María Zambrano
LA MUJER Y SU OBRA
Chantal Maillard
Universidad de Málaga
Resumir una obra es
dar por concluida una vida. Algo de mortuorio tiene, por tanto, esta actividad que, aún
pretendiendo todo lo contrario, contribuye no obstante a confirmar la ausencia definitiva
de alguien. Dos docenas de volúmenes firmados con el mismo nombre, familiar y sonoro, se
apilan en mi mesa de trabajo, volúmenes en los que he buceado, sin miedo, durante años,
cuando ella, la persona, aún viva, podía dar y daba testimonio de sus escritos. El estar
vivo del autor le da a la obra cierto aura de ambigüedad, cierto tono de posibilidad,
cierta esperanza de renovación también, o de contradicción incluso, que hace que no sea
demasiado peligroso aventurarse en su escritura: a los vivos se les puede interpretar sin
temor a la venganza de su sombra porque la palabra de los vivos es una llama voluble que
toma los matices del aire que la soporta. La palabra de un muerto, en cambio, aún siendo
palabra viva, ella sí, cargada de resonancia, arde en sí misma y domina con su ardor los
páramos que la circundan limitándola y expandiéndola al par. Conjuro, pues, a las
sombras y pido clemencia: andar en alma ajena no puede hacerse impunemente.
* * *
María Zambrano nace en Vélez-Málaga en 1904. Se traslada a Madrid a los
cuatro años y de allí a Segovia donde reside hasta 1924. En Madrid cursa estudios de
Filosofía, asistiendo, durante los años 1924-27, a las clases de Ortega y Gasset, de
García Morente, de Julián Besteiro y de Zubiri, integrándose en los movimientos
estudiantiles y colaborando, a partir de 1928 en distintos periódicos. Vive muy de cerca
los acontecimientos políticos de aquellos años, de cuya vivencia será fruto un primer
libro: Horizonte del liberalismo, aparecido en 1930. En 1932 firmó el manifiesto
fundacional del movimiento denominado Frente Español, inspirado en gran medida por
Ortega, movimiento que ella misma disolvió, "por ser leal a Ortega", como
escribió ella misma, al ver que ciertas tendencias cercanas a José Antonio Primo de
Rivera iban a tergiversar la naturaleza del programa que se habían trazado. Había sido
nombrada, desde el año 31, profesora auxiliar de metafìsica en la Universidad Central.
En el 32 sustituyó a Xavier Zubiri y comenzó a colaborar en la Revista de Occidente,
luego en Cruz y Raya y en la revista Hora de España, desde su primer número, aparecido
en 1936. En aquellos años que precedieron su exilio, conoció y entabló amistad con
Bergamín, con Luis Cernuda, Jorge Guillén, Rafael Dieste, Emilio Prados y también a
Miguel Hernández. Se casa en septiembre del 36 con Alfonso Rodríguez Aldave, recién
nombrado secretario de Embajada de España en Santiago de Chile, con quien emprende un
primer viaje a La Habana, de donde vuelven al año siguiente, él para incorporarse a
filas, ella para colaborar con la República
Perdida la causa, María Zambrano sale de España el 28 de enero de 1939. Deja atrás
todo lo suyo, incluida una caja con los apuntes de las clases de Ortega y de Zubiri que
había preparado para llevarse. Fue, escribió, un acto de renuncia que le permitió
recuperar, desde el fondo de la memoria, de manera necesaria, el contenido que tanto le
había marcado. París, e inmediatamente México, luego de nuevo La Habana, son los
primeros hitos del exilio. En Morelia es nombrada profesora en la Universidad San Nicolás
de Hidalgo. Conoce y entabla amistad con Octavio Paz y León Felipe. También en ese año
publica Pensamiento y Poesía en la vida española, y Filosofía y Poesía,
a lo que seguirá una intensa actividad literaria. En 1942 es nombrada profesora de la
Universidad de Río Piedras, en Puerto Rico. Progresivamente, se va dibujando en ella la
necesidad de atender a eso que empieza a denominar "razón poética", una razón
que diera cuenta de la recepción vital de los acontecimientos y se elaborara por la
palabra, una razón siempre "naciente".
En 1946, viaja a Paris, donde encuentra a su hermana Araceli, torturada por los nazis,
al borde de la locura. Se quedará con ella hasta la muerte de ésta. En París entabla
amistad con Albert Camus y con René Char. En 1948 se separa de su marido y vuelve a La
Habana ahora acompañada de Araceli, donde habrán de quedarse hasta 1953, fecha en la que
viajan a Roma. Por aquel entonces escribirá algunas de sus obras más importante: El
hombre y lo divino, Los sueños y el tiempo, Persona y democracia,
entre otros. En 1964 abandona Roma (detalle curioso: es expulsada de Italia por la
denuncia de un vecino fascista; causa: los muchos gatos que tenía en su apartamento. A
veces los detalles son esas ineludibles circunstancias que provocan un giro en la
existencia. Los gatos le acompañaron en su salida de aquel país hacia Suiza.) Siempre
acompañada de su hermana, se instala en el Jura francés. Araceli muere en 1972 y María
sigue en su retiro de La Pièce, con algún intervalo en Roma. Escribe Claros del
bosque y empieza De la aurora. El giro hacia la mística se ha efectuado.
Mientras tanto, en España poco a poco se empieza a conocer a la escritora. En 1981 se
le otorga el Premio Príncipe de Asturias. Desde Ginebra, donde se había instalado en
1980, regresaría por fin a Madrid en el 1984, después de cuarenta y cinco años de
exilio. En 1988 le fue concedido el premio Cervantes de Literatura. Falleció en la
capital española el 6 de febrero de 1991.
