Phillip Berryman
 

 

Teología de la Liberación
Los hechos esenciales en torno al movimiento revolucionario
en América Latina y otros lugares

6
Cautividad y esperanza

 

Cambiando contextos de la Teología de la Liberación

Cuando aparecieron los primeros bosquejos de la teología de la liberación a finales de los años sesenta y principios de los setenta parecían posibles varios caminos para un cambio estructural básico en la sociedad. Operaban movimientos de guerrilla en varios países, aunque el fracaso y la muerte del Che Guevara en Bolivia en 1967 parecía ser un presagio. En 1970 la victoria de Salvador Allende en las elecciones y la coalición de Unidad Popular francamente socialista mantenían la esperanza de que un electorado suficientemente organizado podía prevalecer y lograr un cambio profundo de manera gradual y no violenta. Coaliciones semejantes se organizaban para las elecciones en Venezuela y Uruguay. En Argentina algunos creían que la izquierda trabajaría dentro del peronismo, ya que las masas eran peronistas. Mediante el trabajo educativo y organizativo dentro del movimiento los trabajadores podían hacer que el peronismo apoyara sus verdaderos intereses y se convirtiera en una fuerza que sería a la vez radical y poderosa. Finalmente, los programas del gobierno militar peruano que había tomado el poder mediante un golpe en 1968 y se llamaba a sí mismo revolucionario sostenía la posibilidad de alianzas con oficiales militares más jóvenes y progresistas.

“El proceso revolucionario en América Latina está en marcha a toda velocidad”, proclamaban los delegados a la conferencia Cristianos por el Socialismo en Santiago, en 1972, arrebatados por la entusiasta atmósfera chilena. Hubieran sido más exactos si hubiesen hablado de un proceso contrarrevolucionario. Golpes militares dieron paso a gobiernos represivos en Brasil (1964), Bolivia (1971), Uruguay (1973), Chile (1973) y Argentina (1976). Aún más, los gobiernos militares existentes viraron hacia la derecha en Perú (1975) y Ecuador (1976). El gobierno represivo militar continuaba en Paraguay y en la mayor parte de Centroamérica. Únicamente en México, Colombia, Venezuela y Costa Rica permanecían los mecanismos de democracia formal, y aun estos gobiernos fueron capaces de utilizar una dura represión.

Aunque variaban en detalles de país a país, las nuevas dictaduras militares tenían algunos rasgos en común. No eran dictaduras personales a la vieja usanza, sino que representaban el gobierno por las fuerzas armadas como institución. Eran una respuesta a la cada vez mayor militancia rural de los años sesenta, a la que los militares consideraban un “caos”. Intentaron legitimarse proclamando que sólo en regímenes semejantes podía desarrollarse adecuadamente la economía, y señalaron como prueba las altas tasas de crecimiento del “milagro brasileño” de principios de los años setenta.

Aunque algunos vieron en los nuevos gobiernos militares únicamente la respuesta lógica de Estados Unidos y de las oligarquías locales a los crecientes movimientos populares, y como fenómenos transitorios, otros creyeron que constituían un nuevo modelo de sociedad, un “estado de seguridad nacional” con su propia ideología coherente. Aplastando a los sindicatos, controlando la prensa, aboliendo o neutralizando a los congresos, y exaltando al ejército, parecían merecer la etiqueta de “fascismo dependiente”.

Durante varios años —precisamente desde el momento del golpe en Chile hasta el final de la década— los gobiernos militares parecieron destinados a detentar el poder indefinidamente. Su violación de los derechos humanos más elementales planteó un reto directo a las iglesias.

Reacción violenta de la jerarquía

En el entretanto ocurría algo como un golpe dentro de la jerarquía católica latinoamericana. Después de la conferencia de Medellín las nuevas ideas pastorales y teológicas se extendieron rápidamente por todo el continente. Cada año cientos de sacerdotes y hermanas asistían a los cursos de entrenamiento del CELAM. La actitud general de cuestionamiento posterior al concilio condujo a veces a confrontaciones públicas entre grupos de sacerdotes y los obispos. Era inevitable la reacción de la jerarquía.

