Teoría, Crítica e Historia

 

Dos caminos ante la pobreza: Los padres Gabriel y Néstor en la novela Nicodemus

Steven Casadont

 

Gustavo Gutiérrez:
Teología de la liberación- perspectivas

En 1962, en el Concilio Vaticano II, el Papa Juan XXIII proclamó que la Iglesia había perdido contacto con el mundo afuera de sus propias puertas y que tenía que reexaminar su misión para no perder también su relevancia. Su concepto de una “Iglesia de los pobres” abrió un debate eclesial que amplió la Conferencia Episcopal de Medellín unos seis años más tarde, esta vez con el enfoque centrado en la situación latinoamericana. El lenguaje ambiguo del Vaticano II tomó un tono más fuerte y directo en Medellín, en cuanto a necesidad que la Iglesia mostrara una solidaridad con los despojados de los países latinoamericanos. Durante esa época de intenso debate teológico, el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez publicó Teología de la liberación-Perspectivas (1971). El texto se acerca a los desafíos enfrentados por la Iglesia con un estudio no sólo desde un punto de vista teológico, sino también desde una perspectiva histórica, política y socio-económica. Unos treinta y tres años después de su primera publicación, Teología de la liberación sigue siendo un texto esencial en el estudio del movimiento de la teología de la liberación.

En su introducción Gutiérrez escribe que su reflexión teológica viene desde una perspectiva latinoamericana, “subcontinente de opresión y despojo” (9). Publicado durante una época de la dictadura militar latinoamericana, el autor examina el significado de ser cristiano latinoamericano a la luz del diálogo planteado por la nueva teología de la liberación, un tema debatido en la Conferencia Episcopal de Medellín.

Gutiérrez divide su estudio en cuatro partes, y la primera, intitulada “Teología y Liberación”, contiene los dos primeros capítulos, “Teología: reflexión crítica” (páginas 15-34), y “Liberación y desarrollo” (páginas 35-60). La segunda parte del libro, “Planteamiento del problema” tiene los siguientes tres capítulos: “El problema” (páginas 63-70); “Diferentes respuestas” (páginas 71-80); y “Crisis del esquema de la distinción de planos” (páginas 81-98). La tercera parte del libro, “La opción de la Iglesia latinoamerica”, corresponde al capítulo seis, “El proceso de liberación en América Latina” (páginas 101-124), el siete, “La Iglesia en el proceso de liberación” (páginas 125-164), y ocho, “Problemática” (páginas 165-176). La cuarta parte del libro tiene los capítulos nueve, “Liberación y salvación” (páginas 183-230), diez, “Encuentro con Dios en la historia” (páginas 231-260), once, “Escatología y política” (páginas 261- 308), doce, “Iglesia: Sacramento de la historia” (páginas 313-350), y trece, “Pobreza: Solidaridad y protesta” (páginas 351-374). La conclusión cubre las páginas 375-376.

El primer capítulo presenta una breve historia de la teología, definiéndola como “el fruto del encuentro de la fe y la razón” (19), uniendo lo espiritual con el saber racional (20). Para una verdadera reflexión teológica de la situación latinoamericana, escribe Gutiérrez, hay que presentar un carácter racional y desinteresado. Destaca en este texto la abundancia de citas de textos filosóficos y del campo de las ciencias sociales juntos con las citas de otros teólogos (la mayoría de las numerosas citas de otros teólogos viene de los años sesenta, indicando al lector de este milenio cómo extenso era el debate sobre la teología de la liberación en esa época). Ya establecida la perspectiva religiosa y científica, Gutiérrez empieza a desarrollar la idea de la teología como reflexión crítica sobre la praxis.

Gutiérrez reafirma las ideas de Juan XXIII de una “Iglesia de servicio y no de poder” (23), y que la renovada presencia de ella en el mundo contemporáneo sirve como “punto de partida de una reflexión teológica” (24). La función de los teólogos sería, entonces, contribuir con una mayor lucidez a tal compromiso (25). Citando al filósofo francés Maurice Blondel y recogiendo las ideas del pedagogo brasileño Paulo Freire, Gutiérrez dice que esa reflexión debe intentar “capturar la lógica interna de una acción a través de la cual el hombre busca realizarse, trascendiéndose continuamente” (25). Él contrasta este concepto de transformación del hombre y, por consiguiente, del mundo, con la historia de una Iglesia que se había preocupado durante siglos en “formar verdades mientras tanto no hacía nada por conseguir un mundo mejor” (27). Mientras la Iglesia se enfocaba en sí misma, la praxis había caído en las manos de los “no creyentes” (27).

