Arturo Andrés Roig

Teoría y crítica del
pensamiento latinoamericano

V
LAS FILOSOFÍAS DE DENUNCIA Y LA CRISIS DEL CONCEPTO

Veamos ahora cuál es nuestra posición frente al problema que plantean las llamadas "filosofías de la conciencia" o del "concepto", a partir de la crítica generada por las grandes filosofías de "denuncia" o de "sospecha" que han abierto un nuevo y fecundo campo dándonos herramientas conceptuales para la reconsideración de una filosofía latinoamericana (Roig, 1974: VI, 39-75).

Podría ser entendida la historia de la filosofía como un largo proceso en el cual reincidentemente se ha visto el hombre obligado a desenmascarar la permanente ambigüedad del término mismo de "filosofía", que ha implicado e implica tanto las formas del saber crítico, como las del saber ideológico.

Para que esa ínsita ambigüedad sea vista es necesario, sin embargo, tener conciencia de lo ideológico, acontecimiento más bien tardío en la historia de la humanidad, que supone a su vez toda una manera muy viva de entender la naturaleza del concepto, instrumento mental con el que se expresa tradicionalmente la filosofía desde los griegos.

Los pensadores que creyeron posible una radical instalación en el concepto y por tanto un fácil rechazo de todas las formas que consideraron preconceptuales, entendieron haber superado toda ambigüedad y con ella todo lo espurio que la vida introduce en las formas de un pensar "libre". En esta línea se encuentra de modo interesante la filosofía kantiana. Conocido es el pasaje aquel del "Prefacio" de la segunda edición de la Critica de la razón pura, en el que el maestro de Könisberg hablaba con entusiasmo del hecho para él irrebatible del acabamiento de la lógica, que había nacido completa en manos de Aristóteles y que después del filósofo griego "no había podido dar un paso adelante". Por esto mismo le parecía inaceptable el intento de "extensión" de la lógica llevado a cabo por algunos de sus contemporáneos que habían pretendido agregarle capítulos de psicología, de metafísica o de antropología, tema este último que el mismo Kant nos aclara, versaba sobre "los prejuicios, sus causas y sus remedios".

Hegel habrá de heredar esta fe en la ciencia lógica estricta que concibe la posibilidad de alcanzar el concepto en su pureza, desprendido de todo lo que pueda entenderse como agregados preconceptuales y se opondrá, lo mismo que Kant, a aquella "exterioridad y decadencia de la lógica", tal como nos lo dice en su Enciclopedia. Expresa Hegel aquella concepción apoyándose en su distinción entre "concepto y "filosofema”, considerando que este último es el concepto "abstracto", es decir, no desprendido aún de la "representación" y que por lo tanto no puede ser el objeto propio de un saber estricto. Y es al precio de esta distinción, con la que un tanto paradojalmente se anticipa la doctrina de las ideologías, que postula Hegel nada menos que la posibilidad de la libertad entendida como el reencuentro del pensar consigo mismo.

Herederos del cogito cartesiano, Kant y Hegel no dudan, en ningún momento, del triunfo de la conciencia por su poder de evidencia y no cabe en ellos sospecha alguna que les mueva a denunciar la conciencia misma. Lo ideológico, marginado como realidad extraña al concepto, no molestaba a los filósofos con supresencia y los dejaba cómodamente instalados en un pretendido saber puro, en una conciencia transparente e impoluta, reinado del Espíritu, al que denominaron "filosofía". Pero la filosofía seguía, a pesar de esta ilusión, siendo una realidad tremendamente ambigua que exigía nuevas formas de crítica, más vivas, por lo mismo que seguía ocultando en su seno todo aquello que creía haberse expulsado de ella.

Nuestra época ha abierto nuevos horizontes. Las grandes filosofías de denuncia del siglo XIX, poshegelianas, las de Nietzsche, Marx y Freud, han sido asumidas en su mensaje más profundo y han provocado la crisis definitiva de la filosofía del "sujeto" o del "concepto", impulsando un vuelco radical, nuevo cambio copernicano, que ha llevado a la elaboración de una filosofía del "objeto" o de la "representación", dentro de la cual el problema de la libertad alcanza una formulación ciertamente revolucionaria.