Las formas necesarias
Hay formas de pensamiento que resultan, si no históricamente necesarias, al menos
profundamente significativas dentro de una cultura. Y al decir "formas" quiero
decir "estilo", modo de hacer, pues si bien es cierto que las ideas constituyen
un motor para la evolución de una sociedad, no son las ideas las que propician los saltos
históricos, sino esas "formas actuantes", esto es, los modos de ver, el estilo
con que el hombre se enfrenta a una realidad que puede ser estructurada y comprendida de
múltiples maneras.
El pensar, pues, más que el pensamiento, de María Zambrano aporta algo, una forma
particular de integrar los elementos de la realidad, esa realidad que ante todo se nos
presenta como constitutiva del ser humano que somos. Una forma que le debe su peculiaridad
a esta hibridez de la expresión en la que el carácter puramente filosófico de la
exposición se ensancha con la musicalidad y el ritmo propios de la imaginación
"poética": hacedora, creadora. En su escritura, en efecto, la palabra se
encarna en la imagen y la razón fertiliza en el símbolo para así lograr la finalidad
anhelada: engendrar en los ínferos y dar a luz en la conciencia para elevarse a los
lugares de creación donde ser, plenamente, sea posible. Empresa, por lo tanto, femenina
entre todas, puesto que se trata de dar a luz un cuerpo, cuerpo teórico: cuerpo
especular, pues la theoría era esto en su origen: ver, asistir al espectáculo- y
asistirle en su crecimiento hacia niveles más altos de ser hasta la consecución de su
plenitud. Alimentar a ese cuerpo en principio ciego, indefenso, desde su opacidad hasta la
transparencia, educarlo: conducirlo, este oficio de la visión es el de la maternidad,
pues no solamente le compete a la madre el dar a luz sino también el seguir guiando hacia
la luz. Y si el acunar, la inducción al sueño, es función de madre, también lo es el
acto de despertar, de levantar al cuerpo de su sueño y devolverlo al humano transitar que
es lucha por ser sobreviviendo, viviendo sobre sí mismo, de pie sobre su propio ser. Y la
conducción hacia la luz, la alimentación de ese cuerpo en su vida, no podrá realizarse
en la aridez de la razón patriarcal que aún encauzando y enderezando, pues tal es la
función que se le atribuye, no basta para que hasta ese cuerpo llegue la savia que le
hará crecer. La razón patriarcal, como estricto procedimiento conceptual, necesita de un
medio maleable que evite que el cuerpo, a su entrada, se vuelva rígido y quebradizo; el
juicio debe crecer sobre el agua, como los lotos, pues cuando crece sobre roca permanece
por siempre ciego, como en su nacimiento, y el cuerpo teórico se vuelve entonces,
peligrosamente, cuerpo normativo.
La razón-poética, ese estilo zambraniano a la vez operado y propuesto expresamente
por ella como camino de realización personal, era necesario, y lo es aún, en una época
en que la rigidez del racionalismo torna quebradizo el espíritu y oculta las dimensiones
enigmáticas de la vida bajo falsas consideraciones que se constituyen en márgenes de
seguridad y que impermeabilizan la razón.
Las influencias
Discípula entusiasta, aunque algo herética, de Ortega y Gasset, y también de Zubiri
y de García Morente en los años 1924-1927, puede decirse que María Zambrano acrisola la
tradición filosófica occidental recibida por boca de estos maestros del pensamiento y la
palabra. Zambrano, filosóficamente hablando, es hija de su época, y en absoluto ajena a
las inclinaciones del momento: la filosofía existencial, fenomenológica y vitalista
sobre todo, aunque sus preferencias fuesen marcadamente hacia los griegos, hacia Plotino y
hacia Spinoza, cuyo pensamiento a la vez ético y metafísico se hallaba más acorde con
su propia forma de sentir. Pero no sólo a los filósofos debe la consecución de su
particular forma de pensar, sino también a autores que pertenecen al ámbito de la
psicología, de la mística, y de la antropología de la religión.
En cuanto a lo primero, es deudora, sobre todo, del psicoanálisis jungiano. Le debe a
Jung no pocas consideraciones que intervienen en su fenomenología de los sueños y la
arquitectura de la persona. Sin embargo, tales consideraciones no habrían cumplido su
cometido de no haber sido tamizadas por el universo mítico de ciertas tradiciones que
iban dirigidas a una espiritualización del individuo, a una comprensión más radical de
la realidad propia y universal, a una trascendencia en fin, para decirlo en una palabra. Y
si bien la lectura de los grandes místicos occidentales, sobre todo de los españoles
(Juan de la Cruz y Miguel de Molinos más que otros) le ofrecieron símbolos que
respondían al universo que ella pretendía expresar, fue no obstante por otra vía por la
que el campo de lo simbólico se le ofreció sin reservas como telar para lo que se
proponía. Esta vía le fue proporcionada por exegetas de la llamada "Tradición
Unánime" o "Filosofía Perenne", como M. Eliade, H.Corbin, Massignon o R.
Guénon (a pesar de la antipatía de éste hacia Jung)(1), autores cuya labor de síntesis
es inapreciable para todo aquel que se dedique al estudio del sentimiento religioso como
fenómeno básico de lo humano.
¿Podría considerarse a Zambrano como una autora "tradicional"? Y si así
fuese ¿en qué medida? Para responder a esto, pienso que sería menester tener en cuenta
dos cosas. La primera: las características definitorias de la denominada "filosofía
perenne", que podrían resumirse en lo siguiente, de acuerdo con Huxley (2): se trata
de un tipo de pensamiento -y de un proceso- a la vez metafísico, psicológico y ético;
metafísico por su reconocimiento de una "realidad divina" en las cosas;
psicológico, por su descubrimiento de una "realidad divina" en el alma humana;
y ética porque se dirige al conocimiento del fundamento de todo ser. Conocimiento y ser
se dan al unísono como consecuencia de la acción, una acción dirigida al propio
cumplimiento.
