José Luis
Gómez-Martínez
LA GENERACIÓN DEL CHACO
Y LA TOMA DE CONCIENCIA DE LA REALIDAD BOLIVIANA
En 1825, al declararse Bolivia república independiente, lo hacía
desde una posición dominante. Con excepción de Argentina,
Brasil y México, era el país iberoamericano más extenso;
contaba, para su época, con una densa población muy superior en
número a la de Argentina, Chile o Venezuela, por ejemplo.
Además, en los últimos años de la Colonia la Universidad de
Chuquisaca había adquirido un merecido prestigio que hacía de
Sucre uno de los focos culturales más destacados de la América
de su tiempo. En lo económico la situación boliviana era
también envidiable: poseía salida natural al Pacífico y a través
del río Paraguay se comunicaba con el Atlántico; contaba con
reconocidas reservas minerales en el altiplano y un tremendo
potencial ganadero y agrícola en los valles y llanos
orientales. Un siglo más tarde, para 1935, Bolivia había
perdido más de la mitad de su territorio y se había convertido
en un país mediterráneo que apenas había podido duplicar sus
habitantes; era ahora el país con menos densidad de población de
Iberoamérica y junto al Paraguay el que poseía el más alto
índice de analfabetismo.[1]
No podemos, ni es necesario para nuestros propósitos, entrar
ahora en las causas que motivaron esta situación. Bástenos con
señalar que la clave para su interpretación se halla en la
actitud feudal y personalista que gobernó en Bolivia hasta bien
entrado el siglo XX. Con la independencia no se erradicó, pues,
la mentalidad colonial y la toma de conciencia de la existencia
de una realidad nacional, fue un proceso lento que sólo emerge
combatiente en la primera década del siglo XX. Alcides Arguedas
publica, en 1909, Pueblo enfermo, y un año más tarde, en
1910, Franz Tamayo da a la prensa una serie de ensayos que luego
reunió bajo el título de Creación de la pedagogía nacional.
Ambas obras, aunque dominadas por los prejuicios y el
determinismo positivista, analizaban, por primera vez en
Bolivia, la realidad nacional e iniciaban un diálogo que haría
luego posible, en la década de los treinta, el surgimiento de la
Generación del Chaco y el comienzo de lo que bien podemos llamar
la nacionalidad boliviana. De este modo, la guerra del Chaco
(1932-1935) constituye no sólo una experiencia traumática para
Bolivia,[2]
sino que es también, por ello mismo, el elemento catalizador que
da forma a una nueva conciencia del presente y a una generación
rebelde y dinámica con un definido programa para el futuro del
país.
I
Bolivia hasta 1932
La historia de Bolivia hasta 1932 podría resumirse en su faceta
social con lo sucedido en su dimensión territorial: se creyó que
las leyes internacionales bastaban para garantizar la integridad
nacional, del mismo modo que se tuvieron por suficientes las
leyes internas para proteger la libertad y promover el
progreso. Así, en lo territorial, toda la actividad boliviana
quedó limitada al altiplano y a los valles orientales, es decir,
en torno a las minas y a los latifundios, por lo que poco a poco
tuvo que ceder el Litoral del Pacífico y grandes extensiones de
los llanos bolivianos a Chile, Perú, Brasil, Paraguay y
Argentina.[3]
De igual manera, la "libertad", garantizada por la Constitución,
mantuvo de hecho a los indios, o sea, a la mayor parte de la
población marginados y en situación de esclavitud hasta mediados
del siglo XX. La minoría dirigente, preocupada más en seguir la
última moda europea que en analizar la realidad del país, había
comenzado ya desde la independencia un proceso de autonegación
que impediría después cualquier intento individual de reforma.
De este modo se niega primero y se ignora después el pasado
colonial, que se transforma en un conveniente saco sin fondo
donde se encontraban las causas de todos los males y el origen
de los más dispares defectos que mantenían a Bolivia encadenada
a un futuro fatalista.[4]
En realidad, durante el siglo XIX y principios del XX los
términos de "nación boliviana" y "patriotismo" son vocablos
vacíos repetidos en discursos políticos, pero cuyo concepto no
era sentido por la mayoría de los habitantes de Bolivia. Unos,
los “indios”, analfabetos y esclavizados, porque no se les
consideraba ciudadanos; otros, como muchos de los grandes
terratenientes y dueños de minas, porque para ellos Bolivia era
su hacienda o su compañía minera, es decir, una fuente de
riqueza que les permitía vivir en Europa.[5]
Para el fracaso y para la falta de progreso en el ámbito
internacional se fueron ensayando, según las épocas, diferentes
razones: Si a principios del siglo XIX la causa de las
desgracias lo era la herencia española, a finales de siglo lo
sería el elevado porcentaje de población indígena. Ya en el
siglo XX, Tamayo lo achaca a la indisciplina; Marof, al capital
extranjero; Rojas, a su condición mediterránea; y, en fin,
Suárez, incluso en la década de los setenta, a que Bolivia es
todavía un país joven.[6]
Se vivía a espaldas de la realidad en una imitación superficial
de lo que se juzgaba elementos de progreso europeo. Y si el
ejército se regía por la estructura francesa primero y después
por la alemana, en lo tocante a la educación se importaban
pedagogos belgas para que impusieran los últimos métodos
europeos. Pero mientras Bolivia se sentía orgullosa de poseer
siete universidades, en 1914 apenas contaba con 57,672 alumnos
de primaria y 2,500 de secundaria.[7]
Se daba así la situación de que un país eminentemente
minero-agrícola, sólo contara con estudios superiores en
teología, medicina y derecho. Un análisis somero de este
aspecto servirá para mostrarnos una clave de interpretación de
cómo se sentía el boliviano acomodado, único que poseía en
realidad los derechos de ciudadano durante el periodo anterior a
la guerra del Chaco.
En 1834, el congreso recomendó la creación de una escuela de
minería; el proyecto consiguió realizarse en 1864 en Potosí,
pero el colegio no llegó a funcionar por falta de alumnos.
Nuevos intentos en 1883, 1892 y 1905 fracasaron también por
falta de alumnos. Sólo en Oruro pareció arraigar la idea a
partir de 1905, hasta llegar a formarse en 1917 la Escuela de
Ingeniería. La mentalidad feudal impedía al boliviano de esta
época el considerar estudios técnicos que de algún modo
implicaran un quehacer manual, y más todavía si este le alejaba
de los centros urbanos.[8]
Llevaba razón Tamayo cuando en lo pedagógico no encontraba "sino
plagio europeo, calco europeo, caricatura europea" (Creación
de la pedagogía nacional, p. 49); o cuando Tristán Marof
señala que en Bolivia "no han tenido en buena cuenta ningún
sistema racional que se acomode a su estructura y a sus
habitantes" (El ingenuo continente americano, p. 51). Lo
que sucedía, es que, por una parte, se desconocía a Bolivia,
tanto en su geografía como en su historia, y, por otra, se vivía
en una mentalidad colonial que se despreocupaba de todo aquello
que no fuera de inmediata utilidad propia. En una palabra, a
los cien años de existencia los bolivianos, como pueblo, todavía
no habían adquirido conciencia de su bolivianidad. Y así como
se imitaba en todo a lo europeo, se despreciaba también
cualquier manifestación cultural autóctona.
Bolivia poseía, naturalmente, una minoría que supo examinar,
desde distintas perspectivas, la situación boliviana: Alcides
Arguedas que inicia el análisis socio-psicológico del pueblo
boliviano, resalta el elemento indio y declara su carácter
mestizo; Franz Tamayo estudia los efectos de la imitación en
materia educativa; Tristán Marof lucha por una reforma
socialista que libere económicamente al indio en la mina y en el
campo; Ignacio Prudencio Bustillo propone una modificación
avanzada en los principios jurídicos bolivianos; Jaime Mendoza,
en fin, descubre para sus contemporáneos la geografía nacional y
el significado profundo de lo telúrico en lo boliviano. Sin
embargo, todos estos antecedentes hubieran tardado mucho en
crear una conciencia nacional en la sociedad rígidamente
estratificada y estática del pueblo boliviano, de no haber
tenido lugar la guerra del Chaco.
