José Luis
Gómez-Martínez
"KRAUSISMO,
MODERNISMO Y ENSAYO"
Contradicciones de la
crítica
Los
términos de “generación del 98” y “modernismo” , tan traídos y
llevados en la crítica literaria actual, han llegado a un punto de
completa confusión: la “generación del 98”, a la que, según Azorín
en 1913, pertenecían Valle-Inclán, Unamuno, Benavente, Baroja, Bueno,
Maeztu y Rubén Darío, está ahora únicamente formada, según Donald L.
Shaw en 1975, por Ganivet, Unamuno, Maeztu, Baroja, Machado y Azorín. Y
mientras Gustav Siebenmann nos habla del “afortunado nombre de generación
del 98” (498), Ricardo Gullón señala: “La invención de la generación
del 98 [...] y la aplicación a la crítica literaria de este concepto
[...] me parece el suceso más perturbador y regresivo de cuantos
afligieron a nuestra crítica en el presente siglo” (La invención,
7). La suerte que ha corrido el término “modernismo” no ha sido mucho
más halagüeña: desde las duras palabras de Unamuno, por lo demás
llenas de incomprensión, “eternismo y no modernismo es lo que quiero;
no modernismo, que será anticuado y grotesco de aquí a diez años,
cuando la moda pase” (Ensayos II: 1189); hasta la visión más
amplia, defendida actualmente por Gullón y Schulman entre otros, que ve
en el modernismo no una escuela, sino toda una época hispánica, ha
pasado este término a significar simultáneamente en la actualidad: una
escuela preciosista extranjerizante, un grupo de poetas finiseculares
hispanoamericanos, un movimiento literario renovador en Hispanoamérica y,
finalmente, una época en las artes hispánicas cuyos comienzos se suelen
situar en 1882, fecha de la publicación de Ismaelillo,
y cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días.
En
realidad, todas estas diversas interpretaciones pueden ser fácilmente
reducidas a dos: una restringida, superficial, continuada a fuerza de la
repetición machacona que algunos críticos hacen de conceptos que fueron
sólo producto de la circunstancia histórica de un momento —“generación
del 98” de Azorín y “modernismo” de Rubén Darío—, donde se
enfrentan la generación del 98 y el modernismo como conceptos
contradictorios. La otra, más meditada, basada en los textos y no en las
opiniones, y que consigue superar los problemas de detalle, donde el
modernismo pasa a ser un movimiento de época. Sería prolijo el exponer
aquí detalladamente la evolución por la que dichos conceptos han pasado
desde su origen hasta nuestros días,[1]
bástenos ahora con señalar que ya en 1930 Angel Valbuena Prat agrupa a
los poetas españoles en modernistas y noventayochistas; división que en
cierto modo es acentuada por Dámaso Alonso en 1931.[2]
En 1934 Hans Jeschke aplicó las teorías de J. Petersen (Die literarischen Generationen, Berlín, 1930) a la generación del
98[3].
Pedro Salinas separa igualmente ambos conceptos en un discurso pronunciado
en 1935.[4]
Pero no es hasta 1945, con la obra de Pedro Laín Entralgo, La generación del noventa y ocho, cuando la idea generacional del
98 queda definitivamente establecida. Y con Guillermo Díaz Plaja, Modernismo
frente a noventa y ocho, en 1951, se subraya una decidida oposición
entre ambos conceptos.
Al
mismo tiempo que los conceptos “generación del 98” y “modernismo”
se iban polarizando, otra parte de la crítica, de visión más amplia,
iba estableciendo, sin grandes repercusiones al principio, los fundamentos
para una reinterpretación que emergería con toda fuerza en la década de
los sesenta: Juan Ramón Jiménez en una entrevista publicada en 1935 en La
Voz (18 de marzo), señala: “Lo que se llama modernismo no es cosa
de escuela ni de forma, sino de actitud. Era el encuentro de nuevo con la
belleza sepultada durante el siglo XIX por un tono general de poesía
burguesa. Eso es el modernismo: un gran movimiento de entusiasmo y
libertad hacia la belleza”.[5]
Y Federico de Onís, más preciso, indica también en 1935 que “el
modernismo es la forma hispánica de la crisis universal de las letras y
del espíritu que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX y que se
había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política y
gradualmente en los demás aspectos de la vida entera, con todos los
caracteres, por lo tanto, de un hondo cambio histórico cuyo proceso
continúa hoy” (183). Tales interpretaciones permanecieron, en cierto
modo, marginales a la crítica establecida, que sólo ahora empieza a
replantarse el problema, incitada por los vigorosos ensayos que al propósito
ha escrito Ricardo Gullón.
