Miguel Catalán:
la mentira agazapada en la vida
Francesc Arroyo
30 de mayo de 2012
Pregunta.
Acaba de publicar usted el cuarto volumen de un conjunto de
textos dedicados al análisis del engaño. Engaña la naturaleza,
el hombre, los dioses. ¿Empieza todo con el lenguaje?
Respuesta. El lenguaje tiene una base de falsedad, pero
también una base real. El origen del lenguaje debió de ser en su
mayor parte veraz. Pensemos en un grito de alerta emitido por
parte de uno de los miembros del grupo advirtiendo de la
presencia de un depredador, o en la necesidad comunitaria de
ponerse a cubierto. Observamos esa acción coordinada de emisor y
receptores en los animales sociales. Esa señal hubo de ser al
principio veraz. Sobre la base de esos mensajes acompasados que
contribuyen a la pervivencia del grupo, empieza a crecer, cuando
las mentes se hacen más complejas, la posibilidad de engañar.
Aquí encontraríamos el vínculo entre engaño y traición. Pero sin
llegar a este punto de perversidad, simplemente empiezan a
aparecer mentes perspicaces, capaces de discernir entre lo
verdadero y lo falso y de utilizar esa diferencia en interés
propio. La mentira está basada en la verdad. Jules Renard tiene
un aforismo que viene a decir lo mismo: la sombra sólo existe
gracias a la luz. Dicho de otra manera: la mentira existe
gracias a la verdad; es parásita de la verdad. La mentira es más
compleja que la verdad, pero no tiene más remedio que estar
montada sobre la verdad; engastada, si hablamos del engaño
creativo en el arte. En la verdad están las dos cosas juntas. Y
la mentira las presupone.
P. Bueno, también miente la naturaleza.
R. Hay un engaño en la naturaleza, el camuflaje, que es
involuntario: el cambio de color o de aspecto en algunos seres
vivos. Luego hay engaños perfectamente voluntarios en los
primates. Los chimpancés, a los que el primatólogo Frans de Waal
llama “maestros del fingimiento”, no sólo se engañan entre sí
por comida o sexo, sino que llegan a contraengañarse. De modo
que, en efecto, el engaño se halla en la naturaleza y el hombre,
que también es naturaleza, no manifiesta en ello algo esencial.
Lo que hace, en la medida en que es más inteligente, es refinar
los tipos y formas de engaño. Y se entra en una dinámica de
policías y ladrones: la víctima desarrolla recursos para no
dejarse engañar y el verdugo, a su vez, los desarrolla para
contrarrestar a la víctima.
P.
Incluso los dioses mienten.
R. Desde nuestra perspectiva de tradición judeocristiana,
la del Dios único y omnipotente, se nos hace cuesta arriba
pensar en la falsía de Dios porque estamos acostumbrados a
pensar en un Dios veraz. Aunque en la Biblia se elogian diversos
tipos de engaño, la experiencia fundamental judaica, que es la
de Abraham, supone un Dios fidedigno. Cuando Yahveh
promete a Abraham que su descendencia formará un gran pueblo, el
patriarca se echa a reír porque a sus cien años todavía no ha
tenido hijos y, además, está casado con una esposa estéril que
ya ha cumplido los 90. No cree la promesa. Pero, su esposa Sara
queda encinta. Así comprueba el fundador del judaísmo que su
Dios es un Dios de verdad. En las culturas que no se basan en el
Libro, en cambio, los dioses engañan con frecuencia. Por
múltiples razones, pero la básica es que conocen. Para engañar
primero hay que saber la verdad. Así, los dioses son sabios y
los hombres, ignorantes. Hesíodo ya se queja de que los
inmortales hayan escondido el grano debajo de la tierra. Lo han
hecho, dice, porque quieren que arruinemos nuestra vida arando
detrás del buey. Los dioses, cuando no son únicos, tienen todo
tipo de sentimientos y pasiones acerca de los hombres. Entre
ellos, la envidia. “La envidia de los dioses” es una expresión
griega, pero también Yahvé está sometido a diversas pasiones,
incluyendo los celos y la cólera. Así condena a los hombres
cuando estos construyen la torre de Babel, porque siente que
están llegando demasiado alto. En diversas culturas encontramos
el dios que se esconde. Éste no miente; no dice lo que no es,
pero sí da a entender una cosa incierta: que no está. Hay una
tribu en África, los ewe, que habla del azul del cielo como de
un velo con que el Dios Creador, Mawu, se cubre la cara.
