Teoría, Crítica e Historia

José Luis Gómez-Martínez

 

"Leopoldo Zea:
Reflexiones para asumir críticamente su obra
"

La muerte de Leopoldo Zea el 8 de junio de 2004, cierra también una etapa en la historia del pensamiento iberoamericano. En otros lugares he estudiado el desarrollo de su obra, así como su contexto continental.[1] Mis reflexiones hoy buscan únicamente revisitar ciertos momentos fundamentales de la obra de Zea en el contexto iberoamericano e instigar a replantearlos de nuevo. Es decir, me gustaría iniciar el proceso de asumir críticamente su obra y romper así con la nefasta tradición de seguir una de las dos opciones que dominan en nuestro ámbito intelectual: a) ignorar su obra, o b) subirla en el pedestal de la adulación. Poco habríamos aprovechado su legado si no optamos por una tercera vía: asumir críticamente su pensamiento. Su obra es demasiado importante en este momento de encrucijada como para considerarla obra muerta a través de la indiferencia o de la glorificación.

1. Zea en el contexto del pensamiento iberoamericano

En el desarrollo del pensamiento iberoamericano de los siglos XIX y XX podemos parcelar cuatro grandes etapas:

  • Primera etapa: Consolidación de las diferencias regionales (hasta 1915).
  • Segunda etapa: Formación de focos de irradiación cultural (1915-1939).
  • Tercera etapa: Forja de un programa iberoamericanista (1939-1968).
  • Cuarta etapa: El planteamiento de un pensamiento de la liberación (último tercio del siglo XX).[2]

Los intelectuales iberoamericanos que participaron en la independencia política e iniciaron luego la reconstrucción de las nuevas naciones, se encontraban ellos mismos prisioneros de una visión de América convenientemente erigida para mantener y justificar la continuidad colonial. Es así como perduró el mito de una uniformidad continental que habría de facilitar una posible federación iberoamericana, pero que sirvió únicamente para ocultar la realidad y alentar, con quimeras utópicas, la falsa sensación de grandeza del subcontinente americano.

La proclama de Juan Egaña, “Los derechos del pueblo”, de 1813, marca con claridad esta auto-decepción cuando sostiene que los iberoamericanos están “unidos por vínculos de sangre, idioma, relaciones, leyes, costumbres y religión” (I, 242).[3] Sin embargo, con más de un 70% de población india y mestiza, cuya mayoría no hablaba español ni compartía las mismas costumbres, ni leyes, ni siquiera interpretaba la religión católica de un modo uniforme, lo único común de estos pueblos en el momento de su independencia era su tradición colonial y una minoría oligárquica dispuesta a imponer su poder político, fragmentando el antiguo imperio, pero manteniendo bajo nuevos nombres las mismas instituciones que garantizaban su perpetuidad. El siglo XIX iberoamericano, pues, se caracteriza por haber vivido una realidad cuya existencia se negaba, mientras se reafirmaba públicamente contar con un sistema republicano y democrático que en verdad era sólo ropaje para consumo externo. Las leyes constitucionales no afectaron el gobierno interno. Una minoría intelectual, Bolívar, Bello, Alberdi, Martí, Mistral, González Prada, Mariátegui, entre otros, denunciaron esta contradicción interna. Ellos son los que poco a poco fueron creando conciencia de una problemática común iberoamericana.

Leopoldo Zea inició en la década de los años cuarenta la recuperación de este pensamiento iberoamericano con obras seminales como Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica (que luego se publicará en versión muy aumentada bajo el título de El pensamiento latinoamericano). Su objetivo primordial, necesario en su momento, era identificar y destacar a los pensadores; mostrar que en efecto América contaba con un pensamiento propio que debería ser la base de su independencia cultural. Zea consolida así el canon del pensamiento iberoamericano que ya había iniciado en la década de los años veinte el dominicano Pedro Henríquez Ureña.[4]

Pues bien, asumir a Zea requiere cuestionar el canon establecido en dos dimensiones fundamentales: A) en cuanto a los no incluidos (Mora, Gabriela Mistral y Rosario Castellanos, por ejemplo); y B) en cuanto al modo como los autores incluidos fueron presentados. En ese primer momento de recuperación interesaba, ante todo, aquel pensamiento que adelantaba una visión del futuro que se deseaba para Iberoamérica. Es decir, la recuperación del pensamiento surgía independiente del contexto que lo originaba, con lo cual no se llegaba cabalmente a asumir el pasado. Veamos un ejemplo.

