Teoría, Crítica e Historia

José Luis Gómez-Martínez

Teoría del ensayo

 

De todos [los ensayos], si son buenos, puede decirse
que comienzan y acaban en cada página. Los temas
son varios y permiten, casi obligan, a una lectura guiada
sólo por el azar de la ocasión. El ensayo es filosofía
"da camera". Un libro que agrupe varios ensayos dispersos,
o que trate de un solo tema en estilo ensayístico,
es como esas obras musicales que se llaman "suites"
en las que verdaderamente no hay continuidad [...]
y a las que presta unidad solamente el estilo del autor.
Eduardo Nicol

11. EL ENSAYO COMO FORMA DE PENSAR

La condición peculiar del ensayo, que lo hace depender de una armoniosa simbiosis de la idea con la "voluntad de estilo", queda, con harta frecuencia, erróneamente caracterizada con aquellas interpretaciones que sólo lo consideran en uno de sus elementos, o en las que todo parece subordinado a los conceptos que en el ensayo puedan exponerse. Observemos la siguiente afirmación de Eduardo Nicol: "Para el ensayista nato, el ensayo es una forma de pensar; para el filósofo nato, el ensayo es una forma ocasional de exponer lo ya pensado con distinto artificio" (208). En una primera impresión parece que tal aserto está de acuerdo con lo hasta ahora expuesto en mi estudio. Un examen más detenido nos hará notar, sin embargo, la completa independencia que Nicol establece entre el ensayista o filósofo y el ensayo. Y esto nos lleva al meollo del asunto: Mientras que en la novela y en el teatro (la poesía en esto se asemeja más al ensayo) quizás es legítimo el establecer tales independencias, que a fin de cuentas quedarán neutralizadas, por ejemplo, por los juicios de buenas o malas novelas, en el ensayo no es posible mantener tal separación. Estamos de acuerdo con Nicol de que para el ensayista el ensayo es una forma de pensar. Y sin duda lleva razón cuando señala que el filósofo escribe lo ya meditado con anterioridad; lo que no se puede hacer es llamar "ensayo" a lo escrito por éste, ya que se opone a la esencia misma de la ensayística. Veamos: puesto que el material a exponer está ya pensado, la forma de hacerlo estará supeditada al público a quien se destina. Si éste es el de los profesionales de la filosofía, nuestro filósofo se verá forzado a seguir una exposición sistemática y a hacer uso del vocabulario técnico pertinente. El resultado será un tratado filosófico. Si el público a quien se destina la obra es ajeno al gremio de los filósofos, como lo que se pretende exponer había sido meditado previamente con todo rigor, nuestro filósofo se verá obligado a resumir y a dar rodeos para substituir aquellos términos incomprensibles para la generalidad de los cultos. Tendrá que, en definitiva, escribir una obra de vulgarización y no un ensayo.

Cuando digo que el ensayo es una forma de pensar, quiero indicar que está escrito al correr de la pluma, como diálogo íntimo del ensayista consigo mismo: "Para responder a las preguntas que insistentemente quebrantan mi reposo he escrito este ensayo personal" (I: 30), nos dice Antonio Pedreira en Insularismo. Por ello sólo al ensayista le permitimos negarse o contradecirse en aquello que unas líneas antes o en aquel mismo momento acababa de decir. Así, no sólo no ofende sino que crece en nuestro aprecio Santa Teresa cuando de forma espontánea escribe refiriéndose al alma: "De manera, que aún no sé yo si le queda vida para resolgar. Ahora lo estaba pensando y paréceme que no" (85). De este modo, por medio del estilo ensayístico, además de conseguirse el dinamismo y cercanía del diálogo (como indicamos en la sección anterior), se gana igualmente en credibilidad. El lector de ensayos, al compenetrarse en la lectura, se siente ser testigo de la labor creadora del autor y, como tal, más capaz de percibir el verdadero contenido de lo escrito, con la vaga sensación de ser también de algún modo obra suya. Pongamos de nuevo un ejemplo tomado de Las moradas de Santa Teresa, obra cuyo valor estético adquiere proporciones insospechadas al analizarla desde el campo de la ensayística: "Deseando estoy acertar a poner una comparación para si pudiese dar a entender algo de esto que voy diciendo, y creo que no la hay que cuadre; más digamos ésta" (150). La comparación, que parece salir de nuestras mismas manos, no sólo la aceptamos, sino que estaríamos dispuestos a defenderla como algo propio.

