["La verdad es histórica. Cómo,
no obstante, puede y tiene que pretender ser sobrehistórica, sin relatividad, absoluta,
es la gran cuestión" (¿Qué es filosofía?, VII: 301).]
8.1. El filósofo y la verdad
Aunque en los capítulos precedentes de este trabajo se han hecho múltiples y variadas
referencias al tema de la verdad, y ha aparecido el término verdad y el
concepto a que este término se refiere, pues es tarea imposible hablar de filosofía sin
que aparezca la verdad, en este capítulo se tratará el tema de la verdad en Ortega de
modo sistemático.
La cuestión de la verdad, la cuestión de qué sea la verdad y de cómo se relaciona
el hombre con ella, es un tema insoslayable, porque, sin una reflexión explícita o
tácita sobre la verdad, no hay filosofía. Hasta tal punto parece ser esto así que la
peculiaridad del filósofo consiste en su deseo de relacionarse con la verdad, y también
es la cuestión de la verdad la que acrisola una filosofía. Y esto por dos razones
conectadas entre sí. La primera, porque la filosofía se define como la tarea de la
relación del hombre con la verdad, de modo que la primera palabra que sirvió para
designar al quehacer del filósofo fue la palabra Verdad. Y, en segundo lugar,
pero genéticamente en primero, porque la verdad es una necesidad radical del hombre, esto
es, una necesidad que nace de la raíz constitutiva de lo humano.
Comencemos por exponer la segunda de las razones indicadas. Para ello se puede
principiar partiendo de la tesis orteguiana ya expuesta aquí de que el conocimiento es
una necesidad radical del hombre, tan radical que el hombre comienza a ser
"hombre" cuando siente la necesidad de saber. Esta necesidad de conocer no es un
lujo superfluo, sino una condición ineludible de lo humano que lo lleva a buscar una
verdad, un orden o razón en el caos de las cosas que lo rodean, para saber a qué
atenerse con respecto a esas cosas. De ahí que el intento por parte del hombre de
relacionarse con la verdad aparezca como una necesidad ineludible de la vida humana:
"La vida sin verdad no es vivible. De tal modo, pues, la verdad existe que es algo
recíproco con el hombre. Sin hombre no hay verdad, pero, viceversa, sin verdad no hay
hombre. Éste puede definirse como el ser que necesita absolutamente de la verdad y, al
revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad
incondicional" ("Prologo para alemanes", VIII: 40).
La verdad, pues, aparece como una necesidad del hombre, su necesidad más radical y
natural, si por "natural" se entiende una necesidad que el hombre no puede
eludir. Tan radical y tan ineludible es la necesidad de verdad que ni siquiera el
escéptico puede renunciar a ella de modo absoluto. El escéptico no es que no necesite de
la verdad, sino que la tiene en tan alto aprecio, tiene un tan alto concepto de ella, que
se cree incapaz de alcanzarla. Es más, la propia proposición básica del escéptico, su
tesis de que la verdad es inalcanzable, la entiende como verdadera. Pero, además, el
escéptico, aunque sea un suicida teórico (El tema de nuestro tiempo, III: 158),
tiene que buscar algunas normas de conducta práctica para regir su vida que, si no son
verdaderas, al menos son verosímiles; esto es, se parecen a la verdad. Con ello, la
verdad está supuesta en las normas de conducta práctica y ya se daría el escéptico con
un canto en los dientes si pudiese relacionarse con la verdad teórica. Porque estaban
convencidos de esta ineludible necesidad de la verdad para el hombre es por lo que los
primeros que comenzaron el quehacer intelectual, que ahora llamamos
filosofía, la calificaron de verdad: "Verdad,
averiguación debió ser el nombre perdurable de la filosofía [...]. Era el
nombre auténtico, sincero que el filósofo primigenio da en su intimidad a eso que se
sorprendió haciendo y que para él mismo no existía antes" (Origen y epílogo de
la filosofía, IX: 387). Por ser la filosofía, desde su nacimiento, una actitud
reflexiva del hombre y una toma de conciencia de su radical necesidad de verdad, los
primeros que tomaron conciencia de ello, los primeros hombres que filosofaron no
encontraron mejor palabra ni más acertada para nombrar su quehacer que la palabra
verdad. Por ello la verdad será siempre el tema central de la filosofía.