Los obispos, sin embargo, no podían simplemente invertir su posición, ya que los documentos de Medellín eran enseñanza oficial de la Iglesia. Los que se sentían incómodos con lo que estaba sucediendo necesitaban un marco alterno de análisis social y de teología. Esa necesidad empezó a cubrirse en 1971,cuando el jesuita belga Roger Vekemans llegó a Bogotá. Durante los muchos años que pasó en Chile, Vekemans había sido una figura clave en la fase desarrollista y estaba estrechamente ligado a los demócrata-cristianos. Ciertamente, se jactaba de haber canalizado 5 millones de dólares de la CIA hacia ellos durante la campaña de elecciones de 1964. En Bogotá, Vekemans fundó un centro de investigación y en colaboración con el joven, astuto y ambicioso obispo Alfonso López Trujillo, empezó a publicar un diario, Tierra Nueva, cuyo claro propósito era no sólo atacar a la teología de la liberación, sino proponer un tipo alterno de análisis social y de teología.

Al mismo tiempo, López Trujillo y otros iniciaron un esfuerzo cuidadosamente planeado para capturar la maquinaria del CELAM. López cultivaba contactos en el Vaticano y con obispos latinoamericanos. En noviembre de 1972, esos esfuerzos fueron coronados con el éxito cuando López Trujillo fue elegido secretario general del CELAM. No perdió tiempo para limpiar la casa, concentrando diversos institutos de entrenamiento del CELAM en uno, que fue situado en Colombia, donde podía vigilarlo. Las agencias del CELAM que trataban con misiones, medios de comunicación, liturgia, catequesis, etc., se convirtieron en una plataforma para el ataque a la teología de la liberación.

No obstante, hubo movimientos contrarios hasta en el Vaticano. La encíclica Octogesima Adveniens del papa Paulo VI en 1971 mostró el impacto de la teología de la liberación. Advirtiendo el creciente interés por el socialismo entre los católicos, el Papa se abstuvo de lanzar condenas y simplemente urgió cautela y discernimiento. El mismo año un sínodo mundial de obispos que tuvo lugar en Roma reconoció que los esfuerzos por la justicia son una “dimensión constitutiva” en la enseñanza del Evangelio. Esa acción, a la que explícitamente llamaron “liberación”, era entonces central —no periférica— en el objetivo de la Iglesia. Un sínodo sobre evangelización que tuvo lugar en 1984 reiteró el punto.

Así, en el mismo instante en que la teología de la liberación provocaba controversia en el catolicismo, algunos de sus principios centrales se convertían en posturas oficiales de la Iglesia.

Aferrándose a la esperanza en una hora de tinieblas

Aunque los gobiernos represivos marcaron el tono durante los años setenta, los acontecimientos no se desarrollaron de manera estrictamente paralela y las condiciones variaron de un país a otro. Por ejemplo, de 1968 a 1975, precisamente el periodo más represivo del gobierno militar en Brasil, los militares de Perú parecían intentar un nuevo camino nacionalista hacia el desarrollo. En la mayoría de los países, sin embargo, la violación de los derechos humanos forzó a la Iglesia católica a encarar las consecuencias de algunos de los compromisos adquiridos en Medellín.

El desarrollo más importante dentro de la Iglesia durante este periodo fue el crecimiento tranquilo y estable de las comunidades de base. Ellas proporcionaron un espacio en donde el pueblo podía reunirse en una atmósfera de respeto y reafirmar su fe y su esperanza. Donde los medios de comunicación estaban censurados y eran intimidados, y donde gobiernos y ejército imponían su ideología de seguridad nacional, las comunidades de base proporcionaron un pequeño espacio en el que podía decirse la verdad, aunque fuese cautelosamente. En una situación que no parecía ofrecer razones para creer que las cosas podían ser diferentes, su mensaje era que las cosas tenían que cambiar. Se convirtieron en un espacio en donde los pobres podían “decir sus cosas” y en donde oían que Dios estaba de su parte, como en la época de los israelitas y en la era de los apóstoles.

