Teoría, Crítica e Historia

José Luis Gómez-Martínez

 

"KRAUSISMO, MODERNISMO Y ENSAYO"

Contradicciones de la crítica

Los términos de “generación del 98” y “modernismo” , tan traídos y llevados en la crítica literaria actual, han llegado a un punto de completa confusión: la “generación del 98”, a la que, según Azorín en 1913, pertenecían Valle-Inclán, Unamuno, Benavente, Baroja, Bueno, Maeztu y Rubén Darío, está ahora únicamente formada, según Donald L. Shaw en 1975, por Ganivet, Unamuno, Maeztu, Baroja, Machado y Azorín. Y mientras Gustav Siebenmann nos habla del “afortunado nombre de generación del 98” (498), Ricardo Gullón señala: “La invención de la generación del 98 [...] y la aplicación a la crítica literaria de este concepto [...] me parece el suceso más perturbador y regresivo de cuantos afligieron a nuestra crítica en el presente siglo” (La invención, 7). La suerte que ha corrido el término “modernismo” no ha sido mucho más halagüeña: desde las duras palabras de Unamuno, por lo demás llenas de incomprensión, “eternismo y no modernismo es lo que quiero; no modernismo, que será anticuado y grotesco de aquí a diez años, cuando la moda pase” (Ensayos II: 1189); hasta la visión más amplia, defendida actualmente por Gullón y Schulman entre otros, que ve en el modernismo no una escuela, sino toda una época hispánica, ha pasado este término a significar simultáneamente en la actualidad: una escuela preciosista extranjerizante, un grupo de poetas finiseculares hispanoamericanos, un movimiento literario renovador en Hispanoamérica y, finalmente, una época en las artes hispánicas cuyos comienzos se suelen situar en 1882, fecha de la publicación de Ismaelillo, y cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días.

En realidad, todas estas diversas interpretaciones pueden ser fácilmente reducidas a dos: una restringida, superficial, continuada a fuerza de la repetición machacona que algunos críticos hacen de conceptos que fueron sólo producto de la circunstancia histórica de un momento —“generación del 98” de Azorín y “modernismo” de Rubén Darío—, donde se enfrentan la generación del 98 y el modernismo como conceptos contradictorios. La otra, más meditada, basada en los textos y no en las opiniones, y que consigue superar los problemas de detalle, donde el modernismo pasa a ser un movimiento de época. Sería prolijo el exponer aquí detalladamente la evolución por la que dichos conceptos han pasado desde su origen hasta nuestros días,[1] bástenos ahora con señalar que ya en 1930 Angel Valbuena Prat agrupa a los poetas españoles en modernistas y noventayochistas; división que en cierto modo es acentuada por Dámaso Alonso en 1931.[2] En 1934 Hans Jeschke aplicó las teorías de J. Petersen (Die literarischen Generationen, Berlín, 1930) a la generación del 98[3]. Pedro Salinas separa igualmente ambos conceptos en un discurso pronunciado en 1935.[4] Pero no es hasta 1945, con la obra de Pedro Laín Entralgo, La generación del noventa y ocho, cuando la idea generacional del 98 queda definitivamente establecida. Y con Guillermo Díaz Plaja, Modernismo frente a noventa y ocho, en 1951, se subraya una decidida oposición entre ambos conceptos.

Al mismo tiempo que los conceptos “generación del 98” y “modernismo” se iban polarizando, otra parte de la crítica, de visión más amplia, iba estableciendo, sin grandes repercusiones al principio, los fundamentos para una reinterpretación que emergería con toda fuerza en la década de los sesenta: Juan Ramón Jiménez en una entrevista publicada en 1935 en La Voz (18 de marzo), señala: “Lo que se llama modernismo no es cosa de escuela ni de forma, sino de actitud. Era el encuentro de nuevo con la belleza sepultada durante el siglo XIX por un tono general de poesía burguesa. Eso es el modernismo: un gran movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza”.[5] Y Federico de Onís, más preciso, indica también en 1935 que “el modernismo es la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX y que se había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera, con todos los caracteres, por lo tanto, de un hondo cambio histórico cuyo proceso continúa hoy” (183). Tales interpretaciones permanecieron, en cierto modo, marginales a la crítica establecida, que sólo ahora empieza a replantarse el problema, incitada por los vigorosos ensayos que al propósito ha escrito Ricardo Gullón.

