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Marcelino Menéndez Pelayo

El krausismo.
Don Julián Sanz del Río; su viaje científico a Alemania;
su doctrina; sus escritos hasta 1868; sus principales discípulos

Allá por los años de 1843 llegó a oídos de nuestros gobernantes un vago y misterioso rumor de que en Alemania existían ciencias arcanas y no accesibles a los profanos, que .convenía traer a España para remediar en algo nuestra penuria intelectual y ponernos de un salto al nivel de nuestra maestra la Francia, de donde salía todos los años Víctor Cousin a hacer en Berlín su acopio de sistemas para el consumo de todo el año académico. Y como se tratase entonces del arreglo de nuestra enseñanza superior, pareció acertada providencia a D. Pedro Gómez de la Serna, ministro de la Gobernación en aquellos días, enviar a Alemania, a estudiar directamente y en sus fuentes aquella filosofía, a un buen señor castellano, natural de Torre-Arévalo, pueblo de la provincia de Soria, antiguo colegial del Sacro-Monte, de Granada, donde había dejado fama por su piedad y misticismo, y algo también por sus rarezas; hombre que pasaba por aficionado a los estudios especulativos y por nada sospechoso en materias de religión.

La filosofía alemana era, aunque poco conocida de los españoles, no enteramente forastera, ni podía suceder otra cosa cuando de ella daban tanta noticia y hacían tales encarecimientos los libros franceses, únicos que aquí leíamos. El mismo Balmes alcanzó a estudiar, en traducciones, la Crítica de la razón pura, la Doctrina de la ciencia y el Sistema de la identidad, e hizo sobre ellos observaciones profundas, como suyas, en la Filosofía fundamental, obra que los gnósticos españoles han afectado mirar con desdén, pero que alguna oculta virtud debe de tener en sí cuando tanto se han quebrado en ella los dientes el mismo hierofante Sanz del Río y su predilecto discípulo Tapia.

Balmes, que en sus últimos años leyó no poco y que, presintiendo una revolución filosófica en España, trató de ahogar el mal con la abundancia del bien, restaurando, aunque no sistemáticamente, la escolástica e impugnando las negaciones racionalistas más bien que oponiéndoles un cuerpo de filosofía ortodoxa, no perdió de vista, ni siquiera en sus tratados elementales, ni siquiera en la Historia de la filosofía, con que cierra su compendio, lo que sabía del movimiento filosófico de Alemania, y hasta dio idea bastante clara de algunos puntos del sistema de Krause, tomándolos de las Lecciones de psicología, de Ahrens.

Ya en 1851 se había publicado, traducido a nuestra lengua por. D. Ruperto Navarro Zamorano, el Curso de derecho natural o filosofía del derecho, del mismo Ahrens, impreso por primera vez en Bruselas en 1837, y que todavía hoy se reimprime y traduce entre nosotros, y se recomienda en las cátedras, y se devora por los estudiantes como novissima verba de la ciencia. El primitivo traductor suprimió un capítulo entero sobre la religión, porque contenía doctrinas que, atendido nuestro estado actual, sería grande imprudencia difundir. ¡Notable escrúpulo de traductor, cuando dejaba todo lo demás intacto!

Es error vulgarísimo el creer que Sanz del Río fue enviado a Alemania a aprender el krausismo. Basta hojear su correspondencia para persuadirse del verdadero objeto de su comisión, que fue estudiar la filosofía y la literatura alemanas en toda su extensión e integridad, lo cual él no hizo ni podía hacer quizá, por ser hombre de ninguna libertad de espíritu y de entendimiento estrecho y confuso, en quien cabían muy pocas ideas, adhiriéndose estas pocas con tenacidad de clavos. Sólo a un hombre de madera de sectario, nacido para el iluminismo misterioso y fanático, para la iniciación a sombra de tejado y para las fórmulas taumatúrgicas de exorcismo, podía ocurrírsele cerrar los ojos a toda la prodigiosa variedad de la cultura alemana y, puesto a elegir errores, prescindir de la poética teosofía de Schelling y del portentoso edificio dialéctico de Hegel, e ir a prendarse del primer sofista oscuro, con cuyos discípulos le hizo tropezar su mala suerte. Pocos saben que en España hemos sido krausistas por casualidad, gracias a la lobreguez y a la pereza intelectual de Sanz del Río. Pero, afortunadamente, un discípulo suyo, hijo del mayor protector que entonces tenía Sanz del Río en el Ministerio de Instrucción Pública, ha publicado cartas del filósofo en que hay las más explícitas revelaciones sobre este punto.[1]

Sanz del Río poseía, antes de su viaje, ciertas nociones de alemán, que luego perfeccionó, hasta ponerse en situación de entender los libros y de entenderse con las gentes. La visita que hizo en París a Víctor Cousin no le dejó satisfecho; su ciencia le pareció de embrollo y de pura apariencia. No faltará quien sostenga que, con toda su ligereza trascendental, que yo reconozco, el doctísimo ilustrador de Platón, de Proclo y de Abelardo, el autor de tantos deleitables cursos de historia de la filosofía, el renovador de la erudición filosófica y caudillo de una falange de investigadores muy de veras y no de embrollo ni de apariencia, el vulgarizador elegantísimo del espiritualismo entre las gentes de mundo y (¿por qué no decirlo, aunque pocos se lo agradezcan?) el crítico exterminador del sensualismo condillaquista, será siempre en la historia de la filosofía un personaje de mucha más importancia que Krause y su servilísimo intérprete Sanz del Río y que todos los krausistas belgas y alemanes juntos, porque sabía más que ellos, y entendía mejor lo que sabía, y lo exponía además divinamente y no en términos bárbaros y abstrusos. Enhorabuena que Aristóteles, o Santo Tomás, o Suárez, o Leitbnitz, o Hegel pudieran calificar de ligera y de filosofía para uso de las damas la de Víctor Cousin; pero que venga a decirlo un espíritu tan entenebrecido como el de Sanz del Río, cuyo ponderado método se reduce a haber encerrado sus potencias mentales en un carril estrechísimo, trazado de antemano por otro, cuyas huellas va repitiendo con adoración supersticiosas, es petulancia increíble. Pero ya se ve; a los ojos como los de Sanz del Río, que sólo aciertan a vivir entre telarañas, todo lo que sea luz y aire libre ha de serles forzosamente antipático.

Así que nada oyó en la Sorbona que le agradase, y para encontrar filósofos de su estofa, y aun no tan enmarañados, pero sí tan sectarios como él, tuvo que ir a Bruselas y ponerse en comunicación con Tiberghien y con Ahrens, que le dio a conocer a Krause y le aconsejó que sin demora se aplicase a su estudio, dejando a un lado todos los demás trampantojos de hegelianismo y cultura alemana, puesto que en Krause lo encontraría todo realzado y transfigurado por modo eminente. Mucho se holgó Sanz del Río del consejo, sobre todo porque le libraba de mil estudios enojosos y del quebradero de cabeza de formar idea propia de las cosas y de juzgar con juicio autónomo las múltiples y riquísimas manifestaciones del genio alemán. ¡Cuánto mejor encajarse en la cabeza un sistema ya hecho y traerle a España con todas sus piezas!

El espíritu de Sanz del Río no sabía caminar un paso sin andadores. “Como guía que me condujera con seguridad por el caos que se presentaba ante mi espíritu, hube de escoger de preferencia un sistema, a cuyo estudio me debía consagrar exclusivamente hasta hallarme en estado de juzgar con criterio los demás.” Excuso advertir que este día no llegó nunca, y que el camino tomado por Sanz del Río era el que más debía alejarle de tal fin, si es que alguna vez se le propuso, ya que, comenzando por encajonar su entendimiento en un dogmatismo cerrado y por jurar in verba magistri, tornábase de hecho incapaz de ver ni de juzgar nada que no fuese aquello, abdicaba de su propio pensar y hasta mata en sí el germen de la curiosidad. Nadie ignora que en tantos años como Sanz del Río desempeñó la cátedra de Historia de la filosofía, ni por casualidad tocaba tal historia; bastábale enseñar lo que él llamaba el sistema, es decir, el suyo, el de Krause, la verdad, lo uno. Lo que habían pensado los demás, ¿qué le importaba?

“Escogí aquel sistema –prosigue diciendo– que, según lo poco que yo alcanzaba a conocer, encontraba más consecuente, más completo, más conforme a lo que nos dicta el sano juicio, y sobre todo más susceptible de una aplicación práctica (¡vaya un metafísico!)... ; razones todas que, si no eran rigurosamente científicas, bastaban a dejar satisfecho mi espíritu.” Bueno es hacer constar que Sanz del Río se hizo krausista por razones no rigurosamente científicas.

Instalado ya en la Universidad de Heidelberg, cayó bajo el poder de Leonhardi y de Roeder, que acabaron por krausistizarle y de taparle los oídos con espesísima cera para que no oyese los cantos de otras sirenas filosóficas que podían distraerle de la pura contemplación del armonismo. Las pobrísimas observaciones que luego hizo sobre Hegel muestran hasta dónde llegaba esta superstición y embebecimiento suyo. A los pocos meses de estudiar el krausismo, y antes de haberle comparado con otros sistemas, ya escribe a D. José de la Revilla que “tiene convicción íntima y completa de la verdad de la doctrina de Krause; convicción producida directa e inmediatamente por la doctrina misma que yo encuentro dentro de mi mismo ser, si no idéntico, total. Dentro de su mismo ser encuentra cada cual todo lo que quiere, incluso los mayores absurdos. Si esto no es proceder como un fanático, y cortarse voluntariamente las alas del pensamiento, y desentenderse de toda realidad exterior, confesaré que tienen razón los que llaman a Sanz del Río campeón de la libertad filosófica.

Sanz del Río temía cándidamente que esta doctrina fuese demasiado buena o demasiado elevada para españoles; pero, con todo, estaba resuelto a propagarla, porque puede acomodarse a los diferentes grados de cultura del espíritu humano. Ya para entonces había dado al traste con sus creencias católicas: “¿Cree usted sinceramente –escribía a Revilla– que la ciencia, como conocimiento consciente y reflexivo de la verdad, no ha adelantado bastante en dieciocho siglos sobre la fe como creencia sin reflexión para que en adelante, en los siglos venideros, haya perdido ésta la fuerza con que ha dirigido hasta hoy la vida humana?”