Ese trabajo callado podía sin embargo provocar una respuesta violenta. Normalmente, los representantes de la Iglesia eran atacados porque defendían a los pobres que habían sido víctimas de abusos. En Brasil la represión había sido fuerte desde 1968, especialmente en el noreste asolado por la pobreza. Cuando un joven sacerdote colaborador del arzobispo Helder Cámara de Recife fue asesinado en 1969, no se siguió ninguna investigación seria. Otros sacerdotes en las áreas rurales fueron arrestados, encarcelados, torturados o expulsados. Durante años se prohibió a los diarios mencionar al arzobispo Helder Cámara. No se permitía publicar los documentos de los obispos. Sin embargo hacia 1973 la Iglesia, y en particular los obispos, surgían como abiertos oponentes públicos no sólo a la violación de los derechos humanos, sino contra las consecuencias humanas del enfoqué brasileño del desarrollo.

En Chile la brutalidad del golpe de Pinochet (1973) provocó una respuesta de amplio alcance. Las parroquias instalaron cocinas y proyectos de ayuda para la multitud que vio declinar sus ingresos drásticamente al invertir Pinochet la dirección económica de los años de Allende. Un funcionario de una agencia arquidiocesana supervisó esta labor y denunció las violaciones de los derechos humanos.

En Bolivia, Uruguay y Paraguay, la participación de la Iglesia en las actividades pro derechos humanos condujo a un serio conflicto con los gobiernos. Algunos incidentes fueron de alcance nacional, mientras que otros siguieron siendo locales. En toda Latinoamérica, entre 1964 y 1978, 41 sacerdotes fueron asesinados (6 como guerrilleros) y 11 “desaparecieron”. Además, unos 485 fueron arrestados, 46 torturados y 253 expulsados de sus países. En Argentina en 1976 el obispo Enrique Angelelli fue muerto en un accidente automovilístico que posteriormente se descubrió que había sido asesinato.

Lo sistemáticos y deliberados que fueron estos ataques puede esclarecerse en un documento subrepticio de 1975 del gobierno de Bolivia bajo el general Hugo Banzer. El “Plan Banzer” proponía procedimientos para desacreditar a líderes progresistas de la Iglesia y dividirla. El arzobispo Jorge Manrique, de La Paz, fue uno de sus objetivos. Las tácticas que se sugerían incluían dejar documentos subversivos en locales eclesiásticos, así como censurar o clausurar periódicos religiosos y estaciones de radio. Este plan fue adoptado después por unos diez gobiernos latinoamericanos que mandaron delegaciones a la reunión de la Confederación Anticomunista Latinoamericana de l977.

Profundización teológica

Durante los años setenta los teólogos buscaron desarrollar las implicaciones de lo que se había bosquejado en los primeros ensayos y libros sobre la teología de la liberación. Ya que esto no era simplemente un asunto teológico sino una nueva forma de teología, era lógico que la metodología misma se convirtiese en un tópico de reflexión. Dos cuestiones recurrentes fueron cómo usar las ciencias sociales en teología y cómo las preocupaciones y la metodología latinoamericanas eran diferentes de la teología europea existente. En 1978 Clodovis Boff publicó Teología e prática (Teología y práctica), en donde busca aclarar el estado epistemológico de la nueva teología latinoamericana.

Los eruditos latinoamericanos empezaron a trabajar en redescubrir la historia de su Iglesia. Enrique Dussel encabezó el asunto con su esbozo de historia, y se convirtió en coordinador general de un ambicioso proyecto de una historia de la Iglesia en Latinoamérica en trece volúmenes. Dussel escribió también varios volúmenes de una filosofía de la liberación.

