Teoría, Crítica e Historia

Alejandro Sánchez Lopera

 

"Carlos Rincón y la crítica de la voluntad de verdad. Una pragmática de la crítica literaria"*

Resumen: el artículo traza un panorama del estilo de trabajo desarrollado por el crítico colombiano Carlos Rincón. Sitúa su trabajo bajo una ética pluralista: el pragmatismo. La singularidad de la crítica literaria de Rincón radica en que está centrada en las operaciones y no en las esencias, propósitos o intenciones del sujeto; en los efectos y no en las causas de lo que acontece. Asimismo, la trayectoria intelectual de Rincón expresa una artesanía de la conjunción entre palabras, cosas y experiencias dispares, tejido que problematiza cualquier posibilidad de la verdad del sujeto y del texto como revelación o eternidad.

Parte de la labor de un tipo singular de crítica en América latina ha consistido en disminuir la fuerza de las verdades sociales, sean estas políticas, económicas o estéticas. Verdades como “orden y progreso”, para nombrar solo una de las mortíferas consignas que han atravesado nuestras sociedades desde el siglo xix. Al leer el trabajo de Carlos Rincón, nos situamos justamente en ese tipo de crítica a la reclusión de las verdades en la enunciación del hombre de letras y del hombre de leyes; en la destitución de la soberanía del texto y de la enunciación de consignas; y en la apertura a los efectos extratextuales. Operaciones, en suma, en las que la verdad es una experimentación y no un proceso de conocimiento, una desorientación antes que una sanción moral sobre el mundo, una producción en vez de un secreto susceptible de ser develado por un intérprete.

Quien se haya enfrentado a los textos de Rincón, intelectual colombiano radicado en Alemania y profesor emérito de la Freie Universität Berlin (Universidad Libre de Berlín), se sitúa entonces en un ámbito en el cual, si recordamos la lectura que realiza Peter Sloterdijk de Nietzsche, se es “capaz de mantenerse afuera, en lo insoportable” (2000: 93). Afuera quiere decir no en las cosas mismas (la obra literaria por ejemplo), sino en las relaciones que las cosas son capaces de tejer entre sí. En esa dirección, este texto traza algunos fragmentos de la trayectoria de Carlos Rincón, planteándose dos preguntas: ¿qué es posible pensar a través de sus escritos? ¿Qué es posible pensar a partir de ellos?

Del barroco y Carpentier (2009; 2008b; 1975) a Bolaño (2002a), pasando por la reescritura de las foundational fictions norteamericanas en los textos de García Márquez (1999a;1999b), el estatuto de la imagen en el barroco (2007) y en la época contemporánea (2002b), los debates sobre lo moderno y lo posmoderno (1995; 1993; 1989), más que la gran cantidad de áreas que aborda en su trabajo, lo que sorprende son las formas en que Carlos Rincón es capaz de relacionar esas zonas. En ese sentido, el trabajo crítico de este autor asume uno de los interrogantes centrales al que nos confronta la multiplicidad: ¿cómo relacionar elementos dispares? ¿Cómo sintonizar algunos de los elementos disímiles que conforman el mundo? Para asumir esos interrogantes, a mi modo de ver la alternativa en la que se inscribe Rincón es la del pragmatismo, la del análisis y la vivencia no de las cosas en su interior (la intimidad del autor), sino de las relaciones entre las cosas: “las relaciones son exteriores a los términos”, como recuerda Gilles Deleuze (2004a: 163). Pragmática, empírica, materialista es, como veremos, la crítica de Carlos Rincón.

En efecto, al leer la vasta obra crítica escrita por este autor —graduado en filosofía en la Universidad Nacional de Colombia—, recordamos lo que significa recuperar la capacidad de asombro ante una amplitud desmesurada de problemas y temas que, antes que una exhibición de erudición, afirma una capacidad de trazar relaciones innumerables entre las cosas.[1] Podemos decir que existen tres señales particulares en la crítica elaborada por Rincón: la presencia permanente de la literatura y la crítica literaria del Brasil, punto ciego de buena parte de la crítica literaria predominante en el continente; su capacidad de situar autores latinoamericanos —García Márquez y Jorge Luis Borges, en particular— en el plano mismo de producción del enunciado de lo contemporáneo (1993) y, finalmente, su destacado oficio como traductor de autores como Theodor Adorno y Antonin Artaud al español, entre muchos otros: “Los primeros ensayos sobre estética de Walter Benjamin y estudios de Foucault, Canguillem, Habermas, Chomsky, de los que se dispuso en idioma castellano, fueron traducidos por Rincón para publicaciones periódicas de circulación latinoamericana antes de 1971” (Contreras Castro et al., 2004: 7-8).

Para comenzar, entonces, vale la pena leer el estilo de su crítica de acuerdo con un texto de uno de los autores que está siempre presente en su obra: Jorge Luis Borges, quien en “Elementos de preceptiva”, publicado en Sur en 1933, escribe:

Prefiero, ahora, leer sus operaciones. En cuanto a sus propósitos, seguramente irrecuperables y vagos, dejo su investigación final al Juicio Final —o al ascendente y rápido Spitzer, “que sube por los hilos capilares de las formas idiomáticas más características hasta las vivencias estéticas originales que las determinaron”. Básteme deslindar los efectos que producen en mí (1998a: 56).

Operaciones, y no propósitos; efectos, y no causas: pragmatismo, en suma. Si atendemos a los efectos, nos situamos entonces en una de las vetas centrales del trabajo de Rincón: la experiencia de la recepción literaria. Efectivamente su trabajo, y específicamente su libro El cambio en la noción de literatura, publicado en1978, marca la apertura, para la crítica literaria en América latina, a la “estética de la recepción” (Rezeptionästhetik) de la escuela de Constanza. En torno a una de las figuras claves de esta escuela, Hans Robert Jauss, vale recordar que su práctica hermenéutica, de acuerdo con Paul de Man “will, in however mediated a way, have to raise questions about the extralinguistic truth value of literary texts” (1982: IX). Concebir la posibilidad de una verdad extralingüística significa estallar por completo la soberanía del texto: liquidar su interioridad para instalarse así en las relaciones que el texto tiene con la exterioridad. La verdad, entonces, se produce afuera.

Ya desde El cambio en la noción de literatura, Rincón, premio Hispanoamericano de Ensayo en 1996, trazó lo que podríamos llamar un diagnóstico: mapas de polémicas y no citas de autoridad; cartografías de mundos y rivales, y de sus luchas, y no autocitación o exhibición de conocimiento sobre las cosas, sobre algo (los géneros literarios, las teorías literarias, las formas de lectura). Atento siempre a las relaciones entre literatura e historia, en Rincón encontramos las preguntas que hicieron parte de la renovación del oficio de la historia realizada en la segunda mitad del siglo xx por Paul Veyne y Michel de Certeau, entre otros. En ese sentido, la pregunta que podemos hacer a las cosas no sería qué se sabe sobre algo, sino qué podemos saber, en un momento determinado, acerca de esa cosa, de ese algo. Las cosas no encierran la verdad en ellas mismas; la verdad es un proceso errático, conjetural y experimental que se desliza constantemente en el tejido de relaciones inciertas que une y separa a las cosas.