Sanz del Río hizo dos visitas a Alemania: una en 1844, otra en 1847. En el intervalo de la una a la otra residió en Illescas, pueblo de su mujer, haciendo tales extravagancias, que las gentes le tenían por loco. Y realmente da algo que sospechar del estado de su cabeza en aquella fecha una carta enormísima y más tenebrosa que las Soledades, de Góngora, que en 19 de marzo de 1847 dirigió a su mecenas D. José de la Revilla. Allí se habla o parece hablarse de todo, especialmente de educación científica; pero lo único que resultaba bastante claro es que el autor pide, en términos revesados y de conjuro, aumento de subvención y de sueldo. Véase con qué donaire escribía Sanz del Río sus cartas familiares:

“Ahora, pues, en el proseguimiento de este propósito, con la resolución de que hablo a usted, ocúrreseme de suyo considerar lo que me resta de personalidad exterior, digámoslo así, en el sentido del objeto propuesto y de relaciones con el Gobierno bajo el mismo respeto..., cuanto más que en el caso presente el todo que en ella se versa trae su principio y conexión directa del Gobierno... En conformidad de esto, he debido yo preguntarme: ¿en qué posición me encuentro ahora con el Gobierno y cómo obraré en correspondencia con ella... en la condicionalidad y ocasión presente?... ¿Cómo y por qué género de medios conviene que sea cumplido a lo exterior el objeto de mi encargo? Y como parte contenido en este genérico, ¿qué fin inmediato, aun bajo el mismo respeto de aplicación exterior, llevo yo propuesto en la resolución de viajar?”

 Yo no sé si D. José de la Revilla llegó a entender ni aun leer entera esta carta, que en la impresión tiene cuarenta y tantas páginas de letra menudísima, todas ellas tan amenas como el trozo que va copiado; pero es lo cierto que a él y a los demás oficinales les pareció un monstruo y un genio el hombre que tan oscuramente sabía escribir a sus amigos hasta para cosa tan trivial como pedir dinero. Así es que determinaron crear para él una cátedra de Ampliación de la filosofía y su historia en el Doctorado de la Facultad de Letras, cátedra que Sanz del Río rechazó al principio con razones tan profundas, que el ministro y los oficiales hubieron de quedarse a media miel, dejándole al fin en libertad de aceptar la cátedra cuando y como quisiera y de imprimir o dejar de imprimir un Tratado de las sensaciones, que había traído de Alemania como fruto de sus tareas.

Sanz del Río, aunque escritor laborioso y muy fecundo a su modo, con cierto género de fecundidad estrambótica y eterna repetición de las mismas ideas, no estaba aquejado de la manía de escribir para el público. Gustaba más de la iniciación oral y privada en el cenáculo de discípulos que comenzó a atraerse desde que ocupó la cátedra de la Central. Cuando escribía, solía hacerlo para sí mismo y para esos oyentes más despiertos; así es que obra suya propiamente filosófica no hay ninguna anterior a la Analítica. Antes sólo se había dado a conocer por algún trabajo de los que él llamaba populares, v.gr., la traducción o arreglo del Compendio de historia universal, compuesto en alemán por el Dr. Weber, de la Universidad de Heidelberg, y aumentado por el nuestro con varias consideraciones generales y notas de sabor panteístico-humanitario, a pesar de lo cual la obra se publicó en 1853 bajo el patrocinio de altísimos personajes conservadores y fue señalada como libro de texto en nuestras universidades. La traducción es incorrecta y estrafalaria; hasta las cosas más vulgares se dicen con giros memorables por lo ridículos: El espíritu simple de los primeros pueblos no tensa más que un ojo (leemos en la página 297 del tomo 1).

Cúpole en turno a Sanz del Río la oración inaugural de la Universidad en el curso de 1857 a 1858, e hizo con mejor estilo del que acostumbraba, y aun con cierta varonil y austera elocuencia, que no excluye la dulzura cautelosa y persuasiva, un elogio de los resultados morales de la filosofía y exhortación a los jóvenes a su estudio como única ley, norma y disciplina del espíritu. En tono medio sentimental, medio estoico, todo tira en aquel discurso a insinuar las ventajas de la llamada moral independiente y desinteresada, de la ética kantiana en una palabra, que a ella vendrá a reducirse, si es que tiene algún sentido, la perogrullada de Krause, que cita Sanz del Río como portentoso descubrimiento suyo: El bien por el bien como precepto de Dios: Fórmula ambidextra por decirlo así, pero que, entendida como suena, sería cristiana y de las más corrientes si no supiéramos lo que significa la palabra Dios en todo sistema panteísteco. La hipocresía es lo peor que tiene el krausismo, y esta es la razón de aquel discurso tan capciosamente preparado, rebosando de misticismo y ternezas patriarcales, donde venía a anunciarse a las almas pecadoras una nueva era, en que el cuidado de ellas correría a cargo de la filosofía, sucesora de la religión en tales funciones, deslumbrase a muchos incautos, hasta que el señor Ortí y Lara, joven entonces, y que desde aquel día se convirtió en sombra negra para Sanz del Río y los krausistas, descubrió el veneno en un diálogo que publicó en La Razón Católica, revista de Granada. Este arrojo le costó (y dicho sea entre paréntesis, como una de tantas muestras de la tolerancia krausista) una represión de parte del Consejo universitario.

En 1860 logró la solicitud de sus discípulos que Sanz del Río se decidiese a confiar a los tórculos la primera parte de sus lucubraciones metafísicas, encabezada con el rótulo de Sistema de la filosofía-análisis, que luego se trocó en el más breve y sencillo de Analítica. En cuanto a la segunda parte, o Sintética, debió de llevarse al otro mundo el secreto, porque ni él lo reveló ni sabemos que ninguno de sus discípulos lo haya descubierto.

Entrar aquí en una exposición minuciosa del análisis krausista seria tan impertinente en una obra histórica como inútil, ya que es sistema enteramente muerto y del cual reniegan los mismos que en otro tiempo más fervorosamente le siguieron. Además, aunque los krausistas hayan querido presentar su filosofía como inaccesible a los profanos, de puro alta y sublime, es lo cierto que, reducida a términos llanos y despojada de toda la bambolla escolástica con que la han revestido ad terrorem puerorum, es fácil encerrarla en muy breves y nada originales proposiciones, y así lo han hecho sus impugnadores castellanos, entre los cuales merecen especial atención el Sr. Ortí y Lara y el señor Caminero.

La escuela krausista, modo alemán del eclecticismo, se presenta, después de cosechada la amplia mies de Kant, Fichte, Schelling y Hegel, con la pretensión de concordarlo todo, de dar a cada elemento y a cada término del problema filosófico su legítimo valor dentro de un nuevo sistema que se llamará racionalismo armónico. En él vendrán a resolverse de un modo superior todos los antagonismos individuales y todas las oposiciones sistemáticas; el escepticismo, el idealismo, el naturalismo, entrarán como piedras labradas en una construcción más amplia, cuya base será el criticismo kantiano. La razón y el sentimiento se abrazarán estrechamente en el nuevo sistema. Krause no rechaza ni siquiera a los místicos; al contrario, él es un teósofo, un iluminado ternísimo, humanitario y sentimental, a quien los filósofos trascendentales de raza miraron siempre con cierta desdeñosa superioridad, considerándole como filósofo de logias, como propagandista francmasónico, como metafísico de institutrices; en suma, como un charlatán de la alta ciencia, que la humillaba a fines inmediatos y no teoréticos.

Ni siquiera en el punto de partida tiene novedad Krause. Como Descartes, como casi todos los espiritualistas poscartesianos, arranca de la afirmación de la propia existencia, de la percepción simple, absoluta, inmediatamente cierta del yo; percepción no adquirida en forma de idea, ni por juicio, razonamiento o discurso, sino por inmediata y misteriosa intuición. Este conocimiento yo es como el huevo en que está encerrada toda la ciencia humana, así la analítica como la sintética.

Yo bien sé que Sanz del Río, o séase Krause, que habla por su boca, no quiere avenirse a que su sistema se confunda con el de Fichte, antes terminantemente dice que no es la intuición yo el principio de todo conocimiento, y que en nosotros se da el conocimiento de nuestro cuerpo y el del mundo exterior, y además pensamos seres superiores a nosotros. Pero, bien mirada la cuestión, muy claro se ve ser de palabras, puesto que Krause afirma que el pensamiento de otro seres que yo se da siempre de un modo relativo, condicionado y subalterno, como explicándose por el conocimiento yo y teniendo en él su raíz en medio de la aparente oposición.

Considerado el yo en sus propiedades fundamentales, afirma de él la ciencia analítica que es uno, el mismo, todo enteramente, es decir, su unidad, su identidad y su omneidad, palabra bárbara sustituida por Sanz del Río en nuestro vocabulario filosófico a la totalidad u otra análoga. De estas propiedades del ser, o séase del yo, porque ya empieza el perpetuo sofisma de confundirlos, deduce Krause. atento siempre a lo práctico y ético, esta regla de conducta o imperativo categórico: “Sé uno, el mismo, todo contigo, realiza en unidad, en propiedad, en totalidad la ley de hombre en todas tus funciones y relaciones, por toda tu vida.”

Reconociendo el yo en su interioridad, se afirma analíticamente la distinción de espíritu y cuerpo, puesto que el yo es el fundamento permanente del mudar y el sujeto y la base de sus estados. La percepción inmediata de este dualismo no es pura percepción sensible; requiere una porción de anticipaciones racionales (cosa, algo, lo propio, lo todo, la parte, la relación, etc.), sin los cuales jamás podríamos formar sobre la actual impresión sensible un conocimiento propio y preciso de nuestros estados, sentidos como partes de nuestro cuerpo.

