Adriana Arpini: eticidad y
humanismo
Carlos Rojas Osorio
1. Nota biográfica
Adriana María Arpini,
profesora titular de la Universidad Nacional de Cuyo, en
Mendoza, Argentina, nació en Mendoza el 26 de agosto de 1952.
Obtuvo una licenciatura en Filosofía y Letras de la Universidad
de Cuyo y un doctorado en la misma universidad con una tesis
sobresaliente sobre Eugenio María de Hostos y su época;
categorías sociales y fundamentación filosófica. Esta tesis fue
dirigida por el filósofo Arturo Andrés Roig.
Adriana Arpini se ha
desempeñado como docente en instituciones de enseñanza media
como la Escuela Nacional Normal Superior General José de San
Martín, en la Escuela de Bachillerato Técnico de Junín, en la
Escuela Superior del Magisterio en Cuyo, y en diversos centros
de educación superior como la Universidad de Aconcagua, la
Universidad de Mendoza y la Universidad Nacional de Cuyo. Es
profesora titular de Antropología filosófica en la Facultad de
Filosofía y Letras; investigadora de Conicet en las áreas
temáticas de la filosofía práctica y la historia de las ideas
latinoamericanas; directora del Centro de Investigaciones
Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela en la Universidad
Nacional de Cuyo; directora de la Maestría en Estudios
Latinoamericanos de la facultad de Ciencias Política y Sociales
en la Universidad Nacional de Cuyo.
La trayectoria
intelectual de Adriana Arpini muestra un marcado interés en el
pensamiento filosófico latinoamericano y caribeño. Al
pensamiento de Hostos no sólo dedicó su importante tesis
doctoral sino numerosos artículos (ver bibliografía) y
conferencias. Asimismo, ha estudiado figuras destacadas de
Latinoamérica y el Caribe como Arturo Andrés Roig, José Carlos
Mariátegui, Augusto Salazar Bondy, Francisco Romero, Abelardo
Villegas, Leopoldo Zea, Luis Villoro, Fernando Ortiz, Hugo
Biagini, Aníbal Ponce, Ricardo Salas, Ramón Emeterio Betances,
Eugenio María de Hostos, José Martí, Toussaint-Louverture y
Joseph Anténor Firmín. De este último se fija en su importante
reivindicación de la raza negra y su interés en la unión de las
Antillas. Esta breve enumeración de pensadores de los cuales se
ha ocupado, muestra con claridad meridiana que Adriana Arpini
piensa siempre la filosofía desde la situación, desde la
circunstancia concreta de nuestra realidad latinoamericana y
caribeña. De ahí su importante observación según la cual “en la
actualidad, los contenidos específicos de pensamiento
indo-latinoamericano, africano o asiático no son frecuentes en
los programas de las materias y/o seminarios que integran los
planes de estudio de los profesorados de Filosofía.
Consecuentemente, tampoco es frecuente que se incorporen estos
contenidos en los espacios curriculares dedicados a la filosofía
en el sistema educativo. Tal ausencia corresponde a un prejuicio
que debe ser discutido y removido” (Arpini, 2010: 12). Michel Foucault enfatiza la
pregunta kantiana “qué somos nosotros en este momento de nuestra
historia”; Adriana Arpini retoma un profundo pensamiento de José
Martí cuando se preparaba para dictar sus cursos de Filosofía en
Guatemala y en el cual el héroe cubano se pregunta: ¿Qué somos?,
¿qué éramos?, ¿Qué podemos ser? Arpini anota que hay en la
pregunta de Martí un interrogante por el ser sí mismo, por el
nosotros que somos; pregunta que bien puede ser un programa de
desarrollo filosófico; programa diferente a un mero recuento de
los sistemas, escuelas y libros. No se trata de hacer filosofía
como si fuera “historia de anticuario” según la irónica
expresión nietzscheana, sino de hacer de la filosofía una
práctica de autoconocimiento y autovaloración. Para Adriana
Arpini, pues, la filosofía es “una praxis discursiva y
reflexiva, llevada adelante por sujetos históricos concretos,
que desde un determinado contexto social, económico y cultural
deciden tomar las riendas de su propia humanidad” (Arpini, 2010:
23).
Según Adriana Arpini
tampoco es posible reducir el estudio de la filosofía a
filósofos que desde la Academia han practicado este oficio del
pensamiento; es necesario ampliar el círculo y dar amplia y
profunda consideración a otra perspectiva sugerida por Arturo
Andrés Roig que es rastrear “dentro de la historia escrita del
pensar de nuestros pueblos y aun en aquellos actos conductuales
significantes que implican formas discursivas potenciales a
veces no menos valiosas que implican” los anhelos,
costumbres, resistencias y modos de ser de nuestros pueblos
(Roig, 2008: 161).
