Teoría, Crítica e Historia

Teorías en debate

"Teorías sin disciplina "

 

"Modernidad, posmodernidad y poscolonialidad:
una búsqueda esperanzadora del tiempo"

Eduardo Mendieta

1. Introducción

Jorge Luis Borges, el escritor argentino cuyas alucinantes y preciosas ficciones, creaciones híbridas y transgresoras, frecuentan espectralmente los escritos de la mayoría de los autores más destacados de la segunda mitad del siglo veinte, alude en El diccionario enciclopédico de John Wilkins a cierta y quizás apócrifa enciclopedia china titulada "Emporio celestial del conocimiento benévolo". En una de sus páginas se nos plantea una inverosímil taxonomía del reino animal:

(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finisimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas (Borges 1974: 708).

Al comienzo del prefacio de Las palabras y las cosas, Michel Foucault afirma que la risa provocada por esta borgeana enciclopedia ficticia (aunque no por ello menos real) del conocimiento "sacude todo lo familiar al pensamiento". Sin embargo, ahora me gustaría provocar la risa del lector, llevándola hasta ese límite en que la risa siempre amenaza convertirse en un paroxismo incontrolable que puede, ciertamente, y de manera abrupta, transformarse en llanto. Karl von Linnaeus (1707-1789), famoso cataloguista de nuestro conocimiento del mundo natural, ha enumerado cuatro importantes y originales grupos humanos. Linnaeus, ilustre naturalista de su época, procedió a caracterizar cada grupo humano de una manera elemental (la finalidad de las taxonomías consiste en establecer un conjunto sucinto de reglas que nos permita distinguir y, por tanto, catalogar aquello que es híbrido y heterogéneo): los europeos, gobernados en base a leyes, los americanos, gobernados por medio de costumbres, los asiáticos, gobernados por la opinión, y los africanos, gobernados en base a lo contingente y arbitrario, ubicando a estos últimos en un estado muy próximo a lo primitivo (Fontana 1995: 125).

Poco tiempo después, Hegel, a manera de eufemismo, habría de convertir esta clasificación en un metarrelato, en una lógica de la historia (1). Los ingleses que inspiraron a Hegel, tal como lo ha demostrado Luckács en El joven Hegel, no fueron menos prejuiciosos que Linnaeus en sus clasificaciones (Lukács 1975). El desarrollo de los pueblos iba a estar ahora determinado en relación a la capacidad de estos pueblos para llegar o no a esa etapa conocida como capitalismo mercantil. Según esto, para que un pueblo fuese considerado "civilizado" debía participar en la arrebatada y fragmentadora ceguera del comercio. Tampoco Marx estaba libre de estos profundos y generalizados prejuicios. El desarrollo social estaba determinado en base a los índices de desarrollo tecnológico, con la diferenciación y de igual manera con la especialización social y estatal. Fue en esta síntesis de los modos de producción y sus consecuentes relaciones sociales que Marx provocó la confluencia del pensamiento económico inglés (de allí, su soterrada experiencia de la revolución industrial), la metafísica alemana y la filosofía de la historia. El utopismo francés, si seguimos los lineamientos de Engels, resultó inadecuado. La dimensión utópica de un pensamiento que nos llevaría a conquistar lo impensable y lo impredecible se subordinó a los imperativos del desarrollo tecnológico estatal. Esto rebasa, sin embargo, los límites de este trabajo.

Ahora me gustaría sugerir que en la actualidad se determina el nivel de desarrollo alcanzado por una sociedad de acuerdo a un doble criterio que incluye el desarrollo tecnológico y la incorporación a una economía de mercado, incluso ante el abandono de una percepción metafísica de la historia. Si la gente no hace uso del Internet, si no compra IBM y Microsofts, si no calza Reeboks o si no come en McDonalds, entonces se les tilda de primitivos, de sujetos pertencientes a culturas "tradicionales" que rehusan cambiar su pasado por la amnesia que promociona la televisión. Así, nosotros, los miembros de una sociedad articulada a partir de la tecnología y orientada hacia el mercado, nos convertimos en norma por medio de la cual otras sociedades son evaluadas; estas sociedades acceden al desarrollo en la medida en que nos reflejen a nosotros mismos, meros adictos al futuro. Si en la Edad Media lo transcendente se dispensaba desde la magnificencia de la catedral gótica, hoy en día nuestras computadoras personales, la red del Internet, al igual que los cajeros automáticos diseminados en el espacio relativo y ascéptico de los aeropuertos, se han convertido en el locus de aquella dispensación transcendental, una dispensación que, nuevamente, se nos otorga como un futuro que es ya presente. Así lo sugiere el slogan de la multinacional Microsoft: "Where do you want to go today?" (¿A dónde quieres llegar hoy?). En efecto, la virtualización de la realidad social por medio de las autopistas de la información y la colonización del mercado internacional ha devenido en una especie de turismo cibernético (2). Tal virtualización de la realidad se promueve a partir de una tecnología que se autodevora debido al vertiginoso ritmo de innovación tecnológica que la destina a la obsolencia desde el momento mismo en que aparece en el mercado. Vivimos, pues, en la ilusión de la ubicuidad: la sensación de poder estar en todos lados sin estar en ninguno. Esta ubicuidad no es otra cosa que el "yo trascendental" prometido por Kant, Hegel y Husserl. Así, la aporía de la omnipresencia que signa el "yo trascendental" de estos filósofos está también presente en la ubicuidad de la tecnología: ¿De qué sirve esforzarse por obtener algo que ya se posee? Bien pensado, entonces, la omnisciencia y la omnipresencia promovida por el espacio cibernético deviene en la abolición de un sentido de la historia y, consecuentemente, en un atrofiamiento de nuestra capacidad de pensar históricamente. El espacio cibernético niega la posibilidad de imaginar utopías para aquéllos que desconocen su destino o la manera de llegar a él. Paul Virilio expresó con brillante amargura: "Qué habremos de esperar cuando ya no tengamos que esperar para llegar a ello?".

