Dos caminos ante la pobreza:
Los padres Gabriel y Néstor en la novela Nicodemus
Steven Casadont
PAULO freire:
pedagogía del oprimido
Escrito durante su exilio en
Chile, el libro seminal de Paulo Freire,
Pedagogía del oprimido (1970), presenta lo que no es meramente una
nueva pedagogía, sino un plan para la liberación auténtica del hombre,
sea opresor u oprimido. En este libro Paulo Freire critica el sistema
tradicional de la educación (lo que él llama “la educación bancaria”) y
presenta una nueva pedagogía donde los educadores y los educandos
trabajan juntos para desarrollar una visión crítica del mundo en que
viven.
En su introducción al libro,
“Primeras palabras” (páginas 21-27), Freire advierte que su libro
“probablemente provocará” reacciones “sectarias” en algunos lectores
(23), pero se debe evitar este sectarismo porque “es un obstáculo para
la emancipación de los hombres” y “provoca el surgimiento de su
contrario, cual es la radicalización del revolucionario” (24).
El primer capítulo (páginas
29-69) contiene cinco partes (“Justificación de la pedagogía del
oprimido”; “La contradicción opresores-oprimidos, su superación”; La
situación concreta de opresión y los opresores”; “La situación concreta
de opresión y los oprimidos”; y “Nadie libera a nadie, ni nadie se
libera solo. Los hombres se liberan en comunión”). Freire empieza
escribiendo sobre la búsqueda de las raíces de los problemas que la
humanidad enfrentaba a fines de los sesenta y sugiere que el hombre es
un “ser inconcluso”, y que la deshumanización existente en el mundo “es
distorsión de la vocación de SER MÁS” (32). Esta distorsión conduce a
los oprimidos a “luchar contra quien los minimizó” (33). Su lucha sólo
tiene sentido cuando los oprimidos no se transforman en opresores de sus
opresores, “sino en restauradores de la humanidad de ambos” (33). Esta
restauración solamente puede venir de los oprimidos porque son ellos los
que entienden la necesidad de la liberación: “¿Quién mejor que los
oprimidos se encontrará preparado para entender el significado terrible
de una sociedad opresora?” pregunta Freire (34).
El oprimido tiene que
liberarse psicológicamente para no convertirse en opresor porque ellos
tienden a “identificarse con su contrario” (36). Como ejemplo concreto,
Freire menciona el caso de los oprimidos que quieren la reforma agraria,
“no para liberarse, sino para poseer tierras y, con éstas, transformarse
en propietarios o, en forma más precisa, en patrones de nuevos
empleados” (36). Ambos los opresores y los oprimidos, temen a la
libertad, pero por razones diferentes. “En los oprimidos el miedo a la
libertad es el miedo de asumirla. En los opresores el miedo de perder la
“libertad” de oprimir” (37).
Freire reconoce que la
liberación de la opresión no vendrá fácilmente. “La liberación es un
parto doloroso”, nos dice, pero el hombre nuevo que nace de este parto
será capaz de superar la dinámica opresor-oprimido y crear una sociedad
donde el bienestar de su gente no está basado en la explotación de
algunos hombres por otros (39).
Freire propone que el acto de
solidarizarse con los oprimidos es necesario para construir el camino
hacia el hombre nuevo. Pero este camino no puede resultar de acciones
paternalistas hacia los oprimidos, pues terminaría “manteniéndolos
atados a la misma posición de dependencia” (40). Continua Freire:
El opresor sólo se solidariza con los oprimidos cuando su gesto deja
de ser un gesto ingenuo y sentimental de carácter individual, y pasa
a ser un acto de amor hacia aquellos; cuando, para él, los oprimidos
dejan de ser una designación abstracta y devienen hombres concretos,
despojados y en una situación de injusticia: despojados de su
palabra, y por esto comprados en su trabajo, lo que significa la
venta de la persona misma. Sólo en la plenitud de este acto de amar,
en su dar vida, en su praxis, se constituye la solidaridad
verdadera. (41)
Freire afirma fuertemente la
relación entre la solidaridad y la liberación, y que los oprimidos
tienen que ser agentes activos en el proceso de liberarse. El líder
revolucionario no puede dictar mandatos en una manera paternalista a los
oprimidos. “Para nosotros el problema no radica solamente en explicar a
las masas sino en dialogar con ellas sobre su acción. Ninguna pedagogía
realmente liberadora puede mantenerse distante de los oprimidos” (46).
