Hugo Aznar
"Del autoengaño y sus logros"
Hugo Aznar
Seguramente el último de los libros publicado por el
Profesor Miguel Catalán es el más ambicioso de los que hasta la fecha llevan
su firma. Y, a estas alturas, ya son varios puesto que el Profesor Catalán
ha cultivado tanto el ensayo (Pensamiento y acción, 1994), como la
novela (El último Juan Balaguer, 2003), como otros géneros menos
precisos (El sol de Medianoche, 2001; Diccionario de falsas
creencias, 2002), sin que falten tampoco en su bibliografía las
traducciones de autores clásicos de renombre (Emerson, Dewey, Lippmann,
etc.). De la calidad y ambición del libro que ahora reseñamos da buena
prueba el aval con el que viene precedido, ya que fue merecedor del Premio
de Ensayo Ciudad de Valencia “Juan Gil Albert” del año 1998. Además el libro
forma parte de un proyecto más amplio del que ésta constituye su primera
entrega, y que versa sobre lo que el autor ha denominado Seudología,
es decir el estudio de los fenómenos de la mentira y el engaño. De hecho ya
se nos anuncia una segunda parte, que igualmente viene precedida de su
correspondiente premio, esta vez el de ensayo de la Diputación de Valencia
“Alfonso el Magnánimo”, del año 2001.
El Profesor Catalán dedica esta primera entrega de su
Seudología a “la estrategia biológica y psicológica del autoengaño” y
a las diversas formas de expresión literaria a las que da forma. El ensayo
presenta y analiza las diversas formas de la literatura de compensación:
aquella en la que los autores buscan, a través de la creación literaria, una
cierta inversión de una realidad que no se ajusta a sus deseos o a sus
expectativas. Así, “cuando el sufrimiento o la frustración nos sobrepasan,
se cae en la tentación de eludir la costosa tarea de modificar la realidad y
se opta a cambio por la de transfigurarla, valiéndonos de la imaginación, en
una realidad psicológica más placentera” (pág. 17).
Siguiendo de algún modo la afortunada expresión inglesa
del wishful thinking, tan cara a la tradición pragmatista americana
que Catalán conoce bien, el autoengaño psicológico tiene bastante de
“optimismo cognitivo”, de intento de disfrazar la realidad existente a
través de una creación que la invierta. Pero no dejaría de haber en ello –siempre
que no se lleve a extremos contraproducentes– una cierta estrategia
biológica de adaptación y superación de una realidad contraria a nuestros
deseos. Visto así, el autoengaño resultaría ser no sólo frecuente sino
saludable, de modo parecido a como Nietzsche interpretaba el olvido y su
función terapéutica. Y ello sin relación con la capacidad intelectual del
protagonista: el autoengaño sería capaz incluso de jugar malas pasadas a
quienes han dedicado su vida a estudiarlo, como en la anécdota relatada de
Sigmund Freud (pág. 44), en la que este maestro en desvelar los
ocultamientos ajenos camufla su deseo insatisfecho de no haber obtenido el
Nobel bajo la fórmula de considerarlo poco acorde con su estilo de vida.
A partir de este presupuesto básico el ensayo realiza
un amplio y muy documentado recorrido por estas diferentes formas de
autoengaño en las que la creación literaria y su resultado –la obra de arte,
de literatura, de filosofía– se vuelve el trasunto de una realidad o una
experiencia personales incómodas, insatisfactorias, cuando no frustrantes o
realmente difíciles de sobrellevar. De acuerdo con Catalán, deberíamos a
esta singular inversión algunas de las grandes obras de nuestra tradición
escrita, como trata de poner en evidencia mediante referencias, citas y
menciones a las vidas y obras de un gran número de autores. Precisamente uno
de los aspectos más significativos del presente ensayo es la erudición que
se despliega en sus páginas a la hora de aportar referencias que avalen su
tesis, cruzando las habituales fronteras que la especialización ha levantado
entre unas y otras disciplinas, entre unos y otros campos del saber, entre
unas y otras obras escritas. Así encontramos referencias muy distintas entre
sí: desde novelas –realistas, fantásticas, etc.– a reconocidas obras
filosóficos –de San Agustín, Platón, Dewey, etc.–, pasando por relatos de
viajeros reales e imaginarios de épocas muy diferentes; sin faltar tampoco
las referencias a hallazgos empíricos de la medicina y la psicología, así
como por supuesto a la abundante literatura de fuentes secundarias sobre
todos estos temas.