Sabemos muy bien que la filosofía, más de una vez, ha sido pensada como "teoría de la libertad", a tal punto que se ha hecho coincidir la historia de la libertad con la historia de la filosofía. Pero, a partir del momento en que entra en crisis la filosofía del sujeto en la que la esencia había tenido prioridad sobre la existencia, el sujeto sobre el objeto y el concepto sobre la representación, se produce necesariamente el abandono de la filosofía como teoría de la libertad y surge con fuerza algo radicalmente distinto e inclusive contrapuesto, la filosofía como liberación.

El paso de la una a la otra implica un cambio en la noción de sujeto, como asimismo del papel que a éste le toca jugar en cuanto sujeto filosofante dentro de lo que Hegel denomina sistema de conexiones de una estructura histórica dada, en el cual la filosofía es uno de sus momentos. Cambio que acarrea como es lógico, puntos de vista distintos respecto de la metodología del saber filosófico y asimismo en relación con su historia. El rechazo de aquella "extensión indebida de la lógica" de la que nos hablaba Kant, y de aquella "extensión y decadencia" de la misma, a la que por su parte se refería Hegel, era sin duda, condición indispensable para asegurar una noción de sujeto que había concluido en el enunciado de un sujeto singular y absoluto y no plural y relativo, al que quedaba sometido ontológicamente el objeto. Se mantenía de ese modo una oposición, a pesar de los esfuerzos de la dialéctica hegeliana, entre un sujeto empírico y un sujeto trascendental, que hacía inútiles los esfuerzos de la dialéctica en cuanto suponía un punto de partida vicioso de acuerdo con el cual se diferenciaban, primero, los dos niveles y se trataba, luego, de reunirlos. La consecuencia de todo esto fue la conformación de un mundo de connotaciones negativas que, con su ya larga historia, desde Platón hasta Husserl, terminó por condenar lo empírico y hacer casi imposible el rescate del término.

Debido a lo que estamos señalando, toda aquella riquísima temática que Hegel desarrolla a propósito del problema del comienzo de la filosofía y que hemos intentado presentar antes y, en particular dentro de ella, las relaciones que trata de establecer el filósofo alemán entre la filosofía y el sistema de conexiones de cada época, habrán de ser desvirtuadas. En efecto, con el objeto de poder asegurar una conciencia autónoma y con ella la posibilidad de un sujeto absoluto de conocimiento, se pondrá en acto un método de reducción que llevará a una deshistorización de lo que se planteaba precisamente como histórico.

Para comprender lo que Hegel nos quiere decir cuando habla del papel que le toca jugar a la filosofía dentro del sistema de conexiones de una época dada, deberíamos regresar a la noción de "estructura histórica" tal como aparece en otras de sus obras. En los Lineamientos fundamentales de la filosofía del derecho, al final del "Prefacio", Hegel nos vuelve a decir que la "filosofía es su época aprehendida en conceptos". El tema se encuentra, como hemos visto, en la Introducción a la historia de la filosofía, obra que en su segunda parte se ocupa precisamente de "la relación de la historia de la filosofía con los otros productos del espíritu". La noción que surge de todo esto es la de la naturaleza estructural de una época histórica, dentro de la cual la filosofía es uno de sus momentos que, aun cuando tardío respecto de los demás, no escapa a la totalidad. De ahí que sea posible hablar de una conexión, por ejemplo, entre la forma histórica de una filosofía y la historia política.

Por eso mismo, la libertad, como ejercicio del pensamiento, no es ni puede ser extraña a la libertad política, a tal punto, que la primera surge, según pensaba Hegel, en relación esencial con la primera. Cuando lo absoluto deja de ser pensado con las envolturas sensibles de la representación, el pensamiento puede pensarse a sí mismo sin mediaciones y del mismo modo, cuando el individuo se piensa en lo universal, deja de ser en otro para integrarse como ciudadano en el Estado superándose de esta manera las formas de mediación política. En ambos casos, la libertad supone la negación de lo particular, lo sensible, lo existencial y la incorporación a una totalidad objetiva esencial. Este despojarse de la representación para dar lugar al concepto y esta incorporación de la existencia en la esencia, muestra que para Hegel, a pesar de la necesaria "buena voluntad" que exige la conversión del individuo en ciudadano, la conexión entre filosofía y política es posible porque ambos términos son homogéneos en cuanto son reducibles a pensamiento. Tanto en un caso como en el otro, la particularidad, tal como existe para la conciencia sensible, se trate de la vida teórica o de la práctica, es cancelada por el pensamiento desde un universal que nos pone frente a lo verdaderamente concreto.

