Teoría, Crítica e Historia

José Luis Gómez-Martínez

 

"LA CRÍTICA ANTE LA OBRA DE LEOPOLDO ZEA"

I

Un título menos académico, pero más apropiado para presentar el tema que voy a tratar en estas reflexiones, hubiera sido el de "Ausencia de un diálogo." La obra de Leopoldo Zea, que constituye el esfuerzo más sostenido y significativo por formular un pensamiento filosófico iberoamericano con repercusiones globales, es, en efecto, una filosofía cuyos presupuestos fundamentales todavía no han sido expuestos a un proceso riguroso y metódico de diálogo. Esto no quiere decir que la crítica no se haya ocupado de ellos; todo lo contrario, la obra de Leopoldo Zea se ha convertido hoy día en punto de referencia forzoso de cualquier análisis de los procesos creadores del pensamiento iberoamericano de la segunda mitad del siglo XX. El propósito de este ensayo es, precisamente, presentar algunos de los puntos de controversia más destacados. Lo que sucede es que la crítica –si exceptuamos, con ciertas reservas, el libro de Solomon Lipp– aparece dividida en dos grupos irreconciliables: los que coinciden o siguen los presupuestos de Zea y aquellos otros que en nombre de un "universalismo" o "profesionalismo" rechazan de modo radical el filosofar de Leopoldo Zea. Ambas posiciones quedaron ya formuladas en las décadas de los años cincuenta y sesenta, y han permanecido hasta la actualidad sin apenas modificaciones sustantivas.

La obra filosófica de Leopoldo Zea, mientras tanto, se ha caracterizado por una extraordinaria vitalidad, no tanto por su obra publicada –más de 25 libros– como por la evolución y profundización que ha experimentado desde la primera exposición de su pensamiento filosófico, en 1942, en su estudio "En torno a una filosofía americana." Desde este comienzo, su obra, como bien supo notar Zdenék Kourím, estuvo "orientada hacia dos direcciones según fueron trazadas por José Gaos, es decir, realizar la historización del pensamiento mexicano [luego proyectado al iberoamericano] y tratar de construir una filosofía a la vez anclada en la circunstancia mexicana y que supere ésta" (113).

El proyecto inicial y su concepción de la filosofía surgen, en efecto, en diálogo con la obra de Samuel Ramos y José Gaos; pero su intuición primordial, que todavía hoy forma los pilares básicos de su sistema filosófico, posee raíces pucho más profundas y había sido ya formulada con claridad por José Martí en "Nuestra América." Al igual que Martí, Zea percibe que el hombre iberoamericano vive a espaldas de su realidad en un intento vano de constante autonegación: "El mal está en que queremos adaptar la circunstancia americana a una concepción del mundo que heredamos de Europa, y no adaptar esta concepción del mundo a la circunstancia americana. De aquí que nunca se adapten las ideas a la realidad" (1942, 39).

La crisis europea de estos años (década de los cuarenta) creaba además un ambiente propicio. Zea señala que ahora el americano "tiene que plantear su propio árbol cultural, hacer sus propias ideas" (1942, 36). Años más tarde, según se fue recuperando el pasado, Zea descubre que esta preocupación es la que justamente caracteriza a los filósofos iberoamericanos más destacados. El pensamiento iberoamericano había siempre añadido a la variación diacrónica –al historicismo de Hegel, que aportaba una nueva dimensión mediante la toma de conciencia de las variaciones en el tiempo–, la necesidad de considerar la dimensión sincrónica que hiciera posible dar el paso hacia una autenticidad iberoamericana. Zea formulaba, pues, en este primer ensayo de 1942 un programa de acción, que debería estar enraizado en una circunstancia propia, pero que por entonces era todavía desconocida. El germen de la intuición fundamental del sistema filosófico de Zea se encuentra, naturalmente, en esta exposición de 1942, que se convertirá luego en uno de sus ensayos más citados. Pero el hacer uso de las ideas que desarrolla aquí para justificar después pretendidas polémicas a su sistema maduro, es no querer entender la obra de Zea.

Si este estudio de 1942 tiene otro valor, además del implícito en la formulación de un proyecto, es el de mostrar el carácter dinámico de la obra de Zea: Se propone conocer el pasado para comprender el presente, de tal modo que luego ello le permita reconocer los problemas que su circunstancia le presenta y poder así formular soluciones en vista a un futuro. Con esta hipótesis de trabajo inicia la recuperación del pasado, pero cuyo proceso le exigirá primero ir formulando una filosofía de la historia que desembocará después en una filosofía de la liberación; parte para ello de un hombre concreto, el mexicano, a través del cual llegará al ser humano como libertad y a la necesidad de que se reconozca la humanidad de todos los hombres: en los centros de dominio concediendo humanidad a los hombres marginados y en éstos reconociendo que su humanidad es propia en ellos y que no debe medirse como reflejo de los centros dominadores.

Veamos brevemente la evolución del pensamiento de Zea en lo que se refiere al significado de lo americano y al sentido y límites de la filosofía. En 1942, antes de iniciar el proceso de recuperación del pasado, Zea supone que "el tema de la posibilidad de una Cultura Americana, es un tema impuesto por nuestro tiempo, por la circunstancia histórica en que nos encontramos. Antes de ahora el hombre americano no se había hecho cuestión de tal tema porque no le preocupaba. Una Cultura Americana, una cultura propia del hombre americano era un tema intrascendente. América vivía cómodamente a la sombra de la cultura europea" (1942, 35). Una vez iniciada la recuperación del pasado, sin embargo, Zea descubre una realidad diferente; los pensadores más destacados –Bello, Bolívar, Alberdi, Martí, etc.–, y a través de ellos el desarrollo mismo de la cultura iberoamericana se caracteriza precisamente por la denuncia de la imitación europea y el intento de formular una cultura original por auténtica. La pintura muralista mexicana y el triunfo literario a partir de la década de los sesenta representan sólo dos ejemplos que han repercutido más allá de las fronteras americanas. De igual manera, el conocimiento del pasado le llevará a reconocer que su supuesto de que la concepción del mundo y de la vida en Iberoamérica es la misma europea (1942, 42), era únicamente una ilusión forzada sobre América por haber querido ver lo americano a través de la óptica europea.

En este primer estudio Zea consideraba todavía que, teniendo en cuenta las relaciones culturales con Europa, una de las tareas de la "Filosofía Americana sería la de continuar el desarrollo de los temas de la filosofía propios de esa cultura; pero en especial los temas que la Filosofía Europea considera como temas universales. Es decir, temas cuya abstracción hace que valgan para cualquier tiempo o lugar. Tales temas son los del Ser, el Conocimiento, el Espacio, el Tiempo, Dios, la Vida, la Muerte, etc." (1942, 43). Por entonces, Zea creía que bastaba con que los temas abstractos fueran enfocados como propios; que fueran "vistos desde la circunstancia propia del hombre americano" (1942, 43), para que su aportación a la filosofía de dichos temas estuviera también teñida por la circunstancia americana. Sólo después de estudiar el pasado iberoamericano y de iniciar la reflexión metódica en torno a los problemas que su circunstancia le planteaba, toma Zea conciencia de que los temas "con valor universal" propagados por los europeos, respondía, en realidad, a un ser humano y una circunstancia concreta: la europea; y que la aceptación de tales valores, importados con la máscara de lo universal, era justamente lo que perpetuaba en Iberoamérica una situación de dependencia que se manifestaba en un persistente coloniaje cultural.

