José Luis
Gómez-Martínez
"Leopoldo Zea:
Reflexiones para asumir críticamente su obra"
La
muerte de Leopoldo Zea el 8 de junio de 2004, cierra también una etapa
en la historia del pensamiento iberoamericano. En otros lugares he
estudiado el desarrollo de su obra, así como su contexto continental.
Mis reflexiones hoy buscan únicamente revisitar ciertos momentos
fundamentales de la obra de Zea en el contexto iberoamericano e instigar
a replantearlos de nuevo. Es decir, me gustaría iniciar el proceso de
asumir críticamente su obra y romper así con la nefasta tradición de
seguir una de las dos opciones que dominan en nuestro ámbito intelectual:
a) ignorar su obra, o b) subirla en el pedestal de la adulación. Poco
habríamos aprovechado su legado si no optamos por una tercera vía:
asumir críticamente su pensamiento. Su obra es demasiado importante en
este momento de encrucijada como para considerarla obra muerta a través
de la indiferencia o de la glorificación.
1.
Zea en el contexto del pensamiento iberoamericano
En el
desarrollo del pensamiento iberoamericano de los siglos XIX y XX podemos
parcelar cuatro grandes etapas:
- Primera etapa:
Consolidación de las diferencias regionales (hasta 1915).
- Segunda etapa: Formación
de focos de irradiación cultural (1915-1939).
- Tercera etapa: Forja de
un programa iberoamericanista (1939-1968).
- Cuarta etapa: El
planteamiento de un pensamiento de la liberación (último tercio del
siglo XX).
Los
intelectuales iberoamericanos que participaron en la independencia
política e iniciaron luego la reconstrucción de las nuevas naciones, se
encontraban ellos mismos prisioneros de una visión de América
convenientemente erigida para mantener y justificar la continuidad
colonial. Es así como perduró el mito de una uniformidad continental que
habría de facilitar una posible federación iberoamericana, pero que
sirvió únicamente para ocultar la realidad y alentar, con quimeras
utópicas, la falsa sensación de grandeza del subcontinente americano.
La
proclama de Juan Egaña, “Los derechos del pueblo”, de 1813, marca con
claridad esta auto-decepción cuando sostiene que los iberoamericanos
están “unidos por vínculos de sangre, idioma, relaciones, leyes,
costumbres y religión” (I, 242).
Sin embargo, con más de un 70% de población india y mestiza, cuya
mayoría no hablaba español ni compartía las mismas costumbres, ni leyes,
ni siquiera interpretaba la religión católica de un modo uniforme, lo
único común de estos pueblos en el momento de su independencia era su
tradición colonial y una minoría oligárquica dispuesta a imponer su
poder político, fragmentando el antiguo imperio, pero manteniendo bajo
nuevos nombres las mismas instituciones que garantizaban su perpetuidad.
El siglo XIX iberoamericano, pues, se caracteriza por haber vivido una
realidad cuya existencia se negaba, mientras se reafirmaba públicamente
contar con un sistema republicano y democrático que en verdad era sólo
ropaje para consumo externo. Las leyes constitucionales no afectaron el
gobierno interno. Una minoría intelectual, Bolívar, Bello, Alberdi,
Martí, Mistral, González Prada, Mariátegui, entre otros, denunciaron
esta contradicción interna. Ellos son los que poco a poco fueron creando
conciencia de una problemática común iberoamericana.
Leopoldo Zea inició en la década de los años cuarenta la recuperación de
este pensamiento iberoamericano con obras seminales como Dos etapas
del pensamiento en Hispanoamérica (que luego se publicará en versión
muy aumentada bajo el título de El pensamiento latinoamericano).
Su objetivo primordial, necesario en su momento, era identificar y
destacar a los pensadores; mostrar que en efecto América contaba con un
pensamiento propio que debería ser la base de su independencia cultural.
Zea consolida así el canon del pensamiento iberoamericano que ya había
iniciado en la década de los años veinte el dominicano Pedro Henríquez
Ureña.
Pues
bien, asumir a Zea requiere cuestionar el canon establecido en dos
dimensiones fundamentales: A) en cuanto a los no incluidos (Mora,
Gabriela Mistral y Rosario Castellanos, por ejemplo); y B) en cuanto al
modo como los autores incluidos fueron presentados. En ese primer
momento de recuperación interesaba, ante todo, aquel pensamiento que
adelantaba una visión del futuro que se deseaba para Iberoamérica. Es
decir, la recuperación del pensamiento surgía independiente del contexto
que lo originaba, con lo cual no se llegaba cabalmente a asumir el
pasado. Veamos un ejemplo.