Pero el cuerpo no está aislado, pertenece todo a la naturaleza como parte viva y contenida en ella, y como la naturaleza es exterior y opuesta a nosotros mismos, también el cuerpo, como parte de la naturaleza, es exterior a mí, es lo otro que yo. De aquí procedemos al conocimiento analítico de la naturaleza. La naturaleza es cosa en sí, sujeto de sus propiedades, extensa en el espacio, continua en el tiempo. La percepción inmediata del sentido no nos autorizaría para afirmar que se daba fuera de nosotros un objeto y mundo natural, una naturaleza sensible, porque el carácter singular y contingente de toda sensación la dejaría estéril si no trajésemos mentalmente las consabidas anticipaciones racionales o intelecciones a priori. ¡Cosa más anticientífica que un sistema fundado todo en anticipaciones! Bajo las formas intuitivas de espacio y tiempo, nuestra fantasía elabora continuamente una imagen viva y propia de la naturaleza, imagen que es a la vez interior y exterior, ideal y sensible. Y aquí comienza a levantarse una punta del velo que cubre el tabernáculo del sistema, dado que, siendo unos mismos los conceptos comunísimos o nociones a priori (ser, esencia, unidad, propiedad, etcétera) que aplicamos a la percepción yo y los que afirmamos de la naturaleza, empieza a vislumbrarse ya la trascendencia del fundamento de una realidad objetiva sobre el yo y sobre la naturaleza. Conviene, sin embargo, suspender el juicio y no precipitarse; así lo previene la Analítica. Entra luego el conocimiento de otros sujetos humanos por fundamentos de hecho y raciocinio, de tal suerte que “nuestro conocimiento de otros hombres está ligado y condicionado en todos sus términos y grados con nuestro conocimiento propio, del cual inducimos a un sujeto semejante a nosotros sobre manifestaciones análogas a las de nuestro cuerpo”.

Entremos en el conocimiento analítico del espíritu. “Yo me distingo de mi cuerpo como yo, mismo, dice Sanz del Río... ; yo me reconozco ser el mismo sujeto, aun sin mirar a mi cuerpo, como el opuesto a mí, quedando todavía yo mismo, subsistiendo en mí propio, y en esta pura percepción me llamo yo espíritu –el espíritu.” Con permiso de Sanz del Río, yo espíritu es una cosa, y el espíritu, otra muy diversa. En resumen, que yo soy espíritu en cuanto me distingo de mi cuerpo. Lo demás que el discípulo de Krause añade es un tránsito arbitrario. Yo me conozco y me llamo hombre, pero no me conozco ni me llamo el hombre. Podré saberme inmediatamente, a distinción de mi cuerpo en mí, como bárbaramente escribe Sanz del Río; pero de este hecho de conciencia nadie pasa.

Hay una propiedad común y extensiva a todas las propiedades particulares del yo; esta propiedad es el mudar. El mudar es lo otro y lo diferente en la misma cosa; de aquí un sujeto permanente en toda mudanza; los estados mudables se excluyen recíprocamente, pero la propiedad permanece en medio de ellos. El fundamento del relativo no-ser y la recíproca exclusión de los estados de una cosa consiste en la individual determinación de cada uno; pero el mudar mismo y la ley de mudar cada propiedad es permanente en sí y sólo mudable e interiormente determinable en otra, sin cesar; en suma, una mera propiedad formal, de tiempo; el tiempo es puramente el cómo y la manera del mudar, el modo como las mudanzas mudan (sic) de una en otra, sin cesar; en suma, una mera propiedad formal, pura continuidad infinitamente divisible, ora matemática, ora históricamente. Lo opuesto del tiempo es la duración. Como si la duración no fuese tiempo o cosa que está en el tiempo.

La percepción del mudar y de la permanencia relativamente a mí mismo engendra la idea de fundamento y causa. En este juicio analítico van incluidos otros dos: 1º, yo soy el fundamento del mudar, como propiedad mía, y de la total sucesión de mis mudanzas, fundamento esencial, fundamento eterno; 2º, yo soy el fundamento temporal y actual de cada mutación y estado sucesivo, en cuanto los voy determinando. La verdad objetiva de esta relación de fundamento es trascendental y absoluta, sale fuera y sobre la percepción yo, y es, en suma, otra anticipación racional, otro concepto intruso en el procedimiento analítico.

Fundamento es lo que da y contiene en sí lo fundado, determinándolo según él mismo. “Luego lo fundado –añade Sanz del Río en su peculiar estilo de rompecabezas– es del fundamento y en él y según él, y la relación de fundar dice propiedad, continencia y conformidad de lo fundado al fundamento... Lo particular es del todo, en y según el todo; luego lo fundado es, respecto de lo fundente, lo limitado, lo finito.” Y he aquí, el concepto de límite bajo el de fundamento: limitabilidad interior, limitación exterior (activa y pasiva) ; y el concepto de lo infinito-absoluto sobre el de fundamento, que de él recibe su sentido y su integridad racional.

Aclarado el concepto de fundamentos y de causa, procede indagar analíticamente nuestra propia causalidad, y, en efecto, Sanz del Río averigua que yo soy fundamento de mis propiedades y de mis estados individuales en el tiempo, subsistiendo y sabiéndome el mismo sobre la sucesión de todos y sobre la determinación de cada uno, es decir, fundando eternamente mi sucesión temporal y cada estado en ella. La potencia es el fundamento permanente de esta sucesión de estados, la actividad es el fundamento temporal próximo de cada estado en mí. En la potencia como tal no cabe determinación cuantitativa, pero sí en la actividad, y su modo cuantitativo es la fuerza o energía. La potencia determina la actividad en forma de moción y la hace ser efectiva; de aquí el deseo, el anhelo, la inclinación. Pero la actividad, como causalidad próxima, está siempre muy lejos de agotar todo lo que yace en la posibilidad general y eterna, o dicho en términos estrambóticos y risibles, como se dice todo en el krausismo, está siempre en débito respecto de la potencia. ¡Tú que tal dijiste! Ahora sale por escotillón, fundada en un juego de palabras, nada menos que la noción del deber, de la obligación, del fin. Lo esencial, en cuanto realizable, es el bien; de donde se deduce que el bien es lo permanente constante entre los estados sucesivos y mudables. “Mi esencia relativamente a mi tiempo es mi bien, en forma de ley, por toda mi vida.”

El concepto de la vida es el de la manifestación de la esencia de un sujeto en una continuidad de estados referidos al sujeto mismo; de aquí que para los krausistas todo vive.

La potencia y la actividad, en su variedad interior, ofrecen tres modos: el conocer, el sentir, el querer. Además de examinar cada una de por sí, Sanz del Río las considera en su relación con el yo, como fundamento permanente y temporal de sus estados y en la relación que ellas tienen entre sí. En todo esto no hay cosa que muy señalada sea, fuera del precepto de cultivar todas las facultades armónicamente, debajo de mí, como el sujeto de ellas.

Yo conozco. ¿En qué consiste la relación del conocer? En ponerse en relación el sujeto, como conocedor, con el objeto, como lo conocido. Entran, pues, en el conocer tres términos distintos : el conocedor, lo conocido y el conocer mismo o la razón de conocer. Lo conocido puede ser el ser mismo o una propiedad del ser y puede ser un objeto interior o exterior al sujeto. “Y como la esencia es realmente conocida en el ser del que es tal esencia, se infiere que lo conocido es siempre el ser en sí o en sus propiedades.” La unión de los términos en el conocimiento es unión de esencia, unión esencial. “El que conoce, siendo el mismo tal y en sí, se une con el conocido como siendo el mismo objeto. y en sí tal.” Esta unión esencial funda la verdad del conocimiento. ¿Y quién nos certifica de su verdad? ¿Por ventura el conocimiento yo? ¿Pero sobre qué fundamento se conoce el yo con absoluta certeza? Sanz del Río no lo declara por ahora, pero de fijo. que mi lector lo va sospechando. Ahora baste saber que la relación del conocer es relación de propiedad, de sustantividad, de seidad, y no de totalidad, y que, por tanto, el espíritu racional finito puede conocer lo infinito. El pensar se distingue del conocer en que es sólo una actividad con tendencia a efectivo conocimiento, es nuestra causalidad temporal y actual aplicada, con fuerza y energía determinada, a conocer. El conocimiento sólo es entero, según su concepto, cuando el sujeto abraza en un conocimiento racional y sistemático lo pensado. De aquí la primera ley de la lógica analítica: que conozcamos la cosa en unidad, como una, y como un todo de sus partes y sus propiedades.

Estudiando el conocer en su variedad interior, preséntanse desde luego tres cuestiones: qué conozco y pienso yo, bajo qué cualidad conocemos el objeto, cómo conozco yo. Lo que conozco y pienso yo, es, en primer lugar, a mí mismo, y en este conocimiento hay que distinguir lo común y lo individual. Este pensamiento de lo común lleva a concebir racionalmente otros seres que realicen en sí individualmente su posibilidad y su esencia, e ser común del espíritu, cada uno como el único y último en su lugar, como un yo. De aquí es fácil el tránsito a la concepción de un mundo infinito racional, que comulga con nosotros mediante el sentido y la fantasía. Por una distinción e inducción semejantes, conocemos el cuerpo y el linaje natural humano, la naturaleza como género infinito. La unión de los dos términos naturaleza y espíritu se llama humanidad, y tiene en el schema, o representación emblemática del ser, la figura de una lenteja, de una lenteja infinita, porque aquí es finito todo, lo cual no obsta para que fuera y sobre esta humanidad quede ser y esencia que ella no es ni contiene. Es preciso indagar un término superior, ya que ni la razón por razón ni la naturaleza por naturaleza contienen en sí el fundamento de su opuesto, y menos aún el del tercer compuesto. Este término es lo infinito-absoluto, Dios, el ser por todos conceptos de ser, el ser de toda y absoluta realidad, el fundamento absoluto y todo de lo particular. Bajo él se da determina todo lo que pensamos, y fuera de él no se da algo de ser que él mismo no sea. A esto los profanos lo llamamos panteísmo, tan neto y preciso como el del mismo Espinosa; pero los krausistas no quieren convenir en que lo sea, y han inventado la palabra de doble sentido y alcance panentheismo, que lo mismo puede interpretarse todo en Dios que todo-uno-Dios, según se descomponga.

