José Hernández Guerrero
  

 

"EMILIO CASTELAR, ORADOR"

¿Se han fijado ustedes que don Emilio Castelar se ha hecho célebre e, incluso, popular por sus singulares dotes de orador, precisamente en una época en la que, según los manuales, tanto la Oratoria como la Retórica habían caído en una profunda decadencia?

Para trazar el perfil retórico y para medir las dotes oratorias de don Emilio Castelar es necesario situarlo en el contexto de dos tópicos que se repiten hasta la saciedad. Son dos lugares comunes que, aunque se suelen confundir, nosotros hemos de distinguirlos con claridad, si pretendemos valorar de manera estricta la elocuencia del orador gaditano: uno se refiere a la Retórica y el otro a la Oratoria decimonónicas. El primero, por lo tanto, es de carácter teórico y el segundo es de índole práctica. En esta breve intervención trataremos de examinarlos y, en la medida de lo posible, de desmontarlos.

Los manuales e, incluso, la mayoría de las monografías especializadas, repiten machaconamente que la Retórica -la ciencia y el arte que estudia los procedimientos oratorios- cayó gravemente enferma y murió irremisiblemente en el siglo XIX. Este diagnóstico médico y este parte de defunción se refieren tanto a los tratados teóricos y normativos, como al ejercicio de la Oratoria. Tras el análisis detenido de los textos que hemos realizado durante los últimos diez años, hemos de reconocer que estos lugares comunes, como todos, poseen un fondo de verdad pero, también hemos de afirmar que llevan consigo unos anchos márgenes de error: constituyen simplificaciones didácticas y, a veces, generalidades caricaturescas.

Es cierto que la mayoría de los tratados escritos en esta centuria son escasamente originales porque se limitan a repetir unos conceptos formulados ya en las obras clásicas de Aristóteles, de Cicerón, de Quintiliano y de Fray Luis de Granada, pero también es verdad que se multiplicaron las ediciones de algunas obras originales y que la asignatura de Retórica figuró como disciplina obligatoria en todos los planes de estudio tanto del Bachillerato como de la Universidad. La Retórica, por lo tanto, siguió viva y operativa.

Un certificado de defunción precipitado

Un examen minucioso de la producción teórica y normativa de este siglo en España nos lleva a la conclusión de que tal certificado de defunción es precipitado, exagerado, infundado e injusto. Hemos de tener en cuenta que éste es el siglo en el que se fundan más cátedras y se publican más libros sobre Retórica. En la Universidad de Harvard, por ejemplo, se creó una cátedra de Retórica, gracias a la ayuda prestada por Nicholas Boylston, un rico comerciante de Boston. En Alemania, el jesuita y destacado neoescolástico José Kleutgen (1811-1883) escribió el Ars discendi, una obra rigurosa que fue libro de texto aprendido de memoria en los centros de estudio y, sobre todo, en los seminarios de toda Europa. En Francia Pierre Fontanier, publicó las Figuras del Discurso, fruto de toda la Retórica francesa anterior y su monumento más representativo y acabado. En Italia, Fornari publica Dell arte del dire, un amplio y detallado tratado de la argumentación.

Nosotros hemos inventariado más de un centenar y medio de manuales sobre oratoria publicados en España a lo largo de esta centuria. Entre los más conocidos podemos citar las múltiples reediciones de obras aparecidas en el siglo anterior y los textos que figuran en los diferentes planes de estudio aprobados para los distintos niveles de la enseñanza. Recordemos las de José Artiga, 1750, Epítome de la Elocuencia Española; los Elementos de Retórica, de Calixto Hornero, 1777; el Tratado de la Elocución o del perfecto lenguaje y buen estilo respecto al castellano, de Mariano Madramany, 1795; Los Principios de Retórica y Poética, de Francisco Sánchez Barbero, 1805; la Filosofía de la Elocuencia, de Antonio de Capmany, 1822; el Tratado de Retórica para uso de las Escuelas Pías, de A. M. Terradillos, 1825; el Arte de hablar en prosa y verso de José Gómez Hermosilla, 1826; el Curso Elemental Teórico-Práctico de Retórica y Poética, de Raimundo de Miguel, 1857; el Compendio de Retórica y Poética o Literatura Preceptiva, de José Coll y Vehí, 1862; los Elementos de Literatura o Tratado de Retórica y Poética, de Pedro Felipe Monlau, 1888; la Elocuencia Sagrada. Tratado Teórico – Práctico, de Miguel Yus, 1894. Todos ellos se reeditaron varias veces.