Desde esta perspectiva cabe estudiar en la historia de las ideas
latinoamericanas y caribeñas no sólo a los filósofos de la
Academia, sino también a otros pensadores que han aportado a
nuestra independencia mental y política como Simón Bolívar,
Simón Rodríguez, Flora Tristán, Betances, Toussaint-Louverture,
José de San Martín, y un largo etcétera. Esto se muestra con
claridad meridiana en los tres volúmenes dirigidos por
Adriana Arpini y Clara Alicia Jalif de Bertanou: Diversidad e
integración en nuestra América. Esta perspectiva amplia pero
comprometida con la realidad latinoamericana y caribeña también
aparece en el volumen Pensamiento filosófico latinoamericano,
caribeño y ‘latinos’, dirigido por Enrique Dussel, Eduardo
Mendieta y Carmen Bohórquez, y en el cual Adriana Arpini
participa con importantes contribuciones.
Adriana Arpini forma
parte del grupo de estudiosas y estudiosos del pensamiento
latinoamericano que han recibido y perpetuado el magisterio del
destacado filósofo argentino Arturo Andrés Roig. Discípula y
amiga del pensador, recibe también de él el beneplácito por su
obra magistral sobre Eugenio María de Hostos. “Vemos cumplida
una tarea, y, por cierto, bien cumplida por parte de nuestra
querida amiga; y satisfacción porque la aparición de este libro,
si bien es obra personal de su autora, no deja de ser, de algún
modo, un esfuerzo compartido. Dicho de otra manera, no es un
fruto solitario sino una labor que lleva adelante, sin desmayos,
ha hecho posible un campo de trabajo en el que ha logrado un muy
estimable nivel de investigación y estudio y que hasta no hace
mucho era campo ignorado, cuando no vedado. Me refiero a la
latinoamericanística, como vocación para un mejor y más profundo
conocimiento de nuestra América, así como a la historia de las
ideas, como la principal herramienta metodológica con la que se
ha trabajado” (Roig, 2002: 125). Asimismo considera Arturo Andrés
Roig que la presencia del krausismo español había sido señalada
en la obra de Eugenio María de Hostos, pero que no se había
investigado a fondo, siendo esta “la primera vez que se lo hace
sobre una fundada investigación.” (Roig, 2002: 126) Con lo cual el
pensamiento de Hostos puede calificarse de krauso-positivista, y
no de un positivismo sin más, como a veces se hace. Así lo he
destacado personalmente en la reseña del importantísimo libro de
Adriana Arpini sobre Hostos. Observa, finalmente, Arturo Andrés
Roig, en este “hermoso libro”, que Arpini diferencia la
oposición civilización/barbarie entre el uso que hace Hostos y
el uso que se hace en Facundo de Domingo Faustino Sarmiento:
“Pues bien, para Hostos no son los esclavos, los bárbaros, sino
los esclavistas y la superación de la barbarie se habría de
logar por lo menos en buena medida cuando se logre la liberación
del africano sometido. En verdad, la negación de la barbarie se
llama libertad” (Roig, 202: 127).
En breve, Adriana Arpini
se caracteriza por una incansable labor de investigación
comprometida con el pensamiento latinoamericano y caribeño; por
una asidua dedicación a la cátedra y a problematizar y
fortalecer la enseñanza de la filosofía, especialmente en la
vertiente de la razón práctica y, finalmente, por un liderazgo
en la tarea de dar a la publicidad estudios que se muestren
comprometidos en la causa de la comprensión de nuestro ser y
devenir como pueblos independientes, libres y soberanos.
2. Adriana Arpini:
eticidad y humanismo
Moralidad y eticidad
kantianas. En el artículo “De si
es posible afirmar la construcción de la’eticidad’en la
filosofía práctica de Kant” (1994) Arpini investiga la idea de
Humanidad en Kant como fundamento de la eticidad. Hegel
distinguió entre moralidad (Moralität) y eticidad (Sittlichkeit)
atribuyendo al sujeto individual la primera y la moral social a
la segunda. Con frecuencia se ubica a Kant sólo dentro de la
esfera de la moral individual y subjetiva, pero la autora va a
mostrar las líneas de pensamiento ético kantiano que conducen a
la eticidad. Kant se ubica conscientemente en la época de la
Ilustración. Ésta consiste en la salida de la auto-culpable
minoría de edad por parte del ser humano mediante el coraje de
valerse del propio entendimiento. “El nuevo estilo de
pensamiento y de acción buscó bases seguras invocando a la
razón; único medio confiable para distinguir claramente entre la
verdad y las pretensiones dogmáticas de la verdad. La dignidad
del hombre se asentó sobre la autonomía del pensamiento y la
consecuente libertad para comunicar y discutir públicamente lo
pensado”. (Arpini, 1994, p. 22) Para el logro de esa liberación
por el pensamiento crítico, Kant puso gran confianza en la
educación. Sin educación no hay Ilustración. Sin duda que Kant
como el resto de los ilustrados eran ‘intelectuales orgánicos’,
como diría Antonio Gramsci, pues se trataba, nos dice la autora,
de una burguesía emergente. Pero Kant tiene el mérito de haber
dado punto final a la metafísica tradicional mediante la plena
conciencia de los límites de la razón humana. Por otra parte,
Kant orienta la metafísica hacia los problemas de la razón
práctica. Los fundamentos de la acción no han de buscarse en los
trasmundos, sino en la autonomía, es decir en la capacidad de la
razón humana de darse su propia norma.
