Francisco Leocata
  

 

"EL PENSAMIENTO LATINOAMERICANO
EN EL CONTEXTO FILOSÓFICO ACTUAL"

La situación de la filosofía en el mundo, y por consiguientemente en América Latina, ha cambiado en las últimas tres décadas. La filosofía ha perdido gran parte de su hegemonía en relación con otras áreas culturales. Además del desarrollo impactante de la tecno-ciencia, ha habido una evolución interna de la filosofía misma que la ha conducido, por diversos caminos, a asumir otro rol y otra perspectiva. En lugar de ejercer un papel central y jerárquico, la filosofía debe más bien buscar el diálogo con otras ciencias, adentrarse en su problemática y ayudar al resto de la cultura a lograr una nueva coordinación dialogante (Habermas 1999 y Abbagnano- Fornero 1996).

Si nos centramos en “nuestra América”, vemos rasgos y características nuevas que no se encontraban igualmente presentes en períodos anteriores. A los problemas inherentes a la nueva relación establecida entre la filosofía y las demás áreas culturales, se suman otros factores que nacen de la peculiar ubicación de la misma filosofía en el contexto cultural iberoamericano (Roig 1993: 130-163).

1. Paradojas de la situación filosófica latinoamericana

A lo largo del siglo XX los países latinoamericanos han realizado un vigoroso esfuerzo para alcanzar un nivel de confrontación y de diálogo fecundo con el pensamiento filosófico de los países occidentales y con las corrientes que más han influido a nivel mundial (Romero en Sciacca 1959).

Sus universidades han debatido las ideas provenientes de las escuelas más decisivas del siglo, especialmente las relacionadas con la fenomenología, las filosofías de la existencia, y el neopositivismo. Han surgido también enfoques nuevos, tendientes a poner de relieve los problemas propios de la situación histórica latinoamericana, y más recientemente, a profundizar el papel que la filosofía podía desempeñar en un contexto de estancamiento económico, de dependencia política, de graves lagunas en lo educativo y en lo cultural (Dussel 1973).

Fuera del marco de lo estrictamente académico, ha habido manifestaciones de un pensamiento en búsqueda de la originalidad o al menos de ciertos rasgos de identidad mejor perfilados. Del conjunto nacen algunas paradojas que mueven a la reflexión. La primera de ellas es la que gira en torno a la relación del pensamiento iberoamericano con el pensamiento occidental, y en modo particular con el pensamiento europeo. Hay una tensión entre lo que podríamos denominar, sin dar a la denominación un sentido peyorativo, el rasgo epigonal del pensamiento latinoamericano respecto del europeo y la búsqueda de una originalidad más propia. Desde sus orígenes, el pensamiento de las diversas naciones latinoamericanas se ha visto dividido entre ambas tendencias.[i] En la tendencia “epigonal” no hay nada de esencialmente negativo. Existe en efecto, desde los tiempos coloniales hasta nuestros días, la imperiosa necesidad de ponerse al día con referencia a los pasos que iba dando la filosofía en el mundo occidental. A los pensadores de nuestros países les ha sido propia una actitud de escucha y de desarrollo de las ideas de las diversas escuelas filosóficas. Cada uno de los grandes pensadores de la historia de la filosofía ha tenido en América Latina ecos e influencias, más o menos acentuadas y diversamente ubicados en el tiempo. En nuestros centros de estudios se ha alcanzado un respetable nivel en el conocimiento, interpretación y difusión de las grandes escuelas y autores (Lértora 1983 y Larroyo 1978). Cada uno de nuestros países cuenta con estudiosos y especialistas en las más diversas corrientes y etapas de la historia filosófica occidental (Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel, Nietzsche, Heidegger). Nuestros investigadores procuran actualizarse con las problemáticas más recientes, participan en congresos internacionales, producen obras o artículos referidos a la marcha del pensamiento.[ii] Este movimiento obliga a poner más atención en los autores de la propia especialidad u orientación que en la tradición filosófica del propio país y en los problemas que son inherentes a la propia cultura. El deseo de estar al día, perfectamente legítimo, no está compensado por un equivalente interés por los interrogantes filosóficos que nacen de la propia situación cultural. A menudo uno se encuentra con destacados profesores o pensadores que siguiendo a algunos grandes autores occidentales de su preferencia, ignoran o subestiman la presencia de los pensadores autóctonos del pasado. Se obra así un fenómeno de discontinuidad. Constantemente se superponen capas de novedades filosóficas sin dejarnos tiempo y serenidad para dar continuidad a lo meditado por otros pensadores que nos han precedido en nuestro propio suelo.