Este Hacedor uránico oculta el rostro con sus blancas vestiduras,
que son las nubes. El dios hindú Krishna avisa de que el
mundo no puede conocerlo porque está envuelto en el velo de la
ilusión, y el propio nombre del egipcio Amón significa “El
Oculto”. Así los seres supremos propenden a esconderse o
camuflarse en el vacío, lo cual explicaría el “mundo dejado de
la mano de Dios”, el mundo donde sufren los justos y prosperan
los injustos. Ese será el origen del Deus absconditus de los
filósofos. Y luego tenemos el Dios que engaña positivamente.
Algunos rituales de adivinación que nos han legado los
babilonios incluyen invocaciones de los clérigos que piden a los
dioses que digan la verdad, que no mientan. En Grecia, Zeus es
capaz de meterse en un sueño de Agamenón para prometerle
falsamente que triunfará si ataca Troya…
P. Aunque no siempre mienten contra los hombres.
R. No, los dioses no siempre actúan para divertirse a nuestra
costa. A veces, engañan por razones benévolas. Por ejemplo, no
nos revelan la fecha de nuestra muerte porque nos haría
desgraciados. En algunos relojes de sol aparece la leyenda
“Latet ultima” (la última está escondida). Quien mira el reloj
quisiera acaso saber cuál es esa última hora, la de su muerte,
pero Dios, que es benevolente…
P. ¿Le gustaría realmente?
R. Por lo menos siente curiosidad. Conocer el futuro ha
sido una constante en los humanos. Si Dios conoce nuestro futuro
¿por qué no nos lo dice? Una de las razones es que nos haría
desgraciados. Teresa de Jesús afirma que Dios escribe
recto con renglones torcidos. Percibimos el mal, pero sólo es
una apariencia querida por el Señor por razones que ignoramos;
hemos de tener confianza en el buen Dios porque, sin saber
nosotros cómo, todo se acabará arreglando y, al pasar a mejor
vida, encontraremos la justificación de todo aquello que parecía
falso e injustificable.
P. Los dioses, los padres, los poderes administran el
saber.
R. El saber es conocimiento y es dominio. En diferentes
culturas encontramos un Libro, el Libro del Destino. A su
dictado están sometidos los hombres y, a veces, los propios
dioses, como en la mitología grecorromana o en la escandinava.
Ese libro, o ese rollo, ha sido escrito por alguien que conoce
el futuro; el dios babilónico Marduk, por ejemplo, adquiere las
Tablas del Destino en la batalla primordial que origina el mundo.
Para saber qué nos tiene deparado el libro del destino, los
ignorantes mortales hemos de recurrir a métodos mágicos: augures,
profetas, sibilas, adivinos… En ese sentido, la ignorancia del
futuro se percibe a veces como una maldición. El niño es el
ignorante por excelencia y el padre juega el papel de Dios y
administra el saber. ¿Por qué? Partiendo del amor paterno, el
niño no debe enfrentarse demasiado pronto a la realidad: la
realidad de la muerte o del sexo. La historia de Buda refleja la
misma relación: en la transformación del príncipe Siddharta en
Buda encontramos, como en el juguete de las muñecas rusas, el
engaño del padre al hijo dentro del engaño del Creador a su
criatura. El príncipe Siddharta es un niño encerrado en un gran
palacio porque su padre, Suddohana, quiere salvarlo de las
aristas hirientes de la realidad. En el palacio todo es
perfecto. Cuando Siddharta sale a la calle un día y va viendo al
viejo, al mendigo, al enfermo y el féretro, se da cuenta de que
su padre le ha engañado. Es el paso de la ignorancia al
conocimiento que primero se vive como decepción y después como
orgullo del conocer. Cuando ya sea Buda y haya llegado a
sentarse bajo el árbol Bodhi del conocimiento, sobreviene la
iluminación. La iluminación de Buda es como una reiteración en
espiral de la iluminación de Siddharta: descubre que todas las
vidas que antes vivió, las experiencias que ha tenido, las
sensaciones son falsas. Se da cuenta de que hay una especie de
arquitecto del universo, equivalente adulto de su padre cuando
era niño, que le ha mentido. Ahora ya puede decir que ha
encontrado la verdad. La verdad consiste en salir de la rueda de
las reencarnaciones y dar en el descrédito completo del universo
sensible.
P. De modo que el conocimiento acarrea un desencanto
R. Cuando hay una diferencia de poder y saber tan grande
como la existente entre padre e hijo, o Dios y mortal, la
primera respuesta es la decepción. He rastreado, de modo
informal, tradiciones de mentiras colectivas adultas como los
Reyes Magos o Papa Noel y parece darse siempre, al descubrir el
crío la verdad, el elemento de decepción respecto a los padres.