En 1852, Alberdi reconoce que “en su redacción nuestras constituciones imitaban las constituciones de la República francesa y de la República de Norte América” (12), y advierte que “la repetición del sistema que convino en tiempos y países sin analogía con los nuestros, sólo [sirve] para llevarnos al embrutecimiento y a la pobreza. Esto es sin embargo lo que ofrece el cuadro constitucional de la América del Sud” (12). Pero Alberdi vivió en continuo exilio, mientras Sarmiento, por ejemplo, epítome de la imitación, fue elevado a la presidencia. Se prefería mantener la ilusión de caminar hacia la utopía reflejada en constituciones “ideales”, y a través de cuya letra muerta se exalzaba una humanidad iberoamericana, superior, sólo por ello, a la de otros países. Así se expresa en 1856 el chileno Francisco Bilbao: “Hemos hecho desaparecer la esclavitud de todas las repúblicas del Sur, nosotros los pobres, y vosotros [Estados Unidos] los felices y ricos no lo habéis hecho; hemos incorporado e incorporamos a las razas primitivas, formando en el Perú la casi totalidad de la nación, porque las creemos nuestra sangre y nuestra carne, y vosotros las extermináis jesuíticamente” (155). La realidad social era, por supuesto, muy distinta. En Perú, por ejemplo, el sistema andino de esclavitud (pongueaje) se mantuvo hasta la segunda mitad del siglo XX, sin que hasta la fecha se haya conseguido integrar completamente a la población india. Por otra parte, en Argentina, Uruguay y en gran medida también en Chile, se siguió un proceso de exterminio de la población india muy semejante al que tuvo lugar en Estados Unidos.

Pero recordemos en todo momento que no buscamos rechazar el pensamiento de Zea, sino asumirlo críticamente. Zea proyectó, y yo lo veo como acierto desde mi atalaya a comienzos del siglo XXI, que en Iberoamérica se había impuesto ya a mediados del siglo XX como mayoritario el programa criollo. Lo que a inicios del siglo XIX era una imposición, se proyectaba ahora como realidad ineludible. No obstante, nosotros podemos asumir críticamente esta faceta de su pensamiento, replanteando, entre otros posibles aspectos, dos que me parecen apremiantes: A) Regresar el pensamiento de los intelectuales del siglo XIX a su contexto, para establecer de qué modo afectó (pospuso) la toma de conciencia de las implicaciones de la realidad que se vivía. B) Problematizar el proyecto criollo —un proyecto anclado en el discurso de la modernidad—, para superar la creencia de que sólo la imposición de la uniformidad conlleve a la unidad y confiera identidad a los pueblos iberoamericanos —la antigua pretensión de poseer las mismas costumbres, religión, idioma, origen—. Se impone ahora buscar la unidad en la diversidad, para dar así cabida a ciertas identidades de origen precolombino. Es decir, no repetir la imposición que, antes como ahora, sigue siendo opresión y freno al progreso de los pueblos, independiente de que antes fuera coerción por una minoría y ahora lo sea por una mayoría.

2. Leopoldo Zea como catalizador de un proceso

Zea se forma en el contexto de la segunda etapa en el desarrollo del pensamiento iberoamericano. El rico taller de fermentación de ideas en el México posrevolucionario va a ser la base de su proceso de interiorización. Caso, Vasconcelos, pero especialmente Samuel Ramos, abren ya una pauta que Zea hará suya. La crisis europea de la Primera Guerra Mundial había motivado un proceso de introspección en los países iberoamericanos, que incita, por primera vez en la conciencia colectiva, a una reflexión en torno a las propias circunstancias. Es así como surgen tres focos fundamentales de influencia en el panorama iberoamericano: el mexicano, el más original y de inmediata repercusión en el resto del continente; el peruano, representante de la circunstancia andina y de marcado carácter social; y el argentino, reflejo de la problemática peculiar (sociedad de inmigrantes) del Cono Sur. En estos tres focos culturales se encuentran también las raíces del pensamiento iberoamericano actual. Los tres focos siguen en un comienzo desarrollos que corresponden a circunstancias propias, pero que a partir de 1939 se erigen como complementarias en lo que entonces empieza a sentirse como problemática iberoamericana, para luego, a partir de 1968 —en lo que hemos denominado cuarta etapa—, fundirse en la formulación de un pensamiento propio, que se articula como posible respuesta iberoamericana a una problemática global, en el sentido de una filosofía de la liberación.

