Josefina Vicens |
La sustancia vibrante del humanismo:
Hilda Ángela Fernández Rojas Estudiar la producción literaria de cualquier autor es indagar sobre la vida misma; es descubrir y entender como un ente creador fue capaz de mirar, reflejar, transmitir, reflexionar e, incluso, evaluar la realidad que todos vivimos. Por tanto, el lector de literatura puede encontrar al internarse en el texto literario coincidencias, dudas, desencuentros, verdades, incongruencias: lo hondamente humano, porque la “literatura es la expresión del hombre, tratando de decir algo vivo” [Del Río, 1958: 3]. En este caso nos ocupamos de una autora que no se caracteriza por tener una producción literaria abundante, pero sí dos textos de calidad indiscutible. Se trata de Josefina Vicens, quien, de acuerdo con Martha Robles [Robles, 1989: 78-79], nació en Villahermosa Tabasco, el 23 de noviembre de 1915. Residió en la ciudad de México desde 1919. Estudió primaria y comercio, a partir de entonces –según ella misma se definió- como autodidacta. Desempeñó diversos cargos como Secretaria de Acción Femenil de la Confederación Nacional Campesina y posiciones ejecutivas en el Sindicato de la Producción Cinematográfica. Presidenta Ejecutiva en el Sindicato de Producción Cinematográfica, Presidenta de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas y, posteriormente, oficial mayor de la sección de Técnicos del Sindicato de Cinematografistas. Su participación en la industria cinematográfica del país fue más intensa que la correspondiente al ambiente literario. Colaboró, no obstante, en algunos semanarios con notas sobre asuntos políticos. Es autora de unos 150 argumentos y otras tantas adaptaciones. Trabajó, además, en el Departamento de Servicios Sociales de la Secretaria de Hacienda y Crédito Público. Recibió varios reconocimientos por sus labores cinematográficas, que dieron digna imagen al cine mexicano por los años setenta; destacan: “Renuncia por motivos de salud”, premiado con un Ariel y “Los perros de Dios”, con el que se hizo merecedora de un Ariel, un Heraldo, la Diosa de Plata y el primer lugar en el concurso de guiones del SOGEM. Las dos novelas cortas que escribió, se titulan: una, El libro vacío, editada en 1958, con un prefacio de Octavio Paz; fue distinguida con el Premio Villaurrutia en 1959 y traducida al Francés por Dominique Eluard y Alaide Foppa. La otra, se titula Los años falsos; Martín Casillas la publica en 1983 y obtiene el Premio Juchimán de Plata de la Universidad de Tabasco, en 1982; y se tradujo al inglés. Josefina Vicens murió el 22 de noviembre de 1988, en la ciudad de México; no obstante, la herencia literaria de sus dos novelas despertó gran interés entre los críticos y lectores de literatura. Esta autora pertenece a los escritores de novelistas contemporáneos, a la generación “de atrevidos críticos de la sociedad actual, quienes ya no se sienten obligados a justificar la Revolución de 1910, sino todo lo contrario... señalan los abusos y las injusticias de una sociedad engendrada por la Revolución y piden a gritos reformas verdaderamente revolucionarias, entre otros autores, sobresalen: Rosario Castellanos, Sergio Galindo, Carlos Fuentes, Tomás Mojarro” [Ocampo, 1981: 10]. Es un grupo de escritores que hacen frente a la realidad y la expresan a través de vidas, no de acontecimientos. “Por ello, sin duda, la novela contemporánea tiende a ser de personaje. Pero no al modo del siglo pasado, es decir, con sentido de lo heroico o protagónico; el personaje sirve, en todo caso, como puente para rastreo psicológico, cuyos resultados van más allá de él mismo” [Ocampo, 1981: 153]. Es una literatura que mira la realidad y la transforma para desembocar en la comprensión del hombre en su devenir histórico, para entender que no somos una individualidad, sino que somos parte de un todo, estudiado a la vez por diferentes disciplinas y artes. Josefina Vicens utiliza a la escritura como instrumento interpretativo de la vida del ser humano; “rescata la sustancia todavía vibrante de la vida” [Campos, 1973: 9], pues su función como escritora “tiene que ser reflejo de su sentido más sincero acerca de los problemas más hondamente humanos de su pueblo, pues el escritor no es, no puede ser jamás quien piense y se exprese por sí y para sí, sino un instrumento interpretativo de su pueblo” [Chumacero, 1959: 7]. Por eso, en su primera novela El libro vacío, nos narra la historia de un oscuro empleado, vacío y aburrido, llamado José García, que trata de vivir, justificar y trascender su vida a través de la escritura. José García refleja al individuo enajenado y vacío por la inadaptación de la transición de los años cuarenta y cincuentas, empapado, tanto de la influencia existencial de la segunda guerra mundial, como del resultado de las postrimerías de la Revolución Mexicana. Es un personaje que trae a cuestas la angustia de no reconocerse a sí mismo ni a los demás y la impotencia de verse y sentirse solo en medio de tanta gente. Josefina Vicens creó un personaje cuya existencia y soledad son expresiones de un problema cultural.