II
El surgir de una nueva generación
Aunque es un hecho aceptado que la guerra del Chaco supuso una
ruptura generacional en el desarrollo del pueblo boliviano, su
significado, por falta de estudio, ha quedado relegado a un
lugar muy secundario y se mantiene eclipsado por lo notorio y
radical de la explosión que supone la revolución de 1952. Sin
embargo, un examen detenido de este proceso histórico pone de
relieve que la revolución de 1952 representa únicamente la
culminación de un proceso, la conquista del poder por una nueva
generación, la Generación del Chaco, tras quince años de lucha,
de reformas, de madurez en un ideal.
Las fuerzas externas que ayudaron a una minoría boliviana a
tomar conciencia del cambio generacional son tan múltiples como
los individuos mismos a quienes afectaron. Para el ensayista
Tristán Marof, por ejemplo, el modelo es Rusia y la solución un
sistema socialista muy próximo al comunismo. La escultora
Marina Núñez del Prado, que luego daría prestigio internacional
al arte boliviano, cree que
"la Revolución, con mayúscula, operada en 1910 en México,
tiene para el arte de toda América una significación de
emancipación. Ella rompió la servidumbre y la imitación en
las que las artes todas morían en nuestra América" (Eternidad
en los Andes, p. 34).
Raúl Botelho Gosálvez, uno de los escritores más fecundos de
esta nueva generación, señala en la dedicación que incluye en su
novela Borrachera verde: "Este libro fue escrito por un
escéptico que tenía por Biblia a La vorágine." Sin
necesidad de prolongar más estos testimonios, debemos, sin
embargo, señalar que en lo relacionado a la dimensión teórica,
que daría unidad a las variadas perspectivas que representaban
los miembros de esta generación, la fuente más próxima fue
Ortega y Gasset. Así nos lo expone Abadie-Aicardi:
"Algunos lectores de José Ortega y Gasset que hubo entre
ellos hallaron en él un respaldo de reconfortante prestigio
a lo que ya todos sentían: la derrota tenía un sentido
histórico creador, constituían ellos una generación
decisiva, que debía asumir la tarea que la historia le ponía
por delante."
Y prosigue;
"el libro de Ortega que más circuló en Bolivia, según todas
nuestras investigaciones, fue El tema de nuestro tiempo.
Pero debe tenerse en cuenta que las abundantes publicaciones
de aquél en La Nación de Buenos Aires estuvieron
también a disposición de los bolivianos" (Economía y
sociedad de Bolivia en el siglo XX, p. 94).
En efecto, Ortega era directo en su exposición y sus palabras
daban una explicación a lo que estaba sucediendo en la Bolivia
de la posguerra. Además, mediante el concepto de las
generaciones podían mejor comprender la base común de sus
preocupaciones. Así, pues, de Ortega, entre todo, asimilaron el
concepto de que
"las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas
en historia se presentan bajo la forma de generación. Una
generación no es un puñado de hombres egregios, ni
simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social
íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre … La
generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es
el concepto más importante de la historia, y, por decirlo
así, el gozne sobre que ésta ejecuta sus movimientos … Cada
generación representa una cierta altitud vital, desde la
cual se siente la existencia de una manera determinada" (El
tema de nuestro tiempo, p. 14-15).
El término de generación, de acuerdo con el concepto propuesto
por Ortega, se divulgó rápidamente para hacer referencia a las
aspiraciones y promesa de futuro que aportaban los jóvenes
formados durante la guerra del Chaco. Así lo usa, entre otros
muchos, Gamaliel Churata, en 1937, en su prólogo a Borrachera
verde:
"Cuando digo que esta generación está previamente
desilusionada de todo mito político, quiero decir que esta
generación conoce el fracaso de la política nacional en
todas sus fases y la ha experimentado en esa probeta de tan
infalible eficacia que es la guerra. Una guerra precipita
todos los valores y todos los defectos de un pueblo, porque
una guerra, en favor o en contra de ella, define a los
individuos y las doctrinas sociales o morales de la
colectividad" (p. 7).
El mismo hecho de la guerra que aceleró la formación de una
nueva conciencia generacional, causó también que la ruptura con
lo anterior fuera más absoluta. Esto explica además el silencio
que frente al hecho de la guerra exhiben los autores consagrados
(Tamayo y Arguedas). La sensibilidad vital que emanaba de la
nueva circunstancia había cambiado de modo tan radical que les
fue imposible la adaptación. Alcides Arguedas en carta del 10
de mayo de 1932 al presidente Daniel Salamanca escribe que "la
aventura de la guerra" "constituiría, indiscutiblemente, el
principio de nuestra disolución como nacionalidad" (Cartas a
los presidentes de Bolivia, p. 63-64). Arguedas hablaba de
la disolución de una nacionalidad que no existía propiamente
nada más que en el papel. Hasta entonces la nota distintiva
había sido, en lo social, la falta de conciencia nacional en la
mayoría de los habitantes de Bolivia, y, en lo territorial, un
notorio abandono de la integración real de vastos llanos de la
cuenca amazónica y del Chaco (más del 60% de la extensión del
país). Se puede afirmar que el boliviano ignoraba su país.
La nueva generación reacciona contra los mitos que se habían ido
formando durante la colonia y el siglo XIX; contra la mentalidad
que se avergonzaba de los “indios” por creer que bolivianos eran
únicamente el diez o veinte por ciento de los “blancos” cultos;
en fin, contra los que seguían repitiendo, como Julio Aquiles
Munguía, en 1932, viejas frases que falseaban la realidad: "Con
razón los que nos visitan protestan harto, porque desde que
atraviesan la frontera, sus ojos tropiezan solamente con indios
harapientos que no hacen nada, que sólo viven emborrachándose y
mascando coca" (El progresismo, p. 125). La generación
que ahora emerge, por el contrario, ve, como Alfredo Sanjinés en
1933, que el indio "es el elemento más considerable de nuestra
población, y el que hoy está empapando con su sangre los campos
del Chaco," y como él, cree que "después de la guerra del Chaco,
es necesario encarar franca y valientemente el grave problema
indigenal, que en el fondo es un problema de cultura y que
pondrá a prueba la cultura de la población blanca" (Más
fuerte que la tierra, pp. 8 y 9).
La reacción que se experimenta, sin embargo, a pesar de proceder
de la ruptura violenta con el pasado que trajo consigo la crisis
de la guerra, no significa un rechazo indiscriminado del régimen
antiguo. Quizás la diferencia generacional era tan profunda que
para afirmarse en sus creencias no precisaban negar las
anteriores. Su proceso fue más bien el de edificar sobre los
pocos, pero sólidos antecedentes que habían surgido durante las
dos primeras décadas del siglo XX. Así lo expresa ya en 1936
José Eduardo Guerra en su obra Itinerario espiritual de
Bolivia:
"A la generación que le ha tocado vivir estos instantes de
durísima prueba para Bolivia, la guerra y la posguerra; a
esa generación que ha hecho suya la dramática
responsabilidad que pesa sobre la hora presente, … le está
también encomendada la misión de continuar, haciéndola más
sólida y depurándola de ciertas influencias extrañas,
perniciosas casi siempre por superficiales, la obra
emprendida por los escritores de generaciones anteriores a
la suya" (p. 77).
La guerra conseguía ahora en el pueblo lo que los intelectuales
no habían podido en las décadas precedentes; o, como dice Luis
Alberto Sánchez en 1935, en su prólogo a Aluvión de fuego,
"el tableteo de las ametralladoras fue más eficaz que el
tableteo de los rimadores. … Porque Bolivia se encuentra ahora a
sí misma, tras muchos años de incertidumbre" (p. 8). Y su
afirmación de que "la guerra del Chaco ha iniciado la revolución
boliviana" (p. 9), probó ser acertada; pues, no sólo supuso , en
palabras de Baptista Gumucio, "la toma de conciencia de la
nacionalidad y el detonante de la transformación social
boliviana" (Historia gráfica de la guerra del Chaco, p.