En cualquier caso, ya en este primer trabajo, Zea sentía que era necesario trascender lo local –"todo intento de hacer filosofía americana con la sola pretensión de que sea americana, tendrá que fracasar" (1942, 49)– pero al mismo tiempo era consciente de que su meditación debería iniciarse con los problemas que su circunstancia le planteaba. La recuperación del pasado mexicano primero y del iberoamericano después, a través de un esfuerzo sistemático de hacerlo desde su propia circunstancia, comenzó a descubrir a un hombre concreto, cuya problemática le permitió a Zea superar ese planteo contradictorio inicial: El hombre americano había aceptado los valores europeos de libertad e igualdad. Pero Europa, y ahora también Estados Unidos, se negaba a reconocer la humanidad de los pueblos marginados y, por lo tanto, a compartir los principios de igualdad y libertad, con lo que de hecho se dividía el mundo en unos centros de control y unas zonas marginadas de dependencia. El problema de un ser humano concreto, el mexicano, se convierte así en el sistema maduro de Zea en el problema de todo ser humano. La intuición primera se encuentra ya en estas reflexiones iniciales: "Nuestra filosofía no debe limitarse a los problemas propiamente americanos, a los de su circunstancia, sino a los de esa circunstancia más amplia, en la cual también estamos insertos como hombres que somos, llamada Humanidad" (1942, 49). Pero su formulación no adquiere la consistencia de un sistema hasta mediados de la década de los setenta con la publicación de ciertas obras claves para la interpretación del pensamiento maduro de Zea: Dependencia y liberación en la cultura latinoamericana (1975), Dialéctica de la conciencia americana (1975), Filosofía de la Historia de América (1978).

II

En toda exposición esquemática, como la que vamos a desarrollar aquí sobre las posiciones de la crítica ante la obra de Zea, cualquier encasillamiento supone forzosamente una simplificación de consideraciones de suyo muy complejas. He preferido, por lo mismo, estructurar las reflexiones que siguen en torno a la obra de Zea, consciente, sin embargo, de que con ello quedará desfigurada, por fragmentaria, la posición de algunos de los críticos estudiados. El esquema que voy a seguir es simple: comenzaré con algunas objeciones a aspectos concretos de su filosofía, la negación de la posibilidad misma de una filosofía iberoamericana y la oposición, desde diversos sectores, a su modo de hacer filosofía. Expondré luego el significado de algunas de las defensas que se han hecho del sistema filosófico de Zea, para concluir con la llamada al diálogo implícita en el libro de Solomon Lipp sobre la obra de Zea.

La aproximación historicista de Zea causa con frecuencia que éste haga uso de ciertos términos según el contexto dinámico en el que cobran significado y en función de una recuperación y comprensión del proceso histórico iberoamericano; ello hace que se desentienda con frecuencia de las connotaciones académicas que casi siempre refieren a contextos europeos. Esta peculiaridad, que contribuye a dar carácter de diálogo a los escritos de Zea, es también causa de la incomprensión de aquéllos que aíslan aspectos de su obra. Este es el sentido de la crítica temprana (1957) de Charles C. Griffin: "Esta reconstrucción del pasado da lugar a lo que Huizinga ha denominado ‘inflación de términos, ideas estereotipadas y antropomorfismos.’ Los dos primeros aparecen cuando Zea habla de ‘liberalismo,’ ‘imperialismo’ y ‘colonialismo’; usa estas palabras como si fueran realidades inmutables y para cubrir la vasta complejidad del comportamiento social humano. La última tendencia se ejemplifica en el uso del término ‘civilización occidental,’ una abstracción que él recubre con voluntad y emociones humanas y describe como ‘excluyendo,’ ‘explotando’ y ‘negando’" (710). Más pertinente parece ser la objeción de Harold Davis cuando en 1972 se pregunta: "¿Excluye la visión idealista y neohegeliana de Zea una aproximación más empírica o sociológica behaviorista en la búsqueda de la dirección del progreso?" (45). Davis cree que Zea "descuida la problemática de los periodos anteriores" a la independencia (46). Así es en efecto, y aunque en obras posteriores –Filosofía de la historia americana– Zea integra la etapa colonial, su reconstrucción del pasado sigue siéndolo ante todo de los movimientos intelectuales; y lo hace sin suficiente referencia al contexto circunstancial, que permita establecer los parámetros necesarios para una interpretación más ajustada a su verdadera función en el proceso histórico que se pretende desentrañar. En este sentido la discrepancia que apunta Francisco Lizcano en 1986, al señalar que según "el pensamiento de Zea la realidad puede ser aprehendida en su totalidad por el sujeto cognoscente. No se percibe con suficiente nitidez en sus formulaciones la necesaria deformación de la realidad provocada por los supuestos teóricos que también necesariamente tiene el conocedor de la misma" (134). Más adelante regresaremos de nuevo a este aspecto al exponer las objeciones de Hale y Raat.

De más persistencia en el ámbito polémico ha sido la pregunta por la posibilidad, y en su caso afirmativo por la existencia, de una filosofía iberoamericana. Sin referencia concreta a pasados sistemas filosóficos, ni siquiera a los europeos, se ha unido el concepto de filosofía a una abstracción denominada "universalidad," que se considera a priori característica esencial de toda filosofía. En esta forma de pensar, el mismo término de "filosofía iberoamericana" supone ya una contradicción: si es iberoamericana, no puede ser propiamente filosofía. Es así como Augusto Salazar Bondy supone, en polémica con Zea, que "la filosofía ha comenzado entre nosotros desde cero, es decir, sin apoyo en una tradición intelectual vernácula" (37), para afirmar luego: "El examen de la filosofía hispanoamericana se convierte en el relato de la llegada de la filosofía occidental europea en América hispanoindia, más que el de una filosofía generada en nuestro propio ambiente espiritual, de una filosofía de nuestra América" (38). Asume para ello que "el desenvolvimiento ideológico hispanoamericano corre paralelo con el proceso del pensamiento europeo" (36). Todo esto le lleva a concluir, y cree que al hacerlo está de acuerdo con Zea, que "si es posible una filosofía hispanoamericana, peculiar, genuina y original, ésta no se ha logrado ni ha de lograrse proponiéndose temáticamente el cumplimiento de su carácter de hispanoamericana [...] es decir, programando su personalidad histórico-cultural propia" (102). Zea, por el contrario, afirma que "la historia de nuestras ideas nos ofrece un panorama y un horizonte que no es, en nada, inferior al que ofrece la historia de las ideas y filosofías europeas, sino simplemente distinto" (1969, 40).

Es cierto que tanto Salazar Bondy como Zea parten de la convicción de que la filosofía "no puede concebirse sino como el efecto de una reflexión auténtica, de un pensar que sea filosofía simple y llanamente, pues lo hispanoamericano vendrá por añadidura" (Salazar, 102). Pero a partir de este postulado común, el proceso que ambos siguen es radicalmente distinto. Zea va en busca de un ser humano concreto, de aquél que surge de la misma circunstancia de la que él forma parte; trata de identificar sus problemas y establece una reflexión filosófica en un intento de comprender tales problemas y de iniciar la búsqueda de soluciones. Del hombre mexicano, por afinidad de circunstancias, se eleva al iberoamericano. Arranca, pues, de lo concreto, pero según profundiza en la problemática original, desenmascara una comunidad de problemas basados precisamente en la humanidad de su temática. Descubre así una constante en el enjuiciamiento de lo americano que enlaza a Sepúlveda con Salazar Bondy: antes se le negaba alma al americano, hoy, su humanidad, o las manifestaciones propias de ésta, su filosofía. Señala Zea: "Nuestro filosofar empieza así con una polémica sobre la esencia de lo humano y la relación que pudiera tener esta esencia con los raros habitantes del continente descubierto, conquistado y colonizado. En la polémica de Las Casas con Sepúlveda se inicia esa extraña filosofía que en el siglo XX se preguntará sobre si posee o no una filosofía" (1969, 13).