En Cádiz, en 1870, se edita el Manual de Romualdo Álvarez Espino y Antonio de Góngora Fernández; Juan José Arbolí publica en 1844 un Compendio de las Lecciones de Filosofía que se enseñan en el Colegio de Humanidades de San Felipe Nery de Cádiz; Salvador Arpa y López, 1878, un Compendio de Retórica y Poética o Literatura Preceptiva; Fernando Casas edita una cuidada traducción de la obra de Marco Tulio Cicerón, 1862, Curso de Elocuencia, compuesto en la parte teórica de los tres libros del orador que escribió... y en el año 1840 aparecen las Lecciones de Ideología y Lógica, extractadas de las obras de Varela, de Condillac, de Destutt de Tracy, de Locke y de Cousin.

No podemos afirmar que todas estas obras sean simples copias de tratados anteriores ya que, tras el análisis de un corpus de más de un centenar de textos, hemos identificado las siguientes líneas de pensamiento: Sensualismo, Sentimentalismo, Espiritualismo Ecléctico de Cousin, Eclecticismo de la Escuela Escocesa, Tradicionalismo, Neoescolasticismo de Kleugen y Krausimo.

La oratoria decimonónica

El otro lugar común se refiere al ejercicio de la oratoria y repite de manera insistente que los discursos decimonónicos eran altisonantes, vacíos, llenos de tópicos, superficiales, construidos en grandes periodos, cargados de imágenes y de todo tipo de procedimientos formales. Juzgamos que, aunque todas estas afirmaciones son verdaderas, no siempre es correcta la conclusión que algunos historiadores extraen: que la oratoria decimonónica era pura palabrería, una verborrea vacía o simple retórica. Recordemos que, a partir de este momento, afirmar que un autor es retórico es descalificarlo como orador y equivale, a veces, a lanzarle un insulto. A Ortega y Gasset, por ejemplo, se le ha zaherido a menudo por una malévola clasificación de "retórico". Citamos a este pensador porque él es uno de los teóricos que reaccionan con disgusto y uno de los que muestran su asombro por el hecho de que se devaluara un ejercicio tan acreditado hasta entonces; lamenta que se despreciara una destreza que, desde los romanos hasta nuestros días, había constituido el umbral de toda la cultura, la herramienta de la verdad, el instrumento de la enseñanza, el cauce del comercio, el soporte del entendimiento y el vehículo de la comunicación de los hombres.

También hemos de tener en cuenta que no faltan críticos que señalan algunos valores y que reconocen que los oradores del siglo XIX fabricaban esa electricidad de la palabra que corre a través de los cuerpos y que comunica sensaciones, sentimientos e ideas. Algunos aceptan, incluso, que mediante la elocuencia discurre esa corriente que inspira confianza, que alienta ilusiones, que gusta a la gente, que hace cambiar de actitudes y de comportamientos, que estimula a las masas y que representa la palanca que mueve la Historia.

La acumulación de tópicos sobre la elocuencia de Castelar

Pues bien, el orador sobre el que se ha acumulado mayor cantidad de tópicos ha sido nuestro paisano don Emilio Castelar. Sólo a manera de ilustración, podemos recordar que su tocaya doña Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, lo llama -de manera despectiva, irónica y cruel- "el canario continental que lanzaba sus arpegios al viento".

Esta escritora explica, además, que sus discursos carecían de sustancia y de originalidad. Según ella, por dentro estaban construidos sólo sobre la base de dos coordenadas: la de los tópicos vacíos y la de la superficialidad hueca. "Por fuera sólo consistían en una gama de ruidos de cien cataratas que se desbordan en un raudal inútil de lirismo y de tropical poesía". Nosotros pensamos que este juicio sí es tópico, superficial y efectista. El análisis no tiene en cuenta el único criterio válido para medir la calidad de la oratoria: la fuerza persuasiva[1].

Menéndez y Pelayo, en su Historia de los Heterodoxos Españoles, también reprocha a Castelar su intenso lirismo y su amplia gama de recursos literarios: nos habla del "hacha de su elocuencia avasalladora", de la "cascada de imágenes", que repartía en la multiplicidad de ríos y de afluentes; nos los describe como un poeta en prosa, como un lírico desenfrenado que adornaba sus discursos con un lujo exuberante, como "un idólatra del color y del número", como un gran "forjador de períodos que tienen ritmo de estrofa", como un gran "cazador de metáforas", como una "fuente inagotable de enumeraciones", como un "siervo de la imagen que acaba por ahogar entre sus anillos a la idea". Don Marcelino parte de un supuesto teórico que no verifica ni explica; él está convencido de que los procedimientos poéticos cumplen una función exclusivamente decorativa, son meros adornos que deleitan y divierten al público.