Sabemos que una cosa no es una cosa, sino las fuerzas que se apoderan de ella, como se desprende de la escritura de Nietzsche; asimismo, leemos en El Aleph de Borges que “cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas”(1998c:208). En suma, “no hay ningún objeto (fenómeno) que no esté ya poseído, porque en sí mismo es, no una apariencia, sino la aparición de una fuerza” (Deleuze, 2002: 14). Carlos Rincón es capaz, justamente, de mostrar las fuerzas, no la cosa o el objeto. Las fuerzas sociales y las fuerzas textuales o, en última instancia: el texto mismo como fuerza social. En efecto, si retomamos las afirmaciones de Deleuze expresadas en 1972, es posible decir hoy que parte del esfuerzo de Rincón apuntaba, y aun hoy lo hace, a rastrear la potencia extratextual de la literatura, ya que “a text is nothing but a cog in a larger extra-textual practice” (2004b: 260).

Estar desde siempre en el mundo

La densidad del trabajo de Rincón y la diversidad de caminos de interpretación que abre al lector tienen una singularidad: provocar relaciones impensables entre elementos dispares. Ese es el momento en el que la literatura pierde su carácter específico como obra cerrada y entra en el terreno de lo múltiple: la posible verdad de la literatura estaría, nos recuerda Rincón a lo largo de sus trabajos, en las relaciones entre las obras, en las relaciones de la literatura con otros campos de saber y creación y en las posibles relaciones que la literatura sea capaz de entablar con el mundo mismo. En sus palabras, evocando al intelectual colombiano Baldomero Sanín Cano (1861-1957):

Volví sobre un artículo de Baldomero Sanín Cano, filiación reprimida en Colombia, de la que me gustaría poder reclamarme. El artículo se titula De lo exótico, y en él sostenía hace ciento dos años: “es miseria intelectual esta a que nos conducen los que suponen que los suramericanos tenemos que vivir exclusivamente de España en materias de filosofía y letras. Las gentes del nuevo mundo tienen derecho a toda la vida del pensamiento. Ensanchemos nuestros gustos. Ensanchémoslos en el tiempo, en el espacio; no los lo limitemos a una raza, aunque sea la nuestra, ni a una época histórica, ni a una tradición literaria” (2000: 414).

Habitar ese lugar sin coordenadas específicas nos permite recordar que la verdad no era derivable del interior de la literatura, la filología o la gramática, como quisieron hacer creer, por tanto tiempo, los gramáticos aliados al proyecto de Estado señorial colombiano. Y aquellos quienes, aún hoy, viven de la fantasmagoría de Bogotá como “Atenas suramericana”, emblema que, precisamente, Rincón deja en ruinas en una de sus recientes investigaciones: “Con el nombre de ‘la Atenas de Suramérica’ estamos ante un caso inusualmente complejo de automonumentalización, en que el discurso sobre la ciudad debía proveer un aura legitimadora para ejercer desde ella el poder en el Estado autoritario colombiano” (2005: 132). El tejido de la tradición de pensamiento predominante en Colombia es el de la clausura: la Atenas de Suramérica, como veremos, no era más que una aldea, y sobre todo, una fantasía despótica. A propósito de las élites que propiciaron dicha automonumentalización, Rincón discute los rasgos que “epitomizan la personalidad de los héroes de la Atenas de Suramérica”, cuadro sintomático de una moral esclava: “la cortesía del cachaco, remedo del París del II Imperio francés, la rusticidad y las costumbres de frugalidad mezcladas con manías y excentricidades, entrecruzadas con la obediencia a la lógica del conflicto por el poder” (2005: 142). De allí, prosigue, que “muchos de ellos se enorgullecieran de no haber salido de Bogotá y sus alrededores, y de no haber visto nunca el mar” (142).

Frente a ese enclaustramiento, la extensa discusión que ofrece este autor acerca de los efectos cruciales de Gabriel García Márquez (y Jorge Luis Borges) en la discusión modernidad/posmodernidad en la crítica literaria y la literatura es un síntoma más con respecto a que estamos desde siempre en el mundo. Nuestra presunta “diferencia” como periferia deja de ser así lo que se ha convertido en emblema el pensamiento moralista: un lamento culposo.

El postulado de un ser —de una diferencia—hispanoamericana y la continua y renovada propuesta de significados muy diversos, pero siempre homogéneos, tomados cada uno aisladamente, para esa entelequia, fueron parte de la respuesta ideológica, adelantada con un retraso de más de dos décadas, al impacto causado en el subcontinente por la irrupción del imperialismo (Rincón, 1978: 71-72).

Esto lo escribía Rincón en 1978. Casi veinte años después, en su libro Mapas y pliegues. Ensayos de cartografía cultural y lectura del neobarroco (1996), comentará cómo en América latina el concepto de barroco “hoy se descifra en términos de bosquejo de otro modo de ser moderno anterior a las reformas borbonas en las Indias” (148). Tenemos ahí la obsesión por hallar modos originales del ser, o modos “anticipados de ser a lo sucedido posteriormente en el norte global. Sin embargo, lejos de cualquier anticipación (práctica tan afecta a algunos estudiosos pos y de coloniales hoy), esto indica que el problema de esta diferencia tiene una historia; que ha sido pensado, que ha sido elaborado de diversas maneras, y que es justamente eso, un problema a pensar —y no un lema—que nos impide dar por sentado ese ser hispanoamericano.

En eso, la propuesta de Rincón se encuentra en sintonía con el riguroso análisis que el crítico colombiano Rafael Gutiérrez Girardot, también desde Alemania, realizó en 1983 del modernismo hispanoamericano (2004) como una herida letal a la presunta originalidad de las formas de expresión americana. En resonancia con la crítica que realizó Gutiérrez de nuestros hábitos de conocer, ambos realizan un análisis de la moral y los bloqueos que envuelven nuestros modos de escritura y lectura. Gutiérrez Girardot lo hizo a través de Nietzsche, Borges y Alfonso Reyes, entre otros; Rincón, de la mano de Walter Benjamin, Lacan, Alejo Carpentier, Hans Robert Jauss, Umberto Eco, Jean Baudrillard y, asimismo, Borges (entre muchos otros).

Esa desestabilización de una presunta verdad sobre Hispanoamérica y específicamente sobre América latina no está lejos, por supuesto, de su descollante labor como traductor durante las décadas de 1960 y 1970 de la revista Eco publicada en Colombia. Rincón lo señala así en una entrevista publicada por primera vez en 1997:

Creo que hace unas décadas en América latina traducir fue echar mensajes al mar metidos en una botella. En 1968 traduje en Eco un texto de Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Críticos mexicanos lo hallaron ahí. En 1970 aparecieron también en Eco páginas de Bajtin con el título Carnaval y literatura, lo principal de sus tesis, y en 1977 el ensayo completo sobre Epopeya y novela. Estas botellas las encontraron y las abrieron con resultados distintos, Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal, entre otros. Otras botellas se perdieron en 1970, de Jürgen Habermas, La técnica y la ciencia como ideología, que volvieron a traducir en España en 1989, y en el 84 Respuesta a la pregunta: ¿qué es el posmodernismo?, de Lyotard; también en Eco (2000: 414).