El autoengaño de la ficción literaria tiene, como en la
vida cotidiana –con la que el ensayo no deja de compararla–, una función
compensatoria y eso da buena cuenta de algunos rasgos de ciertas formas de
expresión literaria a las que ha dado forma a lo largo de los tiempos. El
autor señala las claves generales de la literatura compensatoria: en tanto
que “reforma mental de acontecimientos dolorosos” 1) da por supuesto que
nada puede hacerse por el camino de la práctica, 2) ejerce un papel
apaciguador sobre el sujeto que las emprende y 3) resta a la acción aquella
determinante energía que sería precisa para modificar los términos reales
del problema” (pág. 121). Así como sus fases: “en primer lugar, la derrota
objetiva en el mundo real que produce en el individuo un grave sentimiento
de humillación (en el supuesto ampliado a la parte sustancial de una vida,
el fracaso real y el consiguiente sentimiento de frustración). En segundo,
la fantasía donde se da la vuelta a la situación real; normalmente, una
inversión mental en forma de historia sobre cuyo protagonista el sujeto
lleva a cabo una identificación proyectiva. En tercero y último, el
sentimiento de placer producido por la fantasía y la correspondiente
mitigación de sentimiento de humillación (en el supuesto ampliado, la
mitigación interior del fracaso y del sentimiento de frustración)” (121).
Catalán pasa entonces a recorrer, bajo este prisma
interpretativo, las diferentes formas de literatura compensatoria. Así, en
la primera parte, repasa los relatos más o menos reales o ficticios de los
descubridores y viajeros, en especial aquellos que se escribieron al
comienzo de la Modernidad y que contribuyeron a su modo a forjarla.
Probablemente es en relación a estos relatos que cobra su sentido más pleno
el título del ensayo, el prestigio de la lejanía, bien geográfica,
como en estos relatos viajeros, o bien histórica, como en las evocaciones de
tiempos pretéritos propias del período romántico. Muchos de estos viajes y
evocaciones sirvieron de ocasión para pintar paraísos inexistentes, en una
particular selección que dejaba al margen los hechos que no se correspondían
con la visión que el autor o relator quería transmitirnos o con los
prejuicios con los que miraba la realidad. Fueron este tipo de relatos los
que forjaron mitos bastante duraderos e influyentes en la cultura europea,
como los del buen salvaje, la América idílica o, más tarde, los coloristas
paraísos de las islas del Pacífico. Catalán en este sentido destaca bien
cómo, según se fueron ampliando los límites de los países descubiertos,
conocidos y colonizados –en los que se imponía ya el principio de realidad y
sobre los que carecía de sentido proyectar falsas imágenes–, dichos paraísos
volvían a reproducirse un poco más allá, marcando una nueva frontera ideal.
El episodio de Gauguin (págs. 93 y ss.) nos revela incluso la
instrumentalización más reciente a la que este prestigio de la lejanía puede
dar pie, cuando, deseando el pintor volver a Europa, enfermo y cansado ya de
su estancia paradisíaca, su tratante le disuade diciendo que no lo
haga ya que la distancia sirve bien a su reconocimiento como artista
intemporal. Catalán bien podría haber puesto de relieve esta
instrumentalización en la más reciente de sus expresiones: la que de estos
remotos paraísos hace hoy en día la publicidad.
Pasa después, en la segunda parte, a estudiar otras
formas de literatura de compensación. Así nuevamente “una desgracia
irreversible se situará en el punto de partida de los relatos
interpretativos agustiniano y dantesco, de la profecía bíblica y del
utopismo: para llevar a cabo el fantaseo compensatorio será preciso que
antes haya sucedido algo irreparable” (pág. 55) que Catalán rastrea en cada
uno de estos casos.