En
1852, Alberdi reconoce que “en su redacción nuestras constituciones
imitaban las constituciones de la República francesa y de la República
de Norte América” (12), y advierte que “la repetición del sistema que
convino en tiempos y países sin analogía con los nuestros, sólo [sirve]
para llevarnos al embrutecimiento y a la pobreza. Esto es sin embargo lo
que ofrece el cuadro constitucional de la América del Sud” (12). Pero
Alberdi vivió en continuo exilio, mientras Sarmiento, por ejemplo,
epítome de la imitación, fue elevado a la presidencia. Se prefería
mantener la ilusión de caminar hacia la utopía reflejada en
constituciones “ideales”, y a través de cuya letra muerta se exalzaba
una humanidad iberoamericana, superior, sólo por ello, a la de otros
países. Así se expresa en 1856 el chileno Francisco Bilbao: “Hemos hecho
desaparecer la esclavitud de todas las repúblicas del Sur, nosotros los
pobres, y vosotros [Estados Unidos] los felices y ricos no lo habéis
hecho; hemos incorporado e incorporamos a las razas primitivas, formando
en el Perú la casi totalidad de la nación, porque las creemos nuestra
sangre y nuestra carne, y vosotros las extermináis jesuíticamente”
(155). La realidad social era, por supuesto, muy distinta. En Perú, por
ejemplo, el sistema andino de esclavitud (pongueaje) se mantuvo hasta la
segunda mitad del siglo XX, sin que hasta la fecha se haya conseguido
integrar completamente a la población india. Por otra parte, en
Argentina, Uruguay y en gran medida también en Chile, se siguió un
proceso de exterminio de la población india muy semejante al que tuvo
lugar en Estados Unidos.
Pero
recordemos en todo momento que no buscamos rechazar el pensamiento de
Zea, sino asumirlo críticamente. Zea proyectó, y yo lo veo como acierto
desde mi atalaya a comienzos del siglo XXI, que en Iberoamérica se había
impuesto ya a mediados del siglo XX como mayoritario el programa criollo.
Lo que a inicios del siglo XIX era una imposición, se proyectaba ahora
como realidad ineludible. No obstante, nosotros podemos asumir
críticamente esta faceta de su pensamiento, replanteando, entre otros
posibles aspectos, dos que me parecen apremiantes: A) Regresar el
pensamiento de los intelectuales del siglo XIX a su contexto, para
establecer de qué modo afectó (pospuso) la toma de conciencia de las
implicaciones de la realidad que se vivía. B) Problematizar el proyecto
criollo —un proyecto anclado en el discurso de la modernidad—, para
superar la creencia de que sólo la imposición de la uniformidad conlleve
a la unidad y confiera identidad a los pueblos iberoamericanos —la
antigua pretensión de poseer las mismas costumbres, religión, idioma,
origen—. Se impone ahora buscar la unidad en la diversidad, para dar así
cabida a ciertas identidades de origen precolombino. Es decir, no
repetir la imposición que, antes como ahora, sigue siendo opresión y
freno al progreso de los pueblos, independiente de que antes fuera
coerción por una minoría y ahora lo sea por una mayoría.
2.
Leopoldo Zea como catalizador de un proceso
Zea
se forma en el contexto de la segunda etapa en el desarrollo del
pensamiento iberoamericano. El rico taller de fermentación de ideas en
el México posrevolucionario va a ser la base de su proceso de
interiorización. Caso, Vasconcelos, pero especialmente Samuel Ramos,
abren ya una pauta que Zea hará suya. La crisis europea de la Primera
Guerra Mundial había motivado un proceso de introspección en los países
iberoamericanos, que incita, por primera vez en la conciencia colectiva,
a una reflexión en torno a las propias circunstancias. Es así como
surgen tres focos fundamentales de influencia en el panorama
iberoamericano: el mexicano, el más original y de inmediata repercusión
en el resto del continente; el peruano, representante de la
circunstancia andina y de marcado carácter social; y el argentino,
reflejo de la problemática peculiar (sociedad de inmigrantes) del Cono
Sur. En estos tres focos culturales se encuentran también las raíces del
pensamiento iberoamericano actual. Los tres focos siguen en un comienzo
desarrollos que corresponden a circunstancias propias, pero que a partir
de 1939 se erigen como complementarias en lo que entonces empieza a
sentirse como problemática iberoamericana, para luego, a partir de 1968
—en lo que hemos denominado cuarta etapa—, fundirse en la formulación de
un pensamiento propio, que se articula como posible respuesta
iberoamericana a una problemática global, en el sentido de una filosofía
de la liberación.