Lo segundo a tener en cuenta es que esta "realidad divina" requiere, para ser
aprehendida, de un método. Sólo mediante un método es posible despertar el poder
latente en el fondo de la naturaleza humana y, en su caso, expresarlo. La sabiduría
"tradicional", en efecto, se enseña de dos maneras: una es la vía del saber
teórico y otra es la práctica. No suele darse lo uno sin lo otro, puesto que lo que se
pretende es lograr la transformación interior, experiencial del sujeto. Según las
tradiciones, se hará más hincapié en lo teórico o en lo práctico, pero ninguna de
ellas prescindirá de cualquiera de estas dos vertientes.
Considerar a Zambrano como autora "tradicional" debe hacerse con mucha
precaución. No hay constancia de que ella siguiese algún tipo de práctica especial,
aunque sí la hay de que se consideraba profundamente -entiéndase: en su sentido
original- cristiana. No cabe duda de que hubiese estado plenamente de acuerdo con los
principios teóricos de la filosofía tradicional, tal como los hemos expuesto, siempre y
cuando esa "realidad divina" fuese entendida como "principio que hace ser
en unidad". Pero, a diferencia de los autores de la "Tradición", Zambrano,
excepto en sus textos más poéticos, siguió fiel a la razón indagadora, y dubitativa
incluso, de la filosofía occidental heredada de los griegos. Ella siguió un camino
aprendido sólo en parte, y cuya práctica consistía en el propio caminar con la
conciencia despierta, atenta al sonido de sus pasos.
No todos los caminos tienen por qué recorrerse sobre huellas consagradas; muy al
contrario. Como ella bien dijo, hay caminos que son sendas que se abren en el bosque y que
se vuelven a cerrar apenas hemos pasado. Estas sendas casi siempre llevan a ninguna parte,
se pierden en el bosque. Pero, a veces, desembocan en algún claro; entonces, ahí, la
persona puede ser testigo del juego de la luz en el ámbito de la visibilidad. Ver,
y luego describir la visión. Ser testigo. La filosofía toda ella ¿acaso es otra cosa
que la historia de un testimonio?
María Zambrano anduvo un camino personal; no puede decirse que ella lo inaugurara,
pero sí que lo quiso convertir en método y proponerlo como tal, quiso describirlo
mientras lo recorría. Ese camino es el de la razón-poética, su forma: la metáfora, su
posibilidad: la disposición del espíritu, su materia prima: los símbolos. Y en esto
último sí que se mueve Zambrano en terreno tradicional.
Los autores señalados, incluido Jung, dirían que si los símbolos nos abren alguna
perspectiva es porque ellos conforman, a modo de arquetipos, una parte ancestral de
nuestro ser y que, más que descubrirlos, los reconocemos, como por anámnesis
reconoceríamos las Ideas según Platón, sólo que como Imágenes, no como conceptos. Su
utilización no sería coincidencia nunca, sino recuperación; volveríamos a trazar una y
otra vez, en diferentes épocas, mapas marcados con los mismos nombres y las mismas
figuras, y al andar con el mapa en la mano se nos presentarían los mismos obstáculos, y
obtendríamos los mismos resultados que aquellos que otros ya habían relatado. Y no es
que exista de por sí esta geografía "mágica" o "sagrada"
independiente de nosotros -algunos así lo creen- sino que son, digamos, señales del
trabajo de la imaginación creadora. Una Imagen es un instrumento de conocimiento
personal, un instrumento de trabajo interior, por ello es un error, demasiado frecuente
por cierto, convertirla en "verdad" o darle un cuerpo concreto. Una Imagen debe
quedar disponible siempre para su descubrimiento.
Henri Corbin, en su Historia de la filosofía islámica, señala la importancia
del relato simbólico para la realización espiritual, y la diferencia entre símbolo y
alegoría, siendo producto esta última de la degradación de lo imaginativo en imaginario
(ficticio). El valor de síntesis de la imaginación ha sido resaltado por muchos y muy
diferentes autores y escuelas, desde el sufismo de Ibn Arabi o la filosofía de la luz de
Sohravardî (3), las escuelas tántricas del budismo tibetano o las técnicas de
visualización del Yoga, hasta, pongamos por caso, el pensamiento crítico kantiano, la
fenomenología de autores como Dufrenne y Merleau-Ponty, o la filosofía del ensueño de
Bachelard. Ya se utilice como guía en la evolución mística o como instrumento de
conocimiento personal, la imaginación activa se presenta como mundo intermedio entre lo
sensible y lo inteligible, capaz, según Ibn Arabi (4), Dufrenne (Fenomenología de la
experiencia estética, II) o Merleau-Ponty (Lo visible y lo invisible) de
espiritualizar el cuerpo y corporeizar el espíritu.
Este valor de síntesis de la imaginación corre a la par con su valor noético. Al
configurar sus propios símbolos, dice Corbin, el autor de este tipo de escritura le da
sentido a "los acontecimientos de su alma" y redescubre entonces, en otro plano,
el drama de su historia personal. Y no otra cosa es lo que pretende hacer María Zambrano.
Su relación con la "filosofía perenne" sería, por tanto, doble: y por un lado
su pronunciada simpatía por pensadores órficos y neoplatónicos, cuyo pensamiento ha
sido aceptado como la base filosófica de la tradición cuando ésta se occidentalizó y,
por otro lado, la utilización metafórica de muchos de los grandes símbolos
tradicionales.
Claros del bosque y De la aurora son el mejor ejemplo que pueda aportarse
a este respecto. Cualquiera de sus páginas presenta una delicada exégesis, apenas
pretendida, fluida y bellísimamente realizada, de alguno de estos símbolos: el centro y
el corazón, la fuente, el verbo, la palabra perdida, el despertar, el velo, la aurora, la
caverna y el laberinto, y sobre todo el ser, cuya afirmación como centro sutil de la
persona, distanciaría a la alumna de su maestro Ortega. En efecto, el ser, para Ortega,
no era ninguna realidad sino una invención con la que el hombre pretendía adueñarse de
la realidad que como tal se le impone. La realidad es anterior al ser y anterior a
cualquier concepto que se tenga de ella. El concepto de "ser" surgió, según
Ortega, cuando los griegos dejaron de creer en los dioses. Zambrano, en cambio, le
devuelve a la noción de ser su carácter esencial y oculto, su disposición mistérica,
no sin concederle sin embargo al maestro Ortega la aplicación a ese ser del reto
histórico de lo humano: el ser es centro germinal, pero ha de hacerse proyectándose en
la acción: existiendo.