Salazar Bondy, por el contrario, busca al ser humano "universal," pero que él identificará con la abstracción del hombre, también concreto, europeo-estadounidense; aunque luego, por desconocer su circunstancia, sólo podrá identificar aquellos problemas ya reconocidos como tales en sus centros de origen. Surge así la importación de las interrogantes que la ciencia y la técnica imponen a los centros industriales y, al igual que en ellos, propondrá "una filosofía de cepa analítica" (72), profesional, científica, hecha "con rigor y seriedad, de acuerdo a las técnicas más depuradas y seguras" (107). Es por ello por lo que partiendo de una formulación común y de unos deseos compartidos de autenticidad, Zea y Salazar Bondy llegarán a conclusiones contrarias. Para el filósofo peruano "la inautenticidad se enraiga en nuestra condición histórica de países subdesarrollados y dominados. La superación de la filosofía está, así, íntimamente ligada a la superación del subdesarrollo y la dominación, de tal manera que si puede haber una filosofía auténtica ella ha de ser fruto de este cambio histórico trascendental" (125). Salazar Bondy cree, pues, que la condición deprimida de la economía iberoamericana disminuye el dinamismo y fuerza necesarios para una creación original. Con ello, responderá Zea, "volvemos a caer en la utopía. A la filosofía [...] como una esperanza más, como posibilidad que dependerá de cambios estructurales que aún no han sido realizados. Esto es, vuelta a la nada" (1974, 41). Años antes había ya afirmado, en polémica con Salazar bondy, que "la autenticidad de nuestra filosofía no podrá provenir de nuestro supuesto desarrollo [...] Esta vendrá de nuestra capacidad para enfrentarnos a los problemas que se nos plantean hasta sus últimas raíces, tratando de dar a los mismos la solución que se acerque más a la posibilidad de la realización del nuevo hombre" (1969, 153). Profundizando en esta línea de pensamiento indicará en 1976 que "no seremos libres por haber cancelado el subdesarrollo; más bien habremos cancelado el subdesarrollo por sabernos hombres libres" (1976, 225).

Las conclusiones de Salazar Bondy sólo pueden explicarse partiendo de una posición de desarraigo frente a la realidad iberoamericana de su tiempo; pues, como oportunamente señala a este respecto Solomon Lipp, la opresión o el subdesarrollo nunca fue impedimento para la creación: "¿Cómo es que Iberoamérica ha desarrollado una literatura de una cualidad tan extraordinaria, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, si las manifestaciones culturales no pueden florecer a causa del subdesarrollo? Quizás sería más apropiado decir que las relaciones entre la filosofía y la circunstancia histórica ha dado lugar, en el caso de Iberoamérica, no a una filosofía abstracta, sino a una filosofía política, una filosofía de la educación, una filosofía de la historia –en breve, a una filosofía ocupada en problemas concretos, precisamente por las condiciones de subdesarrollo" (7).

Este mismo problema de la "universalidad"– entendida como tal la abstracción de lo concreto europeo, pero sin reconocer su origen –fundamenta el rechazo que Wonfilio Trejo hace de la obra de Zea y de la posibilidad misma de una filosofía auténtica que al mismo tiempo sea iberoamericana. Para él, "el problema de la filosofía americana es el de la justificación conque unas notas diferenciales hayan de destacarla, como tal, dentro de la historia universal de la filosofía," y no "por la única y grosera circunstancia de darse en América" (8). Trejo advierte las dos dimensiones del proceso que sigue Zea, pero no llega a comprender su significado ni a tomar conciencia de que la una es ineludible proyección de la otra: "Una mirada más atenta sobre las proposiciones de Zea no podrá dejar de percibir el doble sentido con que se postula la posibilidad de una filosofía americana. De hecho no sería posible esta filosofía sino como solución de los problemas planteados por la circunstancia americana. Esta tesis expuesta por Zea desde sus primeros escritos sigue siendo impronta de sus últimos libros. La filosofía americana nos dice en uno de sus recientes libros, será posible si se hace con originalidad, a condición de que por original se entienda ‘el lugar de origen’ del hombre que la expresa, y por espíritu original aquella capacidad del hombre americano ‘para enfrentarse a su propia ralidad, para tomar conciencia de sus problemas y buscar soluciones adecuadas’. Sin embargo, de derecho, según Zea, una filosofía americana sólo se justificará como tal por el alcance universal de sus soluciones" (18). Para Trejo ambos procesos se encuentran en planos irreductibles, pues el "lugar de origen" es sólo "una justificación geográfica, no histórico-filosófica." Negada así la dimensión histórica del iberoamericano, concluirá: "Pudiera resultar que en América y desde América se diese expresión a una filosofía de poca o nula significación" (19). Se parte en este modo de reflexionar de un complejo de inferioridad: lo diferente al no ser reconocido como tal, sino como desviación de "lo universal," se juzga inferior. Con ello, inconscientemente –y al igual que en los centros de dominio–, se duda de la "humanidad" del hombre iberoamericano, se rechaza su problemática por ser considerada localista, sin la repercusión de "lo universal," y por ello mismo se cree que todo pensamiento que surge del seno de su circunstancia, si ésta es iberoamericana, carecerá de valor, no tendrá dimensión filosófica, ya que, según Trejo, no podrá tener significación a no ser que siga las pautas de lo "universal," lo europeo.

La polémica en torno a la posibilidad o existencia de un pensamiento filosófico iberoamericano degenera en muchos de sus participantes a la exposición de especulaciones abstractas, o generalizaciones sobre el pasado que denotan ignorancia factual y falta de perspectiva del mismo, a frecuentes rechazos, en fin, del propio pasado o de todo aquello que se cree foráneo. Pocos se detuvieron a analizar el método de Zea y sus repercusiones. Aun en los casos cuando se intervino en la polémica con el ánimo de elevarse a un plano de diálogo constructivo, el poder dominador del pensamiento europeo impidió diferenciar suficientemente la perspectiva que avanzaba Zea. Zdenék Kourím que apuntó con acierto que "en la filosofía de Zea, la noción de conciencia sufre de la ausencia de dinamismo interior; [y que] el papel atribuido a la conciencia es en ella casi divino: gracias al saber compartido [se] puede lograr una transformación radical de la circunstancia" (130), no llega, sin embargo, a profundizar en esta línea de criticismo que hubiera podido matizar la posición de Zea. La circunstancia europea le impide apreciar la proyección, entonces (1970), es verdad, todavía implícita en la obra escrita de Zea. El razonamiento de Kourím es el siguiente: "Si se tiene en cuenta que la cultura europea alcazó la cima del humanismo, no se puede dudar de su universalidad. Y vice versa, la universalidad de la cultura europea –su resonancia mundial– nos proporciona la mejor prueba de que verdaderamente se trata aquí del momento culminante de la aspiración humanista. De tal forma que aceptar sin rodeos el modelo cultural de Europa habría de parecer la solución más recomendable" (120).