 Visto desde este ángulo, el pensamiento latinoamericano aparece como una suerte de provincia en el vasto panorama del pensamiento filosófico occidental. Tenemos representantes especializados en diversos autores, escuelas o períodos; producimos contribuciones, a veces significativas, a la marcha de estos estudios, viajamos, nos ponemos en contacto con los mejores maestros sobre Kant, Husserl o Heidegger. Pero lo peculiar de nuestra situación histórica no se refleja mayormente en nuestro pensar. Es a veces como un destino que preferimos que permanezca oculto, y que dejamos como puesto entre paréntesis para que no nos distraiga de las investigaciones históricas o teoréticas que nos ponemos cada día frente a los grandes maestros del pensamiento occidental.[iii]

La otra tendencia divergente, la que no es académicamente más imperante, es la que va en búsqueda de lo propio, de la acentuación original, de la perspectiva irrepetible de la situación latinoamericana. No necesariamente se presenta esta característica como una fractura con respecto a las ideas de las principales tradiciones europeas, pero trata de descubrir algo propio, algo que nos caracterice en nuestro ser y en nuestro pensar, algo que dé una identidad a la cultura latinoamericana. Aunque la inquietud por esta búsqueda se hizo ya presente, al menos en algunos países latinoamericanos, durante el siglo XIX, fue en los primeros decenios del siglo XX cuando los pensadores latinoamericanos se lanzaron a la proyección de ensayos tendientes a la meditación de lo más propio, a la aventura y al riesgo de pensar con planteos nuevos, más inspirados en la situación real de la propia cultura. Se produjo así la tendencia a revalorizar la “tradición” y la mitología americanas, la preferencia por algunos temas, el debate sobre aspectos dolorosos de la situación social, cultural, económica y política de los propios países. Una meditación que era casi un reflejo de los conflictos en que se asentaba nuestra realidad cultural (Biagini. Lucha..., 2000).

En esta búsqueda de una mayor identidad del pensamiento filosófico latinoamericano se perfilan dos líneas de fuerza. Hay autores que buscan lo específico del pensamiento americano en la acentuación de algunas tesis o perspectivas, como por ejemplo el primado de la praxis, cierto genérico positivismo, la idea del progreso histórico, el sentido existencial, el llamado a una praxis de liberación. En esta orientación no hay una ruptura total con el pensamiento occidental, sino más bien la toma de conciencia de que algunas tesis, algunas perspectivas, son propias del pensamiento latinoamericano (Dussel 1973). Eventualmente se intenta enlazar esta reflexión con lo ensayado por una cierta tradición latinoamericana.

Hay en cambio otros pensadores que han vuelto su mirada y sus preferencias a lo que podría denominarse, siguiendo una expresión de Ricardo Rojas, como lo amerindio. Estos autores han visto que detrás de los mitos de las culturas precolombinas podría encontrarse rasgos de un pensamiento propio, distanciado del modelo moderno, eurocéntrico y logocéntrico (Kusch 1998).

Esta vía había sido preparada por algunos pensadores de principios de siglo, pero encontró la ocasión de un planteo más consciente, en el contexto de una hermenéutica del mito, ya sea en la versión fenomenológica ya sea en su versión estructuralista.

Cuando se produjo en Europa el fenómeno de lo postmoderno, algunos pensadores de nuestras latitudes vieron la ocasión para ubicar la originalidad de un pensamiento iberoamericano, no deudor de ciertas premisas propias de la tradición metafísica y gnoseológica occidental.

Esta primera paradoja consiste por tanto en una doble tensión: la que se interpreta como consecución del pensamiento occidental, y la que apunta a subrayar elementos de originalidad no eurocéntrica.

La paradoja tiene que ver con la ubicación frente al pensamiento y a la cultura occidentales. El desarrollo de las ideas latinoamericanas durante todo el siglo XX se presenta en gran medida, al menos para un observador objetivo, como un pensamiento satélite. Los que tenemos cierta experiencia en la enseñanza de la historia de las ideas en América Latina, nos topamos con frecuencia con la dificultad de que nuestros oyentes se preguntan en qué medida los autores que presentamos son “originales” o dependen en cambio de las influencias de los maestros grandes, y a veces no tan grandes, del pensamiento occidental. Y con relativa frecuencia muestran una cierta decepción al constatar las fuentes del pensamiento de nuestros autores. En realidad hay aquí un grave equívoco, pues la originalidad del pensamiento filosófico no puede medirse tan solo por el hecho de que algunas ideas habían sido dichas antes por otros. Lo originario es el pensamiento que se pone la pregunta del filosofar con genuinidad, partiendo de la propia situación existencial.(Roig 1993: 200-217).

El pensador latinoamericano no puede no reconocerse como proveniente de la tradición occidental nacida en Grecia. Participa por lo tanto de las vertientes del pensamiento clásico y moderno y, aunque acentúa rasgos y perspectivas propias que nacen de su situación histórica, cultural y política, no puede plantear los problemas del pensamiento como si nacieran de fuentes completamente nuevas. Aún cuando quiera recurrirse a la hermenéutica del mito indígena, no podrá dejar de hacerse con cierto instrumental, herencia de ideas y herencia de palabras, propio de la tradición occidental.

