Retórica / características del ensayo

 

Teoría del Ensayo

 

Entre dos formas de expresión, cualesquiera
que éstas sean, puede siempre trazarse una
línea que una los dos puntos extremos que representan
sus características esenciales; el punto medio resultante
(y por proyección cualquier otro) tendrá
forzosamente que definirse en función de los dos extremos.

20. EL ENSAYO Y LAS FORMAS DE EXPRESION AFINES
 

Uno de los métodos más simples, y sin duda efectivo, de poner a prueba las características del ensayo aquí estudiadas, es la comparación sistemática de éste con las otras formas de expresión afines. Claro que una obra literaria no es más o menos creación artística porque sea novela o ensayo, por ejemplo, o porque no pueda definirse por poseer características de ambos géneros, pero el hecho de reconocerlo así hace que nos aproximemos a la obra sin prejuicios que nos impidan su verdadera comprensión. Consideremos un caso concreto en las letras españolas: La Celestina o Tragicomedia de Calisto y Melibea. Si guiados por su forma aparentemente dramática la supusiéramos escrita para ser representada ante un público, prestaríamos demasiada atención a supuestos defectos, como podría ser, entre otros, la dificultad escenográfica. Considerada como novela parecerían innecesarias ciertas técnicas teatrales que en ella se encuentran. En ambos casos, la aplicación de una idea superficial preconcebida, imposibilitaría de gran modo la verdadera comprensión de la obra. Ahora bien, si la aproximación a La Celestina se hace desde el conocimiento de los elementos esenciales de la novela y de la obra dramática, ésta adquirirá su verdadera dimensión.

Entre dos formas de expresión, cualesquiera que éstas sean, puede siempre trazarse una línea que una los dos puntos extremos que representan sus características esenciales; el punto medio resultante (y por proyección cualquier otro) tendrá forzosamente que definirse en función de los dos extremos. Tal es la situación, más o menos límite, que siempre encontramos en el análisis de una obra literaria. Volvamos a nuestro caso y supongamos una línea horizontal (fig. I) en cuyos extremos "A" y "B" localizaremos las características consideradas como esenciales de la novela y de la obra dramática. Supongamos ahora que La Celestina se encuentra en un lugar intermedio "C".

(La Celestina)
C
punto
(novela) Apunto —————————————— punto B (drama)


(fig. I)

Es obvio que entre "A" y "B" no existe en ningún momento un punto de división, que nos fuerce a decir aquí salgo de "A" (o sea, de lo que consideramos ser novela), y aquí penetro en "B" (es decir, en el campo del género dramático); únicamente contamos con una proyección que al alejarse de "A" se le van atenuando los rasgos novelísticos, y que del mismo modo, al acercarse a "B" aumentan también las características dramáticas. Por otra parte, las características esenciales que atribuimos a un determinado género literario (o cualquier otra forma de expresión), son siempre teóricas y representan esos puntos extremos "A" y "B". La realidad de la obra artística es muy diferente y su lugar es invariablemente uno de los múltiples puntos intermedios.

Partiendo, pues, del principio básico de que las características genéricas son únicamente conceptos teóricos, aunque necesarios, y de que no existe una marcada línea divisoria entre las distintas formas de expresión, podemos, ahora, señalar con más precisión el lugar ideal que concedemos a las características atribuidas al ensayo. Supongamos, para mejor proceder a su estudio, un sistema de coordenadas (fig. II) cuyo punto "A" sería el extremo subjetivo; el punto "B" correspondería, entonces, al objetivo; en el extremo "C" colocaríamos la preocupación estética, la forma, y en su opuesto, punto "D", tendríamos el fin didáctico o preocupación por el contenido.

fig. 2

(fig. II)

Conforme a tal diagrama colocaríamos el ensayo en el punto "E", o sea, en el cruce de ambas líneas; con ello haríamos referencia al equilibrio que en un ensayo prototípico habría entre la preocupación por la forma y por el contenido (es decir, que ninguno de ellos se sacrifique a causa del otro), o el equilibrio deseable entre lo subjetivo y lo objetivo. Quizás podemos hacer comprensible el diagrama si incluimos otras dos formas de expresión comúnmente tenidas por opuestas: el poema lírico, punto "G", y el tratado (uno sobre álgebra, por ejemplo), localizado en el punto "F". Demos, ahora, posiciones en el diagrama (un poco arbitrarias por tratar de caracterizar toda una obra) a cuatro ensayistas modernos, y tendremos una indicación de la amplitud del radio de acción en que los ensayos pueden proyectarse. Los ensayistas que vamos a considerar son Unamuno, Alfonso Reyes, Azorín y Mariátegui. Los cuatro parecen alejarse del centro ideal donde colocamos el género ensayístico, y, sin embargo, sus ensayos han sido utilizados como modelo repetidas veces a lo largo de este estudio. En Unamuno el elemento subjetivo se presenta con gran fuerza, al mismo tiempo que parece existir un equilibrio entre la forma y el fondo; por ello lo hemos colocado en la posición intermedia "U". A Alfonso Reyes se le podría situar en un lugar opuesto a Unamuno; ciertamente, el tinte subjetivo disminuye en gran medida, pero se mantiene la preocupación estética; su punto en nuestro diagrama podría estar en "R". Azorín parece mantener un equilibrio entre los extremos subjetivo-objetivo, pero su preocupación por la forma es más notoria y a ella sacrifica, en más o menos cuantía, el contenido; se le podría localizar en el punto "Z". Mariátegui, en los conceptos aquí considerados, se sitúa en dirección opuesta a Azorín, su preocupación se inclina hacia el contenido; por ello le podríamos situar en el punto "M".