De lo aquí expuesto parecería simple el concluir que toda la confusión se disolvería mediante la definición precisa del término modernismo. La situación no es tan sencilla. Una definición que eleve al modernismo a un distinto plano, debe igualmente ir acompañada de una reevaluación de los métodos de investigación hasta ahora empleados, y de una sistemática revisión de todos los postulados hasta aquí aceptados. De no hacerlo así, seguiremos dando palos a ciegas convencidos de lo acertado de nuestra posición particular, y procurando sólo contradecir a las opuestas. Nada más a propósito para ilustrar la situación actual que las siguientes opiniones —cada una de ellas acertada a su manera— sobre Unamuno: Para Dámaso Alonso “Unamuno pasó por el modernismo como un cristal por el rayo de sol. Su alma de cristal era, no ya lejana del modernismo; mucho más: era antípoda” (Poetas, 56). Ricardo Gullón, por el contrario, se pregunta: “¿Hay, acaso, en España figura más representativa del modernismo que la de Miguel de Unamuno, pese a su reiterada repulsa de ciertos elementos —los menos profundos y significativos— de la tendencia?” (Direcciones, 33). Pero, ¿cómo vamos a entendernos mientras sigamos hablando de la generación “literaria” del 98 y después todo el énfasis se concentre en analizar el “fondo”? —término este último por lo demás desafortunado y que viene a significar “carácter docente”—. O ¿con qué justificación se habla del modernismo como “época” y después se trata de probar con minuciosos detalles que Martí o Gutiérrez Nájera fueron los iniciadores? No, no conseguiremos nada mientras no nos curemos primero de los prejuicios que dominan en ambos conceptos, y tratemos de hablar sin ambigüedades. “Disponemos hoy —nos dice Ricardo Gullón— de perspectiva bastante para advertir que la inmersión de los modernistas hispanoamericanos en su circunstancia ni fue menor, ni tuvo consecuencias menos trascendentales que la de los "noventayochistas" en la suya” (La invención, 16). ¿Qué quiere decir Gullón con la expresión “en su circunstancia”? Si se refiere a la personal, a la íntima del escritor, sí, estamos de acuerdo con él. Pero en definitiva todo escritor, que en realidad lo es, sólo puede serlo a través de una completa inmersión en “su” circunstancia. Si por circunstancia se refiere a la época, a la sociedad en que le tocó vivir, ¿cómo comparar entonces a Gutiérrez Nájera, por ejemplo, con Maeztu? Y sin embargo, ¿no fue Nájera ante todo un poeta y Maeztu un ensayista? ¿Por qué hablar del “fondo” cuando comparamos dos géneros “literarios” que además son distintos? ¿No es en definitiva la belleza el propósito del arte? El contestar detenidamente a tales preguntas es empresa ardua y más ambiciosa de lo que yo me propongo aquí. Me limitaré, ahora, simplemente a exponer algunas reflexiones al particular.

La obra literaria

En rigor, antes de establecer clasificaciones, se impone preguntarnos qué constituye una obra de arte para el hombre del siglo XX. Es obvio que en el transcurso de nuestra historia literaria la concepción del arte ha evolucionado, o mejor dicho, ha variado. Y que la estética dominante en la Edad Media, Renacimiento, Barroco, Época Neoclásica o Romántica no es precisamente la nuestra. Por ello mismo resulta erróneo suponer, como lo hace Ricardo Gullón, que “la crítica literaria está o debiera estar más cerca de la ciencia que del arte” (La invención, 15). Sírvanos la experiencia de siglos para admitir que nunca lograremos establecer “el no sé qué” feijooniano necesario para crear una sola obra de arte. Pero sí tenemos, y ésta es la labor de la crítica, dos caminos en el proceso evaluativo: a) podemos determinar cuáles son las preferencias estéticas de nuestra época y b), mediante ellas, juzgar las obras individuales.

Si hablamos de “nuestra época” oponiéndola, o al menos diferenciándola de la anterior, no cabe duda de que el punto de partida para su comprensión estará en el momento en que los valores del romanticismo y positivismo dejaron de ser comúnmente aceptados. En las letras hispánicas, sin negar que hubiera antecedentes más antiguos, podemos suponer un período de transición durante las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo, y que coincide con las acaloradas polémicas entre los que defendían el “arte por el arte” o el “arte docente”. En la filosofía española este período de cambio coincide también con el auge del krausismo español y la creación de la Institución Libre de Enseñanza.

La postura que defiende el arte docente o comprometido representa la actitud conservadora, que trata de imponer precisamente aquellos postulados contra los que reaccionaba el arte joven. Creo encontrar el mejor ejemplo al propósito en el discurso de ingreso a la Real Academia Española pronunciado por Pedro Antonio de Alarcón en 1877. En efecto, Alarcón es un escritor de prestigio, prototipo de la época que muere, que además puede ser asociado con un tardío romanticismo y un moderado naturalismo. El discurso de Alarcón, de un nuevo miembro ante la Academia, representa por otro lado el último gran esfuerzo de oposición a la incipiente pero enérgica estética modernista. Alarcón, comentando las nuevas opiniones sobre el arte en su tiempo, señala “que es tal la fiebre de las pasiones y tan horrible la consiguiente perturbación de las ideas, que ya corre válida por el mundo, en son de axioma estético y principio didáctico, la peregrina especie [...] de que el ‘Arte’, incluyendo en esta denominación las Bellas Letras, es independiente de la ‘Moral’ [...] y de que ‘Bien’ y ‘Belleza’ son, por tanto, conceptos separables. ¡Es decir: que, según los flamantes críticos, cabe que al espíritu humano le parezca bello lo ocioso, bello lo nulo, bello lo indiferente, y hasta bello lo malo!” (1750). La respuesta a la posición de Alarcón está ejemplificada en un ensayo, también de 1877, de Manuel de la Revilla. Su estudio, “La tendencia docente en la literatura contemporánea”, es uno de los documentos vivos más preciosos que poseemos de la aportación del krausismo español a la estética modernista. A continuación he tratado de resumir (con palabras de Revilla) sus ideas según se hallan expuestas en el mencionado ensayo:

Lo que importa saber es si la idea, o la forma, o ambas a la vez, son las que dan valor a la producción, y si la expresión de la primera o la concepción de la segunda constituyen el fin verdadero de la obra [...] Para los partidarios del arte docente la respuesta no es dudosa. El fin del arte es la expresión y representación del ideal [...] Lo que en el arte vale, por tanto, es la idea, de la cual es la forma simple vestidura [...] Esto es la negación radical del concepto del arte bello. En semejante teoría la belleza desciende de la categoría de fin a la de medio, y queda convertida en mero adorno de la verdad y del bien [...] Que el artista expresa siempre una idea, es indudable; pero que esta expresión sea el fin principal, si no único, de su obra, ya no lo es [...] El fin del artista es realizar lo bello, es producir al exterior, en formas reales y sensibles, la belleza que concibe y ama, para causar a los demás hombres la deleitable y purísima emoción que produjo en su mente la contemplación de esta belleza [...] La belleza reside en la forma pura, y el arte, representación y realización de la belleza, es forma también. La forma, y no el fondo, es el producto verdadero de la creación artística y su elemento estético más importante [...] Lo que en esta cuestión sucede (y así se explica el error de los partidarios del arte docente) es que se confunde la importancia social de las obras poéticas con su valor estético [...] Si se dijera simplemente que la obra poética no tiene alcance social ni influencia en las ideas y en la civilización cuando su pensamiento no es trascendental y profundo, se diría una verdad [...] Si los defensores del arte docente cambiaran los términos y concedieran al sentimiento el valor que otorgan a la idea; si afirmaran que el objetivo del artista ha de ser que en su obra haga sentir a todo hombre en todo lugar y tiempo, más cerca estaría de la verdad. No es la idea la que da vida a la obra de arte, sino el sentimiento que en ella palpita, reflejado en la bella forma [...] El fin docente o trascendental de la obra poética siempre ha de ser secundario y subordinado al puramente artístico. El poeta habrá cumplido su misión si realiza la belleza, y poseerá, sin duda, una perfección más si a esto agrega la expresión de un pensamiento trascendental. En igualdad de circunstancias, entre dos obras de idéntica belleza y de distinto valor filosófico, valdrá más la que idea más alta y verdadera entrañe [...] Entre un canto del Dante y un soneto de Petrarca, preferimos el primero; pero entre un poema didáctico de D. Tomás de Iriarte y una égloga de Garcilaso, preferimos la segunda. Es menester dar de mano a las teorías exclusivas. (138-145)

Antes de analizar, a la luz del krausismo español, las ideas expuestas por Manuel de la Revilla, conviene subrayar algo no del todo claro en el párrafo citado: el carácter combativo y de reacción enérgica que su obra supone. Ideal que él resume con las siguientes palabras: “¡Poesía y verdad! Esta fórmula de Goethe es el grito de guerra de las nuevas generaciones. ¡Afuera la ficción vacía, la fórmula hueca, el sentimiento mentido y alambicado, la imagen arcaica, el inútil follaje de palabras, el pueril concepto, el idealismo enteco, el giro rebuscado del académico, la artificiosa trova del cortesano! ¡Sea el arte la palpitación de la realidad viviente en el alma del poeta, la expresión espontánea y verdadera de la emoción personal del artista!” (153).[6] Examinemos ahora las ideas de Manuel de la Revilla:

A) “El fin del artista es realizar lo bello”. El concepto de la belleza es algo complejo en los krausistas españoles. Su origen, naturalmente, procede de Krause; para quien la belleza finita tiende a identificarse con la belleza infinita de Dios, en un intento de llegar a abarcar toda la creación. Así pues la belleza, en su forma más pura, coincide con la verdad y la bondad. Este principio despojado en cierto modo de su carácter metafísico y aplicado por excelencia a la literatura, traería consigo una renovación del ideal literario, según el cual, en palabras de Giner de los Ríos, “no es lícito sacrificar la obra al fin, que aquí tampoco justifica los medios” (68).