Ahora bien, Kant no se
queda en la moral subjetiva, pues “supone, también, afirmar que
el discurso kantiano avanza hacia la configuración de una
objetivación moral. Es decir, traza líneas fundamentales de lo
que llamamos ‘eticidad’”. (Arpini, 1994, p. 24) Arpini está de
acuerdo con Agnes Heller en distinguir dos períodos en la
formulación de la ética kantiana, el primero más draconiano (Fundamentación
de la metafísica de las costumbres 1785) y otro más solónico
(Metafísica de las costumbres, 1797). En el segundo
período se pueden apreciar planteamientos kantianos provenientes
de la Crítica del juicio (1790) y de sus estudios
histórico-políticos. Agnes Heller habla de una “segunda ética de
Kant”.
Arpini cita un texto de
Kant, de sus escritos histórico políticos, en el cual afirma que
vivimos un período de revolución que entusiasma los corazones
humanos y que tiene su base en una “disposición moral inscrita
en el género humano”. (El filósofo posmoderno francés, François
Lyotard, ha comentado crítica e irónicamente estos textos
histórico políticos de Kant) Se trata, agrega Kant, de un
auténtico entusiasmo dirigido ante todo a la idea moral en la
que no cabe el egoísmo. A partir de esta consideración, Arpini
se pregunta por el concepto de ‘Humanidad’ en la eticidad
kantiana. El filósofo de Könisberg distingue entre el hombre
empírico (fenoménico) y el homo noumenon.
“Mientras el primero es el concepto de la humanidad existente,
la humanidad que es, históricamente determinada y cognoscible en
la medida que se presenta como hecho de la experiencia; el
segundo es la idea de la humanidad anticipada como deber ser, es
un dato de la razón pura derivado de la ley moral, no es una
sustancia cognoscible sino una idea regulativa, una
‘objetivación moral’ (Arpini, 1994, p. 27). Sin duda, como
advierte Arpini, hay aquí una oposición entre razón pura
práctica y sensibilidad en cuyo ámbito se plantea la antinomia
entre libertad y necesidad. Antinomia que Kant no resuelve sino
que disuelve. Pues en dicha distinción Kant aún no toma en
cuenta las consideraciones históricas. Cosa que sí hace cuando
expone su concepto de lo que es la Ilustración. Se pregunta la
autora: “¿Cómo debe entenderse que un hecho histórico y social
–la revolución francesa- movilice ‘tal participación en el
deseo, que casi frisa en el entusiasmo?’ (Arpini, 1994, p. 26) A
la razón práctica le interesa la posibilidad de una sociedad
pura, es decir, a Kant le interesa la sociedad y no sólo la
moral subjetiva. La idea de la autonomía de la voluntad
subordina al hombre empírico a la idea de la humanidad, pues de
lo que se trata es de una legislación que pueda ser universal.
Los seres humanos encuentran su universalidad en la razón. No
basta considerar, nos dice Arpini, el sólo hecho de la
universalidad de la norma, es importante la mediación que trae
la máxima mediante la cual se determina la acción. Kant
encuentra un valor absoluto tal que puede convertirse en el fin
propio de la voluntad, y es la idea de la persona humana como
ser racional considerado como fin en sí mismo, como fin
objetivo. Se trata, pues, de la cuarta fórmula del imperativo
categórico. Esta fórmula “establece el ‘motivo objetivo’ del
obrar. [...] La idea de la ‘humanidad’ señala el contenido de la
ley en cuanto valor absoluto que motiva el obrar. [...] La
humanidad es, en definitiva, la idea que permite la síntesis
práctica”. (Arpini, 1994, p. 30) La persona humana no puede
medirse por precio alguno, está más allá de todo precio. La ley
de equivalentes que es la del precio no aplica al ser humano. La
persona humana se caracteriza, pues, por su dignidad, no porque
se someta a la ley de equivalentes. Y lo que constituye el
fundamento de esa dignidad de la persona es la libertad, pues es
por la libertad que el ser humano tiene autonomía para darse su
propia ley.
En su escrito Ideas
para una historia universal en clave cosmopolita (1784) Kant
plantea la tesis según la cual la naturaleza muestra una cierta
intencionalidad para con la especie humana de tal modo que
astutamente hace que vivamos en el antagonismo pero que a través
de él seamos conducidos hacia la paz perpetua. El ser humano
muestra en su conducta una insociable sociabilidad. La historia
parece una locura, pero se trata de una astucia de la
naturaleza. “De un reino de las meras causas, se pasaría a un
reino de fines. En eso se funda la idea de una historia escrita
en clave cosmopolita, historia de la realización progresiva de
la idea de humanidad por la astucia de la Naturaleza” (Arpini,
1994, 33). Arpini comenta que aquí Kant parecería estar más
cerca de Hobbes que de Rousseau. El ser humano tiene, pues, el
problema de pasar de un estado de barbarie a una sociedad civil
basada en el derecho; pasar de una libertad salvaje a la
civilización en cuanto humanización por la moral. El fin que la
naturaleza se propone para la humanidad es el de una
civilización cosmopolita con un estado universal. Es en esta
sociedad futura donde se superará el antagonismo entre necesidad
y libertad.