17), sino que representó también un renacimiento cultural tanto
en las letras como en las artes, sobre todo en la música, en la
pintura y, especialmente, en la escultura.
No obstante el ambiente de renovación y de reivindicación
social, si, como afirma Marof en La tragedia del altiplano,
"la guerra del Chaco es la liquidación de la Bolivia vieja,
feudal y caciquista" (p. 119), lo es únicamente en cuanto
significa el lento derrumbe de las estructuras anteriores y el
planteamiento decidido del “problema indio”, el problema minero
y el problema agrario. Pero, precisamente por la magnitud tan
enorme de estos tres últimos aspectos, no se llegó a cuestionar
el papel que desempeñaban los valores de la minoría culta, que
en realidad habían sido los causantes de la situación en que
Bolivia se encontraba. Los intelectuales concentraron su
atención en la clase oprimida que ahora surgía como
protagonista. Y, aunque se criticaban las acciones del gobierno
y de las instituciones que habían permitido la situación de
degradación en que se encontraba Bolivia, éstas se seguían
presentando como impersonales, sin que se llegaran a estudiar
los valores que las hacían posibles. Quizás a ello contribuyó
el carácter sui géneris de la Guerra del Chaco. Jorge Siles
Salinas destaca con acierto, en su obra, La literatura
boliviana de la guerra del Chaco, que "la tragedia del Chaco
radica, precisamente, en su carácter fratricida" (p. 78). Y así
fue, en efecto, pues el soldado enemigo era considerado
igualmente víctima de los manejos políticos de los dirigentes,
motivados por causas oscuras, a veces extrañas a los países
combatientes.[9]
Se acentúa de esta forma la sensación de lo absurdo de la
contienda y surge el interés por los problemas sociales que la
guerra eleva a un primer plano. Al mismo tiempo, lo prolongado
de la contienda y la magnitud de la lucha, más de 50,000
bolivianos muertos, 25,000 prisioneros, con un total de 200,000
hombres movilizados, posibilitó que los mismos bolivianos
llegaran a conocerse en situaciones de igualdad. El indio, el
mestizo y el blanco compartieron el miedo, la sed y la muerte en
una lucha irracional de trincheras que defendían tierras en su
mayor parte inhabitables. "De la solidaridad en el dolor y en
la amargura de la derrota, nos dice Baptista Gumucio, nació una
fraternidad desconocida hasta entonces. Y aquella generación
que despertó súbitamente a la realidad en que vivía el país,
volvió del Chaco con una nueva conciencia madura en el
sacrificio" (Revolución y universidad en Bolivia, p. 66).
La repercusión en las letras y en las artes plásticas fue
inmediata. Se descubrió el carácter del pueblo y el paisaje
boliviano adquirió una dimensión antes desconocida. Había
llegado el momento que preconizaba Guillermo Francovich en
Supay cuando señala:
"El día en que los artistas y los escritores hayan cubierto
con el manto impalpable de la belleza las cosas que nos
rodean, Europa no ha de seducirnos ya como lo hace ahora.
Nuestros paisajes se hará n bellos, nuestras ciudades dirán
cosas que ahora no saben decir, nuestros tipos humanos
tendrán recién una realidad que ahora no tienen" (p. 49-50).
La Generación del Chaco fue la encargada de descubrir a Bolivia
y de aportar nuevos ideales de realización estética y de reforma
social.
III
La toma de conciencia de la realidad boliviana
El proceso de la toma de conciencia de la realidad boliviana,
que anunciaba la profunda transformación que culminaría con la
revolución de 1952, tiene manifestaciones muy diversas en los
distintos segmentos de su población. Los potentados de la
industria minera permanecieron indiferentes a los cambios,
mientras éstos no amenazaran directamente sus intereses; de ahí
su intervención en los gobiernos de Busch y Villarroel. De
todos modos operaban desde una posición de seguridad. Patiño,
por ejemplo, ya en 1924 convirtió su empresa en una sociedad
anónima, la Patiño Mines and Enterprises, y trasladó su centro
de operaciones al estado de Delaware (USA).
La antigua oligarquía, estática en su tradición colonial,
recibe, por lo general, poca atención en los escritores de la
década de los treinta. Son los Díez de Abascal que Botelho
Gosálvez describe en su novela Coca. Una familia en cuya
"casa todo era tradicional, añejo y moribundo" (p. 52), y donde
se "hacía culto de su pasado y [se] guardaba, en medio de la
decadencia, el orgullo de sus glorias" (p. 54). Eran, por lo
mismo "conservadores y un tanto indiferentes al devenir social"
(p. 55). No obstante, es del seno de estas familias de donde
surgiría la juventud portadora de las nuevas inquietudes y, en
realidad, de donde proceden muchos de los escritores de la
Generación del Chaco. Los grandes propietarios que aparecen en
las páginas de la novela indigenista y de protesta social de los
treinta, eran, ante todo, aquellos que usurparon sus latifundios
durante las dos primeras décadas del siglo XX, especialmente
bajo los gobiernos de Montes y Saavedra. Pero en estas
ocasiones, lejos de representar personajes reales, tipifican el
acumulo de todas las maldades de un sistema social. Tendremos
que esperar a las obras escritas con posterioridad a 1952 para
que su posición sea explorada en la narrativa boliviana; si bien
ahora, razones personales e ideológicas adulteran de nuevo al
personaje. En un extremo, como en Borrasca en el valle,
de Guzmán Arze, el terrateniente, que había obtenido el
latifundio a fuerza del sacrificio de los indios, ve presentarse
la revolución como algo inesperado, impreciso, sin estructura ni
contenido social. Llega la reforma agraria, pero parece como si
el camino no hubiera sido preparado. Aquí, el desarraigo de la
realidad justifica la revolución como el único medio. En el
otro extremo, Augusto Guzmán en el cuento "El patrón debe
salir," de Pequeño mundo, representa la injusticia que
conlleva el proceso indiscriminado de la revolución. El
protagonista, Honorio Ramos, simboliza el modelo de hacendado
progresista, no sólo en cuanto al aprovechamiento y mecanización
de su propiedad, sino también en lo relacionado a la cuestión
del indio. La reforma agraria, en este caso, representa un
retroceso, pues los elementos positivos quedan subordinados, y a
veces desplazados, por la desorganización e injusticia con que
se llevó a cabo.
Los miembros de la Generación literaria del Chaco, sobre todo a
través de su narrativa, analizan con más precisión la toma de
conciencia en los dos elementos primordiales de la nueva
generación: el de los indios, como representantes de la mayoría
hasta entonces enajenada del desarrollo nacional, y el de la
minoría intelectual, llamada a dirigir la transformación
reformista que culminaría con la revolución de 1952. En un
primer nivel se llega a la toma de conciencia a través de un
proceso subconsciente, en el cual se constata una realidad sin
énfasis, a veces de modo casual, sin indicar motivos, sin
moralizar sobre su significado, ni proponer la reforma que de
ella se desprende; todas estas consideraciones quedan a cargo
del lector.
El primer encuentro del boliviano movilizado, que alcanzó al 10%
de la población, fue con la variedad del paisaje. Constituía,
nos dice Augusto Guzmán en Prisionero de guerra, una
"aventura riesgosa en parajes exóticos totalmente ajenos a
nuestra modalidad" (p. 26). Bolivia adquiría ahora una nueva
dimensión; parecía como si se fueran trazando con fuertes líneas
los límites de su suelo, con la ventaja de que, por primera vez,
se hacía en la mente de sus habitantes. Ello trajo también
consigo algo inesperado. La monotonía del Chaco hizo despertar
añoranza por las montañas del altiplano y por la vitalidad de
los valles orientales. Recién el paisaje adquiría una
importancia y una belleza antes desconocida. El Illimani, nos
dice Augusto Guzmán, "se pegaba en mi memoria como una estampa
fresca, talismán de nieve para ceñirlo ilusoriamente en la
sofocación de las achicharradas jornadas del Chaco" (p. 10).