B) “Es menester dar de mano a las teorías exclusivas”. El concepto de una implícita armonía de la verdad y la bondad en su unión con la belleza, llegaría a ser de los más fecundos del krausismo español y que mejor les dispuso para la aceptación de los principios renovadores de las nuevas tendencias filosóficas. Esta es la armonía a que se refiere González Serrano cuando dice: “La dificultad insuperable del arte para aquel en quien no brilla el destello del genio consiste en encontrar el misterioso consorcio de lo sublime del fondo con lo sublime de la forma” (210). El fruto de tal posición en la literatura de la época queda ejemplificado por el carácter moderado del naturalismo español, cuyos escritores comulgaban con la opinión krausista de que “todo movimiento revolucionario trae a la vida un principio nuevo y fecundo, envuelto en lamentables exageraciones, y después de la fiebre del primer momento, el principio queda y las exageraciones pasan” (Revilla 166). Y si este principio del justo medio influyó tanto en Pardo Bazán,[7] y en José Martí,[8] ¿cómo no iba a hacerlo en aquellos que en América siguieron a Martí, o en España eran formados o influidos por la Institución Libre de Enseñanza?

C) “El fin docente o trascendental de la obra poética siempre ha de ser secundario y subordinado al puramente artístico”. Las ideas de los krausistas españoles o institucionalistas a este respecto pueden parecernos a veces contradictorias: por una parte se declaran entusiastas defensores del “arte por el arte”, y al mismo tiempo nos recuerdan, una y otra vez, la necesidad de un “fondo” para llegar a conseguir la obra de arte con valor eterno y universal. Posición ésta que no se debe a un eclecticismo forzado, sino que es parte esencial de la armonía krausista, y convicción de que en la belleza se dan unidas la verdad y la bondad. González Serrano resume con precisión la aproximación teórica del krausismo español en las siguientes palabras: “Quien tiene presente que el arte es la suprema condensación del ideal; quien concibe la poesía como combinación libre de elementos estéticos según ideas; quien nunca olvida que la obra artística brota del fondo de la conciencia humana [...] no puede aspirar a que se subordine el fuego de la inspiración a las discreciones reflexivas de un análisis científico, ni puede menospreciar el valor insustituible del ‘arte por el arte’, cuya principal exigencia consiste en producir la belleza” (207). No obstante tales ideas, no debemos olvidar que la gran preocupación de la Institución Libre de Enseñanza fue la educación, y que es al campo pedagógico donde aplicaron con más entusiasmo sus esfuerzos y donde consiguieron los mejores y más duraderos frutos. De ahí que aquellos escritores formados en la Institución, sin salirse del principio básico expresado por González Serrano, recalcan la importancia del contenido, aunque éste siga subordinado a la forma. Así Clarín señala que “la experiencia nos enseña que el público de nuestros días, si aplaude las obras no tendenciosas cuando son bellas, más aplaude las que además ‘entrañan un grave problema social’” (76). Y Antonio Machado, más alejado del ideal krausista, concede a las ideas una posición de igualdad, si bien supuestas estas como producto de la intuición y no del intelecto: “El intelecto no ha cantado jamás, no es su misión. Sirve, no obstante a la poesía, señalándole el imperativo de su esencialidad. Porque tampoco hay poesía sin ideas, sin visiones de lo esencial. Pero las ideas del poeta no son categorías formales, cápsulas lógicas, sino directas intuiciones del ser que deviene, de su propio existir” (50).

D) “No es la idea la que da vida a la obra de arte, sino el sentimiento que en ella palpita, reflejado en la bella forma”. Quizás sea esta frase la que mejor sintetiza el ideal modernista: la belleza ante todo, pero una belleza con vida. Y la obra de arte tiene vida cuando es auténtica. Tal autenticidad, sin embargo, no reside en la adopción más o menos fiel de ciertos cánones preceptivos externos, sino en la expresión sincera de la vida interior del escritor. De ahí que Unamuno y Gutiérrez Nájera, por ejemplo, son más modernistas y están más cerca el uno del otro, cuanto más fieles son a sus propias realidades internas, sin que el producto final sirva para otra cosa que para reafirmar la individualidad de sus personalidades. Estamos ahora ya muy lejos del romanticismo, o de las épocas que le precedieron, donde el héroe era, en cierto modo, una idealidad externa al escritor. Para el hombre modernista el héroe se caracteriza por su unicidad, es el “Yo” del escritor. Si con tales premisas interpretamos la frase “el estilo es el hombre” , nos parecerá tan modernista, y por lo tanto auténtico, Verlaine en la expresión “De la musique avant toute chose”, como Antonio Machado en su posición aparentemente contradictoria: “Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo” (46-47). Ambos son exponentes de sus propias personalidades, de la circunstancia íntima en que viven.