Gutiérrez sugiere que la teología “debe ser una crítica de la sociedad y de la Iglesia” (28), añadiendo que su compromiso de servicio tiene prioridad y que la teología es “acto segundo” (29). En vez de usarla como táctica para justificar una posición cómoda de la Iglesia dentro de la sociedad hispanoamericana, la teología debe ser “un pensamiento crítico de sí mismo, de sus propios fundamentos” (28).

En el segundo capítulo, “Liberación y Desarrollo”, Gutiérrez advierte del peligro de intentar copiar el modelo económico y social de los países ricos porque en ellos nace “el fruto de la injusticia” (36). La senda capitalista del desarrollo “lleva simultáneamente a la creación de mayor riqueza para los menos y de mayor pobreza para los más” (40). Solicita así una perspectiva humanista que intente fijar la idea de desarrollo en un contexto más extenso: “en una visión histórica, en la que la humanidad aparece asumiendo su propio destino” (41). El desarrollo auténtico exige un enfrentamiento de las causas de la situación hispanoamericana y considera que las más profundas son “la dependencia económica, social, política y cultural de unos pueblos con relación a otros, expresión de la dominación de unas clases sociales sobre otras” (43).

Únicamente una quiebra radical del presente estado de cosas, una transformación profunda del sistema de propiedad, el acceso al poder de la clase explotada, una revolución social que rompa con esa dependencia, puede permitir el paso a una sociedad distinta, una sociedad socialista. (43)

Gutiérrez considera al hombre “agente de su propio destino” y que más que conquistar las fuerzas externas, el hombre debe liberarse a sí mismo con “una liberación psicológica” (45). Esta nueva manera de ser hombre traería no solamente una “revolución social” y un “cambio radical de estructuras”, sino también una “revolución cultural permanente” (53). El Populorum progressio presentado por el Papa Pablo VI en 1967, dio un “ligero toque” (55) al tema del desarrollo, pero Gutiérrez señala la importancia del cambio de perspectiva que tuvo lugar en Medellín en el año siguiente. “Ya no se ve la situación a partir de los países centrales”, por primera vez se adopta el punto de vista de “los pueblos periféricos” (57).

Al definir el término “liberación” desde una perspectiva social, Gutiérrez propone en un principio tres niveles de significación:

1. Expresa “las aspiraciones de las clases sociales y pueblos oprimidos, y subraya el aspecto conflictual del proceso económico, social y político que los opone a las clases opresoras y pueblos opulentos.

2. Concebir la historia como un proceso de liberación del hombre, en el que éste va asumiendo conscientemente su propio destino.

3. Nos conduce a las fuentes bíblicas que inspiran la presencia y el actuar del hombre en la historia. (59-60)

En la formulación de una teología nueva que refleje el compromiso de la Iglesia hacia el mundo moderno, Gutiérrez señala el peligro de caer en posiciones “idealistas o espiritualistas”: ellas son “formas de evadir una realidad cruda” y “carentes de profundidad” (60). Se podría asumir que se está refiriendo a los teólogos que no toman en cuenta las realidades sociales del día y a los filósofos que ignoran los asuntos espirituales.

La segunda parte del libro, “Planteamiento del problema” expone la pregunta “¿qué relación hay entre la salvación y el proceso histórico de liberación del hombre?” (63). Gutiérrez examina la relación entre la fe en Dios y la realidad socio-política terrenal. Una vida religiosa no debe distanciarse de la actividad política según la teología propuesta por Gutiérrez: “la lucha por la liberación de las clases oprimidas en este subcontinente, por la que pasa necesariamente la efectiva humana responsabilidad política de todos, busca senderos inéditos” (66). Previamente la comunidad cristiana se había enfocado en la vida privada, pero como el salvadoreño Monseñor Romero destacaría unos años después, Gutiérrez escribe que “todo está coloreado políticamente. Los hombres entran en contacto entre ellos a través de la mediación de lo político” (67). El acto de seguir la senda hacia una revolución social no viene a “bajo costo” admite Gutiérrez, y unos años después, en 1980, Romero pagó con su vida su compromiso por la justicia, al delatar en sus sermones la violencia institucionalizada que promovía el gobierno salvadoreño. A través de la praxis social exigida del cristiano moderno, señala Gutiérrez, éste toma conciencia del “carácter conflictivo de lo político” y busca “con lucidez y coraje” una sociedad justa entre los hombres (68). La participación en el proceso de liberación de los oprimidos “es un lugar obligado y privilegiado” en la vida cristiana (69).