Esta clasificación que acabamos de exponer, y en realidad todo el diagrama, como generalización, tiene que pecar necesariamente de arbitraria. Su valor, sin embargo, no reside en lo correcto o erróneo de uno de sus aspectos concretos, sino en la comprensión del ensayo que nos proporciona con relación a las cuatro preocupaciones básicas en el quehacer ensayístico que forman los extremos de nuestras coordenadas. Cuando a continuación procedamos a comparar el ensayo con otras formas de expresión, deberemos también tener presente el lugar ideal que el ensayo ocupa en nuestro diagrama, y al mismo tiempo imaginar una línea (al igual que lo hicimos en el caso de La Celestina con la novela y el drama) que una el ensayo con la forma afín con que se compara.

 

El ensayo y la novela

En una primera impresión nos parecería superfluo el tratar de comparar, para establecer diferencias o al menos una gradación, la novela con el ensayo; sobre todo si al hacerlo pensáramos en las novelas de Pérez Galdós y en los ensayos de Ortega y Gasset. En efecto, parece que, en el mundo teórico al menos, las diferencias entre ensayo y novela son lo suficientemente marcadas, como para que su clasificación en uno u otro género no dé lugar a dudas. En la realidad de las creaciones literarias, sin embargo, la situación es mucho más compleja. Así, mientras Peter Earle y Robert Mead en su Historia del ensayo hispanoamericano, consideran Historia de una pasión argentina como "el ensayo más importante" de Mallea, la Editorial Espasa-Calpe, al publicarlo, clasifica a la obra de novela; por el contrario incluye Amor y pedagogía, de Unamuno, entre los ensayos y obras filosóficas, en tanto que Eugenio de Nora, aun reconociendo su carácter ensayístico, la estudia como novela. Lo que sucede es que ambas obras pueden ser consideradas, según el punto de vista con que se aproxime el clasificador, como novelas o como ensayos. Pero antes de continuar desarrollando este aspecto, hagamos uso del método de aproximación indicado al comienzo de esta sección. Tracemos una línea (fig. III) en uno de cuyos extremos, "A", colocaremos la "meditación", "la idea"; en el extremo opuesto, "B", "la narración", "la fábula". En el punto "A" se situaría el concepto teórico de ensayo, y en el "B" el de novela (dejemos claro que estas consideraciones son tan solo una generalización que nos ayudará en el momento de localizar las obras literarias individuales. De ningún modo se pretende insinuar, por ejemplo, que pueda haber una novela sin ideas).

ensayo                                                novela

(meditación) A  punto ————————————— punto  B (narración)
   (idea)                                                                                    (fábula)

(fig. III)

De acuerdo con esta interpretación, según el punto "B" se vaya desplazando hacia "A", la narración y la fábula irán perdiendo vigor, mientras que paulatinamente se concederá creciente énfasis a la meditación y a las ideas, y la novela, por lo tanto, se irá convirtiendo poco a poco en ensayo; el "yo" del narrador igualmente seguirá un proceso de identificación con el "yo" del autor.

Considerada de este modo la proyección de novela a ensayo, dejan de tener sentido las polémicas sobre si una obra pertenece a uno u otro género literario. En realidad, serán muy pocos los casos que puedan situarse en los extremos "A" y "B"; Los ensayistas, aun los más puros, intercalan frecuentes anécdotas en sus ensayos, del mismo modo que en la lectura de las novelas hay que tener presente la posición ideológica que el autor desarrolla. Además, una obra puede ser apreciada de diferente modo con el paso del tiempo; por ejemplo, El criticón, de Gracián, poco a poco ha ido perdiendo para el lector moderno el valor ideológico que pudo haber tenido para sus contemporáneos, al mismo tiempo que se da más énfasis a la anécdota y su contenido alegórico. Un caso opuesto nos encontramos en Civilización y barbarie, de Sarmiento, en cuya obra el lector moderno da más énfasis al contenido ideológico. En fin, en la novelística actual iberoamericana, sobre todo, se están experimentando nuevos métodos de fundir lo novelístico y lo ensayístico en una misma obra; no al modo de Gracián o de Sarmiento, que situaban su creación literaria en un punto intermedio entre los extremos ensayo y novela, sino pretendiendo trasladar la reflexión al dominio de la forma. Por ello, las novelas más recientes desorientan e irritan al lector, que todavía se resiste a aceptar tales transposiciones. El experimento es arriesgado, pues pretende crear nada menos que una nueva forma de arte en la novela, a pesar de que para ello cuente ya con los modelos de las artes plásticas.