En la Metafísica de
las costumbres Kant distingue entre moralidad y legalidad.
La moralidad se rige sólo por el deber y la buena voluntad de
cumplirlo. La ley moral no puede ser externa; tiene su motivo en
la buena intención de la voluntad; mientras que la legislación
es externa y no toma en consideración la intención de la
voluntad. Arpini nos dice que Kant hace una salvedad. Pues hay
móviles externos provenientes de la legislación que generan
deberes. Es así porque la legislación ética “afecta a todo loque
es deber en general” (Arpini, 1994, p. 37) Hay, pues, un
esfuerzo de Kant de tender puentes entre el hombre empírico y el
nouménico, entre la experiencia y el ideal de la
humanidad. La doctrina del derecho de Kant “entraña las
objetivaciones según las cuales se organiza coexistencia de los
sujetos de modo que las acciones surgidas de cada uno no
representen un obstáculo para los otros, según la ley universal
de la libertad” (Arpini, 1994, p. 39). El derecho persigue,
pues, la máxima libertad compatible con la libertad de los
otros. Sobre esa base Kant avanza hacia la idea de una
civilización en la cual la paz perpetua sea posible. De ahí que
sea un deber para el ser humano determinar su conducta de modo
que constituya un progreso desde el estado natural hacia una
comunidad civilizada; desde la incultura hasta la plena
humanidad. Cada ser humano debe hacerse digno de la humanidad que
hay en uno mismo y debe procurar por la felicidad de los demás,
sin hacer del ser humano un medio para sus propios fines. Se
trata, pues, de “construir una ‘eticidad’según la idea de
humanidad”.
Eticidad y humanismo
en Krause y Hostos. Arpini
encuentra también en Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832)
la idea y el ideal de la Humanidad. “Krause definía el derecho
como la serie de condiciones temporales de la vida dependientes
de la libertad, o bien como el conjunto armónico de las
condiciones libres para el cumplimiento armónico del destino
humano. Esa condicionalidad mutua y ontológicamente constitutiva
entre el Derecho y los fines de la vida, surge de la misma
concepción krausista de la vida. De modo que cada elemento vital
necesita, para su realización, de la cooperación de todos los
demás y es, a su vez, condición para que otros logren la suya.
Así, el Derecho se identifica esencialmente con la ética y se
hace extensivo a todos los ámbitos de la vida” (Arpini, 2002, p.
322). Krause defiende una amplia y profunda idea de la libertad
humana tanto para los individuos como para los pueblos. Defiende
la asociación solidaria de los seres humanos sin mengua de la
libertad y la actividad libre del pensamiento y la razón. Este
ideal de humanidad, libertad y solidaridad está presente, de
acuerdo a Arpini, en los abolicionistas españoles (Salmerón,
Castelar) y caribeños como Hostos y Rafael Labra.
Krause defiende la idea
de una vida o humanidad armónica, idea que también se encuentra
en la ética de Hostos. Pueblos e individuos deben vivir como si
fuesen un hombre armónico. La humanidad constituye un organismo
histórico y una persona solidaria. Y es hacia esa alta finalidad
como deben realizarse en la tierra los pueblos y los individuos.
El porvenir está la realización de ese ideal de la Humanidad.
Como comenta Arpini: “Esa vida armoniosa, que vale tanto para
los individuos como para las sociedades, cumple tres funciones:
es al mismo tiempo un principio metafísico (suprahistórico)
fundante; una realidad histórica y como tal se presenta en
grados diversos de realización; y una idea reguladora del obrar,
es decir un principio ético, anticipador de la plenitud que cada
persona, individual o colectiva, puede alcanzar ‘como autor de
sus obras’” (Arpini, 2002, p. 139). Sin duda el ideal de la
humanidad armónica se encuentra también en la ética y el
humanismo de Hostos. “Esas mismas tres funciones están presentes
en la afirmación hostosiana de un ‘orden natural;’ ya sea que
esté referido al ámbito moral o al de la sociedad o el derecho”
(Arpini, 2002, p. 139). El ideal de la Humanidad podría ser una
abstracción, pero es también la mediación necesaria entre las
condiciones históricas y los fines de la vida. El ideal de la
humanidad es un principio que orienta el obrar humano. August
Comte habló de la religión de la humanidad como medio para
favorecer el orden la homogeneidad de los individuos. “Para el
krausismo, en cambio, el ideal de la Humanidad armónica es un
principio que se juega en dos planos, el de lo esencial y el de
lo histórico. La historia es el ámbito de la realidad donde los
hombres van realizando, progresivamente y por su propia
autodeterminación personal, los fines de la vida. En la historia
se abren las posibilidades para la libre intervención de la
subjetividad” (Arpini, 2002, p. 145). Arpini cuestiona la
lectura positivista que hace Antonio Caso de la ética hostosiana;
de ahí que ella enfatice la raigambre krausista y kantiana del
pensador puertorriqueño. “Cuando Hostos habla de la educación de
la conciencia no alude sólo a la razón, sino al ‘hombre entero’,
es decir al hombre en cuanto organismo en el que se conjugan
corporalidad, afectividad, voluntad, y, desde luego,
racionalidad. Esto es, en otras palabras: educar al hombre como
sujeto capaz de vislumbrar un ideal, amarlo y ordenar sus causas
y su vida en pos del mismo” (Arpini, 2002, p. 148).