Jaime Mendoza consigue en El macizo boliviano plasmar en
palabras la profundidad de lo que el soldado sentía en el Chaco.
Junto a esta realidad física que se identifica con un incipiente
sentimiento de nacionalismo, surge, mucho más poderosa, la
figura del indio. Lo mismo que el Illimani, el indio adquiría
nueva dimensión. Era, en gran medida, el soldado que defendía
el Chaco, pero un soldado desconocido para el oficial blanco.
Frases sencillas, breves, como la siguiente de Prisionero de
guerra, destacan la verdadera tragedia de Bolivia: "Es un
indio, quién sabe quichua, aymara" (p. 39). O la de Jesús Lara
en Repete: "Luego conversó con algunos fusileros; la
mayor parte de éstos eran indios; no hablaban castellano … El
soldado no respondía; era aimara. El coronel pidió un
intérprete" (p. 131). Pero si en el Chaco se destacó el
distanciamiento que existía entre el indio y el blanco y las
fuertes barreras ideológicas y linguísticas con que secularmente
se le había mantenido separado para perpetuar su opresión, en el
Chaco también se comenzó a comprender su sentido íntimo. A ello
contribuyó por una parte la convivencia diaria en las trincheras
y de modo mucho más directo la experiencia de prisionero de
guerra:
"Cuatrocientos prisioneros fueron vendidos a la desalmada
explotación de esa compañía, que hace trabajar a los hombres
a plan de látigo … Es una colonia de esclavos, donde no
llega la acción de la ley . . .Existen además en aquel lugar
muchos trabajadores paraguayos igualmente sometidos a este
régimen criminal de explotación despiadada. Las lágrimas,
la sangre de estos hombres es la que sale por Embarcación en
los fardos de hierba mate o té del Paraguay … [es] la
voracidad capitalista que amasa fortunas con trabajos
forzados y sin salario" (Prisionero de guerra, p.
261).[10]
La guerra, en efecto, tendía a igualar al blanco, al mestizo y
al indio; pero los escritores de esta generación se encargaron
de que esta incipiente igualdad que procedía de participar en el
conflicto bélico, adquiriera un significado más profundo al
hacer ver que en realidad, se quisiera o no, para el resto del
mundo todos eran bolivianos: "Ante los gringos todos somos
iguales. Indios, cholos y blancos, poca cosa!" nos dice Roberto
Leitón en Los eternos vagabundos (p. 136).
La visión diaria de la muerte y la añoranza del regreso al hogar
abandonado, va formando tanto en el indio prisionero como en el
que lucha en las trincheras del Chaco, un sentimiento de
pertenencia, de bolivianidad, que al finalizar la guerra se
convertirá en un deseo de superación. Guillén Pinto expresa
este sentir en su novela Utama: "Utama [escuela, círculo
social] y la iglesia se miran, preguntándose cuál se ha de
llevar al indio. Pero los jóvenes, que hemos ido a revolcarnos
en sangre y fuego allá en el Chaco, ya sabemos nuestro camino.
con la escuela!" (p. 16). Esta es la imagen que se repite una
y otra vez en la narrativa de la Generación del Chaco. El
indio, humillado, que se siente impotente cuando se le fuerza a
ir a la guerra, una vez en el Chaco adquiere conciencia de su
fortaleza, de las limitaciones del blanco y de la posibilidad y
necesidad de independizarse. A su regreso es un hombre
diferente: "La guerra nos ha enseñado muchas cosas que antes no
sabíamos -decía Tasio [uno de los protagonistas de La montaña
de los ángeles, de Fellmann Velarde]. Su voz sonaba grave y
meditada. Había dejado de ser el campesino un poco ingenuo,
asombrado, que se habían llevado al Chaco unos años antes. El
tiempo le había devuelto a `Huanchacollo' [su aldea] convertido
en un hombre maduro, dueño de sí mismo" (p. 171-172). Esta
superación que le servía al indio "para saltar, espiritualmente,
la oscura línea divisoria que media entre el indio y el mestizo"
(p. 162), no era, como antes, producto de un imponerse a los
miembros de su clase o de una humillación ante el patrono, sino
que representaba ahora un reconocimiento del valor propio y un
sano deseo de mejorar la suerte de su pueblo; pues este cambio
llevaba también consigo la toma de conciencia de pertenecer a
una clase oprimida y de la posibilidad de liberación ante el
blanco:
"Somos más y también podemos ser fuertes y podemos ser
astutos. La guerra nos ha servido para aprender a manejar
sus armas y descubrir cuán cobardes pueden ser; la vida en
las ciudades nos ha enseñado hasta qué punto están divididos
entre sí y cuanto odio se acumula entre ellos" (La
montaña de los ángeles, p. 173).
La mayor parte de los 200,000 hombres movilizados durante la
contienda del Chaco eran indios; por ello Tasio puede decir a su
regreso al aillu:
"No estoy solo. Somos muchos, muchísimos. La guerra ha
servido para conocernos entre nosotros, gente de todo el
país, de la montaña, de los valles, de los yungas … No hemos
estado callados en los cuarteles, hemos hablado entre
nosotros cuando los oficiales se dedicaban a emborracharse"
(p. 173).
El despertar del indio iba unido, como señalamos antes, a la
toma de conciencia de pertenecer a una clase oprimida:
"Trabajamos para otros, para la raza de los patrones" (p. 172),
dice Tasio en la novela que citamos de Fellmann Velarde. Pero
esta conciencia de la injusticia social conlleva también un
deseo de modificar la suerte de ese pueblo oprimido. Hasta
entonces, la nota normal era que el indio que por su riqueza o
educación pasaba a engrosar las filas de los mestizos o de los
blancos, se convirtiera igualmente en explotador de su raza.
Ahora, se pone al servicio de una causa: “He creido -dice Tasio-
que debía volver junto a los míos y ofrecerles lo que sé" (p.
172). La novedad consistía en que empezaba a hacer su aparición
una nueva actitud: el orgullo de ser indio, que, junto a las
incipientes doctrinas socialistas que por entonces comenzaban a
circular entre el pueblo boliviano, dieron a la reivindicación
del indio un carácter combativo. Los que iban a ser luego
dirigentes del pueblo, como el Marcelino Umiri de Utama,
habían aprendido en la guerra "a mandar a hombres de toda clase"
(p. 233). Además, ahora, el campesino se une al minero y con
ello su protesta tiene repercusión nacional. Oscar Cerruto hace
eco de esta situación en su novela Aluvión de fuego, y a
través del "Manifiesto de las nacionalidades indígenas del
Kullasuyo" (p. 97-100), bajo el lema de "Pan, Tierra y
Libertad-" proyecta el problema indio a las otras clases
vejadas: "Ahora sabemos que también nos acompañan las clases
oprimidas de las ciudades, los obreros, los soldados, la clase
media proletarizada. Nuestra lucha se torna disciplina y
adquiere un impulso revolucionario" (p. 100). De ahí, que las
reformas que se exigen, sin olvidar sus razones de liberación
del indígena, se amplíen para cubrir otros sectores de la
sociedad. Así, se lucha
"por la devolución de sus tierras a las comunidades
indígenas. Por el boycot a una guerra que el indio
no siente ni comprende . . . Por el derecho indígena a
elegir sus propias autoridades. Contra el terrateniente y
los gobiernos de terratenientes. Por las repúblicas
socialistas de obreros, soldados y campesinos" (p. 100).
Había comenzado la lenta marcha que culminaría con la revolución
de 1952.