Para él, la virtud suprema de la elocuencia es la sobriedad e, incluso, la parquedad, por eso nos dice que Castelar es un orador que hubiera escandalizado al austerísimo Demóstenes, aunque reconoce que es un orador propio de unos tiempos que, según él, son propicios para la frivolidad y para la superficialidad. Menéndez Pelayo censura, sobre todo, el sensualismo de Castelar; por eso lo acusa de poseer un alma panteísta, que responde con agitación nerviosa a todas las impresiones sensoriales y a todos los ruidos de lo creado y que aspira a traducirlos en forma de discursos. Ésta es la raíz, según don Marcelino del forzoso barroquismo exuberante, de esa arquitectura literaria, por la cual trepan, en revuelta confusión, pámpanos y flores, ángeles de retablo, monstruos quiméricos y grifos de aceradas garras.

Menéndez Pelayo no acepta que Castelar, con el pretexto de enmarcar cuestiones concretas, proyecte una visión panorámica de la historia y de la geografía, ni comprende que, en cada discurso, el orador gaditano recorra dos o tres veces, sintéticamente, la universal historia humana, ni que invite u obligue al oyente, cual otro judío errante, para que vea pasar ante su atónita mirada, todos los siglos, para que asista al desfile de todas las generaciones, presencie cómo se hunden los imperios, se levantan los siervos contra los señores, cae el Occidente sobre el Oriente. Don Marcelino nos pinta cómo Castelar y sus oyentes peregrinan por todos los campos de batalla, se embarcan en todos los navíos descubridores y ven labrarse todas las estatuas y escribirse todas las epopeyas.

Las claves interpretativas y valorativas

Nosotros opinamos que, para elaborar un juicio crítico sobre la calidad oratoria de Castelar, hemos de partir de cinco supuestos fundamentales:

Primero: la oratoria es el arte de la palabra articulada y, por lo tanto, exige el dominio de los diferentes procedimientos lingüísticos -los fónicos, los gramaticales y los léxicos- y, sobre todo, destreza para emplear los recursos literarios. Recordemos que el fundador de la Retórica, Gorgias de Leontinos proclamó el valor expresivo de los tropos y de las figuras del discurso, y destacó, especialmente, la importancia retórica de la antítesis y del paralelismo. Estas dos figuras, como es sabido, fundamentan su poder persuasivo, no sólo en principios lógicos –el de identidad y el de contradicción- y en el funcionamiento binario del razonamiento, sino también en los antagonismos mitológicos entre Marte y Venus, Apolo y Dionisos e, incluso, entre Caín y Abel; entre lo que los psicólogos designan como los grandes estímulos de la acción: el principio del placer y el principio de la realidad. Recordemos que Aristóteles destaca la importancia de la metáfora y de la composición periódica, en la que la antítesis juega un papel primordial. Las imágenes, afirma, confieren al discurso, no sólo elegancia, sino también fuerza expresiva y capacidad comunicativa: no sólo se establecen semejanzas entre objetos próximos o distantes, sino que, además, se acrecienta el poder persuasivo de las propuestas. Según el Estagirita, la habilidad para elaborar metáforas y para dotar de ritmo al discurso es una facultad común al rétor y al poeta: es la encrucijada en la que convergen la Poética y la Retórica.

Debemos tener en cuenta, además, que, según los sensualistas, el fundamento de este comportamiento estriba en la capacidad de asociación de los sentidos. Cuando los sentidos perciben dos objetos físicamente próximos o unidos, los relaciona primero y los identifican después. Aquí reside la raíz profunda del funcionamiento de los significados connotativos. Advirtamos, por ejemplo, cómo la publicidad actual aplica este principio y comprobemos cómo en los anuncios de coches, por ejemplo, se incluyen otras imágenes dotadas de singular poder de evocación.

Segundo: la oratoria no es sólo el empleo de la palabra, sino la utilización del lenguaje del cuerpo entero. Los significantes, los portadores de significados son, además de los sonidos articulados, la figura corporal, la imagen física del orador, las expresiones de su rostro, los gestos de sus brazos y de sus manos, y los movimientos del cuerpo entero. Por eso la oratoria se relaciona con la escultura y con el teatro.

En tercer lugar, la oratoria participa del arte musical. Azorín afirma que “Castelar, por su musicalidad, ha hecho caminar un gran trecho a la prosa castellana. La prosa castellana es otra desde Castelar, y eso es lo que habría que analizar detenidamente en la obra del gran orador. Se debería estudiar la amplitud –soberbia- de la prosa de Castelar, su flexibilidad, su movimiento y, sobre todo, el ritmo musical, la magnífica musicalidad de este estilo único en su patria y en todas las patrias de la lengua castellana".[2]

Para valorar adecuadamente este aspecto, hemos de tener en cuenta que el ritmo es un fenómeno cósmico, físico, biológico y psíquico que llega a alcanzar una dimensión cultural a través de un dilatado proceso de asimilaciones. El hombre adquiere conciencia del ritmo exterior e interior a él a partir de las experiencias continuas que va viviendo. López Estrada afirma: “La naturaleza considerada como el contorno primario y elemental del hombre, impone ritmo a un gran número de sus manifestaciones; este principio tiene bases biológicas, pues casi todos los proceso vitales poseen sentido rítmico. La vida del hombre se gobierna a través de los ritmos cardíacos, hepáticos, cerebrales, tiroideos, etc.”.[3]

