Alejandro
Sánchez Lopera
"Carlos
Rincón y la crítica de la voluntad de verdad. Una pragmática de
la crítica literaria"
Resumen:
el artículo traza un panorama del estilo de trabajo
desarrollado por el crítico colombiano Carlos Rincón. Sitúa
su trabajo bajo una ética pluralista: el pragmatismo. La
singularidad de la
crítica literaria de
Rincón radica en que está centrada en las operaciones
y no en las esencias, propósitos o intenciones del sujeto;
en los efectos y no en las causas de lo que acontece.
Asimismo, la trayectoria intelectual de Rincón expresa una artesanía
de la conjunción entre palabras, cosas y experiencias
dispares, tejido que problematiza cualquier posibilidad de
la verdad del sujeto y del texto como revelación o
eternidad.
Parte de la labor de un tipo singular de crítica en América
latina ha consistido en disminuir la fuerza de las verdades
sociales, sean estas políticas, económicas o estéticas. Verdades
como “orden y progreso”, para nombrar solo una de las mortíferas
consignas que han atravesado nuestras sociedades desde el siglo
xix. Al leer el
trabajo de Carlos Rincón, nos situamos justamente en ese tipo de
crítica a la reclusión de las verdades en la enunciación del
hombre de letras y del hombre de leyes; en la destitución de la
soberanía del texto y de la enunciación de consignas; y en la
apertura a los efectos extratextuales. Operaciones, en suma, en
las que la verdad es una experimentación y no un proceso de
conocimiento, una desorientación antes que una sanción moral
sobre el mundo, una producción en vez de un secreto susceptible
de ser develado por un intérprete.
Quien se haya enfrentado a los textos de Rincón, intelectual
colombiano radicado en Alemania y profesor emérito
de la Freie Universität Berlin
(Universidad Libre de Berlín), se sitúa entonces
en un ámbito en el cual, si recordamos la lectura que realiza
Peter Sloterdijk de Nietzsche, se es “capaz de mantenerse
afuera, en lo insoportable” (2000: 93). Afuera quiere
decir no en las cosas mismas (la obra literaria por ejemplo),
sino en las relaciones que las cosas son capaces de tejer entre
sí. En esa dirección, este texto traza algunos fragmentos de la
trayectoria de Carlos Rincón, planteándose dos preguntas: ¿qué
es posible pensar a través de sus escritos? ¿Qué es
posible pensar a partir de ellos?
Del barroco y Carpentier (2009; 2008b; 1975) a Bolaño (2002a),
pasando por la reescritura de las foundational fictions
norteamericanas en los textos de García Márquez (1999a;1999b),
el estatuto de la imagen en el barroco (2007) y en la época
contemporánea (2002b), los debates sobre lo moderno y lo
posmoderno (1995; 1993; 1989), más que la gran cantidad de áreas
que aborda en su trabajo, lo que sorprende son las formas en que
Carlos Rincón es capaz de relacionar esas zonas. En ese sentido,
el trabajo crítico de este autor asume uno de los interrogantes
centrales al que nos confronta la multiplicidad: ¿cómo
relacionar elementos dispares? ¿Cómo sintonizar algunos de los
elementos disímiles que conforman el mundo? Para asumir esos
interrogantes, a mi modo de ver la alternativa en la que se
inscribe Rincón es la del pragmatismo, la del análisis y la
vivencia no de las cosas en su interior (la intimidad del
autor), sino de las relaciones entre las cosas:
“las relaciones son exteriores
a los términos”, como recuerda Gilles Deleuze (2004a: 163).
Pragmática, empírica, materialista es, como veremos, la crítica
de Carlos Rincón.
En efecto, al leer la vasta obra crítica escrita por este autor
—graduado en filosofía en la Universidad Nacional de Colombia—,
recordamos lo que significa recuperar la capacidad de asombro
ante una amplitud desmesurada de problemas y temas que, antes
que una exhibición de erudición, afirma una capacidad de trazar
relaciones innumerables entre las cosas.
Podemos decir que existen tres señales particulares en la
crítica elaborada por Rincón: la presencia permanente de la
literatura y la crítica literaria del Brasil, punto ciego de
buena parte de la crítica literaria predominante en el
continente; su capacidad de situar autores latinoamericanos
—García Márquez y Jorge Luis Borges, en particular— en el plano
mismo de producción del enunciado de lo contemporáneo
(1993) y, finalmente, su destacado oficio como traductor
de autores como Theodor Adorno
y Antonin Artaud al español, entre muchos otros: “Los
primeros ensayos sobre estética de Walter Benjamin y estudios de
Foucault, Canguillem, Habermas, Chomsky, de los que se dispuso
en idioma castellano, fueron traducidos por Rincón para
publicaciones periódicas de circulación latinoamericana antes de
1971” (Contreras Castro et al., 2004: 7-8).
Para comenzar, entonces, vale la pena leer el estilo de su
crítica de acuerdo con un texto de uno de los autores que está
siempre presente en su obra: Jorge Luis Borges, quien en
“Elementos de preceptiva”, publicado en Sur en 1933,
escribe:
Prefiero, ahora, leer sus operaciones. En cuanto a sus
propósitos, seguramente irrecuperables y vagos, dejo su
investigación final al Juicio Final —o al ascendente y
rápido Spitzer, “que sube por los hilos capilares de las
formas idiomáticas más características hasta las vivencias
estéticas originales que las determinaron”. Básteme
deslindar los efectos que producen en mí (1998a: 56).
Operaciones,
y no propósitos; efectos, y no causas: pragmatismo, en
suma. Si atendemos a los efectos, nos situamos entonces en una
de las vetas centrales del trabajo de Rincón: la experiencia de
la recepción literaria. Efectivamente su
trabajo, y específicamente su libro El cambio en la noción de
literatura, publicado en1978, marca la apertura, para la
crítica literaria en América latina, a la “estética de la
recepción” (Rezeptionästhetik) de la escuela de
Constanza. En torno a una de las figuras claves de esta escuela,
Hans Robert Jauss, vale recordar que su práctica hermenéutica,
de acuerdo con Paul de Man “will, in however mediated a way,
have to raise questions about the extralinguistic truth value of
literary texts” (1982: IX). Concebir la posibilidad de una
verdad extralingüística significa estallar por completo la
soberanía del texto: liquidar su interioridad para instalarse
así en las relaciones que el texto tiene con la exterioridad. La
verdad, entonces, se produce afuera.
Ya desde El cambio en la noción de literatura, Rincón,
premio Hispanoamericano de Ensayo en 1996, trazó lo que
podríamos llamar un diagnóstico: mapas de polémicas y no
citas de autoridad; cartografías de mundos y rivales, y de sus
luchas, y no autocitación o exhibición de conocimiento sobre las
cosas, sobre algo (los géneros literarios, las
teorías literarias, las formas de lectura). Atento siempre a las
relaciones entre literatura e historia, en Rincón encontramos
las preguntas que hicieron parte de la renovación del oficio de
la historia realizada en la segunda mitad del siglo
xx por Paul Veyne y Michel de Certeau, entre otros. En ese
sentido, la pregunta que podemos hacer a las cosas no sería
qué se sabe sobre algo, sino qué podemos saber, en un
momento determinado, acerca de esa cosa, de ese algo.
Las cosas no encierran la verdad en ellas mismas; la verdad es
un proceso errático, conjetural y experimental que se desliza
constantemente en el tejido de relaciones inciertas que une y
separa a las cosas.
