advertencia introducción cronología textos bibliografía índices

 

Francisco Giner de los Ríos

"Sobre La familia de León Roch"

Difícilmente existe un juicio tan discreto y profundo del Hamlet como el que hace Goethe en su Wilhelm Meister. Nadie ha comprendido mejor el secreto de aquel admirable carácter del protagonista, atormentado por una dualidad insoluble entre la misión de venganza y de castigo a que se cree llamado y la timidez y debilidad de sus fuerzas, impotentes para realizarla; conflicto que va trabajando aquella naturaleza endeble y la hace oscilar acobardada hasta dar con ella en tierra. “Es una encina –dice Goethe– plantada en un vaso de porcelana: la encina crece y el vaso se rompe.”

Este carácter y esta dualidad se ofrecen inevitablemente al pensamiento al concluir la lectura de casi todas las novelas del Sr. Pérez Galdós, tan luego como hallamos en ellas personajes que asumen una significación ideal superior a sus medios.

Con la sola diferencia –y ésta en contra de nuestro novelista– de que mientras Shakespeare establece intencionalmente aquella contradicción como nudo vital de su héroe, y aun del drama todo, ofreciendo en otras de sus creaciones personajes tan enteros, varoniles y resueltos como Otelo o lady Macbeth, el Sr. Pérez Galdós concibe siempre sus protagonistas como seres notoriamente inferiores a la elevada representación que en ellos quisiera encarnar y que a veces compromete a los ojos del vulgo. Lázaro, Martín, Salvador Monsalud, Daniel Morton, Pepe Rey, ahora León Roch, son en el fondo hombres débiles e incapaces para las luchas a que. el autor, sin bastante prudencia, los destina.

Por lo general –cosa a primera vista muy extraña–, las mujeres en las novelas del Sr. Galdós se hallan delineadas con mayor firmeza; permanecen más fieles a su tipo, luchan mejor, flaquean menos y acaban por oscurecer a los hombres.

Tal vez sería lícito añadir que este desequilibrio entre el valor individual de uno y otro sexo refleja en cierto modo el que hoy ofrecen en aquellos pueblos atrasados, donde el hombre más culto suele vivir en perpetua fluctuación, arrastrado por vientos y aun tempestades contrarias; mientras la mujer, alejada en ellos todavía del mundo donde batallan las ideas y se disputan las más grandes cuestiones e intereses humanos, suele conservar, allá en su apartamiento, con aquella “celestial ignorancia” que tanto arroba al protagonista de la presente novela, el duro molde en que fundió su alma la rutina.

No es este el único lunar que debe repararse en las novelas del Sr. Galdós. La rica experiencia de la vida, en sus varias esferas, propia de los novelistas ingleses, por ejemplo; la profunda intención que de aquí revelan en sus obras; la maestría en el diseño de los personajes; el arte con que desenvuelven los sucesos que, por admirable lógica natural, brotan, como de un germen, de los antecedentes y circunstancias de los autores; la poderosa individualidad de éstos, tan diversa de la abstracta y vaga personalidad de la novela alemana; la sobriedad en el sentimiento (con la mayor intensidad consiguiente) y en el movimiento dramático de las situaciones, y por oposición a la manera sentimental, declamatoria y trágica de los franceses; la delicada intuición orgánica, por decirlo así, que sabe sorprender en un pormenor la unidad entera de un carácter, son cualidades que, parte por la diferente (e inferior) complexión de nuestro medio social, parte por falta de madurez en un ingenio quizá llamado en su día a muy mayores empresas, no siempre hay ocasión de admirar en nuestro novelista. Y si después de saborear esta o aquella de sus producciones comenzamos a leer una de las obras superiores de Bulwer, de Dickens, de Thackeray, a las pocas páginas hallamos que el interés se hace más grave y pasa como de la superficie al fondo; las figuras adquieren con un mayor relieve más alta significación; los talentos, las virtudes, los vicios mismos se engrandecen y salen de la medianía y la vulgaridad: los buenos son más buenos; los sabios, más sabios; los tontos, más tontos; la obra entera, como que se agiganta, y exclamamos involuntariamente: “éste ya es otro mundo”.