¿Bajo qué cualidad me conozco y pienso yo?, sigue preguntando Sanz del Río. Y responde: Bajo concepto de ser, de esencia, de unidad, de seidad (sic), de omneidad, de unión; o lo que es igual, yo soy lo que soy, el uno, el mismo, el todo yo, el unido y el primero en mí, sobre la distinción de la seidad y la totalidad. Resta considerar la forma o el cómo de lo que soy, en una palabra, cómo soy yo, a lo cual la Analítica responde: Yo me pongo, yo soy puesto. Y así como la esencia se determina al punto como unidad de la esencia, así la forma se determina como uniformidad. En la forma se distinguen sucesivamente la relación, la contención, la composición y la posición primera, scilicet: Yo como el puesto y poniéndome, me “refiero” a mí, me apropio todo lo determinado en mí ...; yo me “contengo” en mí..., y en esta forma abrazo de mí hacia dentro todo lo particular que soy yo o hago...; yo me “compongo” de mis oposiciones, bajo mi posibilidad tota y una..., y, finalmente, yo me “pongo” el primero. Y aquí ocurre preguntar: ¿cómo me pongo yo? Y contesta profundamente Sanz del Río: Yo me pongo de un modo positivo; afirmándome de mí. La negación y el no es cosa puramente relativa.

Falta referir la esencia a la forma, pero no hay cosa más fácil y sencilla: yo soy lo que soy poniéndome, yo pongo mi esencia. Y esta forma de la esencia la llamamos existencia.

Bajo nuestra existencia una y toda, distinguimos cuatro esencias o modalidades: existencia superior (originalidad), sobre los diferentes modos de existencia, existencia eterna, existencia temporal (efectividad) y existencia eterna-temporal o continuidad.

Por eso, en toda existencia humana luchan siempre el hombre ideal, eterno, siempre posible y determinable, y el hombre individual, el último, el efectivo.

Resumen de toda esta indagación: yo me conozco en realidad (como esencial, etc.), en formalidad (como puesto, etc.), en modalidad (como existente, etc.). Bajo las mismas categorías se conocen los objetos otros que el yo, y supremamente el ser infinito-absoluto, con la diferencia de que en él las esencias se conocen como infinitas y como totalidades.

Tal es el principio orgánico y sintético que determina todo conocimiento en forma de ciencia.

Entra luego Sanz del Río a exponer las fuentes del conocimiento, sin apartarse mucho en esto de las opiniones vulgares en las escuelas; nos da razón del conocimiento sensible y del inteligible, del inteligible abstracto, o por noción; del inteligible puro, o ideal; del superior, o racional, y del inteligible absoluto, o ideal absoluto.

Este último es el que nos interesa, porque en él está la medula del sistema. En el tal conocimiento “se conoce nuestro objeto como objeto propio y todo, en todos conceptos de tal, en toda su objetividad, en su pura, entera realidad”. La verdad objetiva de este conocimiento absoluto funda el principio real de la ciencia.

Este conocimiento superior, inteligible, absoluto, es en primer lugar el del yo, y después el de la naturaleza, el Espíritu, la Humanidad (o lenteja), y, finalmente, el del Ser en absoluto, y en el Ser la esencia o la realidad absolutamente.

Hemos llegado a la cúspide de la gnosis, a la intelección absoluta, a la vista real, particular de la Naturaleza, el Espíritu y la Humanidad, a la vista real, absoluta del Ser. El Ser es el fundamento del conocer y el absoluto criterio de verdad. El Ser envuelve en sí toda existencia actual y posible. El Ser funda la posibilidad de todo conocimiento finito y él es el principio inmanente de toda ciencia y de toda realidad. Pensar el Ser o pensar a Dios (la sintaxis anda por las nubes en la Analítica) es lo mismo que pensar el ser como existente, pensar la existencia real, infinita, absoluta. Al fin, Sanz del Río habla claro: “No hay en la realidad ningún ser fuera de Dios; no hay en la razón ningún conocimiento fuera del conocimiento de Dios” (p.360). ¡Y todavía hay infelices que defiendan la ortodoxia del krausismo!

El Ser-Dios, esencia y funda en, bajo-mediante sí, el Mundo, como reunión de los seres finitos.

Pero ¿el mundo es Dios? ¿El mundo está fuera de Dios? Sanz del Río no quiere conceder ni negar nada a las derechas, y se envuelve en la siguiente inextricable logomaquia, en que las letras impresas vienen a disimular el vacío de las ideas: “El ser, dentro y debajo de ser el absoluto-infinito, es contenida y subordinadamente (esencia) el mundo, pero se distinguen por razón de límite.” De limite, nunca de esencia. “Dios es fuera del mundo; esto es, no absolutamente por toda razón de ser Dios y por toda razón de ser mundo, sino bajo relación y sub-relación, en cuanto Dios, debajo de ser Dios, es el Ser supremo: pero esta misma relación de ser Ser Dios el Supremo,. y el Mundo el subordinado, es en Dios, bajo Dios, una sub-relación, pero no una extra-relación fuera de Dios.” El que no entienda esta apacible metafísica, cúlpese a si mismo, que será de fijo un espíritu frívolo y distraído. Lo que es D. Julián no puede estar más claro ni más elegante. Alguien sospechará que, siendo Sanz del Río panteísta cerrado, como de su mismo libro resulta, y no perteneciendo las anteriores frases a ningún sistema racional ni conocido, han de tenerse por una precaución oratoria para no alarmar a los pusilánimes, o más bien corno un narcótico que adormeciera a los profanos, en tanto que el maestro iba susurrando el secreto del Gran Pan al oído de los iniciados. Pero, ¿quién hace caso de murmuraciones?

Llegado al término de la Analítica, descubre el discípulo, si antes no se ha dejado la piel en las innumerables zarzas del camino, que “Yo en mi límite soy de la esencia de Dios y soy esencial en Dios, porque Dios siendo Dios, yo soy yo en particular” (p. 425).

El resto de la obra de Sanz del Río no es propiamente analítica, sino una especie de lógica real o realista con título de doctrina de la ciencia. Las esencias del Ser son las leyes regulativas del pensar. Piensa el Ser, como el Ser es. La lógica y la ontología se confunden y unimisman, como en Hegel, como en todos los idealismos. La ciencia no es más que el desenvolvimiento orgánico de los juicios contenidos en el juicio absoluto: el Ser es el Ser, igual a este otro: Dios es Dios. La ley objetiva de la ciencia es la ley del Ser real, absoluto, en cuanto el Ser es inteligencia.[2]

Necesario era todo el enfadoso extracto que precede para mostrar claro y al descubierto el misterio eleusino que bajo tales monsergas se encerraba, el fétido esqueleto con cuyas estériles caricias se ha estado convidando y entonteciendo por tantos años a la juventud española. ¡Cuán admirablemente dijo de todas esas metafísicas trascendentales de allende el Rhin el prudentísimo William Hamilton!: “Esa filosofía personifica el cero, le llama absoluto, y se imagina que contempla la existencia absoluta, cuando en realidad sólo tiene delante de los ojos la absoluta privación.” Y, en efecto, ¿qué cosa más fantástica y vacía que esa visión real de lo infinito-absoluto que se nos da por cúspide de la Analítica? ¿Qué iluminismo más fanático y antirracional que esa intuición directa del Ser? ¿Qué profanación más horrenda del nombre de Dios que aplicársele a una ficción dialéctica, a una noción más fantasmagórica que la de la quimera, extraño conjunto de fórmulas abigarradas y contradictorias? ¿Qué hipocresía más vergonzosa y desmañada que la de rechazar como una injuria el nombre de panteísta, al mismo tiempo que se afirma que Dios es el Ser de toda y absoluta realidad, que contiene todos los modos de existir y que fuera de Dios no se da nada? ¿Qué confusión más grosera que la del modo de contener formal y la del modo de contener eminente y virtual con que Dios encierra todas las cosas? ¿Qué identidad más contradictoria que la de los dos conceptos, infinito y todo, como si el todo, en el mero hecho de suponer partes, no excluyese la noción de infinitud? ¿A qué principiante de ontología se le hubiera ocurrido en otro tiempo formar la idea de lo infinito sumando indefinidamente objetos finitos? ¡Y que tránsitos perpetuos del orden ideal al real! ¡Qué olvido y menosprecio de las más triviales leyes del razonamiento! Bien dijo de los alemanes Hamilton con un verso antiguo:

Gens ratione ferox et mentem pasta chimaeris.

Y aun esto se lo aplicaba el gran crítico escocés a Hegel y a los suyos, verdadera raza de titanes dialécticos, rebelados contra el sentido de la humanidad y empeñados en fabricar un mundo ideal y nuevo; designio gigantesco, aunque monstruoso. Pero ¿qué hubiera dicho de este groserísimo sincretismo el menos original y científico, el menos docto y el más burdamente sofístico de todos los innumerables sistemas que, a modo de ejercicios de retórica, engendró en Alemania la pasada fermentación trascendental? Afortunada o desgraciadamente, los positivistas han venido a despoblar de tal manera la región de los ensueños y de las quimeras, que ya nadie en Europa, a no ser los externos de algún manicomio, puede tomar por cosa grave y digna de estudio una doctrina que tiene la candidez de prometer a sus afiliados que verán cara a cara, en esta vida, el ser de toda realidad por virtud de su propia evidencia. Es mala vergüenza para España que, cuando ya todo el mundo culto, sin distinción de impíos y creyentes, se mofaba con homérica risa de tales visiones, dignas de la cueva de Montesinos, una horda de sectarios fanáticos, a quienes sólo daba fuerza el barbarismo, en parte calculado, en parte espontáneo, de su lenguaje, hayan conseguido atrofiar el entendimiento de una generación entera, cargarla de serviles ligaduras, incomunicarla con el resto del mundo y derramar sobre nuestras cátedras tanta tiniebla más espesa que la de los campos Cimmerios. Bien puede decirse de los krausistas lo que de los averroístas dijo Luis Vives: “Llenó Dios el mundo de luz y de flores y de hermosura, y estos bárbaros le han llenado de cruces y de potros para descoyuntar el entendimiento humano.”