Se ha dicho que Hegel
somete demasiado el individuo a la potencia del estado; a
diferencia de él, Krause reivindica el ámbito de la voluntad y
la autodeterminación en cuanto caracteres naturales del
individuo. “[F]rente a Hegel, Krause reivindica lo individual.
Pero ello no supone situar su pensamiento dentro de corrientes
individualistas” (Arpini, 2002, p. 184). Sin duda para los
krausistas la filosofía del derecho de Hegel era de tipo
absolutista. Es sólo dentro del estado que el individuo alcanza
su objetividad. El estado es la voluntad subjetiva. “Advertimos,
pues, un rechazo a la eticidad hegeliana por cuanto se la
identifica con una concepción totalitaria del Estado. Desde la
óptica del racionalismo armónico resulta intolerable la
disolución del individuo en el todo social o en sus órganos. Los
derechos del hombre son absolutos e imprescriptibles, derivan de
su naturaleza” (Arpini, 2002, p. 185). La ética y la teoría del
derecho de Hostos reconocen como derechos fundamentales, el
derecho a la existencia, a la conciencia, a la palabra, a la
libertad, a la asociación, a la igualdad, al trabajo y a la
seguridad. “De modo que lo absoluto no es visto como resultado
–a la manera de la eticidad hegeliana– sino como principio, y la
historia como las concreciones humanas que acortan la brecha
entre ser y deber ser, tanto por parte de los individuos como de
los órganos en que éste se integra sin diluirse. Recordemos el
sentido práctico del Ideal de la Humanidad en cuanto potencia
dinamizadora para la realización en el tiempo de una idea
primera” (Arpini, 2002, p. 185).
En la misma línea de
pensamiento ético-jurídico, tanto el krausismo como Hostos
defendieron una serie de esferas sociales intermedias:
individuo, familia, municipio, región, nación y sociedad
internacional. Como comenta Arpini: “Cada una de las esferas
posee sustancialidad propia. En su interior se ordena la vida
humana, favoreciendo el despliegue de todas las potencialidades
en el marco de un Estado de Derecho, que al mismo tiempo evita
los riesgos del estatismo hegeliano y el individualismo
spenceriano” (Arpini, 2002, p. 168). La humanidad como cumbre de
las diferentes esferas sociales es el ideal de Krause, los
krausistas españoles y Hostos. La humanidad es el término del
desarrollo moral de las personas, escribe el krausista belga
Ahrens. El verdadero progreso se mide en todas partes por el
grado en que los derechos de la humanidad van reconocidos y
rodeados de garantías formales, escribe Ahrens.
Podría haber, sin
embargo, alguna semejanza entre la eticidad hegeliana y las
esferas sociales de que hablan Krause y Hostos. Arpini observa
lo siguiente: “Es necesario advertir que dentro de la
perspectiva krausista esa eticidad queda expuesta a perder peso
histórico en la medida en que se la hace derivar, en última
instancia, de los principios inalterables de la naturaleza
humana y del supuesto de valores ya dados” (Arpini, 2002, p.
168). Esta base naturalista enfrenta problemas en cuanto se
trata de reconocer las injusticias y ha de explicárselas por la
moral subjetiva más que por el orden estructural de la sociedad.
Asimismo, se cae en un paternalismo en que se confía la solución
de los problemas principalmente a la educación como proceso
moral en cada individuo. El naturalismo krausista enfrenta
problemas también a la hora de juzgar los conflictos sociales,
cosa diferente si se los plantea desde una perspectiva también
histórica. En el pensamiento latinoamericano se dio esta idea de
la confianza en la educación como medio moralizador en función
de la civilización. Así lo atestiguan los casos de Simón
Rodríguez, Domingo Faustino Sarmiento y Hostos, entre otros. “No
escapa Hostos a esa aspiración, formulada desde la óptica del
krauso-positivismo, pero asentada en la angustiosa realidad
antillana donde emancipación política y emancipación mental son
tareas simultáneas” (Arpini, 2002, p. 177).