Por otra parte, en la medida en que el pensador latinoamericano toma conciencia de la situación histórica propia, de las raíces amerindias, de la pobreza económica y la marginalidad en que vive gran parte de su población, no deja de constatar que la cultura iberoamericana tiene rasgos propios, no reductibles a una mera derivación de lo europeo. Y en la medida en que su pensar sea sincero y genuino, requiere que se vea a sí mismo con acentos distintos, aun reflejando facetas humanamente importantes y de proyección universal.

Algunos autores latinoamericanos han acentuado esta diferencia interesándose por el pensamiento oriental y dialogando con él, como sugiriendo que América Latina debería sentirse más identificada con una cultura distante del pensamiento eurocéntrico y logocéntrico, que debería inclinarse más a la hermenéutica de los propios mitos, que debería en fin compartir en algo las características de la postmodernidad para poder ubicar en ese espacio la legitimidad del propio pensar.

Estos intentos no son los más numerosos, pero son altamente significativos. El problema es que habitualmente aparecen como tendencias paralelas a los estudios que se ubican en la órbita del pensamiento occidental. Es como si no se relacionaran con el resto de la tradición latinoamericana, y el estudioso se topa con la dificultad de que se trata de todos modos de un pensamiento en ciernes, que no ha alcanzado todavía niveles amplios de desarrollo.

Sucede en esta orientación el mismo olvido del desarrollo de la historia de las ideas en el pasado latinoamericano. Es como si el encuentro con el mito bastara por sí sólo para constituir una identidad. Por supuesto que desde esta base pueden establecerse lazos que relacionen las diversas mitologías entre sí, facilitando una lectura complexiva de los rasgos iberoamericanos. Pero falta siempre el otro componente: la incorporación de la tradición del pensamiento occidental que ha como cohabitado con aquella subconciencia mitológica.

Vemos así retrospectivamente una gama de posiciones entre las cuales se mueve la orientación que se quiera dar el pensamiento iberoamericano:

  • Seguir el desarrollo de las ideas del pensamiento occidental y ponerse al día, alcanzar una “normalidad filosófica”, acerca de sus más recientes episodios y tendencias.
  • Intentar pensar lo americano partiendo de algunas tesis que se juzgan características, ya sea por la situación histórica concreta, ya sea la acentuación que ellas han tenido en algunos de los más destacados pensadores latinoamericanos. Tales serían por ejemplo la tendencia al primado de la acción, o a un genérico positivismo con su componente empirista y cientificista, el sentido del progreso histórico contrapuesto a las versiones del idealismo clásico. En algunos autores más recientes, lo más característico del pensamiento latinoamericano consistiría en partir de una situación de dependencia y alienación, para plantear el problema de una praxis de liberación.
  • Una tercera impostación sería la que pone como condición para la intelección de lo iberoamericano, el estudio de su historia de las ideas, tal como se han dado desde los orígenes a nuestros días. Esta reconstrucción ayudaría a identificar las líneas de fuerza más destacadas en la identidad del pensamiento latinoamericano, y podría relacionarse y combinarse con las otras instancias mencionadas. Es la línea que nosotros preferimos.(Biagini. Entre la identidad..., 2000).
  • La cuarta orientación es en fin la que se afinca en el mito americano como matriz reveladora de un pensar originario y de una identidad cultural. Aquí el pensamiento se volvería a un centro que ya no está en el logos ni en los ideales y valores que han guiado por lo general la vida occidental. Esta vía buscaría un enlace entre los mitos de toda la región latinoamericana, comparándolos y distinguiéndolos de los de otras latitudes.(Kusch 1975).

La paradoja del pensamiento latinoamericano se configura así en una contraposición entre el primado de la historia y el primado del mito, entre la acentuación de lo diacrónico y la acentuación de lo sincrónico. Como veremos más adelante, creemos que ambas vías se pueden hermanar y complementar mutuamente.

Los enfoques más habituales de la filosofía latinoamericana se inclinan más bien al concepto operativo de historia de las ideas: tratan de descubrir lo propio de la situación latinoamericana en el desarrollo histórico de las ideas, en su encuentro, desarrollo, luchas, síntesis, relaciones con la historia sociopolítica, con las artes y las letras.

Todo el mundo está de acuerdo en que no puede describirse o reconstruirse una historia de la filosofía latinoamericana a la manera clásica, como un desarrollo de las grandes vertientes del pensamiento; racionalismo, idealismo, empirismo, etc., puesto que en nuestra América no ha habido propiamente lo que suele denominarse “creadores de sistemas”, en el mismo sentido que en la filosofía europea. Pero hay una verdadera historia de las ideas original, propia, irrepetible. La manera en que se han entrecruzado y debatido las grandes ideas, las influencias que han recibido y que han dado al devenir social y cultural, el modo como se han debatido o dialogado, todo eso muestra una línea que puede llegar a configurar una cierta tradición de pensamiento.