De
lo aquí expuesto parecería simple el concluir que toda la confusión se
disolvería mediante la definición precisa del término modernismo. La
situación no es tan sencilla. Una definición que eleve al modernismo a
un distinto plano, debe igualmente ir acompañada de una reevaluación de
los métodos de investigación hasta ahora empleados, y de una sistemática
revisión de todos los postulados hasta aquí aceptados. De no hacerlo así,
seguiremos dando palos a ciegas convencidos de lo acertado de nuestra
posición particular, y procurando sólo contradecir a las opuestas. Nada
más a propósito para ilustrar la situación actual que las siguientes
opiniones —cada una de ellas acertada a su manera— sobre Unamuno: Para
Dámaso Alonso “Unamuno pasó por el modernismo como un cristal por el
rayo de sol. Su alma de cristal era, no ya lejana del modernismo; mucho más:
era antípoda” (Poetas, 56). Ricardo Gullón, por el contrario,
se pregunta: “¿Hay, acaso, en España figura más representativa del
modernismo que la de Miguel de Unamuno, pese a su reiterada repulsa de
ciertos elementos —los menos profundos y significativos— de la
tendencia?” (Direcciones, 33). Pero, ¿cómo vamos a entendernos
mientras sigamos hablando de la generación “literaria” del 98 y después
todo el énfasis se concentre en analizar el “fondo”? —término este
último por lo demás desafortunado y que viene a significar “carácter
docente”—. O ¿con qué justificación se habla del modernismo como
“época” y después se trata de probar con minuciosos detalles que
Martí o Gutiérrez Nájera fueron los iniciadores? No, no conseguiremos
nada mientras no nos curemos primero de los prejuicios que dominan en
ambos conceptos, y tratemos de hablar sin ambigüedades. “Disponemos hoy
—nos dice Ricardo Gullón— de perspectiva bastante para advertir que
la inmersión de los modernistas hispanoamericanos en su circunstancia ni
fue menor, ni tuvo consecuencias menos trascendentales que la de los
"noventayochistas" en la suya” (La invención, 16). ¿Qué
quiere decir Gullón con la expresión “en su circunstancia”? Si se
refiere a la personal, a la íntima del escritor, sí, estamos de acuerdo
con él. Pero en definitiva todo escritor, que en realidad lo es, sólo
puede serlo a través de una completa inmersión en “su”
circunstancia. Si por circunstancia se refiere a la época, a la sociedad
en que le tocó vivir, ¿cómo comparar entonces a Gutiérrez Nájera, por
ejemplo, con Maeztu? Y sin embargo, ¿no fue Nájera ante todo un poeta y
Maeztu un ensayista? ¿Por qué hablar del “fondo” cuando comparamos
dos géneros “literarios” que además son distintos? ¿No es en
definitiva la belleza el propósito del arte? El contestar detenidamente a
tales preguntas es empresa ardua y más ambiciosa de lo que yo me propongo
aquí. Me limitaré, ahora, simplemente a exponer algunas reflexiones al
particular.
La
obra literaria
En
rigor, antes de establecer clasificaciones, se impone preguntarnos qué
constituye una obra de arte para el hombre del siglo XX. Es obvio que en
el transcurso de nuestra historia literaria la concepción del arte ha
evolucionado, o mejor dicho, ha variado. Y que la estética dominante en
la Edad Media, Renacimiento, Barroco, Época Neoclásica o Romántica no
es precisamente la nuestra. Por ello mismo resulta erróneo suponer, como
lo hace Ricardo Gullón, que “la crítica literaria está o debiera
estar más cerca de la ciencia que del arte” (La invención, 15).
Sírvanos la experiencia de siglos para admitir que nunca lograremos
establecer “el no sé qué” feijooniano necesario para crear una sola
obra de arte. Pero sí tenemos, y ésta es la labor de la crítica, dos
caminos en el proceso evaluativo: a) podemos determinar cuáles son las
preferencias estéticas de nuestra época y b), mediante ellas, juzgar las
obras individuales.
Si
hablamos de “nuestra época” oponiéndola, o al menos diferenciándola
de la anterior, no cabe duda de que el punto de partida para su comprensión
estará en el momento en que los valores del romanticismo y positivismo
dejaron de ser comúnmente aceptados. En las letras hispánicas, sin negar
que hubiera antecedentes más antiguos, podemos suponer un período de
transición durante las décadas de los sesenta y setenta del pasado
siglo, y que coincide con las acaloradas polémicas entre los que defendían
el “arte por el arte” o el “arte docente”. En la filosofía española
este período de cambio coincide también con el auge del krausismo español
y la creación de la Institución Libre de Enseñanza.
La
postura que defiende el arte docente o comprometido representa la actitud
conservadora, que trata de imponer precisamente aquellos postulados contra
los que reaccionaba el arte joven. Creo encontrar el mejor ejemplo al propósito
en el discurso de ingreso a la Real Academia Española pronunciado por
Pedro Antonio de Alarcón en 1877. En efecto, Alarcón es un escritor de
prestigio, prototipo de la época que muere, que además puede ser
asociado con un tardío romanticismo y un moderado naturalismo. El
discurso de Alarcón, de un nuevo miembro ante la Academia, representa por
otro lado el último gran esfuerzo de oposición a la incipiente pero enérgica
estética modernista. Alarcón, comentando las nuevas opiniones sobre el
arte en su tiempo, señala “que es tal la fiebre de las pasiones y tan
horrible la consiguiente perturbación de las ideas, que ya corre válida
por el mundo, en son de axioma estético y principio didáctico, la
peregrina especie [...] de que el ‘Arte’, incluyendo en esta
denominación las Bellas Letras, es independiente de la ‘Moral’ [...]
y de que ‘Bien’ y ‘Belleza’ son, por tanto, conceptos separables.