Los
primeros escritos filosóficos de Zea —"El sentido de responsabilidad en
la filosofía actual," "América y su posible filosofía," "En torno a una
filosofía americana," de 1940, 1941 y 1942 respectivamente—, son
testimonios de su compromiso. Se trata, en el primero, de una
preocupación en busca de definición, que en 1942 se precisa como
proyecto personal y, a la vez, como manifiesto generacional. Zea
comienza su estudio de 1942 estableciendo un puente entre el foco
argentino y mexicano, en las figuras de Francisco Romero y Samuel Ramos.
Estos estudios a su vez van a influir en los doce puntos que Gaos
articuló en las Jornadas Americanas del Colegio de México de 1943, y que
luego Zea actualizará en su realización.
En esta tercera etapa, Zea es, indiscutiblemente, la figura directriz.
En este sentido, los años cuarenta y cincuenta son únicos en los
proyectos en colaboración. Son años de debate, pero también de
integración y de respeto ante opiniones controvertidas.
Asumir al Leopoldo Zea de esta tercera etapa es comprender que las
posiciones encontradas no sólo no impiden poder trabajar en unos mismos
objetivos, sino que son necesarias para enriquecer y fortalecer el
diálogo y los resultados. En este sentido, el “Prólogo” con que inicia
Miró Quesada su libro Despertar y proyecto del filosofar
latinoamericano, es un modelo de diálogo con Zea. Parten de
conceptos enfrentados del quehacer filosófico, pero también lo hacen
desde una posición de mutuo respeto, de mutua lectura detenida y crítica.
Algo semejante podríamos decir de las dos obras de debate que cierran lo
que hemos denominado tercera etapa. Me refiero al libro de Salazar Bondy,
¿Existe una filosofía de nuestra América?, y la obra de Zea,
La filosofía americana como filosofía sin más. En realidad, varias
de las obras fundamentales de Zea de esta etapa, son obras que surgen en
diálogo (América como conciencia, 1953; América en la historia,
1957; América Latina y el mundo, 1960).
La
articulación del pensamiento de la liberación en la década de los
sesenta y setenta, es prueba de lo fecundo de los esfuerzos de
organización, debate y recuperación de la propia problemática durante
aquellas dos décadas. Quizás en la complejidad y dispersión de nuestro
siglo XXI no sea posible duplicar la euforia intelectual de aquellos
años, pero asumir no implica copiar, sino crear en diálogo. Todo momento
se nos presenta como encrucijada. Asumir a Zea es colocarnos a la altura
de nuestro contexto con la misma determinación con que Zea y su
generación enfrentaron el suyo. Asumir a Zea es implicarse en la lectura
de lo que se piensa en América, es recuperar el objetivo primario de
diálogo y debate que animaba los encuentros profesionales de las décadas
de los años cincuenta y sesenta, y superar así el narcisismo colectivo
que domina hoy día en nuestras reuniones.
3.
Dos aportaciones de Leopoldo Zea al tema de nuestro tiempo
La
tercera fase en mi propuesta asuntiva de la obra de Leopoldo Zea, se
relaciona con dos momentos filosóficos: década de los años sesenta y
década se los años noventa. El primer momento se caracteriza por la toma
de conciencia de las relaciones opresor-oprimido, que parecen
estructurar el comportamiento entre naciones. El segundo momento busca
articular el reconocimiento de la igualdad en la diferencia. Leopoldo
Zea desarrolla ambos discursos durante la década de los años cincuenta y
ochenta respectivamente. Sus ideas, que se anticipan a temas
fundamentales de su tiempo, pronto se generalizan, pronto, también, son
secuestradas por los centros de poder, transformadas y regresadas a la
“periferia” bajo nuevo cuño, para consumo de una intelectualidad aún
dominada por la imitación. Con secuestradas quiero decir que los
centros de poder las adoptan y las regresan transformadas a la “periferia”,
con lo que aquello que en su origen pudo haber sido una arma de
confrontación y superación, se convierte, a su regreso, en nueva
estructura de opresión. Zea inicia el proceso al centrar sus reflexiones
en el ser humano como problema y proponer la igualdad en la diferencia
3.1.