Alasdair Mac Intyre ha remarcado recientemente la importancia de la categoría “tradición filosófica”, tanto en el aspecto histórico como en el teorético (Mac Intyre 1992 y 1994). Una de las metas que debería prefijarse el pensamiento latinoamericano es encontrar, en medio de todo el devenir de la historia de las ideas, una cierta tradición propia, lo cual no significa encasquetarla en una sola escuela, sino identificar las líneas de fuerza más importantes que configuran una continuidad cultural.

Hay por lo tanto una historia de las ideas que, para el que se aproxima a su estudio, se revela como dotada de sentido, dramática y por momentos apasionante. No es lo decisivo, en este contexto, medir con total precisión los momentos en los cuales los pensadores latinoamericanos han dicho algo nuevo, que no había sido dicho antes por nadie, sino la plasmación de un diálogo, de un debate, de un devenir que está íntimamente relacionado con el devenir socio-político y cultural.

Este trabajo histórico en la búsqueda de la propia identidad, sería el proemio necesario para el logro de una autoconciencia latinoamericana.

La otra concepción, la que mira al mito opera, por así decirlo, una fractura con el desarrollo histórico propiamente dicho, y mira a algo inmemorial en cuyos arcanos estaría depositada la identidad cultural de nuestros pueblos. Aun cuando la instancia sea aprovechable como complemento de la visión histórica de las ideas, es preciso sin embargo reconocer que los países iberoamericanos han asumido, desde los días de su independencia, la idea de historia y de progreso, y que para el logro de su identidad ésta no puede en rigor ignorarse para atender exclusivamente a una significatividad atemporal del mito.

2. Lo interno y lo externo en la historia de las ideas latinoamericanas

Francisco Romero ha tenido el mérito de distinguir en los enfoques de historia de las ideas filosóficas, un aspecto interno y un aspecto externo (La estructura...123-158). Aplicando análogamente este criterio, podemos discernir entre los aspectos de la historia del pensamiento latinoamericano aquellos que tienen una relación más directa con los desarrollos internos de las ideas en el devenir histórico, es decir los que están más relacionados con la dialéctica surgimiento, luchas, ocaso de las ideas, y aquellos otros aspectos que llamaremos externos, que hacen a la relación entre estas ideas y el medio ambiente cultural, social, económico y político en que se mueve nuestro pensar.

Desde el primer punto de vista, la filosofía latinoamericana ofrece sin duda algunas líneas de continuidad que solamente un estudio atento puede apreciar. Por ejemplo, es posible reconstruir las etapas que el pensamiento positivista en América Latina ha recorrido desde el inicio del siglo XIX hasta nuestros días. También puede comprobarse el desarrollo de algunas líneas de ideas de filósofos más inclinados hacia el tema de la vida, los valores, la existencia en las décadas que van de 1920 a 1960.

Hay por lo tanto una historia interna de las ideas, con la salvedad de que ella no ha de entenderse en el sentido de que una escuela de pensamiento genera a otra o que su herencia queda superada en otra. La continuidad de la que se trata es la de una temática, de una sensibilidad particular para elegir y tratar determinados problemas. Puede en este sentido identificarse líneas de fuerza muy relevantes, como la idea de libertad, la idea del primado de la acción, la importancia dada al progreso científico, educativo, la preferencia por determinados enfoques jurídicos o éticos.

Por lo que venimos diciendo, sin embargo, es fácil comprender que estos desarrollos internos a la historia de las ideas están casi siempre enmarcados en un contexto de influencias provenientes en general de la filosofía europea. Por ejemplo, queda documentado que a partir de la década de 1930 se acentúa en nuestros países la influencia de la fenomenología y de las filosofías de la existencia (Leocata 1992: 343-366). Hacia 1950 son varios los pensadores latinoamericanos que se interesan por la problemática de Heidegger, Sartre, Marcel. Más tarde los ecos del pensamiento postmoderno irrumpirán con nuevos acentos. Y como constante a lo largo de todo el siglo, se reciben las derivaciones del desarrollo positivista y neopositivista.

Para una mirada superficial, esto indicaría “escasa originalidad”. Sin embargo la manera en que se han recibido algunas influencias, los interrogantes que se han planteado, los desarrollos y diálogos a que han dado lugar, transparentan una lógica interna original, que indica a su vez ciertos rasgos originarios de este pensar.

Identificar estas líneas de continuidad en la discontinuidad del ritmo de las influencias, es una de las tareas más delicadas del historiador de las ideas en América Latina.