El ritmo, fenómeno sensorial, posee –hemos de reconocerlo- una extraordinaria fuerza persuasiva. Ya en los fragmentos del rétor Gorgias, podemos descubrir un intento explícito de dotar de ritmo a los períodos y, sobre todo, a la cláusula, como procedimiento válido para lograr la persuasión. Nuestras experiencias cotidianas nos muestran cómo el ritmo y la melodía nos predisponen para la recepción favorable, para la aceptación física y espiritual de los mensajes. Con el ritmo y con la melodía se posibilita el camino en compañía. La sintonía física y acústica facilita la comprensión y la aceptación del mensaje y propicia una vibración afectiva común.

En cuarto lugar, hemos de aceptar que la oratoria no está constituida sólo por un discurso correcto y bello, sino, sobre todo, por un mensaje eficaz: la oratoria es el arte del lenguaje persuasivo, el que hace cambiar de pensamiento, de actitudes o de conductas. Opinamos que ésta es la base teórica sobre la que se debe plantear la construcción y el juicio de los discursos oratorios, éste es el criterio que determina si un hecho retórico es aptum, decorum, accomodatum o decens. La utilitas de la causa es el principio que inspira la armonía de todos los factores que componen el discurso y la coherencia de todos los elementos que guardan alguna relación con él, con el orador y con el público, es el fundamento de las cinco fases de la elaboración y, en una palabra: ésta es la clave de su unidad y de su calidad. Como afirma López Eire:

Para saber si un acto de habla o un discurso es afortunado, hay que atender a algo más que a su gramaticalidad; hay que examinarlo en relación con los participantes, con su cotexto (su contexto lingüístico inmediato), con su contexto (que abarca todos los textos posibles en los que cabe una expresión determinada) y con la situación de la comunicación en la que el hablante y el oyente se encuentran en ese preciso momento, que comprende toda una larga serie de elementos que va desde el código que emplean y las reglas con las que lo manejan, hasta su situación económica, social, política, cultural, sus creencias religiosas y sus concepciones del mundo, e incluso el concepto que cada uno tiene de sí mismo y del otro. (1995: 147-148)

La definición tradicional de la Retórica como "arte de la persuasión" se convierte, de esta manera, en el criterio objetivo para establecer las mutuas relaciones de las tres funciones del discurso oratorio -docere, delectare y mouere[4]- y, sobre todo, en el principio básico para organizarlas jerárquicamente. Su validez depende de la manera específica de contribuir a la persuasión.[5]

Y en quinto lugar, hemos de reconocer que la oratoria no sólo transmite ideas, sino que, además, estimula sensaciones, promueve sentimientos y alienta emociones. La moción afectiva, tanto el ethos -affectus mites atque compositi- como el pathos -affectus concitati-, tienen como finalidad provocar un consenso emocional; es un impulso que pretende cambiar la opinión del oyente y, en consecuencia, su estimación y su comportamiento. Los rétores antiguos incluyeron estas funciones en la parte de la peroratio dedicada al movimiento de los afectos. Los griegos la caracterizaron como éidos pathetikón (Quintiliano la parafrasea con la fórmula ratio posita in affectibus), y es la forma adecuada para suscitar emociones que, como es sabido, intensifican o cambian las valoraciones. Los loci que la caracterizan se agrupan en dos clases:

  • La indignatio, que Cicerón define como "una enunciación mediante la cual se logra suscitar odio por un hombre, o un profundo desdén por una acción" (De inventione, I, 53, 1000).
  • La conquestio (o conmiseratio) "compasión", con la que se logra mover la piedad de los oyentes y provocar su participación emotiva. Los lugares comunes de la conmiseratio pertenecen a la esfera de los `casos de fortuna´ (fortuna adversa, circunstancias lamentables, enfermedad, etc.).

Hemos de advertir que la persuasión -la aceptación de una idea, la identificación con una doctrina o la creencia en unos dogmas- es un proceso mental más emocional que racional, más psicológico que lógico.

Es comprensible, por lo tanto, que en toda la tradición retórica se insista en que el orador que pretenda controlar las emociones para estimular determinadas conductas, deberá conocer sus mecanismos, ya que, como reconocen los autores clásicos (Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, etc.), la torpeza emocional arrastra consecuencias graves. En la actualidad -teniendo en cuenta la eclosión sin precedentes de investigaciones filosóficas, psicológicas y neurológicas que, sobre la emoción, se ha producido durante la última década- hemos de exigirle al orador que posea una comprensión científica del dominio de los comportamientos irracionales.