Si tenemos en cuenta que esa negación de la conciencia sensible y la instalación en lo que podríamos entender como una conciencia absoluta se da únicamente en el pensamiento filosófico, se verá claro cuál es la función preeminente de la filosofía dentro del sistema de conexiones hegeliano, aun a pesar de la tesis de su presencia tardía, como también el enorme poder que se les concede a las totalidades objetivas elaboradas por la razón.

La reducción de la cual hablamos, con la que se relacionan estrechamente los aspectos anteriores, se logra no sólo mediante aquella homogeneidad que habíamos mencionado, sino también mediante lo que podríamos denominar la "función integradora" que Hegel concede al concepto, problema que podemos considerarlo en dos momentos: el primero, atendiendo al concepto en sí mismo y luego, considerándolo en el proceso de su constitución.

El concepto (Begriff) cumple aquella función en cuanto circularidad perfecta, en la que queda comprendido lo singular de modo transparente. Esa circularidad perfecta y esa absoluta integración es alcanzada, en su grado máximo, en la idea, tal como aparece definida en el parágrafo 213 de la Lógica, dentro de las páginas de la Enciclopedia: "La idea es lo verdadero en sí y para sí, la unidad absoluta del concepto y de la objetividad. Su contenido ideal no es otra cosa que el concepto en las determinaciones del concepto: su contenido real es sólo la exposición (desplegamiento) que el concepto da de sí mismo en la forma de su existencia exterior”. En esa "unidad absoluta del concepto y su objetividad", la única función que aparece es la de integración, dentro de una especie de tautología fundamental.

Ahora bien, así como se puede señalar una función de integración, hay del mismo modo una "función de ruptura". Esta segunda es posible para Hegel en este momento, exclusivamente en la representación (Vorstellung), es decir, fuera del concepto. En todo filosofema, que es como sabemos un modo de representación general de lo verdadero, hay una separación interior, una quiebra o ruptura que impide la coincidencia de forma y contenido. En el pensar conceptual, por el contrario, contenido y forma son integrados en uno: en tanto que lo que pensamos, es decir, el contenido, está, en la forma del pensamiento, ya no se oponen entre sí; por el contrario, en los filosofemas, por ejemplo, en los de la religión, el contenido no es expresado en la forma del pensamiento, sino en las de la representación y por tanto lo sensible aparece como recubriendo o encubriendo lo absoluto. Surge de este modo, en el pensar de Hegel, el importantísimo tema de la alienación, en este caso de la alienación del Espíritu en lo sensible, como producto de un fenómeno de encubrimiento y a la vez de ruptura, que tendrá proyecciones verdaderamente insospechadas dentro de las filosofías poshegelianas en cuanto se encuentra justamente allí anticipada la problemática de las ideologías.

Si nos colocamos ahora en el proceso mismo de la constitución del concepto, veremos que hay en Hegel un movimiento dialéctico que va de un primer momento de ruptura a un segundo momento de integración. En efecto, el paso del momento abstracto (negación) a lo concreto (negación de la negación), en otros términos, de lo que ahora es caracterizado como paso del "concepto abstracto" al "concepto concreto", es un movimiento dialéctico en el que el concepto integra en sí mismo lo que se le aparecía como negativo o enfrentado y, al cancelarlo, lo asume (Hegel, 1961: 141-154).

Y así como del análisis anterior surgió la relación íntima que hay entre alienación y ruptura, en este segundo análisis aparece otra no menos valiosa, la de dialéctica e integración. En efecto, la noción de integración es esencialmente dialéctica y las dificultades que ofrece radican justamente en el modo como es entendida en relación con la totalidad objetiva alcanzada en cada caso. En otras palabras, la función de integración del concepto no es siempre ejercida del mismo modo, en cuanto que el Espíritu en su eterno despliegue se va autocancelando a través de momentos en los que el concepto, como su realización concreta, va mostrando grados de integración cada vez más ricos, a costa de sí mismo.

De todas maneras, aun cuando en el segundo análisis podamos hablar de un momento de ruptura en el proceso de construcción del concepto, ella le es siempre externa, lo que le permite a Hegel determinar nada menos que la diferencia que hay entre el saber vulgar y el filosófico y, a la vez, entre el saber asiático y el saber europeo germánico, con todas las consecuencias sociales y culturales que esta diferencia supone. La verdad, dentro del saber vulgar, se presenta con una interna ruptura que sólo es superada por el filósofo en el momento de la aparición del saber conceptual o absoluto. Por eso mismo, los filosofemas con los que se constituye su "filosofía" no pueden entrar en la historia de la filosofía, pues, de hacerlo, caeríamos en una verdadera "exterioridad y decadencia de la lógica".

