Pedro Francés
"DECONSTRUCCIÓN DE LA
UTOPÍA"
Pedro Francés
El prestigio de la lejanía
de Miguel Catalán lleva al lector hasta los confines de
Eldorado, a Citerea, Arcadia, Xanadú, el Elíseo, el Reino del Preste Juan, a
la isla de Atlántida. Subtitulada “Ilusión, autoengaño y utopía”, esta audaz
investigación muestra, entre otras cosas sorprendentes, que la fama de un
artista como Gauguin está misteriosamente vinculada a las reconfortantes
revelaciones de los profetas mayores del Antiguo Testamento, a la creación
platónica de una ciudad ideal o a la agustiniana de una ciudad divina. En el
texto aparecen, inopinadamente cercanos, Platón, Francis Bacon, Restif de la
Bretonne, la noble exiliada Margaret Cavendish, el improbable historiador
chino K’ang You-wei, e iletrados visionarios, como Jeremías y Ezequiel.
Además de la pura fascinación estética de las enumeraciones ¿qué justifica
este desfile de personajes y motivos? Más, ¿cabe reducir a una explicación
razonable fenómenos irracionales como el éxito alucinante del apócrifo
ensayo pseudo-antropológico Los Papalagi, la manía literaria que
constituye el género utópico, la persistencia de las falsas creencias, o la
costumbre inveterada de soñar despierto?
Miguel Catalán sostiene que sí. Y lo hace con
indisputable acierto; El prestigio de la lejanía recibió en 1998 el
premio internacional de ensayo Ciudad de Valencia “Juan Gil-Albert”.
De hecho, la búsqueda del sentido de lo ilusorio constituye el eje de un
programa de investigación personal cuyo pórtico, según el propio autor, es
esta obra. Se define el programa como una Pseudología o ciencia de lo
ficticio, engañoso, falaz, quimérico. El proyecto, nacido hace diez años con
un artículo brevísimo en la muy apropiada revista El Basilisco,
navega, por cierto, viento en popa. Al ensayo aquí comentado hay que sumar
un Diccionario de falsas creencias (Barcelona, Ronsel, 2001) y una
segunda monografía, Genealogía del engaño (premio Alfons el
Magnanim de ensayo 2002, aún no publicada). Tal éxito no sorprende,
porque el trabajo y destreza de Catalán se aplica a un campo que, como la
anti-materia cósmica, ocupa casi más extensión que su supuesta contraparte “positiva”:
la materia o, en nuestro caso, lo real.
El prestigio de la lejanía
combina la disección de estrategias psíquicas individuales como el
autoengaño, la mala fe, el sesgo cognitivo a favor de uno mismo, o la
fantasía compensatoria ante el fracaso, con estrategias literarias,
estilísticas, políticas, religiosas, históricas, aparentemente apartadas de
esos mecanismos. Entre estas últimas están las descripciones nostálgicas de
un tiempo remoto… que jamás existió; las ensoñaciones utópicas que
inventan un futuro imposible; los poemas y las novelas que sitúan al
autor (o a su sustituto literario) en el lugar opuesto al que ocupa
en la realidad; etc. Tal y como sucede con las ilusiones individuales, cuyo
sentido es tranquilizar el espíritu y hacer soportable el fracaso –procurando
el confort de los sueños allí donde la terca realidad es adversa– y no tanto
resolver problemas vitales, así mismo sucede con la literatura
compensatoria, uno de cuyos sub-géneros es, según Catalán, la utopía (otro
la profecía, otro la escatología). Esto desacredita, por descontado, la
pretensión política de la utopía, o la pretensión salvífica de la
revelación religiosa. Muestra, por el contrario, que estos géneros son
tratamientos reconstituyentes para una conciencia maltratada: la que aquél a
quien se niega la ambición de una vida, la que quien sufre una afrenta
imposible de reparar, la del pueblo derrotado y no vengado, la del humillado
sin capacidad de reacción.
Entre las dimensiones de este fascinante ensayo,
destaco tres: es una iniciación a la utopía –contiene un inventario
exhaustivo, un denso análisis morfológico y, claro, su explicación
psicológica; es en segundo lugar una explicación de la literatura fantástica
(novelística y ensayística por igual) como catarsis; y es también, en tercer
lugar, una invitación al auto-examen. Esta tercera dimensión es la primera
que aparece en el texto, porque las explicaciones y argumentos de Catalán
arrinconan al lector con sus propias fantasías e ilusiones, sus propias
mentiras necesarias; y al final despiertan la sospecha sobre sus propias
certezas. Así, en cierta manera queda el espíritu preparado para aceptar los
siguientes pasos: el desmantelamiento de la literatura de viajes, del
prestigio artístico de lo lejano y, finalmente, la deconstrucción de la
utopía, la profecía y la leyenda, que salen maltrechas, como géneros
político, escatológico o literario, respectivamente, del escrutinio al que
son sometidas.