Sabemos que una cosa no es una cosa, sino las fuerzas que se
apoderan de ella, como se desprende de la escritura de
Nietzsche; asimismo, leemos en El Aleph de Borges que
“cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas
cosas”(1998c:208). En suma, “no hay ningún objeto (fenómeno) que
no esté ya poseído, porque en sí mismo es, no una apariencia,
sino la aparición de una fuerza” (Deleuze, 2002: 14). Carlos
Rincón es capaz, justamente, de mostrar las fuerzas, no la cosa
o el objeto. Las fuerzas sociales y las fuerzas textuales o, en
última instancia: el texto mismo como fuerza social. En efecto,
si retomamos las afirmaciones de Deleuze expresadas en 1972, es
posible decir hoy que parte del esfuerzo de Rincón apuntaba, y
aun hoy lo hace, a rastrear la potencia extratextual de la
literatura, ya que “a text is nothing but a cog in a larger
extra-textual practice” (2004b: 260).
Estar desde siempre
en el mundo
La densidad del trabajo de Rincón y la diversidad de caminos de
interpretación que abre al lector tienen una singularidad:
provocar relaciones impensables entre elementos dispares. Ese es
el momento en el que la literatura pierde su carácter específico
como obra cerrada y entra en el terreno de lo múltiple: la
posible verdad de la literatura estaría, nos recuerda Rincón a
lo largo de sus trabajos, en las relaciones entre las obras, en
las relaciones de la literatura con otros campos de saber y
creación y en las posibles relaciones que la literatura sea
capaz de entablar con el mundo mismo. En sus palabras, evocando
al intelectual colombiano Baldomero Sanín Cano (1861-1957):
Volví sobre un artículo de Baldomero Sanín Cano, filiación
reprimida en Colombia, de la que me gustaría poder
reclamarme. El artículo se titula De lo exótico, y en
él sostenía hace ciento dos años: “es miseria intelectual
esta a que nos conducen los que suponen que los
suramericanos tenemos que vivir exclusivamente de España en
materias de filosofía y letras. Las gentes del nuevo mundo
tienen derecho a toda la vida del pensamiento. Ensanchemos
nuestros gustos. Ensanchémoslos en el tiempo, en el espacio;
no los lo limitemos a una raza, aunque sea la nuestra, ni a
una época histórica, ni a una tradición literaria” (2000:
414).
Habitar ese lugar sin coordenadas específicas nos permite
recordar que la verdad no era derivable del interior de
la literatura, la filología o la gramática, como quisieron hacer
creer, por tanto tiempo, los gramáticos aliados al proyecto de
Estado señorial colombiano. Y aquellos quienes, aún hoy, viven
de la fantasmagoría de Bogotá como “Atenas suramericana”,
emblema que, precisamente, Rincón deja en ruinas en una de sus
recientes investigaciones: “Con
el nombre de ‘la Atenas de Suramérica’ estamos ante un caso
inusualmente complejo de automonumentalización, en que el
discurso sobre la ciudad debía proveer un aura legitimadora para
ejercer desde ella el poder en el Estado autoritario colombiano”
(2005: 132). El tejido de la tradición de pensamiento
predominante en Colombia es el de la clausura: la Atenas de
Suramérica, como veremos, no era más que una aldea, y sobre
todo, una fantasía despótica. A propósito de las élites que
propiciaron dicha automonumentalización, Rincón discute los
rasgos que “epitomizan la personalidad de los héroes de la
Atenas de Suramérica”, cuadro sintomático de una moral esclava:
“la cortesía del cachaco, remedo del París del II Imperio
francés, la rusticidad y las costumbres de frugalidad mezcladas
con manías y excentricidades, entrecruzadas con la obediencia a
la lógica del conflicto por el poder” (2005: 142). De allí,
prosigue, que “muchos de ellos se enorgullecieran de no haber
salido de Bogotá y sus alrededores, y de no haber visto nunca el
mar” (142).
Frente a ese enclaustramiento, la extensa discusión que ofrece
este autor acerca de los efectos cruciales de Gabriel García
Márquez (y Jorge Luis Borges) en la discusión
modernidad/posmodernidad en la crítica literaria y la literatura
es un síntoma más con respecto a que estamos desde siempre en el
mundo. Nuestra presunta “diferencia” como periferia deja de ser
así lo que se ha convertido en emblema el pensamiento moralista:
un lamento culposo.
El postulado de un ser —de una diferencia—hispanoamericana y
la continua y renovada propuesta de significados muy
diversos, pero siempre homogéneos, tomados cada uno
aisladamente, para esa entelequia, fueron parte de la
respuesta ideológica, adelantada con un retraso de más de
dos décadas, al impacto causado en el subcontinente por la
irrupción del imperialismo (Rincón, 1978: 71-72).
Esto lo escribía Rincón en 1978. Casi veinte años después, en su
libro Mapas y pliegues. Ensayos de cartografía cultural y
lectura del neobarroco (1996), comentará cómo en América
latina el concepto de barroco “hoy se descifra en términos de
bosquejo de otro modo de ser moderno anterior a las reformas
borbonas en las Indias” (148). Tenemos ahí la obsesión por
hallar modos originales del ser, o modos “anticipados de ser a
lo sucedido posteriormente en el norte global. Sin
embargo, lejos de cualquier anticipación (práctica tan afecta a
algunos estudiosos pos y de coloniales hoy), esto
indica que el problema de esta diferencia tiene una historia;
que ha sido pensado, que ha sido elaborado de diversas maneras,
y que es justamente eso, un problema a pensar —y no un lema—que
nos impide dar por sentado ese ser hispanoamericano.
En eso, la propuesta de Rincón se encuentra en sintonía con el
riguroso análisis que el crítico colombiano Rafael Gutiérrez
Girardot, también desde Alemania, realizó en 1983 del modernismo
hispanoamericano (2004) como una herida letal a la presunta
originalidad de las formas de expresión americana. En resonancia
con la crítica que realizó Gutiérrez de nuestros hábitos de
conocer, ambos realizan un análisis de la moral y los bloqueos
que envuelven nuestros modos de escritura y lectura. Gutiérrez
Girardot lo hizo a través de Nietzsche, Borges y Alfonso Reyes,
entre otros; Rincón, de la mano de Walter Benjamin, Lacan, Alejo
Carpentier, Hans Robert Jauss, Umberto Eco, Jean Baudrillard y,
asimismo, Borges (entre muchos otros).
Esa desestabilización de una presunta verdad sobre
Hispanoamérica y específicamente sobre América latina no está
lejos, por supuesto, de su descollante labor como traductor
durante las décadas de 1960 y 1970 de la revista Eco
publicada en Colombia. Rincón lo señala así en una entrevista
publicada por primera vez en 1997:
Creo que hace unas décadas en América latina traducir fue
echar mensajes al mar metidos en una botella. En 1968
traduje en Eco un texto de Walter Benjamin, La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
Críticos mexicanos lo hallaron ahí. En 1970 aparecieron
también en Eco páginas de Bajtin con el título
Carnaval y literatura, lo principal de sus tesis, y en
1977 el ensayo completo sobre Epopeya y novela. Estas
botellas las encontraron y las abrieron con resultados
distintos, Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal, entre otros.
Otras botellas se perdieron en 1970, de Jürgen Habermas,
La técnica y la ciencia como ideología, que volvieron a
traducir en España en 1989, y en el 84 Respuesta a la
pregunta: ¿qué es el posmodernismo?, de Lyotard; también
en Eco (2000: 414).
