Miguel Catalán González
Nihilismo: Una
exclusión en el vacío
En un reciente artículo
sobre Nietzsche con ocasión del centenario de su muerte
se vuelve a utilizar el término “nihilista” aplicado a Nietzsche
y Schopenhauer. Al primero torna a atribuírsele una paradójica
doctrina: la que combina su supuesto nihilismo con su divisa más
firme, el “amor apasionado por la vida”; Schopenhauer, por su
parte, sería también nihilista al pensar que no valía la pena
“amar la vida”, aun cuando predicara a cambio la primacía de la
voluntad y la adhesión a ciertos valores religiosos.
Tales aparentes
contradicciones acerca del “nihilismo” atribuido a este o aquel
filósofo no son nuevas. El propio Heidegger, aunque no
contribuyó precisamente a aclararlo, ya hablaba de un "uso
confuso y arbitrario de la palabra nihilismo".
Por mi parte, cada vez que oigo o leo la palabra “nihilista”,
sea en su sentido epistemológico o metafísico, aplicada a Hume,
Nietzsche o al propio Dewey, experimento la desagradable
sensación de habérmelas con un adjetivo menos calificativo que
descalificativo. Al modo del “fascista” o “comunista” cuando se
utilizan para desacreditar a un adversario, “nihilista” contiene
menos descripción que valoración condenatoria. El hecho es que
el término no ayuda a comprender el pensamiento de estos
autores, porque significando nihil “nada”, a ninguno
entre ellos se le puede tener por nadista.
A mi juicio, el motivo de
este viejo malentendido radica en la naturaleza profundamente
metafísica del término ya desde sus orígenes: en 1801, F. H.
Jacobi, uno de los primeros filósofos en utilizarlo, tachó a
Kant y Fichte de nihilistas porque a su parecer la cosa en sí
kantiana implicaba la desaparición del objeto, y,
finalmente, del propio sujeto. La última intención del idealismo
sería la de anularse a sí mismo y abocar al “final perfecto de
todas las cosas” (Jacobi, Werke, III, 75). Para aquel
defensor del misterio y lo incognoscible que era Jacobi, "el
idealismo es nihilismo" (Werke, III, 44).
Ahora bien, los idealistas utilizarían poco después la misma
palabra que los denostaba a ellos para denostar a su vez a otros
pensadores con quienes nada tenían que ver, pasando así de
víctimas a victimarios. Entre estos últimos, William Hamilton
(1788-1856), un filósofo idealista, no tuvo inconveniente en
tachar a Hume de nihilista sobre la base de que éste negaba la
realidad sustancial y sólo daba crédito al mundo fenoménico.
Dejando aparte la deliciosa paradoja de que Hume era a la vez,
a fuer de realista, un no nihilista para Jacobi, y a
fuer de empirista, un nihilista para Hamilton,
cualquier lector ingenuo podría preguntarse: ¿es que acaso el
sujeto trascendental no era nada precisamente para Kant (por no
hablar del mundo fenoménico para Hume)? ¿Qué propiedad
intrínseca hace de unos ideales metafísicos tan diversos como
los de Jacobi y Hamilton los únicos que merecen el título de
“algo”? El hecho de que Hume no sea un esencialista, ¿nos
autoriza a emparentarlo con la nada? Y podríamos continuar
preguntando cuántos de entre los filósofos contemporáneos abogan
por la primacía de las entidades sustanciales. Denominarlos
nihilistas y excluirlos así del mundo de los “alguistas” (al fin
y al cabo, del mundo que hace gala de buen sentido al creer al
menos en algo) parece a todas luces una operación retórica
demasiado cruenta.
Otro asombroso caso de
supuesto nihilismo es el de Schopenhauer, quien postuló con su
noción de Wille un poder (por cierto, de carácter
metafísico) que simbolizaba nada menos que la unidad de la
naturaleza. También el concepto budista de “nirvana”, tan caro a
Schopenhauer, significa algo parecido a la “extinción” del ser
aparente y el “prendimiento” del verdadero ser: el ser que para
el budismo se encuentra tras las apariencias. Para muchos
cristianos, entre ellos los diáconos y sacerdotes, el servicio
divino exige un “desprendimiento” respecto al mundo sensible,
siquiera en un sentido distinto al budismo. A esos cristianos no
les haría muy felices, me parece, la perspectiva de ser tildados
de “nihilistas”; y, sin embargo, no se encuentran a salvo de tal
posibilidad. Por ejemplo, Menéndez Pelayo tachó de nihilista la
poesía “enfermiza y enervadora”
del místico católico Miguel de Molinos, aunque la nadificación
que éste proponía en su Guía espiritual no era sino un
simple instrumento (una “purga del alma”, en sus palabras) para
alcanzar el mar inmenso de la bondad divina. Textualmente Miguel
de Molinos propone: "Abismaos en la nada y Dios será
vuestro todo". No obstante esta muestra de religación
interior de Molinos, un Menéndez Pelayo que censura entre líneas
las simpatías que despertó su quietismo entre los protestantes
aplaudirá unas líneas más abajo el decreto de encarcelamiento
del místico por parte de la Santa Inquisición en mayo de 1685.