El otro aspecto, que Francisco Romero denomina externo, de la historia de las ideas, es el que marca la relación de la filosofía con la vida sociocultural y política de cada país. Es un aspecto importantísimo, como se ve. Las ideas filosóficas, las influencias recibidas, los aportes originales de algunos maestros, deben ser leídos no sólo en la perspectiva de un desarrollo interior a la lógica de las ideas, sino también desde la óptica de su relación con las diversas áreas culturales, y en el contexto de la situación histórica de cada país.[iv]

He aquí un punto que no ha sido tenido suficientemente en cuenta por los historiadores de las ideas filosóficas en los países latinoamericanos. En general se ha tenido presente este criterio para las primeras etapas del desarrollo histórico de las ideas, como el período de la independencia, el período de la constitución o el del romanticismo. Pero luego las diversas escuelas y autores han sido estudiados por lo general sin la suficiente referencia a la situación cultural de cada momento; por ejemplo, el alternarse de regímenes constitucionales y democráticos con los regímenes de facto, las diversas oleadas inmigratorias, con los problemas culturales que aparejaban, la relación entre ideas filosóficas e ideas estéticas, los problemas del mundo del trabajo. No es que la historia de las ideas deba confundirse con la sociología o la teoría política. Creemos que, sin renunciar al carácter filosófico de los estudios sobre el desarrollo de las ideas en el ámbito latinoamericano, debería subrayarse más la relación con la historia de las instituciones, la historia sociopolítica, las ideas jurídicas. La filosofía latinoamericana refleja de un modo muchas veces implícito pero no menos real, la problemática cultural de cada nación en determinadas etapas.

Por eso el estudio de la historia de las ideas ilumina los rasgos más importantes de esta identidad. Vemos así que la filosofía latinoamericana solo podrá llegar a ser ella misma si plantea con originalidad las propias preguntas en el marco de una cierta tradición. Necesita para ello colocarse en el diálogo interno al devenir de la sucesión de las ideas, y en la referencia contextual a la problemática de la sociedad y de la cultura.

Del estudio de la historia de las ideas de cada país latinoamericano debería emerger la conciencia de las analogías y las interrelaciones de las problemáticas teóricas y vitales de nuestros países. Estamos atravesando por un momento histórico en el cual se vuelve más urgente esta convergencia y esta conciencia común. Estamos convencidos de que la relación entre las diversas orientaciones de pensamiento en las diversas etapas o configuraciones culturales tiene una fundamental convergencia entre todos los países latinoamericanos. Por ejemplo, las escuelas e influencias del período colonial, del de la independencia y del romanticismo tienen muchos rasgos comunes en los diversos países de América latina. Lo mismo podría decirse de las principales corrientes del siglo XX, como la fenomenología, el neopositivismo, las filosofías de la existencia. Establecer los lazos que unen esta historia interna de las ideas filosóficas de cada región con las otras, sería una de las tareas más urgentes del momento (Larroyo 1978).

La otra tarea, correlativa a la anterior, no es menos fundamental. A medida que la historia avanza, se nos impone un hecho de capital importancia; y es la conciencia de que los países latinoamericanos han llegado, por diversos caminos y con rasgos y caracteres diferentes, a situaciones políticas, culturales, sociales y económicas semejantes; más semejantes entre sí de lo que hubiera podido parecer hace tres o cuatro décadas. Todos adolecemos de los mismos problemas, aunque configurados en modo diferente, de retraso tecnológico, inmadurez en las instituciones y en la vida política, estancamiento económico.

América Latina, nacida a la independencia con una aspiración fundamental a la libertad y a las instituciones republicanas, ha venido transcurriendo un camino lleno de dolor y de dificultades y se encuentra hoy con la necesidad de enfrentar en común los principales desafíos. La filosofía no puede quedar ajena a esta empresa.

Es lícito que nos preguntemos por el lugar que ocupa de hecho la filosofía en nuestros respectivos contextos socioculturales. No es difícil advertir que ella parece haberse retrotraído en buena medida del rol de coordinación y propulsión del ambiente cultural, que tenía en otras épocas.

A esto ha concurrido en parte el cambio de situación por el que atraviesa la filosofía en el mundo con respecto a las demás áreas culturales. Pero en América Latina el fenómeno se ha agudizado. Si comparamos nuestra situación con lo que sucedía entre 1930 y 1970, notamos que la filosofía latinoamericana se ha alejado un tanto de su compromiso sociocultural y político, y en general de la vida autónoma y fragmentada que conducen las otras áreas culturales: la ciencia, el arte, el derecho. Muchos motivos han ocasionado esta retracción de la actividad filosófica del campo educativo, literario, político, jurídico, religioso. Es como si la ausencia de un mayor protagonismo de la filosofía hubiera provocado en nuestros países una mayor acentuación de la fragmentación cultural. Como decíamos al inicio, América Latina cuenta con especialistas filosóficos de buen nivel. Sin embargo hay un hiato entre el tipo de especialización y el estudio de los problemas inherentes a la realidad social, política, económica y cultural de los respectivos países. Es como si la filosofía hubiera cedido a la tentación de evadirse de estos últimos aspectos, y hubiera preferido refugiarse en el estudio de los “clásicos”. Es tan importante lo uno como lo otro.