Ser cristiano es, en efecto, aceptar y vivir solidariamente en la fe, la esperanza y la caridad, el sentido que la palabra del Señor y el encuentro con él dan al devenir histórico de la humanidad en marcha hacia la comunión total”. (69)

En el cuarto capítulo, “Diferentes respuestas”, Gutiérrez investiga la mentalidad de la cristiandad y sugiere que la Iglesia, equivocadamente, se había posicionado como la proveedora exclusiva de la salvación. Lejos de ocuparse de la política, ha usado el poder terrenal como centro de la salvación para proteger sus propios intereses. “En estas condiciones, participar en las tareas terrestres tendrá para el cristiano un sentido muy preciso: trabajar por el bien directo e inmediato de la Iglesia” (72). La nueva cristiandad (una frase utilizada originalmente por el filósofo francés Jacques Martain, 1882-1973), sin embargo, intenta ejercer su influencia política en una manera más desinteresada. Apoyado en las ideas de Tomás de Aquino y la expansión de ellas que despliega Maritain, Gutiérrez desarrolla su visión de la nueva cristiandad. Maritain integró elementos modernos en su perspectiva de la cristiandad en la búsqueda de una sociedad basada en la justicia; el respeto de derechos de todos; y la fraternidad humana (74). Gutiérrez observa que permanece un “narcisismo eclesiástico” y la solución que él propone ante las “actitudes conservadoras” exige que la teología tome una senda más radical para lograr una sociedad más justa (76).

El quinto capítulo, “Crisis del esquema de la distinción de planos”, Gutiérrez habla de los problemas presentados por la distinción entre la fe y las realidades del mundo:

El esquema de la distinción fe-realidades terrestres, Iglesia-mundo que lleva a discernir en la Iglesia dos misiones y a diferenciar tajantemente el papel del sacerdote y del laico, comenzó pronto a perder su vitalidad y a convertirse más bien en una traba para la acción pastoral. (81)

Los movimientos apostólicos laicos tenían por misión “evangelizar y animar lo temporal” sin una intervención directa en lo último. Organizaciones, como el grupo de Acción Católica que vemos en Nicodemus, ya empezaba a hacer menos clara la distinción entre lo religioso y lo político.

Lo que estaba en crisis era la concepción misma de estas organizaciones: al tomar ellas posición en el plano temporal, la Iglesia (en particular los obispos) quedaba comprometida en un campo considerado ajeno a ella, y eso aparecía como inaceptable. Pero, simultáneamente, la dinámica misma de un movimiento a cuyos miembros la situación les ponía compromisos cada vez más definidos, llevaba necesariamente a una radicalización política, incompatible con una posición oficial en una Iglesia que postulaba una cierta asepsia en materia temporal. Las fricciones e incluso las rupturas se hacían, por consiguiente, inevitables. (82-83)

La Iglesia tenía otros problemas además de lo con los movimientos apostólicos laicos, escribe Gutiérrez. Una toma de conciencia iba creciendo de “la amplitud de la miseria” en que vivía “la inmensa mayoría de la humanidad” y presentaba un dilema para una organización ligada “a quienes detentan el poder económico y político en el mundo de hoy” (83). Gutiérrez critica, de nuevo, la Iglesia por su posición oficial de no ser una institución política. “Cuando, con su silencio o sus buenas relaciones con él, legitima un gobierno dictatorial y opresor, ¿está cumpliendo sólo una función religiosa”? (84). Y continúa su ataque contra la verdadera posición política de la Iglesia:

Se descubre entonces que la no intervención en materia política vale para ciertos actos que comprometen a la autoridad eclesiástica, pero no para otros. Es decir, que ese principio no es aplicado cuando se trata de mantener el status quo; pero es esgrimido cuando, por ejemplo, un movimiento de apostolado laico o un grupo sacerdotal toma una actitud considerada subversiva frente al orden establecido. (84)

Gutiérrez halla falta en el nivel de la reflexión teológica con relación a las nuevas experiencias pastorales de la Iglesia. “El mundo se va afirmando en su secularidad” observa él (85), pero la teología ha reaccionado en una manera “tímida” (85). “Ante la afirmación de un mundo cada vez más autónomo, -no religioso- o, positivamente, un mundo mayor” (96), Gutiérrez hace la llamada por una renovación teológica que responda a los cambios enfrentados por la Iglesia.