La tesis psicológica de Catalán es en parte conocida:
el consuelo de la imaginación es necesario para soportar la realidad; el
autoengaño, necesario para soportarnos a nosotros mismos. Así lo
establecieron Sigmund y Anna Freud al analizar la literatura proyectiva y
las fantasías de inversión. Incluso la lectura de las utopías en esta clave
de “ficción pasiva” o “ficción compensatoria” individual frente a un tiempo
de decadencia, o transformación desorientadora, ha sido adelantada por
Gilles Lapouge, Arnold J. Toynbee o Peter Stanski (p. 229-230). Lo
cautivador de esta obra reside en la fuerza con que se impone el mensaje,
más que en su novedad. Además de la pura belleza poética conseguida en
muchos tramos, que nos hace asentir con placer a las evidencias mostradas,
la disposición de los argumentos los hace persuasivos hasta lo irrefutable.
Los grandes hitos del trabajo son argumentos psicológicos (en versión
psicoanalítica y psicométrica, que variedad es gusto), históricos y
hermenéuticos. Pero a estos árboles rodea un sotobosque enmarañado de
argumentos analógicos, de autoridad, ad hominem y ad humanitatem,
introspectivos, diversamente inductivos y particulares, estéticos,
heurísticos, e inclasificables, mezclados con ejemplos y descripciones,
corroboraciones, datos y pruebas envolventes, concluyentes.
Hay en el libro piezas históricas, como las cartas
entre Gauguin y su amigo el marchante Monfreid (p. 97); científicas, como
los estudios citados en apoyo de la tesis de la necesidad/conveniencia
psicológica del auto-engaño (p. 41); literarias, como las elegidas e
incontestables citas de textos poéticos (en particular el Inferno de
la Divina Comedia), proféticos (Jeremías, Daniel),
escatológicos (Apocalipsis), utópicos (Moro, Campanella, Cabet), y
anti-utópicos (Orwell, Huxley).
El logrado objetivo de la obra es mostrar que esta
pléyade de fenómenos a veces muy heterogéneos –obras literarias de
pretensión más o menos política, más o menos estética, más o menos
filosófica, y también sucesos individuales como la ensoñación, el
autoengaño, el narcisismo, las fabulaciones de viajeros, el prestigio de los
artistas anacoretas, de los ascetas ermitaños, de cualquier tiempo
suficientemente remoto, de cualquier lugar suficientemente inaccesible,
etc.–, responden todos ellos a esa misma explicación: la necesidad
individual de compensar en la ficción los fracasos y derrotas (siempre
inmerecidos desde el punto de vista de quien los padece) cosechados en la
vida real, en el lugar y tiempo presentes.
En la medida en que la ficción satisface una necesidad,
puede verse como un éxito evolutivo: “este optimismo cognitivo acerca de
nosotros mismos es el resultado de una larga historia filogenética de
adaptación y supervivencia” (p. 121). La distorsión de la realidad forma
parte de la “normalidad”; “no podríamos –dice Catalán– cometer mayor error
que el de expulsar a tales ejercicios mentales del reino de la normalidad.”
Y añade: “la principal diferencia entre el hombre neurótico y el sano no
reside tanto en que el segundo no haya experimentado nunca fantasías
egocéntricas cuanto en el lugar secundario, episódico y debidamente
reprimido o sublimado que ocupan en el conjunto de su vida psíquica.” (p.
129).