El saber sobre el cual se organiza la vida cotidiana no carecería, por tanto, de universalidad, mas ella sólo es alcanzable imperfectamente, por lo mismo que la cotidianidad se organiza sobre un lenguaje que no va más allá de filosofemas. La única vía de acceso a lo universal está dada para el hombre vulgar en su incorporación a la vida religiosa y, en relación muy íntima con ella, por su vivencia de las formas creadas por el arte. La otra vía surge de su ingreso a la "sociedad civil", sobre la que se constituye el Estado, organización social perfecta en la que sin embargo otros serán los realmente capaces de ponerse en lo universal. Aquel "pueblo" que era exigido por la filosofía como la "determinabilidad concreta" de su comienzo, no es por tanto cualquier comunidad humana, ni tampoco cualquier clase social, en cuanto que no toda manifestación religiosa o artística alcanza la universalidad del filosofema, ni todo grupo humano acepta integrarse buenamente dentro de los marcos de la sociedad civil. De este modo, la cotidianidad no sólo es desplazada en cuanto pensamiento y lenguaje a un momento prefilosófico, sino que no todas las formas de cotidianidad son dignas de consideración por el filósofo en la búsqueda de las raíces de su propio saber.

Aquella virtud integradora del concepto, posibilitada por la reducción que hemos mencionado resulta, sin embargo, desmentida a partir del mismo Hegel, si tenemos en cuenta lo que podríamos considerar como su "discurso político" del que es exponente significativo su obra Lineamientos fundamentales de la filosofía del derecho. Podríamos aventurar la tesis de que la quiebra del sistema de Hegel se produce necesariamente en torno a la cuestión del Estado, en cuanto que es allí donde se inserta el "discurso filosófico" en el "discurso político" y se pone de manifiesto con toda crudeza y fácil lectura el contenido ideológico del primero, por donde los Lineamientos resultan ser un texto clave para la comprensión del hegelianismo y, en general, de toda la "filosofía del sujeto".

Un texto conocidísimo del "Prefacio" de esta obra dice así: "Para agregar algo más sobre la pretensión de enseñar cómo debe ser el mundo, la filosofía, en todo caso, llega siempre demasiado tarde. Como pensamiento del mundo (Gedanke der Welt), aparece solamente cuando la realidad (Wirklichkeit) ha consumado su proceso de formación y se ha realizado (se ha acabado)... Cuando el filósofo pinta gris sobre gris, una forma (Gestalt) de la vida ha envejecido y no se deja rejuvenecer (verjungen), sino solamente reconocer (erkennen). El búho de Minerva sólo inicia su vuelo a la hora del crepúsculo”.

¿Qué significa en este caso la función de "reconocimiento"? En un primer lugar, reconocer significa "integrar" en un plano ontológico y dentro de un sistema de conexiones, todos los elementos de una realidad óntica dada, en este caso, una época histórica, de modo tal que todos ellos queden comprendidos en una totalidad objetiva como momentos de su verdad y, de esta manera, justificados. Esta función de integración resulta además una fijación de la realidad óntica y el discurso filosófico viene a ser un discurso conservador que no expresa lo que ha de realizarse, sino lo realizado y esto, porque la estructura real es vista como un "resultado" y, sobre todo, porque la filosofía se ha declarado impotente en cuanto poder rejuvenecedor, en cuanto saber de denuncia.

En un segundo sentido, sin embargo, la noción de "forma envejecida" incluye de hecho una denuncia, por lo que la justificación viene a ser, paradojalmente, una condena. Pero sucede que ella no se encuentra instalada de derecho en la totalidad objetiva misma porque el rejuvenecimiento no constituye una cualidad propia de la función integradora del concepto. Si bien para Hegel la historia no se clausura como lo demuestra el hecho de que las formas de vida envejecida anuncian con su vejez nuevas formas, la filosofía sólo es capaz de expresar dialécticamente las formas viejas. Esta impotencia de la filosofía tiene su raíz en la interna incapacidad del concepto hegeliano de abrirse a la historia como irrupción, como asimismo en una noción de sujeto solamente posible dentro de las filosofías de la conciencia.