¡Es decir: que, según los flamantes críticos, cabe que al espíritu
humano le parezca bello lo ocioso, bello lo nulo, bello lo indiferente, y
hasta bello lo malo!” (1750). La respuesta a la posición de Alarcón
está ejemplificada en un ensayo, también de 1877, de Manuel de la
Revilla. Su estudio, “La tendencia docente en la literatura contemporánea”,
es uno de los documentos vivos más preciosos que poseemos de la aportación
del krausismo español a la estética modernista. A continuación he
tratado de resumir (con palabras de Revilla) sus ideas según se hallan
expuestas en el mencionado ensayo:
Lo
que importa saber es si la idea, o la forma, o ambas a la vez, son las
que dan valor a la producción, y si la expresión de la primera o la
concepción de la segunda constituyen el fin verdadero de la obra [...]
Para los partidarios del arte docente la respuesta no es dudosa. El fin
del arte es la expresión y representación del ideal [...] Lo que en el
arte vale, por tanto, es la idea, de la cual es la forma simple
vestidura [...] Esto es la negación radical del concepto del arte
bello. En semejante teoría la belleza desciende de la categoría de fin
a la de medio, y queda convertida en mero adorno de la verdad y del bien
[...] Que el artista expresa siempre una idea, es indudable; pero que
esta expresión sea el fin principal, si no único, de su obra, ya no lo
es [...] El fin del artista es realizar lo bello, es producir al
exterior, en formas reales y sensibles, la belleza que concibe y ama,
para causar a los demás hombres la deleitable y purísima emoción que
produjo en su mente la contemplación de esta belleza [...] La belleza
reside en la forma pura, y el arte, representación y realización de la
belleza, es forma también. La forma, y no el fondo, es el producto
verdadero de la creación artística y su elemento estético más
importante [...] Lo que en esta cuestión sucede (y así se explica el
error de los partidarios del arte docente) es que se confunde la
importancia social de las obras poéticas con su valor estético [...]
Si se dijera simplemente que la obra poética no tiene alcance social ni
influencia en las ideas y en la civilización cuando su pensamiento no
es trascendental y profundo, se diría una verdad [...] Si los
defensores del arte docente cambiaran los términos y concedieran al
sentimiento el valor que otorgan a la idea; si afirmaran que el objetivo
del artista ha de ser que en su obra haga sentir a todo hombre en todo
lugar y tiempo, más cerca estaría de la verdad. No es la idea la que
da vida a la obra de arte, sino el sentimiento que en ella palpita,
reflejado en la bella forma [...] El fin docente o trascendental de la
obra poética siempre ha de ser secundario y subordinado al puramente
artístico. El poeta habrá cumplido su misión si realiza la belleza, y
poseerá, sin duda, una perfección más si a esto agrega la expresión
de un pensamiento trascendental. En igualdad de circunstancias, entre
dos obras de idéntica belleza y de distinto valor filosófico, valdrá
más la que idea más alta y verdadera entrañe [...] Entre un canto del
Dante y un soneto de Petrarca, preferimos el primero; pero entre un
poema didáctico de D. Tomás de Iriarte y una égloga de Garcilaso,
preferimos la segunda. Es menester dar de mano a las teorías
exclusivas. (138-145)
Antes
de analizar, a la luz del krausismo español, las ideas expuestas por
Manuel de la Revilla, conviene subrayar algo no del todo claro en el párrafo
citado: el carácter combativo y de reacción enérgica que su obra
supone. Ideal que él resume con las siguientes palabras: “¡Poesía y
verdad! Esta fórmula de Goethe es el grito de guerra de las nuevas
generaciones. ¡Afuera la ficción vacía, la fórmula hueca, el
sentimiento mentido y alambicado, la imagen arcaica, el inútil follaje de
palabras, el pueril concepto, el idealismo enteco, el giro rebuscado del
académico, la artificiosa trova del cortesano! ¡Sea el arte la palpitación
de la realidad viviente en el alma del poeta, la expresión espontánea y
verdadera de la emoción personal del artista!” (153).[6]
Examinemos ahora las ideas de Manuel de la Revilla:
A)
“El fin del artista es realizar lo bello”. El concepto de la belleza
es algo complejo en los krausistas españoles. Su origen, naturalmente,
procede de Krause; para quien la belleza finita tiende a identificarse con
la belleza infinita de Dios, en un intento de llegar a abarcar toda la
creación. Así pues la belleza, en su forma más pura, coincide con la
verdad y la bondad. Este principio despojado en cierto modo de su carácter
metafísico y aplicado por excelencia a la literatura, traería consigo
una renovación del ideal literario, según el cual, en palabras de Giner
de los Ríos, “no es lícito sacrificar la obra al fin, que aquí
tampoco justifica los medios” (68).