Hugo Assmann había señalado antes la necesidad de una cristología latinoamericana. Jesucristo liberador de Leonardo Boff, Cristología en la encrucijada de Jon Sobrino y La práctica de Jesús de Hugo Echegaray empezaron a subsanar esta necesidad. En los tres, la dimensión latinoamericana puede encontrarse en la preocupación por ver las implicaciones liberadoras de la vida humana de Jesús, sus palabras y sus obras, situadas en las conflictivas circunstancias del tiempo más que enfocadas simplemente a cuestiones clásicas, por ejemplo cómo puede Jesús ser a la vez divino y humano. A principios de los años ochenta, Juan Luis Segundo empezó a publicar un estudio de Jesús en varios volúmenes.

Los teólogos creían que una de sus tareas era criticar las ideologías usadas para justificar la sociedad tal como es. Ya en 1968 el obispo Cándido Padín, de Brasil, había escrito un ensayo criticando la “doctrina de seguridad nacional” de los militares brasileños, y en 1971 Hugo Assmann había hecho un examen de cómo utilizaban los militares los símbolos cristianos para justificarse. Joseph Comblin, un teólogo belga que había trabajado en Brasil y en Chile desde 1958, preparó una crítica teológica sistemática de la ideología de la seguridad nacional, examinando las obras de teóricos como el general brasileño Golbery do Couto e Silva.

Una crítica ideológica de tipo más radical fue desarrollada por Hugo Assmann, Franz Hinkelammert y otros en un pequeño centro de investigación en Costa Rica. En su obra principal, Las armas ideológicas de la muerte, Hinkelammert usó el análisis marxista del fetichismo con el fin de desenmascarar el “espíritu” oculto del capitalismo. Estudió a los teóricos sociales desde Max Weber hasta Milton Friedman, exponentes de  la “doctrina social” católica, y hasta los escritos de la Comisión Trilateral. Aunque relativamente pocos pueden perseverar a través de todo el argumento de Hinkelammert, algunas de las tesis centrales de esta escuela pronto se popularizaron. Se volvió lugar común referirse a la teología de la liberación como una teología de la vida exponiendo la “teología de la muerte” encarnada en el capitalismo.

Puebla

Planeada originalmente para que coincidiera con el décimo aniversario de la reunión de Medellín, la conferencia de Puebla pareció proporcionar al obispo López Trujillo y a sus aliados, incluyendo a varios funcionarios del Vaticano, la ocasión ideal para ilegitimar la teología de la liberación y el tipo de trabajo pastoral asociado a ella. Parte de su estrategia era proponer un vocabulario y un grupo de símbolos alternativos, que tenían una interpretación diferente. Un documento preparatorio que envió el personal del CELAM a los obispos en 1977 describía a América Latina en transición del subdesarrollo al desarrollo —esto es, la crisis era de transición más que una lucha por la liberación de la opresión. Las conferencias de obispos rechazaron abiertamente el documento, principalmente por ser muy abstracto y por su insensibilidad por los problemas pastorales. Anexo al segundo bosquejo de trabajo aparecía un extenso apéndice que reseñaba cerca de una docena de errores de la teología de la liberación, aparentemente fijados para su condena. El Vaticano y López Trujillo escogieron muchos delegados conservadores (principalmente sin voto); ningún teólogo de la liberación fue invitado.

La muerte del papa Paulo VI y el papado de cinco semanas de Juan Pablo I tuvieron el efecto de la conferencia hasta principios de 1979. Durante los días anteriores a la conferencia, el papa Juan Pablo II hizo una gira por México regalando sombreros y dando una primera muestra de su estilo populista. Los periodistas que lo seguían creyeron escuchar condenas a la teología de la liberación.