En esta labor de traducción, de poner en contacto puntos inconexos, de provocar lectores imprevistos radica una práctica afirmativa fundamental: si bien estamos inscritos en densas redes de dominación, lejos de cualquier carencia estamos desde siempre en el mundo, lo cual implica una disposición que ha sido imposible de aceptar en la crítica colombiana, por miopía provincial o por devoción ciega a la vieja Europa. Hemos sostenido así un acto de culpabilidad: Europa es el origen de nuestro daño porque supuestamente nos indica nuestra inferioridad o falta y, simultáneamente, queremos ser Europa. ¿No es hora ya de convertir la devastación de la conquista en un acto afirmativo (no esencialista) que desdibuje cualquier idea de déficit o carencia de América latina frente a Europa? Solo desde una manera de pensar, afirmativa y no culposa, es entonces posible sostener que la fórmula acerca del “centro periférico del posmodernismo”, a propósito del efecto de los textos de Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez, indicaría “el primer código literario surgido en países de América latina que habría sido adoptado por las literaturas de Estados Unidos y de Europa Occidental” (2004a:143). El intercambio, desigual y atroz, es siempre un viaje de ida y vuelta. La pregunta de por qué leer, y cómo leer, pasa así por una disposición del sujeto en apertura a las variables relaciones que pueden hilarse con el mundo. Traducir, entonces, significa hacerse parte del mundo. Estamos, de esta manera, frente a un modo de pensar en el que la esencia —el ser hispanoamericano—da paso a las operaciones y las prácticas, y frente a una escritura que va de las cosas a las fuerzas y relaciones que componen esas cosas, en últimas, “a world where the conjunction ‘and’ dethrones the interiority of the verb ‘is’” (Deleuze, 2004a: 163).

Una escritura pragmática

En la dirección de conexiones inesperadas con el mundo, el libro de Rincón titulado García Márquez, Hawthorne, Shakespeare, de la Vega &Co. Unltd., publicado en 1999, es un viaje alucinante por sendas dispares, y sobre todo, es la exposición de un rodeo: la búsqueda de un estilo. Itinerario que parte de un presupuesto, expuesto en el capítulo “Radiografías y rompecabezas”, donde se refiere al juego de espejos e intromisiones entre La letra escarlata (Hawthorne)y Del amor y otros demonios (García Márquez).Sin perder de vista la cuestión básica: que la obsesión de la unidad e inmanencia de las obras le habían impedido a la crítica moderna abrirse al fenómeno de la intertextualidad. E incluso, hasta mediados de los años setenta, la preocupación de los primeros críticos franceses y norteamericanos que recogieron esa noción, propuesta en 1967, había sido la de las relaciones entre textos en términos de cita, montaje, imitación, parodia, etc. La reescritura y el pastiche, los aspectos propiamente contemporáneos de la cuestión no ingresaron en su horizonte (Rincón, 1999a: 96).

Libro de mil caras, máquina amorfa sobre cómo construir un problema de trabajo —es decir, un problema que implique la vida misma del arquitecto que lo construye—, el tono de escritura de este enigmático libro es, de por sí, un ejercicio de desclasificación. Es Hubert Pöppel quien, en su reseña sobre el mismo, nos brinda una apertura:

Si en el texto aparecen constantemente indicaciones del tipo: “al otro día”; “seguía con mi lectura”; “me acordaba de un texto”; “después del seminario en la universidad”, repartidos en el lapso de mediados de mayo hasta mediados de septiembre, tenemos que interpretarlas, por ende, no como datos biográficos (que exaltarían el ego del investigador), sino como verificadores de la tesis del método de un desdoblamiento, una reduplicación y reescritura que utilizaría García Márquez en su novela [Del amor y otros demonios](2000: 143).

Antes que una confesión o narcisismo, quizás lo que sucede es que quien lee (Rincón)está siendo leído. Aquel que en su escritura describe las maquetas de distintos modos de lectura muestra las operaciones que efectúa la crítica y las estrategias de lectura. Pöppel comenta que “después de la lectura del texto, resulta difícil definir exactamente el tema del ensayo” (141); precisamente, en ese aspecto difuso es como, a mi entender, radica la fuerza de ese singular libro —fuerza que Pöppel reconoce: nos obliga a leer de otra manera—. La estructura del libro de Rincón recuerda la idea de dispositivo de Michel Foucault, “una especie de ovillo o madeja, un conjunto multilineal”, donde, según Deleuze, se trata de “desenmarañar las líneas de un dispositivo[.] [E]n cada caso es levantar un mapa, cartografiar, recorrer tierras desconocidas, y eso es lo que Foucault llama el ‘trabajo en el terreno’. Hay que instalarse en las líneas mismas” (1989: 155). Las líneas son las que constituyen los objetos de los que habla Rincón, y a situarnos en ellas es a lo que nos invita su escritura.

En algunos momentos, es cierto, su escritura se fractura y se dispersa: no se puede, sin embargo, esperar otra cosa. Como todo dispositivo de escritura y de pensamiento, los textos de Rincón operan como un sismógrafo atento a los abismos y crisis: los pensadores “son algún tanto sísmicos” —continúa Deleuze—“no evolucionan sino que avanzan por crisis, por sacudidas” (155). Todo pensador capaz de provocación genera en parte sus propias imposibilidades, es atrapado por sus aporías y, a su vez, reivindica un “nuevo derecho” acerca de “cómo ‘des-orientarse’ en el pensamiento” (Cano, 2001: 241). Si la verdad es una sintonía de elementos discordantes y no un descubrimiento o una revelación, podemos entonces estar entonces de acuerdo con Deleuze: “wehave to see creation as tracing a path between impossibilities […]A creator who isn’t grabbed around the throat by a set of impossibilities is no creator. A creator is someone who creates their own impossibilities, and thereby creates possibilities” (1995: 133).

En esa vía, puede resultar polémica la tesis de Rincón respecto al “centro periférico del posmodernismo”, como se titula uno de sus artículos: “La significación de Macondo como un espacio comprimido y punto de organización del mundo, como una entidad topográfica extraña y no extraña al mundo moderno que es a la vez omphalos, centro del universo” (1996: 52). La referencia a Macondo como ónfalo (omphalos) nos lleva a aporías similares a las del artefacto del Aleph descrito por Jorge Luis Borges. Dice uno de los personajes del cuento de Borges, Carlos Argentino Daneri, que “un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”(1998c: 206);no estamos lejos, entonces, de la imagen de Sara Lidman sobre Cien años de soledad que retoma Rincón: “Macondo está en todas partes” (1996: 59). La reducción del universo a la mirada desde un solo punto, como una especie de máquina de visión absorbente, se compensa con el hecho de que Argentino Daneri ve la infinidad de cosas “desde todos los puntos del universo”(1998c:208). ¿Es esta, quizás, una captura soberana?, ¿una revelación o milagro al que pocos asisten? Tal vez no: “un punto es todo”, dice de manera bella Gilles Deleuze en sus lecciones sobre Spinoza (2006: 56) al referirse a la forma como, para un pensamiento antijerárquico, es posible hacer pasar el mundo entero por un solo punto. La tarea más noble sería entonces poder desplegar la constelación que une esos puntos y mostrar sus suturas, hacer visibles los lazos que sintonizan esos puntos como una “afirmación de un mundo en proceso, en archipiélago” (Deleuze, 2005: 86). Estaríamos aquí frente a la artesanía de la conjunción y la ilación.