En esta labor de traducción, de poner en contacto puntos
inconexos, de provocar lectores imprevistos radica una práctica
afirmativa fundamental: si bien estamos inscritos en densas
redes de dominación, lejos de cualquier carencia estamos desde
siempre en el mundo, lo cual implica una disposición que ha sido
imposible de aceptar en la crítica colombiana, por miopía
provincial o por devoción ciega a la vieja Europa. Hemos
sostenido así un acto de culpabilidad: Europa es el origen de
nuestro daño porque supuestamente nos indica nuestra
inferioridad o falta y, simultáneamente, queremos ser Europa.
¿No es hora ya de convertir la devastación de la conquista en un
acto afirmativo (no esencialista) que desdibuje cualquier idea
de déficit o carencia de América latina frente a Europa?
Solo desde una manera de
pensar, afirmativa y no culposa, es entonces posible sostener
que la fórmula acerca del “centro periférico del posmodernismo”,
a propósito del efecto de los textos de Jorge Luis Borges y
Gabriel García Márquez, indicaría “el primer código literario
surgido en países de América latina que habría sido adoptado por
las literaturas de Estados Unidos y de Europa Occidental”
(2004a:143). El intercambio, desigual y atroz, es siempre un
viaje de ida y vuelta. La pregunta de por qué
leer, y cómo leer, pasa así por una disposición del sujeto en
apertura a las variables relaciones que pueden hilarse con el
mundo. Traducir,
entonces, significa hacerse parte del mundo. Estamos, de esta
manera, frente a un modo de pensar en el que la esencia —el
ser hispanoamericano—da paso a las operaciones y las
prácticas, y frente a una escritura que va de las cosas a
las fuerzas y relaciones que componen esas cosas, en últimas, “a
world where the conjunction ‘and’ dethrones the interiority of
the verb ‘is’” (Deleuze, 2004a: 163).
Una escritura pragmática
En la dirección de conexiones inesperadas con el mundo, el libro
de Rincón titulado García Márquez, Hawthorne, Shakespeare, de
la Vega &Co. Unltd., publicado en 1999, es un viaje
alucinante por sendas dispares, y sobre todo, es la exposición
de un rodeo: la búsqueda de un estilo. Itinerario que parte de
un presupuesto, expuesto en el capítulo “Radiografías y
rompecabezas”, donde se refiere al juego de espejos e
intromisiones entre La letra escarlata (Hawthorne)y
Del amor y otros demonios (García Márquez).Sin perder de
vista la cuestión básica: que la obsesión de la unidad e
inmanencia de las obras le habían impedido a la crítica moderna
abrirse al fenómeno de la intertextualidad. E incluso, hasta
mediados de los años setenta, la preocupación de los primeros
críticos franceses y norteamericanos que recogieron esa noción,
propuesta en 1967, había sido la de las relaciones entre textos
en términos de cita, montaje, imitación, parodia, etc. La
reescritura y el pastiche, los aspectos propiamente
contemporáneos de la cuestión no ingresaron en su horizonte
(Rincón, 1999a: 96).
Libro de mil caras, máquina amorfa sobre cómo construir un
problema de trabajo —es decir, un problema que implique la vida
misma del arquitecto que lo construye—, el tono de escritura de
este enigmático libro es, de por sí, un ejercicio de
desclasificación. Es Hubert Pöppel quien, en su reseña sobre el
mismo, nos brinda una apertura:
Si en el texto aparecen constantemente indicaciones del
tipo: “al otro día”; “seguía con mi lectura”; “me acordaba
de un texto”; “después del seminario en la universidad”,
repartidos en el lapso de mediados de mayo hasta mediados de
septiembre, tenemos que interpretarlas, por ende, no como
datos biográficos (que exaltarían el ego del investigador),
sino como verificadores de la tesis del método de un
desdoblamiento, una reduplicación y reescritura que
utilizaría García Márquez en su novela [Del amor y otros
demonios](2000: 143).
Antes que una confesión o narcisismo, quizás lo que sucede es
que quien lee (Rincón)está siendo leído. Aquel que en su
escritura describe las maquetas de distintos modos de lectura
muestra las operaciones que efectúa la crítica y las estrategias
de lectura. Pöppel comenta que “después de la lectura del texto,
resulta difícil definir exactamente el tema del ensayo” (141);
precisamente, en ese aspecto difuso es como, a mi entender,
radica la fuerza de ese singular libro —fuerza que Pöppel
reconoce: nos obliga a leer de otra manera—. La estructura del
libro de Rincón recuerda la idea de dispositivo de Michel
Foucault, “una especie de ovillo o madeja, un conjunto
multilineal”, donde, según Deleuze, se trata de “desenmarañar
las líneas de un dispositivo[.] [E]n cada caso es levantar un
mapa, cartografiar, recorrer tierras desconocidas, y eso es lo
que Foucault llama el ‘trabajo en el terreno’. Hay que
instalarse en las líneas mismas” (1989: 155). Las líneas son las
que constituyen los objetos de los que habla Rincón, y a
situarnos en ellas es a lo que nos invita su escritura.
En algunos momentos, es cierto, su escritura se fractura y se
dispersa: no se puede, sin embargo, esperar otra cosa. Como todo
dispositivo de escritura y de pensamiento, los textos de Rincón
operan como un sismógrafo atento a los abismos y crisis: los
pensadores “son algún tanto sísmicos” —continúa Deleuze—“no
evolucionan sino que avanzan por crisis, por sacudidas” (155).
Todo pensador capaz de provocación genera en parte sus propias
imposibilidades, es atrapado por sus aporías y, a su vez,
reivindica un “nuevo derecho” acerca de “cómo ‘des-orientarse’
en el pensamiento” (Cano, 2001: 241). Si la verdad es una
sintonía de elementos discordantes y no un descubrimiento o una
revelación, podemos entonces estar entonces de acuerdo con
Deleuze: “wehave to see creation as tracing a path between
impossibilities […]A creator who isn’t grabbed around the throat
by a set of impossibilities is no creator.
A creator is someone who creates their own impossibilities, and
thereby creates possibilities” (1995: 133).
En esa vía, puede resultar polémica la tesis de Rincón respecto
al “centro periférico del posmodernismo”, como se titula uno de
sus artículos: “La significación de Macondo como un espacio
comprimido y punto de organización del mundo, como una entidad
topográfica extraña y no extraña al mundo moderno que es a la
vez omphalos, centro del universo” (1996: 52). La
referencia a Macondo como ónfalo (omphalos) nos lleva a
aporías similares a las del artefacto del Aleph descrito
por Jorge Luis Borges. Dice uno de los personajes del cuento de
Borges, Carlos Argentino Daneri, que “un Aleph es uno de los
puntos del espacio que contienen todos los puntos”(1998c:
206);no estamos lejos, entonces, de la imagen de Sara Lidman
sobre Cien años de soledad que retoma Rincón: “Macondo
está en todas partes” (1996: 59). La reducción del universo a
la mirada desde un solo punto, como una especie de máquina
de visión absorbente, se compensa con el hecho de que Argentino
Daneri ve la infinidad de cosas “desde todos los puntos del
universo”(1998c:208). ¿Es esta, quizás, una captura soberana?,
¿una revelación o milagro al que pocos asisten? Tal vez no: “un
punto es todo”, dice de manera bella Gilles Deleuze en sus
lecciones sobre Spinoza (2006: 56) al referirse a la forma como,
para un pensamiento antijerárquico, es posible hacer pasar el
mundo entero por un solo punto. La tarea más noble sería
entonces poder desplegar la constelación que une esos puntos y
mostrar sus suturas, hacer visibles los lazos que sintonizan
esos puntos como una “afirmación de un mundo en proceso,
en archipiélago” (Deleuze, 2005: 86). Estaríamos aquí
frente a la artesanía de la conjunción y la ilación.