El krausismo trata de
poner en armonía el modelo de estado iusnaturalista y el modelo
aristotélico. “Frente a Hegel, los krausistas partidarios del
liberalismo político, retornan a posiciones iusnaturalistas,
considerando no sólo el individuo sino también a cada uno de los
órganos sociales como depositarios de los derechos naturales
inalienables” (Arpini, 2002, p. 259). Hostos como Krause cree en
el establecimiento de un futuro estado internacional como
resultado de la evolución histórica y social. El estado
cosmopolita tiene también, como vimos, en Kant una fuente de
inspiración. Arpini concluye: “Es posible reconocer, como
sustrato del iusnaturalismo hostosiano, un saber socialmente
encaminado a la construcción de una eticidad, aunque en un
sentido diverso de la hegeliana” (Arpini, 2002, p. 268).
Para Krause el
desarrollo histórico es consecuencia del desarrollo de la vida.
La historia implica un progreso, que el krausismo asienta sobre
su fe en la razón. La astucia de la razón o de la naturaleza
hace que los seres humanos trabajen por el progreso aunque sean
inconscientes de ello. También el positivismo defendió
abiertamente la idea del progreso en la historia humana. De
acuerdo a Arpini no es incompatible la creencia en el progreso
del positivismo y del krausismo, pues ambas corrientes de
pensamiento son manifestaciones del racionalismo moderno. Hostos
denomina ‘civilización’ ese movimiento de progreso del ser
humano en la historia. Piensa el progreso en tres esferas
principales de la actividad social: el industrialismo, el
intelectualismo y el moralismo: “El desarrollo omnilateral de la
civilización se identifica con la humanidad plena” (Arpini,
2002, p. 188). Para Hostos, señala Arpini, el progreso no es
providencial, sino obra consciente de los seres humanos. Por
tanto, depende del grado de “consisfacción” que en cada época
desarrollen los seres humanos.
El humanismo de Krause
concibe al ser humano como totalidad de vida; como ser
espiritual que da orientación a todas las fuerzas constituyentes
de su ser. “La razón moral [...] no aprueba el olvido del cuerpo
y la naturaleza y cultura de ambos” (Krause, citado en Arpini,
2002, p. 232). También Hostos defiende el ideal del ser humano
integral que él denomina “hombre completo” y comprende el
cuerpo, la sensibilidad, la afectividad, razón, voluntad y
conciencia. También para Hostos es la voluntad racional la que
gobierna las pasiones. Krause enseña la necesidad de que cada
individuo se esfuerce en moralizar el medio social en que vive,
desde la familia a la sociedad. “Una estructura semejante
encontramos en la configuración de la ‘moralidad’ individual y
social que Hostos propone” (Arpini, 2002, p. 242). Tanto el
krausismo como Hostos tienen una entusiasta fe en los ideales
morales y piensan en el papel transformador de estos ideales
morales en la sociedad. Asimismo, son los ideales morales los
que deben animar la educación, y la educación a su vez es
concebida como fuerza transformadora de la sociedad. Esa
transformación de la sociedad puede ser evolutiva, pero no se
excluye la revolución: “Hostos siguiendo el ideal pacifista de
los krausistas, sólo justifica la violencia cuando en nombre de
la razón, es necesario corregir las injusticias provocadas por
una voluntad errada” (Arpini, 2002, p. 247).
En la metodología
sociológica percibe Arpini la presencia del krausismo en Hostos.
Pero el pensamiento de Hostos, continúa la autora, es dialógico
y no sólo está presente en él el krausismo, sino el positivismo,
la teoría evolucionista de Darwin, la ética de Kant, el
determinismo legal de Comte. Por ello, la autora califica en
definitiva el pensamiento de Hostos como krauso-positivismo.
Sujeto y discurso.
Dentro del humanismo ético, Arpini considera que en la
actualidad se ha llegado a una hipertrofia de la crítica del
sujeto. “Este descentramiento del sujeto, que en nuestros días
es señalado como una crítica –muchas veces hipercrítica– de
aquella pretendida anterioridad y transparencia del sujeto
moderno. La sospecha se endereza a desmitificar la pureza de la
razón, la absolutez del Espíritu o la transparencia de la
conciencia que reduce la heterogénea y contradictoria realidad
del mundo fenoménico a la unidad del concepto” (Arpini, 2002, p.
69). Es el sujeto quien categoriza la realidad. Pero el sujeto
no es una realidad estática. “El sujeto que se inventa a sí
mismo, en su hacerse y gestarse no escapa a la conflictualidad
social” (Arpini, 2002, p. 71). El ser humano en su realidad
necesita describir y explicar el mundo. Kant distingue entre
hechos y estructuras mediante las cuales describimos los hechos.
Es mediante tales estructuras como damos unidad al mundo. “Las
categorías [...] permiten organizar la percepción del mundo y
articular diversos formas del pensar. Es decir que las formas de
racionalidad hallan expresión discursiva a través de categorías”
(Arpini, 2002, p. 69). La racionalidad funciona en relación a un
referente. Las categorías tienen, pues, una función referencial.
Las categorías no son universales, sino sociales, históricas.