Para la minoría intelectual, la conciencia generacional que
emerge del conflicto del Chaco trae consigo un nuevo modo de ver
la realidad. Los problemas dejan de serlo de un grupo social
para convertirse en problemas nacionales. Es así como la
situación social del indio, agricultor o minero, pasa a serlo
también de los miembros cultos de la generación. Podemos
afirmar con Jorge Siles Salinas que "si hay en nuestros
escritores del Chaco una preocupación obsesiva y fundamental
ella es, sin duda, la que se vincula a los temas políticos y
sociales . . . según una escala valorativa predominantemente
socialista" (La literatura boliviana de la guerra del Chaco,
p. 101). Esto causa que personajes como Mauricio Santacruz,
protagonista de Aluvión de fuego, se declare
revolucionario y describa su misión como un sacerdocio en
defensa de la justicia social. El indio debía hacer su
revolución; de otro modo no hubiera sido auténtica. Pero la
rapidez de la transformación sólo fue posible mediante la
dedicación a la misma causa del blanco y del mestizo, para
quienes los problemas del indio eran también problemas suyos,
problemas bolivianos. "Hay que hacerles entender," dice Roberto
Leitón en Los eternos vagabundos, y continúa: "Son
nuestros hermanos en pobreza y hambre. Somos iguales" (p.
144). El compromiso de los miembros de la Generación de Chaco
sobrepasa su manifestación literaria, o mejor dicho, ésta es
sólo una exteriorización más de su respuesta como hombres a la
circunstancia boliviana. Ya no era posible el desdoblamiento
tan conveniente que pudo mantener la generación anterior entre
sus teorías y su vida, que permitía a Tamayo, por ejemplo,
proponer una pedagogía nacional revolucionaria y mantener al
mismo tiempo un latifundio tradicional. Ahora se escriben obras
testimoniales, con frecuentes elementos autobiográficos, que
revelan un decidido compromiso personal del autor. Las
circunstancias eran propicias y muchos de los escritores que
inician su obra en la década de los treinta podrían decir sobre
sus escritos las palabras con que Tristán Marof introduce su
obra La tragedia del altiplano: "El ritmo terrible de la
guerra del Chaco, el drama boliviano, tan sombrío y trágico,
aparecerá en estas páginas escritas nerviosamente con pasión y
con dolor" (p. 5). Así Jesús Lara en Repete ("quiero
seguir el camino que han seguido mi hermano el obrero y mi
hermano el indio," p. 8); Oscar Cerruto en Aluvión de fuego;
Augusto Guzmán en Prisionero de guerra; Roberto Leitón en
Los eternos vagabundos; Alfredo Guillén Pinto en Utama,
por citar sólo algunas de las novelas más conocidas.[11]
Todos estos escritores comprendieron que la tragedia del indio
era la tragedia de Bolivia y que el único futuro posible era una
profunda reorganización social que integrara a todos los
bolivianos en un mismo proceso de reforma. Las teorías
socialistas que ya en la década de los veinte habían hecho su
fuerte aparición en las aulas universitarias, salen ahora a la
calle para educar y organizar primero al minero y al obrero
urbano y extenderse después a la zona rural. En su comienzo
teórico se presentó el socialismo en dos direcciones
distintivas. Una, representada por Ignacio Prudencio Bustillo,
quien en su Ensayo de una filosofía jurídica señala que
debemos "ver en el socialismo la moderna faz del ideal que con
diversos nombres trata de dar el bienestar y la felicidad a los
hombres" (p. 183). Prudencio Bustillo, sin embargo, es
partidario de una evolución lenta, pues, según él, "los cambios
bruscos en las leyes y en las costumbres, nunca son ventajosos
para un país, porque van seguidos de retrocesos y trastornos; lo
único verdaderamente provechoso es el progreso lento y firme de
las instituciones, en una palabra, la evolución" (p. 164). La
otra postura queda trazada por Tristán Marof en El ingenuo
continente americano y luego, con mayor precisión, en La
tragedia del altiplano. En este último libro propone "la
conquista violenta y revolucionaria" (p. 104), pues, según él,
"el drama del altiplano no puede resolverse por un simple cambio
de escenario" (p. 11). El resultado de ambas posiciones sería,
por supuesto, bien diferente. Mientras para Prudencio Bustillo
"el régimen estadual, por observante que sea, debe dejar un
espacio libre a la iniciativa privada" (p. 199). Marof, ya en
su primera obra afirmaba que "en la América y sobre todo en
Bolivia, debemos tomar como dogma político el comunismo" (p.
141).
Durante la guerra del Chaco las ideas socialistas tuvieron gran
difusión tanto en los cuarteles y trincheras como entre los
prisioneros. Poseían además en estos años el respaldo de la
obra de Mariátegui y la acción política del APRA. Es así como
la nueva manifestación ideológica se presenta como solución a
los problemas bolivianos: "El socialismo es la única fuerza
nueva consciente que puede salvar el país" (Aluvión de fuego,
p. 166), pero, en oposición a Marof, también se reflexiona que
si bien es oportuno considerar ideas y métodos nuevos, debe ello
hacerse teniendo en cuenta que en Bolivia "el ambiente es
diferente, tiene características propias, como si dijéramos una
cara propia... [y el] comunismo . . . eso implica copia,
extranjerismo, mimetismo" (p. 166). Se quiere, pues,
reorganizar a Bolivia en una nueva estructura social que
represente mejor la toma de conciencia que da base a la
Generación del Chaco. Pero si por una parte la nueva actitud
lleva consigo una profundización en lo autóctono, hasta
descubrir la realidad boliviana y a través de ella crear un arte
propio, un modo de ser propio; al mismo tiempo, el ansia de
reforma hace que se ponga toda la fe en el poder del socialismo
para curar los males bolivianos. Con ello se da paso a la
creación de un nuevo mito que luego dejaría truncados los
resultados de la revolución de 1952. De una reflexión que tenía
su origen en la realidad boliviana y en su intento de solucionar
sus problemas, se pasó a la abstracción de soñar de nuevo con
"El Dorado" en la formulación de un futuro utópico:
"Nacionalizadas las minas, el Estado socialista podría
adquirir una singular importancia, hasta hoy desconocida.
Sus necesidades más apremiantes serían solventadas:
educación pública, una red eficiente de caminos, creación de
industrias, desarrollo económico de los distritos más
alejados, fomento de la agricultura y electrificación del
país" (La tragedia del altiplano, p. 115).[12]
Medio siglo más tarde y a los treinta y tres años de la
nacionalización, las necesidades citadas por Marof siguen siendo
también hoy las más apremiantes.
IV
La Generación del Chaco en la literatura y las
artes
Con la guerra del Chaco surge en Bolivia lo que con propiedad
debe considerarse su primera generación literaria. Con
anterioridad a la década de los treinta hay, por supuesto,
escritores y varios de ellos incluso de prestigio internacional
-Arguedas, Jaimes Freyre, Reynolds, Tamayo-, pero no puede
hablarse de una conciencia generacional. La sociedad y los
escritores de entonces se hallaban, en palabras de Keyserling,
demasiado "dependientes de ideas extrañas que eran aceptadas por
creerse profundas" (South American Meditations, p. 155).
Esta dependencia afectaba todos los niveles, pues, como se
señala en Aluvión de fuego, incluso los "hombres de
gobierno . . . vivían con los ojos puestos en Europa" (p. 69).
El éxito se medía con la posibilidad de vivir fuera de Bolivia.
El mejor triunfo era aquel que se anunciaba en Francia; y es
que, nos afirma Augusto Céspedes, "en el universo visible para
el sudamericano de 1912, París es la estrella preclara" (Metal
del diablo, p. 135). Tamayo decía con razón que en el
horizonte cultural boliviano de 1910 no se encontraba "sino
plagio europeo, calco europeo, caricatura europea" (Creación
de la pedagogía nacional, p 49). Esta situación había de
afectar a la producción literaria, hasta el punto de que
Arguedas pudo decir en Pueblo enfermo que no había "arte
ni literatura genuinamente nacionales" (p. 225).