Porque los krausistas han sido más que una escuela; han sido una logia, una sociedad de socorros mutuos, una tribu, un círculo de alumbrados, una fratría, lo que la pragmática de don Juan II llama cofradía y monipodio; algo, en suma, tenebroso y repugnante a toda alma independiente y aborrecedora de trampantojos. Se ayudaban y se protegían unos a otros; cuando mandaban, se repartían las cátedras como botín conquistado; todos hablaban igual, todos vestían igual, todos se parecían en su aspecto exterior, aunque no se pareciesen antes, porque el krausismo es cosa que imprime carácter y modifica hasta las fisonomías, asimilándolas al perfil de D. Julián o de D. Nicolás. Todos eran tétricos, cejijuntos, sombríos; todos respondían por fórmulas hasta en las insulseces de la vida práctica y diaria; siempre en su papel; siempre sabios, siempre absortos en la vista real de lo absoluto. Sólo así podías hacerse merecedores de que el hierofante les confiase el tirso en la sagrada iniciación arcana.

Todo esto, si se lee fuera de España, parecerá increíble. Sólo aquí, donde todo se extrema y acaba por convertirse en mojiganga, son posibles tales cenáculos. En otras partes, en Alemania pongo por caso, nadie toma el oficio de metafísico en todo los momentos y ocupaciones de su vida; trata de metafísica a sus horas, profesa opiniones más o menos nuevas y extravagantes ; pero el todo lo demás es un hombre muy sensato y tolerable. En España, no; el filósofo tiene que ser un ente raro que se presente a las absortas multitudes con aquel aparato de clámide purpúrea y chinelas argénteas con que deslumbraba Empédocles a los siracusanos.

Y, ante todo, debe olvidar la lengua de su país y todas las demás lenguas, y hablar otra peregrina y estrafalaria, en que sea bárbaro todo, las palabras, el estilo, la construcción. Peor que Sanz del Río no cabe en lo humano escribir. El mismo Salmerón le iguala, pero no le supera. Las breves frases que hemos copiado de la Analítica lo indican claramente, y lo mismo es todo el libro. Pero la misma Analítica parece diáfana y transparente al lado de otros escritos póstumos suyos, que ya muy tarde han publicado sus discípulos, y que no ha leído nadie, por lo cual es de presumir y de esperar que no publiquen más. Tales son el Análisis del pensamiento racional[3] y la Filosofía de la muerte. No creo hacer ofensa alguna a los testamentarios del filósofo si digo y sospecho que no han entendido el Análisis del pensamiento racional que publicaban. Ellos mismos confiesan que han tenido que habérselas con mil apuntaciones inconexas y frases a medio escribir (y a medio pensar), a las cuales han dado el orden y trabazón que han podido. La mayor parte de las páginas requieren un Edipo no memos sagaz que el que descifró el enigma de la esfinge. Véase alguna muestra, elegida al azar:

 “Lo puro todo, a saber, o lo común, es tal, en su puro concepto (el con en su razón infinita desde luego) como lo sin particularidad y sin lo puro particular, excepto, pues, lo puro particular, aunque por el mismo concepto nada deja fuera ni extra de su propia totalidad (ni lo particular, pues) siendo lo puro todo –con– todo lo particular relativamente de ello al modo principal de su pura totalidad. Y lo particular (en su inmediato principio) absolutamente conmigo en mi pensamiento; lo propio y último individual inmediatamente conmigo, y de sí en relación es tal en su extremo estrecho concepto inmediato, como lo sin pura totalidad y sin lo puro todo, y así lo hemos pensado, en su pura inmediata propiedad de particular. Pero, en nuestro mismo total pensamiento, y dentro de él, reflexivamente, pensamos al punto particular, como a saber contraparticular de otro en otro (o en la razón de lo otro y el contra infinitamente, en su propio concepto), y en esta misma razón (positiva, infinita), del contra y lo otro, implícitamente, lo pensamos como lo con –particular– parte con parte totalmente, según la razón del cómo. De suerte que pensamos lo particular como con totalidad y totalmente también, pero con totalidad de su particularidad misma, y a este modo principalmente en la relación, formalmente o formal totalidad, siendo lo todo en este punto, no a su modo puro y libre, sino todo particularizado, todo en particularización, todo en particular, todo particularmente, al modo, pues, principal de la pura particularidad, como sin la pura totalidad.” (p.227)

¡Infeliz corrector de pruebas, que ha tenido que echarse al cuerpo 448 páginas de letra muy menuda, todas en este estilo! ¡Si arrojásemos a la calle el contenido en un cajón de letras de imprenta, de fijo que resultaban compuestas las obras inéditas de Sanz del Río!

Y no se venga con la cantinela de que esto es tecnicismo, y que es insensatez burlarse del tecnicismo, porque cada ciencia tiene el suyo. En primer lugar, no hay en el pasaje transcrito una sola palabra que con rigor pueda llamarse técnica; todas pertenecen al uso común. En segundo lugar, no hay ciencia que tenga tecnicismo más sencillo y más próximo a la lengua vulgar que la filosofía. En tercer lugar, una cosa es el tecnicismo, y otra muy distinta la hórrida barbarie con que los krausistas escribían. No son oscuros porque digan cosas muy profundas, ni porque les falten giros en la lengua, sino porque ellos mismos se embrollan y. forman ideas confusas e inexactas de las cosas. ¿Qué profundidades hay en el trozo copiado, sino un mezquino trabalengua sobre el todo y las partes, en que el pensamiento del filósofo, a fuerza de marearse dando vueltas a la redonda, ha acabado por confundir el todo con las partes, y las partes con el todo, para venir a enseñarnos, por termino de tal galimatías, que el todo y las partes vienen a ser la misma cosa mirada por distintos lados? No consiste, no, la originalidad extravagante de Sanz del Río, ni es tal el fundamento de las acusaciones que se le dirigen, en la invención de una docena de neologismos más o menos estridentes y desgarradores del tímpano, como seidad por identidad, omneidad por totalidad, etc. Aun esto fuera tolerable si, jugando con tales vocablos, hubiera hecho frases de razonable sentido. Pero lo más bárbaro, lo más anárquico, lo más desapacible, tal, en suma, que parece castellano de morería, lengua franca de arraeces argelinos o de piratas malayos, es la construcción. ¡Qué amontonamiento de preposiciones! Yo creo que, cuando Sanz del Río encontraba en alemán alguna partícula que tuviera varios sentidos, los encajaba todos uno tras otro para no equivocarse. ¡Qué incisos, que paréntesis! ¡Qué régimen de verbos! ¡Y qué tautología y que repeticiones eternas! Así no ha escrito nadie, a no ser los alquimistas, cuando explicaban el secreto de la piedra filosofal, de la panacea o del elixir de larga vida. ¿Por dónde ha de ser ese lenguaje de la filosofía? Tradúzcase a la letra cualquier diálogo de Platón, y, a pesar de las sutilezas en que la imaginación se complacía, resultará siempre hermosísimo y elegante; a veces detendrán al lector las ideas, quizá no llegue a comprender alguna, pero no le detendrán las palabras, que son siempre como agua corriente. Tradúzcase a cualquier lengua el Discurso del método, y en todas resultará tan terso, claro y apacible como en francés. Póngase en “castellano el tratado de Prima philosophia o el de Anima et vita, de Luis Vives, y muy inhábil ha de ser el traductor para que no conserve en castellano algo de la modesta elegancia y de la apacible sencillez que tiene en latín. Y así todos; sólo en Alemania, y en este siglo, ha llegado a pasar por principio inconcuso que son cosas incompatibles el filosofar y el escribir bien. Quizá tengan la culpa los sistemas; pero así y todo, Krause, traducido a la letra por el Sr. Ortí en las notas de su impugnación, parece claro, gramatical y corriente si se le compara con Sanz del Río. ¿Consistirá en que ahondaba más que su maestro o consistirá en que no sabía traducirle? Algo de esto debe de haber, cuando los krausistas belgas Tiberghien, Ahrens, etc., se hacen entender a las mil maravillas, y sólo Sanz del Río es el impenetrable, el oscuro, el Heráclito de nuestros tiempos.

Y lo es hasta en los libros que él llamaba populares. Porque mucho erraría quien considerase a los krausistas como un taifa de soñadores inofensivos. Todo lo que soñaron, lo que han querido llevar a la práctica de la vida. Persuadidos de que el krausismo no es sólo un sistema filosófico, sino una religión y una norma de proceder social y un programa de gobierno, no hay absurdo que no hayan querido reducir a leyes cuando han sido diputados y ministros. El catecismo de la moral práctica de los krausistas es el Ideal de la humanidad para la vida,[4] que, con introducción y escolios de su cosecha, divulgó Sanz del Río en 1860, el mismo año que la Analítica. La fórmula del Ideal viene a ser la siguiente: “El hombre, compuesto armónico el más íntimo de la Naturaleza y del Espíritu, debe realizar históricamente esta armonía y la de sí mismo con la humanidad en forma de voluntad racional, y por el motivo de ésta, su naturaleza en Dios.” Las instituciones hoy existentes en la sociedad no llenan ni con mucho, según Krause y su expositor, el destino total de la humanidad. De aquí un plan de reforma radical de todas ellas: desde la familia hasta el Estado, desde la religión hasta la ciencia y el arte; utopía menos divertida que la de Tomás Moro. Todo ello es filantropía empalagosa, digna del convencional La Reveillière-Lepeaux o de El amigo de los hombres: adormideras sentimentales, sueños espiritista-francmasónicos en que danzan las humanidades de otras esferas, delirios de paz perpetua que lograrán las generaciones futuras cuando se congreguen en el mar de las islas, etc. Lo más curioso del libro son los Mandamientos de la humanidad, ridícula parodia de los de la ley de Dios. Forman dos series, una positiva y otra negativa; la primera, de doce, y la segunda, de veintitrés. No es cosa de transcribirlos todos; para muestra baste el cuarto: “Debes vivir y obrar como un todo humano, con entero sentido, facultades y fuerzas en todas tus relaciones.”