Lo que la sociedad piensa que
son actos de generosidad hacia los oprimidos muchas veces no lo son:
“por el contrario, la pedagogía que, partiendo de los intereses egoístas
de los opresores, egoísmo camuflado de falsa generosidad, hace de los
oprimidos objeto de su humanitarismo, mantiene y encarna la propia
opresión. Es el instrumento de la deshumanización” (47).
La práctica de esta nueva
pedagogía implica el poder político para que se pueda implementarla,
pero Freire explica que hay mucho que se puede hacer antes de
transformar la realidad opresora. Estos “trabajos educativos” buscan que
el oprimido tome conciencia de su situación de opresión y se comprometa,
en la praxis, con su transformación (47). Durante esta transformación,
el aspecto fundamental “será siempre la acción profunda a través de la
cual se enfrentará, culturalmente, la cultura de la dominación” (48).
No es ajeno a una sociedad
opresora enfocarse en la violencia manifestada por los revolucionarios,
pero Freire señala que “es en la respuesta de los oprimidos a la
violencia de los opresores donde encontraremos el gesto de amor” (48),
porque “les restauran la humanidad que habían perdido en el uso de la
opresión” (49). Sin embargo, cuando el opresor obstaculiza al oprimido
en su “búsqueda de afirmación como persona”, comete un acto de violencia
porque “hiere la vocación ontológica e histórica de los hombres: la de
ser más” (48). Aquí Freire enfatiza que esta lucha no tiene sentido si
es solamente para cambiar de lugar con los opresores: “lo importante es
que la lucha de los oprimidos se haga para superar la contradicción en
que se encuentran; que esta superación sea el surgimiento del hombre
nuevo, no ya opresor, no ya oprimido sino hombre liberándose” (50).
A los opresores no les será
fácil aceptar la caída de su posición de poder, porque indoctrinados en
una cultura de dominación, se sentirán oprimidos afuera de ella. “Todo
lo que no sea su derecho antiguo de oprimir significa la opresión” (51).
La raíz de su problema es su percepción de los oprimidos como “objetos,
cosas” (52). La violencia opresora “pasa de una generación de opresores
a otra”, enraizada en una cultura de dinero y posesiones con una
concepción materialista de la existencia humana.
Es por esto por lo que, para los opresores, el valor máximo radica
en el tener más y cada vez más, a costa, inclusive del
hecho del tener menos o simplemente no tener nada de
los oprimidos. Ser, para ellos, es equivalente a tener
y tener como clase poseedora. (53)
Ahogarse en su propia riqueza
es “un derecho inalienable” de la clase dominante, escribe Freire, y lo
justifica con decir que los pobres “son incapaces y perezosos” (54). En
este contexto cita al psicoanalista y escritor Eric Fromm para señalar
el estado enfermo de la clase dominante en su necesidad de controlar a
los oprimidos constantemente: “el placer del dominio completo sobre otra
persona es la esencia misma del impulso sádico” (54). Freire sugiere que
las innovaciones científicas y tecnológicas sirven para “mantener el
orden opresor, con el cual manipulan y aplastan” (55).
Un cambio revolucionario exige
lo que los dominadores no tienen: confianza en el pueblo. El mismo
pueblo oprimido carece de esta cualidad, debido al hecho de que se
identifica con su opresor. Este fatalismo se entiende como “la voluntad
de Dios” como si fuese el orden natural del mundo. Freire provee el
ejemplo del campesino que él entrevistó, “que comienza a tener ánimo
para superar su dependencia cuando se da cuenta de ella. Antes de esto,
obedece al patrón y dice casi siempre: ¿Qué puedo hacer si soy
campesino?” (57). Esta “autodesvalorización” es característica de los
oprimidos.
