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Antonio Heredia Soriano

El krausismo español

“Quedará al cabo en el fondo de nuestra obra, de nuestra labor, un sentido puro, generoso, de verdadera abnegación, que acaso podrá hacer recordar a las gentes del porvenir, que si no fuimos útiles ni aptos para luchar y vencer, fuimos por lo menos bastante devotos de nuestras ideas, bastante fieles a los grandes amores que inspira la patria, a quien pretendemos servir para que, cuando pasen los tiempos y las condiciones cambien, los hombres reconozcan que es necesario poner siempre el egoísmo al servicio de los grandes ideales y de los grandes fines humanos, recuerden que fuimos precursores en esa obra, y que si no supimos adaptarlas, otros adaptarán a la realidad de la vida las ideas que nosotros supimos mantener en toda su pureza, en toda su integridad.”
(Nicolás Salmerón y Alonso, Velada en honor de don Manuel Pedregal y Cañedo.)

 

1. Sentido del krausismo español.

Desde que don Julián Sanz del Río (1814-1869) introdujo en España a mediados del siglo XIX la filosofía krausista, no se ha dejado de denunciar su mal gusto y desacierto. La preferencia que mostró por el oscuro epígono del idealismo alemán Karl Chr. Krause (1781-1832), elevándolo con su elección por encima incluso del brillante y grandioso Hegel (1770-1831), ha tenido por efecto desencadenar contra el pensador de Illescas críticas durísimas, cuando no mofas y chuecas, rayando a veces algunos juicios en la injuria y ofensa personales. No es nuestra intención entrar en este desagradable asunto. La justicia o injusticia con que se ha procedido contra el maestro krausista español ha quedado suficientemente valorada en estudios muy serios, dados a la imprenta en nuestro país a lo largo de la última década por autores tales como Vicente Cacho Viu, María Dolores Gómez Molleda, Eloy Terrón y Elías Díaz, entre otros. A ellos nos remitimos, no sin antes señalar dos hechos que, aunque de diferente alcance y significación, tomados conjuntamente pueden ayudar a comprender mejor el talante profesional de Sanz del Río y el verdadero poder de su obra. Se refiere el primero a la circunstancia de que el profesor español no fue el único a quien se le ocurrió hacerse krausista en la Europa de entonces. También lo fueron personalidades tan destacadas en la vida universitaria del Continente como Ahrens, Rüder, Leonhardi, Tiberghien... Y el segundo, de carácter más sustancioso, al hecho de que aquella litigiosa elección, acertada o errada, ha supuesto a la larga para el país una auténtica revolución cultural, a la hora presente irreversible (Abellán, La cultura 167-168). Pero antes de continuar, y con el propósito de conseguir una más profunda comprensión del sentido histórico del krausismo, detengámonos brevísimamente en la situación socio-política y cultural de España a mediados del siglo pasado.

Por los años en que Sanz del Río comenzaba a enseñar en la Universidad de Madrid y a propagar entre sus amigos la doctrina krausista (1845-1860), nuestro país estaba atravesando una de las crisis más agudas de su historia. Política, social y culturalmente quebrantado a la muerte de Fernando VII (1833), la nueva época constitucional, isabelina, aun reconociéndole indudables méritos públicos, no lograba superar la interna contradicción en que de tiempo atrás se debatía la vida nacional. Pues bien, con el decidido empeño de acabar con aquella situación de media justicia en política y con aquel tedio y falta de vitalidad en lo moral, cultural, filosófico y religioso, dos poderosas fuerzas íntimamente correlacionadas entre sí hicieron entonces su aparición en la arena española: la democracia, surgida del ala izquierda del progresismo, y el krausismo, versión original del viejo cristianismo ilustrado. Esto, sin contar con la prematura y malograda obra del sacerdote catalán Jaime Balmes (1818-1848), de gran aliento reformador, y antes de que aparecieran los intentos orgánicos de Menéndez Pelayo (1856-1912) en lo literario y de Cánovas del Castillo (1828-1897) en lo político.

Ciñéndonos estrictamente a lo cultural, nadie desconoce la penuria en que se hallaba el país a la aparición del movimiento krausista. La falta de vigor en el pensamiento, cuando no la pura y simple ignorancia, eran la tónica dominante. Es muy ilustrativo el testimonio que nos ofrece uno de los más finos conocedores de la España de la época, don Juan Valera:

“En España se estudia poquísimo y se sabe menos de lo que se estudia, porque se estudia mal; a fuerza de ingenio, algunos han logrado hacerse perdonar su ignorancia: no sé si yo tendré bastante para que me perdonen la mía, aunque siempre debo contar, como cuentan todos, con la del público, que es grandísima, colosal. Pero ¡cuán triste recurso para buscarse la vida es el de escribir tonterías confiado en la necedad y poca doctrina de los lectores!... Y, sin embargo, ¡cuántos escriben así!” (36).

El testimonio de Valera no es único. Desde los mismos comienzos del siglo hasta bien entrada la segunda mitad, las denuncias se repiten sin descanso: M. J. Narganes, Donoso Cortés, Balmes, López de Uribe, Borrego, Gil de Zárate, Francisco de Paula Canalejas, Manuel de la Revilla, Menéndez Pelayo … son sólo eslabones de una larga cadena de autores quejosos de nuestra ignorancia y de nuestro atraso. Uno de esos anillos, Donoso Cortés, se expresaba así doce años antes que Valera:

“Cuéntense los libros que se publican, y se verá que son pocos; recórranse sus páginas y se verá que, aun siendo pocos, en su mayor parte son malos. Cuéntense los periódicos que se escriben y se verá que son muchos, porque entre nosotros un periódico no es una empresa literaria confiada a los que estudian y saben, sino una máquina de guerra que conducen y dirigen los osados. La mayor parte de los que a sí propios se decoran con el título de escritores no le merecen en verdad, sino porque com. binan sobre el papel y con la pluma las letras del alfabeto. Ahora bien: cuando los periódicos que, en vez de difundir las luces, difunden la barbarie son leídos, ése es un signo de rápida decadencia, y esto cabalmente es lo que sucede entre nosotros” (621-622).

Sin embargo, a los pocos años de haberse propagado por el país el movimiento krausista comenzó a notarse una conmoción cultural, una energía desacostumbrada, un aliento, una inquietud... Como resultado de tanta siembra empezó a haber de nuevo en España vida filosófica autónoma y pujante, no necesariamente monocroma; y aunque sus frutos no se recogerían hasta algunos años después, no por eso dejaron de atribuirse a aquel magno esfuerza.

“En estos momentos —escribía Francisco de Paula Canalejas, en,1862— los menos dados a estudios filosóficos sienten ya que germina entre nosotros el espíritu filosófico” (196).

Pero la influencia krausista no se redujo al estricto círculo de la filosofía pura, sino que fue mucho más allá. Esquemáticamente, puede decirse que se extendió desde la política a la religión, pasando por la literatura, la pedagogía, la sociología y las ciencias naturales. He aquí un enjundioso texto del malogrado Manuel de la Revilla, escrito en 1875:

“La literatura filosófica, tan fecunda en los países, extranjeros, no ha logrado adquirir verdadero desarrollo entre nosotros hasta la importación de la filosofía alemana. Muchos y poderosos enemigos cuenta esta filosofía, y de graves y no siempre bien intencionadas acusaciones es objeto; violentas polémicas suscita y aceradas críticas provoca; pero nadie que de imparcial y desapasionado se precie podrá negarle el mérito de haber reanimado en nuestra patria no sólo el espíritu filosófico, sino el mismo espíritu científico, dormido, ya que no muerto, en la conciencia española desde los funestos tiempos en que dominó la casa de Austria.

“Los mismos adversarios de esa filosofía debieran estarla agradecidos; que, gracias a ella, vive y se agita con altos bríos y valor indudable la misma filosofía, que después de reinar con absoluto imperio habíase estancado y caído en corrupción y decadencia lamentable, merced a la misma seguridad de su victoria. El renacimiento del escolasticismo, personificado hoy en un eminente filósofo, por todos conceptos respetable, no es obra de sus propios bríos, harto amortiguados desde el siglo XVI acá, sino del acicate de las doctrinas opuestas; porque la lucha es la vida, y toda enseñanza que vive sin oposición ni combate, estáncase, y al cabo muere a manos de la molicie que el poder no disputado engendra.

“La reanimación de la vida científica y como de rechazo de la vida religiosa, la elevación de la política a la condición de verdadera ciencia, la vitalidad poderosa dada a la enseñanza, la creación de hábitos de reflexión y de estudio, la renovación radical de las ciencias empíricas, la revelación de nuevos ideales artísticos y literarios: tales son los frutos positivos y razonados que, a vuelta de innegables errores y notorios descaminos, ha deparado a la sociedad española esa filosofía alemana, tan combatida y ridiculizada por los que no la entienden, tan villanamente calumniada por los que no quieren ni les conviene entenderla, y tan comprometida a veces por el celo, no siempre ilustrado ni prudente, de algunos de sus entusiastas partidarios” (“Prólogo” vii-viii. Véase también Calderón Arana, 36-40).

Tan ancho, extenso y heterogéneo influjo hace pensar que el krausismo no fue un mero repertorio de ideas abstractas, ni tampoco un círculo intelectual fácilmente clasificable en los rígidos moldes de una escuela filosófica. Aquella multiplicidad de presencias obliga a considerarlo más bien como un rico y dilatado movimiento humanista, que tuvo además la virtud de dejar clarearse con cierta nitidez el viejo reformismo español, de inequívoca raigambre cristiana. En definitiva, desde un punto de vista sociohistórico, parece que el krausismo consistió principalmente en un amplio compromiso, expreso o tácito, que hombres de diferentes tendencias políticas, filosóficas y religiosas hicieron con los valores de la modernidad, con el fin de ensayar la regeneración de la vida nacional en sus más variadas manifestaciones; “compromiso” que cada cual cumplió a su modo —según le dictaba la conciencia— y en la esfera que pudo o quiso —según las aptitudes y aspiraciones particulares—. Creo que es ésta la manera adecuada de entender el krausismo español como fenómeno histórico-cultural, ya que apenas rozó la media docena de seguidores que llegaron a enterarse de su intrincada arquitectura metafísica. Por otra parte, tampoco se comprendería bien cómo pudo persistir su influjo incluso más allá del olvido y escarnio de su filosofía pura.

“Espíritu de armonía, defensa de la libertad, culto a la ciencia, afirmación de la razón, moralismo, pedagogía y religiosidad pueden considerarse, así, como el cuadro esquemático [...] de las características generales que corresponden a esa actitud intelectual propia del krausismo español” (Díaz, “Estudio Preliminar” 19). Junto a estas notas señaladas por el profesor Elías Díaz cabe indicar también, como típico del krausismo, su hondo aprecio de la intimidad y de la conciencia personales. Al igual que San Agustín, Lutero o Descartes, los reformadores españoles no pedían principalmente la adhesión externa a estas o aquellas ideas, sino la vuelta a la simplicidad metódica, al recogimiento interior, al examen de conciencia. Sobre todo, les interesaba crear, como ha dicho Julián Besteiro, “una especie de inquietud fecunda” (Díaz, “Estudio Preliminar” 17). Efectivamente, eso es lo que se desprende al menos de la intención de Sanz del Río, el cual, en 1852, escribía a un futuro lector de la Ciencia Analítica:

“No vaya usted con el pensamiento de que va a adquirir ciencia en el sentido particular de la palabra: Tesoro de conocimientos últimos. Lo que aquí podrá usted adquirir es sólo un Sentido fundamental científico o un Modo de ver las cosas y la ciencia, que luego aplicará usted libremente según la ocasión, la profesión o el interés científico hacia este o aquel asunto” (P. de Azcárate, 174).

Veinticinco años después, Nicolás Salmerón (1837-1908), discípulo predilecto y amigo íntimo de Sanz del Río, describía así la índole de la enseñanza del fundador del krausismo español:

“Si quisiéramos en breves palabras caracterizar la obra emprendida y cumplida con tanta perseverancia, religiosidad y modestia por nuestro maestro común, bastaría, aparte la sacramental condición de la libertad de conciencia, consignar las siguientes notas: sentido universal; indagación reflexiva y sistemática; profesión de la ciencia como maestra de la vida. Dicho se está con esto que, lejos de forjar estrechos moldes de escuela y de exponer doctrina formada con que a la vieja usanza se impusieran dogmáticas conclusiones, perseguía el sano propósito de sacudir la ignava ratio, y de vigorizar y dirigir el pensamiento, para que con propio y libre esfuerzo investigara la verdad, abriéndose a todas las relaciones del mundo sin miedo a la secular intolerancia, sin arrogantes presunciones, sin odio de secta...” (“Prologo” 1878, ix-x).