8.2. Pensamiento y verdad
Pero la verdad no es un don que el hombre reciba, sino que es algo que le falta, una
necesidad que tiene que satisfacer porque el hombre se reconoce minusválido sin la
relación con la verdad. Para poder relacionarse con eso que le falta es para lo que pone
en marcha el proceso del pensamiento. El hombre pone en funcionamiento el pensamiento con
miras a la verdad. El objetivo del pensamiento es, pues, la verdad, aunque muchas veces el
hombre caiga en el error. La existencia del error no es un argumento contra la tesis
orteguiana de que "pensar es pensar la verdad" (El tema de nuestro tiempo,
III: 164), sino que la existencia del error es una disfunción del pensamiento análoga,
según Ortega, a una indigestión. Es más, si podemos percatarnos del error es porque, de
alguna manera, estamos orientados a la verdad y tenemos alguna noticia de ella. En otro
caso, ni tan siquiera podríamos percatarnos del error, pues para ello hace falta alguna
referencia con relación a la cual el error sea tal error. De este modo, el pensamiento,
que para Ortega había nacido de una necesidad típicamente humana, que nace regido por la
utilidad, tiene su destino en el desinterés y en la objetividad de la verdad:
"Tiene, pues, el fenómeno del pensamiento doble haz; por un lado, nace como
necesidad vital del individuo y está regido por la ley de la utilidad subjetiva; por otro
lado consiste precisamente en una adecuación a las cosas y le impera la ley objetiva de
la verdad" (El tema de nuestro tiempo, III: 165).
Este doble anclaje del pensamiento, la utilidad subjetiva de la que nace y la
objetividad a la que se dirige, es el que va a originar la tensión entre la multiplicidad
de perspectivas de la verdad y la pretensión de objetividad y de universalidad que toda
verdad debe tener, como veremos en el apartado siguiente. Por ahora baste insistir en la
idea orteguiana de que si el hombre se dirige hacia la verdad es porque, además de
necesitarla, la desea. Esto no significa un voluntarismo de la verdad por parte de Ortega,
porque la verdad es fruto de la inteligencia y no de la voluntad. Pero, para relacionarse
con la verdad, hay que saberse necesitado de ella en primer lugar, y, en segundo lugar,
hay que desear esta relación: "La verdad sólo desciende sobre quien la pretende,
quien la anhelaba y lleva ya en sí preformado el hueco mental donde la verdad puede
alojarse [...]. El hombre se da perfecta cuenta de cuándo desea una verdad y cuándo
desea sólo hacerse ilusiones, es decir, cuándo desea la falsedad" (¿Qué es
filosofía?, VII: 292). Si la verdad fuese sólo fruto de la voluntad sin la
colaboración de la inteligencia, no habría criterio para distinguir la verdad de la
falsedad, aunque muchas veces se haya dado como verdad lo que no era más que una ilusión
voluntarista.
8.3. La multiplicidad de las perspectivas y la unidad de la
verdad
En cualquier doctrina filosófica de la verdad, incluso en el escepticismo, subyace la
idea de que, si hay verdad, ésta tiene que ser válida en todo momento histórico y para
todo hombre. Si el escepticismo, por ejemplo, niega la existencia de la verdad, lo hace
porque el escéptico se siente incapaz de alcanzarla; de modo que el escepticismo es más
una sospecha sobre la incapacidad del hombre para relacionarse con la verdad, que una
doctrina filosófica sobre la verdad misma. En el caso del perspectivismo y del
circunstancialismo orteguianos se podría llegar a pensar que son un escepticismo
solapado, dada la multiplicidad de verdades que se pueden alcanzar desde las
circunstancias y las perspectivas de cada cual. A esta situación, que puede ser
paradójica, Ortega tiene que darle una solución que, sin renunciar al perspectivismo,
salve el carácter universal y objetivo que la verdad debe tener. Y esta solución aparece
ya prefigurada en El tema de nuestro tiempo, en 1923. Para no caer en el
relativismo, según el cual la verdad de cada uno será para él aquélla que le
proporciona su punto de vista, hay que establecer que las perspectivas no se excluyen unas
a otras, sino que, por el contrario, pueden y deben llegar a ser complementarias. Ello
hace que la verdad alcanzada desde una perspectiva determinada, aunque incompleta, tenga
validez, mientras que "la sola perspectiva falsa es ésa que pretende ser la única.