La tercera parte del libro, “La opción de la Iglesia latinoamericana” revisita los temas del desarrollo y la teoría de la dependencia. Propugnado por “organismos internacionales”, el desarrollismo, basado en las sociedades desarrolladas, distancia más la separación entre las clases sociales (104). Se alcanza una nueva toma de conciencia de los efectos negativos del desarrollo cuando éstos se estudian desde la periferia (113). Al caracterizar los países latinoamericanos como oprimidos y dominados desde el exterior, Gutiérrez empieza a pavimentar el camino que los llevará a su liberación.

Propone así que el único modo de superar a la situación en que se encuentran los países hispanoamericanos es a través de una revolución social. La acción política revolucionaria, en la cual la revolución cubana “ha cumplido un papel acelerador” (116), no debe limitarse al “ámbito nacional”, sino que “debería envolver todo el subcontinente” (117). “Estamos, en América latina, en pleno proceso de fermentación revolucionaria” (118). En la opinión de Gutiérrez, el grupo que ofrece “la veta más fecunda y de mayor alcance” es el partido socialista (118). Aunque el autor había lamentado el hecho de que la praxis había caído en las manos de los “no creyentes”, en su opinión la doctrina socialista ofrece la mejor opción para una transformación hacia una sociedad más justa. Citando al peruano Mariátegui, Gutiérrez solicita un socialismo “indio-americano” que pertenezca a la realidad latinoamericana (119). Los Sacerdotes Argentinos del Tercer Mundo proponen que esta senda tendría que ser “un socialismo latinoamericano que promueve el advenimiento del hombre nuevo” (147).

La pedagogía de Freire sigue “haciendo su camino” en la formación de este hombre nuevo y “despliega, poco a poco, todas sus virtudes” (122). El problema del método de Freire (“concientización”), escribe Gutiérrez, es que su proceso es “susceptible de ahondamientos, modificaciones, reorientaciones y prolongaciones” (123). Es notable que mientras el autor critica a los revolucionarios que carecen de una fuerte base conceptual, él halla falta en Freire por la lentitud de la concientización.

Al exponer las deficiencias del capitalismo desde la periferia y la necesidad de una revolución social latinoamericana (con el socialismo como el camino más viable), Gutiérrez se reenfoca en la Iglesia y el papel de sus laicos, sacerdotes y obispos.

Los cristianos individualmente, en pequeñas comunidades, e incluso la Iglesia toda, van tomando una mayor conciencia política y adquiriendo un mejor conocimiento de la realidad latinoamericana actual. La comunidad cristiana comienza, en efecto, a leer políticamente los signos de los tiempos en América Latina. (125)

Gutiérrez admite que al hablar de los grupos politizados dentro de la Iglesia, está refiriendo a una minoría. “Pero de minorías crecientes y activas, y que día a día adquieren una mayor audiencia dentro y fuera de la Iglesia” (127).

Los movimientos apostólicos laicos, en los que se encuentran estudiantes, obreros y campesinos, señala Gutiérrez, presentan un problema para la Iglesia en el sentido que sus opciones políticas son “cada vez más revolucionarias” y “entran en conflicto con la jerarquía” (128). A causa de ir en contra del orden establecido dentro de la Iglesia, estos grupos se operan, a veces, en la clandestinidad. Una renovación teológica eclesial ofrecería una oportunidad a estos grupos para trabajar más como representantes verdaderos de la posición oficial de la Iglesia.

En cuanto a los sacerdotes y religiosos, más y más de ellos, escribe Gutiérrez, “buscan participar más activamente en las decisiones pastorales de la Iglesia (132). Grupos como “Sacerdotes para el Tercer Mundo” encuentran resistencia de la jerarquía por sus llamadas a “cambios radicales tanto en las actuales estructuras internas de la Iglesia latinoamericana, como en las formas de su presencia y actuar en un subcontinente en situación revolucionaria” (132-33). Gutiérrez señala que algunos sacerdotes, en su decisión de atacar las raíces del despojo y la opresión, han sentido la necesidad de tomar una posición personal acerca de la política, como el colombiano Camilo Torres (133). Gutiérrez pinta un retrato de una “crisis de identidad” en la vida sacerdotal (134).