Avanzando un poco más en el intento de penetrar en el sentido histórico del krausismo, hemos de hacer notar ahora en él la presencia de un factor particularmente polémico: su religiosidad. Ante dicho talante, lo primero que hay que advertir el que nunca fue bien comprendido por el prepotente catolicismo integrista, excesivamente proclive a un tipo de religiosidad escolastizada y formalista. Hubo, es cierto, excepciones; pero su escasa audiencia y notoria exigüidad no hacen sino corroborar la regla general. El hecho es que la crítica que realizaron aquellos bienintencionados católicos condicionaron para muchos años la imagen histórica del krausismo español. Pero cualquiera que se acerque limpiamente a las fuentes tendrá la oportunidad de comprobar por sí mismo cómo la metodología krausista —apoyada en una dialéctica de armonía, no de lucha— no sólo no excluye de su sistema el fenómeno religioso, sino que éste es introducido en el mismo como pieza primordial.

“La religión —ha escrito Krause—, esto es, el conocimiento y el amor de Dios en fiel subordinación y aspiración a asemejársele, la hemos reconocido como una forma fundamental, e históricamente realizable, del hombre y la humanidad; y hemos conocido la sociedad de los religiosos como Institución fundamental en la sociedad humana” (Krause, 237).

Ahora bien, dado el carácter peculiar que la religión había adoptado en nuestro país, y teniendo en cuenta además, como han puesto de manifiesto Gómez Molleda y Elías Díaz, el fondo “medularmente religioso”, del programa reformador de Sanz del Río (Molleda, 34; Díaz, La filosofía 57-59), acaso no sea exagerado afirmar que uno de los fines principales perseguidos por el krausismo originario haya sido el de intentar la transformación del credo quia absurdum de la fe impuesta y ciegamente aceptada en la fórmula más liberal del fides quaerens intellectum.

“Cuando [la abstracción] separa la razón de la religión —había escrito Sanz del Río en su Diario, en 1858—, enciende un fuego que quema sin alumbrar, que seca y consume sin alimentar ni fecundar” (Pablo de Azcárate, 242).

Por su parte, Salmerón, en un texto inédito de su última época estudiantil, se expresaba del modo siguiente:

“¡Nadie desespere de la ciencia porque esteriliza su vida, que la investigación de la verdad, él conocimiento de Dios es un deber del hombre, y no se demostrará jamás que esta indagación sea vana y este conocimiento imposible!” (Salmerón, Generación).

En el fondo, lo que los krausistas se propusieron fue corregir el fanatismo, la superstición, la intolerancia..., vicios a la vez humanos y religiosos, muy propios de una fe inmadura, irreflexiva e infantil.

“Que no es la religión -había escrito muchos años después el mismo Salmerón- la fe pasiva y ciega en determinadas representaciones de la suprema relación entre Dios y el hombre, ni menos la práctica servil y mecánica de los ritos y ceremonias del culto, los cuales degeneran en grosera superstición y declinan en gentil idolatría, si no se entienden y producen como delicada expresión sensible de la idea religiosa y de la íntima penetración por toda la vida en espíritu y corazón ...” (Salmerón 1873, viii).

Otro de los rasgos más sobresalientes del krausismo histórico fue la estimación y defensa de la libertad. En primer lugar, la libertad de conciencia, fundamento de todas las demás libertades: la libertad política, la libertad de enseñanza, la libertad religiosa, la libertad de asociación y de reunión, la libertad de pensamiento, etc., etc. Entre los numerosos textos que podríamos traer aquí sobre tema tan importante fijemos la atención en uno especialmente significativo:

“En política -ha escrito Sanz del Río-, el filósofo respeta y obedece la constitución positiva de su pueblo, acepta leal y libremente sus consecuencias con puro sentido del bien público y mediante éste del bien humano en la constitución definitiva de la patria universal. Procura, sin embargo, al mismo tiempo concurrir por todos los medios legítimos, pacíficos y acertados y donde es llamado, al progreso, reforma o mejora de su constitución bajo el principio de la tolerancia en el todo y parcialmente en todas las esferas de la sociedad política, desde el Estado hasta la localidad; o el gobierno del país por el país; bajo el principio de la libertad del pensamiento, de la prensa, de la enseñanza, de asociación, de comercio, de industria... Por lo tanto, rechazamos la intervención del poder eclesiástico como autoridad en los negocios públicos; como también rechazamos la intervención del poder civil fuera de los límites de su fin y medios propios, si comprime el movimiento libre de las fuerzas sociales según su naturaleza y su fin relativo. El Estado debe dejar a los esfuerzos individuales sociales todo lo que éstos pueden hacer por sí sin daño ni contra derecho público o privado. Rechazamos, por lo tanto, como injusta e invasora la pretensión del Estado a sujetar a su competencia e intervención toda la actividad social: la centralización como sistema de gobierno daña a la educación libre, gradual, progresiva de la sociedad y de las esferas particularmente sociales en su vida interior” (Canalejas, 157-159).

Por otra parte, convencido de que el derecho no se reduce a la burda aplicación de la ley del Talión, el krausismo abogó también sin descanso por la abolición de la pena de muerte. Y no sólo en teoría. También adoptaron —unos más y otros menos— una actitud práctica, comprometida, hasta el punto de verse envueltos en más de una ocasión en duras y amargas pruebas: suspensiones de empleo y sueldo, cárcel, destierros... y muchas otras formas de persecuciones. Nicolás Salmerón y Alonso, Francisco Giner de los Ríos (1839-1915) y Gumersindo de Azcárate (1840-1917) fueron los más claros paradigmas del krausismo militante.

Terminemos este primer apartado haciendo referencia a un asunto particularmente interesante, objeto de pasadas y aún no fenecidas controversias. Nos referimos a la polémica tesis de la raigambre hispánica del krausismo. ¿Deben o no deben ser comprendidos los krausistas dentro de aquella corriente de pensamiento española, típica y fértil, que arrancando de las Universidades de Salamanca y de Alcalá, de Luis Vives y Luis de León, de Alonso de Castrillo y de Francisco de Vitoria, de Teresa de Jesús y Luis de Granada, de Soto, Cano, Báñez, Suárez..., se ha caracterizado por su consistente apresto democrático y liberal, religioso y humanista? Es de sobra conocido que en nombre de una hipotética “ortodoxia” nacional, el integrismo religioso o político viene negando de antiguo la legitimidad de aquella raigambre. Otros también lo han negado, si bien por motivos diferentes: toda tradición que no comience en la Europa de 1848 es espúrea, afirma cándidamente algún que otro grupo de reconocido simplismo socialista. Pero estas respuestas son dadas tan a palo seco, que uno no puede menos de advertir la presencia activa de intereses extracientíficos, más dispuestos a dibujar los particulares deseos que a ofrecer una imagen objetiva de la historia.

Sin embargo, es preciso afirmar con energía y sin la menor ambigüedad que, al menos, nuestros reformadores decimonónicos tuvieron clara conciencia de haberse situado en esa línea de la historia española que, partiendo del siglo XV y sin solución de continuidad hasta el XIX, se ha esforzado, de una parte, por conjugar armónicamente la razón y la fe, la ciencia y la vida; y de otra, por alumbrar un tipo de español culto, amigo de su tiempo, libre de preocupaciones sectarias. Como pueblo —opinan ellos, no sin cierta razón—, anclados en uno de los extremos, sin imaginación ni voluntad para la concordia, y armados, en cambio, con el terrible cautiverio de la Inquisición, perdimos en los tiempos modernos el ritmo de la historia, el norte de nuestro camino, provocando una catástrofe de consecuencias y límites inabarcables.

Pero no todo está arruinado; y precisamente fue un krausista —Francisco de Paula Canalejas y Casas— quien, entre otros pensadores de distinta procedencia, trató de sacar para su siglo todo el partido posible de algunas de las fuentes culturales de más rancio españolismo. La oportunidad o inoportunidad, el acierto o desacierto, la viabilidad o inviabilidad de tamaña empresa no empequeñece en absoluto el reconocimiento de esa decidida voluntad de entronque.

“No creo exagerar -escribe Canalejas- ni deducir consecuencias cuyos datos y razones no consten en las páginas que anteceden, al sostener que el movimiento filosófico español con su método psicológico, con su fecunda intuición de la unidad anímica, con el valor ontológico atribuido a la voluntad, relacionada siempre con la ley suprema del amor divino, que es interna, sustancial y realísima en todo lo existente, sacaba gran ventaja al movimiento cartesiano y hubiera sido de estima y de decisiva importancia para los destinos futuros de la filosofía, precipitando el progreso de las soluciones unitarias retardado por el falso psicologismo de escoceses y franceses.

“Estos brillantes destinos de la filosofía española —continúa diciendo el autor krausista— quedaron como promesas en la historia universal de la filosofía por efecto del aislamiento en que quedó el ingenio español gracias a la política desastrosa de la casa de Austria. La libertad en la indagación, tan esencial en los estudios filosóficos y tan propia del ímpetu intuitivo de los doctores místicos, fue imposible, una vez trabada la contienda entre la política española y la luterana, y la falta de estas condiciones cegó el manantial de enseñanzas que se encontraba en los escritos de los Luises y Santa Teresa de Jesús, convirtiéndose aquella gloriosa vida espiritual en el ascetismo formalista, casuista y gerundiano que revela la balumba de libros de devoción que pervierten el sentido religioso de nuestro pueblo en el siglo XVII.

“Hoy —concluye Canalejas—, el cuadro del movimiento filosófico del siglo XVI trae al entendimiento el problema de si sería hacedero, y no sólo hacedero, sino provechoso para la vida y para las ciencias, concertar el sentido y la tendencia de la mística española, en lo que hay de esencial y metafísico en sus lecciones, con el movimiento novísimo que, como ya se ha dicho, no repugna el misticismo y busca con avidez fórmulas amplias, hijas de principios supremos, en las cuales se resuelvan y desaparezcan aquellas antinomias de la razón humana que la ironía kantista dejó sobre el tapete, dualismos que la ligereza francesa ha señalado en teología, en metafísica y en psicología. El empeña no se me antoja imposible, mucho más para los que siguiendo tradiciones españolas busquen el concepto de Dios fuera o por encima de las definiciones dogmáticas del judaísmo, del cristianismo o del mahometismo, y en esta superior esfera de la teología racional consigan hallar el principio de la ciencia, lleno de realidad y resplandeciendo con verdad eterna. Para nuestras aulas es esta ocupación provechosísima. Para nuestras academias, cuidado muy propio de su instituto, y para nuestra juventud, un método y manera acertadísima de estudiar la ciencia en su sentido real, no en su sentido histórico, viniendo, desde luego, a la meditación y contemplación de los problemas que agitan y preocupan a la especulación filosófica del siglo XIX” (Canalejas 377-379; véase también Castro 1869).

Después de la lectura del extenso, pero importante texto de Canalejas, se comprende mejor que la genuina significación del movimiento krausista reside en el intento, proseguido con constancia ejemplar, de volver a unir entre nosotros lo que el tiempo y las circunstancias adversas habían separado: la teoría y la práctica. De esta forma, ellos creyeron estar -también nosotros lo creemos- en la línea más segura y progresiva de la historia peninsular. Por eso puede decirse que el krausismo no es, sin más, una doctrina importada. Sin negar esto último, el recurso al alemán Krause ha servido solamente —y no es poco— a poner de nuevo en circulación viejas formas de pensar y de vivir a la española (Guy 1967).

2. Trayectoria histórica del krausismo español.

Si bien es cierto que el krausismo es inseparable de una metafísica de gran aliento teórico y sistemático, cuyos vestigios pueden encontrarse en alguna que otra corriente de pensamiento española posterior, también lo es que lo que ha perdurado e interesado más de su patrimonio cultural a través del tiempo ha sido principalmente su espíritu y su filosofía práctica. En efecto, el semblante más técnico y fundamental del mensaje krausista fue muy criticado e hipotéticamente abandonado apenas desaparecido Sanz del Río, en 1869. El mismo Salmerón -una de las mentes filosóficas más firmes de la Escuela- sintió ya en la temprana fecha de 1870 la necesidad de una nueva orientación de principios, y al igual que él, el resto del grupo. En cambio, el programa pedagógico, jurídico, político, religioso y social tuvo mayor vigencia, y, por ende, también ha sido con reiteración el blanco preferido de la diatriba.