Si lo anterior sirve de preámbulo, ¿a dónde quiero llegar?. En compañía de Borges y Foucault, aludo a una serie de taxonomías, tipologías, periodizaciones, clasificaciones, categorizaciones y compartimentaciones. Aludo al poder de demarcar fronteras que incluyen y/o excluyen a otros. Aludo a las "cartografías cognitivas geo-políticas" (para usar una expresión de Jameson) que le imponen un patrón normativo al pensamiento, al mundo y a la gente fuera de sus continentes y de su historia, incluso fuera de sus propias vidas. Borges, haciendo referencia a Wilkins pero también a las grandes enciclopedias de la cultura occidental, escribió lo siguiente: "no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural" (Borges 1974: 708). Toda taxonomía, todo sistema de clasificación y diferenciación, representa un acto de violencia epistemológica, metafísica e incluso fenomenológica. Aquí quisiera valerme de una brillante frase de Bill Martin: "Ya que la razón no puede ser completamente separada de la sin razón, debe reconocerse que existe un lugar propio a la razón que es también el lugar de la sin razón" (Martin 1995: 71). La arbitrariedad —y por tanto la contingencia— de las taxonomías y las clasificaciones que nos trazan tanto el mapa del mundo como el de la historia, se esconde tras el poder de un pronunciamiento cuya autoridad reposa en ese acto de violencia epistemológica. ¿Quién dijo que la trayectoria del sol de la civilización va de Oriente a Occidente y termina reposando en el corazón de Europa? Y ¿por qué?. Las "cartografías cognitivas geopolíticas" legitiman, a la vez que desautorizan, no sólo ciertos pronunciamientos, sino también el locus de estos y de otros enunciados. Tanto el mapa del mundo como el de la historia se traza primordialmente según criterios arbitrarios de orden temporal y cronotopológico.

Era de esto precisamente de lo que quería hablar: del tiempo, de quién mide y controla el tiempo, con qué medios y a quién se temporaliza. Aludiré a los que se benefician del tic-tac del reloj global. Haré referencia a la manera en que el dinero compra el tiempo y cómo el tiempo consume el espacio. Me referiré al tiempo que mantiene vivas las locomotoras, y al tiempo que desentraña el espacio, al tiempo que conlleva a la erosión de la vida: el tiempo de las máquinas que difumina la diversidad genética y erosiona lo heterogéneo de la vida. Hablaré de la modernidad, de la posmodernidad y de aquello que está más allá del tiempo y del espacio: la transmodernidad. Primeramente, elaboraré de manera esquemática los paralelos entre el cristianismo, la modernidad y la posmodernidad. Luego haré referencia a la crítica de estos modelos llevada a cabo por las filosofías de la liberación. Mi sugerencia es la siguiente: la posmodernidad no es otra cosa que la modernidad implementada por nuevos medios; y a menos que ésta sea complementada con la noción de poscolonialidad y con la crítica transmoderna sugerida por pensadores tales como Mignolo, Bhabha, Spivak, Zavala y sobre todo Dussel, la posmodernidad continuará siendo un instrumento de colonización y evangelización. Finalmente ejemplificaré mi análisis con una referencia a lo que considero uno de los desafíos más importantes a una teoría moderna de la moralidad: "la colonización de la semilla" haciendo uso de la expresión de Vandana Shiva.

2. La cristiandad o el Orbis Cristiano

Una ruptura epistemológica y ontológica se produjo cuando del encuentro entre Jerusalén y Atenas, encuentro que reunió la metafísica griega con la espiritualidad judía, nació el cristianismo. El cristianismo es la síntesis de la metafísica griega y la historia teleológica y providencial del judaísmo. Si el mundo griego demarcaba las fronteras desde el interior de la ecumene (el mundo habitable y civilizado de acuerdo con el criterio dicotómico civilización/barbarie), la cristiandad, por su lado, circunscribía los límites de la ecumene según las fronteras temporales de un Dios que se autorrevelaba, un Dios agente de la historia. Si para griegos y romanos la distinción entre los bárbaros y los ciudadanos se basaba en el lenguaje, en la pertenencia a la polis y en la similitud de costumbres, para los cristianos la distinción se relacionaba, en última instancia, con el grado de aceptación y participación en un proyecto autorrealizable y divino. Si para los griegos y los romanos el bárbaro es aquel que balbucea, para los cristianos el bárbaro es el pagano, el infiel y, sobre todo, el hereje (cf. Borst 1992; 1955-1963). Los desplazamientos de las perspectivas presuponen una redefinición radical de la naturaleza de la ecumene, una redefinición posible gracias a un descubrimiento o invención. La cristiandad descubrió y/o inventó a un mismo tiempo la historia y la historicidad. La primera se refiere al plan providencial de Dios, la otra se refiere a nuestro reconocimiento de ese plan. La historicidad es una experiencia de la historia subjetiva y localizada. Pero el reconocimiento de la historia no es condición suficiente para la historicidad. Si poseemos un reconocimiento subjetivo de la historia, podemos diferenciar cuán lejos o cuán cerca estamos del plan revelador de Dios. En otras palabras, nuestra conciencia de la historia es histórica y esa realización se produce a partir de una lógica inherente a la historia. Esta interdependencia entre historia e historicidad llevó a que Ranke formulara la famosa sentencia según la cual "toda época histórica está a igual distancia de Dios". Resumiendo: el Imperio Cristiano, el "sacro Imperio Romano, la cristiandad, se definen y determinan temporalmente.