Y cuenta que ninguna prueba más fehaciente de nuestra simpatía por los talentos del Sr. Galdós podemos dar que este paralelo. A nuestro entender, los novelistas ingleses, si descontamos al autor del Quijote, son hasta hoy los primeros novelistas del mundo y los que han resuelto de una manera práctica la ya olvidada polémica de los tiempos de Winckelmann sobre la preferencia entre lo general y lo característico, latente luego en la de clásicos y románticos y que comienza a agonizar en manos de realistas e idealistas.

Ignoramos si el autor de Gloria creería ocioso, con otro afamado literato español de nuestros días, el estudio y hasta la lectura de esos afamados maestros; si así fuere, en el pecado llevará la penitencia.

Sirve esta ya interminable introducción –a uso de buen krausista, que no reniega su abolengo– para venir a acabar al cabo en su última y recientísima novela..., pero no sirve, porque de ella parece a primera vista inducirse que La familia de León Roch –tal es su título– no vale gran cosa, y no es tal ni con mucho nuestra opinión. Hay más: entre las que comprende hasta hoy la serie de sus Novelas españolas contemporáneas, la preferimos a todas a Doña Perfecta, a Gloria, a Marianela. Ya veremos por qué.

La concepción de La familia de León Roch está toda ella subordinada a un fin moral: mostrar cómo en España la religión, el principio mismo del amor y concordia entre los hombres, se convierte hoy en potencia diabólica de perversidad y de odio; fenómeno, por lo demás, muy explicable y que debemos agradecer a nuestro largo hábito de intolerancia religiosa, con el indispensable cortejo de ignorancia, de superstición y de falta de piedad natural y sincera con que nos ha enriquecido la lógica implacable. No hace mucho que una persona de lo más encumbrado de nuestra aristocracia se indignaba al saber que un monarca español pudo educarse en un colegio donde se hallaban alumnos de diversas comuniones, con los cuales habría tenido que alternar, estudiar y comer y hasta jugar Su Majestad...

¡Y no era de las más incultas en su clase¡ La discordia con que estos sentimientos ora impiden que se formen la familias a impulsos de las más nobles inclinaciones, ora siembran la disolución dentro de ellas, es fruto lentamente sazonado y que debía probarse tan luego como llegase la hora de que en esta tierra, empobrecida, despoblada e incivilizada por el fanatismo, no fuese ya un delito vivir apartado públicamente de creencias que, después de todo, sólo por una hipocresía más o menos disculpable parecen ser las de la mayoría de la nación; y cuando se comenzase a vislumbrar con espanto que los pícaros heterodoxos, racionalistas, ateos, o como quiera llamárseles –que esto de los motes importa poco– no son ni peores ni menos tratables, ni siquiera más ignorantes que los demás españoles.

A estos conflictos ha tomado singular predilección nuestro simpático novelista. Gloria, Doña Perfecta y su última obra dan de ello muestra suficiente. No entraremos a discutir la legitimidad de la que llaman los críticos alemanes tendenziöse Literatur, o, lo que tanto monta, la legitimidad con que se ordena a un fin extraño toda una obra poética (contando a la novela en este género, con perdón de muy entendidos tratadistas). Víctor Hugo, no ya en novelas, sino en sus poemas, como La leyenda de los siglos, y aun en sus dramas –véanse, por ejemplo, sus celebrados prólogos–, y con él gran parte de los poetas franceses, han seguido este camino, en el que, al fin de todo, podría encontrarse el Sr. Pérez Galdós nada menos que con Lessing, cuyo Nathan, por cierto, es un tributo a los mismos principios a que rinde culto el novelista hispano.

Lo que sí importa consignar es que, aun admitido el género, no es licito sacrificar la obra al fin, que aquí tampoco justifica los medios.