Dicho de otra manera: lo falso es la utopía la verdad no localizada, vista desde lugar
ninguno" (El tema de nuestro tiempo, III: 200).
Así pues, no es la perspectiva lo que impide que el hombre se relacione con la verdad,
sino, por el contrario, es la falta de perspectiva, la pretensión de situarse más allá
de cualquier perspectiva, lo que impide que nos relacionemos con la verdad. Si hay una
perspectiva que nos parezca más completa que otra, la razón de ello radicará en que el
punto de observación de quien nos proporciona dicha perspectiva está mejor situado y es
más adecuado que el de quien nos proporciona una perspectiva menos afortunada. Ello lleva
a Ortega a mantener la tesis de que el error absoluto es imposible (Origen y epílogo
de la filosofía, IX: 358-359; y ¿Qué es filosofía?, VII: 285), de modo que,
cuando descubrimos algo como error, en ese error hay también alguna nota de verdad que es
la que nos ha podido inducir al engaño. Quizás el error más común en el que podemos
caer es el de confundir el aspecto que nuestra mente capta de las cosas con el único
posible, olvidando la multiplicidad de aspectos que caben de ellas: "Ésta es la
causa más frecuente de nuestros errores porque nos lleva a creer que asegurarnos de si
una idea es verdad se reduce a confirmar ese único carácter real de la idea
que es enunciar un auténtico aspecto a no buscar su integración
confrontando la idea no sólo con el aspecto que ella enuncia, sino con el
decisivo carácter de la realidad que es ser entera y, por lo mismo, tener
siempre más aspectos" (Origen y epílogo de la filosofía, IX:
373).
La sospecha de que la realidad tiene una entereza de la que sólo captamos un aspecto,
el aspecto que nos proporciona nuestra perspectiva de ella, conlleva tres nociones que hay
que desarrollar: 1, que la verdad se da en nuestras ideas; 2, que hay que entender la
definición clásica de verdad relacionándola con el perspectivismo; y 3, que la verdad
tiene un carácter histórico.
La verdad se da en las ideas que el hombre se hace de la realidad que lo circunda y en
la que está inmerso, pero las ideas y la realidad no coinciden, de modo que la verdad o
la falsedad de nuestras ideas será una cuestión que haya que dilucidar en el ámbito de
la propia idealidad. Es decir, en el contraste y la congruencia entre las ideas mismas o,
como dice intuitivamente Ortega, ésta es una cuestión de "política interior":
"Se preguntará qué significa entonces la verdad de las ideas, de las teorías.
Respondo: la verdad o falsedad de una idea es una cuestión de política
interior dentro del mundo imaginario de nuestras ideas. Una idea es verdadera cuando
corresponde a la idea que tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad
no es nuestra realidad" (Ideas y creencias, V: 388).
En la obviedad de la tesis orteguiana mantenida en este texto de que entre nuestras
ideas sobre qué sea la realidad y la realidad en sí hay un abismo insalvable, está
implícita una importante corrección a la definición clásica de verdad.
Tradicionalmente se ha definido la verdad como la adecuación entre nuestro entendimiento
y las cosas exteriores a él, dando por supuesto que había algo, en las cosas y en el
entendimiento, que permitía esa adecuación, de modo que el error no sería más que una
mala adecuación, una inadecuación del entendimiento a las cosas. Además, también se
daba por supuesto que ese entendimiento no era el individual, sino el entendimiento humano
en abstracto.