No son pocos los campesinos que conocemos de nuestra experiencia
educativa que, después de algunos momentos de discusión viva en
torno de un tema que se les plantea como problema, se detienen de
repente y dicen al educador: “Disculpe, nosotros deberíamos estar
callados y usted, señor, hablando. Usted es el que sabe, nosotros lo
que no sabemos. (59)
Para invertir este proceso de
autodesvalorización y no hospedar el opresor “dentro” de sí mismo, el
oprimido tiene que ver la vulnerabilidad del opresor:
Sólo cuando los oprimidos descubren nítidamente al opresor, y se
comprometen en la lucha organizada por su liberación, empiezan a
creer en sí mismos, superando así su complicidad con el régimen
opresor. Este descubrimiento, sin embargo, no puede ser hecho a un
nivel meramente intelectual, sino que debe estar asociado a un
intento serio de reflexión, a fin de que sea praxis. (61)
Liberarse de un estado
oprimido exige la acción, pero Freire indica que la acción liberadora
sin una verdadera reflexión crítica “se vuelve mero activismo”(62). Sin
embargo, esta reflexión no significa que el líder revolucionario les
impone una “propaganda liberadora” a los oprimidos (63): esto
significaría usar los métodos educativos del opresor. “Es necesario que
se inserten críticamente en la situación en que se encuentran y por la
cual están marcados. Y esto no lo hace la propaganda” (64). Freire
señala que la liberación de los oprimidos, en todas sus formas, debe
empezar ahora, no después de la revolución, y por ende, el líder
necesita la confianza en el pueblo como seres capaces de formular sus
propias conclusiones y planes. “No pueden comparecer a la lucha como
‘cosas’ para transformarse después en hombres” (65). Freire concluye el
primer capítulo con énfasis en la unión entre el liderazgo y el pueblo:
Educadores y educandos, liderazgo y masas, cointencionados hacia la
realidad, se encuentran en una tarea en que ambos son sujetos en el
acto, no sólo de descubrirla y así conocerla críticamente, sino
también en el acto de recrear este conocimiento. (67)
El segundo capítulo (páginas
71-95) tiene cinco partes: “La concepción bancaria de la educación como
instrumento de opresión. Sus supuestos. Su crítica”; “La concepción
problematizadora de la educación y la liberación. Sus supuestos”; La
concepción bancaria y la contradicción educador-educando”; “La
concepción problematizadora y la superación de la contradicción
educador-educando: nadie educa a nadie –nadie se educa a sí mismo–, los
hombres se educan entre sí con la mediación del mundo” y “El hombre como
ser inconcluso y consciente de su inconclusión y su permanente
movimiento tras la búsqueda del SER MÁS”.
En este capítulo, Freire
señala las faltas en el sistema tradicional de educación y cómo sirve a
los opresores. En él, las relaciones entre el educador y los educandos
son de naturaleza “fundamentalmente, narrativa, discursiva” y “disertadora”
(71): “El educador aparece como su agente indiscutible, como su sujeto
real, cuya tarea indeclinable es ‘llenar’ a los educandos con los
contenidos de su narración” (71). Clasificando este sistema como una
concepción “bancaria” de la educación, Freire señala que “cuando más
vaya llenando los recipientes con sus ‘depósitos’, tanto mejor educador
será. Cuanto más se dejen ‘llenar’ dócilmente, tanto mejor educandos
serán” (72). Los estudiantes en tal sistema pedagógico son tan pasivos
que “el único margen de acción que se ofrece” a ellos “es el de recibir
los depósitos, guardarlos y archivarlos” (72). Como el dueño exclusivo
de la información que será “depositada”, el educador siempre va a ser
“él que sabe, en tanto los educandos serán siempre los que no saben”
(73).
Freire opina que la educación
debe superar esta dinámica, para que los educadores y los educandos se
compartan el rol del otro. El sistema bancario no llegó a ser por
casualidad: en entrenar a los educandos a ser agentes dóciles que
pasivamente reciben la información dictada por un superior, está
preparándolos para una vida bajo el control de sus opresores. La
educación bancaria “sólo puede interesar a los opresores que estarán
tanto más tranquilos cuanto más adecuados sean los hombres al mundo. Y
tanto más preocupados cuanto más cuestionen los hombres el mundo” (79).
Para los dominadores, “el problema radica en que pensar auténticamente
es peligroso” (76), y, por ende, “uno de sus objetivos fundamentales,
aunque no sea éste advertido por muchos de los que la llevan a cabo, sea
dificultar al máximo el pensamiento auténtico” (80). Freire cita de
nuevo a Fromm, para señalar el estado enfermo de los opresores y el
sistema educativo implementado por ellos: “mientras la vida se
caracteriza por el crecimiento de una manera estructurada, funcional, el
individuo necrófilo ama todo lo que no crece, todo lo que es mecánico”,
añadiendo que tal persona “ama el control y, en el acto de controlar,
mata la vida” (81).