Igualdad en la diferencia: el ser humano como problema
A
través de un largo proceso de gestación que se inicia con la
recuperación de lo americano, la obra de Leopoldo Zea nos lleva desde la
articulación del discurso filosófico de “América como problema”, al de
“América como conciencia”, para llegar en un paso final de
interiorización a un planteamiento de implicaciones globales: “El ser
humano como problema”. El latinoamericano, nos dice Zea, “no es sino un
hombre entre hombres, y su cultura una expresión concreta de lo humano.
No más, pero tampoco menos” (1960: 11). Descubre en este proceso que la
cultura occidental se encuentra atrapada en una relación de “oprimido/opresor”,
que hace depender la liberación de unos en la opresión de otros; es
decir, nos señala Zea, “se establece una lucha de carácter dialéctico
mediante la cual se regatea y concede humanidad, se exige y se niega
(1953: 85). Es así, continúa Zea, como se instauran “múltiples formas de
discriminación apoyadas en pretextos de lo más sutiles o brutales.
Justificaciones como la pigmentación de la piel que puede ser negra,
morena o amarilla y no blanca. Justificaciones apoyadas en la clase
social a la cual se pertenece. O bien la del sexo. Ser negro, obrero o
mujer y no blanco, patrón o varón son formas que justifican el
rebajamiento de una parte de la humanidad en beneficio de otra” (1953:
85).
Es
decir, lo accidental –color, clase social, sexo– se eleva a categoría y
se propone como arquetipo de lo humano. Y, como señala Zea, “no sólo los
hombres, también pueblos enteros o culturas dependen de este tipo de
juicios. En la historia de la cultura aparecen siempre pueblos que se
consideran a sí mismos como donadores de humanidad. Pueblos que hacen de
su propia cultura la piedra de toque ante la cual ha de justificarse
todo pueblo que quiera entrar en la órbita de lo que se considera
Humanidad” (1953: 86).
Zea
reconoce que Iberoamérica ha adoptado, en cuanto a sentirlos suyos, los
valores occidentales en torno a la dignidad humana, pero descubre que
son precisamente estos valores, aplicados desde el círculo “oprimido/opresor”
de Occidente, los que la mantienen marginada. Quizás por ello, la
reflexión de Zea se encamina en dos direcciones complementarias: Primera,
universalizar dichos valores para que no puedan ser reclamados como
exclusivos por ningún pueblo; y segunda, problematizarlos para
deconstruir el modo cómo la cultura occidental usó de ellos.
Lo
primero (el universalizar los valores en torno a la dignidad humana) se
consigue mediante la globalización de la cultura occidental y la
consecuente comunicación que se establece entre los pueblos antes
marginados. Se busca entablar el diálogo desde un respeto intercultural,
que revele la posibilidad de un nuevo nivel de comunicación que parta
esta vez del reconocimiento de la diferencia. Zea lo formula de la
siguiente manera: “Ningún hombre es igual a otro y este ser distinto es
precisamente lo que lo hace igual a otro, ya que como él posee su propia
e indiscutible personalidad” (1988a: 19).
La
segunda proyección (la problematización de la praxis de la cultura
occidental) es la más genuina iberoamericana y la que fundamenta el
pensamiento de la liberación. Desde América se problematiza el discurso
filosófico que aporta el primer contacto con Occidente. En este
encuentro inicial descubre Leopoldo Zea formulada la disyuntiva que
caracterizará el desarrollo ulterior: “La discriminación que dentro del
orbe cristiano plantea Sepúlveda [al poner en duda la humanidad de los
habitantes del continente recién descubierto para la mente europea] se
transforma en una gigantesca discriminación planetaria. Por una parte
los hombre Hombres, por el otro subhombres, apenas aspirantes a Hombres”
(1969: 14). En la estructura de la modernidad europea se llega al
“hombre” por abstracción, y ello permite que su arquetipo de ser humano
pueda trascender su propia contextualización y manifestarse como el
modelo de humanidad a conseguir. Se articula de este modo un discurso
filosófico que justifica, nos dice Zea, “toda clase de expansiones y
toda subordinación, como vías para la supuesta humanización de la
Humanidad” (1969: 53).