Ejemplifiquemos esta situación considerando por un momento Terra nostra (1975), de Carlos Fuentes, quizás la obra más pretenciosa de la nueva narrativa iberoamericana. Fuentes lleva a un extremo las posibilidades de la forma, siempre con un consciente intento de perfección estética, pero a esta forma une un profundo contenido ensayístico. En la tradición literaria, como vimos, cuando lo novelesco aumentaba, disminuía lo ensayístico; si se daba énfasis a la forma, se sacrificaba para ello el contenido. Fuentes pretende unir ambos extremos en una unidad artística. Ahora bien, la comprensión de la idea y la proyección reflexiva de la misma exige un esfuerzo, que si no es opuesto, sí es diferente al que demanda la contemplación de la belleza. Esto no es nada nuevo en el arte, pensemos en el Guernica, de Picasso. Lo que sí es nuevo es el modo de presentación. Un cuadro o una escultura exigen poco espacio y la mente puede recrearse en el sincretismo de la obra, examinando y volviendo a examinar cada uno de sus aspectos, de modo que la comprensión intelectual aumenta cada vez más el placer estético. No es que ambos placeres sean simultáneos, sino que más bien forman una espiral donde uno proyecta al otro a niveles cada vez más altos. La obra literaria, sin embargo, no se nos puede presentar simultáneamente como una totalidad que nos permita contemplar de nuevo la creación artística en cada vuelta de la espiral, según nos proyectamos a planos de comprensión y de placer estético más elevados. El texto escrito, aun cuando en él desaparezca el tiempo cronológico, es necesariamente lineal, y el efecto totalizador del cuadro sólo se puede conseguir mediante la constante superposición de planos, como en un continuo nuevo replanteamiento. Así lo hace Carlos Fuentes en Terra nostra, y el efecto es muy semejante al de esa visión simultánea y totalizadora de que antes hablábamos; sin embargo, para dar cuerpo a su mensaje precisa Fuentes de 783 páginas de texto. De aquí su dificultad, ¿Cuántas horas de concentración requiere su lectura? Y esa continua y necesaria repetición, cuya frecuencia no responde a las necesidades particulares de cada lector, sino que es impuesta por el autor mismo, ¿no disminuirá poco a poco el placer estético hasta hacerlo desaparecer?

Estos experimentos, llevados a cabo en nuestra lengua por la nueva narrativa iberoamericana, y todavía muy lejos de conseguir la perfección que persiguen, sirven para reafirmar, en lo esencial, la validez de la proyección que representamos en la fig. III, ya que fuera de tales intentos, la narración y la fábula todavía se encuentran en relación inversamente proporcional a la meditación y la idea, en cuanto participación reflexiva del lector.

El ensayo y la carta

Aunque todos los géneros han variado con el paso de los siglos, según se iban modificando las circunstancias que hacían posible su existencia, el género epistolar merece, en este aspecto, especial atención. En un principio, mucho antes de que apareciera el término "ensayo", el concepto que ahora representa se identificaba, de modo más o menos limitado si se quiere, con el propósito explícito de las epístolas. Recordemos las palabras de Francis Bacon al comentar el término ensayo creado por su contemporáneo Montaigne: "La palabra es nueva, pero el contenido es antiguo. Pues las mismas Epístolas a Lucilo, de Séneca, si uno se fija bien, no son nada más que 'ensayos', es decir, meditaciones dispersas reunidas en forma de epístolas" (XI: 340). Aunque se podría discutir sobre lo apropiado o no de tal afirmación, y sobre los motivos que le llevaron a Bacon a formularla, lo que sí es indudable, es que las Epístolas de Séneca poseen abundantes rasgos ensayísticos.

Las circunstancias externas fueron poco a poco limitando la necesidad de las epístolas (nos referimos, por supuesto, a la modalidad de carta literaria), hasta hacerlas desaparecer en nuestra época.10 Primero fue la imprenta, luego la aparición de los periódicos y mejoramiento de los medios de comunicación, y finalmente, la desaparición del "ocio clásico" que ya Rodó añoraba; lo que en la antigüedad era tan popular y en el siglo XVIII sirvió para proporcionar un supuesto distanciamiento y objetividad, se vio paulatinamente relegado a las "cartas al editor" en el siglo XIX y principios del XX, para terminar perdiendo, incluso aquí, su carácter reflexivo y convertirse por necesidades de espacio y tiempo en meras notas informativas o, a lo más, de protesta. Pero, no obstante ser las epístolas una forma literaria que en la realidad práctica desaparece con nuestro siglo, el elevado número de creaciones, de reconocido valor literario, que se recogen bajo el título de epístolas o cartas, y su uso frecuente para presentar al público colecciones de ensayos, requiere que se medite sobre las características peculiares de ambas formas, para poder así establecer los elementos esenciales que las diferencian.

El ensayo y la carta difieren, ante todo, en el lector a quien se dirigen (en este intento de determinar la forma epistolar en su relación con el ensayo no nos referimos, al hacer uso del término "epístola" o "carta", a todas aquellas obras que lo llevan en su título; con él se representa aquí únicamente el ideal teórico de lo que llamamos forma epistolar). Así, pues, la carta se dirige a un solo lector, cuyas reacciones y sentimientos generalmente nos son bien conocidos; el ensayo se destina a una generalidad de personas, cuya formación, opiniones, necesidades, etc., varían enormemente. Este aspecto, que podríamos denominar básico al establecer diferencias, unido al propósito final (una obra literaria en el ensayo, comunicación en la carta) que motiva uno y otro escrito, son las fuentes de todas las demás diferencias. En efecto, mientras en la carta abundan detalles particulares íntimos, el ensayo prefiere eliminarlos. En la carta domina, por tanto, lo concreto; en el ensayo lo abstracto. Como el escritor de cartas tiene presente en todo momento al lector y éste es un individuo concreto, el valor de su contenido es también más particular; el ensayo, por otra parte, se esfuerza por eliminar toda particularidad y proyecta un valor universal. La carta posee, ante todo, un valor informativo, cuyo interés caduca con el tiempo; el ensayo reflexiona también sobre lo actual, pero aportando a sus reflexiones el pasado y proyectándolas hacia el futuro, por lo que se libra de la tiranía del tiempo. La carta, en fin, se escribe en un estilo ocasional, sin preocupación estética; el ensayo, como creación literaria, posee ante todo voluntad de estilo.