Esto, sin embargo, en nuestro sentir, acontece con La familia de León Roch. Dos clases de acción forman una novela: la exterior, o sea de los hechos sociales que el concurso de los personajes va formando, y la interna, que viene a ser como el eco que en el espíritu de éstos forma la primera. Novelas hay predominantemente objetivas, en que aquélla sobresale y excede: las de Walter Scott, por ejemplo; en otras, como René, Werther, o las de Bernardino de Saint Pierre, con toda la escuela sentimental, sucede lo contrario.

En las de primer orden, como el Quijote, Copperfield o Bleak House, se funden perfectamente y en igual proporción ambos factores; jamás desaparece por completo ninguno de ellos. Ahora bien: en la última obra del Sr. Galdós la acción externa es por demás insignificante, punto menos que nula: no pasa nada, según la frase vulgar. La última se adivina más que se contempla, sin que el lector asista al hervidero de pensamientos y emociones, propósitos y dudas que en el ánimo de los personajes van naciendo; hasta el punto de que, más que novela, es ésta una galería de retratos (algunos de ellos admirables), entre los cuales hay muchísimas menos relaciones de las que el autor se empeña en querer establecer. Balzac y Jorge Sand, los dos primeros novelistas franceses y los más diestros quizá en hacer un mundo de la nada, se habrían visto apurados para crear cosa alguna con esta historia y con la escasa revelación que de sí propio da el protagonista.

Lo que acabamos de decir nos conduce a hablar de los personajes, aunque, en realidad, las observaciones expuestas al comenzar esta carta se aplican literalmente a la presente obra. Hay más: ninguno de los héroes del Sr. Pérez Galdós es quizá de tan escasa importancia, tan insignificante como León: desgracia doblemente grave en una novela tendenciosa, porque, al par con la poesía, padece también la alta representación que en él ha querido encarnar el poeta. Desde las primeras escenas en que aparece (el episodio de los amores con a hija del Marqués del Fúcar), muestra un género de debilidad, una irresolución, una inexperiencia del mundo, una cobardía, unas complacencias, que por sí mismas no afean creación alguna, ya que al cabo también hay caracteres de esta clase; pero que son radicalmente incompatibles con la idea de un hombre inteligente, bueno, animoso, experto y tan completó en todas sus partes como ha querido pintar a León.

En realidad, si un hombre de ciencia, un pensador, un fino connaisseur del corazón humano se enamora como un colegial de la primera mujer bonita con quien topa, aun siendo tan contraria a su ideal (discretísimamente expuesto, por cierto, en la página 140); aguanta con increíble paciencia los arranques de la marquesita en aquella conversación nocturna que cualquier caballero, y hasta un simple hombre de mundo, habría evitado con tacto, en vez de complacerse en buscarla para apurarse luego con ello con un sentimentalismo de doctrino; elige por confidente de sus más delicados e íntimos afectos a un perdulario como Cimarra, a quien de tal manera desprecia y hasta llama poco antes ladrón; trasnocha como un calavera o un bohemio; se casa con toda la execrable familia de su novia, sufriendo sus impertinencias y dándoles dinero para sus caprichos y aun para sus vicios; pasa por una luna de miel cuya sensualidad raya en grosería; deja que su mujer tire en sus barbas a la chimenea el libro que lee y llega a proponerle aquel extraño trato de sacrificarle sus libros y estudios, ¡a condición de que ella no vaya a misa más que los domingos!...; si esto hacen los sabios, ¿qué harán los tontos, inexpertos e ignorantes? Verdad es que ya el autor tiene la previsión de advertirnos indirectamente de que su recomendado (el cual tiene un gabinete de estudio, como esos que no se ven más que en los teatros; decorado, entre otras maravillas, con un ojo grande, grande, de los que sirven, no para que los sabios aprendan, sino para enseñar a los niños en las escuelas y en los institutos), y a quien el estudio de la Filosofía había producido un mareo insoportable (¡), no debía ser precisamente una inteligencia pasmosa, ni con mucho; pero así y todo, no ha sido, de seguro, el ánimo del Sr. Galdós presentarnos un necio. Y, en este caso, qué honda duda suscitará (contra su intención, que es lo más grave) en el ánimo de las personas crédulas que tomen su novela como espejo de la realidad y de la vida. ¿Para qué sirve entonces –se dirán de fijo– tener más inteligencia, y más corazón, y más cultura, y más horizonte, y más elevación, y más principios, y más honradez, y más sentido común, si luego un hombre tan grande procede como un advenedizo? Si el autor hubiese querido venir a esta conclusión, su obra tendría en este respecto suma maestría; toda la maestría justamente de que carece para venir a parar en la opuesta. Si hubiese pintado otro tipo, el del sabio sencillo, inocente, sin conocimiento de la sociedad, dotado del adorable candor de aquel Caxton de Bulwer, algunas de estas cosas se comprenderían; ¡pero en León Roch!... Así es que, con su certero instinto natural, el autor ha sentido la dificultad de manejar a su héroe sin desmentirlo; y aun en escenas (como la del capítulo XI), punto menos que inconcebibles sin su intervención personal, brilla más por su silencio que por su palabra y, sobre todo, por su discreción, contentándose con oír, ver y callar… y pagar, los vidrios rotos. ¡Bravo ejemplo!