No sería correcto darle mayor importancia a las influencias exteriores que recibió
Zambrano con mucha posterioridad a su formación inicial. Ortega no solamente le imprimió
a su espíritu el sello de autenticidad del verdadero filósofo en el discurso, sino
también dotó su pensamiento de un horizonte y un paisaje, de un contenido. No son pocas
las nociones y los temas que ella, habiéndolos asimilado, reproduce, al parecer sin darse
cuenta. La "razón vital" indudablemente subyace en su "razón
poética", la cual se presenta como método de escritura y de pensamiento a partir de
los presupuestos orteguianos de la crítica al racionalismo, la incorporación al pensar
de la vida como realidad que se impone, y del perspectivismo. Cuando Zambrano insiste en
la reforma del entendimiento (5), prácticamente reproduce el modelo propuesto por Ortega.
La razón vital de Ortega quiso superar, aunándolos, el racionalismo y el vitalismo. A
partir de la evidencia de que el hombre no podía considerarse independiente de sus
circunstancias y de que la vida era en sí la única realidad radical, la razón habría
de dejar de construir en el aire. Todo conocimiento parte de la vida, y la razón es parte
de ella, es razón viviente, por cuanto que vivir, para el hombre, implica en acto de
dotar de sentido su existencia. La razón, pues, no podía ser un constructo abstracto
sino un modo de ser del hombre en su vida: en su historia.
Estos presupuestos, asumidos por Zambrano, fueron condición de posibilidad de otro
tipo de "razón" cuya puesta en práctica elimina en gran medida la
contradicción interna que aún persiste, pese a todo, en el discurso orteguiano. Y es que
Ortega, para defender su raciovitalismo, utilizaba, formalmente, el mismo discurso
racional que de sus predecesores. No supo, o no quiso hallar en la forma el elemento de
ruptura que hubiese marcado definitivamente el giro que elaboraba su pensamiento. Y es muy
probable que aquel no fuese su cometido.
No era necesario inventar un lenguaje nuevo: el cambio podía realizarse simplemente
procediendo a una fluidificación del mismo. La dinamicidad de la vida, su multiplicidad,
podía reflejarse mediante un discurso que, no dejando de ser racional, incluso a menudo
rigurosamente racional, se adueñara de los elementos propios de la poética; el
ensamblaje metafórico, la actitud creadora, hacedora de universos por el descubrimiento
de nuevas relaciones a partir de mundos imaginarios superpuestos. La razón-poética es
así una manera de poner en práctica la razón vital, discurso no necesario, discurso
abierto, descubridor de ese andar haciéndose de la persona con su tiempo. Tal vez pueda
decirse que, en este sentido, Zambrano fuera precursora de este "pensamiento
débil" con que algunos autores han definido la racionalidad posmoderna.
La cuestión y su método
No creo que se equivocara quien, pretendiendo trazar las directrices de la obra
zambraniana, la enfocara bajo dos grandes cuestiones: la creación de la persona y la
razón-poética. La primera de ellas presentaría, digamos, el estado de la cuestión: el
ser del hombre como problema fundamental para el hombre. Y se constituye como problema
para el hombre lo que el hombre sea, porque se presenta su ser en principio como anhelo,
nostalgia, esperanza, y tragedia. Si la satisfacción fuera su lote, ciertamente no se
propondría su propio ser como problema.
El tema de la razón-poética, por otra parte, sin haberse expuesto especial y
sistemáticamente en ninguna de sus obras, subyace no obstante en todas ellas hasta el
punto de constituir uno de los núcleos fundamentales de su pensamiento. La
razón-poética se construye como el método adecuado para la consecución del fin
propuesto: la creación de la persona.
Ambos temas abordados con amplitud, aglutinan como adyacentes todas las demás
cuestiones tratadas. Así, la creación de la persona se relaciona estrechamente con el
tema de lo divino, con el de la historia y con la fenomenología de los sueños, y la
razón-poética con la relación entre filosofía y poesía o con la insuficiencia del
racionalismo.
La fenomenología de lo divino
En su prólogo a la edición de 1973 de El hombre y lo divino, Zambrano
comentaba que "el hombre y lo divino" podría muy bien ser el título que le
conviniese mejor a la totalidad de su producción. Y en efecto, la relación del hombre
con "lo divino", con la raíz oscura de lo "sagrado" fuera y dentro de
sí, de ese "ser" que ha de darse a luz, a la visión, es una constante en toda
su obra. Fenomenología de lo divino, fenomenología de la persona o fenomenología del
sueño, siempre se trata de una indagación que apunta a la desvelación de "lo que
aparece", el "phainómenon" que en su aparecer constituye lo que el ser
humano es. Búsqueda esencial, por tanto, búsqueda de la esencia sagrada, inasible, de lo
humano que sin embargo se muestra de múltiples maneras, bajo aspectos que hemos
denominado "los dioses", "el tiempo" o "la historia", por
ejemplo.
Desde el albor de la historia, cuando el hombre se veía inmerso en un universo
sagrado, hasta el momento de la conciencia en que la historia es asumida con
responsabilidad por el individuo en trance de convertirse en persona, ha tenido lugar un
largo proceso durante el cual ese individuo ha ido ordenando la realidad, nombrándola, al
par que asumía el reto de la pregunta en los momentos trágicos, los momentos en que los
dioses ya no eran la respuesta adecuada. Este largo proceso es descrito por Zambrano como
el paso de una actitud poética a la actitud filosófica. La poesía, piensa Zambrano, es
respuesta, la filosofía, en cambio, es pregunta. La pregunta proviene del caos, del
vacío, de la desesperanza incluso, cuando la respuesta anterior, si la había, ya no
satisface. La respuesta viene a ordenar el caos, hace al mundo transitable, amable
incluso, más seguro.