El último punto comentado viene a ser como el sumario de los tres anteriores, y en todos ellos se hace patente el germen de modernismo que inspiraba a los krausistas españoles. No pretendo de ningún modo concluir de lo anotado, que el modernismo proceda del krausismo, ya que tanto el modernismo como el krausismo español son productos de la nueva época. Lo que sí parece aparente es que el krausismo español —empleo el adjetivo “español” constantemente para dar énfasis en el hecho de que no me refiero a las teorías de Krause, sino a la expresión singularísima que éstas adquirieron en España— fue anterior y como antesala filosófica del modernismo hispánico. Los testimonios de tal influencia no se limitan a las aplicaciones, más o menos conscientes, de los supuestos teóricos, sino que se extiende a la defensa entusiasta de sus principios, bien en el ámbito personal, como señala José Martí en la siguiente afirmación: “Schelling ve al hombre análogo a lo que le rodea, y confunde el Sujeto y el Objeto. Hegel, el grande, los pone en relación y Krause, más grande, los estudia en el Sujeto, en el Objeto, y en la manera subjetiva individual a que la Relación lleva el sujeto que examina al objeto examinado. Yo tuve gran placer cuando hallé en Krause esa filosofía intermedia, secreto de los dos extremos, que yo había pensado en llamar Filosofía de Relación” (19: 367). O, en expresión más amplia, con una visión en perspectiva, como la siguiente evaluación de Azorín: “¿Qué se debe a la Institución Libre de Enseñanza?, se suele preguntar. Y se suele contestar ligeramente: ‘poca cosa’. ¿Poca cosa, desde don Fernando de Castro acá? ¿Poca cosa, cuando toda la literatura, todo el arte, mucha parte de la política, gran parte de la pedagogía, han sido renovados por el espíritu emanado de ese Instituto? Lentamente, a lo largo de cuarenta o cincuenta años, la irradiación de ese núcleo selecto de pensadores y de maestros se ha extendido por toda España. La obra sigue su marcha progresiva. El espíritu de la Institución Libre —es decir, el espíritu de Giner— ha determinado el grupo de escritores de 1898” (3: 1214-1215). En realidad, un detenido análisis de los principios estéticos de las grandes figuras modernistas, pondría de relieve hasta qué punto coinciden con el ideal del arte defendido por el krausismo español. Bástenos ahora con la posición de José Rodó expuesta en los siguientes términos en su ensayo “Una bandera literaria” : “Yo he pensado siempre que, aunque la soberana independencia del arte y el valor substancial de la creación de belleza son dogmas inmutables de la religión artística, nada se opone a que el artista que, además, es ciudadano, es pensador, es “hombre” , infunda en su arte el espíritu de vida que fluye de las realidades del pensamiento y de la acción, no para que su arte haga de esclavo de otros fines, ni obre como instrumento de ellos, sino para qué viva con ellos en autonómica hermandad, y con voluntaria y señoril contribución se asocie a la obra humana de la verdad y del bien” (717).

Si ahora, después de haber establecido tan íntimas relaciones entre el krausismo español y el modernismo, examinamos la crítica actual, se nos hará más fácil el comprender por qué ciertas intuiciones, por lo demás formuladas con claridad, no llegaron a surtir los efectos a que estaban destinadas. Así la posición de Ricardo Gullón, expuesta ya en 1963, y donde se afirmaba la relación entre modernismo y krausismo español,[9] es todavía rechazada, por injustificada, diez años más tarde por H. Ramsden: “It is doubtful, however, whether the mere absence of a recognizable 98 group justifies the ‘epochal’ use of the term Modernism. Something more positive is needed: evidence of bonds serving both to link a significant number of writers and, at the same time, to distinguish them from their predecessors (with a pivot, for Gullón, around the year 1880). The alleged assertion of a new ethic through aesthetics is not obviously helpful unless it can be shown, presumably on comparative, internal evidence, that that new ethic was similar for all” (491). Sin duda la posición negativa de Ramsden se coloca en un extremo, pero su característica actitud sirve para destacar los límites que en la exposición práctica, tiene la intuición de Gullón. En efecto, por un lado se habla de “época” , pero al tratar de establecer las bases, todo el énfasis recae en ciertas obras, llamadas precursoras o iniciadoras, en lugar de fijar los principios filosóficos que modelan la época y forman la “circunstancia” ante la que han de reaccionar los escritores en la forma peculiar que su individualidad les determine. Por otra parte, y esto es quizás más serio, pues nos toca de más cerca, al hablar de la obra literaria, ésta aparece presentada sólo en función de su “contenido”, con un desprecio absoluto a los principios estéticos, más o menos aceptados por todos en teoría. De ahí los debates de si Rubén Darío es más auténtico en Cantos de vida y esperanza o en Prosas profanas. Aún exponiéndome al peligro de las generalizaciones, creo se puede resumir la estética del siglo xx, en lo que a la literatura concierne, en dos grandes postulados: a) el primero es aquel que establece como fin primario de la obra literaria la belleza; con lo que se subordina el “fondo” a la “forma” . b) El segundo es el que antepone a todos los demás aspectos de la obra literaria la autenticidad, en cuanto ésta se refiere a la expresión del “Yo” individual del autor. Por ello tanto Rubén Darío como Unamuno o Baroja serán más modernistas cuanto con más fidelidad se exterioricen. Lo demás, que sus sentimientos —e incluso sensaciones— tengan su origen en el entendimiento o en los sentidos, es ya secundario, pues pertenece sólo al ámbito personal del autor.