La exigencia de alcanzar totalidades dialécticas mediante el peso concedido a la categoría de pasado, conduce a hacer "racional" la historia, pero a costa de reducir la dialéctica real de los procesos a una mera dialéctica discursiva, cuyo poder le viene de aquella invención tardía que convierte todo en necesario, En ese momento ya no se puede hablar ni siquiera de las pretendidas astucias de una Razón que echa mano de contingencias y en tal sentido de imprevistos para alcanzar sus propios designios, en cuanto que han desaparecido hasta las contingencias. De este modo, para el filósofo, en su impotencia, la historia se ha clausurado.

Decíamos que la quiebra del sistema de Hegel aparece claramente en su noción del Estado. Éste en cuanto totalidad objetiva, ejerce una función de integración que supone la presencia normal, dentro de aquélla, de todos los elementos de la sociedad. En otros términos, la doctrina del Estado es la reformulación de lo que Hegel llama "sociedad civil"; ésta, por su parte, en cuanto comprende las necesidades de los individuos y de los grupos, organizados en un sistema, es de hecho la formulación de la demanda social. Nada ha de quedar fuera de la reformulación, fuera de la totalidad objetiva ordenadora, dado que como el mismo Hegel lo dice en el parágrafo 303 de sus Lineamientos, "ningún momento debe mostrarse como multitud desorganizada".

Dentro de este esquema, el "grande hombre" es el agente reformulador, el que cancela lo que hay de naturaleza en la sociedad y la integra en un orden de razón dándole sentido a todos sus elementos que sólo alcanzan su verdad en la totalidad. Por su parte, el "pueblo" es en este caso la multitud integrada, que si bien para Hegel es por definición el conjunto de hombres que constituye la parte que no sabe lo que quiere, se incorpora gracias al "grande hombre" y a los funcionarios de Estado que de él dependen, todos de inteligencia "más vasta y más profunda", dentro del Estado como multitud organizada.

Ahora bien, esta imagen "perfecta" del Estado, en la que la función reformuladora aparece asumiendo todas las formas de la demanda social, se encuentra de hecho brutalmente quebrada por la presencia de grupos humanos que rechazan toda integración. Éstos, no constituyen ya el "pueblo", sino el "populacho" (Pöbel), definido por Hegel como un grupo de gentes que atribuyen al gobierno una "mala voluntad" hacia ellas y que representan por tanto el "punto de vista negativo" (Hegel, 1976: parágrafos 93, 301 y 302). Los grupos humanos que integran el "populacho" son incapaces de toda forma de pensar lo universal como consecuencia de una "mala voluntad" que está en ellos mismos. Con ello viene a desconocerse toda función de irrupción social e histórica a las clases oprimidas contestatarias, que son las que, justamente gracias a su "mala voluntad", se encuentran en capacidad de quebrar las totalidades objetivas y de dar el paso hacia nuevas formas de universalidad verdaderamente integradoras.

Toda la suerte del concepto hegeliano y de su función de integración entra, pues, en quiebra ante este hecho escandaloso del populacho, y le lleva a inevitables contradicciones. Por un lado, aquél atenta, en cuanto desorden y no es resorte del Estado atender su demanda social, en la medida que se mantenga como particularidad negativa, como populacho; al no poder asumir dentro de la totalidad objetiva un elemento de la sociedad civil que se presenta como una pura irracionalidad para el filósofo y que viene a quebrar la juridicidad misma, la razón se declara impotente y sólo puede ejercerse, en nombre de esa misma razón, la represión social. De este modo, el concepto, que en la lógica hegeliana cumple tan sólo una función de integración, viene a exigir en nombre de tal integración, un acto de ruptura.

A esta contradicción, que no por casualidad surge en los Lineamientos en relación con el problema de la propiedad privada se agrega otra, manifestada en las Lecciones de filosofía de la historia universal. Allí se dice al tratar el problema de los fundamentos geográficos de la historia universal, en el capítulo segundo, que un verdadero Estado y un verdadero gobierno sólo se producen cuando ya existen diferencias de clase, cuando son grandes la riqueza y la pobreza, y cuando se da una relación tal que una gran masa ya no puede satisfacer sus necesidades. Es decir, se trata de una facticidad que hace falta al Estado, un desorden que se ha de mantener como desorden para organizar el orden; la pura irracionalidad no aparece ya exclusivamente como accidente de la sociedad civil, externa a la totalidad objetiva, tal el caso anterior, sino internalizada en la misma, y otra vez el concepto viene a jugar en contra de su definición una función de ruptura.

