Mauricio Beuchot

 

"Hermenéutica analógica y crisis de la modernidad"

Introducción

Crisis de la razón. Crisis de sentido y de valores. Así se ha marcado nuestro tiempo, ahora designado como crisis postmoderna. ¿Cómo sacar lección y moraleja de esta postmodernidad, sin incurrir en el relativismo que muchos de sus seguidores exhiben? ¿Cómo evadir la cerrazón del positivismo sin caer en el desorden anárquico de muchos epistemólogos nuevos? Esta preocupación ha deparado el surgimiento de la hermenéutica analógica ¾ expuesta detalladamente en mis trabajos Posmodernidad, hermenéutica y analogía (1996); Tratado de hermenéutica analógica (1997); y Perfiles esenciales de la hermenéutica (1998)¾ , que trata de ponerse en el límite entre el univocismo positivista y el equivocismo relativista. Esa hermenéutica (aunque igual podría ser una pragmática) quiere ser una respuesta a la crisis en la que nos debatimos hoy en día, sobre todo en las ciencias humanas.

 

¿Hermenéutica analógica?

La hermenéutica analógica es, primeramente, un intento de ampliar el margen de las interpretaciones sin perder los límites; de abrir la verdad textual, esto es, la de las posibles lecturas de un texto, sin que se pierda la posibilidad de que haya una jerarquía de acercamientos a una verdad delimitada o delimitable. Es un intento de respuesta a esa tensión que se vive ahora entre la hermenéutica de tendencia univocista, propia de la línea positivista, y la hermenéutica equivocista de línea relativista, ahora postmoderna. La tendencia univocista, representada por muchas actitudes cientificistas, se ha mostrado en intentos de un lenguaje perfecto, de una ciencia unificada, etc. Todo ello se ha puesto en grave crisis; brota, pues, la necesidad de revisarlo y de mitigarlo. Dentro de la misma filosofía analítica se ha visto esa matización, en pensadores como Chisholm, Putnam y otros. Pero dentro de esa misma corriente de pensamiento ha habido reacciones excesivas, como la de Davidson y, más claramente, Rorty, quien ha renegado de la epistemología analítica, y ha caído en un escepticismo que se me antoja muy grave.

Como introyección de esa crisis, pero por otros caminos distintos, el pensamiento postmoderno ha llegado a un escepticismo parecido, y a veces más grande, ya en franco camino del nihilismo. Eso ha provocado que se sienta un clima de desengaño de la filosofía. Esto se puede encontrar en la tensión que señala el filósofo cubano-estadounidense Ernesto Sosa entre lo que él llama la filosofía risueña y la filosofía en serio.

Pero, dado que el hombre es difícil para el equilibrio, y tiende fácilmente a los excesos, se ha oscilado entre el univocismo y el equivocismo. Ciertamente algunos han llegado a esa situación no como reacción postmoderna contra la modernidad, sino por su propio desarrollo, premisas y curso, pero la mayoría se ve que ha llegado a él como manifiesto de anti-modernidad. Dada esa dolorosa tensión entre la univocidad y la equivocidad, se presenta como coyuntura la analogía, colocada entre el univocismo de la modernidad y el equivocismo de la postmodernidad. (Como es comprensible, al distinguir "la modernidad" y "la postmodernidad", hago una abstracción forzada y ruda ya que habría que matizar muchas tonalidades dentro de una y otra; pero permítaseme esta generalización burda, en aras de la brevedad ¾ cada quien sabrá matizar estas nociones). Lo veo como una buena alternativa; no sólo porque tengo la convicción de que la analogicidad ayudará a sintetizar las tensiones modernidad/postmodernidad, sino porque estoy persuadido de que la analogicidad está en la entraña misma del conocimiento humano.

Eso hace que sea indispensable revivir la mentalidad analógica en la hermenéutica y otros campos. Es necesario centrar y modelar las fuerzas en tensión, y lograr un equilibrio (no estático, sino dinámico) entre la pretensión de univocidad y la disgregación de la equivocidad, una integración. No puede tratarse de una suavización o ablandamiento baladíes de la exigencia epistemológica, en el sentido de relajación. Hay que tratar de preservar lo más que se pueda del impulso hacia el rigor y la univocidad; pero catalizarlo con la admisión de la tendencia al equivocismo, sin caer en él, sino sujetándolo por la analogicidad. En esta tensión reside la hermenéutica analógica. Ella responde a la pregunta por su caracterización.