B)
“Es menester dar de mano a las teorías exclusivas”. El concepto de
una implícita armonía de la verdad y la bondad en su unión con la
belleza, llegaría a ser de los más fecundos del krausismo español y que
mejor les dispuso para la aceptación de los principios renovadores de las
nuevas tendencias filosóficas. Esta es la armonía a que se refiere González
Serrano cuando dice: “La dificultad insuperable del arte para aquel en
quien no brilla el destello del genio consiste en encontrar el misterioso
consorcio de lo sublime del fondo con lo sublime de la forma” (210). El
fruto de tal posición en la literatura de la época queda ejemplificado
por el carácter moderado del naturalismo español, cuyos escritores
comulgaban con la opinión krausista de que “todo movimiento
revolucionario trae a la vida un principio nuevo y fecundo, envuelto en
lamentables exageraciones, y después de la fiebre del primer momento, el
principio queda y las exageraciones pasan” (Revilla 166). Y si este
principio del justo medio influyó tanto en Pardo Bazán,[7]
y en José Martí,[8] ¿cómo no iba a hacerlo en aquellos que en América
siguieron a Martí, o en España eran formados o influidos por la
Institución Libre de Enseñanza?
C)
“El fin docente o trascendental de la obra poética siempre ha de
ser secundario y subordinado al puramente artístico”. Las ideas de los
krausistas españoles o institucionalistas a este respecto pueden
parecernos a veces contradictorias: por una parte se declaran entusiastas
defensores del “arte por el arte”, y al mismo tiempo nos recuerdan,
una y otra vez, la necesidad de un “fondo” para llegar a conseguir la
obra de arte con valor eterno y universal. Posición ésta que no se debe
a un eclecticismo forzado, sino que es parte esencial de la armonía
krausista, y convicción de que en la belleza se dan unidas la verdad y la
bondad. González Serrano resume con precisión la aproximación teórica
del krausismo español en las siguientes palabras: “Quien tiene presente
que el arte es la suprema condensación del ideal; quien concibe la poesía
como combinación libre de elementos estéticos según ideas; quien nunca
olvida que la obra artística brota del fondo de la conciencia humana
[...] no puede aspirar a que se subordine el fuego de la inspiración a
las discreciones reflexivas de un análisis científico, ni puede
menospreciar el valor insustituible del ‘arte por el arte’, cuya
principal exigencia consiste en producir la belleza” (207). No obstante
tales ideas, no debemos olvidar que la gran preocupación de la Institución
Libre de Enseñanza fue la educación, y que es al campo pedagógico donde
aplicaron con más entusiasmo sus esfuerzos y donde consiguieron los
mejores y más duraderos frutos. De ahí que aquellos escritores formados
en la Institución, sin salirse del principio básico expresado por González
Serrano, recalcan la importancia del contenido, aunque éste siga
subordinado a la forma. Así Clarín señala que “la experiencia nos
enseña que el público de nuestros días, si aplaude las obras no
tendenciosas cuando son bellas, más aplaude las que además ‘entrañan
un grave problema social’” (76). Y Antonio Machado, más alejado del
ideal krausista, concede a las ideas una posición de igualdad, si bien
supuestas estas como producto de la intuición y no del intelecto: “El
intelecto no ha cantado jamás, no es su misión. Sirve, no obstante a la
poesía, señalándole el imperativo de su esencialidad. Porque tampoco
hay poesía sin ideas, sin visiones de lo esencial. Pero las ideas del
poeta no son categorías formales, cápsulas lógicas, sino directas
intuiciones del ser que deviene, de su propio existir” (50).
D) “No es
la idea la que da vida a la obra de arte, sino el sentimiento que en ella
palpita, reflejado en la bella forma”. Quizás sea esta frase la que
mejor sintetiza el ideal modernista: la belleza ante todo, pero una
belleza con vida. Y la obra de arte tiene vida cuando es auténtica. Tal
autenticidad, sin embargo, no reside en la adopción más o menos fiel de
ciertos cánones preceptivos externos, sino en la expresión sincera de la
vida interior del escritor. De ahí que Unamuno y Gutiérrez Nájera, por
ejemplo, son más modernistas y están más cerca el uno del otro, cuanto
más fieles son a sus propias realidades internas, sin que el producto
final sirva para otra cosa que para reafirmar la individualidad de sus
personalidades. Estamos ahora ya muy lejos del romanticismo, o de las épocas
que le precedieron, donde el héroe era, en cierto modo, una idealidad
externa al escritor. Para el hombre modernista el héroe se caracteriza
por su unicidad, es el “Yo” del escritor. Si con tales premisas
interpretamos la frase “el estilo es el hombre” , nos parecerá tan
modernista, y por lo tanto auténtico, Verlaine en la expresión “De la
musique avant toute chose”, como Antonio Machado en su posición
aparentemente contradictoria: “Pensaba yo que el elemento poético no
era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un
complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que
pone el alma si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con
voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo” (46-47). Ambos
son exponentes de sus propias personalidades, de la circunstancia íntima
en que viven.