El engaño hacia el niño tiene un origen mixto. Por una parte, el
hijo pequeño pide ser engañado porque tiene al padre como un
Dios omnipotente. Por su parte, el padre siente un orgullo que
lo lleva a mantener la ilusión del hijo. Cuando el niño descubre
que los Reyes Magos no son reales, se produce el desencanto, que
luego dará lugar al crecimiento. El conocimiento implica
crecimiento. Es el paso del paraíso infantil, que es heterónomo,
al mundo real: un mundo finito en el que existe la vejez, la
muerte, pero en el cual el individuo alcanza la autonomía moral.
El sujeto adquiere cierta independencia que le permite hacer
frente a la realidad. Ha crecido. Desde un punto de vista
histórico, ese momento vendría representado por la cultura
griega clásica, el paso del mito al logos.
P. El engaño de la naturaleza cuestiona a Dios.
R. Cuando somos jóvenes y nos enamoramos, tendemos a
dotar a la persona amada de todas las perfecciones. Al amante,
un grano puede parecerle una peca. Luego vemos que no era así,
que esa persona es mortal y tiene defectos, como nosotros. Hay
un engaño natural, genesíaco, que sería el vinculado a la
sexualidad y la reproducción. Desde un punto de vista
precientífico fue muy bien visto por Schopenhauer; él advirtió
cómo es necesario que dotemos de perfección al objeto amado con
el fin de realizar esa gran inversión, sexual, íntima, con
vistas a la procreación, de forma inconsciente. También la
paternidad incorpora una ilusión de eternidad diseñada por la
naturaleza; el padre cree que su hijo es una continuación de su
propio ser, cuando en realidad es un ser distinto utilizado por
los genes para reproducirse; son los genes, no los individuos,
los que pasan a la siguiente generación. Pero para realizar esa
enorme inversión de tiempo y energía que representa la crianza
es preciso que los individuos crean que son ellos los que se
reproducen. La fijación emotiva hacia la pareja o hacia la cría
es necesaria para subvenir a los intereses genéticos. La sexual
y la parental serían dos formas del engaño natural. Ahora bien,
desde el origen, la humanidad, como el niño en el plano
ontogenético, ha tendido a dotar de voluntad a los objetos.
Expresiones como “esta escalera no se quiere tener” parecen
indicar que la escalera dispone de voluntad. Es una reacción
común y natural: estamos enfadados porque nos hemos golpeado con
un pilar y hacemos el gesto de darle una patada para desfogarnos,
en la creencia implícita de que el objeto está recibiendo daño o
experimenta miedo. Hay una espiritualización de los objetos.
También se produce esta espiritualización respecto al engaño
natural. Si la vista nos engaña, si el amor a la pareja o a los
hijos nos engaña, nos decimos, debe de ser porque lo autoriza el
creador de la naturaleza. “A la naturaleza le place ocultarse y
más al creador de la naturaleza”, dice un aforismo de Heráclito.
Las ilusiones de los sentidos, el palo que parece doblarse al
entrar en el agua, el sol que parece girar en torno a la tierra,
resultan asumibles en la medida en que son esporádicos,
excepcionales. Pero Descartes ya se pregunta en sus Meditaciones:
si Dios ha permitido que nuestros sentidos nos engañen de vez en
cuando, ¿qué impide que lo hagan continuamente? ¿Por qué no
pensar que estamos soñando o que somos un sueño en la mente de
Dios? Esas ideas se encuentran en todas la culturas. La del
laberinto, en Grecia: somos seres dejados caer, literalmente
abyectos, en medio de una red de caminos que no sabemos adónde
van. La del sueño, en la India: Vishnú se echa a dormir y de su
sueño nace el mundo. En el barroco español, ahí está La vida es
sueño, de Calderón, similar en sus diferentes grados de sospecha
a las Meditaciones de Descartes, aunque no creo que haya habido
relación de influencia.