Estas posiciones, así contrastadas, representan, por supuesto, únicamente los extremos "A" y "B" (fig. IV) de la línea proyección ensayo-carta. Basándonos en ellas, sin embargo, se hace obvio, por ejemplo, que las Epístolas a Lucilio, de Séneca, se encuentran mucho más próximas del punto "A" que del B", a pesar de su título.

(ensayo) A punto ————————————— punto B (carta)

(fig. IV)

En las letras españolas, además de las Epístolas familiares, de Guevara, muchas de las cuales son verdaderos ensayos, y todas ellas ejercicios literarios, poseemos en el siglo XVIII un ejemplo notable de ensayos presentados al público bajo la forma externa de epístolas. Me refiero a las Cartas marruecas de Cadalso. Su posición en la línea "A-B" ha de situarse muy próxima al punto "A". No obstante, el mero hecho de presentarse en forma de cartas, confiere a los escritos ciertas características epistolares que limitan su efectividad como ensayos. En efecto, en las Cartas marruecas, precisamente por su forma, muchas de ellas precisan de un marco, al cual en ocasiones se subordina el propio contenido. Al mismo tiempo, al dirigirse éstas a personajes determinados, se limitan notablemente en el alcance de sus reflexiones. En resumen, un análisis de las Cartas marruecas, por ejemplo, sólo tendrá sentido si se efectúa consciente de su situación intermedia en nuestra línea imaginaria "A-B"; y su estudio habrá de hacerse tanto en función de los aspectos esenciales del ensayo como de la carta.

El ensayo y la autobiografía, la confesión, el diario

Con frecuencia se han considerado los ensayos como una especie de autobiografía; yo mismo a lo largo de este estudio he insistido repetidas veces en su elemento subjetivo y carácter confesional, e incluso una de las secciones lleva el subtítulo de "El ensayo como confesión". En todos estos casos, sin embargo, el término confesión hacía sólo referencia a la dimensión personal que hay en el ensayo. La simple lectura de autobiografías o confesiones, incluso aquellas de San Agustín, Santa Teresa o Rousseau, por ejemplo, que poseen indudable valor literario y frecuentes rasgos ensayísticos, pone de relieve las diferencias básicas entre dichas formas literarias y el ensayo. Tanto en la autobiografía como en la confesión domina la forma narrativa, y a veces con la misma complejidad y acumulación de recursos estilísticos que en las mejores novelas. Más significativo todavía, por su semejanza en esto al ensayo, es el modo como se introducen los elementos personales. El ensayo en este aspecto es fragmentario; lo personal sólo interesa en su relación con lo actual y únicamente en cuanto sirve para dar mayor luz a las reflexiones que se proyectan. En la autobiografía como en la confesión se procede de un modo sistemático a la presentación y desarrollo de la persona, que es aquí esencial, mientras que en el ensayo es marginal. Por ello se sigue en ellas un orden cronológico, a la vez que en el ensayo las notas personales aparecen sin método fijo ni propósitos de continuidad. Se puede decir a este particular que mientras la forma del ensayo posee un carácter circular, aquélla de la autobiografía y confesión lo es lineal. En ellas, en fin, se trata de resumir toda una vida a través de ciertos sucesos considerados como importantes, por lo que el tiempo verbal que domina es el pretérito; en el ensayo, por el contrario, es el presente el que da carácter, y, lejos de ser el resumen de un pasado personal, es el "yo" en su continuo llegar a ser el que preocupa y sobre el que medita el ensayista.

El diario, dentro de su unidad de tiempo más limitada, posee, en su relación con el ensayo, las mismas peculiaridades mencionadas a propósito de la autobiografía y de la confesión. A pesar de ello, su inmediatez le acerca mucho más al ensayo, y las frecuentes meditaciones que sugieren los sucesos escritos, cuya impresión todavía incita a reflexionar, constituyen rasgos ensayísticos.

El ensayo y la prosa didáctica

En aquellos estudios breves sobre el ensayo en los que se le trata de definir en términos generales, son frecuentes las expresiones que hacen referencia a la didáctica, como la siguiente de Gómez de Baquero: "El ensayo es la didáctica hecha literatura" (140-141). Yo mismo he indicado en otro lugar que "el ensayo es un escrito en prosa lindante con la didáctica y la poesía" (314). Tales afirmaciones sólo tienen sentido dentro de contenidos generales que pretenden caracterizar al ensayo mediante una amalgama de conceptos, quizás inapropiados si se analizan, pero que sirven para proporcionar una visión impresionista del género, la única posible en tales estudios breves. El término "didáctica" en las afirmaciones anteriores se usa sólo en función del contenido. Ahora, sin embargo, más que este aspecto, que es el que precisamente motiva la confusión entre el ensayo y la obra didáctica, debemos tomar en cuenta los propósitos y el modo como en ambos casos se manifiesta dicho contenido.