Los obispos son mal preparados para cumplir su función, escribe Gutiérrez, y los que se atrevan a tomar acción política corren el riesgo personal de ser los blancos de ataques por la oposición. “Esto ha traído como consecuencia una vigilancia policial estrecha, y, en algunos casos, amenazas de muerte de parte de grupos de extrema derecha” (137).

Esta situación de crisis dentro de la Iglesia exige una reflexión teológica que responda a la situación, según el autor. La Conferencia episcopal de Medellín (1968) representa un reconocimiento “de la solidaridad de la Iglesia con la realidad latinoamericana, la de la violencia institucionalizada (139-40). En los ojos de Gutiérrez, la “educación liberadora” propugnada por Medellín ofrece una esperanza para superar la situación de dependencia y formar una sociedad más justa donde pueda florecer el desarrollo de un hombre nuevo. Medellín insiste en la necesidad para los pueblos oprimidos de “tomar las riendas de su propio destino.

Una nueva presencia de la Iglesia en la América Latina seguiría, entre otras, las siguientes pautas, según Gutiérrez (154-64):

1. Que la Iglesia haga una denuncia profética de las graves injusticias y de la situación de pecado. En la cuestión de usar la influencia social que lleva la Iglesia, Gutiérrez escribe “No hablar, es constituirse en otro tipo del silencio; silencio frente al despojo y la explotación de los débiles por los poderosos” (173).

2. Que la Iglesia deje de permitir a las clases dominantes de la sociedad usar la Iglesia para legitimar el orden establecido. “Es evidente, en efecto, que sólo un rompimiento con el injusto orden actual y un franco compromiso por una nueva sociedad, hará creíble a los hombres de América latina el mensaje de amor del que la comunidad cristiana es portadora” (172).

3. Que la Iglesia practique una evangelización concientizadora. Gutiérrez cita de Medellín: “nos corresponde educar las conciencias, inspirar, estimular y ayudar a orientar todas las iniciativas que contribuyan a la formación del hombre” (158).

4. Que la Iglesia exige cambios en el estilo de la vida sacerdotal para que muestre una solidaridad con los oprimidos. “En la conferencia de Medellín se precisó bien que la pobreza expresa solidaridad con los oprimidos [...] un estilo de vida sencillo” (161).

En la última parte del libro, “Perspectivas”, Gutiérrez conecta el concepto de la salvación con los hechos terrenales. “La salvación no es algo “ultramundano”, escribe el autor, sino la “comunión de los hombres con Dios y comunión de los hombres entre ellos” (187). Después de enfatizar la importancia en los acontecimientos de “este mundo”, él reexamina los hechos bíblicos para mostrar la naturaleza política de ellos. “La liberación de Egipto es un acto político. Es la ruptura con una situación de despojo y de miseria, y el inicio de la construcción de una sociedad justa y fraterna. Es la supresión del desorden y la creación de un nuevo orden” (194). “El éxodo será la larga marcha hacia la tierra prometida, en la que se podrá establecer una sociedad, libre de la miseria y de la alienación” (196). Él concluye que “trabajar, transformar este mundo es hacerse hombre y forjar la comunidad humana, es también, ya salvar (200), y que:

La salvación comprende a todos los hombres y a todo el hombre: la acción liberadora de Cristo –hecho hombre en esta historia una y no en una historia marginal a la vida real de los hombres– está en el corazón del fluir histórico de la humanidad, la lucha por una sociedad justa se inscribe plenamente y por derecho propio en la historia salvífica. (216)

De este discurso sobre lo político encontrado en la Biblia, Gutiérrez salta al presente y nota su ausencia en la teología contemporánea: “Hay en ese planteamiento una perspectiva que nos parece bloquear la pregunta sobre el sentido último de la acción del hombre en la historia” (222). Medellín califica la miseria de las masas latinoamericanas como “una situación de pecado” y “un rechazo al Señor” (225). Gutiérrez escribe que “el pecado exige una liberación radical, pero ésta incluye necesariamente una liberación política” (227). La separación de lo político y lo espiritual “no existe más” en el templo vivo de Dios (238).