Castelar, además, posee un singular sentido de equilibrio, de la armonía, de la proporción y de la unidad arquitectónica de los discursos. José Zuleta, en una conferencia sobre la elocuencia de Castelar, que dictó en el Ateneo de Madrid en mayo 1922, nos advierte que, para juzgar los discursos del orador gaditano, hemos de examinar sus textos y hemos de analizar el carácter o la textura de sus párrafos. En su estudio, tras identificar y clasificar los diferentes elementos con los que construye el edificio de sus discursos, descubre la estructura que les proporciona coherencia. Nos permitimos transcribir sus palabras:

Castelar inicia el periodo con una oración gramatical, simple, clara, breve, categórica, formulando una proposición general. Sigue, para demostrar la tesis propuesta, una enumeración de hechos, de ordinario históricos. Estos hechos variados, hasta heterogéneos entre sí, quedan articulados con la proposición general, o mejor diríamos, injertados a la misma, ya que se nutren del tronco común y contribuyen a la vida de la idea madre, prestando lozanía al conjunto.

Estos hechos seducen por su variedad; resaltan por el corte sobrio de la frase que las expresa, por lo justo del calificativo sintético, que les agrupa y les define, por la fuerza del epíteto, y por la acertada separación de las cláusulas: separación que consiente al orador pausas repetidas, a beneficio de las cuales puede respirar acompasadamente y sostener el aliento necesario, la subida entonación declamatoria exigida por su alti-elocuencia.

El periodo se cierra con una conclusión igualmente breve, sentenciosa, absoluta, en la que aparece diáfana la proposición, sentada y remachada por modo tan terminante. La manera de Castelar corresponde exactamente con la gran ley de la integración y desintegración que preside la función lógica del pensar, lo mismo que las manifestaciones todas de la vida.

Usa, acaso también abusa, de la figura "repetición" bajo su forma genérica y bajo sus formas específicas, con lo cual logra, además, la idea o pasión que le domina; usa, y quizás abusa de la "antítesis", tanto en las grandes concepciones como en los menudos giros ornamentales, sin caer, sin embargo, en simples juegos de palabras, en contrastes triviales, ni simétricas contraposiciones: Y siempre la "antítesis" es sabia, natural, no prevista: la de los afectos, de las imágenes o de las circunstancias. El careo, el parangón, el símil, la oposición, lo contrario, lo opuesto, la antinomia, surgen a cada paso, estableciendo la diferenciación propia para definir cada una de sus ideas por las contrarias.[6]

El lenguaje corporal

Para valorar la oratoria de Castelar no es suficiente, por lo tanto, con que leamos sus discursos sino que, como nos dice Ángel Pulido en una nota biografía de don Emilio: "A los oradores hay que verlos, oírlos, y, si lo leemos hemos despacio y en alta voz. Este es el único modo de poder apreciar bien su elocuencia”.[7] Aunque se reconoce que los buenos oradores han de ser inteligentes y deben estar dotados de una mente clara y lúcida, y aunque también se comprende y se acepta que el orador debe conseguir la conversión, el cambio de actitudes y de comportamientos de los oyentes mediante la “excitación de sus sentimientos”, en cambio, no se suele insistir suficientemente que la oratoria es también un lenguaje sensorial.[8]

En toda la tradición clásica se da por supuesto que el orador ha de ser también un poeta, un músico, un pintor y un escultor: un artista que hable a los ojos, a los oídos, al gusto, al olfato y al tacto.[9] Según Condillac, por ejemplo, las imágenes son convenientes en el discurso oratorio porque contribuyen a sensibilizar el pensamiento, a vestirlo de sonido y de colorido. Los tropos sirven para dotar de cuerpo hasta las ideas más abstractas. Todo orador, afirma, debe ser pintor, y así como el pintor examina los colores que puede emplear, el orador ha de poseer una amplia gama de tropos entre los que deberá seleccionar el más adecuado para producir la impresión o sensación que pretenda transmitir. Es más, para excitar los sentimientos y para estimular la reflexión, deberá también hablar con los gestos y con las expresiones del rostro, a los sentidos de los oyentes.

Pero es necesario que, además, conozcamos su vida, y que nos traslademos al escenario y recreemos el ambiente donde pronuncia sus discursos y, sobre todo, que tengamos en cuenta todas las circunstancias culturales, sociales y políticas de su tiempo. Es conveniente que apreciemos su perfil psicológico -su talante y su talento- y comparemos su estilo con los rasgos de los grandes clásicos de la Humanidad. Sólo de este modo, y con tan completo estudio, podremos interpretar y valorar los discursos de Castelar. Nos permitimos sugerir, en consecuencia, que leamos -escuchemos- sus discursos, sentado ante la estatua que preside la Plaza a la que él da su nombre.