La
problematización que comienza a formular Zea y su generación durante las
décadas de los años cuarenta y cincuenta, encuentra en los años sesenta
resonancias en el proceso deconstructivo con que Occidente cuestiona
ahora su modernidad. Se plantea de nuevo, con premura, la vieja polémica
Las Casas/Sepúlveda, pero con una diferencia fundamental: los pueblos no
occidentales participan también, por primera vez, en el debate. La lucha
por la dignidad humana es el punto de encuentro en el que ahora
coinciden las diversas culturas de nuestro planeta. Lo que se
problematiza es la estructura europea del concepto. Zea es preciso en
este punto: “Toda filosofía, hasta nuestros días, ha sido una filosofía
de la liberación. Pero, ¿cómo es que esta misma filosofía puede, a su
vez, transformarse en una filosofía de la dominación? Hasta ahora la
liberación parece descansar en la dominación de otros hombres. Una
especie de hombres se libera para imponer, a su vez, su dominación a
otra especie de hombres, hasta que estos toman conciencia y se liberan,
pero para imponer nuevas subordinaciones” (1974: 42).
3.2.
Celebración de la diferencia: el secuestro de un concepto
En la
década de los sesenta emergen los procesos de globalización como ruptura
con el pasado; y se manifiestan como desequilibrio generacional. Se
asienta una estructura global, al mismo tiempo que se articula una
rebelión contra la misma. Desde los centros de poder se difunden
clasificaciones económicas (países desarrollados y subdesarrollados),
políticas (primer mundo y tercer mundo) y culturales (centro y
periferia), a la vez que se articula un pensamiento que pretende
anularlas: el discurso posmoderno en el seno de los centros de poder y
el discurso de la liberación desde los espacios marginados. Ambos son
discursos intransigentes que en la práctica rechazan el diálogo.
- El discurso posmoderno
deconstruye las estructuras de la modernidad, sin propuesta para la
creación de nuevas estructuras: se manifiesta como discurso teórico
a espaldas de la realidad vivida.
- El discurso de la liberación,
en sus inicios, según lo formula el pensamiento iberoamericano,
surge igualmente en confrontación desde unos presupuestos sociales
importados. No busca el diálogo. Se repite el viejo principio de
“liberar a los otros, pero sin los otros”. “Sólo los oprimidos
liberándose –nos dice Paulo Freire–, pueden liberar a los opresores.
Estos, en tanto clase que oprime, no puede liberar, ni liberarse”
(50). Gustavo Gutiérrez afirma en cierto memento que “nuestro amor
no es auténtico si no toma el camino de la solidaridad de clase y de
la lucha social” (344-345). En este mismo sentido se expresa Enrique
Dussel cuando pretende que la filosofía que se articula desde la
periferia no es ideológica (19). O el caso extremo de Eduardo
Galeano cuando postula la cómoda posición de que “el subdesarrollo
latinoamericano es una consecuencia del desarrollo ajeno” (440).
Desde los
centros de poder se desarticuló pronto este discurso de confrontación a
través de dos frentes complementarios: A) Primero, mediante una
autocrítica que descubre también zonas marginadas, que son verdaderas
periferias de subdesarrollo económico y cultural en el seno del llamado
“Primer Mundo”. B) Secundo, y de modo simultáneo, se pudo demostrar algo
obvio en el denominado “Tercer Mundo”; su realidad no era homogénea;
también incorporaba una estructura de opresión semejante a la que desde
allí se condenaba. Es decir, los mismos núcleos sociales que acusaban a
los centros de poder, albergaban en su seno poblaciones marginadas,
condenadas igualmente a una vida de subsistencia mediante estructuras
que perpetuaban su subdesarrollo económico y cultural. Un buen ejemplo
de las repercusiones de este discurso, con referencia a la situación
peculiar de México, sería la problemática que trata Guillermo Bonfil
Batalla en su libro México profundo: una civilización marginada
(1987). Se pudo así ignorar la confrontación, al considerar la situación
de opresión como una problemática común a todos los pueblos.