Las autoridades rusas, por
su parte, no encontraron ningún inconveniente en llamar
“nihilista” a Lev Tolstoi, un cristiano a ultranza que defendía
los valores prístinos del Evangelio frente a los formalismos de
la Iglesia ortodoxa. Tras leer su drama El poder de las
tinieblas, dotado de una fuerte carga social, Alejandro III
escribió a su ministro del Interior: "Hay que poner término a la
ignominia de L. Tolstoi. No es más que un nihilista y un
descreído".
Ahora bien, el pensador que
inauguró la tradición consistente en tildar de nihilistas a una
gran cantidad de tendencias diversas y ajenas que le
desagradaban fue precisamente Friedrich Nietzsche. En el primer
libro de Der Wille zur Macht (en adelante, WM), Nietzsche
tachó de nihilistas a los budistas (WM, § 26), pero también a
quienes van en pos de la felicidad, a quienes carecen de metas,
a quienes creen que la historia tiene una meta, a quienes ven
imposible prever el futuro, a quienes buscan la autoridad de la
razón en sustitución de la fe, a los espíritus gregarios (WM, §
28), al nacionalismo, al anarquismo, al romanticismo (WM, § 34),
a la poesía popular, a la compasión (WM, § 43), al predominio
del dolor sobre el placer y del placer sobre el dolor (WM, §
57), a los tipos morbosos de todas las clases sociales (WM, §
75) y, siguiendo los pasos de Jacobi, a quienes creen en la
“cosa en sí” (WM, § 27); bajo la figura psicológica del
“pesimismo”, también resultan igualmente nihilistas el
socialismo, las ideas modernas, de nuevo el anarquismo (WM, §
64), y hasta la parte que menos le agradaba a Nietzsche de su
propio pasado biográfico. Dicho de otra manera: nihilista era la
forma atributiva que tenía Nietzsche de vilipendiar cuanto
detestaba.
Pero acaso fue Heidegger
quien, poniéndose a favor del oscuro viento que lo había
levantado, terminaría por hacer triunfar la función polémica del
término al tachar a su vez a Nietzsche, injustamente, de
nihilista,
aun cuando Nietzsche se coloca a sí mismo frente al nihilismo, y
afirma, por ejemplo, que el nihilismo es “patológico” (WM, §
27), que las consideraciones del nihilista están reñidas “con
nuestra más fina sensibilidad de filósofo” (WM, § 31), o que “la
transmutación de todos los valores (...) sucederá algún día al
nihilismo” (WM, § 3). En un juego malabar de palabras llamativo
incluso en el filósofo de Messkirch, Heidegger transformó el
nietzscheano descrédito de lo ultramundano en un descrédito de
lo mundano, es decir, en su contrario. Heidegger marcó las
cartas en este asunto cuando escribió arbitrariamente que “el
ámbito para la esencia y el acontecimiento del nihilismo es la
propia metafísica”.
De manera que quien se desvincule de las realidades metafísicas
es un nihilista. A partir del supuesto de que no hay
vinculación sino con lo ultramundano, Heidegger extrae por su
cuenta, sólo que atribuyéndolo a Nietzsche, la inferencia de que
lo ultramundo es todo, puesto que sin ello no hay nada.
Respecto a la nietzscheana transvaloración de los valores,
afirma Heidegger: "Tras la inversión efectuada por Nietzsche, a
la metafísica sólo le queda pervertirse y desnaturalizarse. Lo
suprasensible se convierte en un producto de lo sensible carente
de toda consistencia. Pero, al rebajar de este modo a su
opuesto, lo sensible niega su propia esencia. La destitución de
lo suprasensible también elimina a lo meramente sensible y, con
ello, a la diferencia entre ambos".
La tergiversación de Heidegger es una muestra más de la “lógica
dialéctica” de raigambre hegeliana por la cual cada cosa es ella
misma, pero también su contraria en caso de que se avenga a las
sedicentes necesidades de la razón. Claro que no encontraremos
un solo fragmento en WM que abone la tesis de que lo sensible
niega su propia esencia al negar lo suprasensible. Y no se trata
de una distensión sintáctica de Heidegger, sino de falta de
probidad en la elección de los textos probatorios. Así, puesto
que contradecían su tesis de un Nietzsche nihilista, Heidegger
no pronuncia una palabra sobre los beneficios de las
transvaloración, el nuevo concepto de salud, el honor recuperado
de los sentidos frente a lo suprasensible o el papel del
Übermensch que atraviesan de punta a cabo el primer libro de
WM.
