Teoría, Crítica e Historia

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Gerardo Bolado

Transición y recepción: La Filosofía Española
en el último tercio del siglo XX
.

 

CAPÍTULO 5.5

La vía del compromiso político
en una generación de izquierdas

En La utopía racional, M. A. Quintanilla y Vargas Machuca se opusieron a la mera moral individualista o comunitarista de este grupo, a su demonización del Estado y de la política. En esta obra, que propone a la mera moral la vía del compromiso político con el socialismo democrático, se denuncia por estéril la frivolidad de toda tendencia progresista de izquierdas reducida al ámbito de lo privado y convertida en estética de la disidencia: “Si algún riesgo grave acecha a la izquierda perpleja, no es, desde luego, la tentación de identificarse con la economía de mercado y con el respeto a la propiedad, sino la de desentenderse del proyecto democrático y de la actividad política, y renunciar así a cualquier forma de lucha efectiva contra la desigualdad”[1]. Este compromiso político entiende que la acción del Estado puede ser legítima, y cree en las posibilidades que ofrece el sistema democrático de participar en los centros de decisión y, con ello, de superar la injusticia social.

Su crítica velada de la filosofía moral de los jóvenes filósofos que, ante las perplejidades del presente, adoptan una mera moral disidente, negadora de toda virtualidad moral a la actividad política (el poder, de manera especial el poder político, sería esencialmente amoral, como amoral sería por esencia la política), sitúa esa figura española en un contexto general del pensamiento moral y político occidental, surgido de la impotencia intelectual ante el imperio de la racionalidad económica del sistema capitalista, que impone su lógica a cualquier programa político progresista: “Las únicas alternativas que se vislumbran en el horizonte de los ideales morales de nuestra época, heredadas de las utopías sociales de los años sesenta, son fragmentarias, negativas y apolíticas: por muy buena voluntad que queramos poner al afrontar el análisis de los nuevos movimientos sociales, lo que más resalta de ellos, es, junto a la parcialidad de sus objetivos reivindicativos, una sutil invitación a la disidencia como único método y único programa frente a la omnipotencia de la realidad social consolidada.”[2]

Tres serían, a juicio de estos autores, los componentes principales del cóctel de perplejidades en que se halla sumida la izquierda intelectual: “el anticapitalismo verbal, la descalificación frente al Estado democrático y el rechazo a cualquier contaminación con el ejercicio del poder y la política”.

A Quintanilla le preocupa especialmente el último componente, e intenta revisar el concepto de poder y de Estado para legitimar una actividad intelectual comprometida con los mismos. Ante todo, se opone a concebir el poder como algo sustantivo y lo entiende como algo adjetivo, mejor aún, como una relación; así mismo, renuncia a concebir el poder como algo universal y abstracto y lo entiende más bien como algo particular y concreto. El poder es el poder de las personas, “una capacidad que alguien tiene para hacer algo en un contexto determinado”. El poder social es diversificado y gradual, consistiendo en “la capacidad de tomar decisiones y hacer cosas que afectan a los miembros de la sociedad”. Desde esta visión individualizada (sino personalizada) del poder social critica la concepción del mismo implicada en la ley de la perpetuación (todo poder social tiende a perpetuarse), a la vez que otorga al intelectual la función de ser crítico ante las desviaciones y abusos de poder.

Pero esta concepción del poder, creo yo, que puede corresponder a la experiencia del hombre de acción, no es la que corresponde a las ciencias histórico sociales, ni al teórico de la filosofía política. Los poderes fácticos no pueden ser analizados en términos de decisiones individuales.

El Estado tendría una función propia de orden social, que se concreta en un sistema de instituciones, cuya acción tiene que ser racional (racionalidad instrumental) y legítima (conforme a derecho, constitución y leyes), y está dotada de virtualidades éticas. En este contexto el filósofo moral tendría un poder intelectual: “El papel de las utopías, de los idearios morales inscritos en las ideologías políticas, en los planteamientos filosóficos que acompañan a los programas de acción política, en las declaraciones de principios de los partidos, es precisamente el de arropar a las propuestas políticas con un marco de referencias que haga posible su legitimación y justifique su pretensión de racionalidad. Y puesto que construir este tipo de instrumentos de legitimación es la función especializada de los intelectuales, es obvio que, frente a todo pronóstico, el más firme basamento del poder político son siempre los intelectuales”.[3] Pero entre el intelectual orgánico y el disidente irreductible puede perfilarse una labor intelectual intermedia, consistente en “crear y transmitir ideas y conocimientos, y participar en la vida pública proponiendo nuevas formas de enfocar los problemas, nuevos valores para organizar la convivencia y nuevas soluciones para resolver los problemas. El destinatario de la actividad del creador intelectual no es ni el gobierno ni la oposición: son los individuos que componen la sociedad. El filósofo rey (con trono o sin trono) no es un buen modelo para el intelectual político”.[4]

La inactividad política y la perplejidad moral, a juicio de estos autores, serían la manifestación de una subyacente nostalgia de los dogmas, por lo que su actitud crítica no pasa de ser “disidencia metafísica”. Ante la imposibilidad de realizar la justicia perfecta, se renuncia a toda forma de Estado justo, y se escapa a una justicia moral utópica, apriori e irrelevante frente a la justicia positiva ( cada vez más reducida a mera técnica jurídica).

Esta utopía racional, que Quintanilla enraíza en la tradición ilustrada, encontró desarrollo doctrinal en esa iniciativa socialista llamada proyecto 2000, un programa de cultura política socialista. La cultura socialista se entiende como una cultura política vertebrada por una concepción ética del Estado y de la acción política, de los que se hace depender la realización de un orden social progresista (igualitario y solidario): “La acción política como cultura y la democracia como virtud son la base para el desarrollo futuro del socialismo”[5]. Pero todo esto sigue anclado en la fabulosa isla de Utopía. La vía filosófica sigue siendo la de la realidad, no la de la utopía, y, por tanto, el compromiso filosófico se tiene con la idea de justicia, no con el proyecto político de un partido de clase, aunque se haya convertido en partido de masas.


Notas

[1] Quintanilla, M. A.; Vargas Machuca, La utopía racional, p.137

[2] Ibidem, p.161.

[3] Ibidem, p.170.

[4] Ibidem, p.172.

[5] Ibidem., p. 230.

© Gerardo Bolado Transición y recepción: La Filosofía Española en el último tercio del siglo XX. Santander: Sociedad Menéndez Pelayo / Centro Asociado a la UNED en Cantabria, 2001. Edición digital autorizada para el Proyecto Ensayo Hispánico. Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes. Edición para Internet preparada por José Luis Gómez-Martínez.

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