En
Iberoamérica, el discurso filosófico de Leopoldo Zea busca la superación
del estado de confrontación. En 1974, señala ya sin ambigüedades que
“son los modelos los que crean los paternalismos, las dictaduras para la
libertad y en nombre de la libertad. Una libertad que se niega a sí
misma al no reconocer en otro hombre su posibilidad” (1974: 46). Pasa
luego a formular un discurso dialógico que en nuestros días se ha
convertido en “el tema de nuestro tiempo”. Zea rechaza “el discurso que
considera bárbaro cualquier otro discurso” (1988: 23), y postula que
“todos los hombres son iguales por ser distintos” (1988a: 19). Al elevar
al ser humano en sus relaciones, como problemática, su discurso
filosófico confronta las estructuras de opresión a nivel global. Regresa
la problemática a los centros de poder, pero también fuerza a los antes
denominados pueblos tercermundistas, a confrontar sus propias
estructuras de opresión. Zea basa esta nueva filosofía intercultural en
el postulado de que “todo hombre ha de ser centro y, como tal, ampliarse
mediante la comprensión de otros hombres” (1988: 66). Es decir, concluye
Zea, “de lo que se trata ahora es de entender lo diverso a partir de la
propia e ineludible diversidad” (2000: 9).
Regresemos
a los enunciados de este proceso. A partir de la década de los años
sesenta, los pueblos que se sentían marginados confrontaron a los
centros de poder desde la altura moral que les proporcionaba el
postulado de que ningún pueblo puede considerarse civilizado mientras su
estructura sociopolítica lleve consigo la opresión de otros pueblos. En
esos mismo centros de poder estaba ya en ebullición una postura
semejante, en cuanto a que ellos poseían en su propio seno sectores
igualmente oprimidos. Este proceso de deconstrucción de sus propias
estructuras de poder, que asociamos con el discurso de la posmodernidad,
tuvo rápidamente resonancia en los pueblos considerados tercermundistas.
La problematización interna consecuente descubre en sus propias entrañas
sectores doblemente marginados. Con ello la problemática de la
marginación no se supera, pero deja de ser prerrogativa de unos pueblos
para convertirse en un problema global en las relaciones humanas: ningún
pueblo parecía estar exento de culpa, ningún pueblo tenía la autoridad
moral para acusar a los demás.
Leopoldo
Zea supera la trampa de la confrontación y asume la responsabilidad de
condenar la opresión allí donde se encuentre. Sus investigaciones le
llevaron a descubrir que una de las causas fundamentales de la
marginación era la diferencia. Es decir, los pueblos parecen otorgar
humanidad en relación a la semejanza con ellos que encuentran en los
demás pueblos. No importa que se les crea sin “alma”, como en el caso de
Sepúlveda, o se use la terminología más moderna de “tercermundista”,
“subdesarrollado” o “periférico”, como en nuestros días, entonces como
ahora era la diferencia la que motivaba la discriminación. Por ello Zea
erige la “diferencia” como bandera de la igualdad.
Pero el
discurso de la igualdad en la diferencia que enarbola Leopoldo Zea, en
la abstracción filosófica de su enunciado, ha sido de nuevo secuestrado
por los centros de poder. Esta vez pronunciando, igualmente al nivel de
la abstracción, un respeto absoluto a la diferencia (en la religión, en
las “culturas”, en las etnias, en el género, en las preferencias
sexuales...). De nuevo, igual que ocurrió con la confrontación a la
opresión que se articuló a partir de los años sesenta, ahora, desde los
centros de poder, se exporta a la “periferia” el respeto a la
diferencia. Pero se trata de un “respeto” que paradójicamente viene a
perpetuar, sino justificar, el statu quo; o sea, un “respeto” que
favorece el encubrimiento de viejas formas de opresión. El respeto a la
diferencia lleva implícito dos discursos: uno liberador y uno opresor.
Veamos de modo esquemático en qué sentido.
La
comprensión de la “diferencia” no se consigue con su enunciación. Desde
las premisas de un pensamiento liberador, nos parecerá legítimo el
postulado de Sergio García de que “el núcleo de los derechos indígenas
se halla en la pretensión de ‘ser’. En seguida, en la de ser
‘diferente’. Por último en la de ‘perdurar’” (159). Y no se trata sólo
de un discurso filosófico, sino también de una práctica legislada en la
formulación de nuevos paternalismos político-sociales como representan
las llamadas soluciones al caso “Chiapas” en México, o la legislación
indigenista en la nueva constitución venezolana. En ningún momento se
pasa a reflexionar en qué consiste ese “ser diferente que perdura”.