Las categorías son mediaciones por las cuales comprendemos la
realidad y hasta la transformamos. La razón es dialéctica, y el
sujeto mismo está afectado por la historicidad. “Las categorías
sociales son formas del pensamiento –en el sentido de epítomes o
resúmenes de la realidad de que habla Hegel– y aun condiciones
de posibilidad del conocimiento, pero no son a priori para un
sujeto trascendental a la manera kantiana, sino socialmente
válidos” (Arpini, 2002, p. 71). Todo sistema categorial se
produce desde un contexto social e histórico determinado y
mediatizado lingüísticamente.
En su análisis del
lenguaje, Arpini toma en consideración el discurso retórico,
bien estudiado por los sofistas, los retores antiguos y
Aristóteles. Para éste último la retórica es el tipo de
argumentación cuya finalidad es persuadir. “El mensaje
persuasivo –lo sabía bien Aristóteles– busca el asentimiento
emotivo y racional, tiende a establecer argumentos no
discutibles y a obtener la aprobación del interlocutor en cuanto
concurren factores emotivos, valoraciones históricas,
motivaciones prácticas. Establece una dialéctica moderada entre
información y redundancia" (Arpini, 2002, p. 41). En la retórica
el lenguaje es activo, se orienta a la acción. La retórica es
una pragmática del lenguaje. De ahí que como observa Aristóteles
y Tácito, la retórica está muy relacionada con lo social y lo
político, y tiene mayor sentido en un estado democrático, para
que las asambleas del pueblo puedan expresarse libremente.
Arpini hace referencia a algunos escritores latinoamericanos que
han utilizado la retórica. “Recordemos que para Hostos, como
para José Martí, Domingo Faustino Sarmiento, la palabra tiene
potencia realizativa, y la escritura, sobre todo a través del
periódico, cumple una función programática” (Arpini, 2002, p.
42). Arpini nos dice que en los escritos de Don Simón Rodríguez
encontramos los principales principios de la semiótica y la
retórica. Nos “muestra el momento de la actio que resulta
en buena medida asumida en la escritura” (Arpini, 2002, p. 43).
El signo gestual se intercala en la ensayística de Simón
Rodríguez. Los gestos se integran en el lenguaje persuasivo para
convencer, mover la inteligencia y la voluntad de los
destinatarios. Para la semiótica el gesto es indicativo, pues
señala tanto al objeto, como al sujeto como a una cierta
práctica. “El gesto deja su huella en la forma, más que en el
contenido” (Arpini, 2002, p. 44). Los textos referenciales
muestran su validez en la medida en que comunican alguna
información. Desde luego, el discurso retórico va más allá de la
información. Hostos practica este tipo de discurso, por ejemplo,
cuando habla de la esclavitud: “A través de la forma en que se
encuentran los datos, el texto nos revela un gesto condenatorio:
más que la denuncia de un hecho puntual, se indica la condena de
la esclavitud como tal” (Arpini, 2002, p. 46). La condena de la
esclavitud se inspira en el humanismo que, como hemos visto,
tiene en Hostos una raíz krausista. “Humanismo según el cual la
dignidad de un hombre, cualquiera que sea su raza, no puede ser
sometida a las ambiciones materiales de otro hombre” (Arpini,
2002, p. 47). Hostos radicaliza el krausismo en su defensa de la
libertad, y la igualdad “afirmando la autonomía individual y el
derecho a la autodeterminación de las islas” (Arpini, 2002, p.
52). Arpini abunda en el tipo de discurso que John Austin
denominó realizativo: “palabras que son acciones”. Esto se
muestra en el carácter político de los escritos hostosianos de
juventud, como es el caso de los ensayos sobre la esclavitud a
que nos venimos refiriendo. Y como es el caso de su toma de
posición a favor de la independencia de Puerto Rico, en el
Ateneo de Madrid, abandonando sus esperanzas autonomistas que se
habían cobijado bajo el liberalismo krausista español, pero que
lo defraudaron una vez llegados al poder gubernamental.
Las funciones de la
utopía. La idea de la Humanidad
como ideal bien podría ser una utopía. Pero Arpini no cae en el
discurso posmoderno de descalificar sin más la utopía. Hace un
importante análisis de las funciones del discurso utópico. El
discurso utópico bien podría ser una ilusión, como afirma
Hinkelammert. Pero, “la política como arte de lo posible,
requiere una crítica de la razón utópica” (Arpini, 2002, p.
101). La utopía se elabora en su positividad en el mundo
simbólico. Hay un vínculo dialéctico entre utopía y realismo:
“Todo posible existe con referencia a una plenitud imposible, en
relación con la cual es experimentado y argumentado el marco de
lo posible” (Arpini, 2002, p. 102). Para la autora la idea
kantiana de la plenitud se puede relacionar con su idea de la
función crítico reguladora. “¿Qué otra cosa es la idea de
Humanidad sino la anticipación simbólica de la plenitud?” (Arpini,
2002, p. 102).