Los primeros escritos filosóficos de Zea —"El sentido de responsabilidad en la filosofía actual," "América y su posible filosofía," "En torno a una filosofía americana," de 1940, 1941 y 1942 respectivamente—, son testimonios de su compromiso. Se trata, en el primero, de una preocupación en busca de definición, que en 1942 se precisa como proyecto personal y, a la vez, como manifiesto generacional. Zea comienza su estudio de 1942 estableciendo un puente entre el foco argentino y mexicano, en las figuras de Francisco Romero y Samuel Ramos. Estos estudios a su vez van a influir en los doce puntos que Gaos articuló en las Jornadas Americanas del Colegio de México de 1943, y que luego Zea actualizará en su realización.[5] En esta tercera etapa, Zea es, indiscutiblemente, la figura directriz. En este sentido, los años cuarenta y cincuenta son únicos en los proyectos en colaboración. Son años de debate, pero también de integración y de respeto ante opiniones controvertidas.

Asumir al Leopoldo Zea de esta tercera etapa es comprender que las posiciones encontradas no sólo no impiden poder trabajar en unos mismos objetivos, sino que son necesarias para enriquecer y fortalecer el diálogo y los resultados. En este sentido, el “Prólogo” con que inicia Miró Quesada su libro Despertar y proyecto del filosofar latinoamericano, es un modelo de diálogo con Zea. Parten de conceptos enfrentados del quehacer filosófico, pero también lo hacen desde una posición de mutuo respeto, de mutua lectura detenida y crítica. Algo semejante podríamos decir de las dos obras de debate que cierran lo que hemos denominado tercera etapa. Me refiero al libro de Salazar Bondy, ¿Existe una filosofía de nuestra América?, y la obra de Zea, La filosofía americana como filosofía sin más. En realidad, varias de las obras fundamentales de Zea de esta etapa, son obras que surgen en diálogo (América como conciencia, 1953; América en la historia, 1957; América Latina y el mundo, 1960).

La articulación del pensamiento de la liberación en la década de los sesenta y setenta, es prueba de lo fecundo de los esfuerzos de organización, debate y recuperación de la propia problemática durante aquellas dos décadas. Quizás en la complejidad y dispersión de nuestro siglo XXI no sea posible duplicar la euforia intelectual de aquellos años, pero asumir no implica copiar, sino crear en diálogo. Todo momento se nos presenta como encrucijada. Asumir a Zea es colocarnos a la altura de nuestro contexto con la misma determinación con que Zea y su generación enfrentaron el suyo. Asumir a Zea es implicarse en la lectura de lo que se piensa en América, es recuperar el objetivo primario de diálogo y debate que animaba los encuentros profesionales de las décadas de los años cincuenta y sesenta, y superar así el narcisismo colectivo que domina hoy día en nuestras reuniones.[6]

3. Dos aportaciones de Leopoldo Zea al tema de nuestro tiempo[7]

La tercera fase en mi propuesta asuntiva de la obra de Leopoldo Zea, se relaciona con dos momentos filosóficos: década de los años sesenta y década se los años noventa. El primer momento se caracteriza por la toma de conciencia de las relaciones opresor-oprimido, que parecen estructurar el comportamiento entre naciones. El segundo momento busca articular el reconocimiento de la igualdad en la diferencia. Leopoldo Zea desarrolla ambos discursos durante la década de los años cincuenta y ochenta respectivamente. Sus ideas, que se anticipan a temas fundamentales de su tiempo, pronto se generalizan, pronto, también, son secuestradas por los centros de poder, transformadas y regresadas a la “periferia” bajo nuevo cuño, para consumo de una intelectualidad aún dominada por la imitación. Con secuestradas quiero decir que los centros de poder las adoptan y las regresan transformadas a la “periferia”, con lo que aquello que en su origen pudo haber sido una arma de confrontación y superación, se convierte, a su regreso, en nueva estructura de opresión. Zea inicia el proceso al centrar sus reflexiones en el ser humano como problema y proponer la igualdad en la diferencia

3.1. Igualdad en la diferencia: el ser humano como problema

A través de un largo proceso de gestación que se inicia con la recuperación de lo americano, la obra de Leopoldo Zea nos lleva desde la articulación del discurso filosófico de “América como problema”, al de “América como conciencia”, para llegar en un paso final de interiorización a un planteamiento de implicaciones globales: “El ser humano como problema”. El latinoamericano, nos dice Zea, “no es sino un hombre entre hombres, y su cultura una expresión concreta de lo humano. No más, pero tampoco menos” (1960: 11). Descubre en este proceso que la cultura occidental se encuentra atrapada en una relación de “oprimido/opresor”, que hace depender la liberación de unos en la opresión de otros; es decir, nos señala Zea, “se establece una lucha de carácter dialéctico mediante la cual se regatea y concede humanidad, se exige y se niega (1953: 85). Es así, continúa Zea, como se instauran “múltiples formas de discriminación apoyadas en pretextos de lo más sutiles o brutales. Justificaciones como la pigmentación de la piel que puede ser negra, morena o amarilla y no blanca. Justificaciones apoyadas en la clase social a la cual se pertenece. O bien la del sexo. Ser negro, obrero o mujer y no blanco, patrón o varón son formas que justifican el rebajamiento de una parte de la humanidad en beneficio de otra” (1953: 85).