La oratoria, no lo olvidemos, es un arte que está estrechamente relacionado con las demás artes y, en concreto, con la escultura, con el teatro, con la música, con la pintura, con la arquitectura y, sobre todo, con la literatura. El interés de los retóricos por las cuestiones del lenguaje ornamental es un hecho constatable. Esta preocupación tuvo como consecuencia que, aunque la Retórica –que considera el lenguaje persuasivo- y la Poética que estudia el lenguaje artístico- nacieron y se desarrollaron con propósitos diferentes, la aproximación entre sus respectivos objetos teóricos y normativos se produjo casi desde el principio.

Desde el primer momento, los teóricos de la Retórica tienen conciencia de que el nivel de expresión del lenguaje –el uso artístico de los sonidos e, incluso, de su representación gráfica- posee una fuerza persuasiva. Ésta es la razón de su interés por estudiar los aspectos sensoriales. La lectura detenida de los manuales clásicos de Retórica nos pone de manifiesto que todos ellos se apoyan en un principio fundamental que podríamos formular de la siguiente manera: la literatura y cada uno de sus procedimientos sensoriales poseen una fuerza persuasiva. Por esta razón, de una manera más o menos explícita, a lo largo de la tradición literaria, los retóricos afirman que los procedimientos artísticos pertenecen tanto al discurso o oratorio como a la composición poética. El lenguaje artístico –afirman- por su propia naturaleza provoca la adhesión y estimula la comunicación, la comunión interpersonal. Recrearse o disfrutar con una obra literaria es una manera de adherirse, es una forma de identificarse con el contenido del discurso y de comunicarse con el orador que pronuncia un discurso o con el autor que compone un texto. Desde muy antiguo se tiene conciencia de que la forma externa y la expresión material casi siempre determinan o condicionan la aceptación del contenido de los mensajes y, en gran medida, lo constituyen.[10]

La figura de Castelar

Por eso tenemos que empezar preguntándonos cómo era la figura de Emilio Castelar. Aunque algunos autores lo describen como de "mediana estatura" la verdad de es que "Castelar era más bien bajo: medía aproximadamente 1,60 metros. Unos dicen que era de complexión recia y otros, que era grueso, adiposo ya en su avanzada edad, de cabeza redonda y con rasgos bien modelados, varonil y sólidamente asentada, sus facciones eran carnosas, su nariz corta y algo socrática, la frente despejada y noble, calvo el cráneo, miope y, por eso, llevaba constantemente gafas. Su cuerpo bien plantado y su andar era suelto. La actitud oratoria era siempre la misma: hablaba erguido, con la cabeza activa, con un gesto digno y mesurado, con los movimientos graves y serenos. El juego de las manos era sobrio. Su postura permanecía fija y el cuerpo derecho y su dicción era limpia, correcta e impecable.

La voz sonaba amplia y robusta. Su timbre era armonioso y claro. El registro de tonos era abundante, variado, con una gama rica de matices. Tiene de Isócrates -afirmaba- la musical armonía de la prosa, por lo cual sus grandes párrafos suenan al oído como deleitosos cantos. La oratoria, no lo olvidemos tiene mucho que ver con la música.[11] 

Su elocuencia, además, poseía un carácter pictórico. Por eso, hemos de escuchar sus discursos con todos los sentidos: esa abundancia de imágenes de la que nos hablan todos los críticos, se debe a su habilidad para hacer ver, oler, gustar y tocar los episodios que narraba, los objetos que describía -pintaba- y, sobre todo, las ideas que formulaba. Hasta los conceptos más abstractos sólo podemos concebirlos mediante la interpretación sensitiva, a través de la comparación sensorial. Castelar era capaz de transportar a los oyentes a otras regiones distintas; con su imaginación pintaba paisajes, esculpía y levantaba edificios.

Don Emilio tenía, además, una singular habilidad para contagiar los grandes afectos, para hacer llorar y para hacer reír: producía impresiones de asombro, de estupor y de admiración, de miedo, de indignación, de esperanza y de ilusión.

Sus contemporáneos lo describen comparándolo con los oradores más célebres de toda la civilización occidental: tiene de Antonio la rigurosa organización de los discursos; se parece a César en la riqueza y en la precisión de su léxico; a Cicerón se acerca por la variedad de las emociones que provoca; a Catón el Censor por su versatilidad: era a la par austero y jovial, salpicaba la grandeza y la elevación con el condimento del humorismo y con la salsa de la familiaridad. A Robespierre se parecía por la escrupulosa preparación inmediata: escribía y corregía esmeradamente todos sus discursos antes de pronunciarlos. A San Gregorio Nacianceno por la exuberancia y por el lujo: vestía las ideas con telas riquísimas. Incluso lo comparan -por su iluminismo profético- con Isaías y con Jeremías. Como San Bernardo, a Castelar lo comprendían los extranjeros sin entender el español, y superó a Lamartine en la riqueza de imágenes.