Zea, por supuesto, no rechaza lo europeo ni su filosofía nace en oposición a la europea. El reclama, eso sí, el derecho a mantener un diálogo entre iguales con el pensamiento de los centros de dominación. Precisamente en su recuperación del pasado se reconoce la fuerza del ingrediente europeo; dos de cuyos valores fundamentales –libertad e igualdad– fueron de tal modo asimilados por el iberoamericano, que ahora basará en ellos su filosofía de la liberación. Los centros de dominio –Europa y Estados Unidos especialmente– que reconocen, mediante los principios de igualdad y libertad, la humanidad de sus miembros, se aferran luego a mantener su situación privilegiada negándoselos a los demás pueblos. La filosofía de Zea reclama que se reconozca la humanidad de los pueblos marginados, y ello lleva consigo una doble toma de conciencia, que supone ya la asimilación de una realidad circunstancial que conlleva a su vez –y aquí la proyección idealista de Zea– un proyecto asuntivo, es decir una absorción, una asunción, mediante un proceso dialéctico, de la propia realidad. Y dijimos una doble toma de conciencia porque las repercusiones ahora son globales; significa una mutua toma de conciencia de la dependencia y del dominio –un reconocerse centro y reconocer la problemática de los países marginados– y su trascendencia en las relaciones humanas. Ya en 1969, cuando apenas apuntaba el alcance de este nuevo modo de filosofar, señalaba Zea que "en el campo de la filosofía occidental se ha realizado una inversión: no es ya la problemática del hombre occidental lo que se impone al hombre en general, como si fuese la del hombre por excelencia, sino, por el contrario es la problemática de este otro hombre, el no occidental, la que se va imponiendo a la filosofía del hombre occidental" (1969, 134-135).

Como era de esperar, la creciente repercusión de las ideas de Zea en el ámbito iberoamericano y su rápida difusión en círculos intelectuales extranjeros, dio lugar, sobre todo entre historiadores estadounidenses a discrepancias fundamentales dentro del sistema filosófico de Zea. No quiere ello decir que estas nuevas aportaciones a la polémica, especialmente los estudios de Hale y Raat, introduzcan necesariamente un elemento de diálogo, aunque en algunas ocasiones sí lo consigan. Su importancia radica más bien en representar, pese al intento contrario de sus autores, una tácita demostración de lo acertado de los postulados centrales del pensamiento maduro de Zea.

Se parte de una realidad concreta: en ambos países se observa una metodología diferente en la reconstrución del pasado. Pero en el momento de analizar tal discrepancia, los críticos estadounidenses mencionados establecen a priori un juicio de valor que ellos colocan en función al grado de variación con que el método de Zea diverge del que ellos consideran como único auténtico. Así lo expresa Charles A. Hale cuando nos previene de que "los aspectos sustantivos y la metodología que se observan en los trabajos de filósofos-historiadores ha sorprendido a los estudiosos de Latinoamérica. Consideran los norteamericanos que los supuestos de que parten los autores mexicanos son completamente distintos a los que debe tomar un historiador en el sentido estricto de la palabra" (286). Se trata aquí de negar autenticidad a toda una obra. Pero antes de analizar el verdadero contenido de esta afirmación, consideremos brevemente las premisas en que se sustenta, según las formuló originalmente William D. Raat.

Para Raat, la "escuela" de Zea representa "un alejamiento de lo externo y acercamiento a lo interno," lo que a su vez significa, según él, ir "de lo objetivo a lo subjetivo, de lo universal a lo particular, de la historia científica [con "posibilidades históricas de demostración"] a la historia como arte romántico o como filosofía" (180). Con mentalidad neo-positivista pretende así que se haga una "historia científica," con lo que rechaza, sin análisis, el carácter historicista de la concepción de Zea, considerándolo, con distintivo desprecio, como algo "más afín a la literatura que a la ciencia" (181). Deja con ello implícito que se debe "enfocar la historia a través de un sistema racional o empírico," que se oponga a cualquier intento de alcanzar "los hechos del pasado a través de la conciencia del presente" (182). Para Leopoldo Zea tiene palabras duras: "Se ha dicho que la filosofía de la historia es filosofía pobre y mala historia" (186). Raat, en nombre de una máxima objetividad en el estudio del pasado, pretende la posibilidad de que éste se reconstruya libre de toda posición ideológica inicial y concluye: "Quizás será la investigación desinteresada la que finalmente permita a México y a la humanidad conocerse a sí mismos" (188). Esta posición supone, como muy bien supo destacar Roig, "un intento de regresar a un empirismo ingenuo que cree poder captar los hechos en su mera facticidad" (1981, 190).

El deseo de evitar a toda costa, en nombre de "una investigación desinteresada," que la toma de conciencia del presente pueda ser base de reflexión, acarrea repercusiones serias que paradójicamente otorgan validez a los postulados de Zea. Hale cree, en aras de dicha objetividad, que "quizás con mayor facilidad que el historiador nativo, el extranjero puede logran un estudio crítico y comparativo a la vez" (302), pues "el historiador extranjero, en cuanto no comprometido con la realidad nacional historiada [...][podrá] superar el estéril debate sobre la originalidad o la imitación en el pensamiento latinoamericano" (304). Este es, justamente, el propósito de la obra de Zea. Pero veamos las conclusiones a las que llega Hale: "El historiador extranjero podrá rechazar la distinción entre lo occidental y lo hispánico, y comenzar su trabajo con el simple supuesto de que Latinoamérica, al igual que España, han formado y forman parte de Occidente en lo que se refiere a su cultura intelectual" (304). ¿Superar? ¿Objetividad? Hale elimina, en efecto, el compromiso con "la realidad nacional," pero su pretensión de "objetividad" es únicamente una máscara que encubre un recóndito compromiso con los centros de dominación al intentar mantener como auténticos unos puntos de vista que perpetúan la dependencia de los pueblos marginados. De nuevo se regresa a la interpretación de Iberoamérica a través de lo europeo.

De repercusión todavía más honda me parece el propósito de la "investigación desinteresada" que propone Raat en su intento de anular la obra de Zea, pero cuya intención encierra un insoslayable contenido ideológico. Raat encuentra objetable el hecho de que los escritos de Zea "se dirigen a un fin determinado, porque, en el sentido historicista, la historia verdadera debe ser historia contemporánea. Políticamente su meta [la de Zea] es tratar de desarrollar una sociedad unitaria sobre bases de un mexicanismo consciente" (183-184), es decir, de un mexicano consciente de su realidad actual y la función que su pasado ha tenido en la modelación de dicho presente. ¿No se corrobora así la tesis de Zea de que los centros de poder se niegan a reconocer en los pueblos marginados la humanidad que ellos reclaman para sí? El canadiense Solomon Lipp lo interpreta también de este modo cuando señala: "Zea podría haber añadido [en su respuesta a Hale y Raat] que ellos pertenecen a una sociedad que se muestra incapaz o contraria a reconocer los deseos y las apiraciones de las naciones dependientes. Es, quizás, más sencillo, bajo estas circunstancias ser menos subjetivo" (65).

Detengámonos un momento en la discrepancia metodológica que hace incompatibles ambos modos de interpretar la historia. Para Hale, "lo que hace poco satisfactorio el trabajo de Zea como obra historiográfica, es la imposibilidad de separar al filósofo del historiador. No es posible advertir cuándo asume la interpretación propia de los hechos, y cuándo los presenta como tales" (301). La respuesta de Zea es directa: "Debo entonces confesar y aceptar mi anacronismo [acusación implícita en la obra de Raat] al insistir, como lo hago en este libro, en no atenerme a los hechos, sino buscar su sentido" (1976, 11). En realidad no es posible la separación del filósofo y del historiador; toda reconstrucción o recuperación del pasado presupone, consciente o inconscientemente, una filosofía de la historia que lo haga posible; pues, como señala Zea, "la misma preocupación por hacer historia o filosofías puras, por crear estancos inconfundibles, sin relación entre sí, con olvido de su origen, el que le da unidad, el hombre que las hace posibles, es también expresión, pura y simple, de una concepción del mundo y una ideología, la propia del mundo tecnificado en que vivimos [...] detrás de esta actitud hay una ideología, la propia del orden del que son expresiones las diversas técnicas del pensar y del hacer profesionales, calculables, mecánicas" (1976, 11).