Tratar con la realidad poéticamente, piensa Zambrano, es hacerlo en forma de delirio,
y "en el principio era el delirio" (6), y esto quiere decir, explica, que
el hombre se sentía mirado sin ver. La realidad se presenta completamente oculta en sí
misma, y el hombre que tiene la capacidad de mirar a su alrededor aunque no a sí mismo-,
supone que, como él, aquello que le rodea también sabe mirar, y le mira a él. La
realidad está entonces "llena de dioses", es sagrada, y puede poseerle. Detrás
de lo numinoso hay algo o alguien que puede poseerle. El temor y la esperanza son los dos
estados propios del delirio, consecuencia de la persecución y de la gracia de ese
"algo" o "alguien" que mira sin ser visto.
Los dioses míticos se presentan como respuesta inicial; la aparición de estos dioses
es una primera configuración ordenada de la realidad. Nombrar a los dioses significa
salir del estado trágico donde estaba sumido el indigente porque al nombrarles se les
puede invocar, ganar su gracia y apaciguar el miedo.
Los dioses, pues, son revelados por la poesía, pero la poesía es insuficiente y llega
un momento en que la multiplicidad de los dioses despierta en los griegos el anhelo de
unidad. El "ser" como identidad aparecía en Grecia como la primera pregunta
que, no siendo aún del todo filosofía, arrancaba al hombre de su estado inicial porque
señalaba la aparición de la conciencia. La primera pregunta es la pregunta ontológica:
¿qué son las cosas? Nacida, según Ortega (7), del vacío de ser de los dioses griegos,
esta pregunta daría nacimiento a la filosofía como saber trágico. Toda pregunta
esencial es, para Zambrano, un acto trágico porque proviene siempre de un estado de
indigencia. Se pregunta porque no se sabe, porque algo se ignora, porque algo falta; la
ignorancia es la falta de algo: de conocimiento o de ser. Estos actos trágicos se repiten
cíclicamente, porque también es cíclica la destrucción de los universos míticos. Los
dioses aparecen por una acción "sagrada", pero también hay un proceso sagrado
de destrucción de lo divino. La muerte de los dioses restaura el universo sagrado del
principio, y también el miedo. Cada vez que un dios muere sucede, para el hombre, un
momento de trágico vacío.
Durante el tiempo que media entre el advenimiento de los primeros dioses y el
asentamiento del dios cristiano, había sucedido, al par que una interiorización de lo
divino, el descubrimiento de la individualidad. El nacimiento de la filosofía había dado
lugar al descubrimiento de la conciencia, y con ella, a la soledad del individuo. Lo
divino había tomado el aspecto de la extrema extrapolación de los principios racionales.
Por ello, el dios al que mató Nietzsche era el dios de la filosofía, aquel creado por la
razón. Nietzsche decidió, según Zambrano, volver al origen, hurgar en la naturaleza
humana en busca de las condiciones de lo divino. Con Nietzsche se fraguó la libertad ¾ trágica según Zambrano, exultante según el propio Nietszche¾ y con ella la recuperación, en lo divino, de todo aquello que,
definido por la filosofía, había quedado oculto. De esta manera, Nietzsche destruyó los
límites que el hombre había establecido para el hombre; recuperó todas sus dimensiones,
y por supuesto "los ínferos", los infiernos del alma: sus pasiones. Y en los
infiernos: la oscuridad, la nada, lo opuesto al ser y la angustia. La nada ascendió
entonces desde los infiernos del cuerpo y penetró por vez primera en la conciencia
ocupando allí los lugares del ser.
No obstante la nada, amenazante para el ser cuando éste pretende consagrarse, es
también posibilidad, pues cuando una ausencia se hace notar ¾
y esto nos recuerda a Sartre¾ se padece: la nada padecida como
ausencia es nada de algo, por lo que también es posibilidad de algo. La nada de ser
apunta al ser como a su contrario. Pero ¿a qué tipo de "ser"? El de los
griegos se había transformado de ontológico en teístico-racional, y éste se había
anegado en los abismos existenciales. No era pues recuperable aquel concepto. Pero sí lo
era el "origen". Y al "ser" como "origen, a esa nada del
comienzo, a ese lugar sin espacio y sin tiempo donde "nada se diferenciaba", a
lo sagrado puro, es a lo que Zambrano pretendió volver ¾ o
llegar. Eso sagrado, no es sino la pura posibilidad de ser. A partir de esa
"nada" el hombre habría de tomar sobre sí la responsabilidad de crear su ser,
un ser no ya conceptual sino histórico; crearse a sí mismo a partir de la nada, bajo su
propia responsabilidad apenas nacida, con la libertad que el surgimiento y la aceptación
de la conciencia le proporciona. A partir de aquí puede iniciarse el largo proceso de la
creación de la persona.
La historia.
Paralelamente al proceso de lo divino, tiene lugar otro proceso de similares
características: el proceso histórico. Y también en la historia, casi al modo
hegeliano, tendría lugar el paso más importante: el paso por la conciencia. La primera
forma de estar en la historia, dirá Zambrano, es padeciéndola. El hombre se encuentra en
la realidad padeciéndola, de la misma manera que padecía en el estado de delirio, la
persecución de los dioses. Y tomar conciencia: dudar, poner en cuestión, es un paso
trágico; no es fácil, para aquel que apenas empieza a tomar conciencia, pasar de un
estado en el que otros, u otra cosa (los dioses, o el destino) le movían, a tener que
mover él, tomando sobre sí la responsabilidad de su historia.