Nuestros países necesitan tanto la profundización de las grandes figuras del pensamiento como la meditación de los problemas históricos concretos por los que atraviesa nuestra realidad, nuestro mundo vital compartido.

Como signo de la distancia existente entre lo uno y lo otro, baste pensar en el interés sólo relativo y un tanto exiguo que encuentran en nuestros centros universitarios los estudios sobre la historia de las ideas latinoamericanas. Muchas veces son tenidos como anexos, apéndices del estudio filosófico, interesantes como curiosidades o como recuerdos históricos, mientras que para otros se trata de ocupaciones que distraen del estudio de los grandes problemas. Algunas de las figuras del pensamiento latinoamericano aparecen y tienen su lugar en diccionarios y enciclopedias filosóficas, alejadas del contexto cultural.

Una mayor valoración y profundización de los estudios de historia de las ideas filosóficas sería esencial para calar en los motivos de la identidad cultural latinoamericana, y para facilitar el entronque de la filosofía con la totalidad de las áreas culturales.

En el lenguaje adoptado por Francisco Romero, por lo tanto, le hace falta a la cultura latinoamericana, un mayor conocimiento del desarrollo interno de sus ideas, tanto como una más íntima relación externa con el resto de la cultura y con los problemas sociopolíticos.

 Estaríamos tentados de afirmar que, en la medida en que se descuida o subestima el estudio de la historia de las ideas filosóficas y de su relación con las ideas de otras áreas culturales en cada uno de nuestros países, se favorece un estado de alienación de la filosofía respecto de su cometido y de su misión, es decir un estado de alejamiento con respecto a su compromiso con el resto de la cultura y con los problemas sociopolíticos que le acompañan.

3. Vías a recorrer en el contexto actual

Es difícil trazar un panorama, siquiera sintético, de las corrientes y orientaciones actuales de la filosofía. Los amantes de la periodización según el criterio de las generaciones, podrían observar cómo a partir de la década de 1970, con la muerte de algunos grandes maestros del pensamiento filosófico del siglo XX, Jaspers, Heidegger, Russell, Marcel, entre otros, se ha producido una cierta sensación de vacío. Tras el auge de la escuela de Frankfurt y del postestructuralismo francés, el panorama se ha vuelto a reanimar, pero el conjunto es complejo y difícil de evaluar. Dejando esta tarea para otros trabajos, podríamos aquí apuntar a tres tendencias que, sin ser las únicas, son particularmente significativas: la razón hermenéutica, la razón comunicativa y el denominado “giro lingüístico”.

En América Latina, por distintos motivos, no ha habido una influencia determinante de la analítica del lenguaje y poco se ha sentido el impacto producido en el seno de ésta última por la revolución wittgensteiniana. Se han difundido, desde luego, algunas de estas orientaciones, pero la problemática del “giro lingüístico” no ha sido todavía apropiada por pensadores destacados en América Latina. En cambio, debido al asentamiento durante varias décadas de las corrientes relacionadas con la fenomenología, hay una relación más directa con los dos polos de la razón comunicativa y la razón hermenéutica.

Afirma P. Ricoeur que nuestra época puede ser identificada como la época de la razón hermenéutica (Ricoeur 1995 y 1985: 300-346). Con ello quiere indicar que, a diferencia del período moderno, en el que se tendía a aprehender y a desarrollar una “razón pura”, en la multiplicidad de sus manifestaciones, en la última parte del siglo XX el pensamiento ha tomado conciencia de la imposibilidad de encerrarse en su autosuficiencia, y ha visto que la razón necesita recurrir a los símbolos, a la palabra, al mito. “El mito da que pensar”. La hermenéutica contemporánea deriva tanto de componentes tardo-románticas como fenomenológicas, y ha encontrado diversas expresiones, entre los que se destaca el mismo Ricoeur y Hans G. Gadamer (Gadamer 1982).

El pensamiento latinoamericano encuentra aquí una ocasión de empalme y desarrollo. Sin olvidar su propia historia, toma conciencia, como hemos visto, de la importancia de los símbolos, del lenguaje, de la mitología. La omnipotencia de la razón ha caducado y la reflexión filosófica se vuelve a todos aquellos componentes vitales que alimentan el propio desarrollo desde la interpretación. Aunque hemos aclarado que una hermenéutica completa no puede ser exclusivamente mitológica, sino que debe tener en cuenta todo el desarrollo histórico, vemos que el pensamiento latinoamericano hace bien al reflexionar sobre sus mitos. La hermenéutica implica también una lectura de las propias expresiones culturales, desde lo literario a lo religioso, lo lúdico y lo institucional.