Tanto Hale como Raat pretenden capturar el significado del hecho histórico en la concretez sincrónica de la circunstancia en donde surge, apoyados, naturalmente, en el desarrollo diacrónico de la historia occidental, según ésta irradia de los centros tradicionales de poder. Al mismo tiempo se le niega valor al intento de Zea, que basa su reconstrucción del pasado –mexicano, iberoamericano, tercermundista– también en la proyección diacrónica; aunque en la concepción de Zea el foco no lo determinen los centros de poder, sino la concretez de la propia circunstancia contemporánea. Es así como el presente, en ambos casos, se convierte en la guía que establece las pautas de valor con las que "objetivamente" se reconstruye el pasado. Ello conduce, por supuesto, a una reconstrucción del pasado en función del presente. Toda reconstrucción histórica lo es. La diferencia que introduce Zea es que ahora el presente que determina la reconstrucción del pasado surge de la propia circunstancia del pueblo estudiado, que se erige así centro de su historia, en un intento por superar el estado de marginación que caracteriza a la globalización de la cultura occidental. Zea descubre de este modo, al analizar la circunstancia actual de su pueblo, un conflicto radical que se convierte en clave de interpretación: el conflicto que plantea la marginación, la dependencia, la negación por los centros de dominio de la humanidad del hombre en los pueblos marginados, y se pregunta ¿qué sistemas hicieron posible tal situación y la perpetuación de la misma? ¿cómo hemos llegado al grado de conciencia actual? El partir de una comprensión del presente proporciona también un propósito a la búsqueda en el pasado. Ya no se verá éste únicamente en función de una imitación de lo europeo; otras manifestaciones autóctonas, que explican mejor el presente, se elevan ahora a primer plano; se inicia, en una palabra, una historia auténtica a una realidad interna.

De lo anteriormente expuesto, no se debe, sin embargo, deducir que las discrepancias al sistema filosófico formulado por Zea, surjan únicamente del intento de interpretar lo iberoamericano desde una circunstancia extraña. La oposición interna a su pensamiento ha sido mucho más formidable. Incluso podría afirmarse que hasta mediados de la década de los ochenta, Zea era sólo la figura más destacada del modo de pensar de una minoría, con extraordinaria repercusión, es verdad, en el extranjero, pero todavía marginada en el mundo iberoamericano. En 1981, en una exposición del estado actual de la filosofía iberoamericana, Francisco Miró Quesada se expresaba en los siguientes términos al reconocer en su generación la existencia de dos modos de interpretar el quehacer filosófico: "Para unos, los menos, [...] hacer filosofía auténtica consiste en filosofar sobre su propia realidad; para otros, los más, [...] consiste en hacer filosofía de carácter universal, hacer contribuciones al análisis de los grandes problemas filosóficos que tienen significación para el pensador contemporáneo. El primer grupo afirma que se puede hacer filosofía auténtica meditando sobre la realidad latinoamericana; el segundo considera que para hacer filosofía auténtica hay que asumir lo hecho por la filosofía europea, hay que elevarse hasta su nivel" (1981, 15).

La oposición, como veremos, se inicia en nombre de un profesionalismo que no se diferencia mucho del expresado por la crítica estadounidense antes comentada. Se exige mentener la separación de las disciplinas de investigación, pues de lo contrario, según Luis Villoro, "por filosofía se entiende entonces una reflexión política o económica, o bien se confunde la filosofía genuina con reflexiones históricas, psicológicas o sociológicas [...] la confusión no pasaría de ser un error semántico sin importancia si no contribuyera a mantener un defecto tradicional de nuestra manera de hacer filosofía: propiciar el ensayismo, [...] así como el abandono de los temas centrales de la filosofía universal por otros más circunstanciales y efímeros" (1987, 97-98). La preferencia por una filosofía profesional que en Villoro y Miró Quesada, entre otros muchos, se identifica con las corrientes anglosajonas de la filosofía analítica, arranca de tres presupuestos claves, aun cuando su desarrollo lleve en ocasiones a conclusiones contradictorias: a) se la supone un filosofar puro, sobre conceptos universales y exento de un contenido ideológico; b) se la reconoce como propia de los países desarrollados y mediante ella se cree que Iberoamérica conseguirá también su desarrollo; c) se acepta que el pensamiento occidental (europeo) ha adquirido una dimensión global y ello se equipara con lo genuinamente universal.

Rosa Krauze nos señala en 1976, fecha que coincide con el apogeo de la filosofía analítica en México, que ésta "se resiste a tratar temas localizados fuera del nivel conceptual," como corresponde a todo "cultivo de una filosofía rigurosa" (80). Además, según ella, por no ser ideología, podrá "llevar su actitud crítica a las ciencias y las ideologías" (82). El filósofo, pues, adquiere una nueva misión, concluye Villoro, "debe cumplir una función auxiliar del desarrollo armónico de las ciencias. Por una parte, surge la necesidad de su colaboración en el campo de la lógica y de la metodología de las ciencias; su labor es eficaz en la crítica y clarificación de conceptos básicos que se encuentran en cualquier formulación científica. En segundo lugar, puede cumplir una tarea útil al ayudar a establecer límites y relacionar entre sí distintas disciplinas científicas" (1972, 611). El deseo de "estar al día," de seguir la moda de las corrientes en uso en el mundo europeo o estadounidense, conduce de nuevo al espejismo de creer haber encontrado la filosofía por excelencia, sin percibir que con ello se caía en una renovada servidumbre, esta vez hacia la técnica propia de los centros desarrollados. Zea, que considera las nuevas corrientes como legítimas formas del pensar, advierte, sin embargo, las proyecciones neocolonialistas que ellas encubren y se reafirma en su posición de que "la filosofía es algo más que la ciencia rigurosa, algo más que la lógica capaz de deslindar, con precisión lo que se supone que es de lo que no es; la filosofía es también ideología, como ha sido y es ética. Una ideología y una ética que se pregunta por ese retraso de las relaciones humanas en comparación con sus altos logros científicos y técnicos." Necesitamos, concluye, "una filosofía que nos haga conscientes de nuestra situación como hombres entre hombres, como pueblos entre pueblos" (1969, 61).

Luis Villoro comprende el pensamiento de Zea; lo que no alcanza a ver es su trascendencia, y quizás por ello mismo considera sus propósitos una quimera utópica cuyo resultado es el frenar la marcha hacia el progreso del pueblo iberoamericano. No cree en la posibilidad de que lo iberoamericano pueda llegar a influir en el pensamiento de los centros de dominio, cuya expansión considera, por otra parte, inevitable. Así, cuando habla de una filosofía rigurosa, profesional, se está refiriendo a una filosofía hecha por especialistas para especialistas, al modo de las reflexiones analíticas de la filosofía académica en el mundo industrializado. Por ello concluye que "la producción filosófica de nivel profesional requiere de ciertas condiciones mínimas y no puede aparecer hasta que éstas existan [...] Y la realización de esos requisitos presupone que la sociedad haya entrado en cierta etapa de desarrollo" (1972, 608). Los pueblos subdesarrollados poseen otro tipo de filosofía, una filosofía del subdesarrollo –la filosofía de Zea, según él– cuya doble función se limita a "ser una expresión ideológica que haga conscientes y reflexivas las tendencias, proyectos y valoraciones de grupos sociales, o aun de movimientos políticos; [y] la de divulgar la cultura general" (1972, 610). Una vez establecido que no será una filosofía "auténtica" –producto de la circunstancia iberoamericana, según Zea– la que hará posible la independencia cultural, sino que será, por el contrario, el desarrollo tecnológico el que permitirá la filosofía "auténtica" –la de los centros de poder, según Villoro–, se propondrá de nuevo la imitación como única solución para acelerar el proceso de integración: "Las exigencias de una sociedad en que la ciencia y la técnica cobran un papel más importante llevarán al cultivo de disciplinas filosóficas poco tratadas en la actualidad, como la lógica y la epistemología. El influjo de la filosofía internacional, cada vez más tecnificada, obligará a adoptar los temas más en boga en el ambito internacional." Y esta filosofía internacional cuyos temas se impondrán para crear "nuevos filósofos profesionales," será la filosofía analítica (1972, 611).