Muy convincente resulta su aplicación interpretativa a
los cuatro profetas bíblicos mayores (cap. V), donde la inversión de la
realidad se hace especialmente significativa en sus relatos escatológicos y
apocalípticos, que vienen a coincidir con períodos de tribulación para
Israel: “Isaías se compone durante la dura época del destierro asirio y
babilónico (722-597 a.C.) y los años del retorno, Jeremías y Ezequiel sigue
al incendio del primer Templo, la toma de Jerusalén por Nabucodonosor (587
a.C.) y la desaparición del Reino de Judá, y Daniel sigue a la intervención
profanadora de Antíoco Epífanes (169 a.C.)” (pág. 136). Los profetas asumen
entonces un papel que, como decía Ortega, casi resulta ser “de servicio
público”: levantar el ánimo del pueblo y mantenerlo unido en la expectativa,
prometida y anunciada por Dios, de un futuro cambio de la situación presente,
de una plena inversión de su sometimiento presente. El cambio de la
situación –más bien el anuncio de ese cambio– se presenta de una
manera tan absoluta que incluso introduce un ánimo vengativo que no
siempre resulta tan marcado en otros relatos compensatorios. Estos anuncios
proféticos van entonces más allá incluso de una simple compensación para
ganar la fuerza y pregnancia que les da el relato minucioso del día de la
ira (dies irae), que un Dios vengador ha de desplegar hacia los
enemigos de su pueblo elegido: “lo que hace propiamente la profecía es
sentir y hacer sentir la venganza a una audiencia convencida de antemano” (pág.
147).
Después de atender a este temprano testimonio de la
literatura de compensación, así como también a las aportaciones de San
Agustín y Dante, a las que dedica sendos capítulos, Catalán pasa a estudiar
la tradición utópica. Dada la amplitud de esta tradición, no es extraño que
merezca también el mayor número de páginas y probablemente los análisis
comparativos más detallados del ensayo, reveladores de un notable esfuerzo
por parte del autor.
Del buen éxito de la tesis interpretativa del autor dan
cuenta los numerosos casos de obras y autores de la tradición utópica
considerados. Entre los más convincentes seguramente está el de la obra de
Margaret Cavendish El mundo en llamas, una clara inversión de la
experiencia de desposesión y aflicción personal sufrida por esta mujer a
raíz de la Guerra Civil inglesa, la posterior ejecución de Carlos I y el
propio destierro sufrido por la autora. Como destaca Catalán, esta autora
confesará experimentar un gran placer dándole la vuelta a su propia
experiencia y vengándose en su fantasiosa utopía de quienes le han causado
los males de su vida real.
Ahora bien, también es cierto que la misma amplitud y
variedad de la tradición utópica hace que el alcance de la tesis
interpretativa pueda resultar desigual en algunos aspectos. Ciertamente
comprobamos, a través de las oportunas indicaciones de Catalán, cómo las
obras de la tradición utópica han sido motivadas por sucesos históricos
dramáticos o inconvenientes para sus autores –como la invasión de Roma, la
derrota de Atenas, las propias experiencias políticas frustrantes de sus
autores, etc.–. Pero también cabe afirmar que el alcance explicativo de
estas situaciones varía de unos casos a otros –lo cual tampoco resulta nada
extraño tratándose de creaciones y seres humanos, que nunca son iguales
entre sí–, bien por las diferencias particulares de cada caso singular, bien
por la propia dimensión de las obras resultantes.
De la primera consideración podría seguirse la
discutible expectativa de una mayor similitud entre las circunstancias
biográficas de los autores considerados. Veamos un ejemplo: los casos de
Moro y Campanella, dos de los autores más destacados de esta tradición. Así,
Catalán señala que en el caso de Campanella la redacción de su utopía, La
ciudad del Sol, se produce cuando sufre el encarcelamiento que le
llevará a consumir 27 años de su vida en una cárcel de Nápoles (pág. 213).