Tenemos entonces el conocimiento como oficio, abierto a una infinidad de relaciones posibles: un modo pragmático de pensar, de leer y de escribir. De nuevo, es Paul de Man quien ofrece la pista de lectura en su interpretación de Hans Robert Jauss —autor que, como señalamos, palpita en el trabajo de Rincón—, al valorar la obra de este como un “new pragmatism”, un “new materialism” (1982: X-XI). El mismo Rincón nos cuenta en parte esa afinidad pragmática en un capítulo de García Márquez, Hawthorne, Shakespeare, de la Vega & Co. Unltd., significativamente titulado “De los más extraños milagros del universo”. Allí se refiere al descubrimiento que hace el pragmatismo de Charles S. Peirce del “razonamiento por abducción”, dependiente de las “percepciones inconscientes de relaciones entre aspectos del mundo” (1999a: 67). La abducción, como el mismo Rincón leerá en Borges, nos abre al insospechado mundo de lo conjetural: “La abducción es aquella clase de operación que sugiere un enunciado que no está en modo alguno contenido en los datos de los que procede” (Peirce citado en Nubiola, 2001, en línea). Captar las cosas en su singularidad y recuperar la capacidad de estremecerse frente a la irreductibilidad de las cosas del mundo nos lleva finalmente a uno de los problemas más enigmáticos: la desfiguración de la verdad.

La producción incierta de la verdad

La verdad, para una ética pragmática como la de Carlos Rincón, se instala en el desfase entre los objetos que hay en el mundo y las impresiones que nos hacemos de ellos, si seguimos el pragmatismo del norteamericano William James: “the truth of an idea is not a stagnant property inherent in it. Truth happens to an idea. It becomes true, is made true by events. Its verity is in fact an event, a process” (1987: 574). En medio de un mundo disparatado como el nuestro, resulta además imposible que la verdad exprese una correspondencia, un vínculo veraz entre las palabras y las cosas. Podemos pensar en cambio en la enfermedad de la memoria, la peste del olvido recreada en Cien años de soledad, que desprende las cosas de su nombre, que desata el lazo entre las palabras y las cosas. En efecto, la verdad es siempre inadecuada, es el síntoma de un desajuste: estaríamos así ante la demanda de otro tipo de escritura y lectura (y de experiencia literaria), a la que precisamente nos invitan los escritos de Rincón.

Ya en 1978, este autor señalaba los límites de cierto tipo de lectura psicoanalítica centrada en el mito y el arquetipo, como forma de lectura que busca develar la verdad, antes que producirla: desciframiento, y no producción; secreto, y no elaboración. Para este tipo de crítica, “el trabajo del crítico, de acuerdo con el carácter de lo literario, debe consistir entonces en moverse entre el intuicionismo y la aplicación empírica de un código de desciframiento” (Rincón, 1978: 133). Años después, es su relectura de El amor en los tiempos del cólera de García Márquez en 1989 lo que de nuevo lo lleva a decir que “podía reconfirmar que las palabras dejaron de ser sometidas hace mucho tiempo a ninguna clase de tortura, a la moderna, para extraerles una anhelada y dudosa verdad” (1989: 95).A propósito de esto, en El Cambio en la noción de literatura, Rincón rescata una cita de Walter Benjamin, donde la improbable caducidad del pasado y la esquiva cuestión de la verdad quedan planteadas:

Nuestras interrogaciones no pueden orientarse directamente a saber si la doctrina romántica sobre el sueño era “correcta”; debe dirigirse mucho más hacia la constelación histórica, de la que brotan los planteamientos ideológicos románticos. En ese interés mediatizado, que se orienta en primer término hacia el índice histórico de las intenciones románticas se expresa mucho más legítimamente nuestro propio interés actual hacia el objeto, que en el llamado a la interioridad, dirigida inmediatamente hacia los textos, para demandarles la verdad (Benjamin, citado por Rincón, 1978: 117).

La verdad, entonces, no está ligada al secreto, no se nos revela desde lo oculto o el sentido íntimo del texto: la verdad es una producción. Sabemos que la obsesión por ese sentido íntimo de un texto, el desciframiento del secreto, condena a casi toda una estirpe en Cien años de soledad a la casi perpetua ilegibilidad, a una suerte de ceguera. Por el contrario, si enfocamos la crítica en la “voluntad de verdad”, tal como sugiere Foucault en El orden del discurso, encontramos entonces que “el discurso verdadero, cuya forma necesariamente lo libera del deseo y del poder, no puede reconocer la voluntad de verdad que lo atraviesa; y la voluntad de verdad que se ha impuesto entre nosotros desde hace ya mucho tiempo es tal que la verdad que quiere no puede dejar de enmascararla” (1973: 20). Los rasgos, el semblante de nuestra voluntad determinan el carácter de la verdad que somos capaces de producir, verdad que desborda los marcos lingüísticos y textuales, “toda vez que el lenguaje, para Russell, no es capaz de palabras ajustadas a la verdad”, según recuerda Rincón (1989: 67).

Verdad es, por ejemplo, lo que en Colombia se forjó como sintonía entre convención de Estado y canon literario, entre pensamiento y ley: ligar la verdad a condiciones exclusivas (la gramática, la legislación), condiciones que impedían llegar a los máximos niveles posibles de producción de verdades de las cuales es capaz una sociedad. La verdad, como anotamos anteriormente, es exterior a las cosas y las ideas. Ahora bien, lejos de cualquier retórica, ¿dónde residiría la “verdad de la literatura”, tal como se pregunta Rincón en su interpretación de la crítica de la lectura que hace Sergio Ramírez en su ciclo de conferencias “Mentiras verdaderas”? (2004a: 146-147). Es decir, ¿cómo evitar que se acuda “a soluciones de compromiso dentro de la tradición estoico-cristiana, para las que en las mentiras de los poetas hay un resto de verdad o existe una verdad en las mentiras de los poetas” (114)?

El cliché en torno al desvanecimiento de las grandes narrativas, o en otros términos, la corrosión e imposibilidad de la verdad en las condiciones de nuestra época, encuentra una perturbación si nos preguntamos por el quién, y no por el qué. En efecto, Nietzsche afirma que en todo acto lo importante es responder a la pregunta acerca de quién dice, quién habla, según recuerda Deleuze: “y así la pregunta: ¿Quién? resuena en todas las cosas y sobre todas las cosas: ¿qué fuerzas? ¿qué voluntad?”; ¿quién quiere eso? y sobre todo “¿qué quiere el que piensa eso?” (2002: 112).Así, por ejemplo, que gran parte del debate contemporáneo esté encapsulado en la dupla modernidad-posmodernidad, Rincón lo ubica como síntoma de la primacía (imperial) norteamericana:

Es discutible la “evolución” surrealismo-realismo mágico. Pero es cierto, y del mayor relieve, que las relaciones de García Márquez con el surrealismo y, más en general, con la vanguardia histórica son un hecho esencial y un elemento disturbador para la construcción de esquemas binarios como aquellos que oponen Modernism y Postmodernism, propios del discurso posmoderno de los Estados Unidos, donde nunca hubo una vanguardia (2004a: 63).