Ya en la década de los años sesenta Zea había prevenido que demasiado énfasis en estas corrientes neopositivistas pueden llevar a un extremismo "en el que se olvide el origen mismo de toda filosofía, esto es, al hombre, al individuo que la hace posible" (1969, 59). Así sucedió en efecto, cayendo este quehacer filosófico en un discurso formalista que desconocía y rechazaba el proceso histórico, y que, en palabras de Roig, había conseguido eliminar "su contenido, previa eliminación de la función referencial del lenguaje que es la que lo ata a lo concreto-histórico" (1976, 139). Incluso filósofos enmarcados dentro de esta línea de pensamiento, como Miró Quesada, llegan a reconocer que la filosofía analítica, "por ignorar los problemas de la acción humana, y de la revolución, contribuyen, de manera indirecta, a mantener el statu quo" (1976, 92). Esta es precisamente la opinión que desarrolla el filósofo canadiense Evandro Agazzi, en un estudio significativamente titulado "¿Qué espera la comunidad filosófica internacional de la filosofía latinoamericana?" Comenta en este ensayo lo que él denomina el complejo del subdesarrollo que lleva a los intelectuales iberoamericanos a admitir "implícitamente que su desarrollo cultural debería consistir en una imitación y asimilación de modelos culturales de estos países [centros industriales]. En lo que atañe a la filosofía en especial se piensa que su renacimiento debería consistir en abrazar, por ejemplo, las formas de la filosofía analítica de horma anglosajona o de la filosofía marxista. Es por eso que se ha cultivado inconscientemente aquella costumbre de imitar [...] y se olvida que las mismas aspiraciones a una mayor autonomía política y económica [...] no podrán llevarse a cabo a menos que se trate de fundamentarlas sobre una autonomía y originalidad de pensamiento y de valores espirituales conscientemente elegidos y elaborados" (170).

Por supuesto, la situación, según ésta se contempla desde los mismos pueblos marginados, es mucho más compleja. Y cuando se defiende una "filosofía profesional, universal," y se identifica ésta con las formas analíticas del pensar, se hace, como señala Miró Quesada, bajo el supuesto de que "la vigencia de la racionalidad, debido a la expansión de Occidente al mundo entero, puede hoy considerarse como un carácter histórico dominante. La expansión de Occidente ha sido imperialista. Pero en su imperialismo ha arrastrado [...] sus grandes creaciones. Entre ellas la más grande de todas: el ideal de vida racional" (1976, 88-89). En esta misma línea de pensamiento, que consiste en aceptar como inevitable la globalización de un modo de pensar, coincide también Luis Villoro, pues para él, "el empeño de mantener, en un planeta, en realidad uno, centros de poder opuestos y barreras elementales divisorias puede dar al traste con la marcha hacia la unidad: en lugar de una tierra unificada, su estallido en mil pedazos" (1985, 172).

En verdad, bajo la máscara de nuevos métodos y la pretensión de objetividad analítica, parecen repetirse antiguas fórmulas que tuvieron ya su momento de vigencia ideológica a finales del siglo XIX. Me refiero en especial a la posición de Sarmiento, ejemplificada en su conocida afirmación: "No detengamos a los Estados Unidos en su marcha; es lo que en definitiva proponen algunos. Alcancemos a los Estados Unidos. Seamos la América, como el mar es el océano. Seamos Estados Unidos." La misma actitud que hizo posible el pensamiento de Sarmiento, establece los parámetros que diferencian desde su origen los fines implícitos en el quehacer filosófico de Zea y de aquellos otros pensadores que se identifican con Villoro. Mientras Leopoldo Zea ve el hecho de haber querido imitar lo pensado en los centros de dominio como la causa directa de la situación actual de marginación, y encuentra la posibilidad de superar la dependencia mediante la creación a través del conocimiento de lo propio, Villoro da por asentado que "la expansión de la civilización occidental hasta su última frontera fue también el inicio de la pérdida del centro. La civilización occidental comenzó un proceso por el que dejaría de ser una civilización circunscrita a un espacio limitado [...] Sólo una cultura sin centro ni periferia puede aspirar a convertirse en cultura universal. La pérdida del centro de la civilización occidental, iniciada hace poco menos de cinco siglos, abrió así el camino a la realización de una cultura unida en todo el planeta" (1985, 171-172). ¿Confunde Villoro el dominio global con la falta de centro? Quizás, aunque el problema que su afirmación plantea es mucho más complejo. Por una parte, Villoro, al igual que el Miró Quesada de la cita que anotamos últimamente, equipara la civilización occidental con el "ideal de vida racional," con el dominio de la ciencia y la técnica, con la lógica como su forma de pensar; por otra parte, se reconoce la existencia de un proceso de enajenación, que Villoro expresa en términos inequívocos cuando señala que "la marcha hacia una cultura universal no ha sido resultado del consenso entre iguales, sino de la dominación y la violencia. En la historia de todos los pueblos [...] al someterse al dominio de la cultura más general, las culturas particulares sufrieron una suerte variable entre dos extremos: o su destrucción o su asimilación a la nueva cultura. En la mayoría de los casos, pasaron por un proceso de enajenación y de desintegración; en ninguno, el paso a un nivel mayor de unificación en las culturas se dio sin abandonos ni desgarramientos" (1985, 173).

Zea reconoce, naturalmente, la expansión de la cultura occidental. El mismo parte de la convicción de encontrarse Iberoamérica sumergida dentro de dicha cultura, e, incluso, cree que los logros más significativos de la cultura europea son hoy también el anhelo de los pueblos marginados. Pero la globalización, según Zea, no significa pérdida de un centro de irradiación, más bien lo contrario; la misma globalización de la cultura de los países técnicamente desarrollados está basada en rígidas estructuras que permiten perpetuar la existencia de pueblos dominadores y pueblos dependientes. Para Zea, y aquí la raíz de su concepción filosófica tan opuesta a la de Villoro y de Miró Quesada, el logro por excelencia de la cultura europea ha sido su constante lucha por la igualdad y la libertad. Y estos son los valores aceptados en la actualidad por los hombres de todas la culturas. Pero el europeo –y hoy también el estadounidense– que basa su estructura interna en dichos valores, se niega a reconocer la humanidad de los pueblos marginados; deshumaniza el pensamiento y actúa según el cálculo frío de la ciencia y la técnica; mediante las cuales impone el dominio del centro y justifica también su humanidad, y acepta como natural la "otra realidad" de los hombres de los pueblos marginados. Por ello, mientras Villoro y Miró Quesada, entre otros, desean la asimilación del progreso científico –del que hacen depender el desarrollo que a su vez hará posible la igualdad– y adoptan una forma de filosofar, la analítica, que ellos creen la más apta para conseguir tales fines; Zea, y los pensadores inspirados en su obra, han asimilado del europeo y estadounidense su deseo de autenticidad; y creen que sólo mediante ella se conseguirá que los pueblos dominadores hoy, acepten su humanidad al comprender que ellos mismos no la alcanzaran hasta que ésta no se reconozca en todo ser humano, independiente del falso concepto de civilización que únicamente se mide a través del progreso tecnológico de una sociedad.