Tenemos entonces el conocimiento como oficio, abierto a una
infinidad de relaciones posibles: un modo pragmático de pensar,
de leer y de escribir. De nuevo, es Paul de Man quien ofrece la
pista de lectura en su interpretación de Hans Robert Jauss
—autor que, como señalamos, palpita en el trabajo de Rincón—, al
valorar la obra de este como un “new pragmatism”, un “new
materialism” (1982: X-XI). El mismo Rincón nos cuenta en parte
esa afinidad pragmática en un capítulo de García Márquez,
Hawthorne, Shakespeare, de la Vega & Co. Unltd.,
significativamente titulado “De los más extraños milagros del
universo”. Allí se refiere al descubrimiento que hace el
pragmatismo de Charles S. Peirce del “razonamiento por
abducción”, dependiente de las “percepciones inconscientes de
relaciones entre aspectos del mundo” (1999a: 67). La abducción,
como el mismo Rincón leerá en Borges, nos abre al insospechado
mundo de lo conjetural: “La
abducción es aquella clase de operación que sugiere un enunciado
que no está en modo alguno contenido en los datos de los que
procede” (Peirce citado en Nubiola, 2001, en línea). Captar las
cosas en su singularidad y recuperar la capacidad de
estremecerse frente a la irreductibilidad de las cosas del mundo
nos lleva finalmente a uno de los problemas más enigmáticos: la
desfiguración de la verdad.
La producción
incierta de la verdad
La verdad, para una ética pragmática como la de Carlos Rincón,
se instala en el desfase entre los objetos que hay en el mundo y
las impresiones que nos hacemos de ellos, si seguimos el
pragmatismo del norteamericano William James: “the truth of an
idea is not a stagnant property inherent in it.
Truth
happens to an idea. It becomes true, is made
true by events.
Its verity is in fact an event, a process” (1987: 574). En medio
de un mundo disparatado como el nuestro, resulta además
imposible que la verdad exprese una correspondencia, un vínculo
veraz entre las palabras y las cosas.
Podemos pensar en cambio en la enfermedad de la memoria, la
peste del olvido recreada en Cien años de soledad, que
desprende las cosas de su nombre, que desata el lazo entre las
palabras y las cosas.
En efecto, la verdad es siempre inadecuada, es el síntoma de un
desajuste: estaríamos así ante la demanda de otro tipo de
escritura y lectura (y de experiencia literaria), a la que
precisamente nos invitan los escritos de Rincón.
Ya en 1978, este autor señalaba los límites de cierto tipo de
lectura psicoanalítica centrada en el mito y el arquetipo, como
forma de lectura que busca develar la verdad, antes que
producirla: desciframiento, y no producción; secreto, y no
elaboración. Para este tipo de crítica, “el trabajo del crítico,
de acuerdo con el carácter de lo literario, debe consistir
entonces en moverse entre el intuicionismo y la aplicación
empírica de un código de desciframiento” (Rincón, 1978: 133).
Años después, es su relectura de El amor en los tiempos del
cólera de García Márquez en 1989 lo que de nuevo lo lleva a
decir que “podía reconfirmar que las palabras dejaron de ser
sometidas hace mucho tiempo a ninguna clase de tortura, a la
moderna, para extraerles una anhelada y dudosa verdad” (1989:
95).A propósito de esto, en El Cambio en la noción de
literatura, Rincón rescata una cita de Walter Benjamin,
donde la improbable caducidad del pasado y la esquiva cuestión
de la verdad quedan planteadas:
Nuestras interrogaciones no pueden orientarse directamente a
saber si la doctrina romántica sobre el sueño era
“correcta”; debe dirigirse mucho más hacia la constelación
histórica, de la que brotan los planteamientos ideológicos
románticos. En ese interés mediatizado, que se orienta en
primer término hacia el índice histórico de las intenciones
románticas se expresa mucho más legítimamente nuestro propio
interés actual hacia el objeto, que en el llamado a la
interioridad, dirigida inmediatamente hacia los textos, para
demandarles la verdad (Benjamin, citado por Rincón, 1978:
117).
La verdad, entonces, no está ligada al secreto, no se nos revela
desde lo oculto o el sentido íntimo del texto: la verdad es una
producción. Sabemos que la obsesión por ese sentido íntimo de un
texto, el desciframiento del secreto, condena a casi toda una
estirpe en Cien años de soledad a la casi perpetua
ilegibilidad, a una suerte de ceguera. Por el contrario, si
enfocamos la crítica en la “voluntad de verdad”, tal como
sugiere Foucault en El orden del discurso, encontramos
entonces que “el discurso verdadero, cuya forma necesariamente
lo libera del deseo y del poder, no puede reconocer la voluntad
de verdad que lo atraviesa; y la voluntad de verdad que se ha
impuesto entre nosotros desde hace ya mucho tiempo es tal que la
verdad que quiere no puede dejar de enmascararla” (1973: 20).
Los rasgos, el semblante de nuestra voluntad determinan el
carácter de la verdad que somos capaces de producir, verdad que
desborda los marcos lingüísticos y textuales, “toda vez que el
lenguaje, para Russell, no es capaz de palabras ajustadas a la
verdad”, según recuerda Rincón (1989: 67).
Verdad
es, por ejemplo, lo que en Colombia se forjó como sintonía entre
convención de Estado y canon literario, entre pensamiento y ley:
ligar la verdad a condiciones exclusivas (la gramática, la
legislación), condiciones que impedían llegar a los máximos
niveles posibles de producción de verdades de las cuales es
capaz una sociedad. La verdad, como anotamos anteriormente, es
exterior a las cosas y las ideas. Ahora bien, lejos de cualquier
retórica, ¿dónde residiría la “verdad de la literatura”, tal
como se pregunta Rincón en su interpretación de la crítica de
la lectura que hace Sergio Ramírez en su ciclo de
conferencias “Mentiras verdaderas”? (2004a: 146-147). Es decir,
¿cómo evitar que se acuda “a soluciones de compromiso dentro de
la tradición estoico-cristiana, para las que en las mentiras de
los poetas hay un resto de verdad o existe una verdad en las
mentiras de los poetas” (114)?
El cliché en torno al desvanecimiento de las grandes narrativas,
o en otros términos, la corrosión e imposibilidad de la verdad
en las condiciones de nuestra época, encuentra una perturbación
si nos preguntamos por el quién, y no por el qué.
En efecto, Nietzsche afirma que en todo acto lo importante es
responder a la pregunta acerca de quién dice, quién habla, según
recuerda Deleuze: “y así la pregunta: ¿Quién? resuena en todas
las cosas y sobre todas las cosas: ¿qué fuerzas? ¿qué
voluntad?”; ¿quién quiere eso? y sobre todo “¿qué quiere el que
piensa eso?” (2002: 112).Así, por ejemplo, que gran parte del
debate contemporáneo esté encapsulado en la dupla
modernidad-posmodernidad, Rincón lo ubica como síntoma de la
primacía (imperial) norteamericana:
Es discutible la “evolución” surrealismo-realismo mágico.