P. Pero ese dios que nos sueña podría tener pesadillas.
R. Claro, y su resultado sería la deformidad del mundo.
Es la tesis gnóstica del demiurgo. El demiurgo es un dios falso,
un dios menor. Esta herejía de los primeros siglos del
cristianismo que fue el gnosticismo nos daría una explicación de
por qué este mundo es como es. Según los gnósticos, este mundo
que creemos real no lo es porque el Dios auténtico no lo ha
creado. Ni siquiera sabe que ha sido creado, porque no es
omnisciente. El Dios auténtico es el que llaman Dios desconocido,
y el mundo en que vivimos está tan mal hecho que sólo puede ser
explicado porque su creador es un dios menor o un ángel, quizás
joven e inexperto, pero también puede ser un diablo o un numen
que sobrevaloró sus propias fuerzas. Por eso este mundo es tan
feo y terrible. El jefe de los ángeles que dirigió las obras del
universo, cuenta Simón el Mago, fue condenado por los graves
defectos de fábrica. Marción, uno de los gnósticos más notables,
cuenta que el Dios Desconocido, el verdadero, paseaba un día por
los espacios cósmicos cuando oyó unos gemidos. Se acercó
buscando su procedencia y descubrió el terrible espectáculo de
la Tierra: este lugar donde los hombres matan a los animales y
luchan entre sí sin apenas descanso, donde la vida es corta,
incierta y a menudo trágica. Un puro lamento. Horrorizado, el
Dios verdadero decide enviar a su hijo a ese lugar inmundo: es
Cristo, el Redentor. Cristo va a redimir al hombre, pero también
a destruir la obra del aciago Creador. Los gnósticos intentan
convencer al hombre de que no son ese cuerpo tan mal hecho, esa
especie de protoplasto, sino que tiene dentro de sí la verdad:
una centella celestial, una chispa de luz del Dios genuino, que
es el Sumo Trascendente.
P. Volviendo al amor, usted sugiere que implica engaño
y autoengaño.
R. Platón dice que el amor es divino porque nos hace
mejores. Inconscientemente, al ver que nos aman y al vernos
admirados como si fuéramos dioses, tendemos a comportarnos de la
forma noble que el amante proyecta en nosotros. Me siento amado
y veo que la persona que me ama no soportaría que realizara una
acción innoble, de modo que me comporto con nobleza. En efecto,
gracias al amor, queremos ser mejores de lo que somos. En la
seducción del enamoramiento, que es distinto al amor, sí existe
engaño, tanto en el hombre como en la mujer. Está el fingir que
se tiene un aspecto mejor que el real, con todas las artes del
maquillaje, los afeites. Y la simulación, sobre todo en el caso
de los hombres: simular que se dispone de más poder, de más
dinero, una posición social más alta. Ambas son formas de
engaños un poco pedestres, pero en general eficaces debido a la
fuerza irracional del impulso erótico. Ahora bien, el engaño
profundo del amor de que habla Platón es un autoengaño con
efectos benignos sobre la conducta.
P. Ese amor es independiente de la moralidad.
R. Hay una parte del amor que sería el amor obvio, el
amor evidente, de naturaleza genética. Somos animales;
racionales, pero animales. Por tanto, tenemos unas marcas de
conducta que tendemos a reproducir. Entre esas marcas figuran
las formas de amor naturales, como el amor a la pareja. Éste
tiene una base natural y carece de mayor mérito. En la
naturaleza hay parejas que continúan juntas durante toda la vida.
Ciertas especies, como los loros, tienden a ser fieles. Esa
palabra, fidelidad, sin embargo, no la utilizamos aquí con
propiedad, porque la fidelidad es una virtud moral, y sólo
existe moralidad cuando el sujeto elige la acción, cuando podría
haber elegido otra. Los loros, pues, no son moralmente fieles
debido al hecho de que no podrían ser infieles; se limitan a
ejecutar un patrón de conducta preestablecido por la evolución
natural. En ese sentido, y con toda la variabilidad de la
conducta que introduce en la historia natural la aparición de la
especie humana, el amor de la madre hacia el niño es también un
tipo de amor natural genéticamente determinado, porque está
amando al 50% de sus genes, y el oficio de los genes es la
autorreproducción. Si una madre no cuida de la cría, ésta no
prospera; por tanto, las madres que no han tenido pulsión
maternal, por término medio, no han transmitido sus genes a la
siguiente generación porque sus criaturas no han llegado a la
edad adulta. Ese amor, incluida la especie humana, carece de
mérito. Es genético. El único amor que tiene mérito moral es el
amor hacia aquellas personas que no tienen nada que ver con
nosotros. Las religiones sapienciales de Extremo Oriente,
pensemos en el budismo, que predican el amor y la compasión no
sólo a todos los seres humanos, también a los animales, serían