Pues bien, en función de la expansión y consolidación del espíritu krausista y de la trascendencia social de su filosofía práctica, dividimos la trayectoria histórica del krausismo español en varios períodos, teniendo en cuenta que dejamos a un lado el largo proceso de introducción, que se inicia alrededor de 1840 y concluye hacia 1854:

  1. Fundación y arraigo (1854-1868).

  2. Apogeo y decadencia (1868-1875).

  3. Transformación y consolidación institucionista (1875-1881).

  4. Expansión y fecundidad institucionista (1881-1936).

  5. Emigración y silencio interior (1939-1975).

El último período -objeto preferente de este trabajo- lo estudiamos en capítulo aparte bajo el título “El krauso-institucionismo en la España de Franco: entre la espera y la esperanza”. Se trata de un intento de sistematización de los múltiples cauces y sentidos que ha tenido la recuperación bibliográfica krauso-institucionista en España durante los últimos treinta y cinco años. Pero pasemos ya, sin más preámbulos, a la descripción y examen de cada etapa.

2.1. Fundación y arraigo (1854-1868).

Abarca desde el nombramiento de Julián Sanz del Río para el cargo de catedrático propietario de Historia de la Filosofía de la Universidad de Madrid hasta los días de la Revolución de Septiembre. Esta etapa representa en todo y por todo la edad heroica de la Escuela, la edad militante por excelencia, la edad de sus mártires y apologistas, la edad de los fundamentos y de la afirmación... Utilizada a manera de escudo teórico por progresistas y demócratas, la nueva doctrina no tardó en provocar contra ella una gigantesca ola de vivas reacciones, sobre todo a partir del famoso discurso inaugural pronunciado por don Julián en la Universidad Central, en 1857 (Sanz 1857; véase la impugnación de Ortí 1857). Sin embargo, la índole de la crítica y persecución no fue siempre la misma. Varió de un período a otro, según el aspecto particular censurado y la diversa representación de los objetores.

Por lo que a estos años se refiere, la oposición provenía principalmente de tres notables sectores de la vida española: la filosofía escolástica, el neocatolicismo y los partidos legales; lo cual no es para extrañarse, teniendo en cuenta que el krausismo fue día y noche, y sin ambages, contra el patrimonio ideológico de esos tres influyentes ámbitos culturales. De triunfar la “filosofía novísima” había que pasar del mediocre constitucionalismo isabelino a la organización estatal abiertamente democrática; del Estado confesionalmente católico a la libertad e igualdad de cultos, así como a la secularización oficial; de la enseñanza centralizada y manipulada a la espontánea y racional organización de los estudios; de la escolatría a la autonomía del sujeto como punto de apoyo de la reflexión filosófica, etc., etc. Ahora bien, ¿quiénes, entre los viejos liberales, entre los recalcitrantes soñadores del absolutismo, o entre los católicos servidores de la política vaticana, estaban dispuestos a permitir ese trasiego de la “esencia nacional”? Evidentemente, ninguno. Por eso, desde todos los ángulos —el universitario, el político, el filósofo y el religioso— comenzaron a dispararse dardos de muerte contra aquella doctrina “temeraria”, “bastarda”, “ilusoria”..., y también contra sus más conspicuos representantes. Juan Manuel Ortí y Lara desde la neoescolástica, el marqués de Orovio desde el Ministerio de Fomento, el marqués de Zafra desde el rectorado de la Universidad madrileña y el Pensamiento Español desde la tribuna de prensa fueron los más temibles enemigos del naciente krausismo español.

El resultado de esa campaña, llevada a cabo con espíritu de cruzada medieval, no pudo ser para la Escuela más negativo y sombrío: 1) Condenación eclesiástica del libro krausista más importante desde el punto de vista del proselitismo, el Ideal de la Humanidad para la Vida; 2) Expulsión de la Universidad y separación del profesorado de Sanz del Río y de sus colaboradores más inmediatos; 3) Persecución física y cárcel para aquellos —como Castelar y Salmerón, por ejemplo— que se habían comprometido de lleno en partidos políticos no reconocidos legalmente. Escribía este último a su maestro, en agosto de 1866:

“Me ha ocurrido también, como a usted, que pueda abrigarse la intención de deshacerse indirectamente de alguno de nosotros; pero esto, por mi parte al menos, no lo consiguen. Por lo que se desprende de las Circulares de Instrucción Pública, lo desean; mas tales indirectas deben tenerse por no dichas. El silencio por nuestra parte es más poderoso; tanto más siendo pasajeras y en la esencia débiles estas citaciones. Si el caso llega, yo seguiré enteramente la resolución de usted como la más prudente y digna. Mientras tanto, yo me creeré en mi puesto tan libre como si estas pequeñas -y aunque fueran grandes- tiranías no existieran. Lo grave y difícil para quien como yo comienza a orientarse en la ciencia, y no camina aún con pie seguro en la educación racional, es llegar a ser verdaderamente libre en su pensamiento; pero conservar el grado de libertad que haya adquirido en la vida de relación, aunque la opresión y la violencia nos cerquen de todos lados, esto no lo creo difícil. ¿No es la libertad tan esencial e íntima al espíritu que puede conservarla en medio de la esclavitud?” (Azcárate 1969, 369).

El texto de Salmerón, al mismo tiempo que da fe de su personal entereza moral, testimonia la existencia de una poderosa máquina de guerra dirigida contra los krausistas, en cuya construcción tuvo no escasa parte el propio Gobierno del país. Pero lo que verdaderamente interesa destacar es el hecho de que ante la enemiga casi generalizada, ante la censura y la rivalidad, el naciente movimiento reaccionó unido y entero, cerrando filas al enemigo. Opuso fuerza contra fuerza, poder contra poder. Y aunque salió perjudicado de esta lucha, consiguió mantenerse vivo más allá de las heridas. Resistió, y aquella maltratada planta de catorce años pudo retoñar, membruda, gracias al activo fertilizante de La Gloriosa.

2.2. Apogeo y decadencia (1868-1875).

Con la Revolución de Septiembre se inaugura la época dorada del krausismo histórico, cuyo esplendor se mantiene prácticamente intacto hasta la caída de la primera República. Durante este período, los krausistas gozaron de un gran predicamento social y de un fuerte poder político, circunstancias que ellos aprovecharon para influir, sobre todo, en la organización de la enseñanza, en la vivificación del espíritu y en la orientación política general del país.

Por lo que respecta al primer punto, otro krausista ilustre, el religioso exclaustrado Fernando de Castro (1814-1874), contando con el apoyo incondicional del nuevo ministro de Fomento, Manuel Ruiz Zorrilla, y estimulado entre bastidores por Sanz del Río, Manuel Ruiz de Quevedo, Salmerón y otros, emprendió desde el rectorado de la Universidad Central un ambicioso programa, cuyo espíritu, aspiraciones y medios para ponerlo en práctica resumió el mismo Fernando de Castro en el discurso inaugural que pronunció —eufórico y sugerente— el 1 de noviembre de 1868:

“Hasta hoy, señores, entre nosotros, apartados del movimiento general de la cultura europea, era considerada la enseñanza puramente como un ramo de la Administración, y la Universidad, como una dependencia más, servida por una clase especial de funcionarios. Si ésta, por fortuna, no era la opinión de todos los profesores, éralo al menos del Estado y de sus poderes. Una centralización exorbitante había hecho del maestro, como del sacerdote, un empleado. De aquí el régimen centralizador de la instrucción pública, la oposición ala enseñanza libre, la falta de vida e iniciativa propias en todas las instituciones docentes, la reglamentación con sus programas y sus libros de texto, el modo exterior, ceremonioso y mecánico de llenar sus funciones académicas el profesor...

“De hoy más, la Ciencia y la Enseñanza, elevadas a poder y sociedad fundamental, serán tan soberanas en su esfera como la Iglesia y el Estado en las suyas; y auxiliadas por éste, sólo de un modo temporal y transitorio, llegará el día en que, descansando exclusivamente en sus propias fuerzas, caminen en armonioso, pero libre concierto con todas las demás instituciones humanas. Independiente la Universidad en la organización interna de sus funciones, declarada campo neutral, donde planten su bandera todas las escuelas y todas las teorías; inviolable el profesor en la expresión de su pensamiento bajo la salvaguardia de su dignidad científica y de su conciencia moral, habrá de mandarnos la razón, no la arbitrariedad; el derecho, no la fuerza. Esta consagración de la libertad de la enseñanza será uno de los timbres más gloriosos de nuestra regeneración presente...

“Por lo mismo que hay libertad, tenemos que buscar orden y sistema en la ciencia, discutiendo bases que la concierten y metodicen dentro de nosotros. Asociarnos con semejante intento, promover conferencias públicas que difundan fuera de este recinto los conocimientos humanos, y en la forma más popular y accesible que se pueda; fomentar la creación de asociaciones que funden la enseñanza en las clases obreras y la propaguen hasta en las más retiradas aldeas; abrir cursos especiales destinados a completar la educación de la mujer; procurar que la juventud se agrupe en academias científicas, y hacer de modo que nuestras bibliotecas y museos puedan utilizarse libremente y por el mayor número: ved aquí los principales medios, que espero aprobaréis, para mejorar el estado intelectual y moral de nuestro pueblo: mejora sin la que, creedme, la libertad perece, y se apaga en la indiferencia el amor a la patria y a las instituciones” (Castro 1869).

Aunque Castro y sus amigos no pudieron realizar del todo sus promesas e intenciones, promovieron sin descanso y con entusiasmo, hasta el límite de sus posibilidades, la educación popular y femenina, en unos momentos en que el analfabetismo sobrepasaba ampliamente el 60 por 100 de la población adulta, e inyectaron además en el raquítico cuerpo científico del país nuevas energías y vitalidad. Los méritos contraídos por los krausistas en el terreno de la enseñanza y de la educación nadie puede lícitamente desconocerlos. Y tal vez sea éste —el lado pedagógico— el único aspecto del krausismo ante el cual, sin titubeos y sin ningún género de escrúpulos, tengamos todos que inclinar con respeto la cabeza; y confesar ingenuamente si no se deberá a este movimiento magnífico la mayor parte del prestigio que alcanzaron nuestras letras y nuestra ciencia a caballo de los siglos XIX y XX, o, lo que es de mayor trascendencia, el renacido deseo que vive la España contemporánea de construir dentro de sus fronteras “ese delicado mundo de la razón y de la libertad”, por decirlo con frase de Jiménez Fraud (1972, 81).

Pero sigamos adelante. También en el campo jurídico los krausistas se apuntaron buenos tantos en su favor. Siendo Nicolás Salmerón ministro de Gracia y Justicia en el primer Gobierno de la República, acometió varias reformas de importancia en las estructuras administrativa y política del Ministerio. En líneas generales, su gestión se dirigió principalmente a inculcar en los jueces y demás funcionarios de la Justicia un profundo sentido del deber y de la equidad; a despertar en ellos una clara conciencia de servicio público, y no de partido; a implantar el matrimonio y registro civiles; a evitar la intervención directa de los empleados de su Ministerio en los comicios, prohibiéndoles las manifestaciones partidistas hechas desde el cargo, fuesen o no favorables al Gobierno; a separar los Poderes judicial y ejecutivo; a mejorar y promocionar culturalmente los centros penitenciarios; a suprimir, en fin, la pena de muerte, los títulos nobiliarios, así como los privilegios eclesiásticos y aristocráticos... (“Colección”). Otros krausistas amigos de don Nicolás colaboraron estrechamente con él en la difícil empresa jurídica. Así, Manuel Ruiz de Quevedo desde el puesto de subsecretario del Ministerio, Gumersindo de Azcárate desde la Dirección General de los Registros Civil y de la Propiedad y del Notariado, y Francisco Giner de los Ríos desde la Junta para la Reforma Penitenciaria y desde la Comisión para la reforma de la Ley del Poder judicial.

En política general tampoco faltó la presencia e influencia de la Escuela, siendo otra vez Nicolás Salmerón el krausista que la representó de forma más concluyente, al menos durante la época que consideramos. En el Parlamento y en el Poder, en el seno del partido republicano y, por lo regular, en todas sus actuaciones públicas defendió y practicó sin desmayo el lema: ni anarquía ni dictadura, lema que, sin duda alguna, recuerda la catadura armoniosa de los discípulos de Sanz del Río. Hasta tal punto identificó su labor política con los principios del krausismo, que Fernando de Castro, a la sazón jefe del grupo reformador por muerte de don Julián, le escribió una carta, en noviembre de 1871, felicitándolo por su primera gran intervención parlamentaria y prometiéndole, al mismo tiempo, que a su muerte recibiría una pluma de oro (regalo que don Fernando guardaba como recuerdo de una homilía predicada en Bilbao):

“como monumento histórico, que será, del último sermón de un sacerdote que ha perdido la ‘virginidad de la fe’, pero que ha ganado, en cambio, la "maternidad de la razón”; [...] y es mi voluntad que pase a manos de usted, además, como memoria que ha de ser desde hoy del primer discurso del filósofo que ha tomado asiento en el Congreso español, cómo racionalista, en el buen sentido de la palabra, y defensor de los derechos individuales inherentes a la naturaleza humanan” (Salmerón 1881, 3).