El
ecuatoriano Alfredo Jácome articula con claridad meridiana una dimensión
de ese “ser diferente” en su novela Porqué se fueron las garzas.
La reflexión la hace el protagonista, un “indio” que había seguido
estudios universitarios y era director de un colegio: “Qué jodida esta
mezcla, indio por fuera, blanco por dentro. Blanco con todos sus saberes,
indio con título de blanco, indio con mando de blanco” (43). En el caso
que destaca este ejemplo, la diferencia que se quiere “respetar”, la del
indio, consiste en un ser ignorante, postergado y subordinado. Estas
conclusiones coinciden con las del antropólogo Bonfil Batalla cuando nos
dice que “se sabe bien que muchas personas que tienen por lengua materna
un idioma indígena, lo ocultan y niegan que lo hablan” (46), por lo que,
continúa, “algunos padres prefieren que sus hijos no hablen la lengua de
sus antepasados” (72). Este es también el sentido de la expresión “nos
hemos vuelto gente de razón” (Bonfil 46), con que el “mestizo” busca
alejarse del “indio”.
Pero no
necesitamos acudir a la ficción literaria ni a las investigaciones
antropológicas, cuando la realidad cotidiana nos abofetea constantemente
con la jerarquización intercultural de las culturas. Así ocurre hoy día
con el proceso de “brownin” (blaqueamiento de la piel entre personas
negras); es decir, browning como proceso de superación, de dejar
de ser aquello que se considera inferior en la estructura intercultural
de toda fundamentación cultural: “Para convertirse en un brownin
las personas están blanqueando, cubriendo su cara con capas de crema
para la piel importada ilegalmente y que contiene esteroides o mejunjes
más baratos hechos en casa, que producen el efecto deseado de blanquear
la piel. [To become a brownin people are bleaching,
coating their face with layers of illegally imported skin cream
containing steroids or less expensive, home-made concoction that produce
the desired whitening effect].” La razón para ello,
explicaba una persona entrevistada, es clara: “Cuando tienes la piel más
blanca, la gente te presta más atención. Uno es más importante.
[When you are lighter, people pay more attention to you.
It makes you more important”] (Kovaleski 6).
Asumir
críticamente el pensamiento filosófico de Leopoldo Zea requiere hacer
nuestro su postulado de que “todo hombre ha de ser centro y, como tal,
ampliarse mediante la comprensión de otros hombres”. Pero debemos
acercarnos a la “diferencia” desde una posición crítica y de ningún modo
celebrarla por el solo hecho de serlo. La celebración absoluta de la
diferencia que se hace desde los centros de poder, tanto internos como
externos al ámbito nacional, es en verdad el encubrimiento de una
realidad intercultural rígidamente jerarquizada, y en cuya cúspide
parecen encontrase los valores de dichos centros de poder. Sin duda
necesitamos asumir nuestra “diferencia”, pero seamos precavidos al
celebrarla. Busquemos críticamente nuestro centro en la diferencia, para
así poder cribar los esquemas de opresión que son parte recóndita de
dicha diferencia.
Debemos
recordar, a forma de conclusión, que hemos limitado nuestras reflexiones
a tres fases de la rica gama que nos presenta la obra de Leopoldo Zea.
La elección es personal y responden a la perspectiva desde la cual yo me
aproximo al pensamiento iberoamericano. La primera concierne al método:
propone asumir la obra de Zea problematizando el canon que crea, en la
doble dimensión de a quiénes se incorpora y cómo se les incorpora. La
segunda se refiere a una actitud: propone asumir el compromiso
filosófico de Zea (trabajo en equipo, diálogo basado en la lectura
crítica de lo que se produce en Iberoamérica, apoyo y compromiso crítico
con las iniciativas de nuestros pensadores). La tercera fase que incluí
es la propiamente filosófica: propone asumir críticamente el discurso
filosófico de Zea de la diferencia, como proyección y actualización del
pensamiento de la liberación desde la perspectiva de una filosofía
intercultural.
Obras citadas
-
Alberdi, Juan Bautista (1943). Bases y puntos de partida para la
organización política de la república Argentina. Buenos Aires:
Ediciones Estrada, 1943.