Alguien ha notado ser frecuente achaque en las novelas del Sr. Pérez Galdós que la pintura de los personajes subalternos exceda a la de los principales. En la misma Fontana de Oro (que todavía sigue siendo la obra maestra del Sr. Galdós), es difícil hallar un tipo menos vigoroso que el de Lázaro. No será ciertamente (hasta ahora) La familia de León Roch la primera excepción de la regla. Los de Tellería están fotografiados, sobre todo Luis Gonzaga, retrato tan perfecto que es tal vez el primero que en nuestra novela contemporánea puede compararse con las creaciones magistrales de esta literatura. Su hermana María deja que desear, aunque no tanto como la señorita de Fúcar. Aquélla, al principio, es demasiado alegre para encontrárnosla un año después hecha una dama tan seca, desabrida y llena de pretensiones teológicas. Pepita Fúcar está cargada de tintas, y ha salido la pintura –sea lícita la frase– algo ordinaria. Pase lo de tirar las porcelanas por el balcón, y aplastar perlas con el pie y montar y desmontar la estufa del jardín, y hacer “picadillos de encajes”, aunque no deja de ser un tanto fuerte; ¡mas aquello de escupir los “palitos” del tallo de la rosa a la cara de León, una, y otra, y otra vez, sabe Dios cuántas! Perdone el Sr. Galdós; pero es shocking hasta dejárselo de sobra. Verdad es que aquí, en España, la mayoría quizá de los hombres, y aun muchas mujeres, víctimas, por lo visto, de salvaje catarro perpetuo, escupen sin ton ni son en la calle, en sus casas, en las ajenas, por los balcones, en los Parlamentos, en las cátedras, ¡en los templos!, sobre los adoquines o los ladrillos, lo mismo que sobre los tapices de Persia, como podrían economizar el pañuelo para otras secreciones cercanas y análogas; verdad que pocos espectáculos menos edificantes que el que presentan los aparatosos salones de nuestras Cámaras, cuyas alfombras, en ocasiones verdaderas obras de arte de la fábrica de Madrid, desaparecen a trechos bajo las colillas, fósforos y salivajos de los dignos colegas de ambos estamentos; verdad que nuestras habitaciones están atestadas de esos cacharros destinados a recibir y conservar ciertos residuos de nuestros amigos, cacharros cuya vista nos producirá, andando los tiempos, idéntica impresión a la que hoy nos causaría hallar en una sala otra clase de piezas de cerámica que es inútil nombrar; verdad que, no ya en los Museos, sino hasta en casas particulares, hay necesidad de poner carteles advirtiendo que “está prohibido escupir”, cuya prohibición extrañaba a cierto personaje, porque, “al fin y al cabo –decía–, la salivación es una función natural”; principio de incuestionable exactitud fisiológica, pero resbaladizo y ocasionado a peligrosas complicaciones; verdad que, de vez en cuando, ya todo un grave ministro de la Corona, ya tal cual dama de las más empinadas cúspides sociales, nos asombran a la gente plebeya y de a pie por la destreza y fuerza de musculatura gutural con que desde el carruaje abierto en que se ofrecen a nuestros homenajes lanzan asquerosos proyectiles, describiendo correcta parábola sobre las aceras, distantes medio kilómetro...