Ésta es aproximadamente la ruptura epistemológica y ontológica entre el desplazamiento del paradigma que acaeció durante los primeros cuatrocientos años de la era cristiana. Fueron estos los años de la patrística eclesiástica; específicamente, los años en que San Jerónimo, Tertuliano, Orígenes, San Ambrosio, Crisóstomo y sobre todo San Agustín tradujeron la espiritualidad hebrea y la metafísica griega a un episteme completamente diferente. El eje fundamental de esta episteme es, como ya lo apuntamos, el tiempo. El mundo histórico y la historicidad de la subjetividad y de la sociedad gravita en torno al eje de la Heilsgeschichte (historia de la salvación). El plan de Dios, el cronotopo divino, posee una línea temporal inequívoca. El Alpha y el Omega, la génesis y el echaton, son los parámetros temporales que enmarcan las acciones humanas. La historia tiene un comienzo y un telos. La historia de la cristiandad puede ser leída como un relato de los diversos modos en que cualquiera de estos polos temporales ha sido enfatizado o marginado. Ya sea que estamos atrapados en la espiral descendiente de una historia de caída y de degradación, o ya sea que la historia debe todavía autorrealizarse en la medida en que todavía no es lo que puede llegar a ser, noch nicht, tal como lo consignó Bloch, ambas fluctuaciones se articulan en torno a la imagen de Adán: Adán como el pecador expulsado del paraíso terrenal, o Adán como promesa prometéica. La historia cristiana puede ser la historia de la caída y la degradación de la humanidad, o puede ser también el intento de capturar en un futuro la plena humanidad prometida por Adán y Jesús, éste último como hijo del hombre y de Dios, como segundo Adán. Es, pues, en la imagen de Adán donde podemos descifrar la cualidad particular de la temporalidad cristiana. Adán es tanto el principio como el fin. Nacemos como adanes, pero vivimos para morir y regresar a nuestra imagen adánica. La prolepsis se encuentra con la analepsis. Más concisamente, la temporalidad cristiana es una analepsis proléptica, una temporalidad que cancela y anula lo que yace en medio, lo cual es precisamente lo que otorga humanidad a la acción y a la historia. Para resumir podemos decir que la cristiandad europeo-medieval instituyó una cronotopología del mundo por medio de la cual se trazó un mapa del mismo que eliminó los loci espacio-temporales de otras culturas. La forma particular por medio de la cual esta cronotopología adquirió semblanza se produjo en el cronograma de la evangelización. Esta evangelización llevó al desentrañamiento de otros cronotopos y de otras experiencias de trascendencia (cf. Subirats 1994).

3. La modernidad como secularización del cronograma cristiano

Valiéndose de otros medios, la modernidad perpetuó la cronotopología cristiana. La modernidad es la autodescripción de la sociedad a partir del tropo de la secularización de la historia divina. ¿En qué consiste tal secularización? Consiste básicamente en la noción de progreso, la tan conocida separación de la iglesia y del estado, el desarrollo y la diferenciación social; consiste en la diferenciación de las esferas de valor y de los sistemas y subsistemas sociales (haciendo uso de la terminología de Weber y Habermas). El progreso, el desarrollo y la diferenciación social son los instrumentos por medio de los cuales nuestras sociedades persisten en su modernidad. Calificar nuestras sociedades de modernas es, en cierta medida, una repetición de la empresa de los misioneros cristianos quienes se autoadjudicaban un estatus providencial, es decir, la misión del sujeto blanco como sacrificio: evangelizar y colonizar al infiel. Si la cristiandad exportaba, como todavía lo hace, la trascendencia divina, hoy en día exportamos progreso, desarrollo y tecnología, es decir, diversos medios de continuar el mismo proyecto de impostación y desentrañamiento del concepto de trascendecia propio de otras culturas. Calinescu, Jauss e incluso el trabajo magistral de Peter Gay sobre la Ilustración, han señalado la genealogía de nuestra obsesión por llamar "modernos" a nuestros tiempos y nuestras sociedades (Calinescu 1987; Jauss 1994: 324-345; Gay 1969). Es precisamente la cronotopología cristiana la que soterra algunas de las creencias más fundamentales de nuestra cultura occidental: revolución, progreso, subjetividad, libertad, democracia, y, más aún, Ilustración, Renacimiento, Reforma y Barroco (cf. Paz 1974). La necesidad fundamental de nuestra cultura por determinar su posición de cara a la historia y a la historicidad ha llevado a la obsesiva necesidad de enunciar la "modernidad" de nuestro tiempo. Por ende, la modernidad es la autodescripción de la sociedad de acuerdo a un tropo temporal. Al autoafirmarse y autodeterminarse, la modernidad se instaura en la localidad más avanzada de la línea temporal de una historia redentora. La modernidad conlleva la subordinación de todo proceso social y la tiranía de una teleología providencial, sea ésta una teleología de la verdad, del desarrollo o del progreso. La modernidad es el panóptico de Bentham cuyo centro es el cuadrante del reloj (Foucault 1984; Mendieta 1995).

