José Luis
Gómez-Martínez
Teoría del ensayo
Dass der Essay, seit Montaigne, wesentlich Dialog
sei, ist in der gesamten Diskussion um die
Gattung ein Topos. Der Essay hat, noch unter
dem äusseren Anschein der sachlich-monologischen
Abhandlung, dialogische Struktur: er spricht den Leser
als Partner an, tituliert ihn häufig und fingiert
dessen Einwürfe. Der Essay ist wesentlich "Unterhaltung".
Ludwig Rohner
10. EL CARÁCTER DIALOGAL DEL ENSAYO
El ensayista es acusado con frecuencia de proporcionar a sus ensayos cierto aire coloquial. Y
es que lo coloquial se identifica las más de las veces con lo vulgar. No obstante, aun
dentro de los límites estéticos que cada época lleva consigo, el análisis detenido de
un texto literario parece apuntar que lo "vulgar" no se encuentra en sí, ni en
el significado ni en el significante de la palabra, sino que el tinte de vulgaridad lo
adquiere ésta cuando el escritor la usa desacertadamente. Pero volvamos al principio. Al
decir que el ensayo posee cierto aire coloquial, sólo pretendo resaltar su carácter
conversacional. El ensayista dialoga con el lector. Por ello señala Pérez de Ayala:
"He dicho muchas veces que mi manera de entender el periodismo literario consiste en
suponer, al momento que estoy escribiendo, no tanto que manejo la pluma cuanto que
mantengo una conversación, de inmensurable radio, con todos esos amigos invisibles,
incógnitos y para mí innominados, que son los lectores" (IV: 992).
Bien mirado pues, si el ensayista, en una proyección de su misma personalidad,
transmite sus pensamientos con la naturalidad que le impone el hacerlo al mismo tiempo que
los piensa y según estos son pensados, no puede, ni debe evitar las expresiones
coloquiales que con sencillez emanen en su proceso. Cortázar asume en el texto que su
lector hace signos de cansancio por la prolongación del ensayo y añade: "Soy
sensible a estas insinuaciones pero no me iré sin una última reflexión" (I: 157).
Unamuno, del mismo modo, nos dice en un momento de excitación: "Y a quien le
pareciere esto una paradoja, con su pan se lo coma, que yo no voy a explanarlo aquí
ahora" (Viejos, 11). Y lejos de producir en nosotros una mueca de rechazo, nos
une, no ya sólo intelectual, sino emocionalmente también, a lo que nos comunica, con la
sensación de que nos hace confidentes de algo que le oprime y que necesita desahogar ante
el amigo.
Si hay alguna expresión común a los ensayistas de todos los tiempos, es aquella que
hace referencia al carácter dialogal del género. El ensayista conversa con el lector, le
pregunta sus opiniones e incluso finge las respuestas que éste le da: "Oydo lo que
hemos dicho y visto lo que hemos contado, pregunto agora yo al lector de esta escritura:
¿qué es lo que le paresce devría escrevir destos tiempos mi pluma?" (Menosprecio,
157), nos dice Antonio de Guevara en los comienzos de la ensayística española. Angel
Ganivet, más moderno y directo, señala: "Para terminar esta conversación
excesivamente larga que he sostenido con mis lectores, y considerando que hasta aquí todo
ha sido retazos y cabos sueltos, y que no estará de más defender alguna tesis
sustanciosa, voy a sentar una que formularé al modo escolástico" (I: 138). Tal
compenetración y aparente intercambio de ideas con el lector es tan intenso, que el
ensayista con harta frecuencia evita hacer referencia al proceso de escribir al referirse
a su obra, y prefiere suponer que ha estado "conversando" con el lector (como
Ganivet), o alude a lo que éste ha "oydo" (como Guevara). Incluso, a veces, se
dirige al lector con fingido enojo, así dice Montaigne: "Si mis comentarios no son
aceptables, que otro comente por mí" (104). Y es que el ensayista no presenta nada
terminado, sino que desarrolla sus ideas al escribirlas, y no lo hace en la forma
sistemática del que expone algo preestablecido, sino al modo del que piensa en el proceso
mismo de escribir, y cuyo texto se presenta como un producto en el que el lector está ya
colaborando: "Y ya que nos hemos lanzado por este firmamento de los símbolos,
recordaremos la fábula ..." (Reyes 103). De ahí que la lectura del ensayo no pueda
ser pasiva. Nada hay en él seguro. Todo parece provisional y sujeto a revisión. De hecho
el ensayista espera la participación activa del lector y le exige que proyecte aquellas
sugerencias apenas apuntadas en el ensayo y vueltas a dejar en el rápido cabalgar de la
"conversación". Por ello son frecuentes las ocasiones en que el ensayista
interpela al lector: "Pues bien; yo pregunto a los lectores desapasionados"
(Altamira 110). O se excusa: "Perdón, lector, por la mucha largura y prolijidad que
va explayando este ensayo" (Pérez de Ayala III: 637). Es decir, su ideal queda
expresado en las palabras de Unamuno: "Mi empeño ha sido, es y será que los que me
lean, piensen y mediten en las cosas fundamentales, y no ha sido nunca el darles
pensamientos hechos" (Mi religión, 14).