Esta transcripción del pensamiento según fluye a la mente del ensayista, se opone, claro está, a la sistematización del tratado. Pero el buen ensayo nos absorbe de tal modo en el proceso generativo de las ideas que nos impide volver la vista atrás, evitando así cualquier intento de visión de conjunto, por lo que el desorden que podría observarse en un análisis meticuloso, es imperceptible al lector. Sírvanos Unamuno, ningún modelo mejor, en la aproximación a esta característica del ensayo, ya que no sólo la casi totalidad de su ensayística ejemplariza este aspecto, sino que él mismo se muestra consciente del mérito que su maestría supone: "Una vez que me he decidido a escribir de cosas de técnica literaria, ruego al lector no profesional que me tolere, y desde ahora le aseguro que, aunque sé por donde he empezado este ensayo —o lo que fuere—, no sé por donde lo he de acabar. Y de esto es, precisamente, de lo que quiero escribir aquí; de esto de ponerse uno a escribir una cosa sin saber adónde ha de ir a parar, descubriendo terreno según marcha, y cambiando de rumbo a medida que cambian las vistas que se abren a los ojos del espíritu. Esto es, caminar sin plan previo, y dejando que el plan surja. Y es lo más orgánico, pues lo otro es mecánico; es lo más espontáneo" (Ensayos, I: 588).

Unamuno señala que el ensayo "es lo más espontáneo", pero debemos tener cuidado en la interpretación del término. La espontaneidad a la que Unamuno se refiere es, desde luego, la etapa decisiva en el proceso de escribir un ensayo, mas no la única. Esta espontaneidad sigue a una profunda y quizás larga meditación; y es seguida por una reexaminación de lo ya escrito, donde se pule el estilo y se precisan las ideas. El ensayista se siente reaccionar ante una situación y transcribe la reacción misma con la espontaneidad con que es sentida; pero tal reacción, a su vez, es producto de una previa meditación. De este modo debemos entender a Montaigne cuando dice: "Así como mis pensamientos se presentan, así yo los amontono, ya se precipiten en tropel, ya se arrastren en fila" (388). Pues a pesar de tal aserto, una somera comparación de la primera versión de este ensayo, "Sobre los libros", 1580, con la edición definitiva, 1595, pone al descubierto la multitud de intercalaciones con que Montaigne fue perfeccionándolo. Para aquellos que únicamente prestan atención a lo superficial, una expresión de Ortega y Gasset tal como: "Tenemos que concluir cuando empezábamos a empezar" (Notas, 105), al finalizar su ensayo "Meditación del marco", sería base suficiente para calificar de improvisación a todo el ensayo. Su lectura atenta, sin embargo, demuestra una intensa meditación y profundidad de contenido. De hecho la espontaneidad no reside en la esencia de lo que se dice, sino en el método y camino seguido. Cuando Julio Cortázar nos dice sobre sus reflexiones que "son cosas que uno piensa cuando está embutido en una platea del teatro des Champs Elysées y Louis [Armstrong] va a salir de un momento a otro" (II: 13), está yuxtaponiendo dos tiempos: lo meditado durante la representación en el teatro y la recreación escrita posterior; y aunque la idea original era algo que había ido madurando entre un instante y el otro, el ensayista desea capturarla con la frescura de su gestación inicial. Por ello, de todos los géneros literarios, el ensayo es probablemente el menos expuesto a la tiranía de las escuelas literarias, ya que en él, precisamente por su espontaneidad, domina la personalidad del autor, quien en definitiva imprime el carácter al ensayo.