En resumen, nosotros opinamos que la extraordinaria talla de orador de Castelar se debe a tres razones:

  • Primero, a los contenidos de sus discursos: tenía un mensaje importante que transmitir. Hemos de reconocer que sólo es orador el que tienen algo que decir.
  • Segundo, a la profundidad de sus convicciones: estaba identificado con las ideas que proponía. Sólo persuade el que explica las razones que dan sentido a su vida.
  • Tercero, a la coherencia ética de su vida: hablaba, antes que con sus palabras, con sus comportamientos, con sus actitudes, con sus gestos, con sus expresiones y, finalmente, con sus palabras. La elocuencia, no lo olvidemos, es la consecuencia de la unidad, de la coherencia y de la armonía entre el pensamiento, las palabras y la vida.[12]

El 17 de julio de 1899, las Cortes dedicaron una sesión necrológica a la memoria de Castelar. Todos los diputados hicieron referencia y establecieron un estrecho paralelismo entre los rasgos que caracterizaron su elocuencia y las singulares condiciones de su ciudad natal. Maura, por ejemplo, afirmó que su espíritu era "imponente e impetuoso como el mar". Don Miguel Moya, diputado por Fraga-Huesca, presidente de la Asociación de la Prensa y promotor del acto, dijo que su oratoria era fluida y rítmica como la poesía y añadió:

Tenía el espíritu y la poesía de la Patria, del hermoso rincón donde nació; su elocuencia era fecunda, vibrante, fluida, dulce y hermosa como aquel mar abierto e imponente que rodea y le abraza y que su palabra era transparente como aquel cielo luminoso, diáfano, intenso y claro que sirve de techumbre a ese Cádiz donde había visto la primera luz.

 Bibliografía

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José Antonio Hernández Guerrero
Universidad de Cádiz
Febrero 2002

Notas


[1] Cf. 1944, Azorín, pp. 11-186.

[2] Ibidem.

[3] Métrica Española del siglo XX, Madrid, Gredos, 1969, p. 26.

[4] En los tratados Brutus y Orator, Cicerón describe lo tres objetivos que todo orador deberá satisfacer: Brutus, p. 185: Tria sunt enim, ut quidem ego sentio, quae sint efficienda dicendo: ut doceatur... ut delectetur, ut moueatur...; Brutus., p.276: tria uidenda esse quae orator afficere deberet, ut decere, ut delectare, ut moueat. Orat, p. 69: Erit igitur eloquens... is qui in foro causisque ciuilibus ita dicet ut probet, ut delectet, ut flectat. En la correlación entre estos officia oratoris y los genera dicendi en el Orator éste adecúa la función del delectare al genus modicum. (Cf. A. Alberte, 1987, p. 82)

[5] "Lo aptum es el principio de coherencia que preside la totalidad del hecho retórico afectando a las relaciones que los distintos componentes de éste mantienen entre sí. Del cumplimiento de la exigencia de lo aptum dependen la conveniencia y la afectividad del discurso. Lo más significativo de lo aptum es, en mi opinión, que se trata de una noción que afecta a todas las relaciones integrantes del texto retórico y del hecho retórico, por lo que determina la coherencia interna del texto, que podemos llamar coherencia sintáctica, así como la que se da entre el texto y el referente, que es coherencia semántica, y por último la que afecta al orador, al público, a la utilitas, etc. en relación con el discurso, la cual es coherencia pragmática.

El iudicium o juicio es el discernimiento que lleva a cabo el orador para que el texto retórico mantenga el decorum interno en su organización. Por consiguiente, lo aptum, el decorum, es decir, la conveniencia, se presenta como el soporte de una auténtica coherencia semiótica en el ámbito de la Retórica y es una prueba de la importancia que la coordinación de todos los elementos, cotextuales y extratextuales, tiene en la conciencia retórica, configuradora de una de las más sólidas teorías del discurso con que puede contarse en la actualidad" (Albaladejo, T. 1989, p. 53)

[6] Ángel Pulido, en el prólogo a la Autobiografía y discursos inéditos de Emilio Castelar, 1922, afirma textualmente: "No dudo que hay personas a las cuales nada dice el arte de Castelar; también las hay insensibles a la naturaleza, a la música, a la escultura, a la pintura, a la arquitectura".

[7] Ibidem.

[8] Quintiliano, en su Institutio Oratoria, 11, 3, pp. 14-65, explica que el gesto puede significar muchas cosas mejor que las palabras. Describe las diferentes posiciones de la cabeza, del rostro, de los ojos, de las cejas, del cuello, de los hombros, de los brazos, de las manos, del pecho, de la espalda y de los pies.