El cronograma que le otorga semblanza a la modernidad se articula como una dualidad interrelacionada de manera compleja: modernización y secularización. Para la modernidad la modernización es parte de un proceso de secularización y vice versa (cf. Lübbe 1965). En ambos casos, sin embargo, el proceso social es parasitario de una suerte de expoliación religiosa. En otras palabras, ambos procesos sociales representan una dependencia del Orbis Cristiano, una cristiandad que circunscribe el ecumene. Hoy en día, a manera de ejemplo que encarnaría aquella interrelación, nos estremecemos ante la amenaza del fundamentalismo religioso, sea éste en la forma del teleevangelismo, del fundamentalismo islámico o del fervor religioso de la extrema derecha. El primitivo, el salvaje y el infiel, asomados en el umbral, todavía nos atemorizan (cf. Casanova 1994).

4. La posmodernidad como cronotopología negativa de la modernidad

La posmodernidad es una expresión de la angustia y el nihilismo que resultaron del derribamiento de todas las teleologías occidentales. Debido a que la cronotopología de la cristiandad y de la modernidad culminaron de una u otra forma en el holocausto del amerindio, del africano y del pueblo judío (en los campos de concentración de la segunda guerra mundial), la posmodernidad nos impulsa a rechazar todo tipo de teleología. De igual manera, la posmodernidad rechaza también los proyectos de modernización que desembocaron en los Gulacs, en Pol Pot y en los "cien años de estancamiento temporal" que presenciamos en los países del tercer mundo. Tal como lo han apuntado James Flax y Seyla Benhabib (Benhabib 1994), la posmodernidad pretende ser el punto final de la historia, la metafísica y el anthropos occidental, esto es, el fin de una imago del hombre bajo la forma del sujeto cartesiano, kantiano y hobbesiano. Haciendo eco de Jorge Luis Borges, Derrida apunta que la historia de Occidente ha sido la historia de ciertas metáforas y metonimias: estructura, episteme, arche o telos, etc. La matriz de esta historia ha sido el intento de pensar el Ser como presencia. Más aún, este intento quiere pensarse como centro de la totalidad. El centro de la totalidad, empero, está siempre afuera de la totalidad. La matriz del proyecto metafísico de Occidente es una presencia perpetuamente diferida que exige para sí misma cierta realidad aquí y ahora. La différance es siempre una diferencia diferida hacia un momento anterior o posterior (Derrida 1989). La coherencia de la metafísica occidental es parasitaria de un momento de presencia que nunca es realizable, sea esta presencia manifestada en el eidos, arche, telos, energía, presencia divina, progreso, secularización y modernidad. Con Auschwitz, los Gulacs e Hiroshima perece la hybris que motiva el auto-adjudicamiento que la sociedad occidental ha llevado a cabo en relación a la presencia de una diferencia perennemente diferida. La posmodernidad, con gesto comparable, pronuncia la muerte del Hombre: el sujeto no podrá realizarse como presencia ni en el sujeto cartesiano, ni en la entidad moral y autónoma de Kant, ni en el animal político hobbesiano, el buen salvaje rousseauniano, el inconsciente colonizado freudiano, etc. Quizá el sujeto haya sido una configuración particular, una técnica específica para la subjetivación y la estructuración de las formas que nos permiten relacionarnos con nosotros mismos y con los demás, ya sea como amos y/o como esclavos (tal como lo afirman Foucault y Derrida).