El
último punto comentado viene a ser como el sumario de los tres
anteriores, y en todos ellos se hace patente el germen de modernismo que
inspiraba a los krausistas españoles. No pretendo de ningún modo
concluir de lo anotado, que el modernismo proceda del krausismo, ya que
tanto el modernismo como el krausismo español son productos de la nueva
época. Lo que sí parece aparente es que el krausismo español —empleo
el adjetivo “español” constantemente para dar énfasis en el hecho de
que no me refiero a las teorías de Krause, sino a la expresión singularísima
que éstas adquirieron en España— fue anterior y como antesala filosófica
del modernismo hispánico. Los testimonios de tal influencia no se limitan
a las aplicaciones, más o menos conscientes, de los supuestos teóricos,
sino que se extiende a la defensa entusiasta de sus principios, bien en el
ámbito personal, como señala José Martí en la siguiente afirmación:
“Schelling ve al hombre análogo a lo que le rodea, y confunde el Sujeto
y el Objeto. Hegel, el grande, los pone en relación y Krause, más
grande, los estudia en el Sujeto, en el Objeto, y en la manera subjetiva
individual a que la Relación lleva el sujeto que examina al objeto
examinado. Yo tuve gran placer cuando hallé en Krause esa filosofía
intermedia, secreto de los dos extremos, que yo había pensado en llamar
Filosofía de Relación” (19: 367). O, en expresión más amplia, con
una visión en perspectiva, como la siguiente evaluación de Azorín: “¿Qué
se debe a la Institución Libre de Enseñanza?, se suele preguntar. Y se
suele contestar ligeramente: ‘poca cosa’. ¿Poca cosa, desde don
Fernando de Castro acá? ¿Poca cosa, cuando toda la literatura, todo el
arte, mucha parte de la política, gran parte de la pedagogía, han sido
renovados por el espíritu emanado de ese Instituto? Lentamente, a lo
largo de cuarenta o cincuenta años, la irradiación de ese núcleo
selecto de pensadores y de maestros se ha extendido por toda España. La
obra sigue su marcha progresiva. El espíritu de la Institución Libre
—es decir, el espíritu de Giner— ha determinado el grupo de
escritores de 1898” (3: 1214-1215). En realidad, un detenido análisis
de los principios estéticos de las grandes figuras modernistas, pondría
de relieve hasta qué punto coinciden con el ideal del arte defendido por
el krausismo español. Bástenos ahora con la posición de José Rodó
expuesta en los siguientes términos en su ensayo “Una bandera
literaria” : “Yo he pensado siempre que, aunque la soberana
independencia del arte y el valor substancial de la creación de belleza
son dogmas inmutables de la religión artística, nada se opone a que el
artista que, además, es ciudadano, es pensador, es “hombre” , infunda
en su arte el espíritu de vida que fluye de las realidades del
pensamiento y de la acción, no para que su arte haga de esclavo de otros
fines, ni obre como instrumento de ellos, sino para qué viva con ellos en
autonómica hermandad, y con voluntaria y señoril contribución se asocie
a la obra humana de la verdad y del bien” (717).
Si
ahora, después de haber establecido tan íntimas relaciones entre el
krausismo español y el modernismo, examinamos la crítica actual, se nos
hará más fácil el comprender por qué ciertas intuiciones, por lo demás
formuladas con claridad, no llegaron a surtir los efectos a que estaban
destinadas. Así la posición de Ricardo Gullón, expuesta ya en 1963, y
donde se afirmaba la relación entre modernismo y krausismo español,[9]
es todavía rechazada, por injustificada, diez años más tarde por H.
Ramsden: “It is doubtful, however, whether the mere absence of a
recognizable 98 group justifies the ‘epochal’ use of the term
Modernism. Something more
positive is needed: evidence of bonds serving both to link a significant
number of writers and, at the same time, to distinguish them from their
predecessors (with a pivot, for Gullón, around the year 1880). The
alleged assertion of a new ethic through aesthetics is not obviously
helpful unless it can be shown, presumably on comparative, internal
evidence, that that new ethic was similar for all” (491). Sin
duda la posición negativa de Ramsden se coloca en un extremo, pero su
característica actitud sirve para destacar los límites que en la
exposición práctica, tiene la intuición de Gullón. En efecto, por un
lado se habla de “época” , pero al tratar de establecer las bases,
todo el énfasis recae en ciertas obras, llamadas precursoras o
iniciadoras, en lugar de fijar los principios filosóficos que modelan la
época y forman la “circunstancia” ante la que han de reaccionar los
escritores en la forma peculiar que su individualidad les determine. Por
otra parte, y esto es quizás más serio, pues nos toca de más cerca, al
hablar de la obra literaria, ésta aparece presentada sólo en función de
su “contenido”, con un desprecio absoluto a los principios estéticos,
más o menos aceptados por todos en teoría. De ahí los debates de si Rubén
Darío es más auténtico en Cantos
de vida y esperanza o en
Prosas profanas. Aún exponiéndome
al peligro de las generalizaciones, creo se puede resumir la estética del
siglo xx, en lo que a la literatura concierne, en dos grandes postulados:
a) el primero es aquel que establece como fin primario de la obra
literaria la belleza; con lo que se subordina el “fondo” a la
“forma” . b) El segundo es el que antepone a todos los demás aspectos
de la obra literaria la autenticidad, en cuanto ésta se refiere a la
expresión del “Yo” individual del autor. Por ello tanto Rubén Darío
como Unamuno o Baroja serán más modernistas cuanto con más fidelidad se
exterioricen. Lo demás, que sus sentimientos —e incluso sensaciones—
tengan su origen en el entendimiento o en los sentidos, es ya secundario,
pues pertenece sólo al ámbito personal del autor.