El ensayo en el modernismo: hacia el 98

Establecidas, pues, en las páginas anteriores de un modo más o menos esquemático, las bases de la estética modernista, conviene ahora acercarnos a los diferentes géneros literarios en un intento de determinar el impacto que ellos suponen en la reacción modernista contra la tradición establecida. Restringiéndonos a las letras hispánicas, la situación es clara: la reacción en la dramática es lenta y apenas significante hasta bien entrado el siglo modernista. La novela, influida por el vigor de la tradición realista-naturalista, emerge al principio indecisa y en realidad no llega a poseer carácter hasta la primera década del siglo XX. Es en los otros dos géneros literarios, la poesía y el ensayo, donde el modernismo surge como fuerza de reacción. Parece por ello lógico que todo intento de establecer lo que el modernismo fue en sus principios, ha de incluir forzosamente en su estudio un análisis sistemático de su manifestación en la poesía y en el ensayo. En la práctica, sin embargo, la poesía se ha estudiado con minucioso detalle, mientras que el ensayo ha permanecido incomprensiblemente olvidado, hasta el punto de ser identificado, cuando se le menciona, con la prosa didáctica, al hacer sólo referencia a las ideas que en él se contienen.

Antes de pasar a considerar el ensayo en el contenido modernista, se hace imperioso, dada la confusión a que actualmente ha llegado el término, el resumir lo que yo entiendo por tal: El ensayo es un escrito en prosa lindante con la didáctica y la poesía, por lo que el ensayista de naturaleza ha de poseer las raras cualidades del intelectual y del poeta. El ensayo se dirige a “la generalidad de los cultos”, lo que justifica la omisión de los términos técnicos y del aparato crítico que maneja el especialista. El ensayo es prosa de ideas expresadas artísticamente y bajo la lente subjetiva de las creencias del autor; y siempre el ensayista dialoga con nosotros de igual a igual, y su deseo no es tanto el de convencer como el de hacernos reaccionar. Si sus reflexiones no son sistemáticas es porque como buen conversador habla según piensa, lo que además le permite dar sabor de espontaneidad a sus escritos. El ensayista es un poeta con los pies en la tierra, consciente de los problemas actuales, a los que aplica su ingenio inquisitivo, con el único propósito de despertar al lector y hacerle reflexionar sobre aquello particular que él eleva al plano de lo universal. Si el ensayista proyecta una y otra vez su personalidad en los escritos, es por pensar que sus ideas no son algo objetivo con vida propia, sino más bien parte integrante de su mismo ser. En realidad es un gran egotista, convencido de que sus pensamientos, sus preocupaciones, a incluso su vida son algo esencial que hay que dar a conocer (Gómez-Martínez).

Así considerado, el ensayo es un género híbrido —“Centauro de los géneros” lo llamaba Alfonso Reyes—, que depende de una armoniosa simbiosis de la idea con la “voluntad de estilo”. Como su género literario sin fin último seguirá siendo el de conseguir la belleza, pero, a diferencia de los otros géneros, la idea —o sea el “fondo”— pasa ahora a formar parte de la esencialidad misma del ensayo. Con lo que lejos de contradecir, se reafirma la idea de la armonía krausista, pues en el ensayo, más que en ningún otro género literario, se da “el misterioso consorcio de lo sublime del fondo con lo sublime de la forma” (González Serrano, 210).

Entre los mayores logros del modernismo, nos dice Schulman, “contamos, a más de los originales hallazgos expresivos en prosa y en verso, una profunda preocupación metafísica de carácter agónico que responde a la confusión ideológica y la soledad espiritual de la época” (Martí, Darío 45). De ahí que el modernismo dé comienzo a un período propicio para el ensayo, que en las letras hispánicas es ahora cuando alcanza su auténtica “Edad de Oro”. Un somero análisis de las características principales del modernismo en su relación con la ensayística bastará para poner de relieve su íntima correspondencia:

a) Individualidad. “Lo que mejor define el arte modernista es su cualidad individual”, señala Schulman (Martí, Darío 35),[10] y es ésta igualmente una de las características primordiales del ensayo. En la historia de la ensayística no es posible hablar de escuelas, únicamente de ensayistas y de imitadores. Ningún ejemplo mejor que el del ensayo hispánico modernista, donde Martí, Unamuno, Rodó, Azorín, Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, poseen de común sólo el reaccionar ante unas circunstancias semejantes. Sus personalidades son distintas, de ahí que los temas que en cada caso eligen, así como la manera de tratarlos, sea tan diferente en cada uno de ellos. En la ensayística, con más exclusivismo que en la novela y en el teatro, la personalidad del autor ocupa un lugar de prominencia. Y es aquí donde mejor cabe aquella frase de que “el estilo es el hombre”. Podríamos incluso decir que lo que antes sólo era característica del ensayista, pasa ahora a serlo de toda una época en la que se puede ya afirmar “que el estilo que no es propio no es estilo” (Unamuno, Obras 11: 800).