Pero es cierto, y del mayor relieve, que las relaciones de
García Márquez con el surrealismo y, más en general, con la
vanguardia histórica son un hecho esencial y un elemento
disturbador para la construcción de esquemas binarios como
aquellos que oponen Modernism y Postmodernism,
propios del discurso posmoderno de los Estados Unidos, donde
nunca hubo una vanguardia (2004a: 63).
Las consecuencias de ese binarismo son devastadoras en términos
de la posibilidad de una existencia libre. Así, las variantes
nihilistas del posmodernismo —el pensamiento débil, el
multiculturalismo—asocian la verdad con un arcaísmo del siglo
xx prohibido
socialmente en nuestros días por su lazo necesario con el
terror. Sin embargo, como anota Nietzsche en Ecce Homo,
“todos nosotros tenemos miedo a la verdad” (1988: 50-51),
recordándonos que el terror habita en otro lado. En ese sentido,
incluso, antes que un enfrentamiento entre modernidad y
posmodernidad donde la cuestión de la verdad perece, pues los
términos del debate la bloquean, esta indagación nos llevaría a
un ejercicio: la crítica como antídoto a una verdad asociada a
“una determinada ‘incapacidad’, con una falta de decisión y de
coraje, con una pesada ‘voluntad de ser gobernado’”
(Cano, 2001: 373). Antes que el debate modernidad/posmodernidad,
la pregunta por la verdad nos llevaría a la discusión sobre la
unidad y la multiplicidad, la posibilidad de nuevos realismos,
ficciones impensables y nuevos materialismos: the one and the
many, para decirlo en términos del pragmatismo de James.
No estamos, entonces, ante el multiculturalismo o los estudios
culturales hechos en Norteamérica, cercanos al emblema nihilista
del “todo vale”. Rincón conoce de cerca el ambiente académico
norteamericano: ha sido Santo Domingo Visiting Scholar de
la Universidad de Harvard y William Bonsall Visiting
Professor in the Humanities de la Universidad de Stanford.
Por eso mismo, nada más lejos de su escritura que la celebración
(multicultural) de la diferencia. Es más, la multiplicación de
puntos de vista a que invita el pragmatismo encuentra numerosos
bloqueos, tal como lo muestra Rincón en su análisis de la
rescritura que realiza Gabriel García Márquez en Del amor y
otros demonios del texto fundacional de la literatura
norteamericana La letra escarlata. En esa operación se
revela el trastocamiento de una política de la verdad que
indague críticamente por nuestra voluntad de verdad, convertida
ahora en una verdad de la política:
La política norteamericana ha estado empapada
históricamente, y sigue estándolo, por la religión
protestante. Por una fe que excluía, en su misma razón de
ser, el derecho a disentir (disidentes: los centenares de
muertos del Black Panthers Party y del movimiento indígena;
los prisioneros Mumia Alu Jamal, Mutalu Shakur, Geronimo
Pratt, Leonard Peltier y tantos otros) (Rincón, 1999a: 133).
Verdad de la política
es, asimismo, aquello en contra de lo que precisamente se erige
el arte de la interpretación como experimentación, en la escena
de Cien años de soledad donde se efectúa la valoración de
la presencia de la compañía bananera norteamericana en Macondo.
En efecto, uno de los Aurelianos, siendo aún un niño, expresa su
diferencia cuando “alguien se lamentó en la mesa de la ruina en
que se hundió el pueblo cuando lo abandonó la compañía bananera”
(2001: 268). “Su punto de vista —prosigue la novela— contrario a
la interpretación general, era que Macondo fue un lugar próspero
y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo
exprimió la compañía bananera” (268). Y añade que otro José
Arcadio “le inculcó una interpretación tan personal de lo que
significó para Macondo la compañía bananera, que muchos años
después, cuando Aureliano se incorporara al mundo, había de
pensarse que contaba una versión alucinada, porque era
radicalmente contraria a la falsa que los historiadores habían
admitido, y consagrado en los textos escolares (268).
De nuevo, de lo que se trata es indagar por el quién.
Cabe recordar que en el momento en que despierta luego del
enfrentamiento entre los trabajadores y la compañía bananera,
José Arcadio, con “el cabello apelmazado por la sangre seca […]
sintió un sueño insoportable” (237). Lo insoportable, de nuevo,
se encuentra al acecho, y emerge como disenso con respecto al
estado de la situación, a la ley del mundo. Siempre se requieren
nuevas maneras de interpretación, ya que el retorno de la
experiencia señala que nuestras maneras de conocer precisamente
son bloqueos para enfrentarnos con eso que es insoportable, y
que nos obliga a pensar contra nosotros mismos, a
desconfigurarnos. Si pensamos en aquello que es vergonzoso para
nosotros mismos, ¿de qué verdad ha sido capaz una sociedad como
la colombiana?
El centro del mundo:
el mar en la plaza (de Bolívar)
Para intentar dar curso a esa pregunta, podemos
ingresar en otro de los
proyectos recientes de Rincón: la formación de un canon
literario en Colombia y la imbricación de las prácticas
literarias con los lugares sacros del poder (2010a;
2010b; 2008a). Si otra vez situamos a la
literatura en relación con su afuera, y nuevamente entrelazamos
la historia norteamericana como despliegue imperial con lo
sucedido a finales del siglo
xix en Colombia,
encontramos que las interferencias son entre lectores y libros,
sí, pero son sobre todo coincidencias entre voluntades de
dominio que se apuntalan a través del texto. En efecto, el punto
de contacto entre la pérdida de Panamá por la intervención
norteamericana y la formación de un canon literario en Colombia
nos remite a la labor de la literatura en ese proceso de duelo
que nunca fue asumido de manera colectiva: “Después de una
derrota histórica de las proporciones de la secesión de Panamá,
se hizo acuciosa, ineludible en Colombia, la invención de un
gran pasado (literario, patrio)” (Rincón, 2010b: 419).Rincón
alude además a la “Guerra Civil de Mil días, iniciada en 1898,
la más larga y sangrienta desde la Independencia”, y prosigue:
Al final de ella, la secesión de Panamá y el colapso de la
soberanía nacional, significaron el desencantamiento del
Destino nacional que se había soñado durante un siglo: el
confuso espejismo de llegar a ser el centro del mundo e
integrar finalmente el territorio nacional, al realizar el
trabajo hercúleo de unir con el Canal los separados océanos.
(2005: 132-133).
Canon literario y trauma histórico tejen así una madeja que no
es falsa pero sí antiverídica, en el sentido en que propicia una
experiencia de impotencia y debilidad en el sujeto: por un lado,
somete el pasado y la memoria a la servidumbre de justificar un
presente humillante (sin darse por supuesto las herramientas
para explicarlo y, menos, intervenirlo);por el otro, exhibe la
grotesca obsesión por querer ser el centro del mundo. Práctica
literaria y concepciones de la historia se entrelazan entonces
para instalarse en “la frontera indecisa entre la
automistificación y los manejos retóricos manipulatorios
conscientes” (Rincón, 2010a: 413).Esta perversa alianza se
encuentra sustentada en dos corolarios:1)la construcción de
míticas genealogías que incluyen comprobables antepasados que
fueron funcionarios coloniales de la corona española, y que se
hace ascender hasta la Roma imperial;2) no el programa
investigativo del helenismo ni la ciencia moderna, sino los
estudios de gramática castellana, entendida en sentido
normativo, y el dominio del latín (Rincón, 2005: 139).
