Gumersindo de Azcárate

Minuta de un testamento

VII
[Educación de sus hijos]

He dicho ya, que cuando Dios me concedió la dicha de poderme llamar padre, comprendí la inmensa responsabilidad que había contraído. Por eso he mirado siempre todo lo que a la educación de mis hijos se refiere como uno de los deberes más delicados de mi vida; y convencido de que el ejemplo en el seno de la familia es el medio más poderoso y eficaz para este fin, me he esforzado por dárselo enseñándoles con mi conducta a amar el trabajo y la virtud[1]

Por esta misma razón he puesto un especial cuidado en no admitir a mi trato intimo sino a las personas dignas de él. La amistad viene como a ensanchar el círculo de la familia; ha de ser base de aquella una comunidad de ideas y sentimientos análogos a lo que ésta pide, y los hijos creen naturalmente y como por instinto, que sus padres aprueban cuanto hacen aquellos a quienes otorgan su cariño y amistad[2]. Además he procurado evitar que mis hijos compartan la excesiva tolerancia que en este punto se observa en la vida social. No pretendo que el mundo se deba dividir en dos castas, de buenos y de malos, sino que antes creo que es obligación de los primeros estar siempre en aptitud de convertir a los segundos; pero me repugna la igualdad con que suele tratarse a todos, olvidando que, al modo que el aislamiento de los modernos sistemas penitenciarios produce la corrección del criminal, los hombres se harían mejores si vieran castigadas sus culpas con cierto aislamiento a que la sociedad debiera condenarlos[3].

Me he separado en un punto del camino generalmente seguido, y deseo consignarlo aquí, porque quizás pueda servir de provechoso ejemplo. Hay para los jóvenes ciertos peligros, de los que unos padres no tratan de apartarlos, porque no saben ni cómo hablar de ellos a sus hijos[4]; otros no lo hacen sino por la prohibición seca y el castigo; no faltando algunos que se conforman harto fácilmente con lo que creen una imperiosa exigencia de la naturaleza[5]. Repugnábame a mí la costumbre de considerar la pureza como una virtud peculiar del sexo femenino[6]. Cuando yo contraje matrimonio, lamentábame para mis adentros de no poder ofrecer a mi mujer un cuerpo tan puro como lo era el suyo, y eso que, por fortuna, no tenía el horrible remordimiento de aquellos que sienten correr por sus venas inficionada la sangre que habrá de circular por la de sus hijos[7]. Unido a esto el que, por un lado, me resistía a admitir como una cosa necesaria en el plan de la creación el vicio[8], y, por otro, que, como médico, sabía bien que no existía semejante necesidad, y que la educación podía prevenir los inconvenientes que suelen aducirse como inseparables de la castidad, pensé seriamente en procurar que mis dos hijos varones fueran tan puros como lo había de ser su hermana, educada por su discreta y virtuosa madre.

A este fin, en vez de dejar que se levantaran en ellos las exigencias de la carne a la voz de personas torpes o mercenarias[9], adelantéme explicándoles la función de la generación, como si se tratase de cualquiera otra; les expuse las leyes que la rigen y el fin que cumple en la vida; y según fueron creciendo en años, y dándose cuenta por lo mismo de ciertos sentimientos, les hice comprender el encanto y la satisfacción que tendrían en su día si podían ofrecer lo mismo la integridad de su cuerpo que la de su alma a la que eligieran como compañera para toda la vida. Además les hacía observar que la conducta contraria, por desgracia tan dominante, llevaba envuelta la necesaria existencia de la inmunda prostitución, o, lo que es más grave, la disculpa de la corrupción y del adulterio[10]; y comprendiendo yo qué clase de solicitaciones habían de tener en el mundo y que hasta el arma del ridículo[11] se emplearía contra ellos, si se atenían a los mandatos de su padre, les hice ver la diferencia que hay, entre el alma pusilánime tiranizada por el escrúpulo y el espíritu varonil que con la conciencia de su deber sabe arrostrar las preocupaciones sociales e imponerse a los que las comparten.