Este librejo, más accesible que otros de Sanz del Río, ha sido por largos años la bandera de la juventud democrática española, el manual con que se destetaban los aprendices armónicos. Roma le puso en el Indice.[5]

Crecieron con esto los clamores contra la enseñanza de Sanz del Río. Ortí y Lara proseguía bizarramente su campaña iniciada en 1858; y, después de haber aprendido muy de veras el alemán y leído por sí mismo todas las obras de Krause, había dado la voz de alerta en un folleto y en la serie de lecciones que pronunció en La Armonía (1864 y 1865). Secundóle Navarro Villoslada en El Pensamiento Español con la famosa serie de los Textos vivos. Aun en el Ateneo, donde comenzaba a dar el tono la dorada juventud krausista, lanzaron Moreno Nieto y otros sobre el sistema la nota de panteísta. Sanz del Río acudió a defenderse, de la manera más solapada y cautelosa, por medio de testaferros y de personajes fabulosos, a quien atribuía sus Cartas vindicatorias.[6]

Muchas protestas de religiosidad, muchas citas de historiadores de la filosofía, mucha indignación porque le llamaban panteísta. ¿Qué más? Cuando vio a punto de perderse su cátedra, cuando iban a desaparecer sus libros de la lista de los de texto, el Sócrates moderno, el mártir de la ciencia, el integérrimo y austerísimo varón, importunó con ruegos y cartas autografiadas a cuantos podían ayudarle en algo y se declaro fiel cristiano... sin reservar ni limitaciones mentales ni interpretaciones casuísticas. ¡Y luego que nos hablen de sus persecuciones! Si Sanz del Río entendía por fiel cristiano otra cosa de lo que entendemos en España, era un hipócrita que quería abroquelarse y salvar astutamente su responsabilidad con el doble sentido de las palabras. Y, si se declaraba católico sin serlo, como de cierto no lo era muchos años había, digan sus discípulos si éste es temple de alma de filósofo ni de mártir[7]. Naturalmente tortuosa, jamás arrostraba el peligro. Su misma oscuridad de expresión dejábale siempre rodeos y marañas para defenderse.

Nunca se limitó a la propaganda de la cátedra, que, dadas las condiciones del profesor, hubiera sido de ningún efecto. La verdadera enseñanza, la esotérica, la daba en su casa. Ya con modos solemnes, ya con palabras de miel, ya con el prestigio del misterio, tan poderoso en ánimos juveniles; ya con la tradicional promesa de la serpiente: “seréis sabedores del bien y del mal”, iba catequizando, uno a uno, a los estudiantes que veía más despiertos, y los juntaba por la noche en conciliábulo pitagórico, que llamaban círculo filosófico. Poseía especial y diabólico arte para fascinarlos y atraerlos.

Con todo eso, de la primera generación educada por Sanz del Río (Canalejas, Castelar, etc.), pocos permanecieron después en el krausismo. Este sacó su nervio de la segunda generación u hornada, a la cual pertenecen Salmerón, Giner, Federico de Castro, Ruiz de Quevedo y Tapia.

Muchos de ellos no eran conocidos antes del 68; los otros, no más que por leves opúsculos. Canalejas, naturaleza antikrausista, espíritu ávido de novedad, amplificador y oratorio, rápido de compresión, brillante y algo superficial, había errado ciertamente el camino; su puesto estaba entre los eclécticos o espiritualistas franceses y no en el antro de Trofonio en que, para desgracia suya, le hizo penetrar Sanz del Río. Y, aunque fue de sus discípulos más queridos, los krausistas legítimos le han mirado siempre de reojo, teniéndole por un filósofo de la Revue des deux Mondes, que se abatía hasta escribir claro y leer otros libros que la Analítica; pecado nefando en una escuela donde nadie lee, porque todo lo ven en propia conciencia.[8]

El representante de estos krausistas intransigentes y puros ha sido Salmerón, pero mucho más en la enseñanza y en la vida política que en los libros. Ha escrito poco, y antes del 68 una sola cosa: su tesis doctoral, cuyo tema dice de esta manera: “La historia universal tiende, desde la Edad Antigua a la Edad Media y la Moderna, a restablecer al hombre en la entera posesión de su naturaleza y en el libre y justo ejercicio de sus fuerzas y relaciones para el cumplimiento del destino providencial de la humanidad.” Quien haya leído el Ideal de la humanidad y las adiciones al Weber, no pierda el tiempo en estudiar este discurso. Es muy feo pecado la originalidad, y lo que es por él, a buen seguro que se condenan los discípulos de D. Julián.[9]

Castelar se educó en el krausismo; pero, propiamente hablando, no se puede decir de él que fuera krausista en tiempo alguno, ni ellos le han tenido por tal. Castelar nunca ha sido metafísico ni hombre de escuela, sino retórico afluente y brillantísimo, poeta en prosa, lírico desenfrenado, de un lujo tropical y exuberante: idolatra del color y del número, gran forjador de períodos que tienen ritmo de estrofas, gran cazador de metáforas, inagotable en la enumeración, siervo de la imagen, que acaba por ahogar entre sus anillos a la idea; orador que hubiera escandalizado al austerísimo Demóstenes, pero orador propio de estos tiempos; alma panteísta, que responde con agitación nerviosa a todas las impresiones y a todos los ruidos de lo creado y aspira a traducirlos en forma de discursos. De aquí el forzoso barroquismo de esa arquitectura literaria, por la cual trepan, en revuelta confusión, pámpanos y flores, ángeles de retablo y monstruos y grifos de aceradas garras.

En cada discurso del Sr. Castelar se recorre dos o tres veces, sintéticamente, la universal historia humana, y el lector, cual otro judío errante, ve pasar a su atónita contemplación todos los siglos, desfilar todas las generaciones, hundirse los imperios, levantarse los siervos contra los señores, caer el Occidente sobre el Oriente, peregrina por todos los campos de batalla, se embarca en todos los navíos descubridores y ve labrarse todas las estatuas y escribirse todas las epopeyas. Y, no satisfecho el Sr. Castelar con abarcar así los términos de la tierra, desciende unas veces a sus entrañas, y otras veces súbese a las esferas siderales, y desde el hierro y el carbón de piedra hasta la estrella Sirio, todo lo ata y entreteje en ese enorme ramillete, donde las ideas y los sistemas, las heroicidades y los crímenes, las plantas y los metales, son otras tantas gigantescas flores retóricas. Nadie admira más que yo, aparte de la estimación particular que por maestro y por compañero le profeso, la desbordada imaginativa y las condiciones geniales de orador que Dios puso en el alma del Sr. Castelar. Y ¿cómo no reconocer que alguna intrínseca virtud o fuerza debe de tener escondida su oratoria para que yendo, como va, contra el ideal de sencillez y pureza, que yo tengo por norma eterna del arte, produzca, dentro y fuera de España, entre muchedumbres doctas o legas, y en el mismo crítico que ahora la está juzgando, un efecto inmediato, que sería mala fe negar?

Y esto consiste en que la ley oculta de toda esa monstruosa eflorescencia y lo que le da cierta deslumbradora y aparente grandiosidad no es otra que un gran y temeroso sofisma del más grande de los sofistas modernos. En una palabra, el señor Castelar, desde los primeros pasos de su vida política, se sintió irresistiblemente atraído hacia Hegel y su sistema: “Río sin ribera, movimiento sin término, sucesión indefinida, serie lógica, especie de serpiente, que desde la oscuridad de la nada se levantan al ser, y del ser a la naturaleza, y del espíritu a Dios, enroscándose en el árbol de la vida universal”[10]. Esto no quiere decir que en otras partes el Sr. Castelar no haya rechazado el sistema de Hegel, y menos aún que no haya execrado y maldecido en toda ocasión a los hegelianos de la extrema izquierda, comparándolos con los sofistas y con los cínicos, pero sin hacer alto en estas leves contradicciones, propias del orador, ser tan móvil y alado como el poeta (¿ni quién de reparar en contradicción más o menos, tratándose de un sistema en que impera la ley de las contradicciones eternas?); siempre será cierto que el Sr. Castelar se ha pasado la vida haciendo ditirambos hegelianos; pero, entiéndase bien, no de hegelianismo metafísico, sino de hegelianismo popular e histórico, cantando el desarrollo de los tres términos de la serie dialéctica, poetizando el incansable devenir y el flujo irrestañable de las cosas, “desde el infusorio al zoófito, desde el zoófito al pólipo, desde el pólipo al molusco, desde el molusco al pez, desde el pez al anfibio, desde el anfibio al reptil, desde el reptil al ave, desde el ave al mamífero, desde el mamífero al hombre.” De ahí que Castelar adore y celebre por igual la luz y las sombras, los esplendores de la verdad y las vanas pompas y arreos de la mentira. Toda institución, todo arte, toda idea, todo sofisma, toda idolatría, se legitima a sus ojos en el mero hecho de haber existido. Si son antinómicas, no importa: la contradicción es la ley de nuestro entendimiento. Tesis, antítesis, síntesis. Todo acabará por confundirse en un himno al Gran Pan, de quien el Sr. Castelar es hierofonte y sacerdote inspirado.