Al postular Ortega que la verdad o la falsedad se dan en el mundo imaginario de
nuestras ideas y que, además, caben múltiples perspectivas válidas de la realidad, la
adecuación en que consistía la verdad, si hay que seguir manteniéndola, ya no será una
adecuación unidireccional. Esta adecuación deberá serlo entre la realidad y las
diversas perspectivas posibles, y, también, entre las ideas consigo mismas. Es más,
incluso el criterio último de verdad, el criterio de la evidencia, que Descartes hizo el
tribunal supremo de la verdad, es también una idea, una teoría, y, como toda idea o
teoría, una construcción mental que debe ser congruente con las demás ideas (Ideas y
creencias, V: 389).
La relación entre verdad y perspectiva lleva, finalmente, a la tercera de las notas de
la verdad anunciada antes: el carácter histórico de la verdad. Si de la realidad caben
múltiples perspectivas y el error absoluto lo hemos rechazado como no existente, hay que
pensar que cada una de las perspectivas tiene su parcela de verdad y, por tanto, que la
verdad se muestra en la historia, aunque haya unas perspectivas más completas que otras.
Ello es lo que lleva a Ortega a mantener la tesis de la historicidad de la verdad, en una
proposición palmaria: "La verdad es histórica" (¿Qué es filosofía?,
VII: 301). Pero, si hay una historicidad de hecho de la verdad y una pretensión teórica,
por parte del hombre, de alcanzar una verdad más allá de los avatares y las
contingencias de la historia, ambos extremos tienen que ser integrados de forma congrua en
un plano superior. Esta integración la hace Ortega situando la relación cambiante del
hombre con la verdad en el hecho de que, al cambiar el hombre su punto de vista, consigue
que aparezcan ante él verdades distintas de las que aparecieron ante sus predecesores:
"Hemos de representarnos las variaciones del pensar no como un cambio en la verdad de
ayer, que la convierta en error para hoy, sino como un cambio de orientación en el hombre
que le lleva a ver ante sí otras verdades distintas de las de ayer" (La idea de
principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, VIII: 284).
Lo mismo que acontece con la dimensión histórica de la verdad pasa, también, con su
dimensión actual. Las verdades alcanzadas desde las diversas perspectivas deben ser
entendidas como complementarias, al igual que son complementarias las perspectivas (El
tema de nuestro tiempo, III: 199). Todo ello lleva a una reformulación radical de la
definición de verdad como adecuación. Si hay tal adecuación, ésta deberá estar
rehaciéndose constantemente en cada época y en cada individuo, y no será algo alcanzado
de una vez por todas. Pero entonces será preferible proponer otra definición de verdad,
que será la definición de la verdad como desvelamiento o desnudamiento de la realidad.
8.4. La verdad como descubrimiento
Los términos de las diversas lenguas que se pueden traducir al castellano por la
palabra verdad no coinciden exactamente en su significado. De una lengua a
otra hay un cierto desfase semántico que hace que, por ejemplo, el término griego alétheia
y el latino veritas no signifiquen exactamente lo mismo, aunque ambos los
traduzcamos por el castellano verdad. Básicamente hay dos ámbitos
semánticos a los que se refiere el término verdad en las diversas lenguas.
El primero, que se encuentra en el griego alétheia, nos evoca una relación de
descubrimiento que el hombre hace de las cosas. El segundo, que se encuentra en la
etimología de la veritas latina, hace referencia al decir del hombre y suele
indicar confianza o fiabilidad de ese decir.
La noción de verdad que Ortega hace suya es la que conecta con el sentido etimológico
de la palabra griega alétheia, que es el sentido que mejor encaja con su tesis de
la historicidad de la verdad. Yendo más allá del sentido de la verdad como adecuación,
Ortega entiende esta adecuación como un proceso paulatino, esto es, como un
descubrimiento que el hombre va haciendo de las cosas. Ya en una fecha tan temprana de su
evolución intelectual como es 1914, en Meditaciones del Quijote, Ortega recoge la
idea de descubrimiento como la idea principal de la noción de verdad: "Esa pura
iluminación subitánea que caracteriza a la verdad, tiénela ésta sólo en el instante
de su descubrimiento. Por esto su nombre griego, alétheia significó
originariamente lo mismo que después la palabra apocalipsis, es decir,
descubrimiento, revelación, propiamente desvelación, quitar de un velo o cubridor. Quien
quiera enseñarnos una verdad, que nos sitúe de modo que la descubramos nosotros" (Meditaciones
del Quijote, I: 335-336).