Tengamos en cuenta que Zambrano no sólo vive los acontecimientos de una época muy
determinante en el proceso histórico-político de Europa, sino que también asiste al
inicio de la cultura del espectáculo, una cultura en la que puede decirse muy
literalmente que se asiste a los acontecimientos, que tomar conciencia es
"asistir", en ambos sentidos: como prestar apoyo, pero sobre todo como presencia
espectadora. Pues, en efecto, en aquella época, los medios de información permitían que
los acontecimientos lejanos fueran conocidos, y de ello no deja Zambrano de admirarse. De
esta asistencia espectadora nace, según ella, el sentimiento de convivencia: saber
que todo vivir tiene su repercusión en el vivir ajeno, que la vida forma parte de un
sistema (8). Y toda convivencia se establece en el tiempo, que es el medio de la vida, el
"medio ambiente", el que a la vez que separa, comunica. Cada forma de
convivencia se establecerá en un tiempo distinto, con lo que cada ser humano vivirá en
múltiples tiempos sociales: ritmos distintos, pausas: articulaciones de la sucesividad
pasado-presente-futuro. La historia existe y se hace porque el tiempo tiene esa extraña
forma de pasar dejando huella y proyectándonos a un por-venir. El ritmo en que estos
momentos se engarzan, la manera de prolongarse el tiempo en el presente, de man-tenerse:
de tenerse durando el pasado en el presente, y de pre-tenerse el futuro en el presente,
esa idea con la que Husserl planteaba el problema del conocimiento de lo real, el problema
de la conciencia intencional, esta idea es la que utiliza Zambrano, sobre todo, para
definir la historia y la vida humana. El tiempo de la conciencia husserliano viene a ser
tiempo histórico por la sencilla razón de que, para Zambrano, la conciencia humana es,
como para Heidegger, fundamentalmente histórica.
La toma de conciencia y de responsabilidad del hombre en la sociedad ha de pasar
ciertos dinteles: debe de ser traspasado, en principio, la condición sacrificial de la
sociedad, aquella en la que se requiere víctimas como resultado del endiosamiento de
algunos. Debe ser traspasada la contextura dramática de la historia, pues la historia es
drama cuando el argumento presenta unos personajes que actúan sin saber. "la
contextura trágica de la historia habida hasta ahora proviene", afirma, " de
que en toda sociedad, familia incluida (...) haya siempre como ley que sólo en ciertos
niveles humanos no rige, un ídolo y una víctima" (9). El ídolo es aquel que exige
adoración o la recibe simplemente; el ídolo es "una imagen desviada de lo divino,
una usurpación" (10). El dintel que ha de ser traspasado en esos momentos, según
Zambrano [tengamos en cuenta que Persona y democracia se publica por vez primera en
el año 1958] es ese límite en que la tragedia -es decir, el caminar a ciegas, sin saber,
movidos como víctimas, ya no puede mantenerse. Es el momento en que el personaje que
representamos en la historia ha de ser trascendido para dar paso a la persona.
Esta toma de conciencia supone, igualmente, que todo absolutismo debe ser trascendido
para dar paso a la democracia, y con el absolutismo, debe ser trascendido igualmente ese
instrumento del poder que es el racionalismo.
La lucha de Zambrano contra el racionalismo tiene lugar en varios niveles, pues esta
exacerbación de la razón no solamente supone la imposición de pautas, a nivel privado,
para la comprensión de la realidad tanto exterior como interior, y la imposición de
pautas, también a nivel privado, para el buen hacer de acuerdo a principios, sino
también a nivel público, más peligrosamente, la imposición de reglas establecidas y
justificadas por principios superiores incuestionables.
El racionalismo, dice Zambrano (11), es expresión de la voluntad de ser. No pretende
descubrir la estructura de la realidad sino que asienta el poder desde una presuposición:
la realidad ha de ser transparente a la razón, ha de ser una e inteligible. Por ello las
religiones de dios único pueden ser fácilmente instrumento del absolutismo, pues sus
principios son principios del racionalismo.
El racionalismo, consecuentemente, como todo absolutismo, de alguna manera mata a la
historia, la detiene, porque realiza la abstracción del tiempo. Situado entre verdades
definitivas, el hombre deja de sentir el paso del tiempo y su constante destrucción, deja
de sentir el tiempo como oposición, como resistencia, deja de saberse en lucha perpetua
contra el tiempo, contra la nada que adviene a su paso. Si toda historia es construcción,
arquitectura, el sueño de la razón, del absolutismo y de las religiones monoteístas es
construir por encima del tiempo. La conciencia, en esa atemporalidad artificial de lo
eterno verdadero, no puede despertar, ya que la conciencia surge al par que la voluntad
personal y esta se crece con la resistencia. Despojado de tiempo, el individuo no siente
angustia, pero tampoco puede despertar de este estado de sueño.
Tiempo y libertad van unidos; "sólo sabiendo movernos en el tiempo podemos ser
efectivamente libres, es decir, saber ejercer nuestra inexorable libertad"(12). Pero
aunque ciertamente no podamos dejar de ser libres ¾ como lo
había demostrado Sartre¾ no es lo mismo, piensa Zambrano, ser
libres aún sin saberlo, que ser libres sabiéndolo o, más aún, ser libres sabiéndolo
ser. El tiempo, por otra parte, puesto que es el medio de la vida humana, es
condición de la libertad, por lo que "sólo sabiéndolos conjugar la vida sería
verdaderamente humana" (13).
El problema fundamental que preocupa a Zambrano está planteado aquí: se trata de
"humanizar la historia y aun la vida personal; lograr que la razón se convierta en
instrumento adecuado para el conocimiento de la realidad, ante todo de esa realidad
inmediata que para el hombre es él mismo" (14). Humanizar la historia: asumir la
propia libertad, y ello mediante el despertar de la conciencia personal, la cual tendrá
que asumir el tiempo, y más aún: los distintos tiempos de la persona. Por ello, el
conocimiento de una tal realidad, la humana, requiere ante todo una concepción del
tiempo, e incluso más: una fenomenología del tiempo en la vida humana(15), y esto es lo
que trató Zambrano de hacer, respondiendo ella misma a su propuesta.