La Generación del Chaco significa en este sentido un departir
radical. Bolivia y lo boliviano son ahora problemas que se
plantean en literatura. Se tomaba conciencia no sólo de que "la
creación de una cultura es indispensable para la completa
independencia política" (p. 6), como señala Francovich en
Pachamama, sino también de que "sólo las culturas
nacionalistas alcanzan la universalidad" (p. 80). Mediante un
proceso subconsciente primero, al que hicimos ya alusión, y más
tarde con el propósito explícito de reafirmar su bolivianidad,
los mejores representantes de esta generación hicieron suyas las
anteriores máximas de Francovich, pues estaban de acuerdo con él
en que
"no hay razón para que se perpetúe la sumisión de nuestra
inteligencia y en general de nuestra vida cultural a
directivas extrañas . . . ¿Cómo es posible que, teniendo
necesidades e inquietudes propias, que nacen de los
problemas de nuestra propia vida, no tengamos un pensamiento
y un espíritu también propios? ¿Si el ritmo de nuestra
existencia no es el mismo que el de los viejos países del
mundo cómo ha de serlo el de nuestra espiritualidad?"
(Pachamama, p. 5-6).
Así se expresaron luego en trabajos teóricos Botelho Gosálvez y
Díez de Medina. El primero, en su estudio "La novela en
Bolivia," mantiene que "todo escritor tiene el deber de ser hijo
de su pueblo y de su tiempo . . . los novelistas bolivianos así
lo han entendido, por eso puede decirse que las obras que mejor
jalonan los espacios de su literatura, son las que cooperaron a
los ideales de su época" (p. 270). De ahí concluye, siguiendo a
Francovich, que "la mejor manera de ser universal consiste en
ser profundamente nacional" (p. 272). Fernando Díez de Medina
en su ensayo "El problema de una literatura nacional," señala
del mismo modo: "Si queremos incorporarnos a la geografía
literaria del planeta, debemos comenzar por ser fidedignos en la
expresión de lo que somos" (p. 143).
De la Generación del Chaco surge, pues, una nueva expresión
boliviana identificada con la realidad y problemas del país. El
indio ahora crece en importancia; ya no es más un segmento
marginado de la población; es el soldado y el verdadero héroe de
la guerra del Chaco. Pero ante todo, se toma conciencia de que
representa a más de un 60% de la población y de que es el
elemento productor del país. El futuro de Bolivia se halla
irremisiblemente unido al indio, cuya integración se ve ahora
como algo inexcusable. Con esta base de realidad, el indio pasa
a ser con frecuencia protagonista de las novelas, y siempre uno
de sus elementos esenciales. Pero el indio que ahora se
representa, no se limita al indio de la novela indigenista que
modela la generación anterior con Raza de bronce, aunque
así suceda en ocasiones como en Altiplano. El indio de
la novela indigenista es un indio marginado, llamado a la
extinción. El indio de la Generación del Chaco, por el
contrario, es un ciudadano boliviano oprimido. Su problema no
es un problema racial sino social. Sus antecedentes, más que en
Raza de bronce, de Arguedas, o En las tierras del
Potosí de Mendoza, hay que buscarlos en las teorías
socialistas y, en nuestro caso concreto de Bolivia, en Tristán
Marof, cuya obra ensayística, La tragedia del altiplano,
analiza detenidamente los temas más importantes que surgen
después en la novelística del Chaco. Incluso los abusos que
darían cuerpo a la novela indigenista, se encuentran aquí con
precisión (véanse, por ejemplo, las páginas 47-53), pero Marof
añade a ellos la dimensión social que los eleva de problemas
raciales a problemas nacionales; y constituyen así un elemento
más en la lucha de clases. A esta tendencia pertenecen, entre
otras muchas, las siguientes novelas de la Generación del Chaco:
Aluvión de fuego, de Cerruto; Repete, de Lara;
Los eternos vagabundos, de Leitón; Utama, de Guillén
Pinto.
En su búsqueda de autenticidad, la novela boliviana del Chaco
plantea decididamente el problema del mestizaje. Y lo hace
mediante el análisis de su contenido y de sus límites. Se parte
de una observación objetiva, certeramente expresada en
Aluvión de fuego al afirmar: "Nuestro sueño no es volver al
estado idílico de los tiempos imperiales; comprendemos que eso
está muerto definitivamente y que no ha de volver. Pero lo que
no está definitivamente muerto es el espíritu" de los pueblos
del Kollasuyo (p. 99). Esta nueva generación, al igual que la
anterior, ve el futuro de Bolivia en el mestizaje. Lo que ahora
es distinto es el signo con que se enjuicia lo mestizo. Tamayo,
en Creación de la pedagogía nacional, afirma que el
mestizaje es algo que se cumplirá "irremediablemente en América"
(p. 52), pero lo hace convencido de que lo mestizo "es una
fatalidad" (p. 51), y lo es porque, para él, el mestizo carece
de personalidad, de carácter, pues, "nace poseyendo una
inteligencia como prestada e inútil" (p. 54). Entre Franz
Tamayo y la Generación del Chaco mediaba la experiencia
mexicana: el triunfo de lo mestizo en su Revolución y sobre todo
en su arte. Mediaba también la obra de Vasconcelos y su tesis
de La raza cósmica, en la que se anunciaba la unión de la
sensibilidad del indio con la técnica del blanco. Además,
Keyserling, pensador que influyó notoriamente en la Generación
del Chaco, había dicho, corroborando ciertos aspectos de la
tesis de Vasconcelos, que "los representantes de un pueblo
mestizo sin integrar sólo podrán encontrar un ambiente propio en
un mundo total y profundamente mestizo" (p. 89). Se empieza así
a forjar una concepción de lo mestizo que luego Guillén Pinto
expresa con claridad en su novela Utama:
"Bolivia está señalada a ser un pueblo esencialmente
mestizo. Síntesis de los valores de la raza autóctona y de
la ciencia y la técnica occidental. El indio tiene que dar
sentido y emoción a la unidad boliviana, un perfil propio a
la nacionalidad, y está llamado a participar activamente en
la definición de nuestros destinos" (p. 84-85).
El mestizaje que se definía en los escritos de los ensayistas y
que se perseguía en la narrativa, tuvo asimismo repercusión y
adquirió una temprana madurez en la pintura, en la música y,
sobre todo, en la escultura boliviana. Su aparición fue más
repentina que en las letras y, en ocasiones, como en la
escultura, sin antecedentes que la hubieran preparado el
camino. En realidad, después de un rico periodo Colonial, las
artes plásticas habían decaído completamente en Bolivia, Herbert
S. Klein describe como sigue este estado de abandono:
"Cuando los ingresos de la Iglesia adquirieron de nuevo
importancia después de la victoria de los Conservadores y se
reanudó la construcción, los clérigos y la minoría blanca
rechazaron la riqueza artística de la herencia colonial y
servilmente aceptaron los modelos europeos más
reaccionarios. El resultado de esta posición fue el
estancamiento de las artes plásticas bolivianas desde las
primeras décadas del siglo XIX hasta bien entrado el siglo
XX y la eliminación del indio y del cholo de una
participación significativa en la vida cultural de la
nación" (Bolivia, p. 157).
Era esta una época en la que predominaba el desprecio por los
valores autóctonos, en la que se atribuía al hombre del
altiplano "dureza de carácter, aridez de sentimientos, absoluta
ausencia de afecciones estéticas" (Pueblo enfermo, p.
38). Y se le creía depositario de
"un arte rudimentario, tosco, en que las proporciones
desaparecen y se impone la línea recta y rígida: así
Tiahuanacu. La música, igualmente, sólo se sostiene en el
tono menor, y es monótona, gimiente, melopeica: un sollozo
interminable" (p. 39).
Dominada por esta percepción, Bolivia importaba artistas
extranjeros para la dirección de sus escuelas. De este modo en
1926, cuando la Academia de Pintura se convirtió en la Academia
Nacional de Bellas Artes, se trajo como director, desde Italia,
a Alejandro Guardia. La escultora Marina Núñez del Prado nos
describe así la llegada de un nuevo profesor:
"Algo que agitó el ambiente de la Academia fue la llegada de
Bélgica del pintor Henry Sené, contratado especialmente para
la cátedra de pintura . . . Yo tenía una gran curiosidad por
recibir las enseñanzas del pintor belga . . . Pero las cosas
no fueron como yo esperaba; el profesor de pintura no sabía
el español y era materialmente difícil entenderle" (Eternidad
en los Andes, p. 20).