Latín, entonces, no helenismo; gramática castellana y no saber
clásico, cuestión que más temprano que tarde nos llevó a un tipo
de relación entre conocimiento y experiencia que estaba basada
en la simulación. Al respecto, comenta Rafael Gutiérrez
Girardot:
Esta opinión contrasta con el elogio que Marcelino Menéndez
y Pelayo hizo a los sucesores de esa oligarquía: la Atenas
suramericana. Con esa exuberante designación, el
ultramontano polígrafo montañés encomió la cultura
“humanística” de los cofrades intelectuales de Miguel
Antonio Caro y no se percató de que el elogio podía
convertirse en desenmascaramiento. Efectivamente, el encomio
es un abuso. En la supuesta Atenas suramericana no hubo
humanismo, ni siquiera en el sentido restringido que cabe
aplicar a España (2000:14).
Este desenmascaramiento pasa, de manera general, por una crítica
directa a la configuración de la literatura como campo de
conocimiento en Colombia; de manera específica, por la crítica
de la creación de la imagen del centro del país, Bogotá, como
“Atenas de Suramérica”. “¿Qué era entonces, propiamente,
Bogotá?” en la segunda mitad del siglo
xix, pregunta
Rincón—y en su respuesta coincidirá Rafael Gutiérrez Girardot
(2000):
Una aldea grande con standards urbanos por completo
premodernos, manufacturas incipientes, con 80% de
analfabetos. Tiene apenas trescientos [sic] cincuenta
edificaciones de dos pisos o más, entre ellas el Panóptico
comenzado en 1878, y ni una sola es neoclásica. Los
periódicos tienen un tiraje de ochocientos a mil ejemplares.
Dentro [de] su élite endogámica de hacendados y funcionarios
hay cerca de doscientos hombres de letras. Es la capital de
un país en donde la expectativa de vida no pasa de treinta
años, con un 90 % de habitantes en el campo (y un 90 % de
analfabetismo), desprovisto de capital, en el último y
penúltimo lugar en América latina en exportaciones per
cápita e inversiones extranjeras. Todos los esfuerzos por
atraer emigración fracasan (Rincón, 2005: 141).
Ante este desajuste radical entre la realidad material y las
imágenes propuestas para su comprensión, cabe entonces
preguntarse: ¿cuáles fueron los mecanismos de compensación
impulsados por la literatura, en ese complejo proceso de darle
consistencia a algo infudamentado —y no fundamentable—? Uno de
los actos de consagración de literaturas “fundacionales” en
Colombia nos ofrece una indicación sugerente:
Para encontrar que a comienzos del siglo
xx, después de
la guerra civil de los mil días, y de la proclamación de la
independencia de Panamá, liberales antioqueños excomulgados
supieron movilizar a toda su sociedad para dar a [Jorge]
Isaacs lo que era del César: organizar, en un esfuerzo por
recomponer comunidad nacional y tejido social, su apoteosis
por el territorio de la nación. Mientras en Bogotá, para
resarcirse de semejante derrota histórica, se coronaba al
poeta Rafael Pombo (Rincón, 2008a: 325).
Bogotá, como proyección del “centro del mundo”, no fue siquiera
capaz de centrar la imagen de la nación en su literatura.
Por otro lado, parte de ese proceso de resarcimiento será
impulsado, como es posible adivinar, por el emblema de Bogotá
como Atenas suramericana. En este proceso de
“multiplicación de las Atenas”, son centrales dos figuras
literarias: Juan Valera y José María Vergara y Vergara. Valera,
prologuista del Azul de Rubén Darío, comenta en sus
cartas al literato colombiano José Rivas Groot: “Lejos de
parecerme Bogotá un rincón, se me figura que Bogotá va a ser el
centro del mundo en lo venidero, cuando el canal interoceánico
acabe de abrirse” (Rincón, 2005: 140). Vergara y Vergara, por su
parte, autor de “la primera obra de historiografía literaria
escrita en el país”, invoca “la ‘sed de instrucción del pueblo
bogotano’ para hipostasiar ese atributo dándole el estatus
ontológico de una identidad: el pueblo —los habitantes—de Bogotá
son ‘el pueblo ateniense de Suramérica’” (Rincón, 2005:
137-138).
La preponderancia de la simulación —que no del simulacro—, con
toda la pérdida de realidad que atañe, nos recuerda que los
procesos de conmemoración, en auge de nuevo hoy, conllevan a una
sin salida: “As history becomes opaque, a mania for
commemoration has developed” (Daniel Bensaïd citado en Bosteels,
2011: 6). Así, la grotesca auto-monumentalización de la Atenas
de Suramérica no podía sino terminar en una debacle. La idea de
los “clásicos” y las imágenes fundantes siempre está ligada a
una catástrofe, catástrofe de la escritura en busca de sus
orígenes, pero sobre todo catástrofes de pueblos enteros al ser
descritos de ese modo. La historia resulta convertida en
monumento, y la parte espantosa de lo real pasa finalmente su
ajuste de cuentas: como lo señala Rincón al comentar los efectos
contemporáneos de dicha automonumentalización, la secuencia de
la renovación de la Plaza de Bolívar de la Atenas de Suramérica,
diseñada por el arquitecto Fernando Martínez en 1959, se cierra
de un modo peculiar con la serie de óleos del pintor Gustavo
Zalamea. Anota Rincón:
Lo notable es que la historia de esos últimos cuarenta años
y de Bogotá, haya movido al gran pintor Gustavo Zalamea
primero, a fines de los 1980 a hacer algo completamente
inusitado, a llevar el mar a la Plaza de Bolívar, a
inundarla, para poner en ella un símbolo inesperado: la
ballena blanca de Herman Melville (2005: 146).
Melville, vale decirlo, es uno de los escritores en los cuales,
significativamente, puede detectarse la fuerza inusitada del
pragmatismo norteamericano (Deleuze, 2005). La ballena blanca,
como símbolo inesperado —conjetural—, nos abre asimismo la
puerta a la serie de óleos de Zalamea titulada precisamente “El
Mar en la Plaza” y “Naufragios”, donde el pintor da el golpe
final al proceso de desenmascaramiento que estaba latente desde
siempre: llevar el mar a la plaza de la Atenas suramericana no
es otra cosa que afirmar que “la Plaza de la Polis de Martínez
es la del Naufragio” (Rincón, 2005: 146). La arquitectura de
nuestra presunta verdad no solo era una ruina; el punto donde se
creía posible concentrar la cifra de la unidad, la plaza como
emblema de la nación misma, era más que una ficción: la plaza de
la Atenas de Suramérica es el punto de una catástrofe.
“Bogotá como
Atenas de Suramérica es el emblema de una sociedad jerárquica
barricada contra la experiencia del cambio político y social de
la modernidad” (132), catástrofe que permanecerá ilegible, y
reprimida en la memoria, hasta no desatar los intricados lazos
que existen entre la literatura y sus formas de relación con los
modos de producción de la verdad y la dominación a nivel social.
Ahogados en formas de ilegibilidad, ¿qué significa entonces
hacerse la pregunta de para qué leer?
Formas de legibilidad
El trabajo de Rincón apunta, como hemos intentado argumentar, a
que el problema no es solo la influencia o efecto de
determinados discursos externos a nosotros, sino nuestros
propios modos de lectura, la moral desde la que entendemos el
mundo. Recientemente, en su presentación del libro
Acercamientos a Carmen Boullosa en 1997, en el cual funge de
editor, Rincón nos recuerda el momento de la “pérdida de
control” presente en aquella escritura/lectura que, como la de
Boullosa, es capaz de un choque irónico con lo otro. Y añade:
“Pero, atención, no es la ingobernable, la sin orígenes, la que
envía la invitación al lobo, quien aquí pierde control alguno.