El propósito de la didáctica es simplemente el de enseñar, transmitir información; por ello el autor se presenta como autoridad indiscutible sobre el tema tratado, y desde el principio se coloca en un nivel de superioridad con respecto al lector. En el ensayo, por el contrario, la función del contenido es únicamente la de sugerir, incitar a la reflexión; el ensayista, por ello, sólo adelanta opiniones y se nos presenta como nuestro igual, como un miembro más a tomar parte en el diálogo que desea establecer. En la obra didáctica la información se introduce como cierta y se entrega al lector para que sea aceptada en su totalidad; se pretende una comunicación depositaria. El ensayista, sin embargo, adelanta sus tesis como algo probable y digno de ser meditado, pero su propósito, como se indicó, no es tanto el de convencer como el de sugerir, se busca una comunicación humanística. La didáctica, como obra científica, posee una rigurosa estructura sistemática; en el ensayo, como obra literaria, la ordenación es estética. La didáctica, en fin, tiende a una objetividad absoluta, y la forma en todo momento se subordina al contenido, por lo que su valor depende de la claridad y efectividad con que se presenta la información. El ensayo es ante todo una obra de arte, donde el subjetivismo en la selección e interpretación de las ideas es algo esencial; su valor dependerá de la perfección artística que se consiga en la exposición y, en función de su contenido, de las sugerencias que sea capaz de suscitar.

El ensayo y el tratado

Todo lo dicho anteriormente al comparar el ensayo con el concepto amplio de prosa didáctica, nos sirve, naturalmente, para caracterizar el tratado, que, en sí, no es más que una de las manifestaciones de la didáctica. Peculiar del tratado, y en ello diametralmente opuesto al ensayo, es el intento de ser un estudio completo sobre el tema que versa, por lo que se presenta como un todo en el que se exponen unas ideas ya pensadas, y entregadas a modo de resultado; mientras que el ensayista, reconociendo que en lo absoluto no hay nada completo, presenta únicamente una faceta, procura una cala, desarrolla un pensamiento; y se manifiesta en un continuo hacerse, que lleva implícito las contradicciones mismas presentes en la vida. Morón Arroyo nos dice a este propósito, refiriéndose al tratado filosófico, pero cuya peculiaridad es propia del tratado mismo: "Toda filosofía es, en primer lugar, un trabajo de la mente; pues bien, si aíslo el producto, y lo expongo separado de la mente que lo piensa, haré categoría; si lo expreso con la vivacidad de lo que está naciendo como un producto viviente, será ensayo" (48). Este aislar el "producto de la mente", que señala Morón Arroyo, es el proceso que sigue el escritor de tratados, por lo que la personalidad del autor, el elemento subjetivo, se reprime hasta el anonimato, y es el tema el que da carácter a la obra. En el ensayo, como hemos indicado repetidas veces, es la personalidad del autor la que domina y a la que incluso se subordinan los temas. El tratado se dirige al especialista y su verdad, con la que pretende enseñar, es científica; el ensayista, por su parte, se orienta al lector general, a quien sólo le exige que se acerque a su lectura con curiosidad intelectual; sus verdades son estéticas y crean interpretaciones que únicamente se proponen formar. El tratado, en fin, es monólogo cerrado, sistemático, que persigue un fin preestablecido, que, a su vez, le fuerza a seguir estrictamente el tema en cuestión. El ensayo es un diálogo, y, por lo tanto, abierto, y tan asistemático como la vida o el pensar mismo.

El ensayo y el artículo de crítica

El artículo de crítica, común a todas las ramas del saber humano, es producto de la creciente especialización de nuestra época, aunque sus antecedentes se remonten al siglo XVIII. Se asemeja al ensayo ante todo en su extensión y también en el no pretender ser exhaustivo, en el representar únicamente una cala entre las muchas posibles. Sus características esenciales, sin embargo, son aquellas estudiadas bajo la prosa didáctica y el tratado. El artículo crítico es, por así decirlo, el primer eslabón en la proyección artículo-monografía-tratado, y se destina, como éstos, al lector especializado, único preparado para la comprensión del vocabulario técnico que en ellos se emplea y desarrolla.

      ensayo                                      artículo de crítica

A punto ————————————— punto B

(fig. V)

En nuestra comparación con el ensayo nos ayudará imaginar de nuevo una línea (fig. V), en cuyos extremos situaremos el ensayo, "A", y el artículo de crítica, "B". En el punto "A" se hallarán todas aquellas características que en teoría concedimos al ensayo ideal, en su opuesto, "B", aquellas otras que asignamos a la prosa didáctica y, dentro de sus limitaciones, al tratado. Si ahora nos ceñimos al campo literario, será fácil observar que muchos de los artículos que escribió Larra, por ejemplo, en torno a temas literarios, en realidad están muy próximos al punto "A". Según avanza el siglo XIX y XX tales artículos se van haciendo cada vez más especializados: léase a Montalvo, Valera, Clarín, Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Mario Benedetti, etc., y se descubrirá como poco a poco sus escritos se dirigen a un grupo de lectores cada vez más reducido y selecto en su formación literaria y filosófica. En las últimas décadas, incluso en aquellos artículos de crítica que versan sobre filosofía, literatura, historia, etc., donde la materia misma incita a la aproximación ensayística, domina, sin embargo, la despersonalización en nombre de un supuesto objetivismo que intenta aplicar un método científico en la explicación y comprensión de las ciencias del espíritu. A pesar de ello, el artículo sigue todavía hoy dando cabida a los más variados matices, por lo que el lugar que ocupa en la línea-proyección "ensayo-artículo de crítica", puede ser cualquiera de sus puntos intermedios, según se dé más o menos énfasis a la expresión artística, según se introduzca o elimine la posición subjetivista del autor, según, en fin, se persiga una comunicación depositaria o humanística, es decir, según se acerque a la didáctica o al ensayo.

 

El ensayo y el artículo costumbrista

En una cala más profunda, para proyectar el método aquí seguido a la luz de textos concretos, vamos a desglosar el denominado "artículo costumbrista" desde la perspectiva del ensayo.