Habíamos dicho que la historia de la filosofía se nos presenta como un largo proceso en el cual reincidentemente el hombre se ha visto obligado a desenmascarar la permanente ambigüedad del término mismo de "filosofía", que ha implicado e implica, decíamos, tanto las formas del saber crítico, como las del saber ideológico. También habíamos afirmado que la conciencia de lo ideológico es un hecho tardío en la historia de la humanidad y que supone, frente al largo y extenso predominio de la filosofía del sujeto, una nueva comprensión de la naturaleza del concepto y a la vez del sujeto mismo.

Si bien este planteo es contemporáneo y su formulación abierta se encuentra para nosotros a partir de la segunda mitad del siglo XIX, ha habido importantes anticipaciones del mismo dentro de la filosofía racionalista europea. Una de ellas se encuentra en las páginas de la Ética de Spinoza, en donde aparece enunciada la noción de "esfuerzo" o "conato", como categoría ontológica. En la Proposición VI del libro VII, en un texto que ya hemos citado antes, dice Spinoza: "Toda cosa en cuanto que tal se esfuerza en perseverar en su ser" (Unaquaeque res quantum in se est, in suo esse perseverare conatur), y en la Proposición XXIII del libro II dice que "El alma no se conoce a si misma sino en tanto percibe las ideas de las afecciones del cuerpo" (Mens se ipsam non cognoscit, nisi quatenus corporis affectionum idea percipit). Es decir, que no se piensa la conciencia como una pura intencionalidad y que en la idea se encuentra presente de modo necesario la representación del cuerpo.

Otro antecedente no menos valioso se encuentra en la conocida doctrina de Leibniz de la "percepción" y de la "apercepción", tal como aparece expresada en sus Nuevos ensayos y en la Monadología, y su relación con la noción de "apetición" o "apetito". En este caso, tampoco se reduce la conciencia a intencionalidad, en cuanto se postula la existencia de modos de conocimiento no conscientes y se hinca además todo proceso cognoscitivo en el apetito o esfuerzo.

La "indebida extensión de la lógica" en la que habían incursionado los contemporáneos de Kant y a quienes, como vimos, rechazaba, había llevado a la elaboración de una "teoría de los prejuicios", antecedente no menos importante que los citados, dentro del racionalismo de la época en su versión ilustrada. La conciencia aparece ahora con un lado oscuro que enturbia su función cognoscitiva y que tiene su origen en un impulso de dominación social (Barth, H., 1951; Lenk, K., 1974; Janet, F., 1977).

Pero todas estas anticipaciones cobran fuerza y provocan la crisis definitiva de la filosofía del concepto o de la conciencia, con la constitución de las grandes filosofías de denuncia poshegelianas del siglo XIX, las que resultarían, sin embargo, ininteligibles, si no tenemos presente la riquísima y compleja problemática hegeliana de la alienación sobre cuya crítica y profundización se organizan.

Nietzsche, Marx y Freud son los grandes filósofos que, desde diversos puntos de vista, congruentes en aspectos fundamentales, inaugurarán una etapa decisiva para el pensamiento contemporáneo (Ricoeur, P., 1955; 1965). La crisis de la filosofía del concepto o del sujeto es, en todos ellos, una crisis de la noción de conciencia. Nietzsche en su libro La voluntad de dominio, aproximándose a un peligroso irracionalismo, nos habla de "la extraordinaria equivocación de considerar el estado consciente como el más perfecto" y nos incita a buscar "la vida perfecta allí donde hay menos conciencia, es decir, allí donde la vida se preocupa menos de su lógica, de sus razones", todo lo cual supone la puesta en duda de la objetividad, condicionada por una fuerza preconsciente, la "voluntad de vivir". Lo que Nietzsche llama el "platonismo", es un sistema de opresión de la vida que se ejerce desde la totalidad objetiva del concepto, instrumentada por los filósofos movidos por esa misma secreta voluntad de poderío (Nietzsche, F., 1947: IX, parágrafos 142 y 438).

En Freud no se habla de "concepto" sino más bien de "representación", en la que se entiende que se ponen de manifiesto dos funciones expresivas, una, la de la "intencionalidad", la otra, la del "deseo" que interfiere en la primera distorsionándola, todo lo cual supone una doble investigación. La representación como intencionalidad es objeto de la teoría del conocimiento, y en cuanto deseo, materia de estudio del psicoanálisis, si bien podría decirse que en última instancia no hay nada más que un solo método, dado que la presencia del deseo como factor condicionante de los contenidos intencionales, hace que la teoría del conocimiento sea un saber abstracto. La psicología profunda proclama de este modo la heteronomía de la conciencia enraizada ahora en la existencia como deseo. El objeto intencional padece, en adelante, de una casi invencible oscuridad, además de una irrecusable parcialidad. Las totalidades objetivas quedan de este modo denunciadas y destruida la imparcial universalidad del concepto.