b) Reacción contra lo establecido y sincretismo. “El modernismo nació como una negación de la literatura precedente y una reacción contra ella”, nos indica Federico de Onís (182). Por otra parte Iván Schulman señala que el sincretismo “es la piedra de toque de la estética modernista” (Martí, Darío 35). Ambos conceptos, sólo en apariencia contradictorios, se dan en armonioso equilibrio en el ensayo, hasta el punto de llegar a constituir parte de su propia esencialidad. En efecto, el ensayista, como el hombre del modernismo, reacciona contra lo que le precedió, pero no en la forma sistemática con que la época neoclásica, por ejemplo, se opuso al barroco. El ensayista es un escéptico que se niega a aceptar lo establecido sólo por el hecho de serlo. Por ello rompe con la tradición, no con pretensiones de rechazo sino para, desde afuera, revaluarla a la luz de su propia circunstancia. De ahí que sólo lo caduco sea eliminado.

c) Personalismo-autenticidad-subjetivismo. “La palabra escrita me fatiga cuando no me recuerda la espontaneidad de la palabra hablada”, nos indica Antonio Machado (843), y Baroja, más preciso, dice: “El estilo debe ser expresión, espontánea o rebuscada, eso es lo de menos, pero expresión fiel de la forma individual de sentir y pensar” (8: 843). Y es que por primera vez en las letras de nuestra civilización, el héroe deja de ser algo externo al escritor, para pasar a identificarse con él. Sin necesidad de penetrar en los temas tratados por los escritores modernistas, en la forma misma se encuentra ya la firma del autor. En la aristocrática sutileza de la poesía —y del ensayo— de Rubén Darío se descubren sus “manos de marqués” , del mismo modo que el anárquico Baroja se nos muestra en la parquedad y rudeza de su prosa. El escritor modernista no sólo siente lo que escribe, como lo sintieron los grandes escritores de todos los tiempos, sino que él da un paso más, y elevando la forma a la categoría de fin, hace de ésta expresión de su íntima individualidad. Así considerada, la época modernista había de ser necesariamente campo fértil para el ensayo, en el que el subjetivismo es parte esencial. Es esta motivación interior la que elige el tema y su aproximación a él; y como el ensayista expresa no sólo sus sentimientos, sino también el mismo proceso de adquirirlos, sus escritos poseen siempre un carácter de íntima autobiografía.

No es de extrañar, pues, que en los comienzos del modernismo fueran el ensayo y la poesía los géneros literarios predilectos, ya que en ellos es donde con más nitidez podía exteriorizar el escritor su personalidad. Y como era de esperar, la renovación estética comenzó primero en la poesía. Al principio, tímida en José Martí y Rosalía de Castro, para alcanzar luego un vigor incontenible en Rubén Darío, que imprime carácter a la renovación en la América Hispánica, y precipita su desarrollo en España. Por otra parte el contenido ideológico del modernismo debe buscarse, por definición, en la ensayística. Y es aquí, en efecto, donde con mayor intensidad se da, tanto en los ensayos de Martí como en los de Rubén Darío, Rodó, Unamuno, Ganivet, Azorín o Maeztu.

Visto de este modo se comprende que la confusión de parte de la crítica ante los conceptos “modernismo” y “generación del 98” se deba ante todo a presupuestos apriorísticos sin fundamento y a errores en el método. Así se puede clasificar el a) considerar al modernismo sólo como una generación de poetas cuyo fin era el preciosismo; b) confundir el impacto social de un grupo de escritores llamados del 98, con su posición literaria; y ante todo, c) prestar atención, al establecer correspondencias, únicamente al contenido ideológico en su valor educativo, con un desprecio práctico a la expresión estética. De ahí que al hablar de modernismo se haga referencia ante todo al primer Rubén Darío. Y que convenientemente se consideren noventayochistas a los ensayos de Ganivet, Maeztu, Azorín, Unamuno y, es cierto, a la poesía de la segunda época de Antonio Machado. Pero Machado, formado en la Institución Libre de Enseñanza, cuyos principios lleva a un extremo, confirma de este modo la influencia del krausismo español en la formación de los escritores modernistas. La generación del 98, cuyo impacto social en el mundo hispánico es indudable, desde un punto de vista literario no tiene razón de ser. Sólo en el ámbito regional podemos atribuir a sus escritores características comunes. En lo universal, la preocupación de los noventayochistas por España, es semejante a la de Martí por Cuba, Manuel González Prada por Perú, o a la de Rodó y Rubén Darío por el continente hispanoamericano.

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Notas

[1] Este aspecto ha sido estudiado detenidamente, entre otras, en las siguientes obras: Donald L. SHAW, “Modernismo: a Contribution to the Debate”, Bulletin of Hispanic Studies 44 (1967): 195-202; Ivan A. SCHULMAN, “Reflexiones en torno a la definición del modernismo”, Estudios críticos sobre el modernismo, edición de Homero Castillo, Madrid, Gredos, 1968, pp. 325-357; H. RAMSDEN, “The Spanish Generation of 1898: 1. The History of a Concept”, The John Rylands University Library Bulletin 56 (1974): 463-491.