El
ensayo en el modernismo: hacia el 98
Establecidas,
pues, en las páginas anteriores de un modo más o menos esquemático, las
bases de la estética modernista, conviene ahora acercarnos a los
diferentes géneros literarios en un intento de determinar el impacto que
ellos suponen en la reacción modernista contra la tradición establecida.
Restringiéndonos a las letras hispánicas, la situación es clara: la
reacción en la dramática es lenta y apenas significante hasta bien
entrado el siglo modernista. La novela, influida por el vigor de la
tradición realista-naturalista, emerge al principio indecisa y en
realidad no llega a poseer carácter hasta la primera década del siglo
XX. Es en los otros dos géneros literarios, la poesía y el ensayo, donde
el modernismo surge como fuerza de reacción. Parece por ello lógico que
todo intento de establecer lo que el modernismo fue en sus principios, ha
de incluir forzosamente en su estudio un análisis sistemático de su
manifestación en la poesía y en el ensayo. En la práctica, sin embargo,
la poesía se ha estudiado con minucioso detalle, mientras que el ensayo
ha permanecido incomprensiblemente olvidado, hasta el punto de ser
identificado, cuando se le menciona, con la prosa didáctica, al hacer sólo
referencia a las ideas que en él se contienen.
Antes
de pasar a considerar el ensayo en el contenido modernista, se hace
imperioso, dada la confusión a que actualmente ha llegado el término, el
resumir lo que yo entiendo por tal: El ensayo es un escrito en prosa
lindante con la didáctica y la poesía, por lo que el ensayista de
naturaleza ha de poseer las raras cualidades del intelectual y del poeta.
El ensayo se dirige a “la generalidad de los cultos”, lo que justifica
la omisión de los términos técnicos y del aparato crítico que maneja
el especialista. El ensayo es prosa de ideas expresadas artísticamente y
bajo la lente subjetiva de las creencias del autor; y siempre el ensayista
dialoga con nosotros de igual a igual, y su deseo no es tanto el de
convencer como el de hacernos reaccionar. Si sus reflexiones no son sistemáticas
es porque como buen conversador habla según piensa, lo que además le
permite dar sabor de espontaneidad a sus escritos. El ensayista es un
poeta con los pies en la tierra, consciente de los problemas actuales, a
los que aplica su ingenio inquisitivo, con el único propósito de
despertar al lector y hacerle reflexionar sobre aquello particular que él
eleva al plano de lo universal. Si el ensayista proyecta una y otra vez su
personalidad en los escritos, es por pensar que sus ideas no son algo
objetivo con vida propia, sino más bien parte integrante de su mismo ser.
En realidad es un gran egotista, convencido de que sus pensamientos, sus
preocupaciones, a incluso su vida son algo esencial que hay que dar a
conocer (Gómez-Martínez).
Así
considerado, el ensayo es un género híbrido —“Centauro de los géneros”
lo llamaba Alfonso Reyes—, que depende de una armoniosa simbiosis de la
idea con la “voluntad de estilo”. Como su género literario sin fin último
seguirá siendo el de conseguir la belleza, pero, a diferencia de los
otros géneros, la idea —o sea el “fondo”— pasa ahora a formar
parte de la esencialidad misma del ensayo. Con lo que lejos de
contradecir, se reafirma la idea de la armonía krausista, pues en el
ensayo, más que en ningún otro género literario, se da “el misterioso
consorcio de lo sublime del fondo con lo sublime de la forma” (González
Serrano, 210).
Entre
los mayores logros del modernismo, nos dice Schulman, “contamos, a más
de los originales hallazgos expresivos en prosa y en verso, una profunda
preocupación metafísica de carácter agónico que responde a la confusión
ideológica y la soledad espiritual de la época” (Martí, Darío
45). De ahí que el modernismo dé comienzo a un período propicio para el
ensayo, que en las letras hispánicas es ahora cuando alcanza su auténtica
“Edad de Oro”. Un somero análisis de las características principales
del modernismo en su relación con la ensayística bastará para poner de
relieve su íntima correspondencia:
a)
Individualidad. “Lo que mejor define el arte modernista es su
cualidad individual”, señala Schulman (Martí, Darío 35),[10]
y es ésta igualmente una de las características primordiales del
ensayo. En la historia de la ensayística no es posible hablar de
escuelas, únicamente de ensayistas y de imitadores. Ningún ejemplo mejor
que el del ensayo hispánico modernista, donde Martí, Unamuno, Rodó,
Azorín, Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, poseen de común sólo el
reaccionar ante unas circunstancias semejantes. Sus personalidades son
distintas, de ahí que los temas que en cada caso eligen, así como la
manera de tratarlos, sea tan diferente en cada uno de ellos. En la ensayística,
con más exclusivismo que en la novela y en el teatro, la personalidad del
autor ocupa un lugar de prominencia. Y es aquí donde mejor cabe aquella
frase de que “el estilo es el hombre”. Podríamos incluso decir que lo
que antes sólo era característica del ensayista, pasa ahora a serlo de
toda una época en la que se puede ya afirmar “que el estilo que no es
propio no es estilo” (Unamuno, Obras 11: 800).