Como la familia es sociedad tan necesaria y exigida, que el hombre no deja voluntariamente aquella en que nace y se educa, sino para constituir otra en la que ha de vivir por siempre, era natural que preparáramos a este fin a nuestros hijos, procurando que formaran una idea exacta del matrimonio, de su naturaleza y de sus fines. Es frecuente hoy que se celebren estas uniones por móviles que no son los debidos ni los racionales. Según las clases sociales, inspíralas con frecuencia la impresión frívola o ligera, el instinto ciego y brutal, el interés sórdido o la vana preocupación[12]. Por esto la familia ha caído tanto en nuestros días; ni la inteligencia forma exacta idea del matrimonio, ni el sentimiento se asocia calurosamente a la vida que engendra, ni la voluntad guía a ésta por la senda del deber[13]. Nosotros procuramos hacer comprender a nuestros hijos que había algo de providencial en estas uniones entre seres que parecen como criados por Dios para cumplir en común su destino[14]; que la primera impresión, el primer atractivo no es más que la ocasión de averiguar si hay allí tan sólo la fugaz simpatía que la belleza y la gracia despiertan, o el amor verdadero que ha de unir dos almas de por vida; que el nacimiento o la riqueza no podían ser en modo alguno la base de esta íntima existencia, en que se compenetran todas nuestras facultades y energías, y que para vivir en otro y vivir para otro, que es lo que hacemos en la familia, la abnegación y el sacrificio ocupan un puesto, que ni el cálculo, ni siquiera el frío y seco deber pueden inspirar y mantener.

Con motivo del matrimonio de mi hija verificado en 18... tuve ocasión de ver que quizás habíamos ido en este punto demasiado lejos. Contrajo aquella relaciones amorosas con un joven de prendas muy estimables de inteligencia y de carácter, y que comenzaba de un modo brillante la carrera del foro. Su padre, modestísimo comerciante en un principio, había logrado ir ensanchando su esfera de acción, llegando a adquirir una fortuna más que regular, de donde resultaba que el hijo era de nacimiento muy humilde y debía ser en su día bastante rico. Pues bien; a nuestra hija no le importaba nada aquello y la mortificaba esto. Nada tenía yo que objetar en cuanto a lo primero, pero noté que al hablar de ello mi hija confundía a veces dos cosas diversas: la supuesta distinción que dan el nacimiento y el apellido, y la real que dan la educación y el delicado trato social[15]; y la hice comprender que aquélla es indiferente, pero no ésta; que el error común consistía en dar más valor a la primera que a la segunda; en contentarse con la heredada cuando la necesaria era la adquirida; y por lo mismo, nada tenía que oponer al que aspiraba a ser su marido, pero era porque había sabido adquirir por sí en este punto lo que no había podido heredar. En cuanto a la riqueza, por lo mismo que el estimarla sobre todas las cosas es el flaco de la sociedad actual, nosotros habíamos insistido sobre este extremo, tanto que cuando llegó el caso, nuestra hija mostró su sentimiento de que tuviera el que es hoy su marido cierta fortuna, y aun alguna repugnancia a contraer matrimonio por esta consideración. Claro es que nunca había entrado en mi intención, ni despertar en mis hijos el desprecio de la riqueza, que es un bien[16], aunque no el único ni el primero, ni tampoco que llegaran a considerar como cosa obligada la completa igualdad en este respecto entre los que hubieran de casarse. Yo deseaba que se penetraran de lo indigno que era convertir la santidad del matrimonio en una venta infame; que no estimasen a una persona por sus bienes de fortuna, pero no que dejaran de estimarla porque los tuviera: en una palabra, que considerasen la riqueza como un accidente, que no debía añadir ni quitar mérito a su poseedor[17]. Con estas explicaciones se acallaron los escrúpulos de mi hija, y contrajo matrimonio con el que hoy considero y quiero también como hijo, porque me ama y respeta como padre, y porque en los años que van trascurridos ha proporcionado a su mujer la felicidad que yo soñara para ella, y que espero en Dios no habrá de desaparecer nunca de su hogar.


Notas

[1] No basta, en efecto, como creen muchos, dar a los hijos ejemplo de moralidad y de virtud; o mejor, ésta no es completa cuando no va acompañada de la actividad y del trabajo. Hay padres que, siendo bastante ricos para no necesitar consagrarse a una profesión para vivir, como suele decirse, pasan el tiempo en la ociosidad, sin reparar que con su conducta hacen nacer en el espíritu de sus hijos un concepto equivocado del trabajo, cuyas consecuencias pueden trascender a la vida toda de éstos.

[2] Se comprende que en las relaciones sociales comunes y genérales haya más o menos laxitud, según el carácter de la época y del pueblo en que se vive; pero no que se proceda del mismo modo cuando se trata de las más íntimas que engendra la amistad, la cual pide una sinceridad que es imposible cuando no reconoce como base el mutuo respeto que engendra un elevado carácter moral. En cuanto al efecto que nuestras relaciones amistosas puedan producir en las condiciones y modo de ser de nuestros hijos, basta tener en cuenta, para comprenderlo, además de lo que dice el testador, que el hombre se está educando constantemente en el medio social en que vive, y por tanto, que después de la familia nada puede influir tanto en este respecto como el trato íntimo de los amigos.