Como exponente de la confianza que por entonces se tenía en la virtud salvífica del krausismo, incluso en cuestiones políticas, sirva el testimonio de que al ser elegido Salmerón, el 13 de junio del 73, presidente de las Cortes Constituyentes de la República, la noticia fue recogida con general aplauso por los medios informativos nacionales y extranjeros. De entre los numerosos comentarios que se hicieron al despacho elijo uno de carácter privado, vertido en una interesante carta familiar escrita desde Hendaya a Gumersindo de Azcárate por su madre política. Dice, entre otras cosas:

“He leído el discurso de Salmerón en El Imparcial con gran placer [se refiere, naturalmente, al discurso que pronunció el krausista en la toma de posesión de su cargo]; me parece que con su mentalidad comprensiva, su poderosa inteligencia, su buen sentido, su rectitud y las pruebas de practicabilidad que está dando, puede llegar a ser el hombre de Estado de la Revolución, y ser capaz, con su noble elevación de miras y su desinterés, de llevar a cabo la empresa hercúlea de reconciliar a los españoles unos con otros. Pero necesitará, por su parte, una firmeza tan grande ante los que quieren ir demasiado de prisa como ante los que quieren quedarse detrás, y, sobre todo, debe tratar de no cansarse y retirarse de una lucha tan descorazonadora. Lo que debe proponerse es la reconciliación de los españoles entre sí y con su país, un progreso tranquilo y seguro y una buena administración. El mundo civilizado está cansado y asqueado con las incesantes querellas entre los españoles y contemplar cómo el crédito público, el honor, la riqueza y la civilización son destruidos no por un enemigo cruel e invasor, sino por las miserables facciones interiores, dispuestas a que todo perezca antes de que triunfen sus adversarios...” (Pablo Azcárate, Gumersindo 272).[1]

Pero, ¿cuál era, en definitiva, el talante político del krausismo por estas fechas? Para averiguarlo acudamos a los autorizados textos de los krausistas, tal como venimos haciéndolo a propósito de otros temas. Y en este caso, ninguna palabra más clara y concreta que la de Salmerón. Pacifista convencido, el todavía fiel discípulo de don Julián, al presentarse por primera vez a las Cortes republicanas como presidente del Poder ejecutivo, se expresaba de la siguiente manera:

“Nosotros somos tan reformistas como los que más de esta Cámara; lo que hay es que profesando (importa definir y determinar bien nuestra situación en este punto), profesando principios fundamentalmente radicales respecto de las reformas que el régimen republicano exige, queremos (y no os espante la palabra), queremos procedimientos conservadores; que las reformas se hagan de una manera pacífica y gradual, tras una madura discusión y por la virtud de las ideas que vayan arraigando en la conciencia del pueblo, para que no sean efímeras y artificiales imposiciones de la pasión y de la fuerza. Ese procedimiento es lo que en todo caso nos diferenciará de vosotros [se está dirigiendo el orador a la izquierda republicana]. Si pretendéis apelar a medios violentos, revolucionarios, como se dice, os combatiremos con energía; mas si preferís los medios que una amplísima legalidad democrática ofrece, fiando al libre progreso de las ideas, al adelanto de la civilización, a la cultura de las clases populares el triunfo de la justicia que ha de ir extendiendo necesariamente su imperio en la opinión, entonces, unidos, podemos conspirar al mismo noble fin; y estad seguros de que, guardando temperamento de prudencia, lucharemos hasta donde nuestras fuerzas alcancen contra la resistencia que los intereses y las preocupaciones oponen a la obra de nuestra regeneración social” (Salmerón 1881, 304-305).

Apurando un poco más el sentido que el krausismo se propuso dar a la política, sirvámonos de otro texto de Salmerón, perteneciente, como el anterior, a la época que consideramos. Rebatiendo en las Cortes un discurso del más significado jefe republicano federalista, decía:

“Yo no conozco ciertamente personalidad alguna que pueda servir de arquetipo del hombre de partido mejor que el señor Pi y Margall: no se mueve, no se determina sino por el dogma estrecho y cerrado de la comunión que cree representar, según su peculiar concepto; no se levanta jamás sobre el interés de sus correligionarios; jamás entiende que tenga el deber de obtemperar sino a las aspiraciones y a las tendencias de su partido. Y yo comprendo, señores diputados, que esto pueda valer, que esto sea quizá necesario mientras se está en la oposición; porque en la oposición, hablo de la oposición progresiva, se combate, se lucha para abrir paso a las ideas, para vencer por la contradicción la resistencia de las instituciones existentes; mas cuando al poder se llega, cuando desde el poder se rige un país, sin abandonar sus ideas, sin abandonar su pensamiento, ya no se debe servir sólo a la causa de una parcialidad, ya no se puede nadie lícitamente inspirar en los intereses y en las aspiraciones de un partido tan sólo; es necesario servir a la nación, sí, aplicando el criterio de las propias opiniones, procurando armonizar las complejas exigencias de la comunión social, con que deben, en suma, elevarse los gobernantes de hombres de partido a hombres de Estado” (Salmerón 1881, 328-329).

Finalmente, por lo que respecta a la cuestión social en relación con la política, he aquí, muy resumido, el pensamiento de don Nicolás:

“Es ley de nuestra raza que se anticipen las reformas políticas a las sociales; y si aquéllas no han de ser efímeras y estériles, si no hemos de quedar expuestos constantemente a esa triste serie de reacciones y de revoluciones que son el patrimonio casi exclusivo de las razas latinas, obligados estáis a preparar la evolución económica y social que debe constituir el fondo de las instituciones democráticas, de la organización republicana. Todos sabéis que sólo se han podido consolidar en los pueblos aquellas reformas políticas que han venido a ser garantía de intereses sociales” (Salmerón 1881, 348).

Hermosas palabras, grandes esperanzas, dignas del racionalismo armónico que las inspiró. Pero un pueblo, como ya había intuido el propio Salmerón, no se rige ni gobierna con discursos. Por eso, la época dorada del krausismo fue también, paradójicamente, una de las más decepcionantes y depresivas. Si el poder de que gozaron los reformadores les dio la oportunidad de llevar a la práctica sus doctrinas, también sirvió para comprobar en ellos una cierta incapacidad para las tareas de gobierno. No obstante, digamos en su descargo que las desgraciadas circunstancias sociales, políticas y culturales del entorno representaron un obstáculo muy serio; tanto, que fue materialmente imposible verificar la bondad efectiva de los principios apenas planteados. Ni siquiera tuvieron el tiempo necesario de poner en marcha la mayor parte de sus aspiraciones. Tampoco se les dio la oportunidad de hacer las correcciones pertinentes. Un golpe de fuerza protagonizado, el 3 de enero de 1874, por el capitán general de Castilla la Nueva, don Manuel Pavía, acabó prácticamente con aquellas primicias democráticas, abiertas a la esperanza en septiembre del 68 y nutridas en gran medida por los hombres del krausismo.

El fracaso político trajo por consecuencia el inmediato desprestigio de la Escuela, cayendo sobre ella al instante una rigurosa tormenta de ásperas críticas e impugnaciones. Era el alto precio que tenía que pagar por su difícil y para entonces casi utópico compromiso público; es el peligro inevitable que corre todo movimiento que, aspirando a servir de fermento, no quiere confundirse, ni siquiera circunstancialmente, con ninguna parcialidad. Los krausistas vieron la dificultad y procuraron salir de ella legalmente airosos; pero su misma consecuencia y honradez les precipitaron en el fracaso. Sin duda, de haberse identificado con la mayoría de la Cámara o con la “opinión del país", que exigían en aquel momento la aplicación de la pena de muerte, habrían conservado el Poder. También podían haberlo conservado apelando a una dictadura, para la que hubiesen contado de seguro con varios generales de prestigio. Pero si el tomar estas actitudes parecía excesivo, podían haberse retirado -sumisos- a la vida privada, guardando para ellos el sueño de sus ideales. Sin embargo, ninguna de estas tres posturas casaba con el talante krausista y eligieron, en consecuencia, la única respetable a su conciencia: la permanencia en la política activa; solos, pero manteniendo incólume su depósito doctrinal.

La actitud puede parecer hoy a muchos de una gran ingenuidad, incluso para algunos hasta grotesca; pero acaso también pueda verse en ella un ejemplo de alcance ilimitado. Para los que piensan de esta última manera, los krausistas perdieron, ciertamente, una batalla, no la guerra. En cambio, si hubieran actuado en contradicción con sus principios aparecerían ahora a los ojos de todos como unos ronceros oportunistas, y nadie se acordaría ya con respeto ni de Giner, ni de Azcárate, ni de Salmerón...; y lo que es aún más importante, sus esfuerzos no se contarían en la actualidad entre los que han posibilitado y están posibilitando en España el planteamiento de una convivencia justa en su base social y pluralista en su base política. Por eso, con todas las limitaciones y reparos que se quiera, el krausismo debe ser tenido como uno de los más claros antecedentes de la moderna democracia española. A este respecto, decía Salmerón en 1897:

“[...] podríamos quizá reducirnos al papel de precursores. Pero, aunque así fuera, quedará al cabo en el fondo de nuestra obra, de nuestra labor, un sentido puro; generoso, de verdadera abnegación, que acaso podrá hacer recordar a las gentes del porvenir que si no fuimos útiles ni aptos para luchar y vencer, fuimos por lo menos bastante devotos de nuestras ideas, bastante fieles a los grandes amores que inspira la patria, a quien pretendemos servir para que, cuando pasen los tiempos y las condiciones cambien, los hombres reconozcan que es necesario poner siempre el egoísmo al servicio de los grandes ideales y de los grandes fines humanos, recuerden que fuimos precursores en esa obra, y que si no supimos adaptarlas, otros adaptarán a la realidad de la vida las ideas que nosotros supimos mantener en toda su pureza, en toda su integridad” (52).

2.3. Transformación y consolidación institucionista (1875-1881).

La caída de la República, atribuida casi por unanimidad a la falta de sentido práctico de los krausistas o simpatizantes, originó, como decíamos, una ola de críticas y de resentimientos. Pocos textos habrá más ilustrativos del general desencanto que éste, debido a un antiguo admirador del grupo:

“Aquellas generaciones democráticas en política -escribía Pérez de Guzmán, en 1875-, libre-cambistas en economía, descentralizadoras en Administración y racionalistas en religión y filosofía, que sonrosaron con el prestigio de sus talentos las esperanzas de la revolución en las últimas décadas del reinado de doña Isabel II, desvaneciéronse entre el humo revolucionario, desde el momento en que al llegar a practicar sus teorías les faltó sentido claro, habilidad y método con que ingerirlas, hacerlas practicables y fortalecerlas en la opinión general hasta convertirlas en intereses y sentimientos. Todo el vigor de sus gloriosos tiempos de polémica y propaganda se perdió en el cambio de lo teórico a lo real, y de aquel gran movimiento que logró imponerse en tantos diversos medios de vida política, económica, jurídica, escolástica, no han quedado sino algunas cenizas espolvoreadas por los aires y algunas tenaces resistencias en los espíritus más entusiasta o en los más presuntuosos” (Pérez 1875).

Pero lo grave de la nueva embestida que sufrió la Escuela no está en los ataques que se dirigieron desde el exterior: positivismo, neoescolástica, etcétera; ni siquiera hay que verlo en las persecuciones ministeriales, que volvieron a alejar de la Universidad a la columna vertebral del movimiento, Salmerón, Giner y Azcárate, entre otros. Lo verdaderamente grave reside ahora en las deserciones que comenzaron a producirse dentro de sus propias filas, y que al fin y a la postre acabaron con el aspecto de bloque compacto que hasta entonces había tenido. Sin embargo, al igual que el oro sale purificado del crisol, así también el krausismo de aquella prueba sin par. En realidad, éste logró desprenderse hasta de ciertas gangas políticas e incluso filosóficas, volviendo a recuperar su genuina razón de ser y su más auténtica significación, gracias ahora a la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876, la única... en pie.