Gutiérrez escribe de encontrar a Cristo en el prójimo, pero no sólo en una manera individualista:

Como se ha observado con insistencia en los últimos años, el prójimo no es sólo el hombre tomado individualmente. Es, más bien, el hombre considerado en la urdimbre de las relaciones sociales. Es el hombre ubicado en sus coordenadas económicas, sociales, culturales, raciales. Es, igualmente, la clase social explotada, el pueblo dominado, la raza marginada. Las masas son también nuestro prójimo. (252)

Al escribir sobre la “espiritualidad de la liberación” (253), Gutiérrez propone que se trate de “una espiritualidad que ose echar sus raíces en el suelo constituido por la situación de opresión-liberación (255). Convertirse al Señor “es comprometerse con el proceso de liberación de los pobres y explotados” (255). Como él ha repetido varias veces en el texto, “quererla hacer sin conflictos es engañarse y engañar a los demás” (256). De nuevo destaca la necesidad de una libertad interior a través de “una ruptura con nuestras categorías mentales” (256).

Gutiérrez califica esta nueva teología como una teología “de la esperanza” que “permite pensar la historia en términos revolucionarios” (267). Nunca lejos de su enfoque en la praxis, escribe que esta esperanza “vence la muerte” y “debe echar sus raíces en el corazón de la praxis histórica” (269).

La quiebra entre la fe y la vida terrenal, señala Gutiérrez, apareció en la época moderna y Gutiérrez intenta mostrar como la separación entre los dos no ha sido un hecho histórico. Apoyado por los pensamientos del teólogo J. B. Metz, escribe como esa ruptura presentaba la vida de la fe como “opción personal y se hace abstracción del mundo social en que se vive. Para la conciencia religiosa inspirada en esta teología la realidad social y política sólo tiene una existencia efímera” (277). La nueva teología significa “un replanteamiento original de la función de la Iglesia en el mundo actual” (283).

Para acentuar la dimensión política que existe en la Biblia, Gutiérrez explora el mundo político de Jesús con una reexaminación del “pretendido apoliticismo” de Jesús (284). Gutiérrez señala tres hechos políticos que él considera “incontrovertibles”: la compleja relación de Jesús con los zelotes, su actitud ante los grandes del pueblo judío, y su muerte a manos de la autoridad política” (285). De este último hecho Gutiérrez escribe: “sobre la cruz el título –según la costumbre romana– indicaba la razón de la condena; en el caso de Jesús ese título indicaba una culpabilidad de tipo político: rey de los judíos” (289):

La vida y la muerte de Jesús no son menos evangélicas debido a sus connotaciones políticas. Su testimonio y su mensaje adquieren esa dimensión precisamente por la radicalidad de su carácter salvífico; predicar el amor universal del Padre va inevitablemente contra toda injusticia, privilegio, opresión, o nacionalismo estrecho. (295)

La introducción del tema de la utopía da al lector una idea de los temas corrientes de la época. Gutiérrez la ve “como una denuncia del orden existente” y que “se trata de un rechazo global y que quiere ir hasta la raíz del mal (297). Él conecta eficazmente el concepto de la utopía con el concepto propuesto por el hombre nuevo (301. Él termina ese capítulo enfatizando la praxis en la creación de una sociedad utópica: “El evangelio no nos proporciona una utopía, ésta es obra humana” (306).

En la sección intitulada “Comunidad cristiana y la nueva sociedad”, Gutiérrez retoma el tema de la relación histórica de la Iglesia con el mundo. Señala que la Iglesia estaba en la periferia de la sociedad hasta el siglo IV y con el edicto de Milán pasa a “ser tolerado” (315). Junto con su aceptación social apareció la actitud de que “fuera de la Iglesia no hay salvación” y que “no hay un mundo fuera de la Iglesia; ésta surge como la depositaria única de la verdad religiosa” (316). Esta perspectiva eclesiocéntrica ha permanecido hasta el presente, escribe Gutiérrez, y sólo con las proclamaciones de Juan XXIII en el Concilio Vaticano II comenzó a cambiar su perspectiva al hablar de la Iglesia “como un sacramento” (319), definiéndolo como “la revelación eficaz del llamado a la comunión con Dios y a la unidad de todo el género humano” (320).