En un escrito más reciente de Luis Villoro, "Sobre el problema de la filosofía latinoamericana," publicado en el otoño de 1987, parece iniciarse un replanteo de su posición. Sobre todo es notoria su definición del término "auténtico," que coincide ahora con la posición de Zea. Según Villoro, "el pensamiento de una persona no es auténtico cuando no responde a motivaciones propias sino prestadas [...] Al no responder el pensamiento a motivaciones personales, se advierte que la esfera de las creencias profesadas se encuentra disociada de las necesidades, inquietudes y preocupaciones reales de la persona. El pensamiento se convierte entonces en un juego intelectual desligado de la vida. Su consecuencia es la superficialidad o el filiteísmo: el frío malaberismo de los conceptos o la falsa seriedad académica" (1987, 93). Una vez aceptada esta posición se impone un análisis de la ineludible dimensión ideológica de toda aproximación filosófica. La pregunta que se formula ahora no es ya si un modo de pensar es o no legítimo. Independiente de su rigor filosófico, de su vigencia en los centros culturales de los pueblos tecnológicamente desarrollados, se hace ahora necesario contestar la pregunta, siempre implícita, sobre las motivaciones que, consciente o inconscientemente, sustenta toda reflexión filosófica. "La filosofía académica de los países dependientes y atrasados," nos dice en 1987 Villoro, "es a menudo inauténtica porque adopta problemas, discusiones y doctrinas filosóficas que no responden a motivaciones –necesidades, deseos, propósitos– propias sino ajenas. Esta escisión entre el pensamiento y la vida es frecuente cuando la actividad académica se limita a seguir las modas filosóficas en vigor en otros países o a reflejar sus últimas discusiones. El afán de novedades es siempre signo de inautenticidad en la reflexión" (1987, 94).

III

Como se desprende de las páginas anteriores, las críticas a la obra de Zea, tanto aquéllas que se limitan a detalles concretos como las que pretenden invalidar su método filosófico como punto de apoyo para reafirmar una concepción propia, parecen todas ellas poseer un denominador común: en ningún momento se parte de un intento de comprensión, ni se procura establecer un diálogo que sistemáticamente cuestione, con rigor, sus presupuestos básicos en un deliberado proyecto de superación. La situación es semejante en aquellos estudios que al calor de la polémica surgen en defensa de la obra de Zea, pero que, en realidad, se limitan a parafrasear y resumir, sin espíritu crítico, ni sentido de perspectiva, lo ya dicho por él. Esta situación es tan común entre artículos breves, como el de Luis Abad, publicados en revistas, como entre trabajos más ambiciosos, a manera del de Tzvi Medin, que adquieren la forma de libro. Tales posturas llegan incluso al extremo de comprometer el rigor profesional, al silenciar estudios que con visión más amplia colocan en perspectiva la obra de Zea e inician un diálogo de proyección o de discrepancia con ciertos postulados básicos en su quehacer filosófico. Así ha sucedido con el libro de Solomon Lipp, al cual haremos referencia de nuevo al final de esta sección, y que fue publicado en 1980, pero silenciado en las obras posteriores de Tzvi Medin de 1983 y de Francisco Lizcano de 1986.

En otros casos, pensadores de indiscutible valor y que en su tiempo aportaron contribuciones sustantivas al desarrollo del actual pensamiento iberoamericano, desarrollan luego posiciones exclusivistas en defensa de la obra de Zea. Así sucede cuando Arturo Ardao nos dice que la "filosofía latinoamericana, manifestación no única de la filosofía en Latinoamérica, es la que especialmente nos importa en lo que respecta a su función actual" (16); con lo que niega autenticidad a otras manifestaciones filosóficas, como la analítica, que considera "dependientes, por tributación a un colonialismo mental no separable del condicionamiento socio-histórico impuesto por otras formas de colonialismo" (18-19), y que, por lo tanto, operan, "advertida o inadvertidamente, como cúpula intelectual de una dependencia nacional o regional hacia fuera, que es al mismo tiempo de dominación social o cultural hacia dentro" (18). Aun estando de acuerdo con el sentido básico de las conclusiones de Ardao, su reflexión, al excluir otras formas de pensar en lugar de establecer diálogo con ellas, le lleva a proyecciones estériles. Zea ya había dicho que "hay que intentar hacer pura y simplemente filosofía, que lo americano se dará por añadidura. Bastará que sean americanos los que filosofen para que la filosofía sea americana" (1969, 58). Se impone, en efecto, aceptar como auténticos ambos modos del quehacer filosófico. Precisamente Zea, a través de sus reflexiones ha establecido la situación actual de dependencia de los pueblos iberoamericanos. El rechazar esta realidad, el ignorarla, conducirá a una negación de la propia autenticidad. En todo caso, ambos modos de interpretar la realidad surgen de una misma circunstancia: unos son producto de la misma situación de dependencia, otros de la toma de conciencia de dicha dependencia; los primeros parten del supuesto de que mediante la asimilación de las preocupaciones y de los valores predominantes en los centros de dominio, se conseguirá el desarrollo económico y tecnológico que luego hará posible la independencia cultural. Los segundos se basan en el supuesto de que sólo mediante la independencia cultural se conseguirá la igualdad en los derechos humanos que a su vez posibilitará las demás independencias.

De más trascendencia, por el prestigio de sus autores y por su repercusión en la comunidad filosófica internacional, fueron las ponencias que presentaron los filósofos canadienses Evandro Agazzi y Venant Cauchy en las sesiones plenarias del congreso Interamericano de Filosofía celebrado en 1985 en la ciudad de Guadalajara (México). Por sus posiciones, respectivamente, de Secretario General y de Presidente de la Federación Internacional de Sociedades de Filosofía, y su tácito reconocimiento de la dimensión innovadora del pensamiento de Zea y su posible alcance como renovación del pensamiento occidental, sus intervenciones supusieron una legitimación de la metodología y pauta que marcan las obras de Zea. Pero su llamado a la autenticidad, mediante el compromiso con la propia circunstancia, representa, al mismo tiempo, un reto a la expresión sistemática y rigurosa de un pensamiento que está llamado a establecer puentes de diálogo entre los diversos pueblos de la Tierra mediante la comprensión y respeto de las diferencias culturales. En el Congreso se establecieron, además, con nitidez, las marcadas diferencias que separaban a los iberoamericanos de los estadounidenses; y los que allí participamos, pudimos percibir el creciente asombro de éstos al descubrir las direcciones ya claramente establecidas del pensamiento iberoamericano. Thomas Auxter lo describe del siguiente modo: "El Congreso Interamericano de Filosofía celebrado en Guadalajara demostró, entre otras cosas, el éxito alcanzado por Zea. Diversos filósofos latinoamericanos, desde Enrique Dussel de la Argentina hasta Jaime Rubio Angulo de Colombia, hicieron de la interpretación filosófica de Zea el punto de partida de sus propias aportaciones [...] La mayoría de los filósofos de los Estados Unidos parecieron sorprendidos por lo se encontraron. Igualmente sorpresivo para ellos fue el grado en que los filósofos canadienses hicieron suyo el consenso latinoamericano" (141-142).