De esta manera se tendrá una epistemología sensata. Una epistemología cargada de una modestia y humildad que eviten todos aquellos proyectos -o ilusiones, más bien- de conocimiento completamente claro y distinto (sobre todo en las ciencias humanas), los cuales, con sus fracasos, han mostrado que tiene que llegarse a una moderación. Pero igualmente ayudará a mostrar moderación en la renuncia a esos proyectos y expectativas. Que también en la derrota se eviten los excesos. Después de una crisis es cuando mejor se puede levantar cabeza. Va a ser la mejor manera de replantearse el alcance y los límites del conocimiento, de nuestra apropiación de la verdad, como señala A. Velasco Gómez, en su artículo "La hermeneutización de la filosofía de la ciencia contemporánea.

La analogía se presenta sobre todo como procedimiento dialógico o de diálogo, ya que sólo a través de la discusión que obliga a distinguir se captan la semejanza y, sobre todo, las diferencias. Pero también en el sentido de tensión de opuestos, de lucha de contrarios, ya que la analogía introduce en el seno del concepto o del término ese juego y rejuego de semejanza y distinción que están poniendo en acción la diferencia y la oposición. Es algo que ya habían visto el Maestro Eckhart y Nicolás de Cusa.

La crisis de la modernidad

El sueño de la razón engendra monstruos, dice uno de los dibujos a los que Goya puso el nombre de "Caprichos". Y es verdad. La razón sola, dormida, sin las demás virtudes, lo hace. Fue, por cierto, una cosa muy propia de la modernidad el ver la razón como muy desligada de otros aspectos (afectivos, morales, etc.) del hombre. Se olvidó la noción de "razón recta" de la ética de la Edad Media, la cual no era la razón sola, entendida como pura discursividad o cumplimiento de reglas de inferencia o argumentativas, sino como la razón animada por algo más, que era el deseo o la intención de hacer el bien. Pero esto desaparece al fin de la Edad Media, con Ockham y Marsilio de Padua, y al principio de la modernidad, en el Renacimiento, con Maquiavelo. En efecto, Maquiavelo habla ya de una racionalidad fría, calculadora, estratégica. Lo que Habermas en su texto Perfiles filosófico-políticos llamará la razón instrumental.

Por eso muchos de los postmodernos ven con recelo la razón, e insisten en que hay que vincularla con (y a veces suplirla por) otras dimensiones del hombre: la pasión, el deseo, la voluntad, etc. Tal vez esto es, en parte, muy justo, ya que se refieren a la razón moderna, olvidadiza de todos los otros aspectos humanos, desligada de ellos, y tratan de volver a encontrar esa vinculación. Incluso con la fe, con el mito, y otras cosas. Pero no parece que haga falta renunciar a la razón, y suplirla por otra de las facultades o dimensiones antropológicas. De lo que se trata es de vincularla con ellas, volver a la conciencia de que pensamos con todo el hombre. Una visión más holística del pensar, de la razón como no sola, sino acompañada. Para que no engendre sus monstruos.

Y aun faltaría acompañarla con los otros, en el diálogo, en la búsqueda, de manera que no únicamente no engendre monstruos, sino que pueda engendrar algo bueno. Y eso es solamente por la compañía con el otro, con los otros. Se hace en compañía con los demás, en la producción y creación solidaria de los pensamientos.

Son comprensibles, pero habría que tener cuidado con ellas, algunas expresiones en que muchos postmodernos se ven sobrecogidos por el miedo a la falsa y mala univocidad. Se preguntan con qué derecho se puede juzgar a otra cultura, desde la cultura particular propia. Aunque no sea de manera absoluta, este enjuiciamiento tiene que ser posible, so pena de dejar que toda cultura sea válida, se trate de la que sea, y podría darse ¾ sin que pudiéramos evitarlo¾ el que una cultura aniquilara a otra, y tendríamos que permitirlo; sería válido. Tienen que ponerse límites al pluralismo. Desde la perspectiva particular se puede acceder a una verdad que la trascienda. Por supuesto que no como imposición de esa perspectiva unilateral, sino como atención e intento de comprender a los demás, y sacando de los que entran en juego aquellos valores y principios que se compartan y se tengan en común. El pluralismo es un ideal regulador, pero se da en lo concreto.

