diferencia de la libertad trascendental— del hombre. (Cfr.AS 79-80).
  22. El logos es novedad unificante al servicio del núcleo del saber: un hacer suyas las distintas operaciones e incrementos del conocimiento presencial humano. El núcleo del saber dispone "según" el logos, o poder unificante, del análisis operativo de su propio ser. Como poder unificante posee valor cognoscitivo respecto de lo que unifica, pero no respecto del núcleo del saber, e igualmente posee libertad respecto de lo que unifica, pero no respecto del núcleo del saber, del que depende en exclusiva. Precisamente porque depende en exclusiva del núcleo, es a la vez independiente de todo lo demás, y as! puede trocar el disponer en usar, es decir, puede intentar disponer del disponer. Cuando hace esto, no sólo oculta su dependencia del núcleo, sino que ha de echar mano de las propias operaciones que unifica para cerrar su saber, primando alguna de sus unificaciones sobre las demás —lo que además de injustificable, produce confusión y al final per_ plejidad—. Pero si reconoce, en cambio, que su independencia deriva del núcleo del saber, entonces es capaz de controlar su propio uso, para lo cual ha de respetar, primero, las diferencias de las operaciones e incrementos del saber, y en segundo lugar, ha de modular su poder respecto de ellas, matizar el "según" de su unificación, para que as! la unificación no sea homogénea, sino novedosa en cada caso, por cuanto quien dispone y de quien dependen finalmente es de la libertad trascendental.
  23. Como la libertad trascendental del hombre se despliega analíticamente en la libertad predicamental o disposición lógica con que hace suyos los diversos actos de entender predicamentales, la sanción destinal del hombre est indirectamente condicionada por su modo de disponer o tener. Pero la mera disposición del ser y de la esencia mundanos no son suficientes de suyo para determinar la sanción destinal del hombre, dado que ésta depende directamente de la verdad trascendental pura y donal. Esto implica que la libertad verdadera no se alcanza en el logos, sino en el núcleo del saber, pero tampoco por el logos ni tan siquiera por el intelecto agente, aunque ambos la condicionen receptivamente, sino como don gratuito que premia su aceptación donal de la verdad.
  24. AS 140 ss.
  25. AS 323 ss.
  26. AS 383.

[Fuente: Ignacio Falgueras. "Los planteamientos radicales de la filosofía de Leonardo Polo". Anuario filosófico Pamplona XXV-1 (1992): 55-99.

 

© José Luis Gómez-Martínez
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