Debieran ser evidentes las razones por las cuales tantos pensadores, entre ellos Habermas y Benhabib, ven en los posmodernos a los nuevos conservadores de nuestra época. El pronunciamiento posmoderno en torno a la muerte de la Metafísica, del Hombre, de la Historia han sido entendidos como el fin de los proyectos emancipatorios. En efecto, si tanto la historia como el sujeto han perecido, ¿cuál sería la motivación detrás de cualquier gesta emancipatoria? Si el sujeto es una ficción, una ficción que es ella misma y desde siempre un instrumento de su propia subyugación, entonces no queda más remedio que abandonar el proyecto de liberación subjetiva. Si toda teleología culmina irrevocablemente en Auschwitz, los Gulacs e Hiroshima, entonces más nos valdría dejar de lado nuestra delirante persecusión del futuro. Es por ello que me gustaría representar la posmodernidad bajo el cronograma del "fin de la historia" o del "fin de los metarelatos" (cf. Niethammer 1992). Mi argumento es que dicho cronograma no es sino otra manifestación del cronotopo instaurado por la cristiandad. Es el mismo cronotopo que observamos en la modernidad, pero ahora, sin embargo, en su expresión negativa. De hecho, la manifestación negativa del cronotopo cristiano se halla siempre implícita en la naturaleza del tropo de la temporalidad. El "fin de la historia" como una cancelación y anulación de la historia no es más que un ejemplo de la proplepsis analéptica (3). Aquí sólo me queda aludir a la tecnología y al progreso como versiones seculares de la perfección de Dios, y a una eventual alienación de la historia y el tiempo producida por la tecnología. Un progreso perpetuo conlleva la paradójica situación de un estancamiento temporal. Como lo consigna Gehlen en "Ende der Geschichte?", todos los cuestionamientos básicos de la ciencia y el conocimiento han sido ya respondidos. Tan sólo nos queda el minúsculo reto de la implementación práctica de esas respuestas. Esto ultimo repite el tono que escuchamos en las especulaciones de un Lyotard, un Rorty y un Fukuyama (Vattimo 1990; 1995).

Permítanme resumir la semblanza familiar que he venido elaborando con la siguiente formulación: si en la cristiandad el sujeto cristiano se arroga el privilegio de nombrar la historia y el tiempo, en la modernidad tan sólo los más modernos (es decir, los tecnológicamente aptos y socialmente privilegiados) pueden anunciar el momento histórico global. En la posmodernidad, en cambio, nadie puede nombrar el tiempo, en la medida en que la historia, el hombre y la metafísica están finiquitados. De este modo, la posmodernidad perpetúa la intención hegemónica de la modernidad y de la cristiandad al negarle a otros pueblos la posibilidad de nombrar su propia historia y de articular su propio discurso auto-reflexivo (que en cierto modo es el meollo de la metafísica). En resumidas cuentas, el cronotopo de la Cristiandad, tras el ropaje de sus diferentes cronogramas (evangelización, modernización, secularización, y, más recientemente, fin de la historia y fin de los metarrelatos), se establece como el panóptico de la temporalidad. Funciona así como un mecanismo que divide la temporalización de aquello que es temporalizado. A través de este mecanismo el tiempo desentraña tanto el espacio como la trascendencia del Otro. Dicho de otro modo, el cronotopo de la modernidad o la posmodernidad desterritorializa y reterritorializa las cartografías espacio-temporales del planeta según el cronómetro de la historia redentora, o de acuerdo con la linealidad temporal del desarrollo tecnológico, el progreso social y la integración en el mercado global.

5. Hacia las hetero-crono-topologías: filosofías de la liberación y poscolonialidad

Llegado a este punto quisiera resumir los puntos fundamentales de uno de mis trabajos "From Christendom to Polycentric ecumene", para ofrecer al lector algunos destellos sugerentes de su contenido total. Las filosofías latinoamericanas de la liberación, parcialmente inspiradas en las teologías de la liberación, se desvían fundamentalmente del eje de la cristiandad (Mendieta 1997: 263-272). En vez de dividir/divinizar el mundo en creyentes y no creyentes, las filosofías de la liberación consideran el mundo desde una perspectiva vitalista. El Dios cristiano es primordialmente un Dios de la vida en vez de ser un Dios de los filósofos, un profesor sistemático de teología o un metafísico con ínfulas de historiador (Hegel fue el último en ejercer todos estos cargos). En tanto y cuanto el Dios cristiano es un Dios de la vida, su rostro se perfila en todos los actos de reverencia y piedad hacia la vida, tal como lo aseveró Pascal y como lo repitió Borges: "Dios es una esfera cuya circunferencia está en todas partes y cuyo centro no está en ninguno" (Borges 1974: 240 ss). Lo anterior implica un entendimiento radicalmente descentralizado de la trascendencia y de la religión. Como experiencia descentrada de lo divino, las teologías de la liberación apuntan hacia lo heterotópico y no hacia lo atópico o lo homotópico. Más importante aún, el locus theologicus está encarnado por el pobre tanto en su espacialidad como en su temporalidad. A manera de un lente teológico en el cual podemos observar el mundo, el pobre nos lleva a ver las diferentes formas en que los pueblos yacen privados de localidad e historia, así como de los medios más fundamentales de subsistencia: educación, estima e integridad. La pluralidad de los modos de pobreza nos lleva a percatarnos de las muchas maneras como lo divino se anuncia a sí mismo como ausencia, como promesa y como llamado: Dios como un pedido de tierra para el Amerindio cuya presencia ha sido excluida de la tierra en los últimos quinientos años de evangelización; Dios como un llamado a la dignidad de la mujer, víctima entre víctimas; Dios como un llamado a reflejarse en los dioses de otras culturas. En resumen, los márgenes que caracterizan la ecumene de las teologías de la liberación se demarcan no por aquel que se excluye, sino más bien por aquel que se incluye en la "comunidad de vida" (cf. Dussel 1996: 54ss).