Pero, todavía, de esto a escupir tantas veces en la cara a un caballero y a que éste lo sufra hay un abismo que debe respetarse: porque la incultura tiene también sus grados y nosotros, a quienes ya en el siglo XVI extrañaba la noticia que da Garcilaso, de que “el Inca no escupía en el suelo, sino en la mano de una señora muy principal, por majestad”, ¿es mucho hallemos ya discutible en el XIX que una señorita (aunque en otros respectos tan mal criada) como la de Fúcar se tomase las estupendas libertades que el novelista le atribuye?

La familia de León Roch casi no puede llamarse, después de todo, novela. Hasta ahora, más parece una como presentación de los actores que han de intervenir en la novela, inédita aún: un catálogo ampliado y perfeccionado de los personajes al modo de los que preceden a las obras dramáticas.

Pero si, en suma, esta novela no es propiamente novela, sino estudio de costumbres, galería de retratos o cosa semejante, ¿cómo nos parece mejor, v. gr., a Gloria, que tanta fama ha dado a nuestro autor? Las proporciones son más modestas; el desempeño era más fácil por lo mismo y menos propenso a la declamación excesiva, a la exaltación inmotivada, a la acumulación de incidentes abultados y sucesos terribles, que no pueden llegar sin una preparación natural y discreta. Además, la musa del Sr. Galdós, lo mismo que la del Sr. Valera, por ejemplo, de ningún modo es trágica; por lo cual ni uno ni otro debiera salir nunca de su tono habitual, ya festivo y ligero, ya serio y aun profundo, pero siempre tranquilo. Cuando lo abandonan, ambos descarrían con suma facilidad; no atinan con la justa medida, con la necesaria sobriedad de color y claroscuro, con la igualdad en el desarrollo y hasta en la entonación del estilo, y tropiezan a cada paso, incoherentes, como si perdiesen la serenidad y aquel gobierno de sí mismos que –digan lo que quieran los partidarios de la calentura– jamás abandona impunemente el artista.

Por esto el excelente y dramático fin de la presente obra, en el cual domina la nota tranquila, es quizá el mejor que ha escrito el Sr. Galdós; aunque allí mismo le tentó el demonio de la tragedia y le hizo poner en labios de María aquel ¡malvado! que ningún lector espera, de seguro. Cosas como ésta evitaría nuestro novelista si trabajase con algún mayor esmero. Su último libro parece revelar cierta precipitación: como si los elementos de que debería constar no hubieran llegado aún a fundirse para formar una sola pieza.