El relato utópico actuaría aquí como adecuado mecanismo compensatorio de sus
expectativas político-religiosos truncadas así como también de la
experiencia inmediata de su situación real. El paralelismo con Moro sería
entonces total si éste hubiera escrito su Utopía cuando fue
encarcelado por Enrique VIII y pasó los últimos días de su vida en la Torre
de Londres antes de morir ejecutado por obedecer a Dios antes que al rey.
Pero lo que compuso entonces fueron otras obras no utópicas sino
consoladoras (Diálogo de la fortaleza contra la tribulación y La
agonía de Cristo). La naturaleza compensatoria de su Utopía se
traslada entonces a las fechas en las que, abandonando sus primeras
veleidades monacales, Tomás Moro salta a la vida pública y comienza a
dedicarse a la política real. La experiencia de ésta, de sus dificultades y
limitaciones, le lleva entonces a compensarlas en la redacción de su obra,
hasta el punto de producirse entonces una disociación entre su vida efectiva
y su ensoñación utópica. La disociación sería tal que, como señala Catalán (pág.
210) incluso se habría argumentado que Utopía no sería obra del
propio Tomás Moro o que habría sido escrita para ironizar sobre lo
presentado en sus propias páginas. Se trataría pues en ambos casos, los de
Campanella y Moro, de creaciones utópicas compensatorias, si bien
responderían a circunstancias vitales diferentes, como es lógico tratándose
de seres humanos. Seguramente la exigencia de un paralelismo mayor entre los
casos considerados esté fuera de lugar en una propuesta interpretativa
dentro del ámbito de las humanidades.
Más relevante podría ser la segunda consideración: la
que destaca la dimensión desigual de las propias creaciones utópicas. Quizás
la diferencia se ponga más claramente de relieve dependiendo de la
perspectiva adoptada al aproximarse a estas obras. En efecto, consideradas
con una tradición de literatura utópica, todas estas obras ocupan un
mismo lugar y en todos los casos la referencia biográfica es especialmente
relevante y oportuna. Sin embargo, también es cierto que esa referencia
puede tener un alcance menor si consideramos algunas de estas obras como
propias de la tradición del pensamiento utópico, en la que ya no
ocupan todas un mismo lugar. En este segundo sentido, la función
compensatoria de estas páginas se equilibra con su capacidad para lanzar
propuestas y modelos alternativos cuya discusión incluso seguiría siendo
válida hoy. Un ejemplo, por citar de nuevo a Moro, podría ser el de las
consideraciones que su obra hace sobre la eutanasia, que suelen ser citadas
a menudo en las discusiones actuales sobre este tema, más teniendo en cuenta
su condición de santo. Y esto es algo que también podría valer para algunas
de las invenciones aparecidas en los relatos de los viajeros o en las
semblanzas filosófica que se hiciera de ellos. Este podría ser el caso de la
función crítica que jugó el mito del buen salvaje a la hora de
reprobar el viejo orden tradicional europeo, servir para imaginar
alternativas a ese orden e incluso contribuir de este modo finalmente a
cambiarlo. Algunas de estas obras no sirvieron pues únicamente para
tranquilizar las conciencias de sus autores, sino también para despertar las
de sus lectores. Lo cual tampoco desmiente en absoluto la apelación al
autoengaño. Es más, esto bien podría ser el éxito más inesperado del
autoengaño o, para ser más precisos, del autoengaño en el caso de algunas
mentes geniales: que incluso de sus autoengaños pudieran nacer algunas
grandes ideas o hallazgos para los demás. De ser así, el autoengaño no sólo
resultaría saludable desde el punto de vista de la psicología individual
sino que también resultaría de él un importante e inesperado beneficio
colectivo para todos.
Pero mientras discutimos estas ideas con el autor,
vamos haciendo tiempo para recibir el segundo volumen de esta Seudología.
[Fuente: Aznar, Hugo, “Del autoengaño y sus
logros”, Logos. Anales del Seminario de Metafísica, XXXVIII (2005),
pp. 353-358
© José Luis Gómez-Martínez
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