La liberación no puede
resultar de una educación bancaria según Freire. “La liberación
auténtica es la humanización en el proceso” y “no es cosa que se
deposita en los hombres” (84). Usar el sistema de la educación bancaria
demuestra una falta de confianza en las habilidades del pueblo en no
dejarlo tomar una función más activa.
En el método propuesto por
Freire, el educador se transforma en educador-educando y los educandos
en educando-educador. En esta nueva dinámica, los educandos son agentes
activos en el proceso educativo y, al superar sus estados pasivos, ya no
son herramientas que sirven a los opresores. “Éstos, en vez de ser
dóciles receptores de los depósitos, se transforman ahora en
investigadores críticos en diálogo con el educador, quien a su vez es
también un investigador crítico” (87). Esta “educación problematizadora”
exige la reflexión ausente en la educación bancaria, e “implica un acto
permanente de descubrimiento de la realidad” (88).
Hasta el final del capítulo
Freire sigue señalando como la educación bancaria sirve a la clase
dominante y deja a los oprimidos en la oscuridad: “La ‘bancaria’ insiste
en mantener ocultas ciertas razones que explican la manera como están
siendo los hombres en el mundo y, para esto, mitifican la realidad”
(91). Sin embargo, la pedagogía problematizadora de Freire “se empeña en
la desmitificación” (91). Él añade que “la primera niega el diálogo en
tanto que la segunda tiene en él la relación indispensable con el acto
cognoscente, descubridor de la realidad” (91):
La concepción y la práctica “bancarias” terminan por desconocer a
los hombres como seres históricos, en tanto que la problematizadora
parte, precisamente, del carácter histórico y de la historicidad de
los hombres. Es por esto por lo que los reconoce como seres que
están siendo, como seres inacabados, inconclusos, en y con una
realidad que siendo histórica es también tan inacabada como ellos.
(91)
En las últimas páginas del
segundo capítulo, Freire enfatiza que esta transformación educativa no
tiene sentido si los oprimidos quieren meramente asumir el puesto
ocupado previamente por sus dominadores: “Este movimiento de búsqueda
sólo se justifica en la medida en que se dirige al ser más, a la
humanización de los hombres” (94). Tampoco es un trabajo que se puede
hacer de una manera individualista:
Esta búsqueda de ser más no puede realizarse en el
asilamiento, en el individualismo, sino en la comunión, en la
solidaridad de los que existen y de ahí que sea imposible que se dé
en las relaciones antagónicas entre opresores y oprimidos. La
búsqueda del ser más a través del individualismo conduce al
egoísta tener más, una forma de ser menos.
(94)
El tercer capítulo (páginas
99-154) tiene seis partes: “La dialogicidad: Esencia de la educación
como práctica de la libertad”; “Dialogicidad y diálogo”; El diálogo
empieza en la búsqueda del contenido programático”; “Las relaciones
hombres-mundo, los temas generadores y el contenido programático de la
educación”; “La investigación de los temas generadores y su
metodología”; “La significación concienciadora de la investigación de
los temas generadores” y “Los momentos de la investigación”. Ya
desarrollada su crítica de la educación bancaria, en este capítulo
Freire presenta lo que debe ser el trabajo del educador en esta nueva
pedagogía del oprimido.
Freire empieza con el concepto
de que la existencia humana significa una transformación del mundo.
Participar en esta transformación no es un privilegio de una cierta
clase, “sino derecho de todos los hombres” (101). En el capítulo
anterior indicó ya que no se trata de un trabajo que se pueda hacer de
una manera individualista, pues se necesita el diálogo entre los hombres
para poder “pronunciar” el mundo. En este capítulo Freire escribe de los
requisitos necesarios para tener un diálogo verdadero, y, antes de todo,
señala la importancia del amor: “No hay diálogo si no hay un profundo
amor al mundo y a los hombres” nos dice, añadiendo que la revolución
misma es un acto de amor:
Cada vez nos convencemos más de la necesidad de que los verdaderos
revolucionarios reconozcan en la revolución un acto de amor, en
tanto es un acto creador y humanizador. Para nosotros, la revolución
que no se hace sin una teoría de la revolución y por lo tanto sin
conciencia, no tiene en ésta algo irreconciliable con el amor. Por
el contrario, la revolución que es hecha por los hombres es hecha en
nombre de su humanización. (102)
Tampoco hay diálogo sin la
humildad: “la pronunciación del mundo, con el cual los hombres lo
recrean permanentemente, no puede ser un acto arrogante” (103). Esto
implica una fe en el pueblo: “fe en su poder de hacer y rehacer. De
crear y recrear. Fe en su vocación de ser más” (104). Pasando de la fe,
Freire muestra la importancia de la confianza y la esperanza. De lo
primero, él sugiere que “la confianza va haciendo que los sujetos
dialógicos se vayan sintiendo cada vez más compañeros en su
pronunciación del mundo” (105). Lo segundo “está en la raíz de la
inconclusión de los hombres, a partir de la cual se mueven éstos en
permanente búsqueda” (105). El último criterio para el diálogo es un
pensar verdadero. “Este es un pensar que percibe la realidad como un
proceso, que la capta en constante devenir y no como algo estático”
(106).