Para terminar, también el
sentido literario-político de “nihilismo” en Rusia es puramente
valorativo, además de en este caso falsamente activista: una
especie de sinónimo de “anarquista violento” o “terrorista
desenfrenado”. El creador del nihilista literario que
sirvió de base al uso posterior de la palabra en Rusia, Iván
Turgueniev, refiere la primera vez que escuchó esta palabra tras
publicar Padres e hijos (1862) y hacerse popular su
protagonista, el 'nihilista' Bazarov, a quien había concebido
como un demócrata radical y un defensor de las ciencias
experimentales: "¡Mira lo que están haciendo tus
nihilistas! ¡Están incendiando San Petersburgo".
En general, mi convicción
es que la fortuna que tuvieron Jacobi y luego Hamilton con su
anatema (pues se trata principalmente de un anatema moral:
Hamilton estaba censurando a Hume por descreer de la realidad
sustancial, y Jacobi a Kant por creer en ella de forma
irreverente) permitiría en adelante apartar a los filósofos no
metafísicos de la comunidad de los buenos filósofos. Quizá por
esa razón el nihilista siempre es el otro. Quizá también por esa
razón se emplea tal dicterio contra realidades desacreditables
que poco tienen que ver entre sí: el idealismo para Jacobi, el
fenomenismo para Hamilton, el protestantismo para Menéndez
Pelayo, el racionalismo europeo para los lectores eslavófilos de
Turgueniev, tutti quanti para Nietzsche, y, últimamente,
el fascismo y el irracionalismo para muchos.
De hecho, el `nihilista´
tiende en cada caso a configurarse como el negativo de su
creador; cuanto más timorato sea éste, más modoso resultará
aquel. Así, al describir a una muchacha de ideas avanzadas, el
novelista Paul Bourget define como “nihilismo” algunos de sus
rasgos más enfadosos: "la muchacha (...) profesaba las teorías
más atrevidas, se burlaba de los prejuicios e incluso de la
moral corriente".
Una chica interesante, al fin y al cabo.
“Nihilista” es un adjetivo
realmente extremo. Y, como a todo vocablo extremo, hay que
tratarlo con extremo cuidado. “Nihil” es tan marginal como su
antónimo “Totus”, y por esa razón de marginalidad algunos
filósofos políticos han censurado el hecho de que se aplique tan
a la ligera el marbete de totalitarismo a regímenes muy
diferentes entre sí. Deberíamos llegar al acuerdo de que no
todos los tiranos son totalitarios, y de que hay formas más
respetuosas con la verdad de aludir a un tirano que llamarlo
“totalitario”. A menos, claro está, que nuestra misión sea la de
insultarlo. Por la misma razón de prudencia metódica es preciso
afirmar que se tacha de nihilistas a individuos y tendencias que
tienen muy poco en común... con el agravante de que tampoco son
nihilistas.
El único sentido pregnante
que puede hoy ofrecernos el término “nihilista”, sea en el
ámbito epistemológico o en el moral, es el sentido de falta
absoluta de existencia o de valor, no de falta de creencia
en ciertas existencias o valores. La inmutabilidad o la
eternidad ya no tienen, en una cultura postmetafísica como la
nuestra, una relación necesaria con lo que hay, como sí la
tuvieron para Hamilton de forma idealista, para Nietzsche en
forma trágica y para Heidegger en forma nostálgica.
Ensayemos una parábola para
terminar. Si en el transcurso de la Edad Media europea se
hubiera creído en la existencia de los unicornios hasta el punto
de abrirse un debate entre creyentes y escépticos del caballo de
la crin sedosa, habría resultado factible dividir al mundo
entero entre “unicornistas” y “nihilistas”. Bastaría con que
algún creyente en la existencia del unicornio hubiera acertado a
dar al unicornio un significado “vinculante con la realidad
suprasensible”, y a su vez a dar a la “realidad suprasensible”
el significado de “única realidad”. También hubiera ayudado el
hecho de que otros creyentes en el unicornio aprobaran el
razonamiento. Al menos desde la perspectiva unicornista, se
habrían formado entonces dos bandos: los “cognitivistas del
unicornio” y los “nihilistas”. Los primeros habrían desalojado
así a los segundos, con una intención polémica, del grupo donde
se encuentra el hablante, un honrado unicornista, a fin de
atraer al oyente hacia el viejo y honrado unicornismo.