b)
Reacción contra lo establecido y sincretismo. “El modernismo nació
como una negación de la literatura precedente y una reacción contra
ella”, nos indica Federico de Onís (182). Por otra parte Iván Schulman
señala que el sincretismo “es la piedra de toque de la estética
modernista” (Martí, Darío 35). Ambos conceptos, sólo en
apariencia contradictorios, se dan en armonioso equilibrio en el ensayo,
hasta el punto de llegar a constituir parte de su propia esencialidad. En
efecto, el ensayista, como el hombre del modernismo, reacciona contra lo
que le precedió, pero no en la forma sistemática con que la época neoclásica,
por ejemplo, se opuso al barroco. El ensayista es un escéptico que se
niega a aceptar lo establecido sólo por el hecho de serlo. Por ello rompe
con la tradición, no con pretensiones de rechazo sino para, desde afuera,
revaluarla a la luz de su propia circunstancia. De ahí que sólo lo
caduco sea eliminado.
c)
Personalismo-autenticidad-subjetivismo. “La palabra escrita me
fatiga cuando no me recuerda la espontaneidad de la palabra hablada”,
nos indica Antonio Machado (843), y Baroja, más preciso, dice: “El
estilo debe ser expresión, espontánea o rebuscada, eso es lo de menos,
pero expresión fiel de la forma individual de sentir y pensar” (8:
843). Y es que por primera vez en las letras de nuestra civilización, el
héroe deja de ser algo externo al escritor, para pasar a identificarse
con él. Sin necesidad de penetrar en los temas tratados por los
escritores modernistas, en la forma misma se encuentra ya la firma del
autor. En la aristocrática sutileza de la poesía —y del ensayo— de
Rubén Darío se descubren sus “manos de marqués” , del mismo modo
que el anárquico Baroja se nos muestra en la parquedad y rudeza de su
prosa. El escritor modernista no sólo siente lo que escribe, como lo
sintieron los grandes escritores de todos los tiempos, sino que él da un
paso más, y elevando la forma a la categoría de fin, hace de ésta
expresión de su íntima individualidad. Así considerada, la época
modernista había de ser necesariamente campo fértil para el ensayo, en
el que el subjetivismo es parte esencial. Es esta motivación interior la
que elige el tema y su aproximación a él; y como el ensayista expresa no
sólo sus sentimientos, sino también el mismo proceso de adquirirlos, sus
escritos poseen siempre un carácter de íntima autobiografía.
No
es de extrañar, pues, que en los comienzos del modernismo fueran el
ensayo y la poesía los géneros literarios predilectos, ya que en ellos
es donde con más nitidez podía exteriorizar el escritor su personalidad.
Y como era de esperar, la renovación estética comenzó primero en la
poesía. Al principio, tímida en José Martí y Rosalía de Castro, para
alcanzar luego un vigor incontenible en Rubén Darío, que imprime carácter
a la renovación en la América Hispánica, y precipita su desarrollo en
España. Por otra parte el contenido ideológico del modernismo debe
buscarse, por definición, en la ensayística. Y es aquí, en efecto,
donde con mayor intensidad se da, tanto en los ensayos de Martí como en
los de Rubén Darío, Rodó, Unamuno, Ganivet, Azorín o Maeztu.
Visto
de este modo se comprende que la confusión de parte de la crítica ante
los conceptos “modernismo” y “generación del 98” se deba ante
todo a presupuestos apriorísticos sin fundamento y a errores en el método.
Así se puede clasificar el a) considerar al modernismo sólo como una
generación de poetas cuyo fin era el preciosismo; b) confundir el impacto
social de un grupo de escritores llamados del 98, con su posición
literaria; y ante todo, c) prestar atención, al establecer
correspondencias, únicamente al contenido ideológico en su valor
educativo, con un desprecio práctico a la expresión estética. De ahí
que al hablar de modernismo se haga referencia ante todo al primer Rubén
Darío. Y que convenientemente se consideren noventayochistas a los
ensayos de Ganivet, Maeztu, Azorín, Unamuno y, es cierto, a la poesía de
la segunda época de Antonio Machado. Pero Machado, formado en la
Institución Libre de Enseñanza, cuyos principios lleva a un extremo,
confirma de este modo la influencia del krausismo español en la formación
de los escritores modernistas. La generación del 98, cuyo impacto social
en el mundo hispánico es indudable, desde un punto de vista literario no
tiene razón de ser. Sólo en el ámbito regional podemos atribuir a sus
escritores características comunes. En lo universal, la preocupación de
los noventayochistas por España, es semejante a la de Martí por Cuba,
Manuel González Prada por Perú, o a la de Rodó y Rubén Darío por el
continente hispanoamericano.