El ensayo es, en efecto, diálogo; pero en él el diálogo se establece con el lector,
considerado éste no como una persona determinada, sino como un miembro de "la
generalidad de los cultos". De ahí la diferencia que existe entre el ensayo y el
diálogo como forma literaria. Al tratar de escribir un ensayo en forma dialogal, se corre
el peligro de que el lector se convierta en espectador, por ser incapaz de poner su
pensamiento al nivel del de aquellos personajes del diálogo, y que por ello adquiera una
actitud pasiva que en el acto le haría perder interés por lo escrito, por lo que
"los otros" están discutiendo. Tal reacción parece en sí lógica, ya que,
incluso en los diálogos entre dos personas, la identificación del lector con uno de los
personajes se hace muy delicada. Por una parte, la libertad en el tratamiento del tema
queda forzosamente restringida a la contestación de ciertas preguntas, le parezcan o no
éstas necesarias o apropiadas al lector. Por otra parte, aun concediendo que uno de los
personajes se identifique con el autor implícito, si el lector posee una mente más ágil
que la del otro dialogante, las preguntas de éste le parecerán infantiles, lentas o sin
interés. Y si por el contrario el lector es más tardo, las preguntas,
subconscientemente, le humillarán e impedirán meditar, o proyectar en su propio mundo
interior las sugerencias que se apunten en el transcurso de la exposición. En cualquiera
de estos casos lo escrito dejará de ser ensayo. No quiere ello decir que la forma
dialogal se oponga a la esencia del ensayo (de hecho Platón llega a convertir partes de
sus diálogos en verdaderos ensayos), sino más bien señala la barrera que la forma
dialogal establece entre el escritor y el lector.
En realidad, la diferencia intrínseca entre el diálogo como forma literaria y el
ensayo se encuentra en que el primero indica explícitamente una posible interpretación
de lo expuesto por el autor, mientras que en el ensayo hay varias interpretaciones a
distintos niveles que se hallan sólo implícitas en la obra. Por ello, en tanto el
diálogo se limita en la calidad del público a quien se dirige, el ensayo deja abierto su
radio de acción. En el diálogo, uno de los personajes se identifica con el autor, pero
los dialogantes secundarios establecen el carácter de los lectores a quienes se destina.
En el ensayo, por el contrario, como la interpretación depende del lector individual, sea
cual fuere la agilidad mental de éste, encontrará en él un fértil campo de ideas; y
sólo el resultado final podrá variar en las diversas categorías de lectores. El
propósito del ensayo, incitar al lector a la meditación, se cumplirá independientemente
del nivel de respuesta. En otras palabras, el ensayo es un diálogo donde uno de los
personajes es el autor y el otro es el lector. Además, una vez que superamos el aspecto
superficial de la forma, y penetramos en la esencia de lo escrito, no es raro encontrar
una inversión de los términos formales: un diálogo dinámico por naturaleza, puede
llegar a adquirir un carácter estático (así Fray Luis de León en De los nombres de
Cristo), mientras que el ensayo, sin poseer la forma dialogal, comparte con el
verdadero diálogo su energía inmanente.
©
José Luis Gómez-Martínez. Teoría del ensayo. Segunda edición. México: UNAM, 1992 (Esta versión
digital sigue, con modificaciones menores, el
texto de la segunda edición española de Teoría del ensayo).
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