La otra vertiente que polariza una parte del pensamiento contemporáneo es la de la razón comunicativa.(Habermas 1987 y 1999). Es una tendencia de nuestro tiempo la de acceder a una nueva concepción de la razón, distinta de la de la era moderna. La razón, además de hermenéutica, se descubre como fuente de comunicabilidad. Es preciso subsanar la división y fragmentación de las áreas culturales. Es preciso cubrir la distancia entre las diferentes culturas, no para que éstas dejen de ser lo que son, sino para que converjan en una nueva actitud dialogal.

Juzgamos a esta respecto, y a modo de ejemplo, altamente significativo el intercambio de ideas entre J. Habermas y algunos exponentes del pensamiento iberoamericano, como Enrique Dussel (Mardones 1998: 103-118). A simple vista el ideal de la razón comunicativa es más “ilustrado” que el de la razón hermenéutica, pero consideramos que ambos aspectos deberían ser asimilados por nuestros pensadores. Nuestra América no puede desconocer ni abandonar sus fuentes, sus raíces, sus orígenes. Pero debe al mismo tiempo orientarse hacia la consolidación de sus instituciones sociales y políticas. Y para ello necesita de la función que una razón comunicativa puede ejercer en el seno de su cultura.

Una pregunta asoma naturalmente a partir de todo esto: ¿qué posición tiene el pensamiento latinoamericano respecto de la modernidad? En nuestros trabajos historiográficos hemos insistido en la idea de que América Latina no tuvo un tiempo suficiente de asimilación de la modernidad filosófica, y que descubrió la modernidad contemporáneamente al iluminismo (Leocata 1992: 498-500). Es decir que nos hemos encontrado antes con Locke, Rousseau y Condillac que con Descartes, Kant o Hegel. Este hecho ha acrecentado en nuestros países la fractura entre una tradición -hispánica y, desde luego también indígena- y un sentido de progreso hacia las luces, hacia el adelanto científico-técnico. Hacia fines del siglo XIX, esta oposición cristalizó en la lucha entre positivismo y antipositivismo, el cual por lo general se identificaba con la tradición hispano-católica.

Esta ausencia de una asimilación tempestiva no iluminista de los ideales modernos de sociedad y de política gravitó inevitablemente en la marcha institucional de nuestro pueblos retrasando considerablemente el proceso de maduración de la democracia.

Llegados a fines del siglo XX se produce en los países occidentales la brecha de la postmodernidad. Esta crisis de lo moderno tiene un sentido totalmente diferente según que se haya vivido adecuadamente o no los ideales de la modernidad en los siglos anteriores. Sería un error para los países latinoamericanos renunciar a la lucha de modernizar sus instituciones y sus recursos científico-técnicos. Pero puede encontrarse en la postmodernidad, y especialmente en su faceta de razón hermenéutica[v], una ocasión para valorar más lo americano, la cultura y la mitología anteriores a la colonización, los aspectos que aún perduran y que se muestran rebeldes a una total asimilación con los ideales de la ilustración.

La filosofía latinoamericana tiene una función importante que cumplir en la amalgama de todos estos elementos. Nuestros países han vivido problemas culturales semejantes, han heredado desafíos análogos como cargas o como situaciones históricas, por lo que el punto de partida ha de ser un mejor conocimiento de sus respectivas realidades.

Para ello juzgamos indispensable el despertar de una nueva conciencia histórica, que tenga como uno de sus ejes la historia de las ideas filosóficas en cada uno de nuestros países. El conocimiento de nuestro pasado filosófico -cualquiera sea el grado o la modalidad de su originalidad- no es un mero recuerdo elegíaco ni un recorrido por una galería de figuras dignas de mención: es un acto profundamente hermenéutico, interpretativo, que se conecta con el compromiso práctico por la renovación y el afianzamiento de nuestras instituciones. Estudiar el propio pasado filosófico en cada configuración cultural es un modo de inteligir la línea de sentido que lo sostiene y estimular por lo tanto la futura actividad filosófica a fin de que tome mayor conciencia de su tarea.

Este esfuerzo de comprensión de la identidad cultural de cada país a través de su historia filosófica, conduciría inevitablemente a una natural epagogé (in-ducción) hacia la mayor comprensión de las semejanzas y diferencias culturales entre los diversos países, a una puesta en común de los problemas de todos ellos. No se comprende la esencia de lo latinoamericano por una suerte de intuición instantánea y perezosa, sino recorriendo pacientemente los hitos más importantes de su historia y en especial de su historia filosófica.

Desde este punto de vista, por lo tanto, juzgamos que es importante la entrada del pensamiento latinoamericano en una etapa hermenéutica, que se vuelva tanto a su historia como a su mitología, conjugando sus resultados y poniéndolos al servicio de un nuevo protagonismo de la acción filosófica.