Freire observa los errores
hechos por líderes revolucionarios por no tener estas necesidades
inherentes en el diálogo verdadero. En no tener el amor, la fe y
confianza en el pueblo, ellos acaban actuándose como el educador de la
educación bancaria, depositando sus pensamientos y metas en el pueblo.
“En el trabajo con las masas es preciso partir de éstas, y no de
nuestros propios deseos, por buenos que fueren”, escribe Mao Tse Tung
(109), y Freire añade que actuarse en tal manera acaba siendo más un
dominador del pueblo. “Nuestro papel no es hablar al pueblo sobre
nuestra visión del mundo, o intentar imponerla a él, sino dialogar con
él sobre su visión y la nuestra” (111).
Este diálogo con el pueblo no
debe ser con lenguaje demasiado intelectual que cree una barrera
lingüística entre el líder y el pueblo. Es preciso que el educador sea
capaz de “conocer las condiciones estructurales en que el pensamiento y
el lenguaje del pueblo se constituyen dialécticamente” (112).
Al hablar de los temas que
sirvan para generar un diálogo verdadero, Freire primero escribe de las
“situaciones límites”. Citando al profesor brasileño, Álvaro Vieira
Pinto, Freire las define como “el margen real donde empiezan todas las
posibilidades; la frontera entre el ser y el ser más” (116). El ambiente
de esperanza y confianza creado por el líder y el pueblo conduce a los
hombres a “empeñarse en la superación” de estas situaciones y “surgirán
situaciones nuevas que provoquen otros ‘actos límites’ de los hombres”
(117). Es solamente con la praxis, la reflexión y la acción, que el
hombre llega a superar las situaciones límites, que “implican la
existencia de aquellos a quienes directa o indirectamente sirven y de
aquellos a quines niegan y frenan” (121). En
referencia a los países latinoamericanos, Freire observa:
La
situación límite del subdesarrollo al cual está ligado el problema
de la dependencia, como tanto otros, es una connotación
característica del “Tercer Mundo” y tiene, como tarea, la superación
de la “situación límite”, que es una totalidad, mediante la creación
de otra totalidad: la del desarrollo. (122)
La búsqueda por un tema
generador “envuelve la investigación del propio pensar del pueblo”,
escribe Freire. “Cuanto más investigo el pensar del pueblo con él, tanto
más nos educamos juntos” (131). Para conseguir una visión clara de sus
vidas, tal investigación incluye todas las facetas de su vida cotidiana.
Es necesario que lo visiten en horas de trabajo en el campo; que
asistan a reuniones de alguna asociación popular, observando el
comportamiento de sus participantes, el lenguaje usado, las
relaciones entre directorio y socios; el papel que desempeñan las
mujeres, los jóvenes. Es indispensable que la visiten en horas de
descanso, que presencien a sus habitantes en actividades deportivas;
que conversen con las personas en sus casas, registrando
manifestaciones en torno a las relaciones marido-mujer,
padres-hijos; en fin, que ninguna actividad, en esta etapa, se
pierda en esta primera comprensión del área.
(135-36)
Al concluir esta fase inicial
del estudio, los investigadores, juntos con representantes del pueblo,
deben reunirse para evaluar los resultados. En la pedagogía de Freire,
no existe un momento donde el pueblo no participe activamente en el
proceso.