Es el lector quien pierde control sobre su lectura, para verse
obligado-invitado a inventar la redefinición de otra
legibilidad” (1999c: 17).
Lo que Rincón dice para el caso de Boullosa es justamente lo que
pasa con el lector al leer sus textos: no es casualidad por
tanto que uno de los capítulos de García Márquez, Hawthorne,
Shakespeare, de la Vega &Co. Unltd. se titule, precisamente,
“¿Por qué leer? ¿Cómo leer?”.Es, a su vez, la misma pregunta que
formulará William Rowe, a propósito de los modos y artes de leer
que emparentan a Jorge Luis Borges con el escepticismo inglés:
“¿cómo, dónde, sobre qué base se ligan unas con otras las cosas
que leemos?” (2000: 269). El mismo Rincón nos recuerda cómo, por
ejemplo, evocar a Macondo —“lo que no se borra de la memoria”
(1999a:192)—nos lleva al problema de la experimentación:
Como han escrito Deleuze y Guattari, “no hay ninguna muerte
del libro, sino una nueva forma de leer. En un libro no hay
nada que entender, sino mucho de lo que uno se puede servir.
Nada por interpretar y por significar, sino mucho con lo que
se puede experimentar”. Tesis más válida aun en estos
tiempos de nueva alfabetización electrónica (192).
En Cien años de soledad, el bloqueo de la interpretación
(“absorto en los pergaminos que poco a poco iba desentrañando, y
cuyo sentido, sin embargo, no lograba interpretar”: García,
2001: 287) se sobrepasa justamente en el momento en que la
interpretación deviene experimentación: es el momento del
cataclismo final de la novela, “descifrándolo a medida que lo
vivía” (318). Cataclismo del mundo, sí, pero sobre todo
cataclismo de un cierto tipo de experiencia anudada a un cierto
tipo de verdad sobre el texto y el mundo; cataclismo debido a
una interpretación que reenlaza con lo vivido, con la
experiencia, “un punto de vista, contrario a la interpretación
general”, es decir, contrario a quienes lamentaban esa “ruina en
que se hundió el pueblo cuando lo abandonó la compañía bananera”
(268). Antes de caer “de bruces sobre los pergaminos”, Aureliano
reitera: “Acuérdate siempre de que eran más de tres mil y que
los echaron al mar” (272). ¿Qué es lo que queda por fuera del
“libro del mundo”? ¿Cuál es ese retorno de lo reprimido, esa
experiencia sustraída —por la fuerza—de la memoria escrita, del
libro? ¿Qué es “lo sugerido, lo no dicho” como se titula uno de
los libros de Rincón? La masacre de un grupo de trabajadores,
perpetrada por la alianza del Estado colombiano y la compañía
bananera norteamericana. Por eso José Arcadio se aterroriza ante
la posibilidad de salir del cuarto donde está encerrado leyendo
los manuscritos: “Gritó que no había poder humano capaz de
hacerlo salir, porque no quería ver el tren de doscientos
vagones cargados de muertos que cada atardecer partía de Macondo
hacia el mar” (259). Y el mar, si nos dejamos afectar por la
imagen propuesta por Zalamea, ya ha inundado a Bogotá, al
pretendido centro del mundo: la plaza de la Atenas de Suramérica
no es más que una fosa común.
Los manuscritos ilegibles de Melquíades en la novela de García
Márquez nos recuerdan entonces que nuestros modos de leer son
obsoletos. Esa búsqueda de otra legibilidad, dice Rincón, nos
sitúa por otra parte en la actualidad que ha adquirido el
barroco, en medio de la “fascinación por la opacidad, por la no
legibilidad, por lo indescifrable de la realidad” (1996:167).
Esta parte de la experiencia es justamente lo insoportable,
aquello que nos da vergüenza enfrentar. Huir del desafío
mortífero al que nos interpelan esas zonas de penumbra de la
realidad, a su vez
expresa gran parte de los bloqueos a los que nos ha conducido
nuestra propia “voluntad de no conocer” y, en últimas, nuestro
conservadurismo ético. Si uno de los propósitos del barroco es
precisamente el intento de “representar lo irrepresentable”
(Rincón, 1996: 168), no debe extrañarnos entonces su ascenso
como recurso de la crítica en la época del simulacro: como lo
anota Rincón, en su recensión de “las teorías estéticas y
filosóficas acerca del concepto de simulacre. En ellas se
identificaron los términos simulacrum, en griego, y
phantasma en latín, que le sirvieron de nombre en la
Antigüedad para situarlo más allá de lo decible y lo
representable” (2004b: 17).
¿Cómo vivir todavía si “el hombre moderno es el de los
simulacros”, como anota Deleuze en Lógica del sentido? Si
la copia puede ser exacta a la realidad, quiere decir que la
realidad ha perdido ya sus prestigios, o por lo menos, entre el
mundo y “la realidad” se ha interpuesto un hiato, insalvable
incluso a través de lenguaje. Como en el cuento de Jorge Luis
Borges, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde se dice al
lector que se creyó que el planeta “Tlön era un mero caos, una
irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es
un cosmos”:
Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales,
reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la
Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando
la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de
un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder... Una dispersa
dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su
tarea prosigue... El contacto y el hábito de Tlön han
desintegrado este mundo (1998b: 159).
La pregunta entonces es justamente cómo la vida entra en
relación con nuevas fuerzas, distintas a las vigentes, y sobre
todo divergentes frente a las convenciones prevalecientes.
Quienes han depreciado la realidad, quienes han disminuido su
potencia son los hombres mismos, ha sido ese tipo de
hombre que retrató primero Nietzsche y luego Michel Foucault a
lo largo de sus trabajos. El problema, entonces, no es “el
hombre”, sino cierto tipo de hombre; no es “la realidad”,
sino la intensidad con la cual somos capaces de experimentar
distintos grados de realidad. El desafío, así, consiste en
interrogarse acerca de qué tipo de fuerzas somos capaces de leer
y experimentar, en el mundo saturado de imágenes situadas en el
afuera del lenguaje y la representación. Y sobre todo,
preguntarse por las posibilidades y contornos de la verdad en la
época del simulacro, si aceptamos que la verdad no se rige por
la idea del acierto o del error, o por la oposición a la ilusión
y la irrealidad. Las posibles vías que abre la escritura de
Rincón pasan por desestabilizar la idea sacerdotal de la verdad,
es decir, aquella que cree que el conocimiento es un acto que
ejerce un juez desde un tribunal erguido sobre el mundo, y por
introducir una perturbación en nuestro hábito y fascinación por
lo certero. Al respecto, la Cartagena de Indias retratada en
Del amor y otros demonios—escribe Rincón—constituye “ese tan
curioso umbral transicional entre una edad barroca que no acaba
de terminar y una Ilustración que no acaba de comenzar” (1999a:
76). Es ese umbral, esa zona oscura e indiscernible, la cual
Rincón nos invita a poblar. Veamos, finalmente, cómo ha sido
recibido dicho llamado.
Las formas de la
ceguera
Una frase ya evocada de la atípica novela del filósofo
conservador Peter Sloterdijk El árbol mágico, acerca de
El nacimiento del psicoanálisis en el año 1875,
nos sitúa en las limitadas formas en que ha sido recibida la
escritura de Rincón por una parte de la crítica colombiana: “No
podéis imaginar cuán grande
es su voluntad de no
saber” (1986:186).