Es decir, lo accidental –color, clase social, sexo– se eleva a categoría y se propone como arquetipo de lo humano. Y, como señala Zea, “no sólo los hombres, también pueblos enteros o culturas dependen de este tipo de juicios. En la historia de la cultura aparecen siempre pueblos que se consideran a sí mismos como donadores de humanidad. Pueblos que hacen de su propia cultura la piedra de toque ante la cual ha de justificarse todo pueblo que quiera entrar en la órbita de lo que se considera Humanidad” (1953: 86).

Zea reconoce que Iberoamérica ha adoptado, en cuanto a sentirlos suyos, los valores occidentales en torno a la dignidad humana, pero descubre que son precisamente estos valores, aplicados desde el círculo “oprimido/opresor” de Occidente, los que la mantienen marginada. Quizás por ello, la reflexión de Zea se encamina en dos direcciones complementarias: Primera, universalizar dichos valores para que no puedan ser reclamados como exclusivos por ningún pueblo; y segunda, problematizarlos para deconstruir el modo cómo la cultura occidental usó de ellos.

Lo primero (el universalizar los valores en torno a la dignidad humana) se consigue mediante la globalización de la cultura occidental y la consecuente comunicación que se establece entre los pueblos antes marginados. Se busca entablar el diálogo desde un respeto intercultural, que revele la posibilidad de un nuevo nivel de comunicación que parta esta vez del reconocimiento de la diferencia. Zea lo formula de la siguiente manera: “Ningún hombre es igual a otro y este ser distinto es precisamente lo que lo hace igual a otro, ya que como él posee su propia e indiscutible personalidad” (1988a: 19).

La segunda proyección (la problematización de la praxis de la cultura occidental) es la más genuina iberoamericana y la que fundamenta el pensamiento de la liberación. Desde América se problematiza el discurso filosófico que aporta el primer contacto con Occidente. En este encuentro inicial descubre Leopoldo Zea formulada la disyuntiva que caracterizará el desarrollo ulterior: “La discriminación que dentro del orbe cristiano plantea Sepúlveda [al poner en duda la humanidad de los habitantes del continente recién descubierto para la mente europea] se transforma en una gigantesca discriminación planetaria. Por una parte los hombre Hombres, por el otro subhombres, apenas aspirantes a Hombres” (1969: 14). En la estructura de la modernidad europea se llega al “hombre” por abstracción, y ello permite que su arquetipo de ser humano pueda trascender su propia contextualización y manifestarse como el modelo de humanidad a conseguir. Se articula de este modo un discurso filosófico que justifica, nos dice Zea, “toda clase de expansiones y toda subordinación, como vías para la supuesta humanización de la Humanidad” (1969: 53).

La problematización que comienza a formular Zea y su generación durante las décadas de los años cuarenta y cincuenta, encuentra en los años sesenta resonancias en el proceso deconstructivo con que Occidente cuestiona ahora su modernidad. Se plantea de nuevo, con premura, la vieja polémica Las Casas/Sepúlveda, pero con una diferencia fundamental: los pueblos no occidentales participan también, por primera vez, en el debate. La lucha por la dignidad humana es el punto de encuentro en el que ahora coinciden las diversas culturas de nuestro planeta. Lo que se problematiza es la estructura europea del concepto. Zea es preciso en este punto: “Toda filosofía, hasta nuestros días, ha sido una filosofía de la liberación. Pero, ¿cómo es que esta misma filosofía puede, a su vez, transformarse en una filosofía de la dominación? Hasta ahora la liberación parece descansar en la dominación de otros hombres. Una especie de hombres se libera para imponer, a su vez, su dominación a otra especie de hombres, hasta que estos toman conciencia y se liberan, pero para imponer nuevas subordinaciones” (1974: 42).

3.2. Celebración de la diferencia: el secuestro de un concepto

En la década de los sesenta emergen los procesos de globalización como ruptura con el pasado; y se manifiestan como desequilibrio generacional. Se asienta una estructura global, al mismo tiempo que se articula una rebelión contra la misma. Desde los centros de poder se difunden clasificaciones económicas (países desarrollados y subdesarrollados), políticas (primer mundo y tercer mundo) y culturales (centro y periferia), a la vez que se articula un pensamiento que pretende anularlas: el discurso posmoderno en el seno de los centros de poder y el discurso de la liberación desde los espacios marginados. Ambos son discursos intransigentes que en la práctica rechazan el diálogo.