La segunda etapa de la
investigación se enfoca en lo que el sociólogo Lucien Goldman llama la
“conciencia real” y la “conciencia máxima posible” (138). Lo primero se
refiere a los obstáculos percibidos por el pueblo que no le permiten ir
más allá en cuanto a sus percepciones de posibles recursos en el
mejoramiento de una situación. La “conciencia máxima posible” pertenece
a las acciones posibles, pero no percibidas en la conciencia real del
pueblo.
De sus observaciones del
pueblo en todos los aspectos de su vida, los investigadores preparan
imágenes visuales (“la codificación”), para empezar el diálogo con el
pueblo y “descodificar” las imágenes. Freire cita el trabajo del chileno
Gabriel Brode en cuanto al contenido de la codificación: “los campesinos
solamente se interesaban por la discusión cuando la codificación se
refería, directamente, a dimensiones concretas de sus necesidades
sentidas” (142). El papel del investigador auxiliar al presentar estas
codificaciones al pueblo es “no sólo escuchar a los individuos, sino
desafiarlos cada vez más, problematizando, por un lado, la situación
existencial codificada y, por otro, las propias respuestas que van dando
aquéllos a lo largo del diálogo” (145).
En la última etapa de la
investigación, los investigadores escuchan las grabaciones hechas del
pueblo descodificando las imágenes y estudiando sus comentarios. Ellos
van arrojando “los temas explícitos o implícitos” en los comentarios y
observaciones con la libertad de añadir “temas bisagras”, cuales son
temas no mencionados por el pueblo pero observados por los
investigadores (149). Después de extraer los temas inherentes en los
comentarios del pueblo, estos son presentados de nuevo al pueblo. En
esta reunión las personas del pueblo están invitadas a introducir otros
temas sobre los que les gustaría hablar. Por medio de este sistema
“horizontal” de la educación, los hombres se sienten “sujetos de su
pensar, discutiendo su pensar, su propia visión del mundo, manifestada,
implícita o explícitamente, en sus sugerencias y en las de sus
compañeros” (154).
El último capítulo del libro
(páginas 157-240) hace un resumen de las ideas propuestas en los
capítulos anteriores, señalando como la pedagogía liberadora propuesta
por Freire sirve a la liberación, contrastándola con la pedagogía
bancaria que sirve a la opresión. El capítulo tiene tres partes: “La
antidialogicidad y la dialogicidad como matrices de teorías de acción
cultural antagónicas: la primera sirve a la opresión; la segunda, a la
liberación”; “La teoría de la acción antidialógica y sus
características: la conquista, la división, la manipulación, la invasión
cultural”, y “La teoría de la acción dialógica y sus características: la
colaboración, la unión, la organización y la síntesis cultural”.
Freire escribe que los hombres
“son seres del quehacer” y “que su hacer es acción y reflexión” (157).
Este quehacer de los hombres no puede florecer en el sistema tradicional
educativo. “El esfuerzo revolucionario de transformación radical de
estas estructuras no puede tener en el liderazgo a los hombres del
quehacer y en las masas oprimidas hombres reducidos al mero hacer”
(158). Para dominar a las masas, los dominadores les niegan la praxis
verdadera. El diálogo verdadero es el único camino hacia la liberación
de todos los hombres: “Nuestra convicción es aquella que dice que cuanto
más pronto se inicie el diálogo, más revolución será” (162). Al prohibir
a las masas la participación como sujetos de la historia el pueblo “se
encuentran dominadas y alienadas” (165). En el sistema dominador los
pensamientos vienen de un “señor”, mientras la pedagogía del oprimido
ofrece los de un “compañero” (168). La función del liderazgo
revolucionario, en el sistema horizontal de Freire, es “problematizar a
los oprimidos” y denunciar el mito de la “absolutización de la
ignorancia de las masas” (171). Este diálogo debe ser un “encuentro de
los hombres para la pronunciación del mundo” (174).