De lo dicho anteriormente se deduce que el proceso de escribir un ensayo está dividido en tres etapas: una preliminar en la que se medita sobre el tema a tratar; otra, la más fundamental, en la que se escribe el ensayo; y una tercera en la que se corrige y perfecciona lo ya escrito. Mientras estas tres etapas son, en su orden general, comunes a los otros géneros literarios, las relaciones entre ellas poseen un carácter peculiar en el ensayo. La primera, la meditación es tan independiente del ensayo mismo, que si bien es el primer paso para la creación de éste, se encuentra, no obstante, completamente desligada del proceso mismo de creación. Es decir, no toda meditación va a estar seguida de un ensayo, y el ensayista nunca se pone a meditar como camino a seguir para escribir un ensayo. El proceso es simplemente el opuesto: escribe un ensayo porque la meditación le incitó a ello. Me explicaré: el ensayista que lee un libro, u observa un cuadro o un paisaje, y que se siente reaccionar, y que plasma dicha reacción en un ensayo, lo hace no tanto para la posterioridad, como por ser éste su propio modo de pensar. La meditación que dio origen al ensayo es algo marginal. Una vez que el ensayista empieza a escribir, la forma en que fluye el pensamiento y el desarrollo del ensayo coinciden. El ensayista necesita de ese diálogo íntimo, consigo mismo o con un imaginario lector, para poder seguir pensando; de ahí que el ensayo se convierta en una forma de pensar. Por ello no debe extrañarnos que Ortega y Gasset finalice un ensayo "La forma como método histórico" con las siguientes palabras: "Sobre este asunto quería yo haber escrito el presente capítulo. Pero me encuentro al final con que sólo lo he mentado en el título. ¡Qué le vamos a hacer!" (Espíritu, 31). El ensayista es, al fin y al cabo, un conversador. Y nosotros, en un análisis de tales palabras, le podríamos preguntar a Ortega y Gasset si en verdad trató de escribir un ensayo sobre el tema apuntado en el título, o fue más bien el tema del título el que le sugerió la digresión que plasma en el ensayo que tratamos. En efecto, todo él parece ser en sí una digresión que comienza y acaba con el tema indicado en el título; con lo que éste pasa en realidad a formar el marco del ensayo. Pero de la relación título-contenido me ocuparé más adelante.

El ensayista no sólo se vale en el desarrollo del ensayo de un proceso de asociaciones, sino que cuenta también con la capacidad del lector para establecer otras nuevas en un intento de proyección en infinitas direcciones y a diversos planos de profundidad. Naturalmente, esto motiva que un ensayo pueda comenzar en cualquier momento; y del mismo modo que no existe un principio definido, también puede terminarse en cualquier página. Los temas se introducen y se abandonan según las conveniencias del momento; por lo que son frecuentes las expresiones como las siguientes de Octavio Paz: "No puedo detenerme más en el análisis del tema" (Posdata, 140), o de Pérez de Ayala: "Ya hablaremos de esto otro día" (IV: 996). Los ensayos son como la charla de café que hay que terminar al llegar la hora de ir a casa, prometiendo continuarla al día siguiente, pero que en realidad, al cambiar las circunstancias del momento raramente se hace: "Va siendo demasiado para un solo día. Proseguiremos nuestra histórica caminata en próximos ensayos" (IV: 1058), indica Pérez de Ayala en su ensayo "El arte del estilo". Y el lector interesado en lo escrito, continúa él mismo aquellas proyecciones interrumpidas por el autor, sin pensar por un momento en ir a buscar en otras páginas la continuación prometida. La realidad es que un ensayo no se puede continuar. Podemos, si así lo deseamos, escribir otro ensayo sobre el mismo tema, e incluso que sea complementario del anterior, pero al haber variado las circunstancias que dieron lugar al primero, el enfoque del nuevo ensayo será también distinto.

Tal característica no le hace perder al ensayo en su valor; más bien lo enriquece. Y es que el ensayo, al contrario de los tratados, persigue sólo aquello que sabe que no podrá alcanzar plenamente: en este sentido es fragmentario como la vida misma. De ahí que el valor de los ensayos sobreviva a la época que los vio nacer. Sólo lo que pretendió ser completo, caduca. "Conviene aquí hacer un paréntesis para no caer en el riesgo de dar los toques definitivos a esto que parece ya un esbozo bastante desarrollado" (56), nos dice María Teresa Martínez, indicando explícitamente el sentir de los ensayistas. Ya que el propósito del ensayo es únicamente, con palabras de Díaz Plaja, "mostrar un camino" (11).
 

 

© José Luis Gómez-Martínez. Teoría del ensayoSegunda edición. México: UNAM, 1992 (Esta versión digital sigue, con modificaciones menores, el texto de la segunda edición española de Teoría del ensayo).  Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.

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