El secreto del triunfo está, creemos, en que Giner de los Ríos —verdadero artífice de la nueva obra— supo apartar el krausismo de las veleidades partidistas y le procuró con gran perseverancia y cuidado lo único que realmente necesitaba para sobrevivir: un tiempo y un espacio para educar. De este modo, desprendido de toda beligerancia, el krausismo (o mejor, el krauso-institucionismo) volvió a recuperar durante estos años de recogimiento obligado y de inevitable acomodación su genuino y fundacional carácter de fermento.

2.4. Expansión y fecundidad institucionista (1881-1936).

En marzo de 1881, los krausistas vuelven a sus cátedras, repuestos por la izquierda dinástica o partido fusionista. Desde este momento, el nombre de “krausista”, con que de antiguo eran conocidos los discípulos de Sanz del Río, va a ser sustituido rápidamente por el de “institucionista”, que hace referencia a la nueva imagen pública implantada por Giner con su obra pedagógica. Con el viejo nombre desaparecieron también las viejas y molestas connotaciones, y con ellas, los recelos. Hasta tal punto, que los hombres más abiertos del sistema no sólo no se recataron de manifestar a los cuatro vientos sus simpatías para con la Institución Libre, sino que buscaron y solicitaron la colaboración y el consejo de sus hombres más representativos. Estos, sin identificarse jamás con el ideario monárquico, se entregaron, sin embargo, a la dura y oscura tarea de la reforma pacífica, aprovechando el amplio juego que les ofrecía la generosa constitución política de la primera época alfonsina.

Desde ahora hasta la segunda República, la renovada herencia de don Julián, repartida por numerosos centros culturales y políticos del país, va a intentar construir —mano a mano con otras herencias igualmente renovadas— “ese delicado mundo de la razón y de la libertad” de que hemos hablado en otro lugar. Y, ciertamente, lo logró; al menos, en una buena parte. Y si tal afirmación parece a algunos escépticos un tanto exagerada, el resto del apartado y la lista de nombres que a continuación se transcribe acaso puedan sacarles de duda. Todos los aquí incluidos —discípulos más o menos directos de Giner— deben parte de su formación, en mayor o menor grado, a la Institución Libre de Enseñanza, y todos, sin excepción, han influido decisivamente sobre muchos de los maestros más abiertos de la España actual. En la enumeración sigo al profesor Elías Díaz:

“Primera promoción: Son fundamentalmente los hombres congregados de un modo u otro en tomo a Giner después de su vuelta a la Universidad en 1881, tras la expulsión de 1875,entre ellos: Manuel Bartolomé Cossío, Joaquín Costa, Leopoldo Alas (Clarín), Alfredo Calderón, Eduardo Soler, Jacinto Messia, Adolfo Posada, Pedro Dorado Montero, Aniceto Sela, Rafael Altamira, etc.

“Segunda promoción: Son ya los que Giner denominaba sus "hijos": Julián Besteiro, Pedro Corominas, José Manuel Pedregal, Martín Navarro Flores, Bernaldo de Quirós, Manuel y Antonio Machado, Domingo Barnés, José Castillejo, Luis de Zulueta, Fernando de los Ríos, etcétera.

“Tercera promoción: Los nacidos. entre 1880 y 1890, que son reconocidos como los "nietos" de Giner; suelen mencionarse entre los más destacados a José Pijoán, Juan Ramón Jiménez, Francisco Ribera Pastor, José Ortega y Gasset, Américo Castro, Gregorio Marañón, Manuel García Morente, Lorenzo Luzuriaga, Alberto Jiménez Fraud, etc.” (Díaz 1967, 11-12; Gómez 1966, 227 ss.).

Antes de continuar, urge advertir que no nos hemos propuesto realizar en lo que sigue un detenido estudio de la Institución Libre de Enseñanza; ni siquiera hemos pensado detenernos lo justo en ninguna de las figuras mencionadas en la lista precedente. Nuestro objetivo consiste tan sólo en presentar algunos hechos que creemos de interés para mostrar la relevante fecundidad institucionista, cuyos frutos —del más puro sabor krausista— alcanzan también a la esfera oficial y traspasan ampliamente la frontera de la guerra civil española.

Y para empezar, nada mejor que con la alta significación de Gumersindo de Azcárate, otro de los krausistas que, al igual que Salmerón, se comprometió sin ambages ni rodeos en la vida pública de su país. Sin embargo, más flexible que don Nicolás, colaboró incluso con la Monarquía en proyectos pedagógicos, jurídicos y sociales, consiguiendo llevar por estos cauces el espíritu del krausismo hasta las entrañas mimas del Estado nacional. En 1903, al crearse por real decreto el Instituto de Reformas Sociales, fue nombrado presidente nato del mismo, cargo que aceptó y ocupó hasta su muerte con la condición expresa de no recibir “ninguna clase de retribución, ni siquiera el coche oficial que los Gobiernos le ofrecieron reiteradamente” (Azcárate, Gumersindo 133). También fue vocal de la Comisión de Códigos del Ministerio de Gracia y Justicia, consejero de Instrucción Pública y vicepresidente de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas. Este último organismo, precedente inmediato del actual Consejo Superior de Investigaciones Científicas, “estaba facultado para adoptar las más variadas iniciativas en materia de investigación científica, de educación y de enseñanza, y representó la incorporación a este sector de la vida española de los principios y tendencias que durante treinta años venía manteniendo la Institución Libre de Enseñanza” (Azcárate, Gumersindo 139).

Una de las más interesantes realizaciones de la citada Junta fue la creación en 1910 de la famosísima Residencia de Estudiantes, presidida desde sus inicios hasta el momento de su desaparición, en 1936, por Alberto Jiménez Fraud (1883-1964), amigo y admirador de Giner. “Coordinación, integración, aspiración a unidad superior, síntesis de conocimientos humanos...”: éste era, brevemente, el ideal pedagógico perseguido por la Residencia, ávida de “eludir el abismo de incomprensión mutua, cada día más profundo, que separa en dos grupos antagónicos la vida intelectual de la sociedad de Occidente: el grupo de las artes y el grupo de las ciencias” (Jiménez 1972, 66). Precisamente, de acuerdo con su tendencia armónica, una de las más acariciadas aspiraciones del viejo krausismo había consistido en unir la teoría y la práctica, el conocimiento y la vida; aspiración que ahora volvía a ser renovada por un grupo de jóvenes seguidores de su esencial mensaje. Estos, apoyados —como escribía no hace mucho Jiménez Fraud— en el “sentimiento profundo de amor a la España que se está haciendo, a la que dentro de poco tendremos que hacer con nuestras manos”; sostenidos por un ideal que, “reconociendo el supremo valor de la personalidad humana, proclama que el principal objeto de la política es el bienestar del individuo”; convencidos de que “el Estado está hecho para el hombre y que éste no puede sacrificar sus derechos y su libertad individual en aras de un presunto Estado Ideal”; adoptando, en fin, una postura de mesura y equilibrio, distante del excesivo racionalismo y del idealismo extremado que conducen, por una parte, a subestimar “esas fuerzas oscuras irracionales que tienen su asiento en nuestro propio ser”, y por otra, “a la supresión de la libertad y a un fanatismo político cuya exaltación y frenesí le llevan a imponer sus dogmáticos principios por medio de la violencia, del terror y del crimen...”; éstos, como decimos, se dedicaron pacientemente y con esperanza a construir “ese delicado mundo de la razón y de la libertad”, frase que, a modo de latiguillo, viene funcionando como hilo conductor de este modesto estudio (Jiménez 1972, 63, 81).

Para hacerse una idea del esfuerzo realizado por la Residencia en favor de la cultura, baste la sola enumeración de algunos nombres españoles o extranjeros, residentes o transeúntes, que allí conferenciaron y que, en algún que otro caso, presentaron incluso las primicias de sus creaciones. Entre los literatos y poetas se cuentan Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez (premio Nobel 1956), Antonio Machado, Jorge Guillén, Paul Claudel, Paul Valéry, Frangois Mauriac, George Duhamel, G. K. Chesterton, Azorín, Unamuno, Valle-Inclán, etc.; entre los historiadores, exploradores y arqueólogos, Ramón Menéndez Pidal, Zulueta, Bruce, Carter, etc.; entre los músicos, Manuel de Falla, Ravel, Strawinsky, etcétera; entre los científicos, Ramón y Cajal (premio Nobel 1906), Gregorio Marañón, Severo Ochoa (premio Nobel 1959), Eddington, Einstein, J. Piaget, etcétera; entre los filósofos, Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors, García Morente, H. Bergson... (Cf. Jiménez 1972).

Así, pues, la Residencia de Estudiantes y la Institución Libre de Enseñanza, presidida esta última por Manuel Bartolomé Cossío (1858-1935) desde la muerte de Giner (1915), han sido dos de los cauces arteriales por donde han llegado hasta nosotros no sólo los valores humanistas y liberales heredados del pasado, sino la efectiva y moderna preocupación por el cultivo de las ciencias y de una filosofía crítica. Su influencia —sirva esto para los derrotistas de todos los matices— se ha dejado sentir incluso en la carne viva de la España oficial, como lo ponen de manifiesto los cargos públicos desempeñados por personalidades krauso-institucionistas —incluido Cossío—-, y el hecho de que la Junta para la Ampliación de Estudios y los centros dependientes de ella, como la Residencia de Estudiantes, “bien que gozando de una real y efectiva autonomía, tenían carácter oficial y estaban sostenidos por créditos que figuraban en el presupuesto del Estado” (P. de Azcárate, Gumersindo 139).

Son los “nietos” del sexagenario krausismo quienes, amparados por la Constitución de la Monarquía y alentados por el viejo espíritu guardado en la Institución, toman ahora -hacia 1910- el relevo. Uno de ellos, Alberto Jiménez Fraud, recordaba muchos años después:

“Con el pensamiento fijo en los mejores ejemplos de nuestra España, quisimos volver a esa tradición crítica y razonable, moderada y tolerante que estima que sólo en una atmósfera de amplia formación puede florecer la dignidad humana” (Jiménez 1972, 84).

Otro de los miembros de la nueva generación reformadora, José Ortega y Gasset (1883-1955), maestro indiscutible, a su vez, de toda una generación actual, crítica y liberal, sentía y pensaba a sus mayores de la manera siguiente. A propósito de la muerte de Gumersindo de Azcárate, en 1917, escribía:

“Al ausentarse tan venerable figura de entre nosotros parece entrar definitivamente en la historia, que habla por ecos —el documento, la imagen, la leyenda—, una edad de la existencia española. Estos años postreros habían segado las últimas filas de los hombres que actuaron en los tiempos anteriores a la Restauración y eran para nosotros como supervivientes de una época que nos parecía más heroica, más enérgica, de mayor frenesí espiritual, sobre la cual había venido luego un diluvio de corrupción, cinismo y desesperanza. Conforme iban cayendo al golpe de la hoz incansable esos hombres mejores y de histórica fisonomía, la figura castiza de Azcárate parecía condensar sobre sí todas las alusiones, remembranzas y sentimientos que en nosotros aquel pasado levantaba... "¡Ya se van, ya se van!", decíamos. Y luego: "¡Quédate, Azcárate!". Enjuto, de ventajada estatura, barba de plata y rostro cetrino, le veíamos pasar, emocionados, como a un Don Quijote vuelto a la cordura. Con él pasaban las sombras de Castelar y Cánovas, Salmerón y Giner. Cuando entraba y salía, entraba y salía en nuestras almas un vasto rumor de ideales entusiasmos, una cálida ráfaga de esencial patriotismo y trascendente humanidad.

“... Y acontece que en el regazo de cada época conviven siempre tres generaciones: los abuelos, los padres, los hijos. Así hemos habitado el mismo girón del tiempo los hombres de la República, los hombres de la Restauración y los que aún tenemos blanco y sin armas el escudo. Pues bien, nada acaso indica mejor cuál será el futuro español como notar el hecho de que los hombres con el escudo blanco sentíamos mayor afinidad con los hombres de 1869 que con los restauradores. Y no era, ciertamente, su República lo que nos atraía; eran su sentido moral de la vida, su anhelo de saber y de meditar. Frente a ellos, los hombres educados en la Restauración parecían desmoralizados y frívolos, exentos de curiosidad y de estudio. Aquéllos fueron profesores, escritores, amigos del libro y la idea. Estos eran, y son, abogados, negociantes, aficionados a mínimas intrigas:

“Se nos va con Azcárate el último ejemplar de una casta de hombres que creía en las cosas superiores y para los cuales toda hora llegaba con un deber y un escrúpulo en la alforja... Muere solo, nuestro bueno y amado Don Quijote de la barba de plata, solo entre sus libros y sus virtudes.