La creación de la persona (16)
Los mismos parámetros con los que define Zambrano la historia social, es aplicado por
ella a la historia personal, y no ha de extrañar, puesto que la historia, la de todos, la
hacen individuos que proyectan a nivel social sus temores, sus angustias, sus ansias, sus
abusos, su ignorancia, sus anhelos. Las deformaciones sociales son la
institucionalización de las deformaciones personales, y las constituciones, el precio que
paga cada cual por atenuar consensualmente su propia angustia vital. Así pues, el
endiosamiento de unos, la enajenación de otros (idolatría y sacrificio), la
instrumentalización de la razón y la estructura temporal son pautas correctamente
aplicables a la Historia ¾ la de todos, la que se construye en
comunidad¾ y a esa otra historia que es el argumento de cada
ser humano, padecida en la Historia y bajo ella.
a) El hombre como ser que padece su trascendencia.
El hombre no es solamente un ser histórico, aquel cuyo tiempo sea el sucesivo, tiempo
de la conciencia aplicado a la realidad como sucesión de acontecimientos. El hombre es
ante todo aquel ser destinado a trascender, a trascenderse a sí mismo padeciendo esta
transcendencia(17), un ser, el hombre, en perpetuo tránsito que no es solamente un pasar
sino un pasar más allá de sí: de aquellos personajes que el sujeto va ensoñando con
respecto a sí mismo. Que el hombre sea un ser trascendente significa que no ha acabado de
hacerse, que ha de irse creando a medida que va viviendo. Y si el nacer es salir de un
sueño inicial(18), el vivir será ir saliendo de otros sueños, sucesivos éstos,
mediante sucesivos despertares.
b) La fenomenología del tiempo.
La estructura de la persona se elabora, como la historia, sobre otra estructura: la
temporal. Pero aunque la historia se conforme de acuerdo con múltiples tiempos, éstos se
incluyen siempre dentro del tiempo propiamente histórico: el sucesivo; la multiplicidad
temporal significa tan sólo la multiplicidad de ritmos, el "tempo" de las
conexiones entre el suceso, su memoria y su proyección. Los tiempos del sujeto suponen
algo más. Esquemáticamente, pueden distinguirse.
a) el tiempo sucesivo o tiempo de la conciencia y de la libertad, medible en sus
tres dimensiones (pasado-presente-futuro);
b) el tiempo de la psique o atemporalidad inicial, tiempo de los sueños, donde
el pensamiento no tiene cabida, ni tampoco la libertad. En esta atemporalidad el sujeto no
decide, no mueve sino que es movido por las circunstancias;
c) el tiempo de creación o estados de lucidez, otro tipo de atemporalidad, pero
a diferencia de la anterior, creadora. El sujeto no se encuentra bajo el tiempo,
como en la atemporalidad de la psique, sino sobre el tiempo. Esta atemporalidad
puede dar origen por un lado a los descubrimientos del arte o del pensamiento, y por otro,
al descubrimiento personal o lo que Zambrano entiende por "creación de la
persona". Estos instantes de lucidez en que el tiempo de la conciencia se suspende
son aquellos en los que se producen los "despertares".
c) La forma sueño.
La fenomenología de la forma sueño secunda el estudio de los tiempos partiendo de la
consideración de que en la vida humana se dan diversos grados de conciencia, y sobre
todo, diversas maneras de estar la conciencia adormecida o subyugada. Vio María Zambrano
la necesidad de proceder a un examen de los sueños no tanto en su contenido ¾ de esto ya se había encargado el psicoanálisis y no siempre con
buena fortuna¾ como en su forma, es decir, en el modo que
tienen estos estados de presentarse. Distinguió así entre dos formas de sueño:
a) los sueños de la psique, que corresponden a la atemporalidad de la psique, y
entre ellos principalmente los sueños de orexis o de deseo, y los sueños de
obstáculo, y
b) los sueños de la persona, también llamados sueños de despertar o sueños
de finalidad, que son los que procuran a la persona la visión necesaria para su
cumplimiento. Cuando surgen durante la vigilia, son denominados sueños reales, y
han de ser descifrados a modo de enigma.
d) la cuestión ética: la acción esencial.
Los sueños de la persona exigen, por parte de ella, una acción, y la única acción
posible, bajo el sueño, es despertar. La acción es distinta por completo de la actividad
por cuanto que se trata de un hacer libre que le corresponde a la persona mientras que la
actividad es el movimiento del personaje, ese continuo activarse que también es propio de
la mente cuando actúa sin control. Se trata de la misma distinción que Zambrano hace
entre transitar y trascender: el movimiento del personaje es un tránsito;
el de la persona es trascendencia, un ir más allá de sí creándose a sí misma. La
acción de la persona es siempre acción esencial: está encaminada al cumplimiento de su
finalidad-destino, lo cual equivale a decir que, en su acción, la persona se cumple como
tal.
La acción proviene siempre de un sujeto, pero de un sujeto que es, ante todo,
voluntad, pues hay otra parte del sujeto, el yo, al que se le atribuye propiamente la
conciencia. esta diferencia es importante a la hora de entender que la conciencia a menudo
se opone a cualquier tipo de despertar. El yo, sabiéndose vulnerable, actúa a modo de
soberano implacable, defendiendo su reino ¾ el de la razón,
el de las leyes y los hábitos¾ erigiendo murallas que le
aíslen del espacio exterior extraconsciente. Al soberano Yo le aterra la idea de ver
tambalearse lo bien establecido; teme más que nada saber que su reino, establecido en un
espacio y un tiempo conocido y al que posee, es como un barco que navega sobre el mar de
la atemporalidad. Pero Zambrano advierte: "si una tal vigilia se cumpliera a la
perfección, el sujeto soberano pasaría su vida en estado de sueño."(19)
Afortunadamente no es así; el soberano es vulnerable, y en las murallas pueden abrirse
brechas que dejen pasar algo de la atemporalidad exterior, algo aún por interpretar, algo
con lo que volver a construir la realidad, otra realidad, algo, sobre todo, que
modificará a la persona puesto que cualquier acción comprensiva va cumpliendo en ella su
destino, que no es otro que, como pensaba Heidegger, "ser comprensivamente".