Algo que tenemos que asumir teórica y prácticamente es un aspecto de la solución al problema del pluralismo. Se trata de la idea de una verdad encarnada, de una universalidad que se da en los particulares, que no existe desligada de los individuos. Yo la llamaría una universalización a posteriori, respetuosa de las diferencias y que toma inicio en ellas, viendo qué puede reunir de los anhelos de los hombres, no imponiéndoles un paradigma o cultura a priori, que es lo que siempre se ha hecho. Más bien hay que ver qué cosas se pueden elevar a una abstracción o universalización vivas y dinámicas. Y algo muy importante: a diferencia de lo que dice Habermas, creo que eso no se logrará sólo por el diálogo razonable, sino sobre todo por el respeto y la solidaridad. Siempre se trata de un reconocer dentro de ciertos límites; no se puede aceptar todo (eso sería autorrefutante), y es lo que llamo un universal mitigado, a posteriori y análogo. (Curiosamente, la analogía se parece a la figura retórica del quiasmo, como bien puede deducirse del estudio que M. T. Ramírez hace en su texto intitulado El quiasmo. Ensayo sobre la filosofía de M. Merleau-Ponty).

De hecho, la analogía, el razonamiento analógico -que es su mayor aplicación- es un procedimiento a posteriori, que consiste en pasar de lo conocido a lo desconocido, de los efectos manifiestos a las causas que se nos esconden. Es de tipo abductivo. Es partir de algo pequeño o fragmentario, como en el ícono, y pasar al todo, ser remitido a la totalidad; ni siquiera por el esfuerzo propio de la abstracción, sino por la misma fuerza abstractiva que ya trae de suyo el signo icónico, que así nos lanza en epagogé y apagogé, que nos conduce. Es pasar de lo que se tiene a lo que no se tiene. Así, pasamos de nuestro marco conceptual, de nuestra cultura, a otra, de la cual vamos apropiándonos paulatinamente. Es parecido al procedimiento de universalización que ejerce Kant, y que tiene como diferencia el que tiene ya recursos a priori y no es tan a posteriori como el nuestro (que también debe tener sus a prioris y sus presupuestos, sus condiciones de posibilidad). La universalidad depende aquí de la traducción, pues la universalidad que se alcance será proporcional a lo que podamos traducir para el otro. Por eso no puede ser una universalización unívoca, que abarque indiferenciadamente, sino de manera matizada. Es, además, una universalización hipotética, y por ello no se puede extender o generalizar sin más a todos los afectados, tiene que matizar.

En efecto, la universalización analógica (e icónica) tiene un momento hipotético o abductivo. Se gesta en el seno de la cultura, con la que uno dialoga, por eso requiere del diálogo, una abstracción no solipsista o monológica. Es el resultado de todas las intencionalidades de la propia cultura, que se polariza, concreta y sintetiza como en un punro en nuestro acto de universalización. Esta es su iconicidad, su carácter icónico, preñado y suspendido, virtual. Y, como es nuestro, ya en el caso de nuestros compañeros de cultura, es diversificación, analogía. Mucho más cuando se aplica a otras culturas. Y es que se requiere la analogización inclusive para decir hasta dónde llega una cultura y comienza otra. Pues los límites no son precisos, se entremezclan, viven el mestizaje. Los periodos de transición, los espacios limítrofes no son tan claros. Y tiene que aplicarse la analogía (y la iconicidad) para poder señalarlos.

La analogía como salto categorial que evita el error categorial

Es preciso desentrañar los vínculos, a veces crearlos, entre la epistemología, la ética y la ontología; como es necesario desentrañar las intuiciones que tuvieron los hombres de pensamiento, para poder comprender lo que exponen de manera ya argumentativa. Intuiciones difíciles: difíciles de ponderar, a veces también difíciles de argumentar; pero exhibiendo una verosimilitud que impresiona. Se prestan estas relaciones o vínculos a través de la relación y el vínculo con el otro. El otro análogo, no el otro casi equívoco y misterioso de Lévinas, ni el otro que se ansía unívoco, como en Habermas y Apel.