El ejercicio pleno de esta voluntad de no conocer lo
encontramos, por ejemplo, en la débil y apresurada reseña del
libro de Rincón La no simultaneidad de lo simultaneo.
Posmodernidad, globalización y culturas en América latina,
publicado en 1995. Leemos en la reseña, publicada en el
Boletín Cultural y Bibliográfico de la Biblioteca Luis Ángel
Arango, lo siguiente: “El lector que se aproxime al libro
buscando claridad se verá decepcionado. Claridad no hay”
(Zuleta, 1997: sp). Decepción y, posteriormente, juicio:
Digo esto así porque, por más que busco una actitud objetiva
y reposada para escribir sobre Rincón, no lo consigo. El
libro se me cae de las manos y tengo la sensación de que
cualquier frase medianamente inteligente que pueda escribir
sobre él termina mejorándolo. Un libro lleno de tesis
absurdas se puede discutir. Pero encontrar tesis en el libro
de Rincón, así sean absurdas, es ya ser demasiado benévolo
con el mismo (Zuleta, 1997: sp).
Es difícil captar los desplazamientos que habilitan ciertos
modos de pensar, su potencia crítica y las conmociones que
provocan desde su lugar de margen, instalados en el afuera, e
incluso en el exilio con respecto a las convenciones sociales de
nuestro país. Pero la lectura, a veces, puede ser también un
acto de justicia. Otra
opinión, por supuesto, se desprende del libro que, en homenaje
suyo, se publicó en Berlín en el año 2000 bajo la edición de
Ellen Spielmann, Florian Nelle y Nana Bandenberg, titulado
Exzentrische Räume: Festschriftfür Carlos Rincón. En ese
libro, de Sergio Ramírez a William Rowe, pasando por Carlos
Monsiváis, John Beverley y Jean Franco, se reúnen además textos
de Raúl Antelo, Jesús Martín Barbero, Josefina Ludmer y Alfonso
Múnera, con una introducción de Hans Ulrich Gumbrecht, en que
todos y todas saludan jovialmente el trabajo de Rincón. Si bien,
afortunadamente, en Colombia también hubo otro tipo de recepción
por parte de académicos como Jorge Aurelio Díaz y Erna von der
Walde, entre otros, la reseña mencionada es una reiteración del
prejuicio que marca un síntoma de primera magnitud en las formas
predominantes de pensamiento y lectura en nuestro país: el
desencuentro. Al respecto, vale la pena nombrar lo que el mismo
Rincón señaló en la inauguración de la Cátedra Michel de
Certeau realizada en Bogotá, la Atenas de Suramérica, en
2003, a saber: el “encuentro fallido” entre la obra de un
pensador como De Certeau y el medio intelectual colombiano. A
pesar de las permanentes visitas y estancias de De Certeau en
países como Chile, Argentina, México y Brasil, “ninguna facultad
de ciencias humanas, ningún instituto de estudios sociales y
culturales parece haberse sentido en Colombia hasta mediados de
los años ochenta tan concernido por sus trabajos como para
invitarlo” (2004c: 73). Las palabras de Rincón y la inauguración
de dicha cátedra casi veinte años después de la muerte del
sacerdote jesuita señala, por lo menos, un desfase inquietante.
Este tipo de desencuentros con experiencias éticas disímiles a
las nuestras han sido señalados en América latina por críticos
como Hermann Herlinghaus en sus análisis de la modernidad
latinoamericana (2000); recientemente, en esa misma línea, Bruno
Bosteels ha puesto de presente cómo el desencuentro es de ida y
vuelta: no solo de Europa con respecto a América sino al revés,
de América con relación a Europa, tal como leemos en su artículo
significativamente titulado “Marx y Martí: lógicas del
desencuentro” (2009).No
se alude aquí, siquiera, a un encuentro tardío —anacrónico tal
vez—, sino a un desencuentro, un “encuentro fallido”, como
afirma Rincón que puede extenderse no solo a muchos otros
pensadores que sería imposible enumerar aquí, sino, en especial,
a perspectivas de pensamiento frente a las que el medio
intelectual colombiano sigue queriendo ser inmune. La
intolerancia, frecuentemente ubicada por parte del tipo
dominante de intelectual colombiano en su propia sociedad, hace
parte de su propia crítica, hace parte de su instinto de
conocimiento: esa es su propia zona ilegible, su abismo moral.
Verdad amarga, entonces, la Atenas de Suramérica estaba habitada
por sujetos acordes con su sombrío proceso de
automonumentalización.
Por eso no resulta paradójico que, casi entrando al final del
siglo xx, en la
Atenas Suramericana no hubiera lugar para compartir un
pensamiento pluralista como el de Michel de Certeau. “Es contra
la Modernidad que se proclamara Bogotá, hacia finales del siglo,
Atenas de Suramérica” —dice Rincón (2005: 136) refiriéndose al
siglo xix—. La
situación descrita con respecto a De Certeau, sin embargo, nos
recuerda la prolongación e inacabamiento de dicha
automonumentalización: el fin del siglo
xx, del siglo
nuestro, nos situó en la misma condición. Atenas, entonces, no
dejó de ser una fantasmagoría cruel en la tupida red de
dominaciones que sustentan las relaciones éticas en Colombia.
Aún estamos lejos, muy lejos, de la posibilidad de la
multiplicación, al infinito, de los puntos de vista.
Cabe recordar aquí, para concluir con la imagen de los puntos,
cómo al ver el Aleph (“uno de los puntos del espacio que
contienen todos los puntos”:Borges, 1998c: 206), dice uno de los
personajes de Borges, Carlos Argentino Daneri:
Lo que vieron mis ojos, fue simultáneo: […] vi el Aleph,
desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la
tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara
y mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré, porque
mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo
nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha
mirado: el inconcebible universo (208-209).
Simultaneidad y conjetura. Pragmatismo, empirismo: ver todos los
puntos desde todos los puntos, recorrer mil mesetas que llevan
desde todos los lugares hacia todos los lugares, como afirmaba
en otro tiempo Óscar Barragán. A mi entender, esos son los
rasgos que construyen el semblante del tipo de crítica que, como
la de Carlos Rincón, logra que nuestra verdad sea no solo tenue,
sino nuestra más enigmática rival. Una prosa que asesta una
herida fulminante a nuestra voluntad de verdad. “Todos
nosotros tenemos miedo a la verdad”, recuerda Nietzsche (1988:
50-51): la verdad, afortunadamente, pertenece al ámbito errático
del acontecimiento, de lo que nadie ha visto, porque se adscribe
al desorden de lo impredecible. Del desencuentro. En la
experiencia del desencuentro ya no hay centro del mundo: la
obsesión por ser Atenas, finalmente, llega a desaparecer. Ahí es
donde la crítica de la verdad apenas empieza, a tientas, su
recorrido. Y en ese camino encontraremos, alegremente, la
provocación de Carlos Rincón y sus señales particulares. Nada
mejor que un viaje ingobernable e incierto, como la verdad
misma.
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Notas
Este
artículo se deriva del proyecto de investigación
“Modernidades joviales en América latina: el lazo tenso
entre sujeto y verdad”, Universidad de
Pittsburgh (Estados Unidos).
Alejandro Sánchez
Lopera
Universidad de Pittsburgh
Actualizado, agosto de 2013
© José Luis Gómez-Martínez
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