[2] Dámaso ALONSO, Reseña a Poesía española contemporánea, de Angel Valbuena Prat, Revista de Filología Española 18 (1931): 267-269. La opinión de Dámaso Alonso es por demás curiosa: “La clasificación de Valbuena es falsa desde un punto de vista lógico. Es, sin embargo, utilísima desde uno práctico”, Poetas españoles contemporáneos, Madrid, Gredos, 1969, p. 85.

[3] Hans JESCHKE, Die Generation von 1898 in Spanien, Halle, 1934. Jeschke llega en su obra a una contradicción: por una parte se esfuerza en justificar la existencia de una “generación literaria”, y por otra, al hacer el análisis estilístico, encuentra en ella rasgos comunes a los modernistas.

[4] Pedro SALINAS, “El concepto de generación literaria aplicado a la del 98”, Literatura española siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 1970, pp. 26-33. Salinas establece también una escala de valores al señalar: “Se ha intentado dar como denominación equivalente a la generación del 98 la del modernismo. Me parece erróneo: el modernismo, a mi entender, no es otra cosa que el lenguaje generacional del 98”, p. 32.

[5] Reproduzco la cita del prólogo de Ricardo Gullón al libro de Juan Ramón JIMÉNEZ, El modernismo, notas de un curso, México, Aguilar, 1962, p. 17. La idea en sí no era nueva, pues reflejaba la opinión de la mayoría de los críticos que participaron en una encuesta sobre el modernismo dirigida por Enrique Gómez Carrillo en El Nuevo Mercurio (1907). Véase a este respecto la exposición que hace Iván A. Schulman en su ya mencionado estudio “Reflexiones en torno a la definición del modernismo” . Isaac GOLBERG, en 1920, coincide también en esta interpretación: “In its broader implications [Modernism] it is not a phenomenon restricted to Castilian and Ibero-American writers of the late nineteenth and early twentieth century, but rather an aspect of a spirit that inundated the world of western thought during that era ... it is an age of spiritual unrest”, Studies in Spanish-American Literature, New York, Bretano's Publishers, 1920, pp. 1-2. De un modo similar se expresaba, en 1929, Antonio S. PEDREIRA en un artículo titulado “¿La generación del 98?” Para Pedreira la generación del 98, que el prefiere llamar “la generación finisecular”, “responde a la necesidad surgida ante la crisis de ideales de toda Europa en los últimos años del siglo XIX” , Revista de las Españas 4 (1929), 316.

[6] Estas opiniones no sólo fueron teoría. Su obra toda supone un intento de aplicación. Compárense estos ensayos de Manuel de la Revilla con el discurso anteriormente citado de Alarcón, y se observará qué distantes se hallan las prosas de ambos escritores.

[7] No me refiero aquí, sólo a sus novelas sino más especialmente a su conciencia de lo que es una obra de arte: “Yo de mí sé decir que en arte me enamora la enseñanza indirecta que emana de la hermosura, pero aborrezco las píldoras de moral rebozadas en una capa de oro literario”, del “Prefacio” a su novela Un viaje de novios (1881), Barcelona, Editorial Labor, 1971, p. 61

[8] Martí siempre habló con entusiasmo y admiración de los krausistas españoles. Sobre este aspecto de su pensamiento nos dice: “Yo tuve gran placer cuando hallé en Krause esa filosofía intermedia, secreto de los dos extremos, que yo había pensado en llamar Filosofía de Relación”, Obras completas, La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1965, vol. 19, 367.

[9] Ricardo GULLÓN, Direcciones del modernismo. Gullón escribe: “El escritor "modernista" es en primer término hombre moderno, y como tal tiene conciencia de su deber como ciudadano y cree en la posibilidad de la reforma política y social. En España serán institucionalistas seguidores y admiradores de Giner; en América afines a tendencias que, salvadas las distancias y la diferente problemática pueden considerarse equivalentes” , p. 59.

[10] Federico DE ONÍS ya había indicado categóricamente que “Rubén Darío, como Unamuno, Benavente, Azorín, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez y los demás grandes escritores modernistas, lleva hondas contradicciones dentro de sí mismo, se rectifica constantemente a través de sus varias obras y sólo puede ser definido por la unidad de su propia individualidad”, España en América, p. 183. Más lacónicamente nos dice Pío BAROJA al hablar del estilo modernista: “Antes, una época tenía su estilo... Hoy, cada individuo es una época”, Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, vol. 8, 845.

1977

[Fuente: José Luis Gómez-Martínez: "Krausismo, Modernismo y ensayo". Ponencia presentada en 1977 en el Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (Universidad de Florida). Publicado originalmente en Nuevos asedios al modernismo. Edición de Ivan A. Schulman. Madrid: Taurus, 1987: pp. 210-226.]

 

© José Luis Gómez-Martínez
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