[9] Podemos citar a Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, la Rhetorica ad Herennium, Fortunaciano, Sulpicio Víctor y Marciano Capella. En la Edad Media las artes praedicandi, como, por ejemplo, la Summa de arte predicandi de Tomás de Salisbury, o el De Modo componendi sermones cun documentis, del dominico inglés Tomas Waleys, la Poetriae nova de Godofredo Vinsauf. En los siglos XVI y XVII la Retórica Eclesiástica, de Fray Luis de Granada o la Instrucción de Francisco de Terrones, ya en el siglo XVIII. La Retórica, de Mayans, por ejemplo, considera que el rostro, la voz, los gestos y los movimientos del cuerpo son instrumentos y vehículos que, vinculados a los sentidos, van dirigidos a la experiencia sensitiva del receptor: transmiten mensajes propios que deben ser convergentes o complementarios con lo que se formulan en el texto. Todas estas obras reconocen que la exposición física del mensaje no es un elemento secundario y que, por lo tanto, no puede ser neutra. Es más, en algunos casos, por una presentación poco adecuada, el contenido del discurso pierde toda su fuerza persuasiva. En la Retórica moderna la actio es una operación que aparece vinculada con la pragmática y, como es bien sabido, los teóricos y los críticos tienen conciencia de enorme poder de la imagen como condicionante e, incluso, como de terminante de la aceptación de los mensajes ni que el orador ha de hablar con los sentidos –con los cinco sentidos- para estimular los sentidos –los cinco sentidos- de los oyentes.

[10] La reflexión griega sobre la eficacia de las palabras, originada por hechos económicos, sociales y políticos, abarcó la mayoría de las cuestiones teóricas y prácticas que en la actualidad plantean las relaciones que se establecen entre la literatura, el pensamiento, el arte, la moral, la política y, en general, con todas las actividades específicamente humanas. Podemos comprobar cómo progresivamente, a partir de la constatación de la influencia social del discurso persuasivo, se adquiere conciencia del carácter instrumental del lenguaje y se reconoce la atracción, a veces irresistible, que la palabra poética ejerce y la capacidad que posee para perfeccionar al hombre y para construir la sociedad. Los textos griegos más antiguos muestran hasta qué punto los autores aprovechan la capacidad persuasiva de los recursos emocionales y el valor expresivo de los procedimientos ornamentales. Esto ocurre tanto en la Retórica que se apoya en el “principio de verosimilitud” –lo que parece verdad cuenta mucho más de lo que es verdad-, como la llamada psicagógica o “conductora de almas” que se basa en dos principios: el primero –análogo al axioma médico según el cual no existen enfermedades sino enfermos individuales que necesitan remedios propios- afirma que, más que verdades generales o fórmulas abstractas, hemos de usar un lenguaje concreto adecuado al auditorio. El segundo principio está próximo a la magia –que, como es sabido, causa efectos sorprendentes y milagrosos- y establece que la palabra produce frutos psicológicos y sociológicos, éticos y estéticos, superiores, al menos en apariencias, a los valores léxicos. Su origen se remonta a los “discursos pitagóricos” y a una tradición recogida por Aristóteles, que considera a Empédocles de Agrigento (c. 493-433 a. C.), filósofo y poeta con fama de mago, como el verdadero fundador de la Retórica.

[11] Castelar confiesa que con la música de Bellini lo mismo que con la pintura de Rafael y con la poesía de Virgilio, que cuanto más envejece, más se entusiasma. Los nombre de Bellini, Rafael y Virgilio son perfectamente coherentes pues como afirma Azorín, “Castelar es un artista expansionador, exterior, por eso emplea con prodigalidad el énfasis y la hipérbole (1922, p. 85).

[12] Hemos de recordar las palabras de Aristóteles: “De que sean por sí dignos de fe los oradores, tres son las causas, porque tres son las causas por las que creemos, fuera de las demostraciones. Y son las siguientes: la prudencia, la virtud y la benevolencia, porque los oradores cometen falsedad acerca de las causas en que hablan o dan consejo, ya por todas estas causas, ya por alguna de ellas: pues o bien or falta de prudencia no estiman rectamente, o bien con recto juicio, por maldad no dicen lo que piensan, o bien son prudentes y probos, pero no miran con buenos ojos, opr lo cual cabe que den el mejor consejo quienes lo conocen. Y fuera de estas causas no hay otra. es, pues, menester que el que parezca poseer todas estas causas sea digno de crédito de los oyentes. Cómo, pues, podrán parecer prudentes y honrados se deduce de las distinciones que hemos hecho sobre las virtudes, pues por los mismos medios puede presentar cada uno a cualquier otro a sí mismo de manera determinada; acerca de la benevolencia y la amistad se comprenderá por lo que hemos distinguido sobre las pasiones”. Aristóteles, Retórica, p. 95.

 

 

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I Seminario Emilio Castelar y su época: Ideología, Tetórica y Poética (Diciembre 2000). Edición digital de José Luis Gómez-Martínez y autorizada para Proyecto Ensayo Hispánico, Marzo 2001.
© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

 

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