  1. El discurso posmoderno deconstruye las estructuras de la modernidad, sin propuesta para la creación de nuevas estructuras: se manifiesta como discurso teórico a espaldas de la realidad vivida.
  2. El discurso de la liberación, en sus inicios, según lo formula el pensamiento iberoamericano, surge igualmente en confrontación desde unos presupuestos sociales importados. No busca el diálogo. Se repite el viejo principio de “liberar a los otros, pero sin los otros”. “Sólo los oprimidos liberándose –nos dice Paulo Freire–, pueden liberar a los opresores. Estos, en tanto clase que oprime, no puede liberar, ni liberarse” (50). Gustavo Gutiérrez afirma en cierto memento que “nuestro amor no es auténtico si no toma el camino de la solidaridad de clase y de la lucha social” (344-345). En este mismo sentido se expresa Enrique Dussel cuando pretende que la filosofía que se articula desde la periferia no es ideológica (19). O el caso extremo de Eduardo Galeano cuando postula la cómoda posición de que “el subdesarrollo latinoamericano es una consecuencia del desarrollo ajeno” (440).

Desde los centros de poder se desarticuló pronto este discurso de confrontación a través de dos frentes complementarios: A) Primero, mediante una autocrítica que descubre también zonas marginadas, que son verdaderas periferias de subdesarrollo económico y cultural en el seno del llamado “Primer Mundo”. B) Secundo, y de modo simultáneo, se pudo demostrar algo obvio en el denominado “Tercer Mundo”; su realidad no era homogénea; también incorporaba una estructura de opresión semejante a la que desde allí se condenaba. Es decir, los mismos núcleos sociales que acusaban a los centros de poder, albergaban en su seno poblaciones marginadas, condenadas igualmente a una vida de subsistencia mediante estructuras que perpetuaban su subdesarrollo económico y cultural. Un buen ejemplo de las repercusiones de este discurso, con referencia a la situación peculiar de México, sería la problemática que trata Guillermo Bonfil Batalla en su libro México profundo: una civilización marginada (1987). Se pudo así ignorar la confrontación, al considerar la situación de opresión como una problemática común a todos los pueblos.

En Iberoamérica, el discurso filosófico de Leopoldo Zea busca la superación del estado de confrontación. En 1974, señala ya sin ambigüedades que “son los modelos los que crean los paternalismos, las dictaduras para la libertad y en nombre de la libertad. Una libertad que se niega a sí misma al no reconocer en otro hombre su posibilidad” (1974: 46). Pasa luego a formular un discurso dialógico que en nuestros días se ha convertido en “el tema de nuestro tiempo”. Zea rechaza “el discurso que considera bárbaro cualquier otro discurso” (1988: 23), y postula que “todos los hombres son iguales por ser distintos” (1988a: 19). Al elevar al ser humano en sus relaciones, como problemática, su discurso filosófico confronta las estructuras de opresión a nivel global. Regresa la problemática a los centros de poder, pero también fuerza a los antes denominados pueblos tercermundistas, a confrontar sus propias estructuras de opresión. Zea basa esta nueva filosofía intercultural en el postulado de que “todo hombre ha de ser centro y, como tal, ampliarse mediante la comprensión de otros hombres” (1988: 66). Es decir, concluye Zea, “de lo que se trata ahora es de entender lo diverso a partir de la propia e ineludible diversidad” (2000: 9).

Regresemos a los enunciados de este proceso. A partir de la década de los años sesenta, los pueblos que se sentían marginados confrontaron a los centros de poder desde la altura moral que les proporcionaba el postulado de que ningún pueblo puede considerarse civilizado mientras su estructura sociopolítica lleve consigo la opresión de otros pueblos. En esos mismo centros de poder estaba ya en ebullición una postura semejante, en cuanto a que ellos poseían en su propio seno sectores igualmente oprimidos. Este proceso de deconstrucción de sus propias estructuras de poder, que asociamos con el discurso de la posmodernidad, tuvo rápidamente resonancia en los pueblos considerados tercermundistas. La problematización interna consecuente descubre en sus propias entrañas sectores doblemente marginados. Con ello la problemática de la marginación no se supera, pero deja de ser prerrogativa de unos pueblos para convertirse en un problema global en las relaciones humanas: ningún pueblo parecía estar exento de culpa, ningún pueblo tenía la autoridad moral para acusar a los demás.