En los primeros años de su carrera oratoria y propagandista, el Sr. Castelar, que mezclaba sus lecturas de Pelletán y Edgard Quinet con otras de Ozanam y de Montalembert, esforzábase en vano por concertar sus errores filosóficos y sociales con las creencias católicas que había recibido de su madre, y de que solemnemente no apostató hasta la revolución del 68. Resultaba de aquí cierto misticismo sentimental, romántico y nebuloso, de que todavía le quedan rastros. Y es de ver en las Lecciones que dio en el Ateneo sobre la civilización en los cinco primeros siglos, es de ver con cuánta buena fe y generosa ceguedad se da todavía por creyente a renglón seguido de haber afirmado las más atroces y manifiestas herejías: Creación infinita; Dios, produciendo de su seno la vida; la Humanidad, como espíritu real y uniforme que se realiza en múltiples manifestaciones; Dios, que se produce en el tiempo; el progreso histórico de la religión desde el fetichismo hasta el humanismo; San Pablo “apoderándose de la idea de Dios, que posee como judío, y de la idea del hombre, que posee como romano, y uniendo estas dos ideas en Jesucristo”; Dios “enviando a los enciclopedistas a la tierra con una misión providencial”, y otras mudas por el mismo orden”[11]

La Universidad de Madrid, y especialmente su Facultad de Letras, dígolo con dolor, porque al fin es mi madre, se iba convirtiendo, a todo andar, en un foco de enseñanza heterodoxa y malsana. La cátedra de Historia de Castelar era un club de propaganda democrática. La de Sanz del Río veíase favorecida por la asidua presencia de famosos personajes de la escuela economista. En otras aulas vecinas alternaban las extravagancias rabínico-cabalísticas de García Blanco con el refinado veneno de las explicaciones históricas del clérigo apóstata D. Fernando de Castro.[12]

Era natural de Sahagún (1814) y ex fraile gilito en San Diego, de Valladolid. Después de la exclaustración se ordenó de sacerdote, enseñó algún tiempo en el seminario de San Froilán, de León, y comenzó a predicar con aplauso. Su primer sermón fue uno de las Mercedes, en septiembre de 1844, en la iglesia de monjas de D. Juan de Alarcón. En tiempo de Gil y Zárate (1845) obtuvo por oposición una cátedra de Historia en el Instituto de San Isidro, fue director de la Escuela Normal y, finalmente, catedrático de la Universidad; nombramiento que coincidió con el de capellán de honor de Su Majestad. Unas Nociones de historia que compuso lograron boga extraordinaria y hasta siete ediciones en pocos años, adoptadas como texto en muchos institutos y aun en algunos seminarios conciliares. No menos próspera se le mostró la fortuna en Palacio. Los panegíricos que predicó de Santa Teresa y San Francisco de Sales, el sermón de las Siete Palabras, el de la Inmaculada, que anda impreso, y la Defensa de la declaración dogmática del mismo sacrosanto misterio[13] le dieron tal reputación de hombre de piedad y de elocuente orador sagrado, que muy pronto empezó a susurrarse que andaba en candidatura para obispo. Aquel rumor no se confirmó, y vióse a Castro mudar súbitamente de lenguaje y de aficiones.

El ha querido dar explicaciones dogmáticas de este cambio en el vergonzoso documento que llamó Memoria testamentaria. Mucho hablar de las dudas que en su espíritu engendró el estudio de la teología escolástica según Escoto, por ser harto mayor el. número de las opiniones controvertidas que el de los principios generalmente aceptados. “Me faltó lo que yo esperaba encontrar: firme asiento para mi fe; noté con suma extrañeza que ningún dogma era entendido ni explicado del mismo modo por las diferentes escuelas; que todos se habían negado por los llamados herejes”, etc. O D. Fernando de Castro aprovechó poco en la teología, que es a lo que me inclino, o quería engañar a los krausistas, todavía menos teólogos que él. Es falso de toda falsedad que en las cosas que son verdaderamente de dogma hayan cabido, ni quepan en las escuelas ortodoxas, divisiones ni opiniones; lo que la Iglesia ha definido está fuera de discusión lo mismo para el tomista, que para el escotista, que para el suarista. Otra cosa es la discordia de pareceres en aquellas cuestiones que la Iglesia deja libres. Sólo los herejes son los que entienden y explican de diversa manera los dogmas; pero a un teólogo no debe sorprenderle ni cogerle de nuevas su existencia cuando ya sabe por San Pablo que conviene que haya herejes y para qué.

Prosigue D. Fernando de Castro refiriendo que la lectura del Antiguo Testamento le inspiró horror por aquellas sangrientas hecatombes y aquel Jehová implacable; que no menos le escandalizó la historia eclesiástica por los bandos, parcialidades y cismas de que en ella se hace memoria, y que, finalmente, se refugió en los libros ascéticos (Kempis, San Francisco de Sales, etc.), que tampoco aquietaron su espíritu, resintiéndose, por consecuencia de tales tormentas, su salud y agriándose su carácter. “Algún consuelo sentía –añade– con la práctica del culto en que entraban el canto y la música, y mayor aún cuando conseguía concentrarme y no pensar sino en que asistía a un acto religioso, sin determinación de culto, creencia ni iglesia.”

En tal estado de ánimo, obtuvo licencia para leer libros prohibidos, “estudió algo la naturaleza, penetro alguna cosa en los umbrales de la filosofía racionalista”, y, gracias a su querida Universidad de Madrid, se operó en él lo que llama “un nuevo renacimiento religioso”.

¡Y qué libros leyó! Es cosa de transcribir al pie de la letra la lista que él pone, porque sólo así podrá comprenderse el batiburrillo de ideas científicas y vulgares, nuevas y viejas, que inundaron de tropel aquel espíritu mediano, superficial y sin asiento: “La doctrina de Buda y de los aryas (¿qué doctrina será ésta?), la moral de los estoicos, los oficios de Cicerón, las biografías de Plutarco, el estudio de la Edad Media según las investigaciones modernas, el Abulense (¡también el Tostado metido en esta danza!), Erasmo y los reformistas españoles del siglo XVI, el concilio de Trento por Sarpi, el célebre dictamen de Melchor Cano a Carlos V (querrá decir a Felipe II) sobre las cosas de Roma, el Juicio imparcial sobre el monitorio de Parma (!!), el Febronio, las principales obras de los regalistas españoles, las de los galicanos en Francia, Fenelón, Pascal, Nicole, Tamburini, Montesquieu, Vico, Filangieri, Jovellanos y Quintana, Guizot, Laurent (!!!), Tocqueville, Petrarca (?), Renán (¡no es nada el salto!), Boutteville, Michel Nicolás y los trabajos críticos de la escuela de Tubinga sobre los orígenes del cristianismo, Macaulay, Lecky, Buckle, Hegel, Herder, Lessing y Tiberghien (¡estupendo maridaje!), Humboldt, Arago (?), Flammarión (!!), Channing, Saint-Hilaire, la Analítica y el Ideal, de Sanz del Río, y el frecuente trato con este mi inolvidable compañero...”

¡Cómo estaría la cabeza del pobre ex fraile gilito entre Buda y los aryas, y los estoicos, y los regalistas, y la escuela de Tubinga, y Hegel, y Flammarión..., y, además, el frecuente trato de Sanz del Río! Había de sobra para volverse loco. ¡Qué documento el anterior para muestra del método, del buen gusto y de la selección que ponen en sus lecturas los modernos sabios españoles!

“Vi luz en mi razón y en la ciencia, y comprendí entonces la fuerza del signatum est super nos, y me acordé del ciego de Jericó cuando decía a Jesús: ‘Señor, que vea, y vio.’ ¡Ocurrencia más extraña que ir, a fines del XIX, a buscar la luz en Febronio, en Sarpi, en Tamburini y en el Juicio imparcial, de Campomanes, mezclados con Buda, Flammarión y el Petrarca! ¡Tendría que ver, sobre todo por lo consecuente y ordenado, la doctrina que de tales cisternas sacaría D. Fernando de Castro!

En suma: lo que pervirtió a D. Fernando de Castro fue su orgullo y pretensiones frustradas de obispar, su escaso saber teológico junto con medianísimo entendimiento, la lectura vaga e irracional de libros perversos unos y otros achacosos, la amistad con Sanz del Río y los demás espíritus fuertes de la Central y, finalmente, los viajes que hizo a Alemania, corroborando sus doctrinas con el trato de Roeder y otros. De las demás causas no hay para qué hablar, puesto que él se guardó el secreto en su conciencia. El niega que la licencia de costumbres influyese en su caída, y yo tengo interés en sostener lo contrario. A su muerte se escribió y creyó por muchos que D. Fernando de Castro estaba casado (sic), pero sus testamentarios lo desmintieron, y a tal declaración hemos de atenernos. Por otra parte, tratándose de un cura renegado, poco importa que fuera más o menos áspero el sendero que eligió para bajar a los infiernos. El primer síntoma del cambio de ideas verificado en don Fernando de Castro fue el sermón que predicó en Palacio el día 1 de de noviembre de 1861 en la solemne función que todos los años se viene celebrando desde 1755 en acción de gracias al Señor por haber librado a España de los horrores del terremoto de Lisboa. Prescindiendo de la parte política de aquel sermón, que alguno de los concurrentes llamó sermón de barricadas, y de las amenazas que en tono de consejos se dirigían allí a la Reina (“el linaje de la gente plebeya, que hasta hace poco tiempo nacía sólo para aumentar el número de los que viven, hoy nace para aumentar el número de los que piensan”), oyóse con asombro al predicador anunciar que estábamos en vísperas de, una revolución religiosa, de la cual saldría, si no un nuevo dogma, una nueva aplicación de las doctrinas católicas, fruto de la civilización moderna, que nace y se cría entre espinas.

El sermón desagradó, y D. Fernando de Castro hizo al día siguiente dimisión de su plaza de capellán de honor y siguió en estado de heterodoxia latente hasta el período de la revolución. De ello dan muestras los tomos 1 y 2 del Compendio razonado de historia general (Edad Antigua y primer período de la Edad Media), que imprimió en 1863 y 1867, respectivamente. Pero es documento mucho más a propósito para caracterizarle el Discurso sobre los caracteres históricos de la Iglesia española, que leyó en 1866 al tomar posesión de su plaza de académico de la Historia [14]. En este discurso, hipócrita y tímido, mezcla de jansenismo y de catolicismo liberal con ribetes protestantes, el autor no traspasa un punto los lindes de la erudición regalista del siglo XVIII más sabida y gastada. Como gran concesión, nos dice que “la influencia del clero en el Estado suavizó algún tanto las rudas costumbres de los visigodos y produjo ciertos desenvolvimientos de cultura..., paro más aparente que real”. Casi hace responsable al clero de la prestísima caída del reino toledano, si bien le disculpa con que ignoraba las leyes del progreso, para cumplir con las cuales, Castro lo dice expresamente, le hubiera convenido barbarizarse. Excomulgados así los obispos de la primera época por demasiado sabios y demasiado cultos y traídos a colación (¿y cómo podían faltar?) las sabias disputas de San Braulio con el papa Honorio y de San Julián con el papa Benedicto, llora D. Fernando de Castro con lágrimas de cocodrilo la desaparición del rito mozárabe, que en el fondo de su alma debía de importarle tanto como el romano, si bien la explica y medio justa con el principio de unidad de disciplina. De aquí, mariposeando siempre, salta al siglo XVI, y no ciertamente para presentamos el cuadro de la grande época católica, que tales grandezas no cabían en la mente de Castro, sino para entretenernos con los chismes del concilio Tridentino, que había aprendido en Sarpi; para envenenar los pareceres del arzobispo Guerrero y para tirar endebles dardos contra el Santo oficio. La cuarta y última parte del discurso (relaciones entre la Iglesia y el Estado) es un pamphlet antirromanista, glorificación y apoteosis de todos los leguleyos que han embestido de soslayo la potestad eclesiástica con regalías, patronatos y retenciones. Chumacero, Salgado, Macanaz, Campomanes, van pasando coronados de palmas y de caducos lauros, y llega a lamentarse el discursista de que en ningún seminario de España se enseñan las doctrinas del obispo Tavira. Y a Castro, que a estas horas era ya impío, ¿qué le importaba todo eso? Valor y anchísima conciencia moral se necesita para escribir 200 páginas de falaz y calculada mansedumbre dando consejos a los sacerdotes de una religión en que no se cree, recordándoles divisiones intestinas sepultadas para siempre en olvido, atizando todo elemento de discordia y sembrando, con la mejor intención del mundo, gérmenes de cisma en cada página. Esta podrá ser táctica de guerra, pero no es ciertamente ni leal ni honrada. Sino que en D. Fernando de Castro era tan primitivo y burdo el procedimiento, que ni por un momento podía deslumbrar a nadie. ¡Convidar a la Iglesia española a que se hiciese krausista y se secularizase! ¡Y cuán amargamente se duele Castro de no tener él alguna dignidad o representación en la Iglesia de su país para dirigir tal movimiento, y desarrollar lo que encierra de ideal y progresivo el catolicismo, y sentarse como padre en ese concilio ecuménico, palanque abierto a todas las sectas, que propone al fin. ¡Oh qué pesado ensueño y cuán difícil de ahuyentar es el de una mitra!