Hay un fenómeno curioso. Lo que Bachelard llama "ruptura epistemológica", y Gustavo Bueno "cierre epistémico o categorial". Todos lo hemos sentido algunas veces. Hay un momento en el que el discurso llega a un límite y parece romperlo, y lo que hay es una colocación entre los dos lados del límite. Algo se conserva de una de las partes y se rompe o se reinventa en la otra. Hay un aspecto que se conserva familiar, y otro aspecto que irrumpe como algo desconocido, inquietante, como algo unheimlich -según decía Freud-, esto es, no hogareño, y que algunos traducen como "siniestro". Es lo que está del lado izquierdo, de lo zurdo, de lo absurdo (a lo que también a veces hay que asomarse, o visitarlo, como lo hizo Alicia, cuando pasó al otro lado del espejo. Pero hay que sacarlo de lo absurdo, reducirlo -a veces no sin violencia- a lo comprensible.)

El modo de conocimiento se hace, entonces, por así decirlo, mestizo de las dos formas, las dos que quedan adheridas a cada una de las caras del límite que las demarca. Esa intuición, esa ruptura discursiva, ese cierre categorial (incluso con peligro de error categorial, que es lo que caracteriza a la analogía) nos colocan entre los dos lados del cerco que se cierra. Momento limítrofe, que entronca con lo eterno, y hace entroncar lo nuevo con lo ya dicho, casi ya visto (déjà vu), pero siempre nuevo y siempre distinto. Es la experiencia del límite analógico.

Puede concederse casi sin dudar que no hay un metasistema que englobe a todas las culturas y de razón de ellas. Pero también es posible conceder que desde la propia cultura -sin brincar a un metasistema inalcanzable, por inexistente, y sin tener que erigir a la propia cultura como totalmente universal, porque no es cierto- se pueden juzgar las demás culturas. De manera dia-filosófica, no meta-filosófica. Por analogía. Para comprender algo no hace falta tener que vivirlo (como decía Ortega y Gasset: para estudiar al pato no hace falta ser pato) ni siquiera recordarlo (podemos condenar los campos de concentración sin haber estado en ninguno de ellos), ni compartirlo idealmente; basta con poder compartirlo de manera analógica, proporcional, por acercamiento icónico al paradigma o modelo que se nos muestra de ello. Así, podemos acercarnos (según cierta gradación) a la comprensión de otras culturas y a la capacidad de evaluar sus cosas buenas y malas, corregir las malas y compartir con ellas nuestras cosas buenas. Eso se da en el quiebre categorial, en el horizonte epistémico, en el límite analógico de las vivencias que se pueden acercar siempre más y más, aunque nunca coincidan.

Conclusión: hacia una esperanza

Crisis saludable, el impasse en el que se encuentra la epistemología actual puede ser muy aleccionador. Puede brindarnos la advertencia de que los proyectos univocistas no han sido capaces de seguir adelante, pero que no por ello hemos de caer en programas y aventuras equivocistas. La analogía puede albergar en su seno tanto la metonimia como la metáfora. Esto es, la metonimia, que es el paso de los efectos a las causas, de las partes o fragmentos al todo, o de los individuos a los universales. Y también la metáfora, que es la translación de sentidos y referencias, o la tensión entre el sentido literal y el sentido figurado, translaticio. Si sabemos sujetar ambos polos en su misma tensión, a saber: el de lo metonímico sin perder la capacidad de la metáfora, y el de lo metafórico sin abandonar la posibilidad de reconducir los fragmentos al todo, como es lo propio de la iconicidad, podremos reedificar lo que ha quedado frente a nosotros en esta llamada "época del fragmento".

[Publicado originalmente en Universidad de México (Revista de la UNAM), 567-568 (abril-mayo, 1998): 13. Edición de Nora María Matamoros Franco]

  

© José Luis Gómez-Martínez
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