Freire hace un análisis
detallado a propósito de las teorías de la acción antidialógica /
dialógica. El primer tema que trata es él de la “conquista”. Por medio
del sistema tradicional de la educación (“bancaria”), los opresores “se
esfuerzan por impedir a los hombres del desarrollo de su condición de
admiradores del mundo. Dado que no pueden conseguirlo en su totalidad se
impone la necesidad de mitificar el mundo” (177). Debido a esta
mitificación del mundo, no visto en su totalidad y como problema a
resolver, los hombres “se ajustan” a él sin la esperanza de
transformarlo. Freire lanza su ataque más directo del libro contra los
mitos propuestos por los dominadores del mundo y generalmente aceptados
por la sociedad como hechos:
El mito, por ejemplo, de que el orden opresor es un orden de
libertad. De que todos son libres para trabajar donde quieren. Si no
les agrada el patrón, pueden dejarlo y buscar otro empleo. El mito
de que este “orden” respeta los derechos de la persona humana y que,
por lo tanto, es digno de todo aprecio. El mito de que todos pueden
llegar a ser empresarios siempre que no sean perezosos y, más aun,
el mito de que el hombre que vende por las calles, gritando: “dulce
de banana y guayaba” es un empresario tanto cuanto lo es el dueño de
una gran fábrica. El mito del derecho de todos a la educación
cuando, en Latinoamérica, existe un contraste irrisorio entre la
totalidad de los alumnos que se matriculan en las escuelas primarias
de cada país y aquellos que logran el acceso a las universidades. El
mito de la igualdad de clases cuando el “¿sabe usted con quién está
hablando?” es aún una pregunta de nuestros días. El mito del
heroísmo de las clases opresoras, como guardianas del orden que
encarna la “civilización occidental y cristiana”, a la cual
defienden de la “barbarie materialista”. El mito de su caridad, de
su generosidad, cuando lo que hacen, en cuanto clase, es un mero
asistencialismo, que se desdobla en el mito de la falsa ayuda, el
cual, a su vez, en el plano de las naciones, mereció una severa
crítica de Juan XXIII. El mito de que las élites dominadoras, “en el
reconocimiento de sus deberes”, son las promotoras del pueblo,
debiendo éste, en un gesto de gratitud, aceptar su palabra y
conformarse con ella. El mito de que la rebelión del pueblo es un
pecado en contra de Dios. El mito de la propiedad privada como
fundamento del desarrollo de la persona humana, en tanto se
considere como personas humanas sólo a los opresores. El mito de la
dinamicidad de los opresores y el de la pereza y falta de honradez
de los oprimidos. El mito de la inferioridad “ontológica” de éstos y
el de la superioridad de aquéllos.
(178-79)
La función de estos mitos es
para asegurar la conquista de los oprimidos y para garantizar el
mantenimiento de la situación de opresor/oprimidos.
Luego Freire pasa a la táctica
de “dividir para oprimir”: “En la medida que las minorías, sometiendo a
su dominio a las mayorías, las oprimen, [para] dividirlas y mantenerlas
divididas son condiciones indispensables para la continuidad de su
poder” (180). La visión focalista planteada por los dominadores
prohíbe la visión de una sociedad, o el mundo, en su totalidad
(181).
Cuanto más se pulverice la totalidad de una región o de un área en
“comunidades locales”, en los trabajos de “desarrollo de comunidad”,
sin que estas comunidades sean estudiadas como totalidades en sí,
siendo a la vez parcialidades de una totalidad mayor (área, región,
etc.) que es a su vez parcialidad de otra totalidad (el país, como
parcialidad de la totalidad continental), tanto más se intensifica
la alienación. Y, cuanto más alienados, más fácil será dividirlos y
mantenerlos divididos. (181)
Freire argumenta que esta
división para mantener el orden existente es “un objetivo fundamental de
la teoría de la acción dominadora antidialógica” (186).
Otra característica de la
antidialogicidad es la manipulación del pueblo. La inmadurez política de
las masas permite la manipulación de ellas, según Freire, y por medio de
los mitos ya expuestos aquí los dominadores manejan la conciencia de la
gente. Entre los mitos empleados en la manipulación, señala el autor, se
encuentra “el modelo que la burguesía hace de sí misma y presenta a las
masas como su posibilidad de ascenso, instaurando la convicción de una
supuesta movilidad social” (188).
La
manipulación es aparece como una necesidad imperiosa de las élites
dominadoras con el objetivo de conseguir a través de ella un tipo
inauténtico de “organización”, con la cual llegue a evitar su
contrario, que es la verdadera organización de las masas populares
emersas y en emersión. (189-90)
Otra característica de la
acción antidialógica es la invasión cultural. “La invasión cultural
consiste en la penetración que hacen los invasores en el contexto
cultural de los invadidos, imponiendo a éstos su visión del mundo, en la
medida misma en que frenan su creatividad, inhibiendo su expansión”
(195). Este acto de violencia hacia el pueblo requiere que el pueblo se
sienta inferior y que la gente reconozca “la superioridad de los
invasores” (196). El estado de pasividad e inseguridad necesario para
realizar este ambiente de superioridad/inferioridad recibe apoyo por las
estructuras sociales de la sociedad y penetra hasta el hogar.