Este discurso y otros documentos semejantes y el clamor continuo de la prensa católica hicieron, al fin, abrir los ojos al Gobierno y tratar de investigar y reprimir lo que en la Universidad pasaba. A principios de abril de 1865 se formó expediente a Sanz del Río, y casi al mismo tiempo a Castelar por las doctrinas revolucionarias que vertía en La Democracia y por el célebre artículo de El Rasgo. El rector, D. Juan Manuel Montalbán, se negó a proceder contra sus compañeros, y de resultas fue separado. Los estudiantes, movidos por la oculta mano de los clubs demagógicos más que por impulso propio, le obsequiaron con la famosa serenata de la noche de San Daniel (10 de abril), que acabó a tiros y no sin alguna efusión de sangre.

Separados de sus cátedras Castelar y Sanz del Río, el nuevo rector, marqués de Zafra, sometió a cierta especie de interrogatorio a D. Fernando de Castro y a los demás profesores tenidos por sospechoso y que no habían firmado la famosa exposición de fidelidad al Trono comúnmente llamada de vidas y haciendas. Preguntado Castro si era católico, no quiso responder a las derechas, sino darse fácil aureola de mártir, y fue separado, lo mismo que los otros, en 22 de enero de 1867. Siguiéronle Salmerón, Giner y otros profesores auxiliares. A García Blanco se le había alejado antes de Madrid con la misión de escribir un Diccionario hebraico-español.

 

Notas

 [1] Cartas Inéditas de D. Julián Sanz del Río publicadas por D. Manuel de la Revilla, Madrid, Casa editorial de Medina y Navarro (sin fecha, según pésima costumbre de algunos editores nuestros; creo recordar que fue hacia 1875); 8. 109 páginas.

 [2] Por fijarme sobre todo en el análisis del conocimiento, que es aquí lo capital, nada he dicho de dos capítulos (por otra parte poco importantes) de la Analítica en que se trata de la voluntad y del sentimiento, que Sanz del Río define: “Relación de unión esencial del objeto, como todo, con el sujeto, como todo en forma de totalidad, en toque y penetración, de uno por otro, entrando la cosa en parte del sujeto y el sujeto en parte de la cosa.”

 [3] Análisis del Pensamiento Racional, por D. Julián Sanz del Río (Madrid: imp. de Aurelio Alaria, 1877), 4.-, XXXII + 446 paginas. El Sr. D. José de Caso dirigió heroicamente esta publicación.

 

 [4] C. Cr. Kraure. Ideal de la humanidad para la vida, con introducción y comentarios por D. Julián Sanz del Río... (Madrid: Imprenta de Galiano, 1860), 8º, XXII + 286 páginas. Hay otra edición póstuma.

 [5] Atento Sanz del Río a infiltrar sus errores hasta en los primeros grados de la enseñanza, publicó en 1862 (imp. de Galiano) un Programa de psicología, lógica y ética (4.°, 29 páginas). En esta literatura de introducciones, conceptos, planes y programas han sido fecundísimos los krausistas. Algunos de ellos nunca han hecho otra cosa.

 [6] Cf. sobre estas polémicas los libros y opúsculos siguientes:
-Krause y sus discípulos convictos de panteísmo, por D. Juan Manuel Ortí y Lara, Catedrático de Filosofía en la Universidad Central... (Madrid 1864, imp. de Tejado), 4.-, 67 páginas.
-Lecciones sobre el sistema de filosofía panteísta del alemán Krause, pronunciadas en La Armonía (sociedad literario-católica), Dar D. Juan Manuel Ortí y Lara... (Medrid 1865, imp, Tejado), 8.-, 344 páginas.

-Carta sobre algunas opiniones expresadas en el Ateneo acerca de la doctrina de Krause, por D. D. G. (Madrid, imp. de J. Viñas, 1860), 27 páginas. (Salió antes en la Revista de Instrucción Pública, que por algún tiempo pareció ser órgano de Sanz del Río y divulgó muchos artículos suyos, entre ellos la mayor pacte de la Analítica. El Dionisio Gómez que firma la carta no parece persona de este mundo.

 [7] Guardo en mi colección la carta litográfica a D. F. R. de Castilla, en que Sanz del Río hace ésas y otras no menos terminantes declaraciones de fe religiosa. (Son 15 páginas en 4°).

 [8] Los principales escritos filosóficos de Canalejas anteriores a 1868 son un discurso sobre la ley de la relación interna de las ciencias filosóficas, otro sobre el estado de la filosofía en las naciones latinas y un pomposo elogio de la Analítica, dándola por la última palabra de la ciencia humana. Todo ello está coleccionado en un tomo de Estudios críticos de filosofía, política y literatura (Madrid, Bailly-Baillière, 1872).

 [9] Discurso leído ante el claustro de la Universidad Central, por D. Nicolás Salmerón y Alonso, en el solemne acto de recibir la investidura de Doctor en Filosofía y Letras (Madrid, imp. de F. Martínez García, 1864), 4.-, 69 páginas.

 [10] Discurso pronunciado en El Ateneo en 13 de mayo de 1861 sobre la idea del progreso, reproducido por Vidart en su libro de La filosofía española (p.168 a 171).

 [11] Cf. La Sofisteria Democrática o Examen de las Lecciones, de D. Emilio Camelos, acerca de la civilización en los cinco primeros siglos de la Iglesia. Cartas dirigidas al P. Salgado de la Soledad, Sacerdote de las Escuelas Pías y Director que fue de La Razón Católica, en que se publicaron por primera vez, por D. Juan Manuel Ortí y Lara, Catedrático de Filosofía en el Instituto de Granada... (Granada, imp. de Zamota, 1861), 4º. 108 páginas.
De la vida política de Castelar, inaugurada en 1855 con su famoso discurso del Teatro Real, no incumbe tratar aquí. De sus obras anteriores a 1868 sólo importan para nuestro asunto las Lecciones ya citadas, la Fórmula del progreso y las varias defensas de ella contra Campoamor, Carlos Rubio, etc. El órgano de Castelar era La Democracia.

 [12] Cf. una larga y laudatoria biografía de él, con título de “Vicisitudes de un Sacerdote”, escrita por el Sr. Ferrer del Río en la Revista de España, tomo 8 (páginas 1 a 63). Bueno será cotejar siempre sus noticias con las que da la biografía satírica de Castro, publicada en El Museo Universal (1869), y atribuida generalmente a un humanista, harto famoso por lo alegre de sus chistes.

 [13] Sermón predicado con motivo de la definición dogmática del Misterio de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, por el señor D. Fernando de Castro, Capellán de Honor de S. M., y Catedrático de la Facultad de Filosofía en la Universidad Central. Madrid, por Aguado, 1855. 4º, 43 páginas.

 [14] Discurso... leído ante la Real Academia de la Historia en la recepción pública del Dr. D. Fernando de Castro, Capellán de Honor de S. M., jubilado, y Catedrático de Historia General en la Universidad Central. Segunda edición. Madrid, imp. y estereotipia de M. de Rivadeneyra, 1866; en 8°, 163 páginas.
Este discurso fue bizarramente contundido y deshecho por Navarro Villoslada en El Pensamiento Español y por D. Alejandro de la Torre Vélez, catedrático de Salamanca, que ya en un discurso inaugural había impugnado a Sanz del Río en un folleto que se rotula El discurso del Académico de la Historia Sr. D. Fernando Castro, del 7 de enero de este año, examinado a la luz de la sana doctrina y de la verdad histórica... (Salamanca, imp. de Diego Vázquez, 1866), 79 páginas.
La apostasía de Castro fue siempre mal mirada en la Academia de la Historia aun por sus compañeros más liberales. Por eso dejó de asistir a ella, y en su testamento dice: “Lo indefinido de mi posición como sacerdote no cuadraba bien con una institución que aún vive a la antigua y refractaria por hábito y por sistema a toda innovación y reforma, y muy especialmente al principio de libertad de conciencia, hasta el extremo de que allí todavía el director, al comenzar y concluir la sesión, pide las luces del Espíritu Santo y da gracias a Dios por los trabajos llevados a cabo”. ¡Invocar el nombre de Dios le parecía a D. Fernando de Castro que era vivir a la antigua!

[Fuente: Marcelino Menéndez Pelayo. “El krausismo”. Historia de los heterodoxos españoles, 1882. Edición digital cotejada con la edición de la Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1956. Vol. 2, 935-962]

Actualizado: marzo 2005

 

© José Luis Gómez-Martínez
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