Leopoldo Zea supera la trampa de la confrontación y asume la responsabilidad de condenar la opresión allí donde se encuentre. Sus investigaciones le llevaron a descubrir que una de las causas fundamentales de la marginación era la diferencia. Es decir, los pueblos parecen otorgar humanidad en relación a la semejanza con ellos que encuentran en los demás pueblos. No importa que se les crea sin “alma”, como en el caso de Sepúlveda, o se use la terminología más moderna de “tercermundista”, “subdesarrollado” o “periférico”, como en nuestros días, entonces como ahora era la diferencia la que motivaba la discriminación. Por ello Zea erige la “diferencia” como bandera de la igualdad.

Pero el discurso de la igualdad en la diferencia que enarbola Leopoldo Zea, en la abstracción filosófica de su enunciado, ha sido de nuevo secuestrado por los centros de poder. Esta vez pronunciando, igualmente al nivel de la abstracción, un respeto absoluto a la diferencia (en la religión, en las “culturas”, en las etnias, en el género, en las preferencias sexuales...). De nuevo, igual que ocurrió con la confrontación a la opresión que se articuló a partir de los años sesenta, ahora, desde los centros de poder, se exporta a la “periferia” el respeto a la diferencia. Pero se trata de un “respeto” que paradójicamente viene a perpetuar, sino justificar, el statu quo; o sea, un “respeto” que favorece el encubrimiento de viejas formas de opresión. El respeto a la diferencia lleva implícito dos discursos: uno liberador y uno opresor. Veamos de modo esquemático en qué sentido.

La comprensión de la “diferencia” no se consigue con su enunciación. Desde las premisas de un pensamiento liberador, nos parecerá legítimo el postulado de Sergio García de que “el núcleo de los derechos indígenas se halla en la pretensión de ‘ser’. En seguida, en la de ser ‘diferente’. Por último en la de ‘perdurar’” (159). Y no se trata sólo de un discurso filosófico, sino también de una práctica legislada en la formulación de nuevos paternalismos político-sociales como representan las llamadas soluciones al caso “Chiapas” en México, o la legislación indigenista en la nueva constitución venezolana. En ningún momento se pasa a reflexionar en qué consiste ese “ser diferente que perdura”.

El ecuatoriano Alfredo Jácome articula con claridad meridiana una dimensión de ese “ser diferente” en su novela Porqué se fueron las garzas. La reflexión la hace el protagonista, un “indio” que había seguido estudios universitarios y era director de un colegio: “Qué jodida esta mezcla, indio por fuera, blanco por dentro. Blanco con todos sus saberes, indio con título de blanco, indio con mando de blanco” (43). En el caso que destaca este ejemplo, la diferencia que se quiere “respetar”, la del indio, consiste en un ser ignorante, postergado y subordinado. Estas conclusiones coinciden con las del antropólogo Bonfil Batalla cuando nos dice que “se sabe bien que muchas personas que tienen por lengua materna un idioma indígena, lo ocultan y niegan que lo hablan” (46), por lo que, continúa, “algunos padres prefieren que sus hijos no hablen la lengua de sus antepasados” (72). Este es también el sentido de la expresión “nos hemos vuelto gente de razón” (Bonfil 46), con que el “mestizo” busca alejarse del “indio”.

Pero no necesitamos acudir a la ficción literaria ni a las investigaciones antropológicas, cuando la realidad cotidiana nos abofetea constantemente con la jerarquización intercultural de las culturas. Así ocurre hoy día con el proceso de “brownin” (blaqueamiento de la piel entre personas negras); es decir, browning como proceso de superación, de dejar de ser aquello que se considera inferior en la estructura intercultural de toda fundamentación cultural: “Para convertirse en un brownin las personas están blanqueando, cubriendo su cara con capas de crema para la piel importada ilegalmente y que contiene esteroides o mejunjes más baratos hechos en casa, que producen el efecto deseado de blanquear la piel. [To become a brownin people are bleaching, coating their face with layers of illegally imported skin cream containing steroids or less expensive, home-made concoction that produce the desired whitening effect].” La razón para ello, explicaba una persona entrevistada, es clara: “Cuando tienes la piel más blanca, la gente te presta más atención. Uno es más importante. [When you are lighter, people pay more attention to you. It makes you more important”] (Kovaleski 6).