Es sin duda arbitrario, a pesar de su aparente aceptación, el considerar como artículos de costumbres —donde lo de "costumbres" pretende significar algo genérico— escritos tan dispares en su contenido y estructura como "La nochebuena de 1836", de Larra, "Las tres tazas", de Vergara y Vergara, "El retrato", de Mesonero, o "Pulpete y Balbeja", de Estébanez Calderón. También resulta caprichoso el pretender excusar tan obvias discrepancias acusando a unos o a otros escritores de no comprender aquello sobre lo que escribían. Así nos dice José F. Montesinos refiriéndose a Mesonero: "Hacer este costumbrismo moralizante era en realidad trocar los frenos, era olvidarse del primitivo propósito, que no fue predicar la sobriedad, la mesura o la diligencia, sino estudiar el estado moral y los resortes morales de la sociedad presente. Con lo que se comprueba que el costumbrismo 'moral' de Mesonero deja de ser costumbrismo, y será lo que se quiera, homilía, disertación ética o especulación sociológica" (63).

La variedad de escritos clasificados como costumbristas por sus mismos autores o por la crítica literaria posterior es enorme; sólo mediante el cotejo de éstos con los distintos géneros literarios se podrá llegar a la determinación de ciertas características que puedan ser consideradas como esenciales al costumbrismo. Unicamente así se podrá trazar la tenue línea que separa, por ejemplo, el cuento costumbrista del artículo de costumbres, y que nos permita clasificar a "Pulpete y Balbeja" como cuento, y determinar que La familia de Alvareda es, en efecto, como la misma Fernán Caballero la denomina, una "novela de costumbres populares". Pero limitémonos ahora a establecer las diferencias entre el ensayo —sobre todo el ensayo costumbrista— y el artículo de costumbres. Correa Calderón en su excelente introducción a Costumbristas españoles, y bajo el título de "Análisis del cuadro de costumbres", le atribuye las siguientes características:

  • 1.- Suele iniciarse el artículo de costumbres con un título expresivo, que anuncia el tipo, el uso o el lugar descrito y resume en cierto modo el contenido. (LXXI)
  • 2.- Sigue al título de los artículos de costumbres el imprescindible lema, que suele ser una sentencia, un refrán, una frase o unos versos. (LXXI)
  • 3.- La extensión del cuadro de costumbres suele limitarse al patrón establecido para el artículo de revista o periódico [...] Cuando los autores se salían de tal medida, el cuadro de costumbres solía dividirse en partes, que indican claramente haber sido publicados en números sucesivos. (LXXIII)
  • 4.- Su mayor gracia radica precisamente en su propia brevedad esencial, que obliga a condensar en tan breve desarrollo un tema trascendente [...] en el que nada sobre ni falte. (LXIII)

Sin necesidad de someter tales características a un profundo análisis, se desprende que varias de ellas son igualmente comunes al cuento, sobre todo al cuento del siglo XIX, y que probablemente todas servirían para caracterizar el género ensayístico. En la última de ellas, Correa Calderón parece indicar que en el artículo de costumbres se desarrolla un "tema trascendental". Posición tanto más extraña cuando había de señalar más adelante que el costumbrismo es "una especie de literatura menor, de corto vuelo, a la que faltan alas para elevarse de lo corriente y moliente, de lo diario y habitual" (LXXVII). Por otra parte sería difícil encontrar lo "trascendente" en los cuadros costumbristas de El día de fiesta, de Zabaleta; y ya en el siglo XIX en "La feria de Mayrena", de Estébanez Calderón; en "El martes de carnaval y el miércoles de ceniza", de Mesonero Romanos; en "Entre usted que se moja", del colombiano José David Guarín; o en "Empeños y desempeños", de Larra. Y, sin embargo, ¿no podría decirse que ellos constituyen los prototipos del costumbrismo?

Dejemos ahora de un lado las numerosas y contradictorias posiciones de la crítica, para buscar en los mismos escritores llamados "costumbristas" los principios filosóficos que sirvieron de orientación a la mayoría de sus escritos. Mesonero Romanos se propone "escribir para todos en estilo llano, sin afectación ni desaliño; pintar las más veces; razonar pocas".11 Hay aquí dos afirmaciones de especial interés para nuestro propósito: 1) Va a pintar, y en Mesonero el término "pintar" significa copiar sin rasgos que particularicen; y 2) evitará el razonar; lo que de ningún modo significa que sus escritos carezcan de ideas o que escriba sin propósito definido. Hace con ello sólo referencia a su intento de evitar las reflexiones filosóficas.

Larra, por el contrario, desea "una literatura hija de la experiencia y de la historia, y faro, por tanto, del porvenir, estudiosa, analizadora, filosófica, profunda, pensándolo todo, diciéndolo todo en prosa, en verso, al alcance de la multitud ignorante aún" (983). Piénsese ahora en Alfonso Reyes o en Ortega y Gasset, por ejemplo, y nos daremos cuenta de que difícilmente se pueden reunir en tan breve espacio más rasgos distintivos del ensayo. Y si Larra piensa así, no es extraño que luego nos diga al hablar de Mesonero: "Esta es la única tacha que podemos encontrarle: retrata más que pinta" (994).

De las anteriores citas se desprende una diferencia básica en la concepción de lo entonces llamado artículo de costumbres: Larra da énfasis a la meditación en busca de lo trascendental; Mesonero prefiere el colorido realista de la cámara fotográfica. Estas diferencias no pretenden señalar categorías de valores, sino simplemente establecer principios filosóficos que después darían lugar a toda una gama de matices dentro de la obra de un mismo escritor, que abarcaría, por ejemplo en Larra, desde lo propiamente costumbrista, así en "Empeños y desempeños", a lo decididamente ensayístico como en "La nochebuena de 1836".