El encuentro de Puebla puede verse como una lucha entre tres ideas establecidas entre los obispos. En un lado estaban los conservadores, quienes subrayaban la autoridad jerárquica y la ortodoxia doctrinaria y combatían conscientemente la teología de la liberación por lo que veían en ella de marxismo. En el otro extremo estaba un grupo que podría llamarse de liberacionistas, cuya fuerza estaba en las comunidades de base y quienes insistían en que la Iglesia debía adoptar un estilo de vida en concordancia con su función de servicio. Denunciaron no sólo abusos sino las estructuras que los causaban, y a veces los sistemas capitalistas como tales. Ambos grupos representaban las tendencias de las minorías. Al grupo más amplio se le puede llamar centrista, y su principal preocupación era la unidad de la Iglesia. Con los conservadores, este grupo compartía la preocupación por la autoridad eclesiástica, y con los liberacionistas una convicción sobre la necesidad de defender los derechos humanos, al menos en circunstancias extremas. Estas figuras centristas desempeñaron un papel principal dirigiendo la conferencia misma, mientras que los conservadores y los liberacionistas hacían presión, cambiando palabras, añadiendo algunos pasajes y objetando otros.

El enorme documento final que produjo fue poco convincente. Los liberacionistas se felicitaban porque no hubo condenas. El documento hasta empleó ocasionalmente un lenguaje fuerte para denunciar injusticias existentes. El tono general se mantuvo desarrollista. Por ejemplo, los obispos pidieron con frecuencia una mayor “participación y comunión” en la Iglesia y en la sociedad. Estas palabras formaban parte claramente de un nuevo tipo de discurso de la Iglesia dirigido a remplazar la terminología de la liberación. Cada una de las tres tendencias podía encontrar elementos positivos. Lo que Puebla llamó la “preferencia por los pobres” fue probablemente el elemento más positivo para el lado liberacionista. Una omisión evidente fue toda mención directa de la gente asesinada por fidelidad a su convicción cristiana. Los conservadores podían también encontrar muchas frases citables y temas completos, especialmente las frecuentes condenas al marxismo y a la violencia, y la afirmación de la autoridad jerárquica. Los centristas podían señalar la insistencia en el papel propiamente “religioso” de la Iglesia.

Ya que en el documento de Puebla coexistían tres tipos de análisis y de teología, estaba claro que las tensiones continuarían dentro de la Iglesia.

Revolución, “democratización”, profundización de la crisis

Mientras se desarrollaba la reunión de Puebla, el contexto latinoamericano estaba a punto de cambiar de nuevo. Medio año antes un gran movimiento rural dirigido por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) derrocó la dictadura de Somoza en Nicaragua y el primer gobierno revolucionario en América Latina en veinte años, tomó el poder. Movimientos revolucionarios similares estaban iniciándose en El Salvador y en Guatemala.

Visto en retrospectiva, las razones para la revolución en Centroamérica son claras. El modelo existente de desarrollo exacerbaba las ya difíciles condiciones de vida del pueblo. Los gobiernos respondían con una represión cada vez mayor, hasta el punto de que mucha gente sintió que tenía poco que perder al apoyar insurrecciones. Lo pequeño de estos países significó que las insurrecciones podían convertirse en movimientos de alcance nacional.

Habiendo descuidado a Centroamérica durante los años setenta, a finales de la década Estados Unidos dirigió toda su energía a detener la revolución apoyando al régimen salvadoreño y creando un ejército contrarrevolucionario para atacar a Nicaragua.

Una de las fuentes de la nueva militancia durante los años setenta fue el trabajo pastoral de la Iglesia en las comunidades de base. Al nivel de pueblo, estas comunidades eran a menudo un fructuoso punto de partida para las nuevas organizaciones populares. Los dirigentes de la Iglesia desempeñaron un importante papel defendiendo los derechos humanos, especialmente el arzobispo Oscar Romero, de El Salvador, quien llegó a ser conocido como “la voz de los sin voz”.