Las consecuencias de ese binarismo son devastadoras en términos de la posibilidad de una existencia libre. Así, las variantes nihilistas del posmodernismo —el pensamiento débil, el multiculturalismo—asocian la verdad con un arcaísmo del siglo xx prohibido socialmente en nuestros días por su lazo necesario con el terror. Sin embargo, como anota Nietzsche en Ecce Homo, “todos nosotros tenemos miedo a la verdad” (1988: 50-51), recordándonos que el terror habita en otro lado. En ese sentido, incluso, antes que un enfrentamiento entre modernidad y posmodernidad donde la cuestión de la verdad perece, pues los términos del debate la bloquean, esta indagación nos llevaría a un ejercicio: la crítica como antídoto a una verdad asociada a “una determinada ‘incapacidad’, con una falta de decisión y de coraje, con una pesada ‘voluntad de ser gobernado’” (Cano, 2001: 373). Antes que el debate modernidad/posmodernidad, la pregunta por la verdad nos llevaría a la discusión sobre la unidad y la multiplicidad, la posibilidad de nuevos realismos, ficciones impensables y nuevos materialismos: the one and the many, para decirlo en términos del pragmatismo de James.

No estamos, entonces, ante el multiculturalismo o los estudios culturales hechos en Norteamérica, cercanos al emblema nihilista del “todo vale”. Rincón conoce de cerca el ambiente académico norteamericano: ha sido Santo Domingo Visiting Scholar de la Universidad de Harvard y William Bonsall Visiting Professor in the Humanities de la Universidad de Stanford. Por eso mismo, nada más lejos de su escritura que la celebración (multicultural) de la diferencia. Es más, la multiplicación de puntos de vista a que invita el pragmatismo encuentra numerosos bloqueos, tal como lo muestra Rincón en su análisis de la rescritura que realiza Gabriel García Márquez en Del amor y otros demonios del texto fundacional de la literatura norteamericana La letra escarlata. En esa operación se revela el trastocamiento de una política de la verdad que indague críticamente por nuestra voluntad de verdad, convertida ahora en una verdad de la política:

La política norteamericana ha estado empapada históricamente, y sigue estándolo, por la religión protestante. Por una fe que excluía, en su misma razón de ser, el derecho a disentir (disidentes: los centenares de muertos del Black Panthers Party y del movimiento indígena; los prisioneros Mumia Alu Jamal, Mutalu Shakur, Geronimo Pratt, Leonard Peltier y tantos otros) (Rincón, 1999a: 133).

Verdad de la política es, asimismo, aquello en contra de lo que precisamente se erige el arte de la interpretación como experimentación, en la escena de Cien años de soledad donde se efectúa la valoración de la presencia de la compañía bananera norteamericana en Macondo. En efecto, uno de los Aurelianos, siendo aún un niño, expresa su diferencia cuando “alguien se lamentó en la mesa de la ruina en que se hundió el pueblo cuando lo abandonó la compañía bananera” (2001: 268). “Su punto de vista —prosigue la novela— contrario a la interpretación general, era que Macondo fue un lugar próspero y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la compañía bananera” (268). Y añade que otro José Arcadio “le inculcó una interpretación tan personal de lo que significó para Macondo la compañía bananera, que muchos años después, cuando Aureliano se incorporara al mundo, había de pensarse que contaba una versión alucinada, porque era radicalmente contraria a la falsa que los historiadores habían admitido, y consagrado en los textos escolares (268).

De nuevo, de lo que se trata es indagar por el quién. Cabe recordar que en el momento en que despierta luego del enfrentamiento entre los trabajadores y la compañía bananera, José Arcadio, con “el cabello apelmazado por la sangre seca […] sintió un sueño insoportable” (237). Lo insoportable, de nuevo, se encuentra al acecho, y emerge como disenso con respecto al estado de la situación, a la ley del mundo. Siempre se requieren nuevas maneras de interpretación, ya que el retorno de la experiencia señala que nuestras maneras de conocer precisamente son bloqueos para enfrentarnos con eso que es insoportable, y que nos obliga a pensar contra nosotros mismos, a desconfigurarnos. Si pensamos en aquello que es vergonzoso para nosotros mismos, ¿de qué verdad ha sido capaz una sociedad como la colombiana?

El centro del mundo: el mar en la plaza (de Bolívar)

Para intentar dar curso a esa pregunta, podemos ingresar en otro de los proyectos recientes de Rincón: la formación de un canon literario en Colombia y la imbricación de las prácticas literarias con los lugares sacros del poder (2010a; 2010b; 2008a). Si otra vez situamos a la literatura en relación con su afuera, y nuevamente entrelazamos la historia norteamericana como despliegue imperial con lo sucedido a finales del siglo xix en Colombia, encontramos que las interferencias son entre lectores y libros, sí, pero son sobre todo coincidencias entre voluntades de dominio que se apuntalan a través del texto. En efecto, el punto de contacto entre la pérdida de Panamá por la intervención norteamericana y la formación de un canon literario en Colombia nos remite a la labor de la literatura en ese proceso de duelo que nunca fue asumido de manera colectiva: “Después de una derrota histórica de las proporciones de la secesión de Panamá, se hizo acuciosa, ineludible en Colombia, la invención de un gran pasado (literario, patrio)” (Rincón, 2010b: 419).Rincón alude además a la “Guerra Civil de Mil días, iniciada en 1898, la más larga y sangrienta desde la Independencia”, y prosigue:

Al final de ella, la secesión de Panamá y el colapso de la soberanía nacional, significaron el desencantamiento del Destino nacional que se había soñado durante un siglo: el confuso espejismo de llegar a ser el centro del mundo e integrar finalmente el territorio nacional, al realizar el trabajo hercúleo de unir con el Canal los separados océanos. (2005: 132-133).

Canon literario y trauma histórico tejen así una madeja que no es falsa pero sí antiverídica, en el sentido en que propicia una experiencia de impotencia y debilidad en el sujeto: por un lado, somete el pasado y la memoria a la servidumbre de justificar un presente humillante (sin darse por supuesto las herramientas para explicarlo y, menos, intervenirlo);por el otro, exhibe la grotesca obsesión por querer ser el centro del mundo. Práctica literaria y concepciones de la historia se entrelazan entonces para instalarse en “la frontera indecisa entre la automistificación y los manejos retóricos manipulatorios conscientes” (Rincón, 2010a: 413).Esta perversa alianza se encuentra sustentada en dos corolarios:1)la construcción de míticas genealogías que incluyen comprobables antepasados que fueron funcionarios coloniales de la corona española, y que se hace ascender hasta la Roma imperial;2) no el programa investigativo del helenismo ni la ciencia moderna, sino los estudios de gramática castellana, entendida en sentido normativo, y el dominio del latín (Rincón, 2005: 139).

Latín, entonces, no helenismo; gramática castellana y no saber clásico, cuestión que más temprano que tarde nos llevó a un tipo de relación entre conocimiento y experiencia que estaba basada en la simulación. Al respecto, comenta Rafael Gutiérrez Girardot:

Esta opinión contrasta con el elogio que Marcelino Menéndez y Pelayo hizo a los sucesores de esa oligarquía: la Atenas suramericana. Con esa exuberante designación, el ultramontano polígrafo montañés encomió la cultura “humanística” de los cofrades intelectuales de Miguel Antonio Caro y no se percató de que el elogio podía convertirse en desenmascaramiento. Efectivamente, el encomio es un abuso. En la supuesta Atenas suramericana no hubo humanismo, ni siquiera en el sentido restringido que cabe aplicar a España (2000:14).