Ahora bien, Catalán va más allá de secundar con
ejemplos agradables la tesis psicoanalítica en su versión clásica. Sostiene
que en los diversos modos de la ilusión compensatoria, el autor no sólo
necesita un espacio confortable (aunque falso) para refugiarse de las
frustraciones de la vida. Necesita, además, devolver en la ficción la ofensa
recibida, con intereses. Sólo así se explica el contenido vengativo de
determinadas ficciones: la crudeza con que Dante castiga en el Inferno
¡a sus enemigos aún vivos!, o el hecho de que el día del Señor se describa
en los textos sagrados no como el día de la alegría o de la justicia, como
sería de esperar, sino como el día de la ira (dies irae), aquél en
que Yahveh vengará ciento por uno las ofensas infligidas a su pueblo (véase,
por ejemplo, lo que prepara Dios, según la visión de Isaías en 14,18-21, a
los opresores babilonios). La fantasía compensatoria, señala Catalán, no se
conforma con reservar en la imaginación el paraíso a los humillados y
ofendidos, requiere además imaginar, con todo detalle, el castigo
multiplicado que sufrirán nuestros humilladores y ofensores.
Esto queda particularmente claro al analizar la
literatura utópica: “Si nos preguntamos qué puede añadir el utopismo a los
simples embustes del voyage exotique o a las hipérboles de los
primeros expedicionarios a América (…) tendríamos que responder, a riesgo de
ser parciales por elevación: el resentimiento y la venganza” (p. 133).
El relato utópico se presenta como una especie obvia
del género de la literatura compensatoria. Catalán afirma taxativamente que
debemos “concebir la narración utópica no como un tratado político
contingentemente escrito en forma de ficción, sino, más bien al contrario,
como una fantasía compensatoria de carácter necesariamente ficticio”
(p. 255) . Esto explica muy bien la típica del género.
Quedan explicados hábitos como la ambigüedad geográfica
y temporal, ya que la utopía se piensa para que no sea nunca real; o
el rasgo común de colocar como legislador único a un ser semi-divino –el
Dios vengador de Isaías, el metafísico Hoh de Campanella, el dios Posidón en
la Atlántida platónica, el Rey Utopo de Moro (formado con barro, como el
Hombre), el Gran Salomón de Bacon, Olphaus Megaletor en la utopía de
Harrington, Alsmanzein en la de Morelly, Unipour en la de Restif de la
Bretonne, el santo laico Icar en la de Cabet. Queda explicado igualmente el
estatismo vital, demográfico y económico de estos reinos de ninguna parte; o
la idea moralmente monstruosa de la libertad como pura obediencia a la
voluntad del monarca benévolo, o a las leyes eternas –así puede decir
Catalán que “Berlin y Orwell se dieron cuenta por caminos distintos de la
monstruosidad moral y política que representaba decidir en qué consistía la
verdadera libertad de otro” (p. 194).
En definitiva, la conclusión es que la utopía supone
una “obturación estructural de la reforma política” (p. 256), y que “la
utopía literaria carece de toda función práctica y, en sentido estricto,
teórica” (p. 331).
Se trata de un género que satisface necesidades
psíquicas, emotivas, que por su propia naturaleza se opone a la función
política reformadora o revolucionaria que se le asigna.
Tras la guadaña de los argumentos de Catalán, la utopía
cae incluso como género literario. Un estudio que comienza como una especie
de ameno psicoanálisis colectivo, siempre aleccionador y relativamente
inocuo –¿qué tiene de malo algo de egocentrismo, alguna ilusión o fantasía
compensatoria (ese discurso tan elocuente para la ocasión que nunca se
presentará, esa respuesta idónea ante la impertinencia ante la que quedamos
mudos, etc.)?–, y continúa con un delicioso recuento de ciertas
exageraciones narrativas, y ciertos efectos inesperados de la distancia y la
ignorancia, concluye gravemente, desmontando de cabo a rabo una de las
ilusiones políticas más fervientes de nuestra civilización. La utopía queda
no sólo desacreditada, sino totalmente desguazada como género político;
reducida a literatura proyectiva claramente identificable en cada uno de sus
extremos y facetas.
Es casi imposible excederse en la recomendación y
encomio de esta obra asimétrica. Aquí he señalado varias lecturas y
dimensiones del ensayo, pero hay otras, desplegadas en sus desiguales
capítulos y partes. El mencionado proyecto de la Pseudología ya no es
tal proyecto, sino más bien una entretenida y fructífera investigación,
capaz de ofrecer resultados tan sorprendentes como concluyentes pero, sobre
todo, capaz de conmover al lector con sus sugerencias y sus hallazgos. Y
esta conmoción opera un auténtico e inevitable vaivén espiritual, la marca
distintiva del aprendizaje; ¿qué más puede pretender un ensayo?
[Fuente: Pedro Francés. “Deconstrucción de la
utopía”. En: Revista de libros,
CXIII (mayo de 2006), pp. 10-11]
© José Luis Gómez-Martínez
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