El otro elemento a tener en cuenta, virtualmente unido a lo anterior, es el ejercicio de un compromiso por la reforma y el afianzamiento de las instituciones sociopolíticas. Se trata en este caso de la fase de razón comunicativa de la filosofía, que exige un compromiso con la praxis histórica. Puede decirse que el hecho de que no se haya llegado todavía a una conciencia suficientemente fuerte de la ubicación de la filosofía en el servicio de la cultura en el espacio latinoamericano, es un factor que ha acrecentado la insuficiencia de la interrelación entre las áreas culturales y de la integración sociopolítica que los tiempos requieren.

Es urgente que los pensadores latinoamericanos, conocedores de sus respectivos antecedentes históricos, tengan la valentía de asumir la propia responsabilidad respecto de las instituciones sociales, culturales, políticas, respecto de las orientaciones estéticas, morales, jurídicas, religiosas, a fin de facilitar su intercomunicación y lograr una colaboración real en la solución de nuestros dramáticos problemas.

Lejos de ser una huida del mundo, la filosofía requiere un serio compromiso con sus realidades. Decía Whitehead que la actividad filosófica no consiste en otra cosa que en dar una carácter de unidad concreta a los diversos aspectos “abstractos”, es decir separados, de la cultura (Whitehead 1949).

A América Latina le hace falta un servicio responsable del destino de la propia cultura, un profundo ejercicio de la razón y praxis comunicativas. En lugar de esperar que las distintas áreas culturales se vuelvan a la filosofía, como tal vez era más frecuente en otro tiempo, la filosofía debe ir socráticamente hacia ellas, a través del diálogo comunicativo. El solo hecho de ayudar a interrelacionar las áreas culturales es un modo de realizar una praxis a favor de la mejor adecuación de nuestras instituciones. Es por lo tanto un modo de liberar, de conservar lo mejor de la tradición y lo mejor de una sensata modernidad. Ante el panorama cultural y sociopolítico que ofrecen los pueblos de América latina en el actual contexto de globalización, no hay dudas de que una de las razones de su estancamiento y de sus vastos y complicados problemas, incluyendo los económicos, ha sido la ausencia de un tempestivo asentamiento de la conciencia filosófica moderna en sus respectivos medios culturales.

Remontar esa situación es una de las tareas que nos impelen. Conjugar una razón hermenéutica de la historia y del mito, y una razón comunicativa con todo lo que ella comporta, son las condiciones para un nuevo protagonismo de la filosofía en nuestro medio. Un pensar latinoamericano auténtico no se distingue tanto, a nuestro entender, por la presencia o acentuación de determinadas tesis, sino por la manera en que se vuelve a su historia y se abre a un nuevo futuro de acción. El pensamiento latinoamericano necesita conocerse más, hermanar las tendencias y experiencias de las diversas culturas, a fin de comprometerse en un futuro verdaderamente progresivo. La tentación de volverse al mito inmemorial debe ser transformada en una acción hermenéutica no separada de una sana modernidad.

El llamado a un compromiso de acción comunicativa frente a la propia cultura, no es un apéndice o un anexo innecesario de la actividad filosófica. Todo filósofo latinoamericano, para ser verdadero filósofo, necesita pensar el propio país y el propio continente.

Francisco Leocata
Universidad Católica Argentina

Referencias bibliográficas

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[i] La problemática aparece ya plenamente explicitada en J. B. Alberdi, Fragmento preliminar al estudio del derecho (1837), Hachette, Buenos Aires, 1955, p. 52-53. Más recientemente véase la polémica entre Salazar Bondy y Leopoldo Zea, en A. A. Roig 1993: 137.

[ii] Con esto no queremos afirmar que en América Latina se hayan formado escuelas propiamente dichas. Las investigaciones mencionadas se mantienen en un nivel individual, y no alcanzan a formar un clima filosófico suficiente en referencia al resto de la cultura.

[iii] Un ejemplo de síntesis entre la atención a la propia historia filosófica y la preocupación por los problemas de la actualidad la presenta Roig 1994.

[iv] No compartimos la idea de que el interés por los problemas socio-culturales y políticos sea un signo de debilitamiento o distracción respecto de la tarea filosófica pura.

[v] No todos los autores a los que puede atribuirse el sentido de la postmodernidad han aceptado la primacía de la hermenéutica. Entre ellos está G. Vattimo, quien hereda algunos de los puntos referidos a la hermenéutica del romanticismo de Schleiermacher y de Heidegger.

 

 

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Hugo E. Biagini, Compilador. Arturo Ardao y Arturo Andrés Roig. Filósofos de la autenticidad. Jornada en homenaje a Arturo Andrés Roig y Arturo Ardao, patrocinada por el Corredor de las Ideas y celebrada en Buenos Aires, el 15 de junio de 2000. Edición digital de José Luis Gómez-Martínez y autorizada para Proyecto Ensayo Hispánico, Marzo 2001.
© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

 

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