[3] En efecto, si la sanción social fuera más real y efectiva, los perversos e inmorales encontrarían en el aislamiento o abandono, en que más o menos les dejara el mundo, un freno muy eficaz para corregirse y enmendarse. Esto se hace en Inglaterra con relación a ciertos vicios; se deja de tratar al que incurre en ellos y se le envía a Conventry, frase que procede de que en esta ciudad un individuo faltó a un compromiso contraído para salvar la honestidad de una reina, y al cual por lo mismo no volvieron a dirigir la palabra sus conciudadanos.

[4] Lo singular es que los que así obran lo hacen por el deseo de prolongar en sus hijos la época de la inocencia, sin advertir que, habiendo de terminar ésta por necesidad, si el padre no se anticipa preparando una transición racional de ella a la que la sigue, se operará el cambio sin guía y a impulso de la naturaleza, o bajo el influjo de direcciones más torpes que la suya.

[5] Por desgracia, esto es lo más frecuente, no respecto de las madres, pero sí de los padres. Los extravíos de la juventud llegan a considerarse en este punto como propios de la edad, y muchos se contentan en su interior con que los hijos tengan presente el conocido precepto: ya que no seas casto, sé cauto.

[6] Sólo la fuerza del hábito y de la imposición social puede explicar la extraña contradicción que resulta en este punto entre uno y otro sexo, y que hace que mientras el varón lleva hasta el extremo debido sus exigencias en punto a la pureza de la que ha de ser su esposa, la mujer se conforma con una tranquilidad, que a veces quizás es sólo aparente, con que la virtud del que ha de ser su marido comience con el matrimonio.

[7] Motivo que es acaso la palanca más poderosa que pueden emplear los padres para mantener a sus hijos en la pureza y en la castidad.

[8] Supuesto absurdo admitido en aquellos países en que está reglamentada por el Estado la prostitución, en vez de castigarla cuando fuere escandalosa, y no ocuparse de ella cuando no revistiera este carácter. Lo extraño es que esta sociedad, que tan fácilmente transige con este vicio, se escandaliza y casi no comprende la comunidad de mujeres que han conocido algunos pueblos en los comienzos de su civilización, como si no fuera eso mismo la prostitución.

[9] Por extraño que parezca, los padres olvidan este peligro real, y eso que con frecuencia los recuerdos de su primera edad debían advertírselo y hacérselo temer.

[10] Ante esta razón se estrellan todos los sofismas de aquellos que pretenden disculpar, cuando no razonar y explicar, esta clase de extravíos.

[11] Esto nace de que, por desgracia, los pocos que en este punto se apartan del camino por que marchan los demás, más que virtuosos, son cautos; más que puros, medrosos; son continentes, no castos.

[12] Si fuera posible conocer el móvil verdadero que en cada matrimonio guía a los que lo contraen, ¡qué pocas veces encontraríamos motivos puros, serios y racionales!

[13] Hace bien el testador en apelar en este punto a todas nuestras facultades. Por lo mismo que el matrimonio es una unión total y que igual carácter tiene la familia que sobre él se forma, debe estar presente a su constitución y desenvolvimiento todo nuestro ser con todas sus energías. Ni la fría inteligencia, ni el ciego sentimiento, ni el seco deber, ninguno de ellos puede por sí y aisladamente presidir a la vida que se desarrolla en el seno del matrimonio y de la familia.

[14] Creencia racional que confirman proverbios de todos conocidos.

[15] En esto sucede, en efecto, una cosa parecida a lo que con motivo de la igualdad hemos dicho en otro lugar.

[16] Es decir, es un bien particular que se ha de subordinar al bien total humano. El misticismo suele desconocer lo primero el egoísmo lo segundo; y como este impera en la época actual, el extravío en tal sentido es el temible hoy, y no el otro.

[17] El testador, después de mostrar la viva repugnancia que le inspiran los matrimonios interesados, tan al uso hoy, quiere prevenir el extremo opuesto en que pudieran caer sus hijos, llevados de lo que ellos creerían exigencia de su dignidad y que sería realmente instigación del orgullo. En efecto, por este camino se daría el caso de que un hombre, que seriamente amase a una mujer y fuere por ella amado, tendría que poner a ésta como condición, para contraer matrimonio, que renunciara a todos sus bienes.

© José Luis Gómez-Martínez
Gumersindo de Azcárate. Minuta de un testamento. Madrid: Librería de Victoriano Suárez, 1876. Reproducimos íntegramente esta edición de la Minuta de un testamento. En la preparación de la versión digital hemos actualizado el uso de los acentos. Para los comentarios que Azcárate añade a su texto, hemos optado por incluirlos, al igual que su autor, como notas a pie de página. Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

28 de julio de 2005.

 

 

 

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