Hablando teológicamente, la situación más novedosa era la de Nicaragua. En contraste con la experiencia cubana, los cristianos habían desempeñado un papel importante en la lucha antidictatorial. ¿Cuál debería ser su papel en un proceso revolucionario?

Alguna gente de la Iglesia pronto se convenció de que, dijeran lo que dijesen, los sandinistas eran marxistas y el único papel de la Iglesia era la resistencia. Sin embargo hubo otros que creyeron que la revolución ofrecía la posibilidad de una vida más humana para la mayoría pobre de nicaragüenses y que los cristianos debían por lo tanto de apoyarla, aunque no sin crítica.

Contrariamente a los temores de los teóricos de café, la revolución no se extendió por Centroamérica hacia otros países —no por la política enérgica de Estados Unidos, sino porque los países más grandes son más diversificados y complejos. Las condiciones revolucionarias no se desarrollaron. Hacia mediados de los años ochenta las dictaduras militares daban paso a gobiernos de civiles por elección.

En Brasil, desde 1975 el ejército orquestó lentamente primero una disminución de tensiones y después la lenta apertura del proceso político. La prensa y los partidos políticos se volvieron activos, y muchos exiliados regresaron. Sólo en 1985 un gobierno civil electo, encabezado por el presidente José Sarney, llegó al poder. Humillado en su calamitosa guerra con Inglaterra por las islas Malvinas/Falkland, el ejército argentino fue obligado a retirarse de la política. Uruguay, Perú, Bolivia, Ecuador y Honduras volvieron también al gobierno civil. Como parte de su estrategia regional, Estados Unidos instó a los militares de El Salvador a permitir las elecciones, y por razones propias los militares guatemaltecos volvieron al gobierno civil por medio de una elección a finales de 1985.

¿Hasta dónde era todo esto genuina democracia? Ciertamente, los partidos políticos, los congresos, la prensa y las organizaciones que representaban grupos de interés tuvieron una vez más un papel que desempeñar en la vida política. Aunque esto puede representar una mejoría sobre el arbitrario y a menudo brutal control militar, fue ampliamente labor de los sectores urbanos y de clase media que podían volver al juego político. Los verdaderos intereses del campesinado rural y de los pobres en las ciudades perdidas no fueron tomados en cuenta en este retorno a una forma limitada de democracia. Más aún, la violencia y la represión eran todavía realidades de la vida. Los nuevos gobiernos civiles eran impotentes para capturar y ajusticiar a los responsables de crímenes durante la dictadura militar, excepto en forma simbólica, en Uruguay y en Argentina, donde los militares habían sido totalmente desacreditados por perder una guerra. Los terratenientes de Brasil podían hacer aún que campesinos e indios —y hasta sacerdotes— fueran asesinados impunemente.

Mucho más importante que el cambio hacia un gobierno civil fue la profundización de la crisis económica manifiesta especialmente en la enorme deuda externa. Durante los años setenta los gobiernos latinoamericanos habían pedido prestados muchos miles de millones de dólares, principalmente de bancos comerciales, más que de instituciones internacionales de préstamo, a menudo para financiar ambiciosos proyectos de infraestructura. La recesión mundial a fines de la década significó una baja en la demanda de sus exportaciones. Al mismo tiempo, las decisiones políticas en Estados Unidos elevaron las tasas de interés. En 1982 el hecho de que México, rico en petróleo, no pudiera pagar su deuda en la fecha prevista hizo surgir el espectro del incumplimiento, lo que podría hasta causar la quiebra de los principales bancos de Estados Unidos. En ese caso, México pudo volver a programar sus pagos, como lo hicieron Argentina y Brasil en los dos años siguientes, pero la deuda era evidentemente un problema de amplias proporciones. Hacia mediados de los años ochenta los países latinoamericanos tenían que destinar aproximadamente el 40% del producto de sus exportaciones para el servicio de la deuda.