El método. La razón-poética.
Hemos llegado al final, a un punto de partida. Pues qué otra cosa es un método que un
camino, una vía por la que empezar a caminar. Lo curioso, aquí, es que el descubrimiento
de este camino no es distinto de la propia acción que ha de llevar al cumplimiento de
quien la realiza. Lo propio del hombre es abrir camino, dice Zambrano (20), porque al
hacerlo pone en ejercicio su ser; el propio hombre es camino.
La acción ética por excelencia es abrir camino, y esto significa proporcionar un modo
de visibilidad, pues lo propiamente humano no es tanto ver como dar a ver, establecer el
marco a través del cual la visión ¾ una cierta visión¾ sea posible. Acción ética, pues, al par que conocimiento, pues
al trazar el marco se abre un horizonte, y el horizonte, cuando se despeja, procura un
espacio para la visibilidad.
Puede decirse que el pensamiento de María Zambrano sea una filosofía
"oriental" en el sentido en que utilizaban el término los místicos persas:
como un tipo de conocimiento que se origina al oriente de la Inteligencia, allí donde el
sol o la luz se levanta. Una filosofía por tanto que trata de la visión interior, una
filosofía de la luz de aurora. Y la luz inteligible es, claramente en Zambrano, el albor
de la conciencia, que no siempre ha de ser la de la razón, o no sólo, o no del todo,
pues la razón habrá de estar asistida por el corazón para que esté presente la persona
toda entera. La visión depende, efectivamente de la presencia, y quien ha de estar
presente es el sujeto, conciencia, voluntad unidos.
La razón-poética, el método, se inicia como conocimiento auroral: visión poética,
atención dispuesta a la recepción, a la visión develadora. La atención, la vigilante
atención ya no rechaza lo que viene del espacio exterior, sino que permanece abierta,
simplemente dispuesta. En estado naciente, la razón-poética es aurora, develación de
las formas antes de la palabra.
Después, la razón actuará revelando; la palabra se aplicará en el trazo de los
símbolos y más allá, donde el símbolo pierde su consistencia mundana manteniendo tan
sólo su carácter de vínculo. Entonces es cuando la razón-poética se dará plenamente,
como acción metafórica, esencialmente creadora de realidades y ante todo de la realidad
primera: la de la propia persona que actúa trascendiéndose, perdiéndose a sí misma y
ganando el ser en la devolución de sus personajes.
Razón, pues, pero razón sintética que no se inmoviliza en análisis y deducciones
arborescentes; razón que adquiere su peso, su medida y su justificación (su justicia: su
equilibrio) en su actividad, siguiendo el ritmo del latir, la propia pulsión interior.
Este tipo de razón, a la que Zambrano no ha dudado en llamar "método" no
aspira a establecer ningún sistema cerrado. Aspira ¾ y es
ésta una aspiración que proviene del alma o aliento de vida¾
a abrir un lugar que se ensanche como un claro en medio del bosque, ese bosque en que
consiste el espíritu-cuerpo de aquel que se cumple en/con el método.
La razón-poética, esencialmente metafórica, se acerca sin apenas forzar el paso, al
lugar donde la visión no está in-formada aún por conceptos o por juicios.
Rítmicamente, la acción metafórica traza una red comprensiva que será el ámbito donde
la razón construya poéticamente. La realidad habrá de presentarse entonces
reticularmente, pues éste es el único orden posible para una razón que pretende la
máxima amplitud y la mínima violencia.
Notas
1. Guénon calificaba a Jung poco menos que de "satánico". Habla de
"peligrosa subversión" con respecto al concepto junguiano de inconsciente
colectivo, y le reprocha haber malinterpretado la Tradición rebajando lo divino al nivel
de lo humano. Jung no pretendía otra cosa, desde mi punto de vista, que creo compartir
con Zambrano, que elevar al hombre a su propio corazón.
2. Cf. A.Huxley; Filosofía perenne, Barcelona, Edhasa, 1977.
3. H. Corbin; Histoire de la Philosophie Islamique , Paris, Gallimard, 1986.
4. Ref. en H. Corbin, op. cit.
5. Cf. Ch. Maillard, La creación por la metáfora, Anthropos, Barcelona, 1991, 155
y ss.
6. M.Zambrano; El hombre y lo divino, México, Fondo de Cultura Económica,1973,
31.
7. id., 60.
8. M.Zambrano; Persona y democracia, Barcelona, Anthropos, 1988, p. 17.
9. Ibid.,42.
10. Ibid.
11. Ibid., 87.
12. Ibid., 90.
13. Ibid.
14. Ibid.
15. Ibid.
16. Para las cuestiones relacionadas con este tema , así como el de la razón-poética,
ver Ch.Maillard, op. cit.
17. M. Zambrano; El sueño creador, Madrid, Turner,1986, 53.
18. Cf. M. Zambrano; El sueño creador, op.cit.,43 y Los sueños y el tiempo ,
Madrid, Siruela, 1992
19. M. Zambrano, El sueño creador, op. cit. ,44.
20. M. Zambrano, Persona y democracia, op. cit., 31.
El presente ensayo es parte de un trabajo que fue publicado por la editorial Anthropos,
integrado en el V volumen de Breve historia feminista de la literatura
española. (Myriam Díaz-Diocaretz, Iris M. Zavala, coords. Introducción de
Rosa Rossi), en el capítulo denominado "Las mujeres en la filosofía
española", elaborado por Ch. Maillard.
Chantal Maillard
Universidad de Málaga
Junio de 1998
© José Luis Gómez-Martínez
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correspondan.