-
Bilbao, Francisco. El pensamiento vivo de Francisco Bilbao.
Santiago: Nascimento, 1940.
-
Bonfil
Batalla, Guillermo (1987). México profundo: una civilización
negada. México: SEP, 1987.
-
Dussel,
Enrique (1977). Filosofía de la liberación. México: AFYL,
1989.
-
Egaña, Juan. “Los derechos del pueblo”. Pensamiento político de
la emancipación (1790-1825). 2 Vols. Caracas: Ayacucho, 1977.
-
Freire,
Paulo (1970). Pedagogía del oprimido. México: Siglo
Veintiuno, 1990.
-
Galeano,
Eduardo (1971). Las venas abierta de América. México: Siglo
Veintiuno, 1989.
-
García
Ramírez, Sergio (1996). “Los derechos de los indígenas.”
Cuadernos Americanos 56 (1996): 155-163.
-
Gómez-Martínez, José Luis. “La crítica ante la obra de Leopoldo
Zea.” Anthropos 89 (1988): 36-47.
-
______. Pensamiento de la liberación. Proyección de Ortega en
Iberoamérica. Madrid: EGE, 1995.
-
______. Leopoldo Zea. Madrid: Ediciones del Orto, 1997.
-
______. “Una influencia decisiva: el legado de José Gaos al
pensamiento iberoamericano.” Cuadernos Americanos 25 (1991):
49-87.
-
______. “Pensamiento hispanoamericano del siglo XIX”. En
Historia de la literatura
hispanoamericana. Siglo XIX. Vol. 2. Madrid:
Cátedra, 1987. pp. 399-416 (versión actualizada en <http://www.ensayistas.org/critica/generales/gomez3.htm>
).
-
Gutiérrez, Gustavo (1971). Teología de la liberación.
Perspectivas. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1981.
-
Jácome,
Gustavo Alfredo (1980). Porqué se fueron las garzas.
Barcelona: Seix Barral, 1980.
-
Kovaleski, Serge F.
“Brown skin our, ‘brownin’ in for increasing numbers in Jamaica.”
López Velasco, Sirio. “La ética argumentativa
de la liberación, el Corredor y el cambio social en Brasil y
Uruguay”. VI encuentro Corredor de las Ideas, Montevideo, 12-13 de
marzo de 2004. Versión digital, 3 de agosto de 2004. <http://www.corredordelasideas.org/docs/sesiones/comunicaciones1/sirio_lopez.doc>
-
Miró Quesada, Francisco. Despertar y proyecto del filosofar
latinoamericano. México: Fondo de Cultura Económica, 1974.
-
Salazar Bondy, Augusto. ¿Existe una filosofía de nuestra América?
México: Siglo XXI Editores, 1968.
-
The Washington Post.
Reimpreso en el diario Athens Daily News,
7 de agosto de 1999.
-
Zea, Leopoldo (1942). “En torno a una filosofía americana”.
Filosofía de lo americano. México: Nueva Imagen, 1984. 34-49.
-
______ (1943). El positivismo en México: Nacimiento, apogeo y
decadencia. México: Fondo de Cultura Económica, 1975.
-
______ (1949). Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica.
México: El Colegio de México, 1949.
-
______ (1953). América como conciencia. México: Cuadernos
Americanos, 1953.
-
______ (1957). América en la historia. México: Fondo de
Cultura Económica, 1957.
-
______ (1960). América Latina y el mundo. Buenos Aires:
EUDEBA, 1960.
-
______ (1969). La filosofía americana como filosofía sin más.
México: Siglo XXI Editores, 1969.
-
______
(1974). Dependencia y liberación en la cultura latinoamericana.
México: Joaquín Mortiz, 1974.
-
______
(1988). Discurso desde la marginación y la barbarie.
Barcelona: Anthropos, 1988.
-
______
(1988a). “Autopercepción intelectual de un proceso histórico.”
Anthropos 89 (1988): 11-27.
-
______
(2000). Fin de milenio. Emergencia de los marginados. México:
Fondo de Cultura Económica, 2000.
[Fuente: José Luis
Gómez-Martínez. “Leopoldo Zea: reflexiones para sumir críticamente su
obra.” Cuadernos Americanos 107 (2004): 31-44.]
© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier
reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso
correspondan.