La poscolonialidad (4) y la transmodernidad, de manera similar, quieren distraernos del cuadrante del reloj panóptico de la modernidad y fijar nuestra atención en el doble eje temporal-espacial. La hegemonía del cronotopo cristiano está basada en su habilidad de ocluir la constante transformación de lo temporal en lo espacial, pero también, y al mismo tiempo, en su habilidad para lograr un desentrañamiento del espacio. El cronotopo cristiano desentraña espacios en tanto y en cuanto convierte la tierra de otros en tierra prometida (cf. Subirats 1994). América se convirtió, por ejemplo, en el locus utópico para la realización del proyecto temporal europeo (la Nueva Jerusalén), pero también en el no-lugar del Amerindio. La poscolonialidad y la transmodernidad nos llevan a reflexionar sobre el carácter dual de la secularización, es decir, como un proceso que tiene un anverso y un reverso: un "sistema-mundo" (Wallerstein / Dussel) en el cual la riqueza de unos pocos se predica en el empobrecimiento de la mayoría. La transmodernidad y la poscolonialidad funcionan como medios de localización y hallazgo de nosotros mismos; son instrumentos de autonominación que revelan las diversas formas en que nuestra propia territorialización nos ha llevado a la desterritorialización de los demás. Ambos, la transmodernidad y la poscolonialidad, son intentos de pensar el cristianismo, la modernidad y la posmodernidad desde una óptica marginal de manera tal que las dimensiones espaciales y temporales puedan ser contempladas simultáneamente (Scharg 1992: 148 ss.; Welsch 1995).

6. "La colonización de la semilla" o cómo el Tiempo desentraña el Espacio

Finalmente, quisiera concluir ilustrando lo que he querido decir hasta ahora al hablar del desentrañamiento del tiempo llevado a cabo por el cronotopo cristiano. Me baso en este ejemplo para resaltar la forma en que nuestros medios de cartografiar (cognitiva y geo-políticamente) el tiempo y el espacio excluyen, colonizan y homogenizan, para luego vender a los imperativos del intercambio mercantil, el espacio y el tiempo de los demás: sus vidas, sus esperanzas, sus propias utopías y las perspectivas de un futuro aún no realizado. El ejemplo es el de la biotecnología que, como mecanismo que acelera el arribo del futuro, convirtiéndose en el arma más sofisticada del arsenal del orden dromocrático (dromo = velocidad), para usar una expresión de Paul Virilio (Virilio 1986), ha desembocado en dos condiciones paradigmáticas y simultáneamente modernas y posmodernas: 1) la erosión genética y 2) la privatización y apropiación de las formas de vida a través de la patentización de códigos genéticos pertenecientes a la flora y a la la fauna, sin dejar de lado el genotipo humano (cf. Kloppenburg / Jack 1988; Shiva 1991: 241-251; 1995: 193-213).

Nuestra virtualización de la bio-diversidad a través de mapas genéticos nos ha llevado a dividir la semilla de la vida en la semilla como tal, es decir, como garante de la continuación de las cosechas, y en la semilla como grano, como una forma de preservar la vida. Esta división ha resultado en la transformación de la vida en un valor de uso, en una equivalencia privada de cualidad (pensamiento de Adorno en torno a la identidad en su más alto grado, y la Gestellt de Heidegger elevada a la enésima potencia). En segundo lugar, la semilla como valor de uso o su equivalente, el mundo entero como una inmensa red electrónica en la que todo ha sido virtualizado, ha dado como resultado la apropiación efectuada por las transnacionales de la riqueza genética de particulares espacios bio-regionales. En tercer lugar, y esto debiera resultar bastante evidente, si los dos aspectos de la semilla se separan, aquel que controle la semilla como tal, habrá de controlar también la semilla como grano: aquel que controle los medios de la reproducción genética de la vida, controlará los medios para la preservación y mantenimiento de la vida. En la era del misil inteligente, del Internet, de cartografías genéticas sometidas a la propiedad intelectual, la supervisión material y la coerción física se han convertido en meros rituales y despliegues atávicos. La gente está condenada a perecer antes de haber nacido, y al nacer su sustento ya tiene dueño aun antes de ser sembrado y cosechado.

7. Una búsqueda esperanzadora del tiempo... sin conclusiones

Como hijo que soy de la modernidad, rechazarla implicaría aceptarla ya fervientemente. Este ensayo no ha versado, pues, sobre la intención de tomar una posición determinante en contra de la modernidad. De la misma manera, la perspectiva que he intentado elaborar en esta breve incursión no es anti-eurocéntrica, ni tampoco pretende colocarse frente a a las posiciones anti-eurocéntricas. Así como he conceptualizado a Europa como la nemesis de la historia universal, también tiendo a pensarla como su gran promesa prometéica, emulando ciertos comentarios de Habermas (Habermas 1994: 73ss.). Aun más, no puedo dejar de pensar en Europa sin pensar en Africa, Asia y América, los espejos distorsionados en los que se proyectan representaciones de su Otredad y de sí misma. Y no puedo referirme a América Latina sin referirme a su lucha perenne por definirse y pensarse a sí misma conjuntamente con y más allá de Europa (cf. Zea 1992) (5). De hecho, Europa, no ha sido menos "inventada" que América.