Asumir críticamente el pensamiento filosófico de Leopoldo Zea requiere hacer nuestro su postulado de que “todo hombre ha de ser centro y, como tal, ampliarse mediante la comprensión de otros hombres”. Pero debemos acercarnos a la “diferencia” desde una posición crítica y de ningún modo celebrarla por el solo hecho de serlo. La celebración absoluta de la diferencia que se hace desde los centros de poder, tanto internos como externos al ámbito nacional, es en verdad el encubrimiento de una realidad intercultural rígidamente jerarquizada, y en cuya cúspide parecen encontrase los valores de dichos centros de poder. Sin duda necesitamos asumir nuestra “diferencia”, pero seamos precavidos al celebrarla. Busquemos críticamente nuestro centro en la diferencia, para así poder cribar los esquemas de opresión que son parte recóndita de dicha diferencia.

Debemos recordar, a forma de conclusión, que hemos limitado nuestras reflexiones a tres fases de la rica gama que nos presenta la obra de Leopoldo Zea. La elección es personal y responden a la perspectiva desde la cual yo me aproximo al pensamiento iberoamericano. La primera concierne al método: propone asumir la obra de Zea problematizando el canon que crea, en la doble dimensión de a quiénes se incorpora y cómo se les incorpora. La segunda se refiere a una actitud: propone asumir el compromiso filosófico de Zea (trabajo en equipo, diálogo basado en la lectura crítica de lo que se produce en Iberoamérica, apoyo y compromiso crítico con las iniciativas de nuestros pensadores). La tercera fase que incluí es la propiamente filosófica: propone asumir críticamente el discurso filosófico de Zea de la diferencia, como proyección y actualización del pensamiento de la liberación desde la perspectiva de una filosofía intercultural.

 

Obras citadas

  • Alberdi, Juan Bautista (1943). Bases y puntos de partida para la organización política de la república Argentina. Buenos Aires: Ediciones Estrada, 1943.

  • Bilbao, Francisco. El pensamiento vivo de Francisco Bilbao. Santiago: Nascimento, 1940.

  • Bonfil Batalla, Guillermo (1987). México profundo: una civilización negada. México: SEP, 1987.

  • Dussel, Enrique (1977). Filosofía de la liberación. México: AFYL, 1989.

  • Egaña, Juan. “Los derechos del pueblo”. Pensamiento político de la emancipación (1790-1825). 2 Vols. Caracas: Ayacucho, 1977.

  • Freire, Paulo (1970). Pedagogía del oprimido. México: Siglo Veintiuno, 1990.

  • Galeano, Eduardo (1971). Las venas abierta de América. México: Siglo Veintiuno, 1989.

  • García Ramírez, Sergio (1996). “Los derechos de los indígenas.” Cuadernos Americanos 56 (1996): 155-163.

  • Gómez-Martínez, José Luis. “La crítica ante la obra de Leopoldo Zea.” Anthropos 89 (1988): 36-47.

  • ______. Pensamiento de la liberación. Proyección de Ortega en Iberoamérica. Madrid: EGE, 1995.

  • ______. Leopoldo Zea. Madrid: Ediciones del Orto, 1997.

  • ______. “Una influencia decisiva:  el legado de José Gaos al pensamiento iberoamericano.” Cuadernos Americanos 25 (1991): 49-87.

  • ______. “Pensamiento hispanoamericano del siglo XIX”. En Historia de la literatura hispanoamericana. Siglo XIX. Vol. 2. Madrid: Cátedra, 1987. pp. 399-416 (versión actualizada en <http://www.ensayistas.org/critica/generales/gomez3.htm> ).

  • Gutiérrez, Gustavo (1971). Teología de la liberación. Perspectivas. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1981.

  • Jácome, Gustavo Alfredo (1980). Porqué se fueron las garzas. Barcelona: Seix Barral, 1980.

  • Kovaleski, Serge F. “Brown skin our, ‘brownin’ in for increasing numbers in Jamaica.” López Velasco, Sirio. “La ética argumentativa de la liberación, el Corredor y el cambio social en Brasil y Uruguay”. VI encuentro Corredor de las Ideas, Montevideo, 12-13 de marzo de 2004. Versión digital, 3 de agosto de 2004. <http://www.corredordelasideas.org/docs/sesiones/comunicaciones1/sirio_lopez.doc>

  • Miró Quesada, Francisco. Despertar y proyecto del filosofar latinoamericano. México: Fondo de Cultura Económica, 1974.

  • Salazar Bondy, Augusto. ¿Existe una filosofía de nuestra América? México: Siglo XXI Editores, 1968.

  • The Washington Post. Reimpreso en el diario Athens Daily News, 7 de agosto de 1999.

  • Zea, Leopoldo (1942). “En torno a una filosofía americana”. Filosofía de lo americano. México: Nueva Imagen, 1984. 34-49.