La más importante relación que el hombre pueda tener con la verdad no es, pues, la de
su posesión en el pasado, la de la seguridad en una verdad sólida. Cuando tenemos una
verdad sólida, ésta adquiere una "costra utilitaria" que la hace ser una
simple "receta" (Meditaciones del Quijote, I: 335). La
auténtica relación del hombre con la verdad es la que se da en el descubrimiento, al
quitar el hombre con su intelecto aquello que oculta a las cosas con objeto de que éstas
se le presenten en su desnudez. A esta noción de la verdad como descubrimiento subyace la
convicción de que las cosas nos aparecen ocultas, de que las cosas no se nos dan en su
desnudez, sino recubiertas de un púdico velo que el hombre tiene que quitar para poder
conocerlas y tener su verdad. Precisamente esta tarea de desnudar las cosas, de quitarles
la pudicia del velo que las cubre, será la faena propia de la filosofía. De ahí que
Ortega diga, con una frase sumamente lúdica, certera y un poco provocativa, que "la
filosofía no es, pues, una ciencia, sino, si se quiere, una indecencia, pues es poner a
las cosas y a sí mismo desnudos, en las puras carnes en lo que puramente son y
soy nada más" (El hombre y la gente, VII: 145).
Tras la fachada lúdica consistente en calificar a la filosofía como "una
indecencia", Ortega nos está proponiendo la idea de que sólo desde la desnudez del
hombre y de las cosas es posible la relación del hombre con la verdad. Y en esta
desnudez, que en el hombre es desnudez de prejuicios y en las cosas desnudez del velo con
que se nos dan, es en la que consiste el quehacer que llamamos filosofía. De ahí que el
primer nombre que los filósofos le dieron a su quehacer intelectual fuese el nombre de
Verdad. Esta tarea de descubrir lo que las cosas son tras la costra que las cubre, costra
que les viene impuesta por los prejuicios recibidos por los hombres, es la tarea básica
del filósofo en su relación con la verdad: "Lo que su mente [la del filósofo] ha
hecho al pensar no es pues sino algo así como un desnudar, descubrir, quitar un velo o
cubridor, re-velar (= desvelar), descifrar un enigma o jeroglífico. Esto es lo que
significaba en la lengua vulgar el vocablo a-létheia descubrimiento,
patentización, desnudamiento, revelación" (Origen y epílogo de la filosofía, IX:
385-386).
Y este desnudamiento o descubrimiento de las cosas, que el término alétheia nos
insinúa y que la filosofía hace suyo, es el que proporciona el sentido histórico que la
verdad tiene. Pues el descubrimiento de las cosas no es algo que se haya conseguido de una
vez por todas, sino una tarea continua en la que se van alcanzando verdades de modo
paulatino. La tesis contraria, la tesis de que ese descubrimiento se haya dado alguna vez
en el pasado y para siempre, sería el suicidio del pensar. Porque situar la verdad en el
pasado es negarse a la posibilidad de cualquier nuevo des-velamiento de la realidad. Si la
verdad ha sido ya sabida por el hombre en un tiempo pretérito, no hay ninguna tarea por
hacer en el futuro. Esto no significa necesariamente que no haya ninguna verdad en el
pasado, sino, por el contrario, que las verdades alcanzadas en el pasado son nuestro suelo
intelectual, sobre el que hay que asentarse bien para que el hombre pueda seguir
relacionándose con la verdad en el futuro de un modo más adecuado de lo que lo hizo en
el pasado. De este modo es como la relación del hombre con la verdad podrá seguir siendo
un continuo des-velamiento de aquello que oculta las cosas a nuestro entendimiento.