¿Solo? Con la soledad de los suyos al menos. Porque nosotros somos del futuro. Nuestra filial piedad consistirá en seguirle. Pero seguir a Azcárate —como seguir a Giner— es seguir hacia adelante.

“De un egregio pasado español ya no queda nada: ¡Ya no queda Azcárate!

“Pero ahora queda sobre su tumba lo que debe quedar siempre cuando los que viven son fieles a los muertos: el verde brote de la esperanza” (Ortega, Tomo III, 11-12).

No he querido evitar este largo, pero importante texto de Ortega —maestro, repito, de las mentes más abiertas y comprensivas de la España de hoy—, porque revela con lucidez cuánto debe nuestro tiempo, y en el justo sentido, a la vieja herencia de Sanz del Río. Una herencia no desmenuzada en artículos dogmáticos, una herencia cargada de equilibrio y moderación, una herencia de recio personalismo y de reformismo político-social, de interés apasionado por la ciencia, por la elaboración de una filosofía crítica y por la efectividad de una enseñanza abierta a la libertad y a la vida. En nombre de ese viejo legado se solicitaba, ciertamente, la secularización de las escuelas públicas, pero también en su nombre se desaprobaban las medidas arbitrarias tomadas contra la Iglesia; en su nombre se aspiraba y se luchaba por un régimen democrático y regionalista, pero también en su nombre se criticaba duramente la anarquía y el separatismo; en su nombre se intentaba acabar con la mortecina enseñanza de la filosofía escolástica, pero también en su nombre se quiso enlazar con los grandes escolásticos de nuestra historia, sin renunciar por eso a ampliar entre nosotros el muestrario filosófico...

Al igual que sus antepasados, los herederos del vetusto krausismo también fueron censurados y juzgados con acrimonia lo mismo por el catolicismo integrista que por el más exacerbado anticlericalismo, lo mismo por el maestro de filosofía pegado a la letra de su enmohecido texto que por el esnobista cazador de novedades, lo mismo por el despótico centralismo que por el insolidario regionalismo separatista, lo mismo por el socialismo totalitario que por el recalcitrante liberalismo de factura dieciochesca...; es decir, por los extremismos de todos los colores y matices. Por eso cuando el benemérito historiador de la filosofía padre Guillermo Fraile escribe con no disimulada reticencia que “en el aspecto político la labor del krausismo culmina en la revolución de 1868, así como la Institución estará ampliamente representada en espíritu y realidad en la República de 1931”, es preciso matizar para no inducir a error, haciendo creer equivocadamente que el krausismo y krauso-institucionismo se identificaron con las medidas abusivas de uno y otro régimen (Fraile 165). ¿Es preciso poner de bulto que Salmerón y Giner elevaron a las Cortes Constituyentes del 69 un enérgico escrito protestando por las medidas arbitrarias que, a su juicio, el Gobierno revolucionario estaba disponiendo contra los catedráticos y profesores —católicos en su mayor parte— que se habían resistido a jurar la nueva Constitución? (Exposición). ¿Acaso no es cierto también que Manuel B. Cossío, desde su lecho de enfermo, protestó violentamente ante el Gobierno de la segunda República “por el atropello cometido contra la Compañía de Jesús”? (Jiménez-Landi “Nota”, 368).

Las actuaciones de los krausistas, así como la heterogeneidad de sus oponentes, son sintomáticas y aleccionadoras. Hacen pensar, una vez más, que la vieja aspiración reformadora tiene que ver más con la cualidad de fermento que con la pertenencia a esta o aquella facción. De ahí el alcance que tienen las palabras escritas no hace mucho por el institucionista Antonio Jiménez-Landi: “Zulueta, como Ortega y Gasset, como Pérez de Ayala, como el doctor Marañón, como el mismo Unamuno y como casi todos los intelectuales de más talla, entonces [se está refiriendo a la época comprendida entre 1931 y 1939] no podía adscribirse ni a un bando ni a otro” (Jiménez-Landi “Nota”, 372). ¿Y entonces? Entonces el colaboracionismo pasivo, el nadar entre dos aguas, la incertidumbre...; pero también, desde luego, el exilio voluntario o forzoso. Pero no todo fue exilio, también hubo silencio interior...

3. El krauso-institucionismo en la España de Franco:
entre la espera y la esperanza (1939-1975).

“La situación cultural de España en el período inmediato a la guerra, y como consecuencia de la misma, fue la de un auténtico páramo intelectual. La emigración en masa de profesores, pensadores, escritores y artistas produjo un vacío inmenso” (Abellán 1971, 9).

No vamos a negar ahora la exactitud de este juicio, tremendamente verdadero; expresado por José Luis Abellán a propósito de los negros años de nuestra posguerra. Pero dado que los que salieron estaban todos, o casi todos, muy influidos por Ortega y por la Institución Libre de Enseñanza —es decir, por el ideario esencial krauso-institucionista—, es preciso penetrarse bien del genuino sentido histórico de éste —el que ha quedado expresado con mayor o menor fortuna en las páginas que anteceden— para comprender que por ser, ante todo, un spiritus intus no se nos pudo marchar íntegramente con la apreciable emigración[2].

Por de contado, con las grandes esperanzas filosóficas, literarias, poéticas, científicas, etc., que abandonaron el país —Joaquín Xirau, José Gaos, Eugenio Imaz, García Bacca, María Zambrano, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Arturo Duperier, Augusto Pi Sunyer, Severo Ochoa... (Abellán 1967, 13-36)—, España perdió una enorme y, en cierto sentido, irrecuperable riqueza humana e intelectual. Pero no por eso, claro está, desapareció de ella —¡de ella!— el sentido ético de la vida, el anhelo de saber y de meditar; ni tampoco dejó de experimentar las necesidades básicas de libertad y de razón. ¿Acaso el millón de muertos y los miles de emigrados -amargos frutos de una guerra fratricida e inolvidable- se llevaron consigo la voluntad krauso-institucionista de absorber cultura universal, de humanizar las enseñanzas y de modificar las estructuras sociopolíticas del país en beneficio de una mayor calidad de la vida y de la convivencia? Creer que sí, es decir, creer que nos quedamos entonces en España huérfanos absolutamente de todo decoro y dignidad es, pienso, creer demasiado. Sería algo así como empeñarse inútilmente en desjugar un limón marchito o en llenar un aljibe con la engañosa agua de un espejismo. Sería —dicho sin metáfora, pero, eso sí, con un inmenso respeto— sacar punta de un suceso histórico que, aunque realísimo e impresionante, no deja por eso de ser un sencillo y puro evento.

El hecho incontrovertible, punzante e ingrato para la mayoría, del deterioro cultural de posguerra ha provocado con razón juicios tan duros como justos, pero también ha servido —cómo negarlo— para fabricar imágenes harto simplistas de nuestra historia mas reciente. La profunda y sincera comprensión que los autores de estas imágenes tienen derecho a exigir, y que nadie rectamente debe escatimar, no impide darse cuenta de que algunas han caído en la ideológica tentación de haber dividido la historia nacional en dos compartimentos estancos, el de los “buenos” y el de los “malos”. Sin embargo, a nadie se le oculta ya hoy la necesidad de llevar a cabo en este terreno una urgente depuración. Para unos, la catarsis será dolorosísima y extremadamente difícil; para otros, no tanto, aunque sí fastidiosa e incómoda; para los más, para los que ahora rozan los cuarenta, hacia arriba o hacia abajo, no sólo la tarea más perentoria, sino la más deseable.

En lontananza de esta última perspectiva quisiéramos analizar ahora las diversas situaciones socioculturales por que ha ido atravesando el krauso-institucionismo durante los postreros treinta y seis años, y también —a través de una esquemática prospección bibliográfica— el proceso, motivaciones y sentido de su recuperación. Para empezar, reconozcamos con sinceridad —con pesadumbre ya lo han hecho algunos de los protagonistas— las varias campañas planteadas a raíz de la guerra civil por el fervoroso catolicismo de cruzada, empeñado, por un lado, en hacer ver “el carácter antinacional del progresismo español del XIX”[3], y por otro, en “descorrer una parte del velo encubridor de los autores trágicos que nos han llevado al caos en que vive una gran parte de España” [naturalmente, se refiere a los hombres procedentes de la Institución Libre de Enseñanza][4]. El ataque verbal o gráfico fue simultaneado con un amplio plan más contundente, gubernativo y policial, encaminado a eliminar la efectiva influencia sociocultural de quienes eran tenidos por sospechosos de “progresismo” o simplemente de aquellos que, ejerciendo cargo público, se sabía o se suponía que habían mantenido relaciones con el institucionismo. Los miles de expedientes de purificación incoados, entre otros, a maestras, profesores, abogados, etc., dan fe de ello.

Además, desde los inicios de los años 40 y en progresivo aumento hasta 1956, año en que se celebró con toda solemnidad el centenario del nacimiento de Menéndez Pelayo, se puso interesadamente en circulación una imagen harto peyorativa y bastardeada del krauso-institucionismo, que aparecía casi siempre como el “malo” de las películas de niños, en contraposición con la luciente figura de nuestro gran polígrafo, enaltecido y alabado sin continencia[5]. Si a esto se añade el que los institucionistas o simpatizantes supervivientes tenían vedado el acceso a la prensa para ejercer desde ella el elemental derecho de réplica, se comprenderá bien hasta qué grado llegó en este tiempo su efectiva y real postergación sociocultural. Dicha situación se prolongó prácticamente hasta mediada la década de los 60, que es cuando se inició de forma sistemática y regular el proceso de rehabilitación y recuperación.

Pero ¿quiere decirse con esto que sólo hasta esas fechas tan tardías no volvió a lucir entre nosotros el espíritu reformador? ¿Acaso el severo aparato de vigilancia borró completamente la huella krauso-institucionista más allá de la frontera del 39? Creemos que no. Concedamos que a partir de los años 60 la presencia de esa huella se hizo más nítida, más familiar, más pujante; pero en modo alguno podemos negar su existencia anterior. Y fueron los orteguianos quienes, junto con la rama universitaria de Falange, la conservaron y la transmitieron a la España de hoy. Fueron ellos quienes, apenas terminada la guerra civil, construyeron el único camino posible entonces por donde pudiera hollar de nuevo el casi centenario legado. Fueron ellos los auténticos puentes de transmisión... Naturalmente, la operación “rescate” adoleció de todas las limitaciones inherentes a los difíciles años 40; pero tal vez debido a la misma dificultad ambiental, aquel legado pudo ser captado en sus contenidos esenciales, en lo que guardaba de más puro y positivo. También fueron ellos —falangistas y orteguianos— los que heredaron ahora —cómo no— las sospechas y recelos de los extremismos (Díaz 1974, 23-27, 37 ss.). Sin embargo, la sólida posición política del grupo universitario adicto al Movimiento —Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar, etc.—, y el patrocinio y talante de los hombres más abiertos del sistema, contribuyeron en gran manera al éxito de la empresa; una empresa cultural que ha pasado desde entonces hasta nuestros días por mil aventuras y contrariedades, pero que al presente ya se dibuja con claridad unos resultados altamente beneficiosos e irreversibles. Pero el krauso-institucionismo no era una cultura de escaparate, ni sólo una teórica preocupación por la ciencia, la educación y la enseñanza. Implicaba también la creación de determinadas condiciones sociales, que hicieran posible el ejercicio efectivo de la libertad y, en consecuencia, incluía indefectiblemente la aspiración de organizar democráticamente el país. Tales exigencias políticas no podían menos de dificultar su primerizo “rescate” sociocultural, sobre todo teniendo en cuenta las especiales circunstancias que favorecieron la consolidación del nuevo régimen español. Piénsese que éste, si bien contenía doctrinas no del todo compatibles con una concepción totalitaria del Estado, puro surgir y sostenerse en pie durante las primeros años gracias a los gobiernos fascistas de la década de los 40. Y las facturas históricas son tan reales y perentorias como aquellas otras con que los acreedores nos agobian cada mes. Por eso, y por otras razones de más dudosa justificación —nacionales o internacionales—, dicho “rescate” ha sido largo, complicado, tortuoso, expuesto a múltiples riesgos y aún no concluido.