Cabría argüir que la
parábola del unicornio busca a su vez un espantajo para agitarlo
ante los ojos del lector, pues, a fin de cuentas, nadie va a
excluir al resto del mundo por descreer de los unicornios. En
tal caso, casi todo el mundo acabaría por declararse
“nihilista”, cuando se trataba justamente de lo contrario: de
reducir el número de adversarios. No estoy tan seguro de ello.
Bastará quizá con recordar que Heidegger definió en su conjunto
a los ateos, a los agnósticos y a los dubitativos como “esos
maleante públicos que no creen en Dios”.
Y afirmó de todos ellos lo siguiente: "En efecto, esos hombres
no son no creyentes porque Dios en cuanto Dios haya perdido su
credibilidad ante ellos, sino porque ellos mismos han abandonado
la posibilidad de creer en la medida en que ya no pueden buscar
a Dios. No pueden seguir buscándolo porque ya no piensan. Los
maleantes públicos han suprimido el pensamiento y lo han
sustituido por un parloteo que barrunta nihilismo en todos
aquellos sitios donde consideran que su opinar está amenazado.
(...) El pensar sólo comienza cuando hemos experimentado que la
razón, tan glorificada durante siglos, es la más tenaz
adversaria del pensar".
Me temo que la exclusión de
una buena parte de la humanidad civilizada, sacada por la oreja
del ágora discursiva y luego arrojada a un patio de vecindad
donde no se “piensa”, sino que sólo se “razona” por medio del
“parloteo”, no equivale a la supresión de unos cuantos locos
(Heidegger los llamaría trans-tornados), sino a la exclusión de
demasiada gente demasiado distinta entre sí. A los defensores
del Estado moderno que se sienten orgullosos por la convivencia
de fieles de esta o aquella religión, indecisos, agnósticos y
ateos en un mismo espacio de argumentación pública les debe de
costar un mundo comprenderse a sí mismos como “maleantes” que
hacen uso de la razón mientras creían estar pensando. Claro que
la prognosis heideggeriana basada en un análisis tan
erróneamente epocal del “nihilismo” difícilmente podía dejar de
arrojar un error que no fuera de época. Siguiendo en parte a
Nietzsche, Heidegger pensaba que, como “movimiento fundamental
de la historia de Occidente”, el nihilismo “muestra tal
profundidad que su despliegue sólo puede tener como consecuencia
catástrofes mundiales”, y en otro lugar lo asocia con “la
decadencia de Occidente”.
No deja de ser llamativo que al filo del siglo XXI la mayoría
identifiquemos el talante que ha producido las catástrofes del
siglo XX, no tanto en los rasgos del escéptico más o menos
dubitativo cuanto en los del convencido más o menos impositivo
de vinculaciones metafísicas con el futuro, el destino o la
tierra de los padres. Vinculaciones metafísicas que, al parecer,
los escépticos harían bien en reconocer bajo la amenaza de ser
tachados de “nihilistas maleantes”. Lo menos que uno puede
oponer a semejante declaración es que en pocos lugares como éste
se ve con mayor claridad que el lenguaje de Heidegger se
encuentra a mitad de camino entre el pensamiento de Nietzsche y
la acción de Hitler.
Acaso el síntoma más
evidente de la incapacidad descriptiva del término resida en el
hecho de que, del mismo modo que nadie se ha considerado a sí
mismo un amoral a lo largo de la historia del pensamiento,
tampoco nadie se ha considerado a sí mismo un nihilista. Incluso
Ernst Jünger prefirió declinar este descriptor para su propia
proyección en el anarca, representado por Venator, su
héroe anarquista, antisocial y escéptico, al que distinguió
explícitamente del infame Dalin, “un anarco-nihilista”,
caracterizado esta vez por su “universal malhumor” y su
“conducta meditada”
Espero haber mostrado que,
excepto como modelo hipotético de conducta en las clases
universitarias de filosofía moral, 'nihilismo' carece de toda
utilidad, toda vez que, al igual que le ocurre al socorrido `amoral´,
no designa a ningún habitante de la esfera sublunar; en este
ameno valle de lágrimas se limita a designar ex adverso a
los antagonistas con el fin de dejarlos a un lado. No sería tan
descabellado proponer a la comunidad filosófica que, durante un
tiempo y a modo de purga, vaya dejándose de usar el término
“nihilista” excepto para referirse a alguien que realmente crea
que nada existe o nada tiene valor; dicho de una manera más
sencilla: que se deje de usar en absoluto.
Notas
Troyat, Henri, Tolstoi, vol. III (Barcelona:
1984), p. 39.
[Fuente: Miguel
Catalán González. "Nihilismo: Una exclusión en el vacío"
Debats, LXXVII (verano 2002): 50-55.]
© José Luis Gómez-Martínez
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