Este desenmascaramiento pasa, de manera general, por una crítica directa a la configuración de la literatura como campo de conocimiento en Colombia; de manera específica, por la crítica de la creación de la imagen del centro del país, Bogotá, como “Atenas de Suramérica”. “¿Qué era entonces, propiamente, Bogotá?” en la segunda mitad del siglo xix, pregunta Rincón—y en su respuesta coincidirá Rafael Gutiérrez Girardot (2000):

Una aldea grande con standards urbanos por completo premodernos, manufacturas incipientes, con 80% de analfabetos. Tiene apenas trescientos [sic] cincuenta edificaciones de dos pisos o más, entre ellas el Panóptico comenzado en 1878, y ni una sola es neoclásica. Los periódicos tienen un tiraje de ochocientos a mil ejemplares. Dentro [de] su élite endogámica de hacendados y funcionarios hay cerca de doscientos hombres de letras. Es la capital de un país en donde la expectativa de vida no pasa de treinta años, con un 90 % de habitantes en el campo (y un 90 % de analfabetismo), desprovisto de capital, en el último y penúltimo lugar en América latina en exportaciones per cápita e inversiones extranjeras. Todos los esfuerzos por atraer emigración fracasan (Rincón, 2005: 141).

Ante este desajuste radical entre la realidad material y las imágenes propuestas para su comprensión, cabe entonces preguntarse: ¿cuáles fueron los mecanismos de compensación impulsados por la literatura, en ese complejo proceso de darle consistencia a algo infudamentado —y no fundamentable—? Uno de los actos de consagración de literaturas “fundacionales” en Colombia nos ofrece una indicación sugerente:

Para encontrar que a comienzos del siglo xx, después de la guerra civil de los mil días, y de la proclamación de la independencia de Panamá, liberales antioqueños excomulgados supieron movilizar a toda su sociedad para dar a [Jorge] Isaacs lo que era del César: organizar, en un esfuerzo por recomponer comunidad nacional y tejido social, su apoteosis por el territorio de la nación. Mientras en Bogotá, para resarcirse de semejante derrota histórica, se coronaba al poeta Rafael Pombo (Rincón, 2008a: 325).

Bogotá, como proyección del “centro del mundo”, no fue siquiera capaz de centrar la imagen de la nación en su literatura. Por otro lado, parte de ese proceso de resarcimiento será impulsado, como es posible adivinar, por el emblema de Bogotá como Atenas suramericana. En este proceso de “multiplicación de las Atenas”, son centrales dos figuras literarias: Juan Valera y José María Vergara y Vergara. Valera, prologuista del Azul de Rubén Darío, comenta en sus cartas al literato colombiano José Rivas Groot: “Lejos de parecerme Bogotá un rincón, se me figura que Bogotá va a ser el centro del mundo en lo venidero, cuando el canal interoceánico acabe de abrirse” (Rincón, 2005: 140). Vergara y Vergara, por su parte, autor de “la primera obra de historiografía literaria escrita en el país”, invoca “la ‘sed de instrucción del pueblo bogotano’ para hipostasiar ese atributo dándole el estatus ontológico de una identidad: el pueblo —los habitantes—de Bogotá son ‘el pueblo ateniense de Suramérica’” (Rincón, 2005: 137-138).

La preponderancia de la simulación —que no del simulacro—, con toda la pérdida de realidad que atañe, nos recuerda que los procesos de conmemoración, en auge de nuevo hoy, conllevan a una sin salida: “As history becomes opaque, a mania for commemoration has developed” (Daniel Bensaïd citado en Bosteels, 2011: 6). Así, la grotesca auto-monumentalización de la Atenas de Suramérica no podía sino terminar en una debacle. La idea de los “clásicos” y las imágenes fundantes siempre está ligada a una catástrofe, catástrofe de la escritura en busca de sus orígenes, pero sobre todo catástrofes de pueblos enteros al ser descritos de ese modo. La historia resulta convertida en monumento, y la parte espantosa de lo real pasa finalmente su ajuste de cuentas: como lo señala Rincón al comentar los efectos contemporáneos de dicha automonumentalización, la secuencia de la renovación de la Plaza de Bolívar de la Atenas de Suramérica, diseñada por el arquitecto Fernando Martínez en 1959, se cierra de un modo peculiar con la serie de óleos del pintor Gustavo Zalamea. Anota Rincón:

Lo notable es que la historia de esos últimos cuarenta años y de Bogotá, haya movido al gran pintor Gustavo Zalamea primero, a fines de los 1980 a hacer algo completamente inusitado, a llevar el mar a la Plaza de Bolívar, a inundarla, para poner en ella un símbolo inesperado: la ballena blanca de Herman Melville (2005: 146).

Melville, vale decirlo, es uno de los escritores en los cuales, significativamente, puede detectarse la fuerza inusitada del pragmatismo norteamericano (Deleuze, 2005). La ballena blanca, como símbolo inesperado —conjetural—, nos abre asimismo la puerta a la serie de óleos de Zalamea titulada precisamente “El Mar en la Plaza” y “Naufragios”, donde el pintor da el golpe final al proceso de desenmascaramiento que estaba latente desde siempre: llevar el mar a la plaza de la Atenas suramericana no es otra cosa que afirmar que “la Plaza de la Polis de Martínez es la del Naufragio” (Rincón, 2005: 146). La arquitectura de nuestra presunta verdad no solo era una ruina; el punto donde se creía posible concentrar la cifra de la unidad, la plaza como emblema de la nación misma, era más que una ficción: la plaza de la Atenas de Suramérica es el punto de una catástrofe. Bogotá como Atenas de Suramérica es el emblema de una sociedad jerárquica barricada contra la experiencia del cambio político y social de la modernidad” (132), catástrofe que permanecerá ilegible, y reprimida en la memoria, hasta no desatar los intricados lazos que existen entre la literatura y sus formas de relación con los modos de producción de la verdad y la dominación a nivel social. Ahogados en formas de ilegibilidad, ¿qué significa entonces hacerse la pregunta de para qué leer?

Formas de legibilidad

El trabajo de Rincón apunta, como hemos intentado argumentar, a que el problema no es solo la influencia o efecto de determinados discursos externos a nosotros, sino nuestros propios modos de lectura, la moral desde la que entendemos el mundo. Recientemente, en su presentación del libro Acercamientos a Carmen Boullosa en 1997, en el cual funge de editor, Rincón nos recuerda el momento de la “pérdida de control” presente en aquella escritura/lectura que, como la de Boullosa, es capaz de un choque irónico con lo otro. Y añade: “Pero, atención, no es la ingobernable, la sin orígenes, la que envía la invitación al lobo, quien aquí pierde control alguno. Es el lector quien pierde control sobre su lectura, para verse obligado-invitado a inventar la redefinición de otra legibilidad” (1999c: 17).

Lo que Rincón dice para el caso de Boullosa es justamente lo que pasa con el lector al leer sus textos: no es casualidad por tanto que uno de los capítulos de García Márquez, Hawthorne, Shakespeare, de la Vega &Co. Unltd. se titule, precisamente, “¿Por qué leer? ¿Cómo leer?”.Es, a su vez, la misma pregunta que formulará William Rowe, a propósito de los modos y artes de leer que emparentan a Jorge Luis Borges con el escepticismo inglés: “¿cómo, dónde, sobre qué base se ligan unas con otras las cosas que leemos?” (2000: 269). El mismo Rincón nos recuerda cómo, por ejemplo, evocar a Macondo —“lo que no se borra de la memoria” (1999a:192)—nos lleva al problema de la experimentación:

Como han escrito Deleuze y Guattari, “no hay ninguna muerte del libro, sino una nueva forma de leer. En un libro no hay nada que entender, sino mucho de lo que uno se puede servir. Nada por interpretar y por significar, sino mucho con lo que se puede experimentar”. Tesis más válida aun en estos tiempos de nueva alfabetización electrónica (192).