Con la actitud que existía en el ambiente y mediante un
profesorado extranjero o extranjerizante, el resultado al que
luego se refiere Marina Núñez era el único posible: "En
escultura, usando la técnica del modelado copiábamos casi
siempre figuras clásicas en yeso" (p. 21). Por ello reconoce al
reflexionar sobre esta época anterior a la guerra del Chaco, que
en Bolivia, "hasta que tuve uso de razón, los artistas hacían
culto de las escuelas y los estilos venidos de Francia. Era una
herejía volver los ojos hacia lo auténticamente nuestro, y esa
falta de sinceridad me lastimaba" (p. 113).
Cecilio Guzmán de Rojas, "Triunfo de la naturaleza", 1928
La renovación del ambiente artístico boliviano se inició en 1930
con el regreso a Bolivia de Cecilio Guzmán de Rojas de la Reza,
quienes a través de la Academia Nacional de Bellas Artes dieron
un impulso decisivo a la promoción de un nuevo concepto del arte
basado en el reconocimiento de los valores autóctonos y en el
planteamiento de una nueva estética. Cecilio Guzmán de Rojas
inicia así el movimiento indigenista en la pintura boliviana, si
bien su obra, aunque con marcado sello personal, se hallaba
todavía fuertemente influida por el trabajo de los muralistas
mexicanos (Fig. IV). De todos modos, el triunfo que consigue el
nuevo arte al modificar la sensibilidad nacional, no se debió,
incluso reconociendo la presencia mexicana, tanto a corrientes
foráneas como a la toma de conciencia que iba dando cuerpo a la
Generación del Chaco (Figs. V y VI).
Manolo Fuentes Lira, "Puerta del Teatro de Warisata", 1941
Armando Pacheco Pereyra, "Incertidumbre", 1948
Y lo mismo que en literatura se descubría desde los páramos del
Chaco el paisaje y el hombre boliviano, el soldado también se
dio cuenta que era la música vernácula la que le emocionaba en
su soledad: "Los wayñus vuelven a apoderarse de mi sensibilidad,
me estrujan el corazón" (p. 15), dice Jesús Lara en Repete,
y reitera: "A ratos notaba [cuando escuchaba la melodía indígena
del wayñu] que se me humedecían los ojos: pensaba en mi madre,
en mi mujer, en mi hija" (p. 14). Surge así una nueva
sensibilidad artística que poco a poco irá definiendo una
estética boliviana. Su contenido y dimensiones quedan sugeridos
en las palabras que dedica Marina Núñez a uno de los promotores
del arte vernáculo más destacado de estos años de iniciación
creadora:
"José María Velasco Maidana creador y heredero de los
extraños aires autóctonos de Bolivia, en los que se advierte
la formidable fuerza de la Cordillera de los Andes, compuso
obras de aliento, como ballets, óperas y conciertos, de
efectos armónicos primitivos; de entre ellos su ballet
Amerindia, inspirado en antiguas leyendas aymarás, ritos
y danzas de profundo significado religioso dentro de su
paganía, ha puesto un expresivo color, con sentido
universal, en la música boliviana" (p. 28).
Pero la obra más significativa y la que ha servido de motor
incitante en la renovación de las artes plásticas bolivianas es
la que llevó a cabo Mariana Núñez del Prado. Primero desde la
cátedra como profesora de escultura y después mediante la
repercusión internacional que su obra fue adquiriendo, consiguió
Marina Núñez elevar a una posición de prestigio los valores
estéticos de lo autóctono. Es así la representante más
destacada de la Generación del Chaco y quien mejor supo integrar
su bolivianidad en una dirección artística original, donde se
unían las técnicas más avanzadas y una sensibilidad andina en
una síntesis personal, pero cuya autenticidad le imprimía un
carácter universal. "El mensaje indoamericano de mis obras hizo
brecha" (p. 45), nos dice la propia escultora (Figs. I, II y III).[13]
Marina Núñez del Prado, "Mineros", 1944
Marina Núñez del Prado, "Madona Aymara", 1946
Marina Núñez del Prado, "Familia telúrica", 1962
Y ella misma nos describe así su credo artístico, que podría
considerarse como manifiesto de los ideales de los miembros de
la Generación del Chaco:
"Mi anhelo ha sido poder hablar en mi lenguaje escultórico
de la excelsitud que atesora Bolivia en materia y en
espíritu. He procurado interpretar el fuerte y milenario
mensaje de nuestras montañas y, a fuerza de observación, he
tratado de ingresar al socavón de la mina, al alma hermética
y antigua del nativo boliviano" (p. 88).
Su mensaje fue oído y ya en 1936 La Prensa de Buenos Aires se
expresaba en los siguientes términos:
"Encarna con natural imperio el sentimiento, a la vez formal
y psicológico de una raza . . . Hay en la plástica de Marina
Núñez del Prado una autenticidad que nos aleja, a Dios
gracias, de toda sugerencia europea, para conducirnos, como
de la mano, hasta las fuentes más pristinas del
americanismo, tanto por la técnica sintetista, raras veces
alcanzada, como por su acento milenario" (20 de octubre de
1936).
Marina Núñez del Prado representa así el sentido y proyección de
la Generación del Chaco, cuyo verdadero significado para Bolivia
sobrepasa el de las obras concretas que sus escritores y
artistas produjeron. La Generación del Chaco forma el eje que
separa a la Bolivia-colonial de la Bolivia-nación; significa la
toma de conciencia de la bolivianidad y el inicio de un posible
camino de autenticidad. Su distancia con la generación anterior
puede sólo medirse con la diferencia ideológica que hay, por
ejemplo, entre la afirmación de Alcides Arguedas que cree que
son características del hombre del altiplano, del boliviano, "la
aridez de sentimientos, la absoluta ausencia de afecciones
estéticas" (Pueblo enfermo, p. 38), y la obra de Marina
Núñez del Prado que le permite cerrar su libro Eternidad en
los Andes con una afirmación que expresa la meta, fuera o no
conseguida, de los miembros de la Generación del Chaco: "Declaro
que siempre me he orientado a que mi arte sea expresión pura de
mi raza y de la fuerza telúrica del paisaje de mi país" (p.
212). Con la Generación del Chaco, Bolivia se encuentra a sí
misma.*
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NOTAS
[1]
La Bolivia independiente se estableció de acuerdo con
los límites de la Real Audiencia de Charcas hacia el año
1810. A pesar de lo impreciso de los mapas y documentos
de la época, los historiadores bolivianos están de
acuerdo en considerar que la superficie original de
Bolivia era de 2.343,769 Km2. La superficie actual es
de 1.098,581 Km2. En 1831, cuando Argentina poseía
únicamente 766,400 habitantes, Bolivia contaba con
1.088,768 según los datos más aceptados. En 1940,
Argentina poseía más de 14 millones, mientras que
Bolivia sólo llegaba a 2.600,000 habitantes.
Para mayor referencia véase T. Lynn Smith, Latin
American Population Studies (Gainesville: University
of Florida Press, 1960).
Se calcula que en 1935 el porcentaje de analfabetos en
Bolivia se elevaba a un 80% de la población.
[2]
A pesar de antecedentes de incursiones fronterizas, la
guerra del Chaco comenzó en realidad el 15 de junio de
1932 con la toma de la Laguna Chuquisaca por el ejército
boliviano, y finalizó el 14 de junio de 1935. Bolivia
perdió 215,546 Km2 del Chaco Boreal que tuvo que ceder a
Paraguay. El esfuerzo humano queda sólo sugerido por
las siguientes cifras: 200,000 hombres movilizados,
30,000 en puestos de retaguardia, 25,000 prisioneros,
50,000 muertos. Para más detalle véase Mariano Baptista
Gumucio, Historia gráfica de la guerra del Chaco
(La Paz: Ultima Hora, 1982).