Los hogares y las escuelas, primarias, medias y universitarias, que
no existen en el aire, sino en el tiempo y en el espacio, no pueden
escapar a las influencias de las condiciones estructurales
objetivas. Funcionan, en gran medida, en las estructuras
dominadoras, como agencias formadoras de futuros “invasores”. Las
relaciones padres-hijos, en los hogares, reflejan de modo general
las condiciones objetivo-culturales de la totalidad de que
participan. Y si éstas son condiciones autoritarias, rígidas,
dominadoras, penetran en los hogares que incrementan el clima de
opresión. (198)
La dinámica opresor/oprimido
empieza en el hogar y se prolonga en las escuelas resultando en la
producción de jóvenes que saben muy bien como adaptarse a la sociedad en
que viven, pero sin el pensamiento crítico necesario para transformarla.
El miedo a la libertad que tienen ellos por ser meros depositarios de
información, con una visión limitada del mundo en que viven, los llevan
a racionalizar este miedo (201). En la pedagogía de Freire, una de las
tareas de los investigadores es permitir a los oprimidos enfrentar estos
miedos y racionalizaciones.
En
la medida en que la concienciación, en y por la “revolución
cultural”, se va profundizando, en la praxis creadora de la sociedad
nueva, los hombres van descubriendo las razones de las
“supervivencias” míticas, que en el fondo no son sino las realidades
forjadas en la vieja sociedad. (204-5)
En la segunda mitad del
capítulo, Freire escribe sobre las tareas del liderazgo revolucionario.
Según él, estos líderes vienen de la clase dominante pero la han
rechazado y han optado solidarizarse con la clase oprimida (210). El
camino hacia los oprimidos debe ser “espontáneamente dialógico”(211),
con el líder buscando “los verdaderos caminos por los cuales pueda
llegar a la comunión” con la gente. “Comunión en el sentido de ayudarlo
a que se ayude en la visualización crítica de la realidad opresora que
lo torna oprimido” (214).
Freire sugiere una
colaboración entre el líder y el pueblo. “Lo que exige la teoría de la
acción dialógica es que, cualquiera que sea el momento de la acción
revolucionaria, ésta no puede prescindir de la comunión con las
masas populares” (221). El esfuerzo por una unión con el pueblo “no
puede ser un trabajo de mera esloganización ideológica” (224), sino el
resultado de la acción dialógica con él.
Una verdadera revolución
social exige organización, pero no en la forma vertical de los
opresores. “Si para la élite dominadora la organización es la de sí
misma, para el liderazgo revolucionario la organización es de él con
las masas populares” (230).
La organización de las masas populares en clases es el proceso a
través del cual el liderazgo revolucionario, a quienes, como a las
masas, se les ha prohibido decir su palabra, instauran el
aprendizaje de la pronunciación del mundo.
Aprendizaje que por ser verdadero es dialógico.
(231)
Al reflexionar sobre esta
síntesis cultural, Freire rechaza la situación de la cultura dominante,
donde los privilegiados son los actores y los demás son meramente
espectadores. “En la síntesis cultural, donde no existen espectadores,
la realidad que debe transformarse para la liberación de los hombres es
la incidencia de la acción de los actores” (235). Y prosigue señalando
que “la invasión cultural, en la teoría antidialógica de la acción,
sirve a la manipulación que, a su vez, sirve a la conquista y ésta a la
dominación, en tanto la síntesis sirve a la organización y ésta a la
liberación” (239).
En conclusión, Freire admite
que no tiene mucha experiencia en “el campo revolucionario”, pero ello
no le “imposibilita reflexionar sobre el tema” (240); y termina
señalando que “si nada queda de estas páginas, esperamos que por los
menos algo permanezca: nuestra confianza en el pueblo. Nuestra fe en los
hombres y en la creación de un mundo en el que sea menos difícil amar”
(240). El hecho de que este libro siga siendo estudiado treinta y cinco
años después de su primera publicación prueba que nos quedó mucho más de
lo que Freire esperaba.
Bibliografía citada
© Steven Casadont,
Dos caminos ante la pobreza: Los padres Gabriel y
Néstor en la novela Nicodemus. 2005.