En Cien años de soledad, el bloqueo de la interpretación (“absorto en los pergaminos que poco a poco iba desentrañando, y cuyo sentido, sin embargo, no lograba interpretar”: García, 2001: 287) se sobrepasa justamente en el momento en que la interpretación deviene experimentación: es el momento del cataclismo final de la novela, “descifrándolo a medida que lo vivía” (318). Cataclismo del mundo, sí, pero sobre todo cataclismo de un cierto tipo de experiencia anudada a un cierto tipo de verdad sobre el texto y el mundo; cataclismo debido a una interpretación que reenlaza con lo vivido, con la experiencia, “un punto de vista, contrario a la interpretación general”, es decir, contrario a quienes lamentaban esa “ruina en que se hundió el pueblo cuando lo abandonó la compañía bananera” (268). Antes de caer “de bruces sobre los pergaminos”, Aureliano reitera: “Acuérdate siempre de que eran más de tres mil y que los echaron al mar” (272). ¿Qué es lo que queda por fuera del “libro del mundo”? ¿Cuál es ese retorno de lo reprimido, esa experiencia sustraída —por la fuerza—de la memoria escrita, del libro? ¿Qué es “lo sugerido, lo no dicho” como se titula uno de los libros de Rincón? La masacre de un grupo de trabajadores, perpetrada por la alianza del Estado colombiano y la compañía bananera norteamericana. Por eso José Arcadio se aterroriza ante la posibilidad de salir del cuarto donde está encerrado leyendo los manuscritos: “Gritó que no había poder humano capaz de hacerlo salir, porque no quería ver el tren de doscientos vagones cargados de muertos que cada atardecer partía de Macondo hacia el mar” (259). Y el mar, si nos dejamos afectar por la imagen propuesta por Zalamea, ya ha inundado a Bogotá, al pretendido centro del mundo: la plaza de la Atenas de Suramérica no es más que una fosa común.

Los manuscritos ilegibles de Melquíades en la novela de García Márquez nos recuerdan entonces que nuestros modos de leer son obsoletos. Esa búsqueda de otra legibilidad, dice Rincón, nos sitúa por otra parte en la actualidad que ha adquirido el barroco, en medio de la “fascinación por la opacidad, por la no legibilidad, por lo indescifrable de la realidad” (1996:167). Esta parte de la experiencia es justamente lo insoportable, aquello que nos da vergüenza enfrentar. Huir del desafío mortífero al que nos interpelan esas zonas de penumbra de la realidad, a su vez expresa gran parte de los bloqueos a los que nos ha conducido nuestra propia “voluntad de no conocer” y, en últimas, nuestro conservadurismo ético. Si uno de los propósitos del barroco es precisamente el intento de “representar lo irrepresentable” (Rincón, 1996: 168), no debe extrañarnos entonces su ascenso como recurso de la crítica en la época del simulacro: como lo anota Rincón, en su recensión de “las teorías estéticas y filosóficas acerca del concepto de simulacre. En ellas se identificaron los términos simulacrum, en griego, y phantasma en latín, que le sirvieron de nombre en la Antigüedad para situarlo más allá de lo decible y lo representable” (2004b: 17).

¿Cómo vivir todavía si “el hombre moderno es el de los simulacros”, como anota Deleuze en Lógica del sentido? Si la copia puede ser exacta a la realidad, quiere decir que la realidad ha perdido ya sus prestigios, o por lo menos, entre el mundo y “la realidad” se ha interpuesto un hiato, insalvable incluso a través de lenguaje. Como en el cuento de Jorge Luis Borges, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde se dice al lector que se creyó que el planeta “Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos”:

Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder... Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue... El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo (1998b: 159).

La pregunta entonces es justamente cómo la vida entra en relación con nuevas fuerzas, distintas a las vigentes, y sobre todo divergentes frente a las convenciones prevalecientes. Quienes han depreciado la realidad, quienes han disminuido su potencia son los hombres mismos, ha sido ese tipo de hombre que retrató primero Nietzsche y luego Michel Foucault a lo largo de sus trabajos. El problema, entonces, no es “el hombre”, sino cierto tipo de hombre; no es “la realidad”, sino la intensidad con la cual somos capaces de experimentar distintos grados de realidad. El desafío, así, consiste en interrogarse acerca de qué tipo de fuerzas somos capaces de leer y experimentar, en el mundo saturado de imágenes situadas en el afuera del lenguaje y la representación. Y sobre todo, preguntarse por las posibilidades y contornos de la verdad en la época del simulacro, si aceptamos que la verdad no se rige por la idea del acierto o del error, o por la oposición a la ilusión y la irrealidad. Las posibles vías que abre la escritura de Rincón pasan por desestabilizar la idea sacerdotal de la verdad, es decir, aquella que cree que el conocimiento es un acto que ejerce un juez desde un tribunal erguido sobre el mundo, y por introducir una perturbación en nuestro hábito y fascinación por lo certero. Al respecto, la Cartagena de Indias retratada en Del amor y otros demonios—escribe Rincón—constituye “ese tan curioso umbral transicional entre una edad barroca que no acaba de terminar y una Ilustración que no acaba de comenzar” (1999a: 76). Es ese umbral, esa zona oscura e indiscernible, la cual Rincón nos invita a poblar. Veamos, finalmente, cómo ha sido recibido dicho llamado.

Las formas de la ceguera

Una frase ya evocada de la atípica novela del filósofo conservador Peter Sloterdijk El árbol mágico, acerca de El nacimiento del psicoanálisis en el año 1875, nos sitúa en las limitadas formas en que ha sido recibida la escritura de Rincón por una parte de la crítica colombiana: “No podéis imaginar cuán grande es su voluntad de no saber” (1986:186). El ejercicio pleno de esta voluntad de no conocer lo encontramos, por ejemplo, en la débil y apresurada reseña del libro de Rincón La no simultaneidad de lo simultaneo. Posmodernidad, globalización y culturas en América latina, publicado en 1995. Leemos en la reseña, publicada en el Boletín Cultural y Bibliográfico de la Biblioteca Luis Ángel Arango, lo siguiente: “El lector que se aproxime al libro buscando claridad se verá decepcionado. Claridad no hay” (Zuleta, 1997: sp). Decepción y, posteriormente, juicio:

Digo esto así porque, por más que busco una actitud objetiva y reposada para escribir sobre Rincón, no lo consigo. El libro se me cae de las manos y tengo la sensación de que cualquier frase medianamente inteligente que pueda escribir sobre él termina mejorándolo. Un libro lleno de tesis absurdas se puede discutir. Pero encontrar tesis en el libro de Rincón, así sean absurdas, es ya ser demasiado benévolo con el mismo (Zuleta, 1997: sp).