Por esta precipitación, sin duda, se notan descuidos que en la generalidad de nuestros novelistas no hay para qué señalar, ya que son constitutivos de sus obras, y para hacerlos desaparecer tendrían que escribir otras nuevas que de seguro no serían mejores. Pero en el Sr. Galdós esta clase de defectos son lunares; con lo que dicho se está que pueden y deben corregirse. Hagamos gracia de todo lo que podríamos llamar el elemento científico y naturalista de su novela: de que nos diga que la ciencia tiende hoy a hablar en figuras y a “lisonjear, en vez de espantar, el sentido de la muchedumbre”, confundiendo cosas enteramente distintas (como si, por ejemplo, ahora se escribiesen los tratados de secciones cónicas en el estilo de julio Verne); que se llame “paquidermos” a los caballos y nos hable de lentes que reflejan y de conchas esmaltadas de rosa “y nácar”, y nos despliegue con cierta complacencia tal vez algo infantil una Geología y una Astronomía que realmente lo son. Pero ¿cómo dejar pasar los constantes sermones y discursos de los personajes que deberían revelar su significación, ante todo, en sus hechos, y que afean a cada paso el fondo mismo de la novela? Al fondo toca también la tendencia a recargar hasta un extremo imposible los caracteres menos simpáticos al autor; ¿era, por ejemplo, necesario hacer que Cimarra, un abonado, como si dijéramos, a la tertulia de Gobernación, casi un periodista, por cariño que al tapete verde tuviese, llevase la baraja en el bolsillo? ¿Hay en eso sombra siquiera de verosimilitud? ¿Lo ha visto el Sr. Galdós alguna vez? Y si lo ha visto, ¿puede nunca darse un valor típico a un hecho excepcional, perfectamente ajeno a la característica del personaje?

Hay otro punto menos grave por su importancia propia que por el influjo que sobre un escritor tan discreto, tan español y castizo, parece ejercer la literatura transpirenaica de Fanny, L'Assommoir, Le Nabab, Madame Bovary y demás compañeras. Nos referimos al estilo. Hasta aquí no pasa más adentro ese influjo –puesto que lo fuese–, pero no hay por qué tolerarlo aun en esta secundaria esfera. Hablar de la “estrangulación deliciosa” que produce la pasión durante la luna de miel, (página 77), de los “besos húmedos” de la abuela (81), de temas que se discuten “con saliva” (135), de hombres que gozan al sentir “chupado y mascullado” su cuerpo (200) será siempre de tan pésimo gusto como el que León diga de su mujer que es una “odalisca mojigata” (160); advierta el Sr. Galdós que Víctor Hugo no es Víctor Hugo por haber transcrito en Los Miserables la exclamación de Cambronne. A otro orden de ideas más limpio aunque no menos censurable pertenecen ciertas figuras y comparaciones un tanto aventuradas y abultadas. Por ejemplo, un hombre, después de resistir a la coquetería de una señorita romántica y nerviosa que él sabe bien que no morirá del disgusto, concedamos que se aleje “turbado como un pecador”; pero “¡tétrico, cual un asesino!” (60). Y la “pomposa flor” que lleva en el pecho un pobre diablo, vicioso y calavera, ¿en qué se parece al “mango de un puñal, cuando se acaba de consumar un asesinato”? (114). Las palabras “estúpido, idiota” y otras análogas resuenan en la amistosa conversación de León y María harto más de lo que es uso entre marido y mujer bien educados. Por último, las frases “después que hay ferrocarriles” (17), “después que está enamorado” (115), “falsos dientes”, por postizos (42), “separación de cuerpo” (225), ¿cree el Sr. Galdós que podrán pasar nunca por españolas?

No se dirá que escaseamos la censura; pero si el Sr. Galdós llegase a ver estas líneas comprenderá como suponen una lectura y aun estudio atento que sólo cabe hacer con gusto y sin escrúpulos de conciencia cuando se trata de un libro interesante, y que no se riñe –si se nos permite esta palabra ajena a toda clase de presunción personal– sino a las personas que estimamos y que creemos capaces de corregirse. Ojalá que en la segunda parte de esta novela que debiera llamarse mejor segundo tomo, pues que en el primero, el asunto, en vez de cerrarse y formar un todo completo, queda pendiente, sin verdadera solución..., ojalá, decimos, que en la segunda parte sólo motivos de plácemes hallemos. Por lo demás, si sólo se tratase de una persona tan discreta como el Sr. Galdós sería inútil advertir que no pretendemos los honores de la infalibilidad, sino los de una opinión sincera.