¿Qué constituye a Europa? ¿Cuando se origina? ¿Donde se trazan sus fronteras? A mi parecer, Europa no es menos ficticia que el sujeto masculino WASP (White, Anglo-Saxon, Protestant), pues tanto uno como otro son instituciones interpretativas que producen y reproducen representaciones que originan, frustran y/o posibilitan ciertos modos de acción, autopercepción, cierta renuencia o apertura hacia los otros, incluyendo aquello que difiere de sí mismo. Derrida, por ejemplo, no es menos europeo que Heidegger. No obstante, una noción diferente de lo que significa ser europeo está siempre presente en sus respectivos pensamientos acerca del mundo, la historia y el lugar que estos ocupan dentro de sus respectivas identidades nacionales y sus respectivas historias. Para Derrida, Europa es algo que aún no llega a ser, algo a la expectativa del otro, el otro en medio de sí mismo y fuera de sí mismo (Derrida 1992). Para Heidegger, en cambio, Europa es aquello que permanece atenazado entre el comunitarismo judío y un grave pragmatismo y materialismo. En última instancia, el eurocentrismo es una estrategia interpretativa en vez de ser una categoría natural, para usar las palabras de Rorty. No se nace hombre o mujer, sino que uno se convierte en lo uno o en lo otro. Así como a uno se le socializa para entrar en esa institución que podríamos llamar la masculinidad blanca, también los sujetos pueden llegar a identificarse con la Europa de Heidegger o con la de Derrida. De manera similar, como ciudadanos de los Estados Unidos elegimos las imágenes de América que posibilitan o frustran ciertas "topografías de praxis comunicativas" para usar la apropiada expresión de Calvin's Schrag (Schrag 1992). En la formulación de José Martí, "Nuestra América" sugiere un cuestionamiento: ¿cuál América y de quién?. En mi caso es la América del Inca Garcilaso, y la América de Bartolomé de las Casas, al igual que la América de Bolívar y Santander, pero también la de Douglas, Sojourner Truth, Peirce, James and Mead, al igual que DuBois, Gates, West y Hooks.

Para concluir: este ensayo pretende postular ciertos cuestionamientos referentes al poder de las topologías y las cronologías, de las topografías y las cartografías. Toda periodización siempre presupone una cartografía, así como distribuciones que valorizan y devalúan otros espacios y otros tiempos. Todo evento está inevitablemente ligado al locus donde dicho evento sucede. La preservación de las coordenadas espacio-temporales (no como coordenadas matemáticas, sino como presuposiciones geográficas para todo entendimiento), resalta lo que Walter Mignolo ha denominado hermenéuticas plurotópicas (Mignolo 1995). La práctica occidental de vigilar el calendario de la historia universal ha desembocado inevitablemente en la relegación de otras culturas, sociedades y pueblos a un lugar más allá o más acá de la historia (el discurso hegeliano es el ejemplo más flagrante de lo que estamos consignado). Una hermenéutica pluritópica revelaría las consecuencias de este doble acto de temporalización y espacialización. Así, este ensayo quiere también expandir el horizonte interpretativo implícito en la siguiente pregunta: ¿Cuál es la naturaleza de nuestro mundo y sociedad contemporáneos? He intentado dilucidar las conexiones soterradas entre el cristianismo, la idea de Europa y ese término que continúa cautivándonos: la "modernidad" (6). Tales conexiones me parecen de suma importancia ahora que nos acercamos al tercer milenio (una denominación temporal que nos remite a nuestra herencia cristiana y que ya y desde siempre apuntan hacia Europa). No se quiere con esto insinuar, sin embargo, que Europa, la modernidad o el cristianismo son los únicos poseedores y herederos de cualquiera de estas tradiciones, sino sugerir hasta qué punto estas tradiciones han sido desde siempre parasitarias, canibalizantes de la otredad: el bárbaro, el primitivo, el hereje, el buen salvaje, el caníbal, los pueblos ignorados por la historia, aquellos que aún la aguardan, el rostro del Otro en quien Europa vio al mismo tiempo su temor más terrible y su esperanza más alentadora.

[Traducido por Marcelo Paz y Pedro Lange-Churión]

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Notas

  1. Me abstengo en esta oportunidad de discutir extensamente el eurocentrismo, el racismo y el sexismo firmemente arraigados en el pensamiento hegeliano. Quisiera, sin embargo, referirme a dos textos centrales de dicho pensamiento: los Principios de la filosofía del derecho y las Lecciones sobre la filosofía de la historia. En el primero, Hegel escribe: "Al pueblo al que le corresponde un momento tal como principio natural, le está confiada la realización del mismo dentro del proceso evolutivo de la autoconciencia del espíritu universal. Este pueblo es el pueblo dominante en la historia universal en esa época determinada, y sólo puede hacer época una vez en la historia" (Hegel 1975: § 346). En otras palabras, la elección divina manifiesta el paradero y el destino de los pueblos, siempre y cuando el "espíritu" de estos se manifieste a sí mismo como estado-nación, pues esto es justamente lo que garantiza que las naciones más fuertes le hagan la guerra a las más débiles y las subyuguen a su fuerza tiránica y "civilizadora". En el segundo de los textos mencionados, Hegel escribe lo siguiente: "El Nuevo Mundo quizá haya estado unido antaño a Europa y Africa. Pero en la época moderna, las tierras del Atlántico, que tenían una cultura cuando fueron descubiertas por los europeos, la perdieron al entrar en contacto con éstos. La conquista del país señaló la ruina de su cultura, de la cual conservamos noticias; pero [éstas] se reducen a hacernos saber que se trataba de una cultura natural, que había de perecer tan pronto como el espíritu se acercara a ella. América se ha revelado siempre y sigue revelándose impotente en lo físico como en lo espiritual. Los indígenas, desde el desembarco de los europeos, han ido pereciendo al soplo de la actividad europea. En los animales mismos se advierte igual inferioridad que en los hombres. La fauna tiene leones, tigres, cocodrilos, etc; pero esas fieras, aunque poseen parecido notable con las formas del Viejo Mundo, son, sin embargo, en todos los sentidos más pequeñas, más débiles, más impotentes. Aseguran que los animales comestibles no son en el Nuevo Mundo tan nutritivos como los del Viejo. Hay en América grandes rebaños de vacunos, pero la carne de vaca europea es considerada allí como un bocado exquisito" (Hegel 1980: 170-171). Para un comentario crítico a estas observaciones, véase (Dussel 1995).