  • ______ (1943). El positivismo en México: Nacimiento, apogeo y decadencia. México: Fondo de Cultura Económica, 1975.

  • ______ (1949). Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica. México: El Colegio de México, 1949.

  • ______ (1953). América como conciencia. México: Cuadernos Americanos, 1953.

  • ______ (1957). América en la historia. México: Fondo de Cultura Económica, 1957.

  • ______ (1960). América Latina y el mundo. Buenos Aires: EUDEBA, 1960.

  • ______ (1969). La filosofía americana como filosofía sin más. México: Siglo XXI Editores, 1969.

  • ______ (1974). Dependencia y liberación en la cultura latinoamericana. México: Joaquín Mortiz, 1974.

  • ______ (1988). Discurso desde la marginación y la barbarie. Barcelona: Anthropos, 1988.

  • ______ (1988a). “Autopercepción intelectual de un proceso histórico.” Anthropos 89 (1988): 11-27.

  • ______ (2000). Fin de milenio. Emergencia de los marginados. México: Fondo de Cultura Económica, 2000.


Notas

[1] Me refiero a mis libros Pensamiento de la liberación. Proyección de Ortega en Iberoamérica (Madrid: EGE, 1995), Leopoldo Zea (Madrid: Ediciones del Orto, 1997), o estudios como “Pensamiento hispanoamericano del siglo XIX”. Versiones digitales de dichos textos se encuentran ya en Internet (http://www.ensayistas.org/jlgomez/estudios/index.htm).

[2] Para el desarrollo de estas etapas véase mi libro Pensamiento de la liberación. Proyección de Ortega en Iberoamérica, 1995. Aquí únicamente las mencionamos para precisar cómo se inserta Leopoldo Zea en el desarrollo del pensamiento iberoamericano.

[3] El panorama iberoamericano a principios del siglo XIX era bien distinto; la población de la América hispana, que sólo ascendía a comienzos del siglo a poco más de 15 millones, comprendía aproximadamente un 46% de indígenas puros, 8% de negros, 26% de mestizos y únicamente un 20% de blancos, de los cuales menos de un cinco por ciento eran nacidos en España. Se trataba, pues, de un enorme territorio —desde California/Texas hasta la Patagonia— muy poco poblado (en el censo de 1821 Francia poseía 30 millones de habitantes), con pobres vías de comunicación y con más de un 70% de población india y mestiza, cuya mayoría no hablaba español ni compartía las mismas costumbres, ni leyes, ni siquiera interpretaba la religión católica de un modo uniforme.

[4] Especialmente a través de estudios como “La utopía de América” (1925) o Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928).

[5] En breve, entre esos doce puntos destacan los siguientes: Organización de un Congreso donde estén representados todos los países de lengua española; organización de bibliotecas para la investigación; orientación de las tesis hacia la historia del pensamiento hispánico; fundación de institutos para el estudio del pensamiento; publicación de una revista exclusivamente filosófica en lengua española; fomento de las ediciones y reediciones de textos; intercambio regular de profesores y estudiantes; organización periódica de congresos y presentación de ponencias sobre la historia del pensamiento en lengua española. Véase a este propósito mi estudio “Una influencia decisiva: el legado de José Gaos al pensamiento iberoamericano.” Cuadernos Americanos 25 (1991): 49-87.

[6] En el reciente encuentro del Corredor de las Ideas en marzo del 2004 en Montevideo, Sirio López exhortó a los participantes con unas palabras sentidas y necesarias, pero que no tuvieron repercusión ninguna en las conclusiones del encuentro y propuesta para la próxima reunión: “El Corredor NO puede transformarse en un encuentro académico más, donde cada uno va a leer lo suyo y vuelve a casa sin enriquecerse con la contribución de los demás y donde NO hay acumulación de reflexión a partir de la crítica recíproca; creo que esta última es la mayor carencia del quehacer filosófico en nuestra América Latina” (http://www.corredordelasideas.org/docs/sesiones/comunicaciones1/sirio_lopez.doc).

[7] Reproduzco aquí, actualizado, parte del texto de una conferencia pronunciada en homenaje a Leopoldo Zea en 1992. Se trata de dos aportaciones de Leopoldo Zea al discurso filosófico actual, que me parecen fundamentales para una reflexión creadora ante el proyecto de la globalización.

 

[Fuente: José Luis Gómez-Martínez. “Leopoldo Zea: reflexiones para sumir críticamente su obra.” Cuadernos Americanos 107 (2004): 31-44.]

 

© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

PROYECTO ENSAYO HISPÁNICO
Home / Inicio   |    Repertorio    |    Antología    |    Crítica    |    Cursos