El descontento con los efectos económicos del gobierno militar —que afectaban hasta a la clase media— fue un factor principal en el cambio hacia el gobierno civil. Los civiles podían ahora compartir algo de la culpa. Por la misma razón, la deuda puede proteger a los gobiernos civiles de otra ronda de golpes militares, ya que las fuerzas armadas están conscientes de que no tienen solución para la crisis económica.

Es probable que la deuda se convierta en un punto de enfoque para la Iglesia. En agosto de 1985 el gobierno cubano fue anfitrión en un encuentro de aproximadamente mil doscientos delegados de toda América Latina que representaban un amplio espectro de posiciones. Alrededor de cien participantes eran sacerdotes católicos. Durante su discurso de clausura, el primer ministro Fidel Castro leyó un mensaje a la conferencia del cardenal Paulo Evaristo Arns, de São Paulo, en el que afirmaba que ya no era posible que se pagaran las deudas y que el compromiso principal de los gobiernos de América Latina era para con sus pueblos, no con sus deudores. Las palabras de Arns recibieron una prolongada ovación de pie.

Las acciones del Vaticano

Dentro de la Iglesia católica el contexto también cambió después de 1979. En cada uno de sus principales viajes a América Latina (Brasil, 1980, Centroamérica, 1983 y los países andinos, 1985), el papa Juan Pablo II pronunció suficientes discursos como para llenar un libro pequeño. Aunque parecía atacar algunas de las ideas de la teología de la liberación, también denunciaba la injusticia.

Más importante que el texto de los discursos del Papa, sin embargo, fue su fotografía de 1983 agitándole el dedo en las narices a Ernesto Cardenal, el sacerdote-poeta nicaragüense y ministro de cultura, amonestándolo para que normalizara su situación (renunciar a su puesto en el gobierno). En la misma parada, el Papa se trabó en una pelea a gritos con gente de la multitud que asistía a su misa. Según una versión, fue un plan sandinista deliberado con el fin de insultar y humillar al Papa. Según otros, la gente quería que éste dijera algo sobre las acciones de los “contras” antisandinistas, en particular unas palabras de consuelo a las familias de diecisiete jóvenes cuyo funeral había tenido lugar en ese mismo sitio. Ignorando sus peticiones, el Papa urgió a los católicos a unirse en torno a los obispos. Parecía estar apoyando la oposición (política) al gobierno sandinista del arzobispo Miguel Obando y Bravo. Cuando el pueblo empezó a cantar monótonamente “¡Queremos paz!”, gritó en respuesta: “¡Silencio!” tres veces.

Sin importar cómo empezó el incidente, lo que el pueblo recordó fue un enfrentamiento entre el papa Juan Pablo II y el gobierno sandinista (en unión con los cristianos comprometidos en la revolución). El Vaticano siguió presionando a los sacerdotes en el gobierno para que renunciaran. En 1985 uno de ellos pidió la laicización, y Fernando Cardenal fue obligado a renunciar a los jesuitas. Tanto el ministro Miguel D’Escoto como Ernesto Cardenal, fueron suspendidos del sacerdocio.

Mientras tanto, el Vaticano presionó también a los teólogos de la liberación. En 1983 el cardenal Joseph Ratzinger, el jefe de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe del Vaticano, envió una carta a los obispos peruanos haciendo una lista de las objeciones a la teología de Gustavo Gutiérrez. Ni la urgencia del Vaticano a los obispos peruanos consiguió que decidieran si podían condenar a Gutiérrez. Éste fue llamado a Roma para consultas privadas con los funcionarios del Vaticano.

El Vaticano optó por una táctica diferente con el franciscano brasileño Leonardo Boff. Su libro Iglesia: carisma y poder contiene algunas de las más agudas y específicas críticas sobre el sistema de la Iglesia católica que haya llegado de América Latina. Más que acudir a los obispos brasileños, quienes lo hubieran apoyado, Ratzinger llamó primero a Boff a Roma para un debate, en septiembre de 1984. Le acompañaron dos cardenales brasileños para mostrar el apoyo de la jerarquía. En marzo de 1985 el Vaticano dio a conocer un documento contestando a las críticas de Boff y después, en mayo de 1985, le prohibió publicar o enseñar por un periodo indefinido. En el entretanto, el cardenal Ratzinger había publicado una “Instrucción” sobre la teología de la liberación, la cual, bajo el disfraz de llamar la atención sobre algunos errores, equivale a un ataque (véase el capítulo 12).