[3]
El desconocimiento de las regiones bajas de la cuenca
del Amazonas y del Chaco y la falta de vías de
comunicación, motivaron que los habitantes del altiplano
boliviano ignoraran o relegaran a manos e intereses
extranjeros la explotación de inmensas extensiones de su
territorio original (incluso hoy día, las extensas
tierras bajas que cubren un 65% del país, cuentan apenas
con un 23% de la población). Ello motivó que se
cedieran a través de tratados diplomáticos grandes
extensiones al Brasil (zonas del Madera y del Matogroso),
al Perú (zonas del Yavari, Manuripe y Madre de Dios) y a
la Argentina (zonas de la Punta de Atacama, el Chaco
Central, La Quiaca y Toldos). Después de su derrota en
la guerra del Pacífico (1879-1884), Bolivia cedió el
Litoral a chile; en la guerra de El Acre (1903), El Acre
pasó a poder de Brasil; y en la guerra del Chaco
(1932-1935), el Chaco Boreal pasó al Paraguay.
[4]
Mariano Baptista Gumucio dirá al propósito: "Los que
creen que la historia de este país empezó el 6 de agosto
de 1825 y empiezan a contar desde entonces nuestras
gracias y desgracias no hacen más que cercenar
estúpidamente nuestro pasado," Salvemos a Bolivia de
la escuela (La Paz: Los Amigos del Libro, 1977), p.
109. Y añade: "¿Cómo tratar de entender a este país que
ahora llamamos Bolivia si empezamos a estudiarlo desde
1800, sin tomar en cuenta ese gran almácigo de los tres
siglos de coloniaje en los que plasmaron todas las
instituciones y modos de vida que heredaría la
República?" p. 107-108.
[5]
Estos aspectos fueron con frecuencia dramatizados por
los novelistas de la Generación del Chaco. Al comentar
los motivos de la guerra señala Jesús Lara en Repete:
"Ustedes no piensan en los ministros . . . en los
diputados, en todos aquellos dueños de Bolivia que hacen
esfuerzos desesperados para prolongar la guerra a fin de
volverse millonarios y marcharse a Europa" (p. 26). Así
sucedió con Patiño quien tan pronto como su fortuna se
lo permitió, se trasladó a vivir a Europa y cuya actitud
ante Bolivia queda simbolizada de modo escueto pero
efectivo en la siguiente escena de Metal del diablo:
"El tren parecía extraviado en la inmensidad apenas
interrumpida en largas distancias por estaciones
techadas de zinc, en las que parecían brotar del suelo
los indiecitos hambrientos, negruzcos y andrajosos que
pedían limosna con plañidos en su lengua nativa [lengua
también de Patiño], levantando las manos a las
ventanillas y recogiendo los mendrugos que les arrojaban
del coche -comedor. Ante espectáculo tan desagradable,
el millonario hizo correr las cortinillas de su vagón
reservado" (p. 211-212. El subrayado es mío).
[6]
Tristán Marof dice en 1934: "Para Patiño, Aramayo, la
Standard Oil, los Guggenheim Brothers y los banqueros
yanquis, Bolivia, mi país, es apenas una tierra de
siervos baratos y una reserva en materias primas. No
hay Bolivia, hay colonia," La tragedia del altiplano,
p. 7. León Rojas Antezana opina que la condición
mediterránea es en gran medida la "causante del
subdesarrollo, el atraso y la pobreza del pueblo
boliviano," Bolivia: del atraso al cosmos, p.
20. Cristóbal Suárez Arnez, por su parte, cree que
"Bolivia es un país joven. Nació recién en 1825 y tiene
los defectos y errores propios de un país niño, sin
experiencia ni capacitación," Desarrollo de la
educación boliviana, p. 58. Todas estas posiciones,
hagan referencia a una situación real o ficticia,
representan actitudes vitales que limitan el horizonte
de posibilidades de Bolivia, llegando en ocasiones a ser
la fuerza motriz que gobernó sus decisiones. Son, en
terminología de Guillermo Francovich (Los mitos
profundos de Bolivia), "los mitos" que dominan en
una determinada época.
[7]
En Pueblo enfermo, de 1909, Alcides Arguedas
señala con ironía: "En estos ocho departamentos
[división política de la Bolivia de entonces] hay siete
universidades, tres de las cuales tienen tres
facultades: derecho, medicina y teología; una, dos:
derecho y teología; y tres, una: derecho. El anhelo de
instrucción es tal, que en el año 1901, la facultad de
Tarija contaba con un profesor y un alumno; la de
medicina de Cochabamba, un profesor y cuatro alumnos,"
p. 120. Para los datos estadísticos he consultado,
entre otras obras, Desarrollo de la educación
boliviana, de Cristóbal Suárez Arnez.
[8]
Debemos recordar que todavía en 1946, del presupuesto
para la educación, se destinaba un 13% para la educación
rural -casi en su totalidad población india- y un 87%
para la educación urbana, que representaba sólo el 30%
de la población. A pesar de ello el indio estaba
obligado a pagar un impuesto "universitario". Véase a
este propósito Vicente Donoso Torres, Filosofía de la
educación boliviana.
[9]
El concepto de lucha fratricida es el más apropiado para
la guerra del Chaco. Los escritos de los que
participaron en la contienda hacen constante uso del
término "pueblo hermano" al referirse al Paraguay. En
realidad ambos ejércitos estaban formados principalmente
por indios llevados y mantenidos a la fuerza en el
frente. En cuanto a las causas de la guerra, los
escritos que surgieron a raíz del conflicto hacen
repetida referencia a las manipulaciones de la Standard
Oil en la causa boliviana y a la presión argentina y de
la Royal Dutch de la parte paraguaya.
[10]
Raúl Botelho Gosálvez dice a este propósito que Álvaro
Díaz de Abascal, el protagonista de su novela Coca,
fue "alquilado como esclavo a los estancieros y
plantadores, donde el prisionero entraba en humano
contacto con un pueblo igualmente dolorido, oprimido y
golpeado con el destino" p. 60.
[11]
Jorge Siles Salinas, que ha estudiado este aspecto con
detenimiento, afirma igualmente que "la mayoría de
nuestras novelas del Chaco tienen, pues, carácter
autobiográfico . . . [son] el resultado de una
experiencia vivida por sus autores, a quienes tocó
actuar en aquellos sucesos como combatientes,
participando en el drama desde dentro, palpando su
dolorosa realidad en todas sus facetas," La
literatura boliviana de la guerra del Chaco, p. 15.
[12]
Potosí, por sus minas y por el prestigio que adquirió
durante la Colonia, fue durante mucho tiempo el símbolo
de El Dorado. Este valor mítico ha permanecido en el
subconsciente del pueblo y ha sido explotado por
aquellos dirigentes con visión. Bolívar, en 1825, tras
la derrota de los ejércitos realistas, subió al Cerro
Potosí para declarar solemnemente la independencia de
los países iberoamericanos. Entonces se creía que con
la independencia política se resolverían todos los
problemas. En 1952, Paz Estenssoro, nacionalizadas las
minas, recibió en la cima del Cerro Potosí el título de
Libertador Económico de Bolivia.
[13]
De entre las obras de Marina Núñez del Prado, "Los
mineros" es la que, en mi opinión, mejor resume: 1. la
integración del indio, que como minero no es ya el ser
marginado de la novela indigenista; 2. la opresión (los
mineros del segundo y tercer plano); 3. la incipiente
rebeldía que propicia la nueva conciencia social (el
minero del primer plano); 4. y, sobre todo, en la
dimensión estética, la valoración de lo autóctono, de lo
telúrico, la creación de un arte profundamente boliviano
de valor universal.
[Fuente: José Luis Gómez-Martínez.
“La Generación del Chaco y la toma de conciencia de la realidad
boliviana.” Cuadernos Americanos 8 (1988): 43-73. Una
versión breve de este estudio se publicó en Semana de Ultima
Hora, La Paz, July 1985.]
© José Luis Gómez-Martínez
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