la forma más meritoria, más heroica de amor. El mandato de
Jesucristo de amarse los unos a los otros es el que refleja el
mérito moral. Éste no consiste en amar a los miembros de la
propia familia, porque eso es un egoísmo ampliado que ya se da
en los gansos; consiste en amar a aquellos que están más lejos
de ti: los desconocidos, los miembros de otra clase social, los
inmigrantes, los extranjeros, los necesitados, las personas del
sexo opuesto: en suma, el amor al Otro. Sin embargo, la
sentimentalidad popular que refleja la televisión atribuye al
amor materno un valor moral supremo del que se encuentra muy
lejos. Lo cierto es que la madre se está amando a sí misma en el
hijo; y lo hace porque no puede elegir. Ello produce un efecto
casi invariable: los hijos que lo saben y abusan de la madre. La
explotación de la madre hasta casi su último aliento constituye
una tradición en los países mediterráneos, por ejemplo. Es al
final de la vida cuando el sujeto suele experimentar la
sensación de haber sufrido un engaño existencial, como revelan
ciertas frases que se reiteran a las puertas de la vejez: “Me he
pasado la vida trabajando”, “Nunca hice lo que quise” o “Me vi
metido en una vida que no quería vivir”. Se produce ahí una
especie de lúcido despertar; un, como lo llama Blumenberg,
“malestar por las posibilidades de vida desaprovechadas”. La
idea de que el hijo tiene que ser egoísta está perfectamente
diseñada por la naturaleza. La abnegación por la que la madre y,
en menor medida, el padre se niegan a sí mismos para intentar
afirmarse vicariamente en el hijo, nunca resulta del todo
compensada: “Un padre puede sacar adelante ocho hijos, pero ocho
hijos no pueden sacar adelante a un padre” es una forma
proverbial de señalar esta asimetría del amor. En este caso, el
amor meritorio es justamente el del hijo adulto al padre o al
abuelo, porque no está diseñado por la evolución. Para resumir,
yo diría que el amor meritorio es el que se profesa al extraño y
al lejano. Algo que ni siquiera se da en el concepto cristiano
de “prójimo”. En este sentido, creo que, como decía
Schopenhauer, el budismo es la única religión a la que un
filósofo podría adscribirse.
* * *
Miguel Catalán (Valencia, 1958) es profesor de Ética y
Deontología en la Universidad UCH-CEU de Valencia. Ha publicado
diversos títulos cuatro de ellos formando parte de un tratado
destinado a analizar las formas de engaño, agrupados bajo el
lema común de Pseudología. El primer volumen (El prestigio de la
lejanía) fue sobre el autoengaño: la forma básica de engaño. El
segundo (Antropología de la mentira), ponía las bases
antropológicas del engaño y el tercero (Anatomía del secreto)
estudiaba el secreto como forma de resguardarse de una verdad
que me puede dañar.
El cuarto
(La creación burlada. Editorial Verbum) aparecido ahora, trata
sobre el engaño metafísico y el quinto seguirá en esta misma
línea y se titulará La simulación del mundo. Saldrá el año que
viene. Los siguientes volúmenes estarán dedicados a la mentira
política. “He calculado”, explica, “que serán unos cuatro o
cinco volúmenes. Luego seguiré con la creatividad, el engaño
artístico, el engaño moral, el engaño en los medios, la
seducción, la mentira patológica, la mitomanía, la impostura, el
fraude, el plagio, el engaño en la publicidad. Al final pretendo
dar una imagen no sistemática (eso en ciencias humanas es muy
atrevido) pero sí lógica, coherente, del engaño como interacción
que, al mismo tiempo, sea sintético, con una idea que nos
permita comprender el fenómeno en toda su amplitud, y lo más
detallado posible, sabiendo que nunca podré abarcarlo todo.
Porque en el engaño está todo, incluida la verdad. La verdad,
sin el engaño, no es nada. Yo calculo que serán unos 20
volúmenes. Si vivo lo suficiente. Mi idea es ver las cosas como
son. “Ver las cosas como son" es un propósito que ya se hizo
Nietzsche para el conjunto de su tarea intelectual.
Sobre el blog:
Dedicado al pensamiento desde todas las
perspectivas posibles –la ética y la estética; la antropología y
la sociología; la física y la metafísica-, este blog es un
espacio para razonar. Y para debatir.
Sobre los autores:
Tormenta de ideas es un blog colectivo de
información y opinión. La primera toma forma en la redacción de
EL PAÍS. La segunda, en el cerebro de sus expertos y
colaboradores.
Francesc Arroyo
30 de mayo de 2012
[Fuente: El País.
Blogs Cultura, 30 de mayo de 2012,
http://blogs.elpais.com/tormenta-de-ideas/2012/05/miguel-catalan-la-mentira-agazapada-en-la-vida.html
]
© José Luis Gómez-Martínez
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