Bibliografía
de obras citadas
-
ALARCÓN,
Pedro de. “Discurso sobre la moral en el arte”. Obras completas.
Madrid: Ediciones Fax, 1954.
-
ALAS,
Leopoldo. Galdós. Madrid: Renacimiento, 1912.
-
ALONSO,
Dámaso. Reseña a Poesía española
contemporánea, de
Angel Valbuena Prat, Revista de
Filología Española 18
(1931): 267-269.
-
______.
Poetas
españoles contemporáneos.
Madrid:
Gredos, 1969.
-
AZORÍN.
Obras completas.
Madrid: Aguilar, 1947.
-
BAROJA,
Pío. Obras completas.
Madrid: Biblioteca Nueva, 1948.
-
GINER
DE LOS RÍOS, Francisco. Ensayos. Madrid: Alianza Editorial,
1969.
-
GOLBERG,
Isaac. Studies in
Spanish-American Literature.
Nueva York: Bretano's Publishers, 1920.
-
GÓMEZ-MARTÍNEZ,
José Luis. “El ensayo como género literario: Estudio de sus
características”. Abside 40 (1976): 3-38.
-
GONZÁLEZ
SERRANO. Urbano. “Consideraciones sobre el arte y la poesía”. En
. Krausismo: estética y literatura. Edición de Juan López
Morillas. Barcelona: Editorial Labor, 1973.
-
GULLÓN,
Ricardo. La invención del 98 y
otros ensayos. Madrid:
Gredos, 1969.
-
______.
Direcciones del modernismo.
Madrid: Gredos, 1963.
-
______.
“Prólogo”. Juan Ramón Jiménez, El
modernismo, notas de un curso.
México: Aguilar, 1962.
-
JESCHKE,
Hans. Die Generation von 1898 in
Spanien. Halle, 1934.
-
LÓPEZ-MORILLAS,
Juan. Krausismo: estética y literatura. Barcelona: Editorial
Labor, 1973.
-
MACHADO,
Antonio. Obras. Poesía y prosa. Buenos Aires: Editorial
Losada, 1964.
-
MARTÍ,
José. Obras completas.
La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1965.
-
ONÍS,
Federico de. “Historia de la poesía modernista”, España en América. Puerto
rico: Universidad de Puerto Rico, 1968.
-
PARDO
BAZÁN, Emilia. “Prefacio” a su novela Un viaje de novios.
[1881] Barcelona: Editorial Labor, 1971.
-
PEDREIRA,
Antonio S. “¿La generación del 98?” Revista
de las Españas 4 (1929),
316.
-
RAMSDEN,
H. “The Spanish Generation of 1898:
1. The History of a
Concept”. The John Rylands
University Library Bulletin
56 (1974): 463-491
-
REVILLA,
Manuel de la. “La tendencia docente en la literatura contemporánea”
y “El naturalismo en el arte”. Obras. Madrid: Imprenta
Central, 1883.
-
RODÓ,
José Enrique. Obras completas.
Buenos Aires: Ediciones Antonio Zamora,
1956.
-
SALINAS,
Pedro. “El concepto de generación literaria aplicado a la del
98”. Literatura española
siglo XX. Madrid: Alianza Editorial, 1970.
-
SCHULMAN,
Ivan A. “Reflexiones en torno a la definición del modernismo”. Estudios
críticos sobre el modernismo.
Edición de Homero Castillo. Madrid:
Gredos, 1968
-
______.
Martí;
Darío y el modernismo.
Madrid: Gredos, 1969.
-
SHAW,
Donald L. The Generation of 1898
in Spain. Londres:
Ernest Benn Limited, 1975.
-
______.
“Modernismo: a Contribution to the Debate”. Bulletin
of Hispanic Studies 44
(1967): 195-202
-
SIEBENMANN,
Gustav. “Reinterpretación del modernismo”. Pensamiento
y letras en la España del siglo XX.
Editores, Germán Bleiberg y E. Inman Fox. Nashville:
Vanderbilt University Press, 1966.
-
UNAMUNO,
Miguel de. Obras completas.
Barcelona: Vergara, 1958.
-
______.
“Arte y cosmopolitismo”. Ensayos.
Madrid: Aguilar, 1951.
-
VALBUENA
PRAT, Angel. La poesía española
contemporánea. Madrid:
Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, 1930.
1977
[Fuente: José Luis Gómez-Martínez: "Krausismo,
Modernismo y ensayo". Ponencia presentada en 1977 en el Congreso del
Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (Universidad de
Florida). Publicado originalmente en Nuevos asedios al modernismo.
Edición de Ivan A. Schulman. Madrid: Taurus, 1987: pp. 210-226.]
© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier
reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso
correspondan.