No es siempre sencillo el poder determinar la posible línea divisoria entre el artículo de costumbres y el ensayo costumbrista. Pero si podemos señalar características peculiares del uno y del otro, que, tomadas en conjunto, nos hagan ver las diferencias entre ambas expresiones literarias: en el artículo de costumbres se retrata sobre todo el mundo físico, mientras que en el ensayo costumbrista se une a ello la razón y significado de su ser. El artículo de costumbres prefiere lo particular a lo general; lo local a lo universal. El ensayo costumbrista proyecta lo primero en lo segundo. Mientras el escritor costumbrista trata de distanciarse para retratar más objetivamente la realidad externa, el ensayista proyecta ésta sólo a través de su subjetivismo personal. Es cierto que lo actual es el objeto tanto del ensayista como del escritor de costumbres; pero mientras éste sólo pretende reflejar la vida cotidiana, sin "razonar" como diría Mesonero, el ensayista separa lo actual de lo temporal, elimina lo que hay de caduco, y eleva su reflexión a un plano trascendental. Así, mientras el escritor de artículos de costumbres se entrega a la descripción minuciosa de cosas efímeras —pensemos en El día de fiesta de Zabaleta—, el ensayista omite/supera los detalles que unen su escrito a una realidad temporal necesariamente caduca.

Pero procedamos en nuestro análisis de un modo más sistemático; para ello hagamos uso de un diagrama en la forma de un triángulo "EAC", (fig. VI), cuya totalidad representará lo que comúnmente llamamos "costumbrismo", y en cuyos vértices colocaremos las características peculiares del ensayo, del artículo y del cuento. En el extremo "E" que hemos asignado al ensayo, colocaremos "la meditación", "la idea", "lo universal", "el propósito de trascender". En el punto "C", en el que situamos el cuento, dominará "la narración", "la fábula". Tanto el punto "E" como el "C" representan extremos en la gama de posibilidades de la obra literaria.

En el caso concreto del "costumbrismo del siglo XIX" —me refiero a lo que comúnmente se clasifica de literatura costumbrista—, podríamos ejemplificar lo anotado colocando en el extremo "E" "La nochebuena de 1836", de Larra. En efecto, aquí sólo hay una referencia que une el escrito a una época concreta: el título. Lo demás es una reflexión que escapa a cualquier limitación en el tiempo o en el espacio. Incluso "Fígaro" se convierte en el "yo" del lector meditabundo que lo leyere. Es, en una palabra, un ensayo. En el extremo opuesto, "C", podríamos situar a "Don Opando, o unas elecciones", de Estébanez Calderón, que es ante todo un cuento. Por supuesto, no todos los "artículos de costumbres" pueden agruparse en uno u otro extremo; por el contrario, lo más frecuente es que ocupen lugares intermedios en la línea "E-C". Así, por ejemplo, "La sociedad", de Larra, aun pudiendo ser considerado como ensayo, posee los elementos rudimentarios de una anécdota, por lo cual se alejaría un poco del punto "E" en dirección al punto "C". De igual modo en "Los filósofos en el figón", de Estébanez Calderón, los elementos característicos del cuento no son ya tan predominantes.

fig. 6

(fig. VI)

Semejante relación podríamos ahora establecer entre los puntos "E" y "A", pero bástenos para imaginar la gama de posibilidades, dos ejemplos del mismo Larra: uno de ellos el ya señalado de "La nochebuena de 1836" y el otro, colocado en el punto "A" o muy cercano a él, el artículo titulado "Empeños y desempeños". En este último Larra no consigue o no desea sobrepasar el retrato de una estampa de la sociedad de principios del siglo XIX; es decir, escribe un cuadro de costumbres, en el cual apenas si está presente la reflexión y la visión del autor se manifiesta únicamente a través de algunos juicios moralizantes. De ahí que, aun cuando ambos se encuentren bajo el título común de "artículos de costumbres", "La nochebuena de 1836" es un ensayo, mientras que "Empeños y desempeños" es propiamente un artículo de costumbres.

Las diferencias entre el ensayo y el cuento costumbrista parecen obvias, y más si para establecerlas comparamos, por ejemplo, la obra de Larra con la de Estébanez Calderón. Resulta más difícil, y por ello mismo más apta para establecer el carácter del ensayo, la distinción entre el ensayo y el artículo de costumbres. Para ejemplificar tal diferencia vamos a considerar tres obras que versan sobre un mismo motivo: "el objeto testigo de la historia". La primera es "El retrato", de Mesonero Romanos, y que nos servirá como ejemplo de un artículo de costumbres; la segunda lleva por título "Las tres tazas", de José María Vergara y Vergara, y la estudiaremos como ejemplo de ensayo costumbrista; la tercera, de Germán Arciniegas, se titula "El lenguaje de las tejas", y nos servirá como modelo de ensayo propiamente dicho.12

El retrato. Mesonero Romanos hace referencia en "El retrato" a tres épocas: 1789, 1815 y 1831, épocas de gran importancia en la historia del pueblo español, por cubrir un periodo de transición, de acelerados cambios tanto en el ámbito intelectual como en el político y en el social. Mesonero, sin embargo, haciendo caso omiso del significado histórico de lo que el retrato ha presenciado, describe únicamente las andanzas de éste desde la posición decorosa de presidir una sala, a un rincón olvidado en las ferias. Así las palabras finales de Mesonero: "En cuanto a mí, escarmentado con lo que vi en éste, me felicito más y más de no haber pensado en dejar a la posteridad mi retrato: ¿para qué? Para presidir un baile; [...] para criar chinches; para tapar ventanas; pasa ser embigotado y restaurado después, empeñado y manoseado, y vendido en las ferias por dos pesetas" (135).