Había fuertes indicios de que éste era en realidad un ataque sistemático del Vaticano destinado a invalidar a la teología de la liberación en todas sus formas. Ese punto de vista cuadra con la visión polaca del papa Juan Pablo II del marxismo como inevitablemente en conflicto con la Iglesia. También parece encajar con lo que algunos consideran un programa de amplio alcance del Papa y de Ratzinger destinado a la “restauración”

—esto es, un intento de volver a algo de la disciplina jerárquica y de control previos al Vaticano II, perdidos tras el concilio. Había una sacudida neoconservadora en la Iglesia, expresada en movimientos como Comunione e Liberazione y el Opus Dei, una sociedad secreta muy disciplinada de profesionales católicos.

Al final, el nombramiento de obispos por el Vaticano puede ser más decisivo que las declaraciones del Papa. Si el papa Juan Pablo II deja en el lugar adecuado a una generación de obispos que refleje sus ideas, el impacto puede ser de largo alcance (comparable al legado de nombramientos jurídicos durante la administración Reagan).

Sin embargo, hubo algunas tendencias compensadoras. Durante su visita de 1983 a Centroamérica, el Papa instó al “diálogo” (i.e. negociaciones) en El Salvador, visitó la tumba del arzobispo Romero y abrazó a indios en Guatemala (donde él gobierno había asesinado decenas de miles de ellos). En su encíclica sobre el trabajo humano, Laborem Exercens, el Papa tomó posiciones que podrían considerarse al menos en diálogo con el marxismo. Paralelas a los temas que parecían cuestionar la teología de la liberación, hubo continuas referencias a la injusticia y al derecho de los seres humanos. En abril de 1986 el Vaticano publicó una “Instrucción sobre la libertad y la liberación cristianas” que presentó una visión más benigna —aunque muy abstracta— de la teología de la liberación. El mismo mes los obispos brasileños tuvieron un encuentro cordial de tres días con el papa Juan Pablo II y los funcionarios del Vaticano, y el silencio impuesto a Leonardo Boff fue revocado.

En resumen, el contexto eclesiástico continuó siendo fluido o ambiguo. Más importante es que el futuro de la teología de la liberación dependerá no tanto de las intenciones —de los papas, de  los obispos o de los teólogos— como de los mismos acontecimientos.

Referencias

La mejor relación sobre la experiencia de la Iglesia durante los años setenta es la de Penny Lernoux, Cry of the People: the Struggle for Human Rights in Latin America: The Catholic Church in Conflict with U. S. Policy, Nueva York: Penguin, 1982. Enrique Dussel, De Medellín a Puebla: una década de sangre y esperanza 1968-1979, México: Edicol, 1979, reúne una enorme cantidad de material valioso.

Vekemans y la CIA: Lemoux, Cry of the People, p. 26. Estadísticas sobre personal de la Iglesia asesinado: ibid., pp. 463ss.

“Plan Banzer”: Ibid., pp. 142-147.

© Phillip Berryman. Liberation Theology. The Essential Facts About the Revolutionary Movement in Latin America and Beyond. New York: Pantheon Books, 1987. Edición digital autorizada para el Proyecto Ensayo Hispánico de la versión en español: Teología de la liberación. México: Siglo Veintiuno Editores, 1989. Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes. Edición para Internet preparada por José Luis Gómez-Martínez con la colaboración de Béatrice de Thibault. Febrero 2003.

 

Home Repertorio Antología Teoría y Crítica Cursos Enlaces

jlgomez@ensayistas.org