También en Marx el concepto, en este caso muy concretamente el concepto hegeliano y en abierto rechazo, será entendido como representación. El campo en el que se trabaja ahora no es ya la cultura, como en el caso nietzscheano, ni la psicología tal como acontece en Freud, sino muy concretamente el de la vida social, y lo que resulta encubierto son las relaciones sociales. La depuración de la representación encubridora, la ideología en sentido negativo, se lleva a cabo cuando se establece correctamente y mediante un método crítico, su naturaleza refleja. Los intereses de clase, que juegan un papel equivalente a la voluntad de poder y al deseo, ejercen una interferencia entre el objeto, las relaciones sociales mismas y el sujeto, impidiendo que las primeras se expresen adecuadamente y deformando de este modo su representación. Lo mismo que en Nietzsche y Freud, es imposible en Marx un análisis de la conciencia desde el punto de vista de un método eidético y sólo cabe aquí una hermenéutica de la escondida significación de los contenidos intencionales que obliga a salirse de la conciencia misma.

A su vez, la constitución epistemológica de la representación legitima, el "concepto científico" de Marx, que se funda en la noción de reflejo, es más rica de lo que podría parecer y pone de manifiesto la compleja naturaleza de la doctrina. El matiz pasivo que es constitutivo semántico del término "reflejo", estaría en aparente contradicción con el valor dialéctico y activo de la conciencia implícito en la concepción marxista del hombre como ente histórico, capaz de generar procesos de transformación. Con la doctrina del reflejo se quiere afirmar, sin embargo, la prioridad del ser social sobre la conciencia, del objeto sobre el sujeto. "No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia” (Marx, C., 1970: 31-36). Con ello quedan claramente marcados los limites dentro de los cuales el hombre construye su mundo, respecto del cual, tanto como de sí mismo tiene la responsabilidad de toda transformación. La conciencia queda de este modo crudamente hincada en la existencia. Las totalidades objetivas se han vuelto sospechosas y el método de crítica ideológica, que juega un papel en alguna medida semejante al psicoanálisis freudiano y al nihilismo activo nietzscheano, permite la denuncia de la función opresora del concepto y nos abre hacia una nueva comprensión de la naturaleza del sujeto.

El pensamiento contemporáneo verá enriquecida toda esta problemática al regresar a un aspecto de la conciencia ya implícito en Aristóteles, en aquella su célebre definición del hombre como animal que tiene logos y que reaparece en la Fenomenología a propósito del problema del reconocimiento, la afirmación de que toda autoconciencia existe por otra: la cuestión del lenguaje. El impacto causado por la, lingüística en los diversos campos del saber actual ha conducido, inevitablemente a meditar e investigar una de las más importantes formas de mediación que constituye a la conciencia misma y sobre la cual se organiza la objetividad. La problemática del lenguaje como acto de comunicación conduce al rescate de esa objetividad desde la sujetividad, como asimismo a la posibilidad de determinar los limites dentro de los cuales el hombre como natura naturans se enfrenta a la realidad en su esfuerzo de transformación de ella y de sí mismo.

El pensar actual, organizado sobre un ejercicio de la sospecha y movido por un impulso liberador que ha hecho de la filosofía un saber positivamente critico, ha quebrado la noción de totalidad sobre la que se manejaban las filosofías del concepto y ha provocado una profundización de la noción de ruptura. En Hegel ésta se daba, como hemos visto, en la representación y tenia como causa la presencia de algo que interfería la relación de identificación de la conciencia con su objeto imposibilitando una coincidencia entre forma y contenido del pensamiento. Lo que interfería, a saber, lo particular, lo singular, la intuición, el sentimiento, la imagen, los intereses particulares, etc., encubría el verdadero contenido del pensar e impedía aquella adecuación; mas, esto no se producía por culpa de la conciencia y lo que le obstaculizaba en la aprehensión de la esencia, de lo universal, le era externo. La conciencia no era culpable de la ruptura que la separaba de su objeto y cuando superaba esa valla, en el momento en el que pasaba de la representación al concepto, ejercía libre y plenamente su función de integración.