José García trata de darle sentido a su vida y a la vida de todos, pone de manifiesto la falta de comunicación, la deficiente relación humana y los conflictos que éstas crean, pero su frustración es grande al no concebir solución ni alternativa para vivir. Tal vez en la vida del personaje no ocurra algo, pero en el lector se imprime la reacción en contra de esa mansedumbre, de ese tedio y de esa existencia sin rumbo. En una entrevista, Vicens comenta que a través de su protagonista se proyecta principalmente en tres ideas básicas: la idea de convivencia, el deseo de que haya comunicación entre los hombres y el tiempo que se nos va. En relación con los dos primeros puntos, la autora cree “que si toda la gente fuera más atenta de sus semejantes, más deferente, todo iría mejor, -ya que considera que- el hombre en esencia está solo y que en determinados hombres esa soledad se acentúa; hay hombres que en su trabajo, en su relación familiar, en su ambiente social, encuentran cierta compañía, aunque persista su soledad” [Del Río, 1958: 3]. En cuanto al tiempo que se nos va, señala “que lo apresuramos y no nos damos cuenta de lo que hemos perdido” [Del Río, 1958: 3]. Ideas que parecen estar implícitas en todo ser humano, quienes en la búsqueda incesante de respuestas y compañía buscan siempre la forma por expresarse, por compartir, por darle sentido a su vida, porque la vida en cuanto vida es expresión y comunión. Josefina Vicens con El libro vacío, “resulta fraternal -dice Octavio Paz- pues cada hombre que asume su condición solitaria y la verdad de su propia nada, asume la condición fatal de los hombres de nuestra época y puede participar y compartir el destino general” [Vicens, 1978]. En 1982 esta destacada escritora nos hereda su segunda novela, titulada Los años falsos, en la cual, aunque de manera diferente, plantea un problema de identidad. Luis Alfonso, el protagonista, presenta una doble frustración, pues no sólo vive en la sociedad que cierra toda relación humana, sino que es presa de una comunidad machista que le impone y atribuye la personalidad de su padre muerto. Situación que para el personaje se vuelve una obsesión, hasta que termina identificándose con él. Luis Alfonso vive una profunda separación interna en la que se confunden polos opuestos, como la admiración y el rechazo, el deseo y el odio, la independencia y la sumisión, la amistad y el desprecio hacia todos aquellos que le recuerden la presencia y el culto a su padre; no obstante, al final se da cuenta que no tiene escapatoria y, de esta manera, la vida del padre se convierte poco a poco en la suya. Encontramos una disociación reflejada en el desdoblamiento de su discurso: “se da entre dos personalidades, el yo y el otro (fincado éste en la figura de su padre); intensa relación de odio amor que se complica con la aparición de una tercera personalidad, cuya relación vacilante con respecto a las otras dos establece la dialéctica”[Revista de la Universidad, 1982: 48]:
Luis Alfonso se da cuenta que la única forma de vivir es apartándose del recuerdo y de la sombra de su padre, pero la figura paterna está impregnada en él, lo cual niega toda posibilidad de reencuentro o reconciliación consigo mismo. Con estas manifestaciones de enajenación y pérdida de identidad, donde vivir no es otra cosa que hacer lo que imponen los otros, de ser porque se es el hijo de alguien, también hace patente otros temas que denuncian un ambiente familiar machista, en el que las mujeres –minusválidas, indefensas, deprimentes- no tienen más vida que la que se imponen a sí mismas, rindiendo culto a un hombre muerto y a su heredero; asimismo, encontramos como personajes, y como mera coincidencia con la realidad, a corruptos políticos que muestran el servilismo y el oportunismo de un grupo dispuesto a asegurar su permanencia cada sexenio. Como podemos observar, Josefina Vicens es una autora que maneja temas que tocan en el lector las fibras más sensibles de la vida y la existencia. Entre sus dos producciones literarias “... existen afinidades no sólo de carácter formal, sino en la preferencia de Josefina a considerar la existencia como sucesión de repeticiones que no llevan a fin alguno, y sí propician su ‘vaciedad’; en este caso, de mayor complejidad que la de su primera obra: el tedio de vidas, más que de años falsos, ha ido más allá del ensimismamiento estéril ante páginas sin contenido” [Robles, 1989: 74]. Vicens en Los años falsos inserta un epígrafe que bien puede entenderse como la hipótesis de ambas novelas cuya comprobación son las narraciones mismas, a la letra dice: Este vivir no es vivir, Porque entre vivir y existir está la presencia. Quien vive, gasta. Quien existe, deambula, pues
Finalmente, podemos aseverar que Josefina Vicens es una humanista y que a través de ese mundo de ficción, con palabra sutil e incisiva, recrea la realidad, tocando temas sobre la naturaleza y la esencia humana; sobre sus relaciones sociales, económicas, políticas y culturales, creadas por el mismo hombre, pero que en muchas ocasiones las normas producidas, impuestas y heredadas a lo largo de la historia, se convierten en una atadura y en un torbellino que llevan hacia la soledad y el desamparo. No obstante, el ejercicio de las artes y el estudio de la ciencia a través de las diferentes disciplinas, permiten que el humanismo como práctica de la libertad aflore y ayude a los individuos a hacerse a sí mismos, con la conciencia plena de que somos una comunidad y que en el tránsito de nuestras vidas, la idea de la existencia no vivida, se cancele y se convierta en la exigencia de satisfacer un espíritu humanista sobre el arte de vivir y pensar.
Bibliografía Directa
Indirecta
Hilda Ángela Fernández Rojas |
© 2003 Coordinador General para México,
Alberto Saladino García. El pensamiento latinoamericano del siglo XX
ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de
2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez. Nota: Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan. |