Venant Cauchy, en referencia concreta a Iberoamérica, y al predominio de la analítica en los círculos académicos, pero señalando que sus afirmaciones poseerían también validez de aplicarse a cualquier otro pueblo del Africa o Asia perteneciente a las llamadas zonas marginadas, indicó su preocupación por "el hecho de que no parece haber una correlación entre el pensamiento que se practica en muchas latitudes y el público que pudiera aquilatar la importancia de los problemas que los mismos pensadores abordan, métodos que utilizan y soluciones filosóficas que proponen" (117). Añade luego, con un pensamiento paralelo al que da base a los presupuestos epistemológicos de Leopoldo Zea, que "la filosofía no puede divorciarse de la perspectiva geográfica, cultural e histórica de su expresión" (117), pues, no tiene su asiento en "una especie de región etérea, sin lazo ni contacto con el mundo real donde vive y sufre la humanidad" (118). Es precisamente el reconocimiento de que Iberoamérica constituye una realidad distinta a la europea, lo que hace que se espere soluciones a los problemas iberoamericanos que sean también diferentes a las propuestas por los centros de poder. En cualquier caso, nos dice, "la diferencia no significa que se es menos filósofo aquí que en el exterior, sino que tan sólo se interroga por el ser, el conocimiento, las artes, las ciencias, la sociedad, el lenguaje, por ejemplo, a partir de un lugar propio, de un tiempo en el cual el presente está lleno de una historia que no puede reducirse a ninguna otra" (119).

Tales premisas sirven igualmente de respuesta a la pregunta que formula Evandro Agazzi en el título de su ponencia, "¿Qué espera la comunidad filosófica internacional de la filosofía latinoamericana?" Para Agazzi, la imitación en la formulación de los problemas filosóficos, según estos surgen en los centros europeos y estadounidenses, ha causado que desde ellos se perciba a Iberoamérica "como una provincia suya que, por lo mismo, brilla con una luz refleja, más que con una luz propia" (168). En su estudio desarrolla las consecuencias que en la formulación de una filosofía iberoamericana han tenido los conceptos de "Tercer Mundo" y subdesarrollo. Pues partiendo de su posible significado económico y sentido de industrialización, nos dice Agazzi, "la noción de subdesarrollo se ha extendido automática y arbitrariamente a todos los aspectos de una cultura, creando la imagen deformada según la cual el retraso económico equivale a un retraso intelectual, social, político, de costumbres, de estilos de vida, de mentalidad" (169). Y con referencia implícita a las posiciones anteriormente estudiadas de Salazar Bondy, Miró quesada y Villoro, entre otros, afirma Agazzi que "la influencia de esta óptica pervertida ha sido nefasta, no sólo en América Latina, puesto que ha persuadido gradualmente a no pocos intelectuales de este Tercer Mundo [...] a sentirse de alguna manera subdesarrollados" (170). Además, si Iberoamérica ya es conocida "gracias a sus escritores y poetas, gracias a su música [...] gracias a la intrepidez de su pensamiento teológico, [...] no existen razones objetivas por las cuales América Latina no pudiera estar significativamente presente, gracias a su filosofía, mediante la profundización de un surco que ya existe y que se cultiva con éxito. Dicha presencia original podrá consistir, lo repetimos, en una fecunda filosofía del hombre, capaz de interpretar al hombre contemporáneo sin reducirlo por eso a sólo una o pocas dimensiones" (176).

De los tres libros escritos hasta la fecha [1988] sobre la obra de Zea, el de Solomón Lipp es, sin duda, el más ambicioso y el que mejor consigue enmarcar el significado y el desarrollo de la filosofía de Zea, desde las primeras formulaciones en la década de los cuarenta hasta el sistema maduro de finales de los setenta. Lipp logra superar la mera exposición del pensamiento de Zea (libro de Medin) o la rígida estructura motivada por la agrupación temática (libro de Lizcano), que pierde de vista el desarrollo histórico de una obra que abarca más de cuarenta años y que surge en íntimo diálogo con su circunstancia. Lipp no se propone tampoco en su libro la defensa sin más de los postulados de Zea, busca su comprensión y su significado; primero a través de un intento de determinar el lugar que ocupa Zea en el desarrollo del pensamiento mexicano e iberoamericano, y luego mediante el análisis de su valor y repercusión en los planteamientos actuales del pensamiento occidental. Por ello, sus observaciones brotan de un continuo diálogo con lo expuesto por Zea, que proyecta, modifica o cuestiona. Vamos a detenernos únicamente en dos incisiones de Lipp en la obra de Zea –la existencia de pueblos marginados y el grado de igualdad y libertad adquirido por los centros de dominio–, que complementan lo hasta aquí expuesto, al mismo tiempo que muestran lo fecundo del método de Solomon Lipp.

Parte Lipp del reconocimiento de que existen en la estructura global actual un centro, o centros, y unos pueblos que se sitúan en la periferia; es decir, de unos pueblos dominadores y unos pueblos que se consideran marginados del proceso histórico. Pero, cree él, la situación no es tan simple como se pretende al trazar una línea que geográficamente separe unos pueblos de otros. Según Lipp, "Zea parece haber olvidado el hecho de que incluso en esas áreas hay ricos y pobres" (81). Por ello, si bien acepta la tesis de que los pueblos "desarrollados" desean mantener el statu quo mediante renovadas formas de dependencia, entre las cuales la cultural parece jugar un papel decisivo, cree también que se necesita incluir en nuestras reflexiones la complejidad que supone "la existencia, en esas mismas áreas marginadas, de ciertos grupos sociales que han sabido integrarse en ese mismo sistema de opresión" (81). Por otra parte, la existencia de zonas –geográficas y humanas– marginadas dentro mismo de los países "desarrollados" lleva también a la duda sobre el supuesto progreso de los pueblos dominadores. El progreso tecnológico es indudable, pero, según Lipp, es fácil estar de acuerdo con el dicho de que "somos un planeta de gigantez tecnológica, pero apenas en la infancia del desarrollo ético" (83).

IV

El pensamiento de Leopoldo Zea, justamente por su madurez y repercusión, inicia ahora una nueva etapa que supera la fase polémica, pero que exige, por lo mismo, una formulación más rigurosa en cuanto a su terminología. Las polémicas que cuestionan la legitimidad de su modo de filosofar han sido ya superadas; pero aquellas otras que surgen por la confusión a que da lugar la ambigüedad terminológica en la exposición de algunos de los postulados fundamentales, persistirán en una estéril polarización de esfuerzos. La falta de diálogo, por otra parte, puede conducir al anquilosamiento en un sistema cerrado. Es cierto que Zea parte de un principio de libertad en el cual se basa uno de sus postulados fundamentales: "El aceptar un modelo es reconocer la libertad en los otros y hacer que esta libertad sea reconocida por los otros. Ningún hombre, ningún pueblo, puede ser modelo de libertad, simplemente todo hombre, todo pueblo, debe ser libre y por serlo, capaz de reconocer la libertad de los pueblos por distintos o semejantes que éstos parezcan. Son los modelos los que crean los paternalismos, las dictaduras para la libertad y en nombre de la libertad. Una libertad que se niega a sí misma al no reconocer en otro hombre su posibilidad" (1974, 46). La grandeza de este postulado entraña igualmente su peligro: conduce a un sistema, y como tal excluyente, que pretende haber descubierto la "dirección" de la humanidad en el proceso de conseguir la libertad, de "humanizar" al hombre, pero, ¿no se llegará con ello a querer imponer la libertad como Sarmiento en su época quería imponer al pueblo la democracia? El sistema de Zea, como se indicó en páginas anteriores, está enraizado en una filosofía de la historia, en la cual el qué y el cómo de lo sucedido se encuentra en función de un por qué, que se interpreta desde el presente y un para qué, que se proyecta hacia el futuro. Es, por supuesto, un sistema que responde a una circunstancia concreta: la iberoamericana; y a un momento actual: la interdependencia global de las relaciones humanas; pero que, precisamente por su proyección hacia el futuro (el para qué), corre el peligro de ignorar grandes segmentos de su presente y, quizás por ello, construir un pasado cuya realidad existe, sobre todo, en función de un futuro acaso utópico.

  

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[Fuente: José Luis Gómez-Martínez. “La crítica ante la obra de Leopoldo Zea.” Anthropos 89 (1988): 36-47]

 

© José Luis Gómez-Martínez
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