La primera singladura de tan larga y accidentada “carrera de obstáculos” fue protagonizada por Escorial (revista de cultura y letras), fundada por los intelectuales falangistas en 1940. Esgrimiendo conceptos no extraños del todo a los oídos institucionistas u orteguianos, salió por primera vez a la calle en noviembre de aquel año, convocando —según se decía en el Manifiesto editorial— “a todos los valores españoles que no hayan dimitido por entero de tal condición”[6]. Y es en la actitud que ambos movimientos -el falangista y el krausista- tomaron ante el problema político nacional donde más claramente creemos percibir la existencia de una cierta afinidad ideológica. La observación tal vez extrañe a algunos, y no sin razón; sobre todo si se tiene en cuenta el apartamiento sistemático y oficial padecido por el krauso-institucionismo durante largos años. Pero es el caso que hay textos paralelos, de los cuales ofrecemos dos, que plantean el interesante problema bautizado con el publicitario nombre de “vagabundeo de las ideas”, según el cual la España oficial actual habría asimilado, consciente o inconscientemente, algún que otro aspecto del viejo movimiento recusado[7]:

“La consigna del antipartidismo —subraya Escorial—, o sea, la de la integración de los valores, la de la unidad viva, es la primera consigna falangista” (Escorial 1 [1940], 8).

Treinta y tres años antes había dicho Nicolás Salmerón en el Congreso de los Diputados:

“Reputo como obra completamente estéril, si no artificiosa, la de los partidos políticos, cuando no tienen por sustancia una energía, una actividad social, y cuando no la guía y no la inspira un alto ideal enderezado a mejorar las condiciones de la Patria, a dignificarla, a enaltecerla. Yo he sostenido siempre -continúa don Nicolás- que antes que rendir tributo, que me pareciera abstracto, a los meros ideales de partidos en que al cabo se divide la sociedad en que se actúa, es preciso atender a que existen condiciones fundamentales, de las cuales pende precisamente el bien posible que haya de resultar en esa conciencia de partidarios. Y esa primera condición es la de que haya un pueblo que actúe, la de que haya un estado social en que la política encarne; que sin esas condiciones es obra efímera aun aquella que pueda parecer coronada por el éxito, y esto ha venido a sellarlo el movimiento del siglo XIX en nuestro país, en el cual hemos ido de tumbo en tumbo, oscilando entre rebeldes y serviles, sin haber llegado a hacer estado y firme asiento en la condición de ciudadanos libres”[8].

Soy consciente de que los textos transcritos y los por transcribir no prueban demasiado; ni yo pretendo con ellos demostrar lo indemostrable. Sólo me interesa poner de manifiesto la existencia de cierta convergencia profunda, de ciertas analogías que prueban que en la historia nada se pierde del todo. Y por consiguiente, cuando se habla de ruptura total, de deterioro o de corrupción total, hay que tener en cuenta la dosis de retórica (o de pasión) que encierra ese adjetivo. La opinión adversa que los krauso-institucionistas puedan tener, por ejemplo, sobre la “democracia orgánica” de la actual Constitución española, no debiera impedir el ver en ella vestigios de la “república orgánica” de Salmerón, en lo que tiene de repulsa decidida del liberalismo clásico, en el fuerte matiz autoritario y, sobre todo, en la concepción organicista de la sociedad, con todo lo que ello encierra de positivo y de negativo, tanto en el aspecto teórico como práctico (Díaz 1973, 234).

Seguramente, esas analogías —las “ideas vagabundas” de que hablábamos— fueron los hilos secretos que unieron en las páginas de Escorial firmas falangistas, orteguianas y otras marginales a la contienda civil: Ridruejo, Laín, Luis Felipe Vivanco, José María Alfaro, Luis Rosales, Xavier Zubiri, Gerardo Diego, Pío Baroja, Gregorio Marañón, Eugenio D’ Ors, Juan José López Ibor, José Martínez Ruiz (“Azorín”), Julián Marías, José Corts Grau, etc. Algunos, como “Azorín”, Marañón, D’Ors y otros, habían tenido relaciones amistosas con la Institución Libre de Enseñanza y con la Residencia de Estudiantes. Así, pues, si socialmente los krauso-institucionistas habían sido barridos de la escena política española, culturalmente (en parte, al menos) volvían a ser recuperados de inmediato, aunque con gran timidez y pobreza de elementos. Recuérdese, si no, la aspiración humanista y la preocupación científica de la Residencia, y véase si guarda algún parentesco con este pensamiento de Escorial:

“¿Debe, desde ahora, renunciarse a la tarea de buscar sentido humano al saber científico? En modo alguno. Debe seguir inquiriéndose ese sentido, pero a través de la ciencia misma y de su autenticidad. No nos sirven, pues, ni los falsos físicos, ni los moralistas bajo especies de biología, ni los semiteólogos disfrazados de semiastrónomos. Necesitamos físicos genuinos, biólogos anténticos, moralistas de una pieza y teólogos de cuerpo entero; esto es, hombres auténticos en todo caso” (Escorial 1 (1940), 180).

Las pretensiones de armonía y la voluntad de entronque con nuestros grandes clásicos, aspiraciones esenciales del krauso-institucionismo, adquieren ahora también nuevas resonancias. Escribía Corts Grau a propósito de Juan Luis Vives:

“Evocarlo es evocar todo el Renacimiento en su complejidad de tendencias y concertar la serenidad aristotélica con el ímpetu platónico y agustiniano, y al propio tiempo, sentar las bases del sano criticismo y comulgar en un sentido social y en un pacifismo apostólicos...” (Corts 54).

Por su parte, Escorial con una buena dosis de metáfora —tropo que, desgraciadamente, apenas ha sido tenido en cuenta a la hora de dibujar el cuadro ideológico profundo de la revista, y que de haber sucedido lo contrario acaso tendríamos ahora una imagen de la misma un tanto diferente—, se expresaba de la siguiente manera:

“Para tal empresa hemos querido usar una alta invocación, porque las cosas son un nombre y por él se conocen y se obligan. Escorial, porque ésta es la suprema forma creada por el hombre español como testimonio de su grandeza y explicación de su sentido. El Escorial, que es —no huyamos del tópico— religioso de oficio y militar de estructura: sereno, firme, armónico, sin cosa superflua, como un Estado de piedra. Magno equilibrio del tiempo; ni sólo panteón, ni sólo residencia, ni sólo disparatada y alta porfía, sino equilibrio y suma de todo ello: edificado sobre los muertos como señal de estar legítimamente enraizado en lo propio y servido por la sustancia de lo ejemplarmente pasado; pero entero, vivo, practicable para el uso del tiempo y extremado de altura, escudriñante y ambicioso como quien, comenzando en la memoria, no vive sino para la esperanza” (Escorial 11).

A buen seguro que entre aquellos escritores no estrictamente falangistas los había con serios reparos que poner al pensamiento, incluso a la táctica, de Escorial[9] (59). Pero dejando a un lado de momento las diferencias, se aprestaron a colaborar con el grupo fundador en beneficio de lo que les unía, si bien con mucha y comprensible parsimonia. De este modo pudo salvarse, aunque de una forma más difusa que expresamente nombrada, lo único que por entonces era factible salvar: la cultura esencial. Este primer paso “restaurador”, todavía tímido y extremadamente indeciso, fue impulsado también por la importante Revista de Estudios Políticos y por la labor personal e independiente de otros autores: filósofos, novelistas, poetas... (Díaz 1974, 30-36, 47-51). Pero a pesar de estos primeros esfuerzos y de aquellas mentadas más que expresas analogías, el krauso-institucionismo seguía reducido a cenizas mediado la década de los 40. Nadie, que yo sepa, se atrevía a nombrar en público a sus seguidores y representantes, ni siquiera con mediana cortesía. Y fue precisamente José Ortega y Gasset quien, al reeditar, entre 1946 y 1947, algunos viejos artículos, comenzó a escribir sobre aquéllos de una forma harto diferente de como venían haciéndolo, entre otros, Rafael García y García de Castro, Joaquín Iriarte, Pedro Laín y el mismo Luis Legaz Lacambra, que había utilizado un lenguaje mucho más abierto y comprensivo. Ortega, en cambio, sin ningún género de reticencia y con una gran franqueza y entusiasmo, publicaba a los cuatro vientos la enorme deuda que las jóvenes generaciones habían contraído con los krausistas, el “único refuerzo medular que ha gozado España en el último siglo”, según sus propias palabras (1963, 212). Pero al mismo tiempo, como ya hemos visto, indicaba también sin ambages lo que le interesaba conservar de aquel movimiento ejemplar: “su sentido moral de la vida, su anhelo de saber y de meditar”. En realidad, ésta es la primera imagen sociocultural que se recupera del krausismo después de la guerra: la que hace referencia a su quintaesencia, a su talante ético y amor a la razón. Siguiendo la huella del filósofo madrileño, en años sucesivos se van incorporando otros autores —vivos o ya desaparecidos—, auténticos rescatadores de un tema que por obra de las circunstancias se había convertido en tabú. Merecen ser citados, entre otros, Miguel de Unamuno (contradictorio, a veces, en sus juicios sobre el krausismo), Antonio Tovar, Julián Marías, Américo Castro; Ramón Ceñal, Ramón Carande y Eloy Terrón.

Por lo general, salvo los casos de Ceñal y de Terrón, este primer acercamiento directo a los hombres del krauso-institucionismo tiene escaso valor crítico. Se trata más bien de aldabonazos emotivos destinados a despertar la curiosidad del lector, su simpatía e incluso su mala conciencia por la ignorancia de un asunto tan vital. Sin embargo, a pesar de sus defectos y lunares, no es necesario advertir que fue principalmente sobre esta base sobre la que se preparó el gran renacimiento bibliográfico krausista de los años sesenta, años que nos han proporcionado de hecho el contorno preciso y la verdadera dimensión histórica del lejano krausismo, de la institución libre de enseñanza y de sus hombres más cualificados. Ya al principio de la década, Julián Marías se expresaba del modo siguiente:

“Pocos temas han sido tratados con menos acierto y menos veracidad que el krausismo español. Durante muchos años, el partidismo ha enturbiado el perfil, el alcance y el contenido de un movimiento intelectual que ha suscitado extrañas pasiones. La historia de las controversias sobre él es de los capítulos más lamentables -y más reveladores- de la de nuestra vida intelectual. Y, sin embargo, en ese tema, como en muchos otros -y es éste un hecho que importa mucho retener y subrayar-, desde hace algún tiempo se ha llegado a claridad y a una convergencia que no es otra que la de las cosas mismas. Hoy sabemos a qué atenernos sobre el krausismo, como sobre otros muchos puntos importantes de la historia española” (1960, 126)[10].

Si estas palabras de Marías adolecían ciertamente de un excesivo optimismo a comienzos de la década, a finales de la misma y principios de la siguiente reflejaban ya bastante bien la realidad. A ello han contribuido con más o menos constancia e intensidad, sobre todo, Vicente Cacho Viu, Luis Rodríguez Aranda, la revista Insula (números conmemorativos del cincuentenario de la muerte de Giner, 1965, y de los centenarios del nacimiento de Antonio Machado y de la creación de la Institución Libre de Enseñanza, 1975), María Dolores Gómez Molleda, Pablo de Azcárate, Elías Díaz, Julio Caro Baroja, Eloy Terrón, Franco Díaz de Cerio, José Luis Abellán, Joaquín Xirau, Juan López Morillas, Alberto Jiménez Fraud, Anales de la Cátedra Francisco Suárez (número 11 de 1971, fascículo segundo), la revista Triunfo (número extraordinario dedicado a “La cultura en la España del siglo XX, 17 de junio de 1972), Antonio Jiménez-Landi, León Esteban Mateo, Fernando Fernández Bastarreche[11].

También merecen ser citados los siguientes autores, igualmente interesados en la recuperación científica del krauso-institucionismo, si bien en la mayoría de los casos, no de forma tan directa y visible como en los anteriores: Antonio Fontán, Romano García, José Luis L. Aranguren, Nicolás González-Deleito, Juan Velarde Fuertes, Rafael de Vega, José Jiménez Lozano, Antonio Elorza, José Antonio Balbontín, Paulino Garagorri, Gonzalo Sobejano, Ramón Carande, Pedro Laín Entralgo, Roberto Mesa, Rodrigo Fernández Carvajal, Jordi Maragall, José Villalobos, Luis G. de Valdeavellano, Eloy Fernández Clemente, Gustavo Fabra Barreiro, Manuel Tuñón de Lara; Mariano Maresca, G. J. G. Cheyne, Alberto Míguez, María Teresa Rodríguez de Lecea, Mariano y José Luis Peset, Angeles Galino Carrillo, Julio Ruiz Berrio...