Al estudiar el significado simbólico de la eucaristía, Gutiérrez la conecta con la fraternidad humana:

El pan y el vino son signos de fraternidad que evocan al mismo tiempo el don de la creación, la materia de la eucaristía lleva en ella misma esta referencia, recordando que la fraternidad se arraiga en la voluntad de Dios de dar a todos los hombres los bienes de esta tierra para que ellos construyan un mundo más humano. (326)

Sin una lucha activa “contra el despojo y la alienación, y en favor de una sociedad solidaria y justa la celebración eucarística es un acto vacío, carente de respaldo por parte de quienes participan en él” (329).

Gutiérrez insiste que la Iglesia latinoamericana tome una clara posición sobre la situación injusta en que viven sus oprimidos. Para hacerlo, el primer paso sería reconocer el hecho de que ella “se ha vinculada al sistema social vigente” (330):

La protección que recibe de la clase social usufructuaria y defensora de la sociedad capitalista imperante en Latinoamérica, ha hecho de la Iglesia institucional una pieza del sistema, y del mensaje cristiano un componente de la ideología dominante. Todo pretendido apoliticismo –caballo de batalla recién adquirido por los sectores conservadores– no es sino un subterfugio para poder dejar las cosas como están. (330)

Para desprenderse de esta alianza con las clases dominantes, Gutiérrez sugiere que el camino es “solidarizarse resueltamente con los oprimidos y despojados, en la lucha por una sociedad más justa” (331). Él opina que hasta el presente el lenguaje teológico no ha sido bastante directo en su denuncia del orden establecido y anticipa críticas a esta nueva teología, que se la acuse de haber politizado demasiado la función de la Iglesia: “Los ataques más duros vendrán, sin duda, de aquellos que temen el surgimiento de una verdadera conciencia política en la masas latinoamericanas y vislumbran cuál puede ser la contribución del evangelio en ese proceso” (336). Gutiérrez responde con las palabras punzantes de J. Girardi: la “violencia institucionalizada va aliada generalmente con la hipocresía institucionalizada” (336), y añade que “la lucha de clases es un hecho y la neutralidad en esa materia es imposible” (341).

Aunque Gutiérrez halla limitaciones en la filosofía pedagógica de Freire, es difícil no ver la influencia que tuvo en este texto. Gutiérrez escribe de cómo la liberación de los oprimidos liberaría, también, a los opresores. “Se ama a los opresores liberándolos de su propia e inhumana situación de tales, liberándolos de ellos mismos” (344). Hay que amar a los opresores opina Gutiérrez, pero a la vez reconociendo que son los enemigos en la lucha por una sociedad más justa. “No se trata de no tener enemigos, sino de no excluirlos de nuestro amor” (345).

El último capítulo del texto, “Pobreza: Solidaridad y Protesta”, resuena con los sentimientos de Medellín: que la Iglesia se solidarice con los oprimidos latinoamericanos. Gutiérrez indica que el término pertenece a la pobreza material, “es decir, la carencia de bienes económicos necesarios para una vida humana digna de ese nombre” (353). Lejos del pensamiento existente de que la pobreza material sea “una ineludible y necesaria condición en el camino de la santidad” (352), Gutiérrez la presenta como algo que prohíbe la autorrealización del hombre como hijo de Dios. Puesto en un contexto socio-económico, el autor escribe que “hay pobres porque hay hombres que son víctimas de otros hombres” (359). Vista desde su visión del hombre como sacramento de Dios, Gutiérrez escribe que “oprimir al pobre es atentar contra Dios mismo, conocer a Dios es obrar la justicia entre los hombres” (362). Se enfoca así en el significado actual de la frase “bienaventurados los pobres porque de vosotros es el reino de Dios”, negando lo que se había aceptado en algunos círculos como su significado: “aceptad vuestra pobreza que más tarde esa injusticia os será compensada en el reino de Dios”, sino “que el reino de Dios trae necesariamente consigo el restablecimiento de la justicia en este mundo” (367). En la manera que Dios se hizo pobre para solidarizarse con los oprimidos, Gutiérrez hace una llamada para que la Iglesia siga su modelo. “Sólo rechazando la pobreza y haciéndose pobre para protestar contra ella, podrá la Iglesia predicar algo que le es propio: la “pobreza espiritual”; es decir, la apertura del hombre y de la historia al futuro prometido por Dios” (372).

 

Fuentes citadas

  • Gutiérrez, Gustavo. Teología de la liberación-perspectivas. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1971.

 

© Steven Casadont,
Dos caminos ante la pobreza: Los padres Gabriel y Néstor en la novela Nicodemus. 2005.

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