De otra parte, cuantas faltas aquí se advierten no son, decíamos ha poco, sino lunares, manchas, excepciones. En efecto: ya hemos hecho notar la elevación del generoso propósito que en sus últimas obras el autor persigue, el tono sereno que en ésta predomina, el admirable estudio de algunos personajes, todo lo cual pertenece al conjunto, y con lo castizo y propio de la concepción y diseño basta para dar a la obra un lugar distinguido, análogo a las del señor Valera y a los Proverbios del Sr. Ruiz Aguilera (aunque enteramente de otro corte), y superior a la de los Sres. Pereda, Trueba, Alarcón y demás novelistas, dotados, sin duda, de indiscutibles talentos y cuyos libros han obtenido en ocasiones éxitos ruidosos. Si ahora para poner término a estas líneas quisiésemos mencionar algunos de los pormenores más sobresalientes, nos veríamos apurados para elegir: tan abundantes son en el libro. Hay juicios severos, gráficos, exactos: como el de la caridad de aquella dama que da dos mil reales a una mujer para celebrar una novena y un duro a la viuda de un albañil, muerto en las obras de su propio palacio, o el de la doble nivelación democrática de nuestra antigua aristocracia merced al negocio, que hace a todos plebeyos, y al Gobierno, que hace a todos nobles; o el de los libros ordinarios de rezo; o el de “esas barracas enyesadas que en Madrid llevan el nombre de iglesias, dando testimonio así de la religiosidad de este pueblo”, o el del marqués y su hijo, que van en el mismo tren, cada uno en su coche y con distinta compañía, “pero ambos con billetes de favor”; o el de los cachivaches que sustituyen en nuestros salones de lujo a las verdaderas obras de arte, reemplazadas por bronces execrables, juguetes, muñecos, cajas de dulce y otras chucherías igualmente cursis del repertorio, y que dan el aire de tienda de tiroleses (según el dicho de un hombre de Estado) a los que debieran ser lugares confortables de conversaciones, donde la vista no hallase más que cosas agradables, capaces bajo algún respecto de interesar el espíritu. Hay comparaciones felices, como la de los matrimonios caídos “en completo divorcio moral” con “esas estrellas que a la vista están juntas y en realidad a muchos millones de leguas una de otra”, y que transforman aquel sagrado vínculo en un verdadero “concubinato”; frases por todo extremo gráficas, como la de los “abrazos convencionales del baile, que no ruborizan a las doncellas”; la de “las masas aristocráticas”, o aquella otra de “fragmento pequeño, pero expresivo, de la iconografía contemporánea de España”, aplicada al desdichado Polito; o ésta: “no era verso, ni prosa, pero esa poesía”, con que juzga las efusiones de Luis Gonzaga cuando niño, o la de “allá lo sabemos todo”, con que éste pinta la omnipotencia y la presunción de la célebre Compañía a que, sin nombrarla, alude el autor a cada paso. Finalmente: ya hemos indicado lo notable de algunas descripciones. Quizá el Sr. Galdós abusa un tanto de su facilidad en el género, y no sería extraño consistiese en esto cierta desigualdad entre unas y otras, porque no es posible prodigarse sin agotarse y repetirse; pero no podemos menos de añadir a las antes citadas la de la vieja marquesa, cuya “puesta de sol no era de las más espléndidas”; o la de la vida de María (pág. 145). Tal es el juicio, demasiado largo, por cierto, que nos merece la interesante obra del discreto novelista.

 Francisco Giner de los Ríos

[Fuente: Francisco Giner de los Ríos. “Sobre La familia de León Roch”. El Pueblo Español, 16 y 18-XII-1878. Reproducido en Francisco Giner de los Ríos, Ensayos. Madrid: Alianza Editorial, 1969. pp. 64-77. Cotejado según esta edición de Juan López Morillas]

Actualizado: marzo de 1005

 

© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

 

Home Repertorio Antología Teoría y Crítica Cursos Enlaces