Ahora bien, a partir de las filosofías de denuncia, se niega la posibilidad de tal paso en cuanto que aquel disvalor que se atribuía a lo particular, lo singular, etc., abarca ahora a la conciencia misma, objeto de duda y de sospecha. Se ha producido así un desplazamiento y un ahondamiento de la noción de ruptura. Ya no es producto de algo exterior a la conciencia, interpuesto entre ella y su objeto, sino que es causada, en este nivel, por la conciencia misma. Ya no se trata de una interposición entre ella y su objeto, sino de una posición de la conciencia, por la cual el objeto resulta oscurecido por un acto del ser consciente. Surge, de este modo, la noción de una conciencia falsa o culposa. No se trata ya de una alienación del Espíritu como momento necesario y positivo para su propio autodespliegue, que no llegaba nunca a oscurecer al Espíritu mismo en cuanto para él todo le era transparente, incluso su propia alienación, sino de un oscurecimiento que la conciencia del hombre concreto adopta engañosamente como su propia claridad.

De este modo, las funciones de integración y ruptura que eran propias, la primera exclusivamente del concepto y la segunda exclusivamente de la representación, quedan integradas en la representación, única forma posible del concepto, con el grado de profundización que hemos mencionado. A la vez, queda puesto en claro el sentido equivoco de la función de integración en cuanto que el concepto, cuando se constituye como universal ideológico, oculta o disimula una ruptura en el seno mismo de su pretensión integradora manifestada.

Ya no se trata de una crítica del conocimiento que desprenda al concepto de todos los acarreos sensibles propios de la representación y originados en un sujeto empírico que ha de ser negado, sino de una autocrítica de la conciencia que descubra los modos de "ocultar-manifestar" que pone ese sujeto empírico, como único sujeto posible. La filosofía será por tanto critica, en la medida que sea autocrítica. En este nivel de profundización de la noción de ruptura, el problema de las funciones de ruptura e integración en cuanto propias del concepto, no es ya una cuestión exclusivamente gnoseológica, sino un problema antropológico, que parte de una comprensión radical mente distinta de la noción de sujeto y del modo de afirmarse como valioso para si mismo.

El punto de partida se encuentra en una conciencia histórica para la cual tiene presencia la alteridad como el factor de irrupción que va destruyendo y recomponiendo las totalidades objetivas. Surge de este modo una comprensión distinta de la dialéctica, que deriva del lugar en el que se pone el acento. No se subraya el momento de totalización, que se presenta ahora con la precariedad e inestabilidad de todos los fenómenos históricos, sino en el momento anterior de la particularidad desde la cual se lo ha alcanzado y cuya legitimidad deriva de la capacidad de desconstrucción y reconstrucción de las sucesivas totalizaciones. Tal sería la dialéctica que se encuentra señalada en Bilbao y Martí, ejemplos de ese faciendum a través de cuyos momentos, dados necesariamente dentro de horizontes de comprensión epocales, es posible reconstruir una historia del pensamiento latinoamericano. La verdad no se encuentra primariamente en la totalidad, sino en determinadas formas de particularidad con poder de creación y recreación de totalidades, desde fuera de ellas mismas, en cuanto alteridad. Debido a ello, no hay modo de alcanzar un para sí dentro de los términos de un discurso liberador, si no se asume esa alteridad desde una conciencia de alteridad. Desde ella, que nos mueve de modo permanente a un reencuentro con nuestra radical historicidad y situacionalidad, es posible descubrir que el hombre es anterior a las totalidades objetivas. De la misma manera, desde ese para si fundado en una conciencia de alteridad, es posible limpiar de ambigüedad a la filosofía y señalarle su naturaleza auténtica de saber, al servicio, no de la justificación de lo acaecido, sino del hacerse y del gestarse del hombre, abierto por eso mismo a "lo que es y lo que será" y no a lo que “ha sido y lo que es eternamente". Conciencia de alteridad que asegura la desprofesionalización de la filosofía y nos revela, no precisamente el papel tardío y excepcional que le cabe al filósofo, sino su lugar al lado de aquel hombre que por su estado de opresión constituye la voz misma de la alteridad y en cuya existencia inauténtica se encuentra la raíz de toda autenticidad.

© Arturo Andrés Roig. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericanoEdición a cargo de Marisa Muñoz, con la colaboración de Pablo E. Boggia, Enero 2004. La presente edición digital, actualizada por el autor, se basa en la primera edición del libro (México: Fondo de Cultura Económica, 1981) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.

 

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