En el Renacimiento se
origina el género literario utópico. Pero es en la Ilustración
cuando mejor se puede apreciar la contraposición entre realismo
y utopía. En el siglo XX ha surgido el tópico del fin de las
utopías, el cual se asocia con el fin de los grandes relatos y
con el fin de la historia. La utopía en la tierra fue el
sustituto del ideal medieval de la ciudad de Dios. Y Fernando
Ainsa puntualiza que el discurso utópico se ha vuelto sospechoso
de totalitarismo. Arpini destaca que “de lo que se trata es de
una crisis de un cierto tipo de construcción utópica, aquélla
que tiene que ver con la postulación de un orden político ideal”
(Arpini, 2002, p. 104). También Herbert Marcuse planteó la idea
del fin de la utopía, pues con ello quería significar, en
palabras de Arpini, “que ya no es posible pensar el futuro como
continuación de las posibilidades existentes” (Arpini, 2002, p.
104). La autora apuesta por un sentido positivo de la utopía:
“imagen de la realidad articulada sobre la contingencia del
presente y la apertura hacia lo otro posible” (Arpini, 2002, p.
105). Si por afán de realismo se olvida lo imposible presente,
lo que hacemos es olvidar el presente como tal. Pues no hay
presente absoluto ya que ninguna dimensión del tiempo puede
serlo. En cuanto imagen de la alteridad la utopía es “la
conceptualización simbólica de lo imposible asumida en el
discurso” (Arpini, 2002, p. 106 ).
La producción de
símbolos tiene sus raíces en lo real cotidiano en tanto es
vivido por sujetos históricos concretos que crean y portan
símbolos. El simbolismo utópico se inserta en el mundo en el
modo como los sujetos concretos asumen su historicidad. La
utopía en su función de ruptura-apertura se manifiesta con toda
claridad en el pensamiento latinoamericano, y Arpini lo halla en
el pensamiento social y ético de Hostos. Con Arturo Andrés Roig,
la autora distingue tres funciones del discurso utópico: la
función crítico reguladora; la función liberadora del
determinismo legal; y la función anticipadora del futuro. En
cuanto a su función crítica, el discurso utópico decodifica la
racionalidad en curso para mostrar su historicidad y sus
condiciones sociales. Como crítica del determinismo legal la
utopía va más allá del presente hacia una verdad diferente, lo
otro posible. En calidad de anticipadora del futuro, la utopía
confronta lo real con la posibilidad u-tópica. Hay, sin embargo,
utopías del orden y utopías de la libertad: “La función utópica
no se verifica en los contenidos de la construcción utópica,
sino en el modo en que esos contenidos se articulan y, sobre
todo, en la peculiar direccionalidad que se le imprime desde las
decisiones axiológicas constitutivas del discurso y del sujeto
mismo” (Arpini, 2002, p. 110). Con Fernando Ainsa, la autora
destaca la función utópica en el pensamiento de Hostos. “Señala
como elemento decisivo de la utopía de Hostos su proyecto sobre
la unidad de América Latina” (Arpini, 2002, p. 111). La idea de
una civilización completa es para Hostos una utopía, pues
ninguna sociedad la ha realizado todavía en la perfección de su
idea. También está presente en Hostos la utopía del estado
internacional: “Cabe señalar que el anhelo de lograr una
humanidad armónica constituye un componente dentro de la
estructura funcional de la utopía civilizatoria, que le imprime
un matiz decididamente moral. En tal sentido, podemos afirmar
que el utopismo hostosiano, deviene un verdadero desafío ético”
(Arpini, 2002, p. 127).
No son muchos los
autores que han dedicado algún esfuerzo importante al
pensamiento y la filosofía del Caribe, y de las Antillas en
particular; y con frecuencia se lo obvia en los estudios de
filosofía latinoamericana. Por eso es extraordinaria la labor
que desde la Universidad de Cuyo hace la Dra. Adriana Arpini. Su
libro Eugenio María de Hostos, un hacedor de libertad, al
cual me he referido ampliamente es una de las mejores obras para
comprender al puertorriqueño universal que fue Hostos. La autora
investigó la ya extensísima bibliografía de y sobre Hostos en
Puerto Rico, El Caribe, Latinoamérica y España, e hizo un uso
inteligente y abarcador de la misma. Como he mostrado en mis dos
estudios sobre el libro, la Dra. Arpini enfoca su estudio desde
una lúcida toma de conciencia del lenguaje que usamos no sólo
para expresar el pensamiento sino para categorizar lo real;
asimismo, es el humanismo y la eticidad lo que da sabor
sapiencial a su obra. Lejos de los discursos apocalípticos que
anuncian el fin de la historia, el fin de la utopía y
pensamientos débiles, la autora se afirma en la constitución de
la subjetividad desde un ineludible ethos social y desde
un discurso utópico entendido como crítica a las miserias del
presente y como esperanza de una realidad futura diferente. Se
habla mucho del krausismo de Hostos, pero sólo en esta obra se
logra ver en perspectiva general y en detalle el impacto del
mismo en la obra del puertorriqueño.
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Carlos Rojas Osorio
Actualizado, enero 2014
© José Luis Gómez-Martínez
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