  2. Quizás estas correlaciones resulten obvias, pero no por ello dejan de sorprenderme. Primero, las industrias de la informática y la tecnología son, en gran medida, una mercancía maravillosa: poseen una obsolencia inherente y un código de propiedad que asegura que nadie o muy pocos puedan usufructuar de su duplicación. Segundo, estas tecnologías informáticas aseguran y prometen la posibilidad de la omnisciencia y de la omnipresencia. Dichas tecnologías han conquistado la función que la Summa y la Enciclopedia tenían durante la Edad Media y la Ilustración. Tanto la Summa como la Enciclopedia cumplían sus funciones dentro del ethos imperial. Hoy en día, Microsoft perpetúa dicha función. Tercero, la noción de poder conectarse con cientos de personas literalmente diseminadas en la superficie del planeta, nos brinda la sensación de poder estar en todas partes. No obstante, esta ilusión de ubicuidad es perniciosa. ¿Cuántos centros informáticos existen en África, Asia y Latinoamérica? Nos engañamos al pensar que accedemos a la diferencia a través del Internet, pues tan sólo se nos provee más de lo mismo. La gente con la que intercambiamos mensajes por Internet es la misma que, en todo caso, encontraríamos en un congreso internacional. En cualquier caso, un nuevo fetichismo se ha manifestado: el fetichismo por las tecnologías de la informática. A menos que estemos al tanto de la dimensión capitalista e imperialista de estas nuevas formas de tecnología, continuaremos manteniendo su función como instrumentos de colonización y preservación de una distribución y apropiación asimétricas de la riqueza planetaria. Mi intención no es sugerir que incineremos nuestras computadoras personales, o que desconectemos abruptamente los cables del Internet. No, esto no pretende ser la exortación de un neo-ludita (después de todo, este texto fue escrito con la ayuda de Big Blue (IBM) y Word Perfect). Tan sólo quiero sugerir un cuestionamiento: ¿quién manufactura los "chips", quién produce el software, quién lo patenta y quién detenta las utilidades?

  3. Esta expresión se la debo a mi colega Pedro Lange-Churión, quien a veces entiende mejor mi pensamiento que yo mismo.

  4. Mi comprensión de los términos poscolonial y poscolonialidad está basada en el trabajo de Walter Mignolo (Mignolo 1995). Véanse también: Williams / Chrisman 1994: 269 ss.; Prakash 1994). Las selecciones de Williams y Chrisman conformarían un libro de texto de gran utilidad para una posible clase que pretendiera lidiar con esta complicada temática.

  5. El trabajo de Zea ha sido decisivo en mi comprensión de este asunto, así como también lo ha sido el trabajo de Dussel.

  6. Parte de la ampliación del horizonte interpretativo tiene como finalidad llevarnos a pensar en torno a la modernidad como algo más heterogéneo de lo que hasta ahora ha sido articulado. David Ingram me ha sugerido la necesidad de diferenciar en mi trabajo entre las posibles modernidades, por ejemplo una modernidad política y una modernidad tecnológica. Al aceptar su sugerencia me propongo sumar aún más modalidades a la modernidad. Ha habido más de dos modernidades: por lo menos una política, una científica, una filosófica y una religiosa. Además, no hablaría tanto del proyecto incompleto (unvollendet) de la modernidad, sino más bien de una modernidad insuficiente (Die unzulängliche Modernität). El primero opera bajo el presupuesto que las metas y los medios de la modernidad han sido establecidos, descubiertos, prefijados y que solo se trata de completar estas prescripciones, de seguir al pie de la letra un mapa ya trazado, de continuar con una metáfora central ya elaborada. El segundo opera, al contrario, bajo el supuesto de que la modernidad es una actitud inquisitiva (aquello que Wolfgang Welsch llama "das Moment der Übergänge") que cuestiona aún sus propias creencias, planes y estrategias. La modernidad es tal en tanto y en cuanto caiga en cuenta de que como proyecto es siempre insuficiente y está destinado a quedar incompleto. La Ilustración, el espíritu crítico dentro de la misma modernidad, es tan sólo verdadero en la medida en que requiera de más ilustración.

 

[Fuente: Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta, editores. Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate). México: Miguel Ángel Porrúa, 1998.]

© José Luis Gómez-Martínez
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