Las tres tazas. José María Vergara y Vergara, escritor costumbrista colombiano contemporáneo de Mesonero, hace igualmente referencia en "Las tres tazas" a tres épocas de la historia de Colombia, 1813, 1848 y 1866. Aquí, a diferencia de Mesonero, Vergara, junto a las descripciones costumbristas que nada pierden en intensidad o colorido, incluye agudas reflexiones en torno a la dirección histórica de Colombia, y por proyección, de Iberoamérica: la primera taza, en 1813, es de plata y se sirve en ella chocolate; se toma en Santafé; todo ello hace referencia a la influencia española de la Colonia. La segunda taza, en 1848, es de loza y se sirve en ella café; la ciudad se denomina ahora Santafé de Bogotá; Colombia, Iberoamérica, es independiente y la influencia y los gustos ingleses están de moda. La tercera taza, en 1866, es de té; se pretende hablar francés al tiempo que se desprecia lo castizo; se suprime el Santafé y la ciudad pasa a ser Bogotá; reina un ambiente de insinceridad que Vergara resume con las siguientes palabras: "En 1866, se convida a tomar una taza de té en familia', y hay silencio, equívocos indecentes, bailes de parva, ninguna alegría y mucho tono" (101).

El lenguaje de las tejas. Germán Arciniegas en "El lenguaje de las tejas" hace uso del mismo motivo, el objeto testigo de la historia. Utiliza los techos de las casas como símbolos de los ciclos históricos iberoamericanos:

Nos ha tocado a los americanos vivir en el campo de experiencias sociales más rico que pueda imaginarse, y por eso podemos ver de un solo golpe techos grises de paja, tejados de barro cocido y casitas de teja metálica, que representan los tres tipos de cultura que se han turnado cronológicamente en el país. (255)

Y más adelante añade:

Cuando el avión rueda sobre los paisajes de mi patria, veo, como ya lo he dicho, las tres etapas de la historia nacional. La Choza es suave, parda y gris, a veces con toques dorados, como convenía a la raza cobriza de los indios [...] De España vino la teja morena y granate, que es como el fuego de esa patria[,] cuando madura, entra en reposo y se hace hogareña [...] Lo de ahora, el tejado de ahora, ahí está. Ruidoso, metálico, no tiene huella humana que recoger [...] Como punto medio y fiel de nuestra historia, están las tejas de barro. De tejas para abajo están los indios, de tejas para arriba la república. (275/276)

Mesonero escribe, pues, en "El retrato" un artículo de costumbres; predomina en él la descripción del estado del cuadro en distintas épocas; el colorido costumbrista está en primer plano. Vergara, en "Las tres tazas", sigue siendo un escritor costumbrista, pero junto al colorido de las costumbres que está presente en todo momento, hay un espíritu inquisitivo, una invitación a la reflexión, una elevación de los aspectos concretos a un plano superior donde los mismos detalles adquieren valor universal; hay, en fin, una proyección que interpreta lo concreto costumbrista de distintas épocas en el plano universal de la dirección histórica de un pueblo. Vergara escribe, en una palabra, un ensayo costumbrista. Por último, Arciniegas, en "El lenguaje de la tejas", haciendo uso del mismo motivo, elimina en lo posible el colorido costumbrista para concentrarse en los valores universales que le permiten establecer una interpretación de la historia. Escribe un ensayo.

Notas

  • 10 Sólo ocasionalmente el escritor moderno hace todavía uso de la forma epistolar en su comunicación literaria y casi siempre estas "epístolas" se escriben para su inmediata publicación, por lo que se redactan teniendo ya en cuenta a un público lector. Así, por ejemplo, Julio Cortázar en su carta del 10 de mayo de 1967 a Roberto Fernández Retamar, pero cuyo destino real era la Revista de la Casa de las Américas; "Acerca de la situación del intelectual latinoamericano", Textos políticos (Barcelona: Plaza y Janés, 1985), pp. 27-44.
  • 11 Ramón de Mesonero Romanos, Escenas matritenses (Madrid: Aguilar, 1956), pág. 516. Esta posición se mantuvo constante en la obra literaria de Mesonero y se refleja en la crítica que hizo a otros autores. A este propósito es de interés una carta que escribió en 1879 a Pérez Galdós con motivo de La Familia de León Roch: "Sin embargo, con mi natural franqueza, reitero a usted que no simpatizo con ese género 'trascendental'". Cartas de Pérez Galdós a Mesonero Romanos (Madrid: Artes Gráficas Municipales, 1943), pág. 40.
  • 12 Sobre la función de "el objeto testigo" en el ensayo iberoamericano, véase el excelente estudio de David Lagmanovich, "Un ensayo de Arciniegas: 'El lenguaje de las tejas'". Los Ensayistas 4 (1977): 21-27.

 

Bibliografía de las obras citadas

 

[Esta versión electrónica sigue, con modificaciones menores, el texto de la segunda edición española de Teoría del ensayo, de José Luis Gómez-Martínez (México: UNAM, 1992). Sección 1, págs. 105-26.]

 

© José Luis Gómez-Martínez
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