Todavía hemos de señalar un tercer momento en la recuperación bibliográfica del krauso-institucionismo: el que hace referencia a su fisonomía política, social, jurídica y religiosa. Desde un punto de vista cronológico, esta tercera fase recuperadora se inicia en la década de los sesenta, pero en realidad no es hasta finales de la misma y en los años setenta cuando aparecen los libros más claramente intencionales al respecto. Entre los autores que más y mejor han contribuido a esclarecer un fondo doctrinal tan importante se cuentan Juan José Gil Cremades y Elías Díaz, si bien es justo reconocer también la meritoria labor de Luis Legaz Lacambra, Nicolás María López Calera, Tomás Mestre Vives, Pablo de Azcárate, J. R. Torregrosa Peris, Francisco Elías de Tejada, Emilio Lamo de Espinosa, Virgilio Zapatero, Francisco J. Laporta...

Junto a la obra de estos autores, tendente, por lo general, a presentar una imagen afirmativa del krausismo, o cuando menos bastante imparcial, hay que situar otra obra paralela —igualmente crítica, salvo en algún que otro caso aislado—, pero de sentido más bien negativo e impugnador. En esta línea destacamos principalmente los nombres de Florentino Pérez Embid, Juan Roig Gironella, C. Rodríguez y García Laredo, Joaquín Iriarte, Luis Recaséns Siches, José Manuel Cuenca Toribio, Gonzalo Fernández de la Mora, Gumersindo Trujillo, Andrés Ollero Tassara y el padre Guillermo Fraile. Si a esta literatura un tanto deprimente se agrega el que algunos de los libros considerados como afirmativos no están exentos por entero de “reticencias sobreañadidas y de poco justificables omisiones”, resulta que el krauso-institucionismo español continúa siendo uno de los temas más confusos de nuestra reciente historia cultural. A pesar del avance metodológico y de la luz derramada, innegables, hay que reconocer con sinceridad que estamos aún muy lejos de haber logrado una imagen justa, fiel y cabal del mismo.

Conclusión

Tanto en la difusa supervivencia cultural de la inmediata posguerra como en los tres “momentos” que hemos distinguido en el proceso de la recuperación bibliográfica, creemos que se ha acudido al krausismo con la clara intención de “seguir hacia adelante, según la expresión de Ortega; con la idea fija de ver y de buscar lo que había en él de aprovechable para el futuro. De esta firma, del viejo legado ha ido quedando cada vez mas un poso de sugerencias afirmativas. Y éste es un mérito que ha correspondido, sobre todo, a los autores, que, orientados en sentido constructivo, han abordado el tema con simpatía. A los otros, a los que por su talento o idiosincrasia han asumido —se entiende que con honradez— el desagradable papel de “abogado del diablo”, también les cabe el mérito de haber despejado el camino, estimulando dialécticamente la labor y el pensamiento de muchos.

Pero con sólo lo negativo no se funda el futuro ni se reconstruye el pasado. Por eso, si es lícito hablar de “recuperación”, se debe principalmente a los autores orientados en el primer sentido. Han sido ellos quienes, guiados por determinados intereses y sintiendo vivamente la necesidad de entroncar con el krausismo, han hecho posible para la España de hoy el que éste haya dejado de ser esa pieza “descolgada” de nuestra historia contemporánea, ese cuerpo “extraño” de la cultura nacional.

Ahora bien, si es cierto que este resultado es fruto del esfuerzo común de todos los que con su obra —grande o pequeña— han intervenido en la operación “rescate”, también lo es que los intereses no han sido siempre los mismos ni la necesidad de entronque ha sido sentida forzosamente de la misma manera. Tanto esta necesidad como aquellos intereses se han ido modificando con el paso de unas generaciones a otras, influyendo decisivamente sobre la índole, cantidad y calidad de los trabajos publicados. Así, los autores representativos de las décadas de los cuarenta y cincuenta, impulsados por la necesidad biológica de comunicar de nuevo con sus educadores y maestros y guiados por intereses que podríamos calificar de sentimentales, dieron a luz una serie de trabajos apreciables por su valor humano y testimonial más que por su calidad científica. Los autores de los años sesenta, llevados por la necesidad crítico-objetiva de poner orden y luz en el conjunto de opiniones apasionadas vertidas durante tantos años -afirmativas unas, negativas otras-, y orientados por intereses predominantemente históricos, produjeron obras de una gran envergadura científica. En fin, el tercer grupo de autores, estimulados por la necesidad de alimentar nuestra convivencia nacional en las propias raíces culturales del país, humanistas y liberales, y conducidos por intereses sociopolíticos, han desarrollado una labor literaria importante, polémica a veces, de gran aliento y futuro, y cuya nota más sobresaliente parece consistir en un sano eclecticismo.

 

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  • Ortega y Gasset, José. “Don Gumersindo de Azcárate ha muerto”. Obras completas. Tomo III. Madrid: Revista de Occidente, 1966.

  • ______. “Una respuesta a una pregunta”. Obras completas. Tomo I. Madrid: Revista de Occidente, 1963. [Publicado originalmente en 1911. La primera edición de postguerra es de 1946.]

  • Ortí y Lara, Juan Manuel. Impugnaciones del discurso inaugural del año académico 1857-1858 en la Universidad Central por don Julián Sanz del Río. Granada: J. M. Zamora, 1857.

  • Pérez de Guzmán, J. “La restauración literaria en España”. Revista Europea (Madrid) 78.2 (1875): 300-301.

  • Revilla, Manuel de la. “Prólogo”. Urbano González Serrano, Estudios de Moral y de Filosofía. Madrid: Imprenta de Federico Escámez, 1875.

  • Salmerón, Nicolás. “Prólogo”. G. Tiberghien, Estudios sobre religión. Madrid: Imprenta de M. G. Hernández, 1873.

  • ______. “Prólogo”. Hermenegildo Giner, Filosofía y arte. Madrid: Imprenta Minuesa de los Ríos, 1878.

  • ______. Obras de don Nicolás Salmerón. Tomo Primero. Discursos parlamentarios. Con prólogo de Gumersindo de Azcárate. Madrid: Grass y Compañía, 1881.

  • ______. Velada en honor de don Manuel Pedregal y Cañedo celebrada el día 20 de febrero de 1897 bajo la presidencia del excelentísimo señor don Segismundo Moret. Gijón: Bellmunt y Compañía, 1897.

  • ______. Generación biológica de la filosofía. Expediente académico de don Nicolás Salmerón y Alonso, leg. 687-225. Archivo General de la Universidad de Complutense de Madrid.

  • Sanz del Río, Julián. Discurso pronunciado en la solemne inauguración del año académico de 1857 a 1858 en la Universidad Central. Madrid: Imprenta Nacional, 1857.

  • Terrón Abad, Eloy. Sociedad e ideología en los orígenes de la España contemporánea. Barcelona: Península, 1969.

  • ______. La filosofía krausista en España. 1958 [Tesis doctoral elaborada bajo la dirección del catedrático don Santiago Montero Díaz y leída en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid en 1958.]

  • Unamuno, Miguel de. “Recuerdo de don Francisco Giner”. Obras completas. Tomo V. Madrid: Afrodisio Aguado, 1952.

  • Valera, Juan. Correspondencia. Obras completas. Tomo III. Madrid: Aguilar, 1958.


Notas

[1] A la altura de 1975, esto es, a cien años de distancia de esta carta, el comentario más elocuente que podemos hacer de ella es, creo, el intenso silencio, la meditación serena y el sincero examen de conciencia público y privado.

[2] Abellán es consciente del hecho, aunque pensamos que no lo expresa con la debida claridad.

[3] Pedro Laín Entralgo. España como problema. Madrid: Aguilar, 1962-3, pág. 23. Pedro Laín es uno de esos católicos que han ido revisando sus afirmaciones de primera hora “con mente más amplia, alma más serena y más fina adecuación a la realidad” (cf. del mismo autor Una y diversa España. Barcelona: Edhasa 1968, págs. 7-17, 231). La actitud de Laín y la de otros como él, católicos o no, constituyen un ejemplo de singular atracción para las generaciones más jóvenes.

[4] E. Suñer. Los intelectuales y la tragedia española. San Sebastián: Editorial Española, 1938-2.a, pág. 7. Cf. también M. Artigas y otros, Una poderosa fuerza secreta: la Institución Libré de Enseñanza. San Sebastián: Editorial Española, 1940.
La literatura contestataria frente al krauso-institucionismo “está representada —como ha escrito Antonio Fontán— por los libros publicados durante la guerra española y en los primeros años de la posguerra. Recoge la meditación —y la experiencia— de algunos profesores y de otros intelectuales católicos que intentan un análisis en profundidad del proceso revolucionario español. Son obras no exentas de pasión, escritas cuando estaban plenamente abiertas las más crueles heridas de la guerra civil”. Más adelante añade: “La literatura polémica en su conjunto responde al clima apasionado de la guerra y no añadió a la bibliografía político-universitaria de España, como era natural, obras permanentes” (A. Fontán. Los católicos en la
Universidad española actual. Madrid: Rialp, 1961, págs. 30, 33-34).

[5] Para una amplia información bibliográfica sobre el menendezpelayismo de la época, cf. L. Martínez Gómez, Bibliografía filosófica española e hispanoamericana (19401958). Barcelona: Juan Flors, editor, 1961, págs. 157-161. Cf. también G. Fraile, Historia de la filosofía española..., págs. 178-179 (nota bibliográfica).

[6] Para una más amplia información sobre Escorial y bibliografía complementaria, cf. E. Díaz, Notas para una historia..., págs. 27-30.

[7] A propósito del “vagabundeo. ha escrito —Adam Schaff: Habent sua fata libelli. Uno de los problemas metodológicos más interesantes es el análisis del renacer de antiguas ideas investigadoras bajo nuevas condiciones históricas. Una idea que ha surgido en una época dada y en un medio dado, que respondía á determinadas condiciones y exigencias del estadio de desarrollo de la ciencia en ese momento, a menudo vuelve a reaparecer en otra época y en otro medio y responde, a su vez, a las condiciones y exigencias modificadas. En cierto sentido, es la continuación de la antigua idea que dio vida al problema, lo descubrió e inició así el proceso que L. Krzywicki calificó una vez de “vagabundeo de la idea a través del espacio y del tiempo”. Sin embargo, al mismo tiempo, es una idea nueva, pues su contenido es nuevo y es nuevo todo su contexto intelectual y social:
“Ocurre simplemente que una de estas ideas ‘vagabundas’ que después de un período de apogeo ha. pasado por un período de decadencia o ha caído en el olvido, vuelva a aparecer en el pensamiento humano cuando a través del desarrollo de la sociedad o, también, de la ciencia surgen de nuevo en primer plano problemas con
los que se halla genéticamente relacionada. Precisamente por ello, una idea como ésta es vieja (como continuación de ciertos problemas tradicionales) y nueva a la vez (pues se desarrolla de una forma nueva y por otros motivos a partir de posiciones distintas de las de antaño):” (A. Schaff, Lenguaje y conocimiento. México, Grijalbo, 1967, págs. 15-16.)

[8] Nicolás Salmerón, Discurso en la sesión de 19 de junio de 1907. “Diario de Sesiones de Cortes, Congreso de los Diputados”. Legislatura de 1907, t. 2, pág. 610. Cf. también el discurso dimisionario de 1873, en Obras de don Nicolás Salmerón, pág. 341. (Aquí aparece la expresión “República orgánica”)

[9] Uno de esos escritores “contestarios” escribía en 1943: “Ahora se asegura, yo no sé si es cierto, que en Madrid se quiere rehacer la Ciudad Universitaria, y se dice que la Universidad futura en España será católica y política.
”Si es así, se puede decir que se ha lucido. De una Universidad de ese carácter no saldrán más que fascistas y comunistas; es decir, cualquier cosa menos algo de valor científico.” (P. Baroja, “Los enemigos del liberalismo”, en O. C., tomo
V. Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, pág. 993.)

[10] Por su parte, Elías Díaz afirma: “Los años sesenta, puede en este sentido decirse, van a permitir fundamentalmente la reincorporación y reintegración a nuestra cultura activa de la hasta entonces silenciada —cuando no furiosa e injustamente agraviada— filosofía krausista e institucionista. (Notas para una historia..., pág. 210).

[11] Nota del editor: Antonio Heredia Soriano incluye en este punto una extensa nota con las referencia bibliográficas de los estudios sobre el krausismo español publicados antes de 1975, pero que en esta edición digital no nos pareció necesario incluir.

 

[Fuente: Antonio Heredia Soriano. "El krausismo español". Cuatro ensayos de historia de España. Madrid: Edicusa, 1975, pp. 75-150. Edición digital autorizada para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Enero 2005.]

 

© José Luis Gómez-Martínez
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