Es difícil captar los desplazamientos que habilitan ciertos modos de pensar, su potencia crítica y las conmociones que provocan desde su lugar de margen, instalados en el afuera, e incluso en el exilio con respecto a las convenciones sociales de nuestro país. Pero la lectura, a veces, puede ser también un acto de justicia. Otra opinión, por supuesto, se desprende del libro que, en homenaje suyo, se publicó en Berlín en el año 2000 bajo la edición de Ellen Spielmann, Florian Nelle y Nana Bandenberg, titulado Exzentrische Räume: Festschriftfür Carlos Rincón. En ese libro, de Sergio Ramírez a William Rowe, pasando por Carlos Monsiváis, John Beverley y Jean Franco, se reúnen además textos de Raúl Antelo, Jesús Martín Barbero, Josefina Ludmer y Alfonso Múnera, con una introducción de Hans Ulrich Gumbrecht, en que todos y todas saludan jovialmente el trabajo de Rincón. Si bien, afortunadamente, en Colombia también hubo otro tipo de recepción por parte de académicos como Jorge Aurelio Díaz y Erna von der Walde, entre otros, la reseña mencionada es una reiteración del prejuicio que marca un síntoma de primera magnitud en las formas predominantes de pensamiento y lectura en nuestro país: el desencuentro. Al respecto, vale la pena nombrar lo que el mismo Rincón señaló en la inauguración de la Cátedra Michel de Certeau realizada en Bogotá, la Atenas de Suramérica, en 2003, a saber: el “encuentro fallido” entre la obra de un pensador como De Certeau y el medio intelectual colombiano. A pesar de las permanentes visitas y estancias de De Certeau en países como Chile, Argentina, México y Brasil, “ninguna facultad de ciencias humanas, ningún instituto de estudios sociales y culturales parece haberse sentido en Colombia hasta mediados de los años ochenta tan concernido por sus trabajos como para invitarlo” (2004c: 73). Las palabras de Rincón y la inauguración de dicha cátedra casi veinte años después de la muerte del sacerdote jesuita señala, por lo menos, un desfase inquietante.

Este tipo de desencuentros con experiencias éticas disímiles a las nuestras han sido señalados en América latina por críticos como Hermann Herlinghaus en sus análisis de la modernidad latinoamericana (2000); recientemente, en esa misma línea, Bruno Bosteels ha puesto de presente cómo el desencuentro es de ida y vuelta: no solo de Europa con respecto a América sino al revés, de América con relación a Europa, tal como leemos en su artículo significativamente titulado “Marx y Martí: lógicas del desencuentro” (2009).No se alude aquí, siquiera, a un encuentro tardío —anacrónico tal vez—, sino a un desencuentro, un “encuentro fallido”, como afirma Rincón que puede extenderse no solo a muchos otros pensadores que sería imposible enumerar aquí, sino, en especial, a perspectivas de pensamiento frente a las que el medio intelectual colombiano sigue queriendo ser inmune. La intolerancia, frecuentemente ubicada por parte del tipo dominante de intelectual colombiano en su propia sociedad, hace parte de su propia crítica, hace parte de su instinto de conocimiento: esa es su propia zona ilegible, su abismo moral.

Verdad amarga, entonces, la Atenas de Suramérica estaba habitada por sujetos acordes con su sombrío proceso de automonumentalización. Por eso no resulta paradójico que, casi entrando al final del siglo xx, en la Atenas Suramericana no hubiera lugar para compartir un pensamiento pluralista como el de Michel de Certeau. “Es contra la Modernidad que se proclamara Bogotá, hacia finales del siglo, Atenas de Suramérica” —dice Rincón (2005: 136) refiriéndose al siglo xix—. La situación descrita con respecto a De Certeau, sin embargo, nos recuerda la prolongación e inacabamiento de dicha automonumentalización: el fin del siglo xx, del siglo nuestro, nos situó en la misma condición. Atenas, entonces, no dejó de ser una fantasmagoría cruel en la tupida red de dominaciones que sustentan las relaciones éticas en Colombia. Aún estamos lejos, muy lejos, de la posibilidad de la multiplicación, al infinito, de los puntos de vista.

Cabe recordar aquí, para concluir con la imagen de los puntos, cómo al ver el Aleph (“uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”:Borges, 1998c: 206), dice uno de los personajes de Borges, Carlos Argentino Daneri:

Lo que vieron mis ojos, fue simultáneo: […] vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo (208-209).

Simultaneidad y conjetura. Pragmatismo, empirismo: ver todos los puntos desde todos los puntos, recorrer mil mesetas que llevan desde todos los lugares hacia todos los lugares, como afirmaba en otro tiempo Óscar Barragán. A mi entender, esos son los rasgos que construyen el semblante del tipo de crítica que, como la de Carlos Rincón, logra que nuestra verdad sea no solo tenue, sino nuestra más enigmática rival. Una prosa que asesta una herida fulminante a nuestra voluntad de verdad. “Todos nosotros tenemos miedo a la verdad”, recuerda Nietzsche (1988: 50-51): la verdad, afortunadamente, pertenece al ámbito errático del acontecimiento, de lo que nadie ha visto, porque se adscribe al desorden de lo impredecible. Del desencuentro. En la experiencia del desencuentro ya no hay centro del mundo: la obsesión por ser Atenas, finalmente, llega a desaparecer. Ahí es donde la crítica de la verdad apenas empieza, a tientas, su recorrido. Y en ese camino encontraremos, alegremente, la provocación de Carlos Rincón y sus señales particulares. Nada mejor que un viaje ingobernable e incierto, como la verdad misma.

 

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  • Zuleta, Rodrigo. (1997) .“Lecturas atragantadas”. Boletín Cultural y Bibliográfico. XXXIII (41).

 

Notas


*Este artículo se deriva del proyecto de investigación “Modernidades joviales en América latina: el lazo tenso entre sujeto y verdad”, Universidad de Pittsburgh (Estados Unidos).
 

[1] Esa capacidad de tejer relaciones se hace presente a su vez en su labor en la creación de la red de trabajo denominada Programa Internacional Interdisciplinario de Estudios Culturales sobre América Latina, que vinculó a mediados de los años noventa en Bogotá numerosas instituciones públicas y privadas, así como a intelectuales latinoamericanos y de otras latitudes (como Nelly Richard, Renato Ortiz y Hans Ulrich Gumbrecht) para discutir la cuestión de la cultura y la modernidad. El Programa Internacional Interdisciplinario de Estudios Culturales sobre América Latina, a través del concurso del Centro de Estudios Sociales (ces) de la Universidad Nacional de Bogotá, se inició en 1996 con el coloquio La situación de los estudios literarios y culturales sobre América Latina, convocado por la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. El número y el tipo de instituciones vinculadas al proceso resulta significativo y da cuenta de un gradual proceso de constitución de un terreno de producción de conocimiento, camino que continuó en 1997 con el coloquio Teorías de la cultura y estudios de comunicación en América Latina, realizado en Bogotá, también impulsado por el Centro de Estudios Sociales de la Universidad Nacional de Bogotá. Este encuentro originó dos publicaciones (“Cultura, política y modernidad” y “Cultura, medios y sociedad”), y contó con participantes como Nelly Richard y Hans Ulrich Gumbrecht. En 1998 se realiza el Encuentro Internacional de Estudios Culturales en América Latina, centrado en el tema de cultura y globalización, del que surgió una publicación con el mismo nombre y que convocó a académicos como Martin Hopenhayn, Beatriz González Stephan, Renato Ortiz y Erna von der Walde, entre otros.

 

Alejandro Sánchez Lopera
Universidad de Pittsburgh
Actualizado, agosto de 2013

 

© José Luis Gómez-Martínez
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